El Último Extranjero Juan Núñez
Titulo Original: El último extranjero Primera edición digital internacional: noviembre 2021 D.R.C. 2021 Juan Núñez Fotografía de portada: David McEachan Fotografía de imagen interior: Ami Vitale Diseño de portada: Juan Núñez Comentarios sobre la edición y el contenido de este libro a: leitpad@gmail.com Queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita del autor del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía, el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamo públicos.
Para papá y para Sudán
Quizá entiéndase, que después de muchos años, cualquier ser humano tiene la capacidad para reconocer el momento en el que, infortunadamente y de forma súbita, decidió tomar otro camino en su vida. A veces para bien, otras tantas para mal. I Ol Pejeta Conservancy, Kenia Año 2032 —¿Sabes? —dijo Antonio Alys, al momento en el que cortaba cartucho de su arma—. ¿Has pensado que el rinoceronte no tiene una maldita idea de que es el último de su especie? —¡Toño! —gritó Federico Reyes, hincado a un lado de su amigo, bajando la cabeza para cubrirse con la parte baja de una ventana—. ¡No creo que sea momento de hablar de estas cosas! —¡¿Qué dices?! —señaló Antonio, disparando hacia el frente, justo a través del cuadro de la ventana—. ¡¿Crees que Sudán realmente sepa que es el último que queda?! En ese momento, una ráfaga de balas dio directo en dónde Antonio y Federico estaban resguardándose. El impacto rápidamente abatió la pintura y algunas cuantas dieron en la pared justo atrás de ellos. Por unos breves segundos, la ráfaga se detuvo y Federico aprovechó esa oportunidad; se puso de pie, preparó el arma, apuntó al frente. Sus dientes apretados se separaron cuando pegó un grito tan fuerte que incluso pudo compararse al de las detonaciones. Luego de disparar volvió a su posición y dijo: —Creo que Sudán sí podría ser consciente de que es el último de su especie. ¿No crees que se daría cuenta de que no hay machos con los que pueda pelear? ¿O hembras con quién coger? 1
—O sea, sí, pero es que él lo sabe. Sabe que no interactúa con nadie más que humanos, ¿pero sabe por qué? Todo el día lo cuidan. Lo protegen a punta de balas. Nosotros ahora estamos haciendo eso, pero no sabe por qué… Antonio iba a continuar hablando hasta que el sonido de su radio lo detuvo. De la bocina se escuchó la voz de su general diciendo: ¡Toño! ¡Fede! ¡Resistan un poco más! ¡Pronto llegaremos! —¡Coronel, solo dígame si está bien el rinoceronte! — contestó Antonio—. ¡Porque si no está bien, no tendría caso estar aquí atrapado! ¡Él está bien! ¡Gracias a ustedes pudieron sacarlo a tiempo de la zona! —¡Ahora sáquennos a nosotros! —gritó Federico—. ¡No nos quedan muchas municiones! En ese momento, el sonido de unas hélices rompió el ambiente. Antonio y Federico sintieron como poco a poco el viento se abalanzaba hacia su posición. Comenzaron a escuchar gritos agónicos de los hombres que les estaban disparando, y luego Federico gritó: —¡Acaben con esos hijos de puta! Después de eso, desde el helicóptero, un grupo de cuatro hombres abrió fuego. Tanto Antonio como Federico cubrieron sus cabezas con las manos y se quedaron tendidos en el suelo. Las detonaciones eran tan rápidas y concisas que por un momento los dos soldados se sintieron seguros, pero de no ser por la pared detrás de ellos, jamás se habrían dado cuenta que sus aliados disparaban casi de forma azarosa. De a poco las balas que impactaban en la pared los llenaron de polvo y pedazos del concreto, pero pasados unos cuantos segundos, las detonaciones cesaron. Un silencio palpable gobernó el ambiente. Antonio y Federico se pusieron de pie y se asomaron por la ventana. Sus oídos tardaron en volver a adaptarse, pero cuando lo lograron, escucharon de nuevo las 2
