Aventuras en los Siete Lagos.

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© 2006 - Libros de Viaje - Editorial Todos los derechos reservados AVENTURAS EN LOS SIETE LAGOS 1° Edición Foto de tapa y contratapa: Ezequiel Lopez Textos: Ezequiel Lopez Diseño: Libros de Viaje - Editorial ISBN: 9789873305726 Editado en septiembre de 2006 Impreso en Argentina Hecho el deposito que marca la ley 11.723 Contactos ezequiel@librosdeviaje.com.ar www.librosdeviaje.com.ar



A Valeria, por el aguante, por extraĂąarnos y por querernos. A TomĂĄs, por este fabuloso viaje. A GarcĂ­a, nuestro gran perro Terranova.


Desde que nos vimos por primera vez aquel verano de 2001, supimos que nos habíamos embarcado en una aventura que íbamos a alimentar año tras año. Esta vez inmersos en bosques, cielos colmados de estrellas y ríos que calman nuestra sed a mitad de la tarde, viviremos los próximos diez días codeándonos con la naturaleza salvaje de la Cordillera de los Andes. Tomás Lopez: 4 años Ezequiel Lopez: 36 años




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BUENOS AIRES - BARILOCHE

La ansiedad dominó toda la jornada y el suave vuelo sobre las nubes o las primeras vistas de las montañas, no logran calmar la emoción de estar a pocas horas de acampar frente al lago en nuestro quinto viaje juntos a la Patagonia Argentina. La planificación se hizo con varios meses de anticipación un domingo de primavera mientras desayunábamos en nuestra casa. Durante los meses previos, revisamos mapas, trazamos la ruta a seguir, listamos las cosas que nos harían falta y hasta hicimos una prueba de la carpa en el jardín, una noche de lluvia con escandalosos truenos como protagonistas. Nuestro perro García, un gran Terranova de sesenta kilos asustado por la tormenta, pretendía dormir junto a nosotros. Lamentablemente la carpa para dos personas ya estaba bastante congestionada porque junto a nosotros, dormía también Valeria, que se había sumado a la experiencia aunque no sería de la partida. La compañía aérea en donde

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Juntando agua fresca en las cascadas en el Cerro Catedral.


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trabajaba estaba en plena temporada de verano y requería de todo su personal para atender los requerimientos de sus clientes. Aquella noche, la carpa superó la prueba y a la mañana siguiente cuando el sol asomaba desde el río, comprobamos que sólo se había mojado levemente el piso. El imponente volcán Lanín nos trae de vuelta a la realidad y entrega la primera señal de proximidad al aeropuerto de Bariloche. Entre el equipaje llevamos nuestras almohadas que fue lo único que no negociamos a la hora de dejar cosas para que cerraran las valijas. Tomás empieza a guardar los juguetes que acompañaron el vuelo mientras el anuncio de los cinturones de seguridad titila sobre nuestras cabezas. El aterrizaje es tan suave como el vuelo que acaba de finalizar y los dos disfrutamos por la ventanilla cada movimiento de los flaps de las alas en su desenfrenado esfuerzo por detener el avión. Ansiamos el momento en que se apaguen sus motores y abra las puertas para dejarnos respirar ese aire de montaña que hemos extrañado durante los últimos meses. La salida es rápida y luego de tomar las valijas y completar los papeles del auto alquilado, nos disponemos a rediseñarlo según nuestras prioridades. De este modo, el asiento trasero se reclina para dar forma a una suerte de camioneta que contenga todo

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el equipaje; el apoya cabezas del acompañante sirve de asiento alto para que Tomás pueda ver hacia afuera y le calce el cinturón de seguridad; la radio sintoniza las frecuencias que nos acompañarán en la ruta y la caja de chocolates que nos deja de regalo la rentadora, pasa a ser el lugar de encuentro para nuestros antojos. A pesar de estar en medio de la Cordillera de los Andes, los 30°C de la tarde incentivan a transitar a prisa la ruta rumbo al Cerro Catedral, último lugar que dejamos el invierno pasado cuando nos volvimos de nuestro viaje de ski. Sabemos que en la montaña hay muchas cascadas de agua fresca que brotan directamente de las rocas y hacia allí ponemos rumbo a refrescarnos, escalar y saludar al cerro que tantas veces nos dejó jugar en sus laderas. El blanco tono de la nieve que iluminaba el invierno, dio paso a una frondosa vegetación que cubre todo en verano. Hay agua por todas partes en pequeños chorrillos que vuelven a perderse entre las rocas y nosotros disfrutamos de ellos refrescándonos antes de bajar al pueblo. Bariloche nos recibe con la frescura y la paz que reina en sus calles serpenteantes empecinadas en copiar la forma de la montaña. Pasamos a prisa por el supermercado para llenar una caja de comida que acomodamos en el poco lugar que queda en

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el auto y ponemos rumbo al brazo Huemul, sobre el lago Nahuel Huapi. Nos detenemos en la casa del guardaparques a conversar un rato y pedirle información. A pesar de haber acampado por última vez hace doce años con mi gran amigo Alejandro, me acuerdo de cada rincón, de cada bajada al lago, de cada río que desagua la montaña y pronto elegimos un camping agreste en una de sus laderas. Tomás, ávido de aventuras, se las arregla para armar la carpa con unas pocas indicaciones mientras yo despejo el suelo de ramas y piedras que pudieran molestar por la noche. Salimos a recorrer la montaña y debido a nuestra ansiedad desbordante, mudamos la carpa cuatro veces hasta dejarla en un lugar que nos conforma sobre una pequeña saliente en una playa de arena fina. Es raro encontrar esta arenilla pero en los lugares reparados y con pequeñas bahías, suele acumularse este material fino que es la expresión más pequeña de las rocas en su constante andar por la montaña. La tarde se apaga y el sol se oculta por detrás del cordón que vigila el lago. Organizamos la primera noche del campamento improvisando un pasamanos para bajar del auto todo lo necesario y salimos a recorrer la playa en busca de troncos para el fogón. El entusiasmo de Tomás por participar en todo lo que hacemos es muy intenso. No quiere perderse

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nada y observa cada movimiento que hago, cada lugar en donde piso y aporta gran cantidad de ideas. Mientras le paso los sacos de dormir, acomoda uno de los cubrecamas en el piso para evitar que nos alcance el frío de la noche. Luego estira las dos bolsas muy prolijamente atento a que estén bien en el centro y alejadas de las paredes; coloca algunos sweaters al fondo de la carpa, acomoda en su lugar las almohadas y tapa todo con el segundo cubrecamas que nos aislará de las frías noches patagónicas. Quiere saberlo todo y por eso pone su máximo esfuerzo en cada cosa que encara. A medida que el sol cede su energía a la luna, el frío gana protagonismo y se impone la hora de encender un fuego en la playa. Mientras corto los troncos más grandes, le enseño a Tomás cómo preparar el fogón. Aprovechando nuestra estadía en el bosque, vamos a usar todo lo que éste nos brinda. Primero hacemos un pequeño hoyo en la arena que cubrimos con una cama de piedras grandes que servirán de base y generarán calor para mantener encendido en fuego. Luego acumulamos algo de hojarasca en el centro, hacemos una pirámide con las ramas más finas y una pagoda cuadrada a su alrededor con los troncos más gruesos. Esta técnica permite que el aire ingrese por distintos lugares a la pila de leña, aporte oxígeno al fuego y controla que

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Un fuego junto al Nahuel Huapi se prepara para la cena.


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no se propague, ya que va consumiendo la madera poco a poco desde el centro hacia los lados. El material que brinda el bosque es de excelente calidad y Tomás hace su primer intento de encender un fósforo. Perdemos dos o tres cerillas antes de lograr la técnica y una vez encendido, lentamente y cubriéndolo con nuestras manos, lo acercamos hacia unas hojas secas que asoman en la base, que serán las encargadas de propagarlo hacia toda la pila. A medida que las llamas toman fuerza, también entregan luz y calor a nuestra cena compuesta de unos ricos sandwiches y agua fresca del arroyo. La noche es cada vez más intensa y el crujido de las maderas aporta los últimos toques para relajarnos totalmente y disfrutar plenamente del bosque, el aire puro, las llamas y la brisa húmeda del lago. Nuestros ojos se acostumbran a la oscuridad mientras el fuego baja su intensidad y consume los últimos leños, para dar paso al un cielo despejado que de a poco va poblándose de estrellas. Tomás quiere ver las “fugatas” como le gusta llamarlas y se acuesta sobre mi panza junto a las brasas que mantienen nuestra temperatura, mientras peinamos el cielo en busca de las distintas constelaciones. Algunos satélites cruzan el firmamento y poco antes de la medianoche, divisamos tres volando en la misma dirección con una mínima distancia entre sí.

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El espectáculo es maravilloso y unos minutos más tarde aparecen las tan ansiadas “fugatas”. Ante su pregunta le explico que esas luces más intensas que surcan el cielo en realidad son mal llamadas estrellas, porque a pesar de cruzarlo velozmente, son sólo fragmentos de roca que se desintegran en su entrada a la atmósfera y producen el fugaz resplandor que dibuja la noche. Su atrevimiento de llamarlas “fugatas” quizás sea más adecuado para nombrarlas ya que se escabullen tan pronto como las anunciamos a viva voz. El murmullo del lago y la gran cantidad de seres nocturnos que deambulan por el bosque emitiendo miles de sonidos nos invitan a dormir. Antes de entrar en la carpa, apagamos muy bien el fuego con agua del lago y nos acomodamos en el tumulto de abrigos y abrazados, nos quedamos dormidos en un instante.

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BRAZO HUEMUL - VILLA LA ANGOSTURA LAGO ESPEJO

El intenso frío de la noche contrasta contra el calor estival y en la oscuridad de la carpa uno bien podría soñar unas buenas bajadas de ski por las montañas. Son las siete de la mañana cuando abrimos la puerta para encontrarnos con un espectáculo único de la naturaleza en los cuatro puntos cardinales. Para Tomás es su primer amanecer en una carpa y está tan enroscado por las vueltas que dio mientras dormía, que no encuentra el cierre que le permite deshacerse de su saco de dormir. Lucha unos minutos contra las telas que nos abrigaron durante la noche y cuando finalmente se libera, no logra encontrar su ropa que ha quedado junto a la mía al fondo de la carpa. En pocos minutos encendemos un fuego gracias al trabajo en equipo y disponemos nuevamente sobre el mantel, unos vasos de leche, agua fresca del lago y sabrosas galletas para el desayuno.

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Las Ăşltimas chispas del fuego del desayuno frente al Nahuel Huapi.


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La vista del Nahuel Huapi es maravillosa. El silencio es cortado esporádicamente por el canto de los patos alimentándose o el crujir de los leños y lentamente va aclarando mientras el sol trepa afanosamente las montañas. El agua inmutable deja ver claramente los borbotones de las truchas que se alimentan en la superficie y que varias veces nos deleitan con sus saltos ornamentales. Sobre un tronco y a pocos metros de donde estamos, un aguilucho de plumas amarillentas sigue atentamente cada uno de nuestros movimientos. Lo observa todo con la misma serenidad con que una gaviota espera flotando en el lago la oportunidad de probar bocado cuando algún desprevenido alevín se acerque a la superficie. Demoramos varios minutos en ordenar las cosas antes de salir a caminar por la costa bordeada de retamas. Tomás no pierde oportunidad de tirar piedras al agua, una pasión incontenible que aflora frente a cada espejo. A medida que avanzamos, debemos sortear rocas y troncos que por su tamaño cortan el camino. Esto nos enseña que de poco vale la fuerza, la habilidad o la experiencia individual, sino que sólo cuenta el trabajo en equipo. Tomándonos de las muñecas, para asegurar que si uno se suelta el otro se mantenga agarrado, sorteamos los obstáculos más grandes que sin la ayuda mutua, deberíamos esquivar o simplemente volver sobre nuestros pasos.

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La margen del lago nos deposita en la desembocadura de un caudaloso arroyo con varios pescadores mosqueros haciendo sus primeros lanzamientos del día. Me devoran las ganas de estar dentro del agua con mi equipo, pero decidí dejarlo en casa a la espera del próximo viaje en que Tomás seguramente tenga la paciencia necesaria para seducir a las truchas. Nosotros en cambio nos divertimos cruzando sobre las rocas hasta una isla natural formada por varios troncos que arrastró la corriente, e invitan a descansar un buen rato bajo el sol. Reponemos fuerzas bebiendo agua fresca y caminando bajo un bosque de lengas, alerces y coihues que despliegan un mundo de pájaros y animales. Al rato, desarmamos la carpa y guardamos todo en la parte trasera del auto y subimos a la ruta. En la salida nos cruzamos con los cuidadores que nos entretienen contándonos una anécdota muy interesante. Dicen que una vez, el quíntuple campeón de Fórmula 1 Juan Manuel Fangio, visitó la fábrica en donde trabajaba uno de ellos, y sus compañeros sacaron a relucir su fama de veloz conductor. El piloto escuchó atentamente el cuento y cuando hubieron terminado, arremetió diciendo. -Yo manejaba rápido, muy rápido, incluso a más de trescientos kilómetros por hora. Pero la gran diferencia en las carreras, era que todos ibamos para el mismo lado.

