El Último Extranjero Juan Núñez
Titulo Original: El último extranjero: Parte III: PADRE Primera edición digital internacional: noviembre 2021 D.R.C. 2021 Juan Núñez Fotografía de portada Parte III: Ami Vitale Fotografía de imagen interior: David McEachan Diseño de portada: Juan Núñez Comentarios sobre la edición y el contenido de este libro a: leitpad@gmail.com Queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita del autor del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía, el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamo públicos.
IX —Nuestra comida no tiene por qué ser así —dijo Antonio—. Definitivamente no. ¡Sabe muy rico, pero no debe ser tan bueno para la salud! —¡Yo podría comer esto todos los días! —respondió Bruno, bastante eufórico. —Hablando de eso… sobre los días. Quiero que entiendas una cosa, Bruno. Yo no puedo hacerme cargo de ti así nada más, pero entiendo que no quieras volver a las calles, menos si te están molestando. Al rato iremos al DIF o algo de esas cosas de protección de menores, y ellos podrán hacerse cargo de ti. ¿Entiendes? Tienes que aprender también a cuidarte por tu cuenta desde ahora. Allá afuera el mundo es peligroso. Y mas si no te cuidas. Los adultos son así, peligrosos. Hacen cosas como las que te hicieron, o por ejemplo a mí, que me han robado en varias ocasiones. Lo que quiero decir, es que, debes andar con cuidado en el mundo. ¿Estamos? —Lo entiendo —dijo el niño, bajando la cabeza y viendo los restos de su comida. —Te quedarás solo un rato. Me gustaría poderte ofrecer Netflix o videojuegos, pero como veras, hoy también es mi primer día viviendo aquí, así que… —No se preocupe. Puedo entretenerme con el comic que encontré. —Eso me parece perfecto, Bruno. —Señor Toño —dijo Bruno, ahora viendo directamente a los ojos del hombre y con sus propios ojos al borde de las lágrimas—. ¿Por qué hace todo esto? —Me recuerdas a mí. Ahora intento ser el adulto que necesité cuando tenía tu edad.
X Después de que desayunaron su comida china, Bruno se quedó solo en el departamento, leyendo con mucha curiosidad aquel comic de Batman que se había encontrado. Le leía, hasta cierto punto, gustoso de imaginar que él fuera su padre, pero la realidad lo golpeaba cada que iba pasando entre viñetas y comparaba su situación con la de Bruce Wayne. Pareciera reconfortante que él también fuera una especie de huérfano, pero lo que no resultaba tan agradable era saber que probablemente nunca tendría las oportunidades que su nuevo superhéroe favorito. —Volveré dentro de unas horas. No sé cuánto me tarde, Bruno. —No sé preocupe, señor Toño. —Si me preocupo, Bruno. No hagas desastres. —¡Entendido! —gritó el niño, poniéndose de pie y haciendo un saludo marcial. —¿Y eso que fue? —Es un saludo militar, ¿no es así? Usted es un militar, lo puedo ver por la mochila. —Si que eres un chiquillo muy inteligente —dijo Antonio, pasando su mano por encima de la cabeza del niño—. No hagas desastres, de verdad. Bruno asintió. Antonio se fue. Abordó un taxi convencional esta vez, porque ya llevaba algo de prisa. El incidente con el pequeño le había cambiado un poco sus planes, pero aun así, no tardó mucho en llegar a su destino, que estaba apenas a unos veinte minutos del departamento, y también que por esa mañana el tráfico no era tanto. Cuando llegó a la Plaza ubicada en el Boulevard Villas del Mesón, vio como en la puerta del estacionamiento había muchos hombres y mujeres esperando