hélices y el motor del helicóptero, el cual estaba descendiendo lentamente. Mientras tanto, entre ellos y el helicóptero, un mar de cuerpos, sangre y tripas yacía en el suelo. De pronto, el helicóptero y las hélices se detenían de forma lenta. —¡Njoki! ¡Tremendo hijo de puta! —gritó Antonio, hablando suajili, al momento en que descubrió quien era el primer hombre en bajar del helicóptero—. ¡Te juro que pensé que nos disparabas a nosotros! Aquel primer hombre en bajar se quitó sus goggles oscuros, bajó su arma y se retiró su casco. Después gritó muy eufórico, también hablando en suajili: —¡Toño! ¡Cabrón! ¡Me agrada que seas un hombre de acción! ¡Pero esto ya es una locura! En ese instante, Tanto Toño, como Peter Njoki se dieron un abrazo fraternal, golpeando repetidas veces sus espaldas. —Tardaron un poco —intervino Federico, hablando en inglés y refiriéndose a Njoki. —Lo lamento. Era difícil acercarse, pero cuando te levantaste y gritaste, Fede, fue la perfecta distracción. ¡Esos cazadores hijos de perra no supieron ni por donde les entraron las balas! —Mi familia te lo agradece —sentenció Federico, acercándose a Njoki y dándole un abrazo también fraternal y lleno de cariño. Después de un breve silencio, el piloto del helicóptero indicó que era momento de retirarse y todos abordaron. —Parece ser —dijo Toño, una vez que el helicóptero se elevó e intentaba sostener el micrófono adherido a su casco—, que la humanidad ha perdido toda capacidad de razonar. O al menos a mí me lo parece. Es como si toda pizca de humanidad haya sido borrada de todas las personas.
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—¿Lo dices por Sudán? —contestó Njoki, sentado justo enfrente de él. En ese mismo instante, una pequeña turbulencia los sacudió de sus lugares. —Sí. Lo digo por él. Es el ultimo rinoceronte blanco del mundo y está ahí abajo, esperando su muerte. —Si lo dices de esa manera suena terrible. —¿Piensas diferente? Los humanos nos hemos encargado de matar a todos los de su especie. Ponte en su lugar. Imagina que eres el último de tu especie. ¿No le tendría rencor a quien ha matado a tu gente? —También son los humanos quienes lo están protegiendo. —Solo digo que me parece decepcionante que entre humanos nos estemos matando. El rinoceronte no entiende que es el último que queda. Mucho menos entiende que hacen un montón de hombres matándose entre ellos por él. ¿Por qué los humanos no podemos ser así? —Así, ¿cómo? ¿Ignorantes? —¡Justo así! ¡Ignorantes! ¡Ignorantes de todo el mal que nos hemos hecho! Seriamos felices, ¿no te parece? —Sería increíble —señaló Federico—. Definitivamente sería increíble, pero, por desgracia, ya no podemos. Estamos dentro de un sistema, y el sistema nos hace ser de esta manera. ¿Podrías imaginar, Toño, cómo sería tu vida si ignoraras todo lo que te hace daño? —Sí podría. —¿De verdad lo piensas? ¿Por qué no hacemos un ejercicio? Imagina que vuelves a casa y te reencuentras con tu novia. ¿No has pensado que ella podría amar a alguien más? Eso te lastimaría, ¿no? ¿Estarías dispuesto a ignorar el hecho de que la mujer que amas, ya no te ama a ti? Antonio se quedó en silencio después de escuchar eso. Luego miró hacia abajo y se dio cuenta de que el helicóptero estaba perdiendo altitud—: ¿Ya estamos llegando? Eso fue rápido. 4
Njoki asintió con la cabeza y giró para ver el lugar en donde aterrizarían, que no era más que una especie de plataforma improvisada en medio del centro de comando, rodeado por algunos árboles altos, pero en su mayoría, se situaba en un suelo húmedo lleno de pequeños riachuelos escurriendo sus aguas en todas direcciones, encontrado muy cerca del Sweetwater Chimpanzee Sanctuary, que era el único lugar en todo Kenia en donde se podía observar a los chimpancés en un hábitat natural. Al aterrizar y bajar del helicóptero, a todos los recibió el coronel Gustavo Stipe en una mesa pequeña, colocada debajo de una carpa, y en la cual había algunos mapas, botellas de vino y un poco de mugre de la zona. Antonio y Federico se presentaron frente a él. —Realmente no creí que sobrevivirían, pero aun así o vivos o muertos, ustedes dos anticiparon la llegada de los cazadores y