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Nos quedamos pensando en eso y chequeamos que los cinturones de seguridad estén bien anclados, aunque nuestra intención es ir muy despacio en busca de un nuevo lugar para jugar. Tomás propone un arroyo antes de Villa La Angostura que permite internar el auto en el bosque y bajar a caminarlo. La tranquilidad es total y rodeados de naturaleza, hacemos navegar varios troncos de madera hueca apilados al borde del río. Una playa de piedras alejada de la copa de los árboles es el lugar ideal para preparar el almuerzo, el primero para Tomás como acampante y al igual que la noche anterior, no quiere perderse ningún detalle. Lo primero que hace es construir con piedras un espacio en el agua fresca para enfriar unas bananas que se servirán de postre. Unas grandes rocas junto al río nos permiten preparar un hornito en donde colocamos la parrilla y hacemos brasas para asar dos pechugas de pollo acompañadas con ensalada rusa. Tomás coloca una piedra sobre la bolsa de basura para que no se vuele y luego dispone prolijamente los platos y cubiertos sobre dos piedras planas. Cada uno tiene la suya propia en donde caben perfectamente los utensilios de comida y un vaso lleno de agua. No disponemos de una botella porque cada vez que se acaba, simplemente la reponemos fresca del río. Ni siquiera debemos movernos para esta tarea, porque nos sentamos al borde

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del cauce para que la brisa húmeda mantenga a los tábanos alejados de nosotros. Luego del postre, jugamos un rato con la cámara fotográfica y nos preparamos para seguir adelante no sin antes tener la primera caída al agua. Mientras lava los cacharros del almuerzo, Tomás se resbala con el verdín de las rocas y se moja levemente los pantalones. Rumbeamos hacia Bahía Manzano y bajamos a jugar en las playas de arena negra sobre la costa del lago Nahuel Huapi. Las pequeñas piedras de origen volcánico son tan livianas que se meten por todos lados. Por un buen rato debemos deshacernos de las que quedan en los zapatos, dentro de los bolsillos y entre la ropa. Cruzamos la carretera y ascendemos por el camino de ripio que conecta con el cerro Bayo y al cabo de siete kilómetros, damos con la senda que baja a la cascada del río Bonito. Las últimas lluvias crearon surcos en la tierra que obligan a cruzarlos haciendo equilibrio por encima de troncos caídos. La pendiente es pronunciada y el zumbido de los tábanos compite contra el canto de los pájaros en la copa de los árboles. A nuestro paso vemos como distintas aves saltan de rama en rama atentas a cualquier oportunidad de saborear un rico bocado. Tras una curva que nos acerca peligrosamente al borde de la montaña, aparece un mirador de madera que

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Los troncos caĂ­dos sirven para practicar montaĂąismo.


El murmullo de un arroyo es una atracci贸n irresistible.


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sobresale del bosque y desafía la profundidad del cañadón que desagua el río. Frente a nosotros se abre un maravilloso espectáculo de luces y sonidos generados por el agua que se atreve a saltar desde el filo de las rocas hacia una olla azul en la profundidad de la montaña. El líquido que se desvanece en el aire, flota hacia los costados creando un sinfín de arco iris de intensos colores mientras baña la frondosa vegetación que, caprichosamente anclada en las paredes verticales, hace esfuerzos para elevarse y conseguir un poco de luz del sol. Los mismos rayos se filtran entre las ramas y logran escabullirse hasta tocar el suelo con su luz e iluminar el paisaje con cientos de colores diferentes. Nos quedamos un buen rato admirando el lugar, respirando sus aromas y escuchando los sonidos del bosque y de la profundidad del agua. Al cabo de un buen rato, bajamos hasta el pueblo a tomar un rico helado en nuestra heladería favorita que los fabrica artesanalmente con materias primas patagónicas. Se llama En el Bosque Chocolate y también produce el mejor chocolate en rama de la villa, que llevamos para degustar por la noche. Cuando salimos del lugar, a Tomás se le desmorona el helado que cae al suelo para delicia de los perros que devoran rápidamente nuestra mala suerte. Volvemos desilusionados a pedir un nuevo cucurucho

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que arman muy amablemente y que insisten en no cobrarnos. Por eso somos amigos de esta fantástica fábrica de delicias. Seguimos viaje hacia el río Correntoso, el más corto del mundo con tan sólo doscientos cuarenta metros de largo. A pesar de su extensión, el lago homónimo que descarga en el Nahuel Huapi, lo provee de abundante agua y una fuerte correntada lo convierte en uno de los lugares más importantes del mundo para la pesca con mosca. La abundancia de comida provista por la embocadura y desembocadura de ambos lagos y la vegetación de sus márgenes, genera la concentración de cientos de truchas de buen porte que pueden divisarse a simple vista nadando contra la corriente. Nos acercamos al puente viejo, una construcción de madera que fue reparada hace años sólo para el paso de peatones. Hay varias personas reunidas allí mirando en todas direcciones, pero nadie se fijó que a sus pies está el espectáculo más atractivo del lugar. Nosotros, conocedores del asunto, sabemos que en verano se presenta una buena oportunidad para alimentar a las truchas con el sólo hecho de quedarnos inmóviles frente a la baranda de madera. Los tábanos, que para el resto de la gente resultan un problema, no tardan en darse cuenta que somos un blanco fácil y se acercan a toda prisa. Estos insectos parecidos

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Todo sirve para tomarse un descanso y pensar en el siguiente paso.


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a una mosca pero de color verde, son más grandes y pican más que los mosquitos, pero también son mucho más fáciles de atontar. Esperamos unos segundos a que se posen sobre nosotros y con un golpe seco los dejamos caer al agua para festín de los peces, que agradecen la gentileza con enormes saltos fuera del agua. También observamos las corridas desde los pozones para cazar alguna ninfa o alevín que pasa arrastrado por la corriente. Otra vez en el camino avanzamos hacia el lago Espejo. Nos recibe una playa con bastante gente, muy ventosa y con el agua muy agitada. Las lanchas se balancean atadas a los postes de un viejo muelle de madera semidestruido, mientras dos muchachos disfrutan del viento sobre sus tablas de windsurf surcando la costa de un extremo a otro. Nosotros caminamos sobre la arena fina y nos sentamos a comer unas galletas mientras jugamos con los palillos, ramas y hojas que trae el viento. Hay pocos árboles en la zona y no encontramos un buen lugar reparado para armar la carpa, de modo que optamos por movernos hasta el lago Espejo Chico, unos pocos kilómetros más adelante. La bajada de dosmil metros por un camino de tierra, perfora el bosque en la pendiente de la montaña hasta una tranquera con guardaganado. Tomás, que se acomodó en la parte de atrás del auto sobre una

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improvisada cama de mantas y bolsas de dormir, se queda adormecido por el cansancio de un día intenso. Amablemente a nuestra llegada al campamento nos ofrecen acomodarnos y registrar la entrada al día siguiente. Un grupo de jóvenes instalados en la galería de la despensa, no pierde oportunidad de picar algo y rasguear una guitarra, mientras baja la tarde con un espectáculo maravilloso pero a la vez amenazante. Estamos en el extremo sudeste del lago, enclavados en un gran valle cedido por las montañas y a pocos metros del río que desagua hacia el lago Correntoso. Al otro extremo, el cordón montañoso va perdiendo la batalla contra las nubes que poco a poco logran sortearlo cubriéndolo con una intensa lluvia. Esto no impide que el sol muestre sus últimos rayos anaranjados y se jacte de su intensidad en un arco iris que brota desde el agua, otorgándole un gris más amenazante a la tormenta. Armo la carpa debajo de unos arbustos que nos proveen reparo del viento pero que poco servirán para detener la lluvia. Junto con todo lo necesario para dormir, bajo las camperas, las botas de goma y preparo las cosas para el desayuno de mañana, anticipándome a que el mal tiempo nos impida salir de la carpa sin mojarnos. Acomodo a Tomás dentro de su saco y lo dejo bien abrigado para bajar a la playa

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y sentarme a escribir apoyado sobre un gran tronco que uso como respaldo. El espectáculo de la tormenta es tan imponente que sólo puedo anotar unas pocas líneas sin distraer mi atención con las cambiantes formas y colores que se generan por todos los rincones. El viento intenso desde el lago no sólo empuja las nubes más y más hacia nosotros sino que roza la superficie del agua enfriándose y obligando a mantenerme bien abrigado. A medida que baja la noche, todo se conjuga para que el lugar sea imponente y el corazón suba las pulsaciones frente a la aventura de tener que afrontar la tormenta. Me quedo en la playa hasta el último instante, comiendo un pan casero y poco antes de irme a dormir, le doy las buenas noches al lago deseándole que el viento le permita descansar tranquilo. A través de sus olas parece sugerirme que ésta es la mejor forma de dormir, con el rítmico sonido de las gotas cayendo en el agua, dentro del bosque y sobre la carpa.

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LAGO ESPEJO - SAN MARTIN DE LOS ANDES CATITRE

La tormenta descarga toda su furia en una noche intensamente oscura y sacude todo a nuestro alrededor. El agua arrastrada por ráfagas de viento golpea la carpa implacablemente. El ruido es ensordecedor. Las ramas de los árboles se sacuden, la lluvia rebota por todos lados y el aire silba abriéndose paso ante cada obstáculo que encuentra. Dentro de la carpa, la situación no es mucho mejor. Dormimos en un igloo para dos personas que casi no supera el metro veinte de altura. Sólo hay lugar para nosotros dos y los abrigos que tenemos puestos. El sobretecho se sacude violentamente y descarga toda la furia de la tempestad sobre la carpa, humedeciendo la tela de los costados y desparramando el agua por todo el piso. Dormimos abrazados muy juntos, alejándonos de los bordes, dándonos calor mutuamente y tratando de esquivar las gotas que caen desde el techo. En la oscuridad de la noche, el frío se intensifica pero

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La tormenta descarga toda su furia desde el lago.


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logramos dormir protegidos por los cubrecamas y los sacos de dormir. Despertamos muy temprano, cerca de las siete de la mañana con la tormenta descargando toda su furia. La carpa está completamente mojada junto con la ropa que quedó contra la pared del fondo. Sólo quedan unos pocos espacios secos en donde pasamos la noche, pero los cubrecamas que nos sirven de abrigo también sufrieron el embate del agua. Nos vestimos a prisa sin poder evitar el intenso frío y decidimos tratar de alejarnos del vendaval. Tomamos coraje y cuando abrimos la puerta de la carpa, ingresa una bocanada de aire helado y lluvia que obliga a una carrera contra reloj. Tomás se trepa al auto, abre el portón del baúl y se ocupa de recibir todo lo que le revoleo desde la carpa. Intenta separar las cosas mojadas de lo poco que queda seco mientras yo desentierro las estacas, saco las varillas de la carpa y de un manotazo la cargo dentro del auto. La calefacción y unas reconfortantes galletas que rescatamos del desorden, empiezan a sacarnos un poco el frío mientras inmóviles vemos el lago revolucionado que seguramente esta más mojado que nosotros. Tras un breve paso por la proveeduría arrancamos la trepada a la montaña por un camino de tierra y rocas que drena el agua del bosque y por el que

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avanzamos muy lentamente. Detrás de una curva nos cruzamos con dos chicas que suben penosamente con sus mochilas cargadas. Nos detenemos para ayudarlas y mojamos todavía más el auto con toda la carga. Como llevamos el asiento de atrás reclinado no queda otra opción que sentarlas adelante, y para Tomás esto se convierte en su primera experiencia de manejo en montaña. Se sienta sobre mis piernas y debido al poco espacio que tenemos, debemos trabajar una vez más en equipo. Con una lluvia implacable, el camino embarrado y el auto en su límite de peso, dividimos tareas: yo llevo los pedales y los cambios mientras que él muy hábilmente se ocupa de maniobrar el volante. Sólo debo ayudarlo ante alguna curva muy pronunciada o cuando nos vemos obligados a esquivar algún pozo. Dejamos a las chicas en la entrada al camino de los Siete Lagos y partimos hacia San Martín de los Andes en busca de una solución que nos proteja de las tempestades. Las ideas son diversas, desde comprar una nueva carpa hasta encontrar la forma de colocarle un nuevo sobretecho a la que ya tenemos. Mientras avanzamos nos baña una garúa muy fina y las montañas desaparecen detrás de las nubes. Sin embargo el lugar es mágico, colmado de árboles que dejan entrever el lago Correntoso. A un lado, vemos una huella que conduce a la hos-

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Sentados al sol, miramos nuestras cosas despuĂŠs de la tormenta.