en unas sillas blancas y de plástico. Era como una especie de fila no oficial para poder entrar a un cuarto en donde harían su entrevista de trabajo. Antonio entonces fue y sentó en la ultima que quedaba y estaba libre. Pasó una hora y no avanzaba el asunto. No fue hasta que después de dos horas y media por fin avanzaron y hasta dentro de otra media hora fue el turno de él. —¿Nombre? —dijo el entrevistador —Antonio. Antonio Alys. —¿Cómo se enteró de este puesto? —Me lo dijo el dueño del departamento que estoy rentando. Piensa que me vendría bien un trabajo como este. —¿Quién es el dueño? —Se llama Domingo. —¡Domingo! Él siempre me recomienda buena gente. ¿Lo conoce de hace mucho? —Bueno, realmente lo conocí hace unos diez años. Después me tuve que ir del país. —Si no es mucha indiscreción, señor Alys, ¿dónde anduvo? —Yo era parte de una unidad de apoyo del ejercito mexicano. —¡No me diga! ¡Ya sabía que lo conocía de algún lado! Es el que salió en la tele, ¿no? El del rinoceronte. —En efecto, señor. —Mire que este trabajo es el ideal para cualquier retirado del ejército. Es un trabajo muy tranquilo. A lo mucho tendrá que lidiar con algunos cabrones borrachos. La mayoría son chinos. Esos cabrones tienen una comunidad cerca de aquí y se la pasan viniendo a los bares. Además de que, así como resguardó a ese rinoceronte, no dudo que pueda resguardar este lugar. Creo que ya encontré quien pueda obtener este puesto, señor Alys. —No estoy retirado. —¿Perdón?
—Dice que es el trabajo perfecto para cualquier retirado del ejército, pero yo no estoy retirado. —Ya veo… entonces no se preocupe, señor Alys. Si este no es un trabajo para un militar en activo, pues honestamente no sé qué hace aquí. —Así es. No sé qué hago aquí. —Todo mejorará, señor Alys. Estoy seguro de eso. No entiendo porque de pronto se pone con ese carácter. En primer lugar, si no quiere el trabajo, ¿para que aplica por él? Formarse dos tres para esto… ¿En verdad? —Tiene razón… disculpe mucho los inconvenientes —dijo Antonio, estirando la mano para despedirse, sin embargo, no obtuvo respuesta alguna. —Cuídese, señor Alys —respondió el entrevistador. Antonio cerro su puño y sin mas se dio la vuelta. Luego salió del cuarto en donde le estaban haciendo la entrevista, preguntándose profundamente: “¿Qué ha pasado ahí adentro?” “¿Por qué dije eso?” “Yo no quiero un trabajo como ese, ¡yo quiero acción!”. Y casi, como una súplica a la acción que tanto pedía, se le cumplió. Sin darse cuenta, ya estaba en el estacionamiento de la plaza, y justo en la entrada, en donde estaba una de las agujas que detenía el paso de los autos, estaba Ramiro, el adolescente que había intentado apuñalar a Bruno. —¡Eh, viejo! —gritó Ramiro, levantándose de donde estaba sentado y caminando en medio de su grupo de amigos—. ¡¿Tú eres el dueño del departamento?! Antonio se detuvo, súbitamente—: ¿Y tú quién eres o qué? —Es el nuevo novio de Brunito, ¿verdad? Se ve que al morro le encantan los pitos viejos. Así como el tuyo y el de su otro novio. —Tú eres el cabrón que lo anda chingando...