con eso, salvaguardaron la vida de Sudán, el ultimo rinoceronte blanco del mundo. El gobierno mexicano está orgulloso de ustedes dos y el gobierno keniano tiene una deuda invaluable. ¡Gracias, señores! Los dos soldados entonces hicieron un saludo marcial en forma de agradecimiento. Luego el coronel Gustavo habló en suajili, refiriéndose a Peter Njoki: —No existe forma de agradecerle todo lo que ha hecho por nosotros. —Al contrario, coronel. Que los soldados mexicanos estén prestando sus servicios para la conservación de este lugar, es algo que el gobierno keniano nunca terminará de pagar. Será un honor pelear a su lado, en unos meses, protegiendo a los ingleses. —¿Iremos a Inglaterra? —intervino Antonio, denotando su sorpresa. —Fede, Peter… ¿pueden esperar afuera por favor? 5
II Los dos hombres dejaron rápidamente la carpa, en silencio. —¿Qué pasa, Coronel? —preguntó Antonio, con un tono ya molesto—. ¿Cuándo recibiré las instrucciones para la siguiente misión? —Toño —respondió el coronel, sentándose en la silla detrás de la mesa y sirviendo un poco de su vino en un vaso de unicel—. Toma asiento. Antonio asintió. Se quitó el casco y lo dejó sobre la mesa: —¿Me daría un poco de su vino, señor? El Coronel Stipe pegó una sonrisa tenue y sirvió un poco de su vino en un nuevo vaso: —Toño, ¿sabes que está pasando en Inglaterra? —La verdad es que sé muy poco señor. Solo sé que en estos últimos años dejó de existir la monarquía y que un tal Otto Jackman es algo así como su presidente. —Ese sería un buen resumen de la situación en la isla, pero faltaría anexar que hay ciertos grupos rebeldes que se oponen al régimen de ese nuevo gobierno. Los estadounidenses ya han mostrado su apoyo y les han mandado armas. Y el gobierno mexicano quiere mandar un par de unidades para que apoyen militarmente a esos grupos. Una de esas unidades es la nuestra. —No me extraña, señor. Llevamos diez años de un lado para otro ayudando a quien nos lo pida. Me atrevo a decir que somos una gran Unidad de Élite. —Eso definitivamente no te lo discuto. Somos más que eficaces… El asunto aquí, Toño, es que tú no nos acompañarás. —¿Por qué, Señor? —Bien lo has dicho tú. Ya son diez años. No has parado ni un solo momento. Has tenido tantos coroneles como misiones 6
y situaciones peligrosas. Algunos piensan que te quieres morir. Otros simplemente valoran tu labor con el país. —Así debe ser, señor. Le debo todo a mi país. —Eso no lo dudo ni por un momento, pero de lo que si dudo es de tu capacidad para estar mentalmente sano. Hubo un silencio repentino, el cual se vio deshecho luego de que Antonio le diera un sorbo largo a su vaso con vino. —No entiendo de lo que habla, señor. —Mira, sé que no es mi incumbencia. Mucho menos debería importarme si tú estás bien o no, mientras cumplas con tus tareas. Pero lo que sucedió hace rato con Sudán, comprometiendo la integridad de tu compañero y la tuya… —¡Pero logramos detener el avance de los cazadores, señor! ¡No tiene sentido nada de lo que está diciendo! —¿Perdón? —Lamento levantar así la voz, señor… Solo intentó comprender. —No hay mucho que comprender, Toño. Simplemente volverás a casa. III —Lo entiendo… —Ya es hora —dijo el Coronel, parado justo atrás de Antonio —. Han llegado por ti. A pesar de que los dos habían formado una amistad sincera, y a pesar de haberse salvado sus vidas mutuamente por más de diez años, la despedida fue frívola y rápida. Antonio contaría en el futuro como es que ni siquiera recordaba cómo llegó a México. Si bien recordaba esos últimos momentos en el Ol Pejeta Conservancy, el trayecto de ida al aeropuerto internacional Jomo Kenyatta, en Nairobi, y vagas lagunas en las escalas hasta el aeropuerto de Querétaro, pero todo lo demás estaba nublado. Como si su cuerpo solo hubiera 7