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tería Siete Lagos, pero un tronco caído interrumpe nuestro paso. Nos detenemos entonces junto a un arroyuelo que nos permite llenar nuestras botellas y tomar unos merecidos sorbos de agua fresca, mientras observamos como algunos alevines nadan contra la corriente. Saben que estamos ahí y nos esquivan cada vez que acercamos la mano para intentar atraparlos. Conforme avanzamos por el camino que serpentea dentro del bosque, las nubes van disipándose lentamente y Tomás aprovecha para recuperar algo de sueño. Dejamos atrás el lago Correntoso y tocamos el brazo norte del lago Traful. El camino se entromete por el único lugar libre entre los lagos Villarino y Falkner en donde varios toros Hereford cruzan desprevenidos en busca de mejores pasturas. En los siguientes kilómetros, nos topamos con una granja en un hermoso valle fértil, una escuela de montaña y su despensa al otro lado del camino, el lago Hermoso, el Escondido y el Machónico, desde donde desagua el río homónimo. Sorteamos varios cordones montañosos que con sus alturas, logran detener la tormenta y poco a poco el sol vuelve a brillar entre las nubes. Aprovechamos el momento para bajar a un valle de tupidas pasturas y poner todas nuestras cosas a secar. Tomás ya despertó de su siesta con muchas ganas de jugar y por un

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buen rato recorremos la costa de un arroyo tirando piedras, buscando alevines y tratando de cruzar de un lado a otro. Con el auto y nuestras cosas un poco más secas, seguimos camino hasta el cerro Chapelco. Nos reciben unas bandurrias muy ruidosas que nos saludan con sus cantos y aleteos. Manejamos muy lentamente hacia el filo de la montaña en donde Tomás divisó unas llamas pastando. Sin hacer ruido, bajamos para acercarnos casi hasta tocarlas, pero ellas trepan las rocas y alzan la vista para mirarnos de reojo. De todas formas son confiadas y nos permiten hacer unas fotos antes de seguir hacia el pueblo por el camino que baja por el faldeo. En el recorrido nos detenemos junto a un puente sobre un arroyo que desagua desordenadamente las últimas nevadas de las cumbres. Ninguno de los dos podemos resistirnos a trepar por los troncos, tirar piedras e investigar cada rincón en busca de aquello desconocido. Las copas de los árboles lo cubren todo y aportan oscuridad y frescura al bosque. Los rayos del sol que tanto ansiábamos esta mañana se filtran como pequeñas luces y destacan los miles de colores que aporta el suelo. Si estamos sobre el agua, nos invade el ruido del arroyo. Cuando ganamos altura sobre un tronco, son los pájaros y otros animales que se ocultan en el bos-

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Espiando a las truchas entre las maderas del muelle de San MartĂ­n de los Andes.


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que quienes se encargan de amplificarlo todo con sus cantos y llamados. Es mediodía y el camino en bajada nos brinda las mejores vistas de San Martín de los Andes. A pesar de descender por detrás de la montaña, entramos a la ciudad junto con la ruta que bordea el lago, que tan azul se ve desde arriba. Una curva cerrada abre el paso a un pequeño boulevard de unas pocas cuadras que termina abruptamente contra el río y una pared de roca. De un lado el poblado maravilloso de casas bajas de madera; del otro, la inmensidad de lago Lacar y su contención de montañas. Almorzamos en un restaurant junto a la playa una rica milanesa con papas fritas y ñoquis con estofado. Desde la ventana podemos ver las olas que golpean contra los veleros y canoas ancladas en el puerto. El viento que sopla desde el lago compite con el sol para ver quien logra ponerle la temperatura adecuada al día. Bien abrigados subimos al muelle a ver la profundidad de las aguas verde esmeralda que a través de su pureza, permiten ver claramente el fondo de piedras. Sólo un catamarán se atreve a zarpar dejando al muelle otra vez a merced del viento. Recorremos el pueblo y sus alrededores mientras seguimos pensando como resolver el problema de nuestra carpa. Paramos a un lado a comer un riquísimo pan casero y de repente frente a nosotros,

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aparece la solución. Una pequeña ferretería nos llama la atención y se nos ocurre que quizás podamos conseguir un plástico que nos permita cubrir el sobretecho. -Buenas tardes, ¿en qué los puedo ayudar?- pregunta muy amablemente el vendedor. -Buenas tardes quisiéramos un trozo de plástico grande que... -¿Es para hacer un sobretecho?- interrumpe amablemente el hombre. Nos quedamos atónitos e intrigados por saber como este buen señor está al tanto de nuestras intenciones. Y sin perder tiempo vuelve a preguntar. -¿Los agarró la tormenta anoche? De no ser porque aquel lago Espejo en donde penamos anoche queda a más de cien kilómetros de este lugar, pensaríamos que nuestro amigo ha dormido en alguna carpa al lado de nosotros. Con la sospecha de que este buen hombre sabe algo que nosotros ignoramos, respondemos afirmativamente para que comience a desenrollar un gran paño de plástico grueso, que dobla con gran facilidad a pesar de su enorme tamaño y el poco espacio para maniobrar. -¿Cuántas estacas y chicotes necesitan?- pregunta naturalmente; algo que nosotros no habíamos tomado en cuenta. Pedimos una buena cantidad

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de estacas para reponer las que están dobladas y nuestro amigo selecciona una soga resistente que corta con gran prolijidad para resolver los cabos. -Deben hacer un nudo en cada extremo para que la soga no dañe el plástico. Si lo agujerean se abrirá por completo- nos indica y sigue, -en la otra punta de la soga, hagan un lazo para anclar cómodamente la estaca y manejar la distancia al suelo. Con nuestra solución a cuestas y la incertidumbre de saber cual es su secreto, cruzamos el pueblo en dirección al lago Lacar y tomamos el camino que va a Quila Quina. Son doce kilómetros de ripio que rodean las montañas, a veces por tramos tan angostos que sólo puede pasar un auto a la vez. Dejamos atrás algunos campings que se internan en el bosque para finalmente dar con uno que está junto al lago. El tránsito de gente es incesante y nos informan que toda la zona está ocupada. Lo mejor es volver hasta Catitre, una zona sobre el lago más cercana al pueblo. Desandamos el camino, bajamos hasta el lago y luego de una serie de curvas dentro del bosque, llegamos a nuestro lugar de campamento. Otra vez nuestro equipo se pone en marcha y esta vez la expectativa la depositamos en el nuevo sobretecho. Como ya es costumbre Tomás desembala la carpa y la arma sin ninguna dificultad. Se divierte mucho

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uniendo las varillas que se le desarman a medida que intenta colocarlas en los soportes del piso. Reúne todas las estacas y una a una las clava en su lugar. Yo lo sigo atentamente porque es fantástico ver como resuelve cada situación que se le presenta. En este caso el piso es duro y con su fuerza no logra insertarlas hasta el fondo en la tierra. Me mira en busca de una sonrisa cómplice a lo que está por hacer y lo aliento a que lo intente. Su pie está acomodado sobre la primera estaca y cuando se para sobre ella, rueda por el piso. Nos matamos de la risa y me acerco para explicarle como debe hacer para aplicar la fuerza sin que se doblen. Reemplazamos el anclaje por una de repuesto y lo intentamos juntos. De esa forma logramos fijar toda la carpa al piso y podemos colocar el plástico para hacer el sobretecho. Cuando lo desplegamos vemos que la superficie que ocupa es enorme. Tomás se lleva una de las puntas y rodea la carpa mientras yo lo sostengo del otro lado. Colocamos las estacas de atrás y cuando rodeamos la carpa, vemos que sobra suficiente material para hacer una buena galería. Cuando el sol se oculta detrás de las montañas, la tarde pierde fuerza y calor aunque la luz sigue iluminando por un buen rato mientras jugamos en la playa de pedregullo. Junto a nosotros baja también un arroyo que desemboca en el lago justo al borde

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Un arroyo de monta単a traza su camino en el bosque en busca del lago Lacar.


Atardecer en la playa de Catitre junto a la tormenta que no se aleja.


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de un enorme filo que cae a pique contra el agua. Se lo ve imponente con pequeños resquicios en donde caprichosas semillas dieron forma a unos pocos árboles. Desde el cordón que está al final de lago se ven venir las nubes oscuras y el viento que sopla de esa dirección, anticipa una noche de prueba para nuestro invento. El hambre, el frío y el cansancio nos llevan dentro de la carpa en donde estamos muy bien resguardados. La galería que se forma en la entrada sirve para armar la cena y sobre el mantel, acomodamos prolijamente cada una de las cosas. Preparamos un par de sandwiches de jamón crudo y queso con pan casero y hacemos un rico jugo de manzana con el agua que baja del arroyo. La noche es cerrada y nos movemos con la luz de las linternas. El viento sopla y golpea las copas de los árboles. Su sonido se suma al murmullo del agua y muy juntos nos acomodamos para dormir bien abrazados.

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CATITRE - SAN MARTIN DE LOS ANDES RIO HERMOSO - LAGO VILLARINO

Afuera la noche es muy fría pero nosotros logramos mantener unos grados más de temperatura gracias a la protección del plástico del sobretecho. Antes de irnos a dormir, bajamos hasta el piso el sobrante que generaba la galería para dejar la carpa completamente cubierta. Esto detiene el viento y mantiene el calor por más tiempo. A pesar de eso, la almohada de Tomás sigue poniéndose muy fría de noche de modo que desistimos de usarla y compartimos la mía. Además, es una excusa para dormir bien abrazados y usar más el cubrecama para taparnos. Nos despertamos tarde, cuando el sol ya ilumina las montañas. Son las ocho de la mañana y dentro de la carpa nos vestimos para salir a tomar el desayuno en una mañana muy fría a pesar de estar en mitad del verano. Las nubes amenazantes del día anterior se disiparon y el lago totalmente quieto, refleja claramente los cerros y como un gran espejo,

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La tormenta dejó una fría mañana.


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deja ver en sus aguas todo lo que ocurre en el cielo. Bien abrigados nos acomodamos en la única mesa iluminada por el sol y preparamos dos vasos de chocolate caliente que acompañamos con galletas y yogurt. Conversamos durante un largo rato sobre el viaje, los inconvenientes que nos trajo la lluvia pero al mismo tiempo lo lindo que fue ver la tormenta que se nos venía encima y en ese momento, también nos decidimos a tomar una buena ducha. Para eso, debemos esperar a que el fuego encendido al amanecer, caliente el agua de la caldera y dejamos pasar el tiempo mientras jugamos un rato a la playa y caminamos por la costa del lago en busca de piedras chatas para hacerlas rebotar contra la superficie del agua. Tomás prueba un par de tiros sin éxito mientras le enseño la técnica. Observa y luego copia cada movimiento, cada posición y selecciona cuidadosamente sus herramientas. Intenta una y otra vez hasta que logra que sus piedras salten una y otra vez antes de sumergirse en el lago. Nos divertimos un buen rato y a las nueve en punto somos los primeros en entrar a las duchas. A pesar de haber mucha agua en la montaña, son limitados los recursos para calentarla de modo que en todos los lugares de acampe, los horarios para ducharse están restringidos a unas pocas horas. Nos bañamos los dos juntos reponiendo calor y relajando todos los músculos

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con el agua caliente. Cerrar el agua del grifo obliga a secarse lo más rápido posible antes de que se vaya todo el vapor que mantiene templado el lugar, para vestirnos con ropas limpias y más cómodas que las que tuvimos estos últimos días. Mientras ponemos a secar las toallas al sol, empezamos a desarmar la carpa y a cargar las cosas en el auto. Al cabo de unos días en la montaña, tenemos delimitados los sectores para cada cosa. Sabemos que detrás del asiento del conductor podemos manotear comida si tenemos hambre. Hay botellas de agua diseminadas entre los asientos, en las buchacas de las puertas y en nuestro improvisado baúl, que se cargan constantemente con agua fresca de las cascadas que encontramos a nuestro paso. Desde que llegamos, esta es la única bebida que hemos probado además de leche para el chocolate. Del otro lado, las bolsas de dormir y los cubrecamas hacen un mullido colchón en donde Tomás pasa largas horas recostado mirando el paisaje y conversando conmigo. Mientras viajamos, si no está durmiendo conversa muy entretenido. En general me cuenta cosas que pasan en el viaje, está muy perceptivo y mira hacia todos lados para avisar sobre todo lo que sucede a nuestro alrededor. También repasa cómo hacer distintas cosas relacionadas con nuestro viaje como por

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El armado de la carpa siempre fue una diversi贸n.


El desarme de la carpa nos trae complicaciones.