—Yo no ando molestando a nadie, viejo pendejo. Yo ando limpiando la ciudad. ¡La limpio de pinches putos como tú y el morro ese! —Tú quieres unos putazos, ¿verdad? Desde aquí se ve que al que le encanta el pito es a ti —añadió Antonio, soltando una risa burlona en el camino—. Enojarse porque a otro hombre le gustan los penes te pone muy celoso ¿No es así? ¿Quién es tu novio? Ha de ser uno de los cabroncitos que están ahí atrás de ti. Al momento en el que Antonio terminó de decir eso, uno de los amigos de Ramiro lo sostuvo por la espalda, intentando inmovilizar sus brazos. Durante el breve rato que lo consiguió, Ramiro se abalanzó y conectó un golpe en el estomago y enseguida uno en la cara. Antonio escupió saliva y se quedó un tendido, pero apenas se dio cuenta de que la pelea ya había empezado, logró quitarse de sus espaldas al otro sujeto que lo sostenía. Dio media vuelta. Lo tomó del cuello, levantándolo un poco. Cerró su puño y le dio un golpe certero a media quijada que lo mandó al suelo. —¡Agarren al pinche viejo! —gritó Ramiro. En ese instante los otros cinco sujetos que estaban ahí sentados, se abalanzaron al frente y sobre Antonio. A pesar de que lo superaban en número, ninguno resultó complicado para él. Casi parecía que los había formado en línea recta para poder destrozarlos uno a uno. Dio golpes en sus caras. Les saco el aire a patadas. A uno le dislocó el hombre, a otro, le sacó la rodilla de su lugar. Si Bruno lo hubiera visto, habría pensado que Batman estaba defendiéndolo, repartiendo golpe tras golpe como si de costales se tratasen... Pero todo se detuvo cuando por la espalda, Ramiro lo apuñaló con un picahielo, muy cerca de un riñón. Antonio se dejó caer sobre sus rodillas. Al mismo tiempo que la sangre comenzaba a brotar, gritó: —¡Hijo de puta!
—¡Pinche viejo pendejo! —respondió Ramiro, marcando una sonrisa en su rostro—. ¡Me los voy a chingar a los dos, pendejo! —finalizó y después se dio la vuelta, corriendo despavorido hacia su auto viejo estacionado cerca de ahí. Los amigos que quedaban en pie cargaron a los heridos y fueron detrás del auto. Antonio intentaba contener la sangre, pero fue en vano. Al poco rato perdió el conocimiento.
XI Sudán estaba ahí, quieto, mirando a Antonio, fijamente. El abrazador sol los cobijaba como si se tratase de sus últimos resplandores: con una luz intensa y casi azul. Pero de pronto, la luz del sol se fue y también el suelo, dejándolos a los dos en un espacio blanco en donde a lo lejos se podían distinguir únicamente las siluetas de ellos dos. —Si en algún momento vas a hablar, ahora es el momento — dijo Antonio, mirando directo a los ojos de Sudán. El rinoceronte por su parte, no le quitó la vista de encima—. Usualmente los animales hablan en estos sueños… Es un sueño, ¿no? Sudán se quedó quieto. —¿Respiras al menos, amigo? Sudán estornudó. —Bueno, ahora veo que estás vivo… aunque ese estornudo sonó mas bien a un refunfuño. ¿Estás enojado? Sudán volvió a refunfuñar. —Entiendo porque debes estar enojado —añadió Antonio, al mismo tiempo que se acercó al rinoceronte hasta que quedaron de frente uno del otro—. Debe ser difícil… te entiendo hasta cierto punto. Obviamente no soy el último de mi especie, pero mi especie sí se encargó de que tu fueras el
último. Te pido perdón por eso. De verdad —se detuvo un momento y lentamente colocó su mano en uno de los cuernos de Sudán—. Perdónanos. Somos una especie estúpida. A decir verdad, no solo acabamos con tu especie, sino con muchas otras. Incluso entre nosotros nos matamos. Y así ha sido por toda la historia. Ahora mismo creo que yo he muerto. Y me mató uno de mi propia especie. ¿Ves como si somos estúpidos? Sudán movió la cabeza de arriba hacia abajo, aceptando la muestra de cariño de Antonio. —Si tu no hablas… ¿Quién me dirá si he muerto? Debería haber alguien que te lo diga, ¿no? O bueno, si lo pienso bien, si no he muerto nadie debería decírmelo… tal vez no soy yo el que ha muerto… Sudán, amigo mío ¿Tú eres el que ha muerto? Sudán lo volvió