sido desintegrado cerca del rinoceronte para ser integrado nuevamente en los pasillos del desembarque. Habían pasado treinta y dos horas desde que había salido de Kenia y en Querétaro daban las seis de la tarde, el cielo tenía los primeros indicios de que el atardecer comenzaría pronto. Antonio entonces sacó su celular de una de las bolsas de su pantalón. Pidió un automóvil particular y sin más, cuando llegó, abordó en él. El trayecto fue muy silencioso. O al menos así lo percibió Antonio. Si es que en algún momento el tipo al volante quiso sacarle platica, él nunca se dio cuenta de eso hasta que de pronto, unas palabras del conductor retumbaron en sus oídos: —Llegamos. —Gracias —respondió Antonio, dejando que la aplicación en su teléfono realizara el pago del servicio—. ¿Se siguen poniendo los Guajolotes por aquí? —No lo sé, amigo. No soy de aquí. —Gracias de todos modos —añadió Antonio, tomando su única mochila de equipaje, bajando del auto y cerrando la puerta en un solo movimiento. Cuando el auto en el que viajaba se retiró del lugar, Antonio distinguió que frente a él estaba la Plaza de los Fundadores. Que no era más que una explanada, en donde por un lado se podían ver varias estatuas de bronce de los antiguos fundadores de la ciudad. Y del otro lado, una fuente de cantera roza corroída por al tiempo, en donde unos niños jugaban muy despreocupados. Caminó entonces por la plaza, justo a un costado de las estatuas y en donde a lo largo de los años, unos seis locales ofrecían comida de todo tipo. La acción sucedía realmente dentro de los edificios, un local enseguida del otro, pero afuera es donde se realizaba el servicio. A razón de las múltiples mesas y sillas de todos los locales, se formaba un espeso océano lleno de gente y olores de todo tipo. En ese tumulto, Antonio vio el restaurante de su viejo amigo Alex, que llevaba por nombre 8
“Doña Rosenda”, el cual era bastante popular no solo por ser el único lugar de la zona en no vender alcohol, sino que su tradicional café de olla despertaba muchas emociones en la gente. En el pasado, antes de que Antonio se fuera de la ciudad, Alex le contó cómo es que la receta y secreto de aquel café, era porque era una preparación conservada por su abuela y que databa desde tiempos de la revolución mexicana. Antonio no lo dudó ni un segundo y se sentó en una de las sillas. Un rato después, una chica joven se acercó a él ofreciéndole la carta y diciendo: —¿What can I offer you? Antonio, extrañado por el sutil acento de la chica y por haber escogido hablar en inglés, contestó: —¿En inglés? ¿Por qué en inglés? —Lo… lo siento, señor —indicó la chica, hablando ahora en español—. Es porque hay muchas personas por aquí que hablan inglés. De hecho, es raro escuchar a la gente hablando en español, al menos en esta zona. —No tengo problema con el idioma. No tienes porqué disculparte. Solo que me pareció curioso. ¿Aún tienen de ese café de olla tan popular? —Vaya, veo que es de los clientes del pasado. Si, aún hay café, pero ya no es de olla, señor. Es un café soluble. Normal. —¿Qué ha pasado? ¿Alex ya no es el dueño? —¡Ah, conoce a Alex! Sí, aún es el dueño... ¿Quiere que le diga que está aquí? —Si no es mucha molestia, por favor. La chica entonces se fue, sosteniendo la carta en sus manos. Al poco rato apareció Alex, con su particular cabeza calva y blanca y en sus manos el café que Antonio había ordenado. Al verse después de tanto tiempo, los dos amigos se dieron un cálido abrazo que duro más de lo esperado y después tomaron asiento. 9
—¡Que gusto verte de nuevo, Toño! ¡¿Cuánto ha pasado?! Unos diez años, ¡¿no es así?! —Fácilmente más de diez. Todo me parece conocido, pero muy nuevo al mismo tiempo. Por ejemplo, tu café. ¿Ya no haces la tradicional receta? —¡Oh, no! ¡Ya no! Hace mucho que dejamos de hacerla. —¿A qué se debe eso? —La gente, Toño. La gente ya no soportaba su sabor. Era muy fuerte. Incluso tenía, si lo recuerdas, un sutil toque de chile. Pero es que poco a poco dejo de haber gente que le gustara. Al final, todo el tiempo me pedían un café menos cargado, más dulce y amable con el paladar. —Se ha ido ese café para siempre entonces, ¿no es así? Es como si todos se