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ejemplo apagar un fuego, la forma correcta de armar la carpa, donde buscar las constelaciones que nos orientan por la noche; cosas que reformula y condimenta con toda su imaginación. Los juguetes que trajimos de casa sólo nos sirvieron para apaciguar la espera en el avión porque acá, el la Patagonia, ya hemos encontrado otros más grandes y divertidos que se pueden trepar, tirar al agua e incluso caminar por encima de ellos. Y qué mejor que jugar y para eso nos vamos hasta San Martín de los Andes a una playa con una suave brisa que acaricia el lago y un sol que genera miles de reflejos en el movimiento del agua. Allí nos esperan dos salvavidas naranjas sobre una canoa de un solo remo a la que subimos desde el muelle. Tomás se ocupa de las fotos mientras yo deslizo la canoa sobre el agua calma y profunda del lago en busca de una bahía que se ve a lo lejos. Al cabo de media hora la alcanzamos y descansamos un buen rato mientras observamos cómo nadan unas truchas debajo del bote. La vuelta se hace más difícil porque el viento se intensifica y provoca que la canoa gire hacia todos lados. Sopla de frente, lo que dificulta el avance en dirección al muelle y Tomás con gran habilidad improvisa un timón con su remo. La prueba es un éxito y desde la popa logra mantener el rumbo fijo. Algunas ráfagas fuer-

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tes nos hacen dar dos o tres giros completos y por momentos hasta parece que no avanzamos. Sin embargo, alcanzamos el muelle y nos quedamos descansando sobre las piedras de la playa a poca distancia de una bajada de lanchas. Las camionetas se meten en el agua hasta cubrir por completo sus ruedas traseras y dejar al trailer a suficiente profundidad para liberar el bote. Almorzamos una pizza y nos vamos hacia el río Hermoso con dos acampantes que hacen dedo hasta el puesto caminero del guardaparque. El camino es árido, de ripio y el calor hace que los autos levanten grandes polvaredas a su paso. La ruta provincial 63, que bordea el río Hermoso hasta su desembocadura en el lago Meliquina, también es paso obligado de camiones que con su andar arrastran tierra y polvo por varios kilómetros. En una curva alta del camino, encontramos una bajada que nos permite acceder a la costa del río. Bajamos el auto y estacionamos a la sombra. Caminamos un buen rato pero no logramos encontrar un paso que nos permita acercarnos al agua y los tábanos no paran de revolotearnos. El zumbido se torna insoportable y debemos sacudir los brazos constantemente para ahuyentarlos. Lamentamos no tener acceso al río ya que sería de sumo placer para nosotros poder alimentar a las truchas con estos molestos insectos.

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Es en este momento cuando entendemos porque las vacas tienen cueros tan duros y las ovejas cargan con tanta lana, incluso en el verano. Sólo conseguimos refugio cuando nos metemos dentro del auto y logramos matar a los pocos insectos que logran colarse en su interior. Decidimos seguir viaje pero cuando intentamos subir por la pendiente, descubrimos que las rocas flojas y la tierra no nos permiten llegar hasta el camino. Dejamos caer el auto hacia atrás para tomar envión y volvemos a trepar, pero el intento tampoco da resultados. Probamos desde más lejos apostando a que la velocidad pueda desestimar el material flojo de la montaña pero no hay caso. Estamos atascados. Para Tomás es una experiencia muy divertida y se ríe a carcajadas con cada intento, pero yo sé que si no logramos trepar hasta la cima, estaremos en problemas y muy fastidiosos con los tábanos. Le damos ánimo al pequeño auto frente a un último ensayo. Pongo la primera marcha, acelero, suben las revoluciones y piso el acelerador para sacarlo a toda velocidad en la trepada. A medida que avanza en la pendiente, el polvo que levantan las ruedas cubre todo a nuestro alrededor. Sentimos como el piso se afloja a medida que las ruedas disparan piedras hacia todos lados y la pendiente se hace más pronunciada, pero no dejamos de movernos. Toda la

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carrocería tiembla, se sacude y va perdiendo impulso hasta que se detiene por completo. Inmersos en una nube de tierra no sabemos hasta dónde hemos trepado y cuando el polvo se disipa, vemos que logramos llegar a pocos metros de la ruta. Bajamos y evaluamos la situación. El piso está tan flojo que no hay forma de seguir adelante y con cada intento se afloja más y más generando una huella que podría dejar colgado al auto. Nos sentamos debajo de un arbusto a esperar que pase alguien que nos pueda ayudar. El sol es abrasador. Las dos primeras camionetas que paran no tienen nada con que tirar, pero darán aviso al guardaparques. Al rato llega otra camioneta con varios trabajadores del lugar que se bajan sorprendidos de ver a dos personas sin ningún equipaje haciendo señas en el camino. Les explicamos el problema y uno de los muchachos se ofrece a sacarlo manejando. Le hacemos saber de nuestros intentos pero él insiste en que es posible subirlo. Lo deja caer hasta el fondo del barranco y se pierde entre los árboles justo en el momento en que llega un camión y se detiene a presenciar el evento. Se saluda con todos nosotros y se queda a esperar el desenlace. Se escuchan las revoluciones y el auto comienza a subir como una tromba. Enseguida pierde velocidad pero el muchacho no afloja. Desarma el improvisado

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Hay que esperar el rescate. En la Patagonia siempre se consigue ayuda.


Unas piedras con formas sirven para entretenerse toda la maĂąana.


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camino y arroja piedras hacia todos lados. La nube de polvo lo envuelve y de pronto, vemos aparecer la trompa alocada justo frente a nosotros. Damos las gracias y nos despedimos de todos estos ocasionales amigos que nos han salvado el día. Volvemos al camino de los Siete Lagos que comprende de norte a sur a los espejos Machónico, Hermoso, Falkner, Villarino, Traful, Correntoso y Espejo; damos aviso de nuestro rescate al guardaparque y para devolver el favor recibido, levantamos a otros dos acampantes que hacen dedo en la ruta. Nos cuentan que caminaron desde el lago Falkner hasta la despensa del lago Hermoso distante unos trece kilómetros de donde acampan, y cargados con las provisiones desestimaron una vuelta a pie. Los dejamos en la cima de una pequeña lomada que tras una curva, introduce una bajada hacia la profundidad del valle donde descansan las aguas del Falkner y el Villarino, unidos por un corto y caudaloso río. Será nuestra primera noche en un campamento libre, lo que significa que estaremos en medio de la naturaleza sin ningún servicio en kilómetros a la redonda. La tarde aún conserva el calor del sol que se dirige hacia el cordón montañoso que alimenta ambos lagos. Paramos en un extenso valle surcado por varios hilos de agua que se cuelan entre el pasto y

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sin perder tiempo bajamos a caminar por la costa. Vadeamos el río con el agua hasta las rodillas pero está tan fría que nos obliga a salir con los dedos congelados. La corriente tiene un andar muy suave por la poca pendiente que hay y las intensas lluvias que nos precedieron, poco habituales en esta época, subieron el nivel desbordando el cauce. De modo que caminamos sobre terrenos con pasto todavía verde y playas de arena inundadas que en algunos casos, obstaculizan unos metros de rocas que debemos trepar para seguir adelante. Cuando sentimos el motor de una lancha nos detenemos a descansar sobre un jardín tupido. Son pescadores que vuelven del lago Villarino y curiosos, nos quedamos a mirar las maniobras para sacar el bote del agua. El terreno es blando tiene una pronunciada pendiente pero metidos en el agua casi hasta la cintura logran acomodar el trailer debajo del gomón. De sólo verlos sentimos el frío del agua en nuestros cuerpos. Acercan una vieja camioneta Estanciera a la cual le atan una cuerda para tirar del carro y una vez hecha la maniobra llevan el bote a tierra firme. La tarde se pasa entre juegos, breves chapuzones y vadeos al río en toda su extensión. Poco antes de que el sol se acueste detrás de las montañas, nos internamos en el bosque a buscar la leña que

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Este arroyito desemboca a pocos metros de nuestra carpa.


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tan generosamente nos cede en grandes cantidades. Apenas avanzamos unos metros hay ramas y troncos secos que las tormentas se encargaron de destronar de los árboles. Hacemos una cama con ramas grandes y atamos una soga para tirar de toda la carga de madera que apilamos encima. Armamos la carpa frente a un pequeño acantilado que nos permite ver y oír el murmullo del agua. El sol desaparece dando paso al lucero y comienza a bajar rápidamente la temperatura. En pocos minutos y mientras encendemos el fuego, pasamos de estar descalzos y en remera, a vestirnos con abrigos y campera. Tomás tiene mucha hambre y lo hace saber encargándose de la comida. Esta noche cocinaremos arroz con una salsa de cuatro quesos. Ponemos el mantel debajo del alero y acomodamos los platos, cubiertos y condimentos junto a unas rodajas de pan casero que no tardamos en devorar. Cenamos con los últimos vestigios de luz natural y disfrutamos del espectáculo que dan las truchas, en una frenética actividad en el río saltando fuera del agua para capturar a los insectos que las sobrevuelan. De postre nos deleitamos con varios trozos de chocolate en rama que coronan un día de mucha actividad. Tomás cae rendido en su bolsa de dormir. Me queda la tarea de lavar todos los cacharros y ordenar antes de sentarme junto al fogón a escribir la bitácora del día.

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La noche baña el valle mientras las truchas bajan su nivel de actividad para irse a descansar. La luz de los leños mengúa su intensidad y comienzan a manifestarse los sonidos del bosque, los animales nocturnos y el murmullo del agua. Poco a poco el cielo se vuelve a iluminar con la luz de las estrellas. Es maravilloso tirarse junto al calor de las brasas y verlas moverse a distintas velocidades. Algunas son perezosas y emplean toda la noche para ir de un lugar al otro. Están las que se agrupan para formar dibujos y las que viajan a velocidad constante para desaparecer por un lado y aparecer nuevamente por el otro. Suelen moverse solas pero en algunos casos también se las ve volando muy cerca entre si. No respetan puntos cardinales ni saben de paralelos o meridianos. Circulan libremente en la inmensidad de la noche y titilan como si quisieran decirnos algo. Se divierten. Crecen en tamaño y se achican; encienden y apagan su luz. Algunas son tímidas, otras nos encandilan con su brillo. Las más audaces se acercan tanto que cruzan el cielo a toda velocidad dejando en su estela, una línea imaginaria que queda grabada en la retina por unos segundos. La brisa y la noche profunda son un sedante para irse a dormir.

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LAGO VILLARINO - SAN MARTIN DE LOS ANDES RIO PICHI TRAFUL - ARROYO CATARATAS

-Papá, ¿escuchaste?- me despierta Tomás entusiasmado con un susurro. -¡Sí, es una vaca!- le respondo en voz baja. -Mmuuuuuuuú- me interrumpe el animal. Nos quedamos callados por unos segundos y nos miramos cuando sentimos que están pastando muy cerca de la carpa. Son las siete y nos vestimos rápido en una mañana muy fría para salir a curiosear lo que está pasando allá afuera. Apenas abrimos la puerta nos encontramos con un espectáculo increíble. Como estamos sobre el acantilado podemos ver como de la superficie del río se van evaporando las nubes gracias a la gran diferencia térmica entre el agua, que ahora está bastante más caliente y el aire a su alrededor. Las truchas están a sus anchas con el fresco de la mañana y se ve una gran actividad. Nos quedamos admirando este paisaje cuando de pronto nos recuerdan... -Mmuuuuuuuú- y saltamos del susto.

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Por la ma単ana, se abren los corrales para que los animales pasten a campo.


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Nos damos vuelta para encontramos con otro espectáculo fantástico. Estamos en medio de una pradera de pastos verdes y decenas de vacas se alimentan tranquilamente entre nosotros. Levantan la vista y se quedan mirándonos de la misma manera que nosotros las observamos a ellas. Es muy gracioso verlas rumiar mientras prestan atención a todos nuestros movimientos. Como estos animales son muy curiosos, comienzan a agruparse cerca de las carpas. Vamos hasta el auto a buscar lo necesario para el desayuno y nos encontramos con otra sorpresa. La temperatura de la noche bajó de 0°C y el intenso frío congeló el rocío que ahora es una fina capa de hielo que lo cubre por completo. El sol, todavía reticente en salir a dar una vuelta por la tierra, deja ver su luz por detrás de los cerros. Con la leña que sobró de la noche anterior encendemos una fogata para calentarnos y nos disponemos a desayunar lo más cerca posible del fuego. Dos grandes vasos de chocolate caliente nos dan fuerza para comenzar la mañana. Un par de cauquenes nos acompañan desde el río festejando con fuertes graznidos cada vez que se sumergen y salen a la superficie con algún alevín. Luego del desayuno, nos vamos caminando por la costa del río hasta el lago Falkner. Es un espejo de agua muy largo apretado entre las laderas de

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dos cordones montañosos, uno de los cuales hay que cruzar para llegar a Villa La Angostura. Sólo una parte muy pequeña de uno de sus extremos llega hasta el camino y el resto se pierde en el horizonte. Bordeamos el río tirando piedras a nuestro paso para escuchar los distintos sonidos que hacen según el tamaño y la forma en como caen al agua. Por momentos hacemos una ráfaga con varias que caen a destiempo y provocan una lluvia de sonidos y estelas sobre la lenta corriente. Muy poca gente está despierta a pesar de haber muchas carpas sembradas entre los árboles. Caminamos por la playa de arena fina del lago y recorremos toda su costa. Tenemos que vadear un pequeño arroyo que Tomás elude fácilmente con sus botas mientras yo busco un tronco por donde cruzarlo. Volvemos por el camino hasta la carpa esquivando algunas vacas con pocas ganas de moverse. Incluso las que están sentadas nos miran resoplando mientras siguen rumiando sin alterarse. Los campesinos de la zona las dejan pastar libremente en los terrenos más fértiles y las arrean por la noche hacia los corrales protegidos para ordeñarlas. El sol calienta poco a poco el ambiente bajo un cielo azul y nos dedicamos a jugar un buen rato antes de desarmar la carpa. Mientras cargamos el auto repasamos el stock de víveres y planeamos la cena que iremos

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El camino de los Siete Lagos.