a ver a los ojos y esta vez una pequeña lágrima se escurrió por su rostro cenizo y viejo. —Oh, amigo… lo siento tanto. No debías morir. Debías seguir con el legado. ¿O es que este es tu legado? ¿Le quieres dar una lección a la humanidad? Eso sí que es difícil, amigo, porque ahora que has muerto, no creo que eso cambie mucho en las personas. No al menos en los cazadores. No al menos en todos aquellos que no entienden que también eres una vida, y que mereces respeto. En ese momento, Sudán desplomó el culo sobre el suelo para sentarse un rato. Antonio hizo lo mismo, pero dejando la espalda recargada sobre una de las patas del rinoceronte: —A veces también siento que soy el único que queda de mi tipo. Obviamente eso no es cierto, porque sería ser muy egoísta con los demás humanos y pensar que ellos no tienen problemas, pero apenas volví a pisar mi ciudad, siento que no pertenezco a ese lugar. Ni a ninguno, a decir verdad. Me hubiera gustado quedarme a cuidarte en el área protegida. Pero quedarme ahí también hubieran implicado muchas cosas… ¿no lo crees? Sería quitarle el trabajo a alguien más
capacitado, o incluso a alguien que lo necesitase más. ¿Tú que piensas amigo? Sudán lo miró. —Cierto. Olvido que no hablas. Pero entonces, ¿qué hago? ¿Cuál es mi propósito ahora que he vuelto? Sudán lo volvió a mirar, pero ahora sintió una mirada mas pesada, como si fuera de decepción. —Bruno… es cierto. Al pequeño necesita de mi ayuda. Es como si él también fuera el ultimo de su especie… como tú o como yo. Debemos protegernos los unos a los otros. No tenemos a nadie más... Sudán, para no decir mucho, eres muy sabio. Antonio se puso de pie. Sudán hizo lo mismo. —Creo que es tiempo entonces de que regrese —añadió Antonio, acariciando de nuevo el cuerno de su amigo—. Espero poder ir a verte de nuevo. Te quiero en verdad. Tu existencia me ha ayudado mucho. Espero que la mía haya sido de ayuda también. Al momento en el que Antonio decía aquellas palabras, miró por ultima vez al rinoceronte, directo a los ojos, en los cuales las lágrimas ya se habían disipado. —¡Toño…! —¿Escuchaste eso, amigo? —Despierta… —Oh, Sudán. Nos veremos pronto —finalizó al mismo tiempo que la mirada de Sudán se difuminaba hasta tomar un color mas o menos amarillo. Todo lo demás de su cuerpo se desvanecía al mismo tiempo, convirtiéndose en las paredes de la sala en su departamento, y los ojos, ahora de color amarillo incandescente, pasaron a transformarse en el foco del techo de la misma habitación. —¡Toño! ¡Despierta! —gritó Dolores. Antonio entonces se despertó de golpe, quedando sentado sobre el sillón viejo que estaba en su departamento.
XII —¿Qué sucedió? —preguntó Antonio, quitándose el sudor de la frente con una mano, y con la otra apartando la cobija a un lado. Frente a él estaban Dolores, cargando una taza con un té, y Bruno, hincado y con los ojos llorosos. —Te apuñalaron —dijo Dolores—. Pero no lo hicieron bien. Apenas y te picaron, pero perdiste el conocimiento. Cuando despertaste me marcaste. O bueno, eso dices tú. —¿Yo, te marqué? No lo recuerdo. Dolores se sentó en la mesa que estaba al frente y después dejó la taza—: Supuse que dirías eso. Siempre dices eso. —¿Y cómo llegué aquí? —Cuando fui por ti, pasamos a un Similares. Te dio unas suturas y medicamento. Después, cuando entraste al departamento, te desplomaste. Entre Bruno y yo te subimos al sillón... ¿Realmente no recuerdas nada? —Te lo juro que no. Solo siento como si hubiera tenido un sueño muy largo. No se explicar lo demás. —Pero bueno —intervino Bruno—. ¿Se siente mejor, señor Toño? —Mucho mejor, Bruno. ¿Tú como estás? El que me hizo esto fue Ramiro. El que te anda molestando. —¡Ese hijo de la chingada! —gritó Bruno—. ¡Lo voy a matar al hijo de perra! —¡Hey! ¡Hey! ¡Tranquilo! ¡Todo está bien! —No lo está, señor Toño. Ese pendejo si no me mata a mí, lo va a matar a usted. —¿Y que sugieres, Bruno? —Puede alguien darme contexto —intervino Dolores—. No estoy entendiendo nada. Toño, ¿por qué está este niño aquí?