hubieran ido también… —Más bien, muchos llegaron. No lo mal entiendas. Hay muchos queretanos. Mas de los que en algún momento fuimos, pero todos son hijos de gente que llegó en el pasado. Las costumbres han cambiado. Eso incluye los sabores y también el idioma. Si bien todos hablamos español, muchos también ya lo dejaron de usar. Pero dime, ¿así pasaremos nuestro reencuentro? ¿Discutiendo? —Entonces no es como que todos se hubieran ido, como yo. Mas bien es como que soy un extranjero en mi propia ciudad. ¿Eso es lo que dices? —Antonio se detuvo un momento, reflexionando sobre lo que acababa de decir—: Lo siento… creo que he perdido toda moción de convivencia con la gente… —Puedes interpretarlo de esa manera… quizás, hasta seas el ultimo extranjero que ha venido a vivir aquí. Ya sabes, todos solo llegan de visita, van un rato a los viñedos por Bernal, se toman la foto en los arcos, compran alguna muñeca de las mujeres indígenas y entonces se van. Pero los que se quedan a vivir ya son pocos. Al menos en el centro de la ciudad. Ya sabes, como siempre. 10
—Se siente extraño. —Me imagino… por cierto, ¿volviste para quedarte, o partirás de nuevo? —La idea es quedarme, al menos hasta que me encomienden una nueva misión. —Espero que cambies un poco de actitud antes de que eso pase… —No tengo un lugar donde quedarme, Alex… —¿No vivías con tu novia antes de irte? ¿Qué ha pasado? —Tengo miedo de volverla a ver. Ni siquiera sabe que estoy aquí… —Te entiendo, de verdad, pero con esa actitud me es difícil poder aceptarte en mi casa. No lo tomes personal, no nos hemos visto durante mucho tiempo y ahora… no sé, me pareces hasta un extraño. Lo que sí puedo hacer es darte algo para que comas. ¡Va por la casa! —No te preocupes —respondió Antonio, dándole un sorbo a su café, que, para su sorpresa, tenía un sabor bastante agradable—. Me las arreglaré de alguna manera. En ese momento, Alex le mantuvo la mirada a su viejo amigo, y cuando estaba a punto de caer en llanto, se levantó de la silla. Después dijo—: Te quiero. Lo sabes. Pero no puedo quitarme esa sensación del cuerpo. Como si no te conociera en lo absoluto… Antonio ya no dijo nada. Mantuvo la mirada directamente a los ojos de Alex y luego le dio otro sorbo al café. Su viejo amigo solo se dio la vuelta y se fue adentro del local.
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IV Antonio, todavía sentado en la silla, seguía tomando de a poco su café y viendo a la gente pasar. Al fondo del paisaje, en el horizonte cercano, el viejo Templo de La Cruz estaba en su máximo esplendor, siendo iluminado desde la base por un montón de focos de luces blancas. Así pues, se levantó y caminó hacia el templo. Al mismo tiempo que se acercaba a las luces pudo notar que los niños que había visto con anterioridad tenían rasgos muy particulares. Los colores de sus pieles eran una amalgama que se iba degradando desde el negro hasta el blanco. La complexión de sus cuerpos si bien era la de unos niños, también podía notar que sus genes eran muy diferentes a los de él o de cualquier persona que hubiera conocido en el pasado. Al final, ignoró el asombro con el que se había tomado aquel hecho y continuó con su camino hasta el templo. Cuando llegó a la entrada principal y observó los detalles en la fachada, y también la puerta vieja de madera, la voz de una mujer lo sacó de todos sus pensamientos. —¿Toño? —preguntó la mujer, a un costado—. No sabía que ya habías vuelto… Sin lugar a dudas, una extraña sensación recorrió la espalda de Antonio, como si tuviera miedo. Como si por primera vez cruzara palabras con aquella mujer, pero la realidad no era otra, sino que, en verdad, él llevaba diez años de tener una relación con ella. Al menos así lo habían decretado antes de que él se fuera de la ciudad. Al menos así lo sentía, aunque esos largos diez años lo hubieran separado de su novia. —Dolores —respondió Antonio—. Sí, de hecho, casi voy llegando.
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