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a comprar a San Martín de los Andes, el poblado más cercano. Al mediodía nos instalamos en un arroyo que desemboca en el lago Falkner. Los grandes cipreses filtran los rayos del sol entregando una sombra que apacigua un poco el calor del día. Parece insólito pero por la mañana, el rocío se había congelado por el frío de la noche y ahora la temperatura alcanza los 30°C. La amplitud térmica es tan grande que incluso ha permitido que los picos más altos conserven sus nieves invernales. Cargamos nuestras botellas con agua fresca y almorzamos unos ricos sandwiches. Los tábanos no se hacen rogar y enseguida revolotean sobre nosotros, señal de que podemos practicar la pesca con mosca, aunque sin nuestras cañas. Muchos creen que nuestro método es algo raro, pero es efectivo porque no perdemos un solo pique. Buscamos una saliente en una curva del río que forma un pozón donde se apaciguan las aguas y sabemos que se ocultan los voraces peces. Un buen pescador debe saber mirar los obstáculos que presenta el cauce. Bien quietos nos quedamos a la sombra de un ñire esperando a que los alados insectos se posen sobre nosotros. Con un golpe seco los atontamos y los dejamos caer al agua en donde las truchas agradecen con espectaculares saltos en el aire. Lo bueno

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de esta técnica es que el recurso es ilimitado y más allá de la devolución obligatoria que impera en esta zona, los peces vuelven al agua tal como salieron. La tarde y el camino nos lleva hasta el río Pichi Traful en donde estacionamos en un pequeño barranco con acceso al cauce. Los tábanos nos siguen mientras atravesamos el bosque, pero nos dejan tranquilos cuando llegamos cerca del agua porque allí esta mucho más fresco. Quizás intuyan que nos divertiremos a costa de ellos si merodean. Estamos en una playa de piedras chicas que formó la corriente en la época de mayor deshielo, cuando el cauce queda inundado por completo. Al estar frente a una curva del río, podemos ver claramente hacia ambos lados y tenemos mucho espacio para tirar piedras y hacerlas rebotar. En muchos casos logramos que salten cinco y hasta seis veces antes de hundirse definitivamente en el fondo. Pero esta tarde nos dedicaremos a explorar y nos internamos en el bosque siguiendo el cauce del río. Descubrimos plantas de todas las especies, edades, formas y colores. Los pájaros siguen cada movimiento desde las copas de los árboles cantando para nosotros. De pronto vemos un gran tronco que acostado supera mi altura y, volteado por una tormenta, se interna varios metros en el agua. Lo trepamos desde sus raíces y caminamos sobre la

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En el lago Villarino se pueden encontrar caballos mansos pastando.


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madera sólida, primero con la costa debajo de nosotros, pero enseguida sobre el propio lecho del río. Cuando llegamos al extremo, nos encontramos con algunas ramas que sobreviven a la violencia de la caída y nos permiten acercarnos al cauce. Estamos a mitad de camino y la profundidad casi no deja ver el fondo. La correntada forma remolinos de agua cristalina entre la madera que lentamente se deteriora y es arrastrada río abajo. Nos quedamos sentados al sol escuchando como se expresa toda esta naturaleza mediante sus sonidos. Nos distrae un pescador que haciendo volar su línea intenta colocar la mosca detrás de una corredera en donde se alimentan las truchas. Desandamos el camino haciendo equilibrio sobre el tronco y nos instalamos en una playita de arena fina desde donde podemos seguir sus movimientos y a su vez jugar un rato cavando pozos y construyendo formas con todo lo que nos provee el bosque. Tomás presta mucha atención a lo que ocurre dentro del río y no pierde oportunidad de hacer preguntas sobre cada uno de los movimientos que ejecuta este pescador anónimo. Volvemos a la ruta y seguimos camino hacia Villa Traful. Paramos a sacar fotos en los campos de flores que se forman naturalmente al borde del camino. Nos zambullimos en uno colmado de dientes de león de intenso color amarillo, pero también los hay

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de tonos violeta, blancos y hasta grandes amancays anaranjados. Cada estación del año en esta latitud está muy marcada y este año especialmente por las abundantes nevadas del invierno y las atípicas lluvias de los primeros días de enero, que favorecieron una explosiva floración de las plantas. De esta forma, mallines, cardos, árboles y flores nos regalan los miles de colores que se pueden encontrar en la naturaleza. Mientras avanzamos Tomás hace las veces de navegante cantando cada uno de los carteles de la ruta. Va sentado sobre el apoya cabeza de su asiento que estamos usando como almohadón para ganar altura y que pueda ver por las ventanillas. Anuncia las señales desde una buena distancia para que yo pueda anticipar las maniobras. Mientras avanzamos, devoramos un paquete de galletitas y mucha agua fresca del Pichi Traful. Camino al poblado, hacemos una breve parada en el arroyo Las Piedras sobre un pequeño puente de madera de una sola mano y poco transitado. El cauce baja por un valle de poca pendiente sembrado de un tendal de piedras arrastradas por las aguas en épocas de deshielo. El terreno a su alrededor nos permite elegir las mejores rocas para zambullirlas nuevamente en el cauce. Nuestro destino final es el campamento agreste

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del río Cataratas, que se extiende a ambos lados de este curso de agua, el cual desemboca en el lago con tres ramificaciones que forman islas de piedras acumuladas entre grandes troncos. Tiene una pequeña planicie cortada por el caudaloso cauce al que le sigue una pared de piedra que obliga al camino a rodearla con una curva a la salida del puente. Si se bordea la caprichosa silueta de la costa, se forma un corredor que continúa en la playa de arena en donde el bosque busca mojar sus raíces en la frescura del agua de deshielo. A la parte alta del camping se accede por el camino o desde una escalera en la playa trazada en la ladera del cerro. En ambos casos el acampante desemboca a un jardín coronado por altos árboles que custodian las márgenes del lago Traful y brindan una reparadora sombra a quienes se instalan en el césped que cubre todo el suelo. Además de una vista privilegiada, este sitio es escogido por muchos por su amplitud y por la cercanía con la proveeduría y las duchas. Nosotros preferimos un espacio más alejado junto al murmullo del río y desde donde podemos espiar a las montañas nevadas que se reflejan en la superficie inmóvil del lago. Armamos la carpa junto a un gran tronco y mientras Tomás se ocupa de hacer confortable el interior yo voy desvalijando el auto de todos los cacharros para la cena.

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La tarde es calurosa y sin viento. Hacemos equilibrio sobre los grandes troncos junto al arroyo que nos depositan en la playa de arena fina y piedras. Varios pescadores buscan seducir a las truchas con sus mejores moscas en la desembocadura a intervalos de cincuenta metros con el agua hasta la mitad de sus pantalones de vadeo. La tranquilidad de la tarde resalta sus líneas que interrumpen la calma con sus moscas revoloteando junto a los insectos. A esta hora mágica de la tarde, se pueden ver miles de polillas blancas flotando en el aire, alimento predilecto de las truchas. Con los últimos rayos del sol nos vamos a juntar leña y el mejor lugar para encontrarla en abundancia es entre los grandes troncos estacionados en la orilla. Con dos o tres excursiones completamos la ración que necesitamos para las brasas de la parrilla que no se hacen esperar para ahumar unas ricas salchichas, papas al plomo y fetas gruesas de panceta que acompañamos con ciervo ahumado y queso de cabra de los campos de la zona. Tomás ya se encargó de llenar todas las botellas con agua fresca en el arroyo mientras nos hacemos de unas cuantas piedras planas que sirven de apoyo para poner la mesa. Después de comer abundantemente Tomás cae rendido en la comodidad de la carpa mientras me

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Toda la pradera patag贸nica para nosotros.


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dedico a bajar a papel todo lo ocurrido el día de hoy. Aprovecho la oportunidad para trepar la montaña hasta la proveeduría y hacer el pago de nuestra estadía. A mi regreso, converso con los ocasionales acampantes que se cruzan en el camino. Transito dentro del bosque oscuro con el crujir de las maderas del puente bajo mis pies a medida que cruzo el arroyo. Cuando bajo por la otra orilla escucho un llanto desesperado. -¡¡¡Papáaa...Tengo miedo!!! El grito es desgarrador y siento como el susto y la adrenalina recorren a toda velocidad mi cuerpo. El llanto viene de nuestra carpa y con grandes zancadas sobre las rocas sorteo los troncos en un intento por ganar velocidad. Aunque el suelo está flojo y varias piedras caen al agua me mantengo firme en mi paso. Son unos pocos metros que se hacen una eternidad. Ninguno de los acampantes que está cerca parece haber advertido que Tomás está dentro de la carpa llorando. Abro los cierres de la puerta y me zambullo sobre él. Lo encuentro arrodillado al fondo sobre su saco de dormir llamándome con desesperación. Lo abrazo con todo mi amor y lo tranquilizo diciéndole que ya estamos juntos. Sus brazos me rodean el cuello y sus piernas se aferran fuertemente a la cintura. Sentir su cuerpo es lo único que me devuelve la calma.

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El tiempo se detiene. El abrazo es tan íntimo que todo a nuestro alrededor desaparece. Sólo sentimos como laten nuestros corazones pegados el uno al otro. Más tranquilos, nos quedamos abrazados y sentados bien juntos nos ponemos a conversar. -¿A dónde estabas papá?- me pregunta. -Fui hasta la proveeduría a pagar la estadía- le cuento. -Porque yo me desperté y me asusté- me responde. Si supieras susto que me di yo, pienso. -¿Y por qué te asustaste?- le pregunto. -Porque estaba oscuro y no sabía dónde estabas- agrega. -¿Querés que vayamos a conocer la proveeduría?- le propongo. -¡Siii!- acepta muy contento y nos ponemos en marcha. Mi propuesta tiene un objetivo preciso que se lo haré saber en el camino. -Acá en la montaña no hace falta tener miedo, no te va a pasar nada- le digo. -Es que estaba oscuro- me responde. -Entonces podemos hacer la prueba del miedo para espantar el susto- propongo. -¿Y cómo se hace la prueba del miedo?- pregunta curioso.

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Exhuberantes flores de los Dientes de Le贸n en las praderas patag贸nicas.


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-Es muy fácil. Vamos a caminar por el bosque a oscuras, sin la luz de las linternas. Yo hacía esta prueba en los campamentos cuando era chico para espantar al miedo- le comento. Piensa unos segundos... -Pero no vamos a ver nada- cuestiona. -En realidad sí vamos a ver. El bosque no es tan oscuro como parece. La luz de la luna se filtra entre los árboles y una vez que acostumbremos la vista a la penumbra, distinguiremos claramente todas las formas que nos rodean- le explico. -¿Vamos papá?- demanda ansioso. -Dale, vamos- y tomados de la mano desaparecemos entre los árboles. Caminar en la oscuridad hace que el sentido de la vista se vea disminuido percibiendo sólo las formas más grandes. Los otros detalles, fluirán por el resto de los sentidos. Los poros se abren para sentir la agradable temperatura de la noche clara y estrellada. Sentimos cualquier brisa, por imperceptible que sea rozándonos suavemente la piel y haciendo sonar las hojas de los árboles. El rocío de la noche despierta todos los aromas de la tierra e incentiva aquellos que ocultan las plantas. Sentimos como crujen las maderas del puente debajo de nuestros pies y recogemos infinidad de texturas en nuestras manos. Saboreamos el oxígeno puro que ingresa a

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nuestros pulmones con grandes bocanadas de aire. Subimos por el camino hasta la proveeduría. A esta hora ya no pasan autos y los últimos vestigios de polvo se esfuman del aire. A medida que avanzamos se ven pequeñas fogatas con sus columnas de humo colgándose de las copas de los árboles. Nos saludamos con cada persona que se cruza a nuestro paso en dirección a la playa. Sentados junto al lago le damos las buenas noches lanzando unas cuantas piedras al agua. El río desemboca ahora más silencioso para dejarnos dormir. Es media noche y estamos completando la mitad del viaje. Nos metemos en los sacos de dormir abrazándonos y compartiendo la almohada en una noche agradable en el mejor lugar de la Patagonia, agreste, natural, bello, único.

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ARROYO CATARATAS - VILLA TRAFUL VILLA LA ANGOSTURA

El día empieza a despertar y con las primeras luces abrimos la puerta de la carpa frente a un paisaje patagónico de inmensa belleza. La temperatura es sumamente agradable y nos quedamos acostados panza abajo inmersos en una conversación junto al arroyo que renueva nuestras fuerzas. El aire retiene por varios minutos el humo de los primeros fogones en pequeñas nubes dentro del bosque. Los animales están en plena actividad y hacen competir sus sonidos con el crujir de las ramas de los árboles, que se balancean suavemente con la brisa. La leña cortada a mano delata a unos acampantes que preparan el desayuno y nos recuerda que nosotros también deberíamos ponernos en marcha. Encendemos nuestra fogata y desayunamos abundantemente antes de ir a las duchas. Para un acampante que acumula tierra durante varios días, este es uno de los momentos más apreciados del día. Caminamos a través del puente y trepamos el

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Un solitario รกrbol seco junto al arroyo Pedregoso.