Después de eso, Antonio le explicó brevemente a Dolores todo lo que Bruno le había contado y también lo que planeaba hacer con la situación del niño. —Deberíamos denunciar todo esto. Ni lo que los papás de Bruno hicieron está bien, y mucho menos lo que el otro chiquillo anda haciendo. —Lola, no lo tomes a mal —inquirió Antonio, al mismo tiempo que se sostenía la herida—. Pero si hace diez años la policía no hacia su trabajo, no creo que hayan mejorado… Debe de haber otra manera, al menos para detener a ese pendejo. Lo de los papás de Bruno ya será tema para después. —Por ahora, señor Toño. Debe comer algo, si no se nos va a desmayar otra vez. —Gracias, Bruno. —Si me da un poco de dinero, puedo ir a comprarle algo de la comida china que tanto le gusta. ¿Qué dice? Antonio se quedó un rato meditando, viendo directamente a los ojos del chiquillo, pensando en lo mucho que su mirada se parecía a la de Sudán—: Ok —dijo, finalmente, sacando la cartera de sus pantalones y dándole al chiquillo un billete de quinientos pesos—. ¿Podrías acompañarlo, Lola? Es el lugar que está ahí en Madero. Del billete compren algo para los tres. —Lléveselo usted —dijo Bruno, entregando el billete a Dolores—. Usted es la adulta. Y el señor Toño dice que los adultos hacen estas cosas, como llevarse el dinero. —¿Cuándo te dijo eso el señor Toño? —En la mañana que desayunamos comida china. Dolores miró con cierto tono de decepción hacia Antonio. Sobre todo, la mirada fue por dos situaciones: La primera porque ella pensaba que esa no era ninguna clase de desayuno nutritivo y la segundo por los comentarios que le hacia al pequeño. Así mismo, ignoró lo anterior y salió del departamento con Bruno.
A las afueras, la gente parecía no parar ni un solo momento. Todos iban de un lado a otro, como si de sus vidas dependiera llegar a cierto lugar, y lo peor es que en muchos casos esa era una realidad. Dolores y Bruno anduvieron por las calles del centro queretano, esquivando a la multitud de gente, esperando todavía alcanzar un poco de la comida china, porque ya estaban a algunos minutos de que cerraran el lugar. —¡Por aquí, señorita Dolores! —gritó Bruno, tomando una especie de atajo por uno de los andadores que atravesaba un edificio. Al momento en el que Bruno se adentró al andador, sus pasos dejaron de escucharse y antes de que Dolores se pudiera dar cuenta de que es lo que realmente estaba sucediendo, un sujeto la empujó hacia la otra pared del andador. —¡Bruno! —gritó ella, cuando vio que a Bruno lo llevaba cargado un tipo, que ponía su mano encima de la cabeza del niño y lo hacía quedar inmóvil al sujetarlo desde sus brazos, cruzados y en la espalda, a pocos centímetros de dislocarse—. ¡Bruno! —volvió a gritar—. ¡Se roban al niño! —Dolores se levantó de golpe, con toda la intención de perseguir a aquel tipo, pero se dio cuenta de que, a su lado, el sujeto que la había empujado en realidad no era mas que un muchacho de unos quince años, convaleciendo en el suelo a razón del golpe.