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camino que anoche recorrimos en la oscuridad. La luz trajo nuevos sonidos y aromas al ambiente. Con el sol filtrándose entre los árboles, la vista ahora nos deleita con todos los detalles de las formas que anoche supieron guiarnos en el bosque. Con jabón y toalla en mano nos acomodamos en los bancos frente a los baños a la espera de nuestro turno. En un campamento agreste todo se arma para la temporada y las duchas no son la excepción. Cuatro paredes de madera con un techo translúcido nos aíslan del mundo exterior pero poco protegen del clima. El viento se cuela por todos lados y las tablas copian la temperatura del suelo. Una cortina improvisada separa al pequeño banco en donde dejamos nuestra ropa, de la regadera que rápidamente nos baña con agua de una serpentina. Pocas veces podemos acceder a una ducha caliente y suelen durar pocos minutos por la escasez de energía para calentarla. Sucede lo mismo cuando nos bañamos a los chapuzones en los ríos y lagos, pero a la inversa. En esos casos, el baño dura poco ya que nos desalienta el agua helada del deshielo. Como lo bueno dura poco, damos por terminado el baño y nos secamos tan rápido como podemos. Nos vestimos en un diminuto espacio bastante mojado y dejamos el precario lugar al siguiente afortunado. Ponemos el auto en marcha y seguimos camino

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hacia Villa Traful, un pueblo de quinientos habitantes dispersos en varios kilómetros a la redonda. Hay que buscar entre los árboles si se quiere encontrar las casas de madera y piedra que se mimetizan dentro del bosque. Muy pocos autos circulan por sus escasas calles y la única estación de servicio abre unas pocas horas durante el día, debiéndose respetar el riguroso horario de la siesta. Aquí el celular es inútil y el acceso a internet limitado en horario y con la lentitud que impone el teléfono. En este lugar habitan la paz y el silencio. Nos detenemos en una granja a pocos metros del cartel que da la bienvenida al pueblo, a contemplar a unos patos que se bañan en un chorrillo de agua. Son bastante ruidosos y no les preocupa nuestra presencia. Una pareja de teros vigila que no nos acerquemos mucho a su nido mientras unos puerquitos se encargan de mantener el pasto a raya. El camino nos lleva hasta el muelle frente a la casa del guardaparque. Jugamos un rato sobre sus tablas a la espera de que llegue un gomón con sus pasajeros en excursión. Unas pocas lanchas se balancean amarradas a los gruesos postes que sostienen la estructura desde donde podemos ver la profundidad esmeralda del lago. Estos colores son los que se manifiestan minutos más tarde desde el mirador del lago, en la cima de una montaña que

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cae a filo contra sus playas. Desde la altura se alcanzan a ver las diferentes profundidades reflejadas en los verdes, azules, esmeraldas y tonos oscuros que dan vida al gran espejo. Cuenta la leyenda que desde aquí el viento trepa tan velozmente la pared vertical, que si se arrojara una piedra, ésta subiría en lugar de caer al agua. El sol del mediodía abre el apetito y volvemos a aquella granja de animales que también tiene una pequeña casa de madera con enormes ventanales hacia el bosque. Nos instalamos en una amplia mesa en donde jugamos al dominó mientras esperamos por un par de empanadas. El plato fuerte será un pollo al horno con papas y mientras se cocina, nos concentramos en desplegar los mapas. Leerlos frecuentemente es una de las actividades más practicadas durante el viaje ya que podemos tomar real dimensión de las distancias recorridas, aprender sobre los distintos accidentes geográficos y mantenernos orientados. Saber interpretarlos nos lleva a explorar lugares desconocidos y a conocer pueblos, montañas, ríos y lagos que pasarían desapercibidos si no los descubriéramos previamente. A media tarde volvemos sobre el camino de ripio que desemboca en Siete Lagos. Viajamos hacia el oeste y nos dirigimos a Villa La Angostura. A medida que avanzamos debemos sortear tres puentes de

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madera. El primero y el más largo es el que cruza sobre el río Cataratas en donde dormimos la noche anterior. Los otros dos son más cortos y da la sensación que saltan el curso de agua. Tomás se acomoda entre las bolsas de dormir y la carpa tapándose con una de las mantas dispuesto a tomar una buena siesta. En los próximos cincuenta y ocho kilómetros, el bosque de coihues dará sombra a nuestro viaje. El camino serpentea por la montaña intercambiando sus largas rectas en los valles por curvas cerradas de pendientes pronunciadas en la trepada a los cerros. En pocos minutos, la cercanía del camino junto al lago se transforma en un punto panorámico para contemplar desde lo alto de la montaña, todo el valle de Villa Traful hacia el este. El río que lo alimenta nos acompaña a la derecha saltando en cascadas por un profundo cañadón entre dos empinados cordones. En varios codos del camino se puede escuchar claramente el bullicio de sus aguas que golpean contra las rocas y troncos arrastrados a su paso. Luego de subir incesantemente llegamos a El Portezuelo, un puesto de estancia en la cumbre que marca el punto más alto del camino, 980 m.s.n.m. Desde allí bajaremos en espiral por un camino de cornisa dentro de un profundo bosque que de repente se abre al amplio ripio de los Siete Lagos.

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Villa Traful es una serena aldea de monta単a rodeada de naturaleza.


Un gran fog贸n servir谩 para calentarnos mientras miramos las estrellas.


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Con la aparición del sol Tomás se despierta pero sigue viaje en su cómoda cama desde donde divisa a unas chicas en busca de transporte. No perdemos oportunidad de llevarlas y ambas se sientan en el único asiento que nos queda libre. Nos ponemos a conversar y rápidamente descubrimos que una de ellas es maestra del colegio de Tomás y vive a unas pocas cuadras de nuestra casa. Las casualidades existen también en las lejanas tierras patagónicas. Las dejamos en la entrada al pueblo y nos vamos directamente a nuestra heladería de cabecera. Un cucurucho de dulce de leche y naranja y otro de chocolate suizo y frutos del bosque se pierden dentro de nuestras bocas. Antes de ir hasta la parte baja del pueblo nos tomamos unos minutos para telefonear a Valeria, a los abuelos y a una amiga para coordinar un asado en su casa de San Martín de los Andes. Con el atardecer, bajamos hasta el puerto sobre el Nahuel Huapi y sentados en el muelle observamos las maniobras del gomón de Parques Nacionales para salir del agua. En un sincronizado manejo del acelerador y el volante, primero debe esquivar varios veleros amarrados en la bahía para luego realizar el acercamiento y ponerse en perfecta posición para situarse sobre el trailer que está completamente sumergido. Finalmente, una camioneta pondrá a su servicio toda su potencia para tirarlo fuera del

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agua y ponerlo a descansar junto a un ancla de hierro que debió pertenecer a un buque de gran calado por su desproporcionado tamaño contra esta embarcación. Es un atardecer templado con un lago completamente quieto. Algunas gaviotas descansan sobre el agua y en una de sus orillas podemos ver la península de Quetrihué con sus rojas laderas pobladas de arrayanes. Con el crujir de las maderas del muelle acompañando nuestros pasos, decidimos la cena y nos ponemos en marcha hacia la parte alta del pueblo para comprar lo necesario. Cuando el sol empieza a descender, encendemos un fuego para cocinar un rico asado con ensalada. Tomás se encarga de armar la carpa y llenar las botellas en el lago. Yo dispongo los platos y cubiertos sobre una mesa de troncos con dos bancos y cenamos temprano, con mucha hambre y la luz del atardecer todavía reflejada en el lago. En cuanto oscurece Tomás se va a jugar dentro de la carpa, lavo los cacharros y enseguida me acomodo junto con él para quedarnos dormidos haciéndonos arrumacos.

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VILLA LA ANGOSTURA - LAGO TRAFUL

Nos despertamos cerca de las nueve, luego de una noche templada y silenciosa en la que dormimos más que nunca en estos siete días que llevamos de campamento. Sobre los ñires, podemos ver como el sol intenta asomarse detrás de las nubes que pueblan el cielo y cubren los picos más altos. Desayunamos abundantemente porque hoy tenemos planeada una mañana muy deportiva. Ponemos rumbo hacia el cerro Bayo y a unos pocos kilómetros de la entrada, nos desviamos por un camino que se interna en el bosque. Luego de andar unos minutos llegamos a unas cabañas en donde nos esperan con cuatriciclos para hacer una travesía por la ladera del cerro. Tomás se sienta adelante y será el encargado de llevar el volante. A mí me toca manejar los cambios y el acelerador. Como tenemos dos frenos, cada uno utilizará el suyo. Unas pocas pruebas nos dan la práctica y la confianza suficientes para encarar junto a la caravana de siete

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Aventura y adrenalina en el Cerro Bayo.


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motos, el trayecto que nos interna en el bosque por un estrecho sendero zigzagueante. En el primer tramo, la cantidad de curvas impiden acelerar más allá de la primera marcha. Vadeamos un par de arroyos antes de encontrarnos con el ripio que sube hasta la base del Bayo y lo cruzamos rápidamente para internarnos en la parte más divertida de la travesía. Circulamos sobre terreno inestable, mezcla de hojarasca, piedras que ruedan con suma facilidad y tierra suelta. Hacemos todo tipo de maniobras. Tomamos distancia de las motos de adelante para acelerar y hacer derrapes que nos sacuden hacia atrás y hacia adelante con cada cambio de velocidad. Algunos saltos nos permiten sortear, aunque no siempre con éxito, los troncos y ramas que se cruzan frente a nosotros. Nos balanceamos de un lado a otro cada vez que la moto copia la pendiente de la montaña y nunca estamos en posición horizontal. Todos los obstáculos posibles están frente a nosotros. Esquivamos grandes rocas, troncos, pozos, subidas y bajadas y la huella nunca va derecha. La habilidad del equipo gana sincronización a medida que avanzamos. La humedad del bosque mantiene fresco el ambiente mientras las nubes se van despejando en el cielo. Los grandes árboles dejan pasar los rayos del sol, que forman largos tubos de polvo y trepan en perfectas diagonales escapando por encima de sus copas.

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De pronto la caravana se detiene. Una larga y muy pronunciada pendiente se abre frente a nosotros. El camino es recto pero asusta la empinada ladera. Con la ayuda del guía, de a uno por vez, bajamos respetando la fila india que llevamos. Cuando nos toca a nosotros, acercamos la moto al borde y le damos un pequeño empujón. El cuatriciclo se inclina hacia adelante y se desliza por la montaña. Se sienten las revoluciones del motor que forzado, intenta aminorar la marcha. En el estómago, se siente una doble sensación; el vértigo de la bajada a toda velocidad y la adrenalina que sube por todo el cuerpo. La carrera es alocada y al llegar al fondo del valle, trepamos bruscamente por una pequeña pendiente para quedar al filo de una lomada. La experiencia nos emociona. Todos cruzan sin problemas y encaramos la vuelta al campamento base por caminos que nos permiten tomar más velocidad. La actividad no se detiene allí y dejamos los fierros para trepar la montaña en busca de la primer base en una de sus salientes. Con el arnés bien ajustado volamos por una tirolesa de más de doscientos metros hasta la base número dos. Las copas de los árboles son mudos testigos balanceándose bajo nuestro paso a toda velocidad. Los pájaros alardean de sus habilidades, volando libremente junto a nosotros que dependemos de nuestra roldana y su pe-

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Una tirolesa completa la gran diversi贸n de la ma帽ana.


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queña manija para surcar los aires. Sorprendentemente volvemos por el mismo camino y las mismas cuerdas que nos permitieron bajar hasta el punto de partida. En tierra firme nos divertimos largamente sobre una cama elástica hasta que el estómago pide a gritos que bajemos a almorzar. La Encantada es una cabaña de madera con sólo un puñado de mesas bien decoradas en una de las calles laterales de la villa. Son más de las dos de la tarde y devoramos una carne al horno con papas, batatas y morrones; un manjar que nos permitimos degustar en esta breve parada de mediodía para reponer energías. En la mesa junto a la nuestra, una pareja que bien podrían ser nuestros abuelos, nos hace algunas preguntas y nos largamos a conversar. Vinieron a La Angostura hace más de cuarenta años y a pesar de haber visto pasar a cientos de viajeros, están muy interesados en saber sobre nosotros. Durante todo el almuerzo recordamos distintas anécdotas y Tomás cuenta sus experiencias sin saltear detalles. Al igual que mucha gente, se sorprenden de nuestra aventura sin Valeria y del coraje de salir los dos solos a recorrer los caminos, trepar montañas, cocinar, dormir y andar, que en definitiva también es lo que hacemos habitualmente cuando estamos en la seguridad de nuestra casa. Una mouse de chocolate corona nuestro almuer-

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zo y en una tarde muy calurosa salimos a devorar los cincuenta kilómetros que nos separan del brazo norte del lago Traful. Con la panza llena Tomás se acomoda en su improvisada y cómoda cama del auto a dormir una siesta que rápidamente lo deposita en un profundo sueño. La claridad del día manifiesta el abanico de colores de la naturaleza. Varios hilos de agua murmuran desordenadamente por la montaña y trazan senderos hacia los lagos salpicados a uno y otro lado del camino. Sortean la ruta y en ocasiones acompañan el andar por largos trechos antes de perderse barranca abajo. La casa del guardaparque, parada habitual de viajeros que esperan el transporte, se presenta detrás de una curva a tiro de vista del Pichi Traful que divide el ripio en dos. Un camino secundario, obligado a trazar el perímetro de la montaña, nos deposita en un valle donde descansan los cordones que custodian el lago. A nuestra llegada al campamento agreste, nos reciben una gran cantidad de Herefords que vagan libremente por el campo y serán los anfitriones de nuestra estadía. Escogemos un lugar frente al río sobre un acantilado poco profundo, a poca distancia de la desembocadura. El calor de la tarde acompaña nuestros juegos en el agua y las playas formadas por la acumulación de sedimentos junto a los troncos que arrastró el deshielo. Trepamos árboles,

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Un buen descanso por la tarde junto al lago Traful.


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vadeamos el cauce y tiramos piedras en competencias de patitos. Tomás va perfeccionando su técnica y con más frecuencia logra hacerlas rebotar varias veces en la superficie del agua. Las nubes vuelven a mostrarse amenazantes cubriendo la parte alta de una pared de roca que cae a filo con árboles caprichosamente anclados en cada una de sus salientes. Están cerca del cielo para ser ellos los primeros en recibir la caricia de la lluvia. Merendamos y armamos la carpa cuidando de atar firmemente cada extremo del nuevo sobretecho. El lugar es bastante abierto, no hay muchos árboles que puedan aportar refugio y el curso del río también es tentador para que el viento se mida en velocidad con el resto de la naturaleza. Un gran tronco caído hace ya muchos años cubre nuestras espaldas. El césped perfectamente mantenido por los animales aporta un colchón reconfortante para la noche. Mientras reina una tensa calma, nos internamos en el bosque a buscar leña sin perder de vista las nubes que avanzan sobre el lago. El día se mantiene caluroso aunque en una hora la temperatura puede bajar bruscamente. La caminata es larga por senderos utilizados por las vacas para moverse de un lado a otro. Llevamos una cuerda que nos servirá para atar un gran manojo de ramas y llevarlas de una sola

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vez al campamento. Un grande y generoso sauce se nos presenta frente a nosotros. Es quizás el árbol más grande de la zona que azotado por varias tormentas, ofrece un oasis de ramas secas de todos los tamaños. Colocamos los troncos más gordos debajo para armar una cama que soporte las ramas más livianas. La pila crece a prisa cuando de repente, el suelo comienza a temblar. Nos quedamos inmóviles escuchando distintos sonidos de pisadas, corridas, sacudida de ramas y bramidos. De pronto el bosque lanza una estampida de vacas que son arriadas por los paisanos hacia los corrales para pasar la noche. Cuando regresa la calma atamos nuestra carga y arrastramos la madera de regreso al campamento, lo que demanda un gran esfuerzo. Tomás guía el camino, yo me ocupo de dirigir las ramas y los dos tiramos coordinadamente de los extremos de las cuerdas. Unos amplios lazos permiten ajustarlas a nuestras cinturas dejando las manos libres para abrirnos paso y mantener la carga en pie. Al borde del acantilado disponemos un lugar seguro para hacer el fuego. Tomás prepara una excelente pirámide de ramas que enciende rápidamente. Ponemos la mesa y preparamos la olla para unos ricos tallarines, pero toda la cena corre peligro cuando el cortaplumas se niega a abrir la lata de tomates para hacer la salsa. Descubrimos

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La serenidad del lago Traful.


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que el abrelatas está roto y tenemos que improvisar con la navaja y una piedra, un vago instrumento para abrirla a puro golpe. Poco a poco la noche invade todo el lugar mientras nos acomodamos debajo el alero a cenar. Compartimos un solo plato cargando porciones pequeñas para evitar que se enfríe la comida. La temperatura obliga a ponerse las camperas y congela las manos cuando lavamos los cacharros en el río. Intentamos buscar algunas piedras para sujetar el plástico del techo aunque con poco éxito. Todo el valle está cubierto de tierra y césped generado por la hojarasca del bosque, que las cubre densamente y sólo unas pocas se dejan ver entre la vegetación. Con las últimas luces nos metemos en la carpa a mirar las fotos del viaje durante un buen rato. Las nubes esta vez impiden conectarnos con las estrellas pero dormimos tranquilos sabiendo que vigilan desde el cielo.

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LAGO TRAFUL - SAN MARTIN DE LOS ANDES LAGO TRAFUL

La noche se despeja lentamente. La tenue oscuridad todavía deja ver a las estrellas más brillantes que se disputan el protagonismo en el cielo. Las nubes que por la noche suponían una gran amenaza se diluyeron en la cordillera, y el valle sereno dispara infinidad de sonidos. Se escuchan los chapuzones de los patos, el salto de las truchas, el picoteo de los carpinteros en los troncos de los árboles y los Hereford que ya salieron a pastar liberados de los corrales. La paz y la tranquilidad dominan el campamento y dejan sentir hasta el ritmo de la respiración. La brisa es tan leve que apenas juega con el vapor que se libera del río haciendo algunas piruetas en el aire. Todo está dormido. Son las seis de la mañana y el frío intenso no impide que salga a ver como la noche cede su lugar al amanecer. Dormimos otras tres horas acurrucados y bien abrigados. Dentro de nuestros sacos de dormir, sentimos como pastan las vacas bien cerca de la carpa.

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Un gran toro Hereford se burla de nosotros.


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Un “Mmuuuuuuú” a corta distancia nos hace saltar de nuestra calma y abrimos la puerta para encontrarnos cara a cara con una tremenda vaca que nos mira sorprendida. Nos quedamos todos inmóviles por unos segundos, mirándonos a los ojos hasta que ella decide que es tiempo de pastar por otro lado. El campamento está sembrado de animales por todas partes. Conviven cada mañana con nosotros, desde terneros al pie de sus madres hasta grandes toros que lucen sus orgullosos cuernos. Pastan entre las carpas con total confianza y hasta en ocasiones hay que pedirles permiso para que dejen espacio para desayunar. Hoy estamos invitados a comer un asado en San Martín de los Andes de modo que a media mañana apuramos los preparativos para salir al camino. Tomamos una ducha en unas precarias cabinas de madera en las cuales una ficha entregará agua caliente durante escasos cinco minutos. La regadera funciona a medias pero el reloj marca la hora a la perfección y pasado ese tiempo, el agua desaparece. Salimos al ruedo y acortamos la distancia al pueblo con canciones y anécdotas del viaje. Tomás hace muchas observaciones que aportan otros puntos de vista a las actividades del día. Es muy interesante escuchar como describe el paso por un lugar vivido a su manera. Su estatura más pequeña le permite

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ver otras cosas, las dificultades son más grandes y necesita trabajar en equipo para sortearlas. La novedad en cada cosa que hacemos y su interés por detalles que uno podría pasar por alto, hacen que tenga una percepción muy distinta a la mía. Así, disfrutamos de chapotear largamente en los hilos de agua que bajaban por la colina cuando estábamos en el lago Villarino y hoy mismo por la mañana pusimos toda la atención en los animales que pastaban por el campamento, descubriendo sus costumbres para alimentarse y mirando los diferentes dibujos trazados en sus lomos por la diferencia de color en su pelaje, y esto nos permitió identificarlos y ponerles nombres. Cruzamos el pueblo de sur a norte y comenzamos la trepada a filo. Luego de dejar atrás un caserío nos topamos con una enorme roca que aprieta el paso contra la montaña. Debajo corre un río que apaga la sed de los grandes coihues que desde esta altura, dejan ver sus copas balanceándose a merced del viento. Conforme trepamos, sentimos la libertad de los cóndores en vuelo. La planicie se hace más extensa ante nuestra mirada que se pierde en el horizonte. Luego de varios minutos de andar siempre en subida, el camino nos deposita en la estancia Miralejos. Debemos sortear una tranquera y su guardaganado para atravesar un campo que nos llevará

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al otro lado de la montaña. Desde allí se nos abre un extenso valle hacia Junín de los Andes, atravesado por líneas zigzagueantes que conducen hacia las bellezas naturales de la zona. La inmensidad del lugar es demasiado para la vista, que debe recorrer largamente cada uno de sus rincones para recomponer toda la imagen. Una segunda tranquera deja ver que la huella sigue su curso más allá de unas rocas y como la ruta es menos transitada, las plantas se atreven a andar más por el camino. Avanzamos sobre el último tramo de tierra casi hasta coronar el cerro. La casa de nuestros amigos está al final del camino. Luego de cargar veinte kilómetros en el tacómetro, llegamos por fin a la última tranquera y tras sortearla, paramos a la sombra de un gran sauce a descansar. Es también el final del camino. A nuestro paso hemos visto otras cabañas sembradas solitariamente las cuales completan el puñado de pobladores que habitan en la zona. La casa es una construcción íntegramente de madera autóctona, techo de chapa negro y enormes ventanales que dejan entrar el valle hasta cada rincón del hogar. Sorprende la ausencia de rejas y la presencia de picaporte a ambos lados de la puerta de entrada. En la pequeña galería se secan al sol los waders que vadearon el río por la mañana en busca

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de truchas ávidas de pelea. Un gorro cargado de moscas descansa cómodamente sobre la pata de un sillón que sirve de apoyo a las cañas, cómplices de grandes aventuras. El crujir de las maderas del piso anuncia nuestra llegada y somos recibidos cálidamente con saludos y abrazos. Una gran chimenea de piedra frente a nosotros deja entrever la calidez del hogar en invierno y los grandes sillones serán disputados por la tarde para acomodar una merecida siesta. La recorrida por la casa nos lleva al piso superior que aloja en una de sus esquinas un amplio taller de atado de moscas. Como sorprendida por nuestra presencia, la morsa descansa inmóvil, erguida sobre la mesa sujetando un anzuelo a mitad de camino en el arte de convertir un puñado de plumas, en un eficaz engaño para las truchas. Sobre la tabla descansan varias moscas secas y entre los materiales de trabajo se pueden ver desde pinzas y tijeras, hasta hermosas plumas de color marrón anaranjado junto a varios cueros con pelos de ciervo, liebres y jabalíes. El trabajo de seducir a los peces más voraces de la patagonia comienza aquí, con la paciencia y la sabiduría que cada pescador entrega día a día para representar lo que vió en el río la jornada anterior. Hablamos de insectos muy pequeños, peces y larvas que son la alimentación diaria de las truchas.

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Una extraordinaria vista hacia JunĂ­n de los Andes.


Espiando a los c贸ndores que sobrevuelan Miralejos.


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Muchas veces incluso, el engaño suele resolverse directamente en el lugar de pesca y no sorprende encontrar a un pescador atando un nuevo artificio de aspecto similar a alguna ninfa que nada en el lugar. El aroma de la carne asada nos devuelve a la cordillera y bajamos rápidamente a colaborar con los preparativos para el almuerzo. Una mesa prolijamente dispuesta en una galería al reparo del viento que trepa la ladera apresurado, espera que nos sentemos a contar anécdotas de nuestro viaje. Por entre las tablas emergen algunos pastos de semillas que se colaron hasta la tierra que se acumula debajo de nosotros. Nos rodea la salvaje naturaleza patagónica ya que aquí reina la firme convicción de respetar a las plantas en su hábitat y desarrollo natural evitando la inserción de especies foráneas. Así es como el pasto crece tan alto que deja ver las espigas con su simiente junto a las flores de distintos colores que se disputan la polinización de las abejas. Un pájaro carpintero macho de cabeza roja, distrae a los chicos que juegan entretenidos en un rincón. Sus golpes son correspondidos por el eco que parece conversar desde lo lejos. Un par de largavistas nos acercan en detalle el trabajo de buscar insectos entre la corteza de los árboles, mientras almorzamos un estupendo asado con ensaladas y vino. Se suceden los cuentos de uno y otro lado con

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anécdotas jugosas de experiencias vividas en años de andar la Patagonia. Una ensalada de frutas con tal variedad que parece que nunca se repetirán las mismas, nos endulza el postre. Mientras unos se deciden a tomar una siesta, los otros nos preparamos para una larga caminata por la montaña. Salimos barranca abajo por un curso de agua seco, perseguidos por algunos insistentes tábanos que zumban constantemente a nuestro alrededor. Salpicados a ambos lados, florecen abundantes amancays amarillos y naranjas entre pastos y plantas espinosas que sueltan abrojos a nuestro paso. Cada tanto nos cruzamos con alguna planta de frutillas silvestres, chiquitas pero muy sabrosas. Es preciso conocer la planta porque sus rojizos y jugosos frutos se esconden a la sombra de sus hojas y no se dejan ver fácilmente. A lo lejos nos rodea la inmensidad del valle que conduce a Junín de los Andes y desde la altura se puede ver como los ríos trazan su camino hacia el lago Lacar. Caminamos por los senderos que utilizan los animales en su constante andar en busca de alimento. Luego de una hora de caminata, llegamos a una saliente en donde el viento sopla con mayor intensidad. La roca cae a filo y la ausencia de árboles libera de obstáculos al aire que sube a toda velocidad por la barranca. Justamente en la dirección del

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viento, debemos dirigirnos para llegar nuevamente a la cabaña que hemos perdido de vista. Tomamos un camino que rodea la ladera pero que evita el ascenso directo entre matas de pasto, espinas y rocas sueltas que se desmoronan con facilidad bajo nuestras pisadas. Nos toma al menos una hora trepar hasta la cima de la montaña y a nuestra llegada nos deleitamos con te de Calafate mientras quitamos los abrojos de nuestros pantalones. Cuando comienza a sentirse el rocío, nos despedimos y bajamos hasta San Martín de los Andes en donde apuramos la compra de quesos, lomo, cantimpalo, pan casero, frutillas y chocolate y ponemos rumbo al Traful para hacer noche. Una parada de emergencia a la vera del bosque, desaloja rápidamente las bebidas del almuerzo sintiéndonos los dos más aliviados. Mientras viajamos Tomás se dedica a hacer fotos de nosotros poniendo caras y con gran éxito logra tomas espontáneas muy graciosas. Bajamos hasta el brazo norte del lago en donde armamos la carpa con la puesta del sol pintando la montaña de amarillos intensos. Cenamos las delicias compradas en el pueblo y nos tiramos en la entrada de la carpa a repasar las anécdotas del día. Tomás hace gala de su memoria y entusiasmado cita todas las vivencias que le llamaron la atención. La vista se aclimata a la oscuridad mientras el cielo va poblán-

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dose de estrellas. La humedad del rocío de la noche pone en el aire, el perfume de los pastos mojados. El movimiento de satélites es intenso y las “fugatas” hacen pasadas rasantes por el campamento. La temperatura baja apurada y obliga a meterse en los sacos de dormir pero nos quedamos un buen rato en la puerta contemplando el desborde de naturaleza que nos rodea. Poco a poco los sonidos del bosque nos relajan y el sueño gana nuestras almas.

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La noche es fría aunque no de las más intensas que nos han tocado. El colchón de pasto de este inmenso jardín junto al lago es uno de los más mullidos que probamos en los últimos nueve días. Por momentos, Tomás se mueve de un lado a otro llevándose consigo la única almohada que tenemos. Compartimos también una manta en el piso que nos protege del frío y otra que nos cubre por encima de las bolsas, aunque a veces también queda en sus manos. Nos despertamos haciendo fiaca juntos mientras el sol se abre paso por encima de los coihues. Cuando abrimos la puerta de la carpa, la Patagonia se manifiesta a sus anchas. Los grandes árboles proyectan su sombra infinita sobre el río. El agua corre lentamente y cambia de color a medida que el aire se ilumina. En poco tiempo pasa de un azul intenso, a reflejar brillos dorados, verdes y turquesas. Los cerros imponentes vigilan todo a la distancia mientras calientan las rocas en sus empinadas laderas.

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Dificultades para desplegar el mapa que decidirรก nuestro destino.


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Desayunamos al borde de la carpa unas sabrosas frutillas, pan casero, galletas y agua fresca del río. Un pequeño fogón calienta el día que aún conserva el frío de la noche y nos quedamos un buen rato repasando nuestra bitácora de viaje. La actividad comienza cuando el sol corona los cerros más altos del valle. Tomás se trepa a un tronco caído que tiene el doble de su altura y por unos minutos lucha contra una suave brisa tratando de desplegar el mapa para estudiar los lugares que visitaremos durante el día. Me sumo para ayudarlo e intercambiar ideas. Seguimos el trazado de varios caminos de ripio que bordean ríos y lagos de la zona. Aunque la mañana esta fría, el sol y el cielo despejado indican que por la tarde la temperatura será bastante más elevada. Nos decidimos entonces por un trayecto que nos mantenga cerca de la frescura del agua y delimitamos una zona torno al lago Traful. Un breve tramo sobre el ripio nos conectará con la ruta provincial 67, un camino de curvas que sortean las montañas más altas y tramos rectos que surcan los valles más fértiles junto al lago. La huella que traza el bosque a lo largo de más de sesenta kilómetros, ha logrado escapar al asfalto por la baja intensidad de transito, dando espacio a la naturaleza para ubicarse bien cerca de quienes lo circulan. Los árboles forman verdaderos túneles que proyectan

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sombras reparadoras del calor del mediodía. Las plantas crecen caprichosamente cerca del camino, que se esfuerza por esquivar con cada curva, los gruesos troncos de alerces, coihues y cañas que en algunas ocasiones, crecen peligrosamente inclinados por acción de las tormentas. Si se aminora la marcha y se circula prestando atención, podrá divisarse la actividad de los pájaros carpinteros aferrados a las ramas en busca de insectos que se ocultan en la corteza. El pecho intensamente rojo, el cuerpo negro y un despeinado penacho son sus características físicas, pero el “toc toc” de su pico que golpea pacientemente en la madera, delatará su presencia. Comparte el bosque con gran cantidad de aves que sobrevuelan a baja altura en busca de frutos naturales como rosas mosqueta, calafates y moras. Los tubos de sol que se filtran por los escasos huecos que dejan las copas de los árboles, iluminan intermitentemente a los insectos que pululan en distintas direcciones. Son cientos de especies de aire, tierra y agua que habitan cada rincón y trabajan incansablemente para mantener limpio todo el lugar. El mugido de una vaca nos recuerda que estamos en su territorio de pastoreo y alzando la vista vemos como los animales se mezclan en total confianza con las carpas y casas rodantes. Los terneros per-

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siguen a sus madres insistentemente exigiéndoles el desayuno, lo que genera pequeñas discusiones. Algunos toros, ajenos a esta situación, nos mantienen a distancia prudente alardeando de sus grandes cuernos. La gente debe adecuarse a las costumbres de la manada instalándose en los pocos lugares que quedan libres para desayunar. Mientras que el golpe de un hacha preparando la madera para el fogón rebota dentro del bosque, a Tomás se le ocurre una muy buena idea. Se baja del tronco tan rápido como lo escaló y corre dentro de la carpa en busca de la cámara de fotos. Asoma listo para salir de safari fotográfico detrás de los huidizos animales que se abren paso a medida que avanzamos. Su loca carrera por el bosque no impide que logremos buenas tomas desde distintos ángulos, incluso con algunos primeros planos. Luego de convivir con las vacas por un rato, desarmamos la carpa y recorremos el camino hacia Villa Traful. Tomás aprovecha para sacarle fotos a todos los carteles que ve en la ruta. Es mediodía y la temperatura se eleva a más de 30°C. En los pocos lugares en donde la sombra no cubre el camino, el sol implacable nos hace sentir como si estuviéramos en un desierto. A poco de andar comienza a verse el lago completamente en calma por la ausencia de viento. La superficie está tan inmóvil que en él

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puede verse reflejada toda la naturaleza que bordea sus costas. Ni siquiera las truchas distraen la tranquilidad del agua, ya que a esta hora merman su actividad y se refugian en lo más profundo de los pozones. El camino serpentea desde lo alto de una montaña a través de una bajada que nos conduce hasta un arroyo de aguas cristalinas muy movedizas. Saltando unas cuantas rocas de tamaños desproporcionados al caudal actual, pero que seguramente podrá mover sin mucho esfuerzo en épocas de deshielo, desemboca en la playa pedregosa de una bahía que se interna unos cuantos metros dentro el bosque. El último tramo forma un generoso delta que permite cruzar del otro lado sobre las pequeñas porciones de piedras que quedan sin mojarse. Los añosos árboles proyectan una sombra reparadora para preparar el almuerzo y aportan suficiente leña como para encender el fuego casi sin movernos del lugar del picnic. Extendemos el mantel y disponemos la mesa con unas fetas de lomo, cantimpalo, queso y pan casero para aplacar el hambre mientras esperamos que se cocine nuestra última ración de fideos con tuco. Almorzamos a la sombra y luego de lavar los cacharros, empujados por el extenuante calor de la tarde, nos animamos a meter los pies en el helado lago.

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Un buen chapuz贸n en el lago Traful.


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Durante un buen rato caminamos por la costa con el agua escasamente hasta las rodillas. Los 15°C que realmente tiene el agua, parecen más fríos con el calor del ambiente. Mientras tomamos coraje para zambullirnos, a Tomás se le ocurre otra gran idea y sale corriendo a buscar algo entre los bolsos. Vuelve apresurado con la cámara de fotos en mano y me arenga para que me tire de lleno al lago. Me animo un poco más con el agua hasta la cintura hasta sentir que la mitad del cuerpo que está sumergida prefiere que salga urgentemente, mientras que la mitad que está fuera insiste en que me tire cuanto antes. Tomás alienta esta segunda opción con el dedo listo en el disparador de la cámara y no me queda más remedio que hacerlo. Antes, logro negociar con él un chapuzón de su parte que, aunque no aplaque el frío que sentiré en unos segundos, servirá de consuelo una vez que salga del lago. La hora señalada llega. Una tensa calma invade el bosque y ante su atenta mirada a través el obturador, me zambullo completamente en las heladas aguas del Traful que me abrazan y despojan de todo el calor de mi cuerpo en una agradable sensación de escalofrío. Tomás me pasa la cámara y hace lo propio nadando unos metros más hacia la costa en donde nos quedamos charlando y descansando bien frescos a la sombra.

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La tarde se pasa con una salida de exploración por los alrededores, juegos en el arroyo y la ingesta de galletas hasta que nos vamos a la villa y nos ubicamos en un camping organizado a unos pocos metros del guardaganado que marca el final del pueblo. Por sus características y comodidades, el lugar es muy visitado y logramos un lugar junto a un gran fogón por ser sólo dos personas. Como es nuestra última noche, nos espera una tarea faraónica. Debemos ordenar todo y lograr meter en las dos valijas que acarreamos, las miles de cosas que andan dando vueltas por todo el auto. Quizás porque nos intimida abrir el baúl atestado de bártulos o probablemente porque no queremos terminar el viaje, demoramos esta tarea lo más posible. Cedemos la leña que nos queda a un fogón común que se hará esta noche aprovechando la ocasión para iniciar una charla de varios minutos con otros chicos que tampoco tienen muchas ganas de moverse. Tardamos más de la cuenta en despejar el suelo y nunca invertimos tanto tiempo en armar la carpa que milimétricamente acomodamos al borde de un arbusto. Le damos varias vueltas alrededor revisando cada una de sus estacas a pesar de ser una tarde despejada y sin rastros de tormenta alguna. El interior será la base de operaciones para ordenar todas

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La siesta a orillas del lago.


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nuestras pertenencias y tratar de lograr el espacio necesario para que todo pueda volver a casa. Tomás se instala dentro del auto y comienza a bajar lo que encuentra a mano. Disponemos una bolsa colgada de la antena para colocar los residuos, que no son pocos. Encontramos papeles, envoltorios, fósforos, botellas perdidas y por supuesto mucha pero mucha tierra que tratamos de devolver intacta al bosque. Al costado de la carpa disponemos las cosas en cada una de las valijas que rápidamente completan su espacio útil. Se mezclan en un mismo lugar las medias con un paquete de arroz, los abrigos con las galletas del desayuno, el enorme sobretecho con el bolsito que lleva los utensilios de cocina. De repente y en medio del caos que cada vez ocupa más lugar, nos surge una duda. ¿Dónde estarán los pasajes de avión, los documentos, el contrato del auto, las llaves de casa? Entre tanta diversión nunca nos ocupamos de atender este tema que ahora nos apremia. Dedicamos un buen rato a revisar los bolsillos de los bolsos y lugares en las valijas que pudieran contenerlos hasta que aparecen perfectamente ordenados en un porta documentos debajo de uno de los asientos del auto. Con las cosas más o menos ordenadas y la tarde desplomándose ante la imponente oscuridad de la noche, nos vamos hasta la playa a tirar piedras al

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lago. El Traful en este momento es un hervidero de actividad con las truchas dando espectaculares saltos fuera del agua. Algunos patos nadan cerca de la costa en busca de un último bocado. Los postes de madera de un muelle viejo sirven de base para una competencia de habilidades y demostrar quién puede golpear más veces con las piedras en uno de sus lados. Tomás tiene muy buena puntería y acierta en contadas ocasiones sacando ventaja desde el comienzo. El hambre y la noche, imponen un breve paseo por el jardín del enorme predio en dirección a las duchas. Las instalaciones son las mejores que hemos usado en nuestra estadía patagónica. Al agua caliente ilimitada se suman unos buenos bancos para cambiarse, amplios espacios, espejos y percheros para la ropa. Las regaderas distienden los casi diez días de campamento y aire libre que acumulamos en nuestros cuerpos. Relajamos y disfrutamos de nuestro último baño mientras nos preparamos para una muy merecida cena en Aiken, palabra mapuche que significa “vida”, lo que más aflora en este momento de nuestros cuerpos. Este restaurante a pocos pasos frente al campamento es una pequeña casa construida con troncos de madera, mesas bajas y reconfortables sillones. Las columnas que sostienen el techo son troncos

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de árboles caídos que conservan aún sus ramas. Tomás encarga una milanesa con papas redondas y una entrada de jabalí ahumado antes de compartir el plato principal. Mi café lo tomamos frente al gran ventanal que deja ver como los teros disfrutan a sus anchas comiéndose los insectos que huyen del regador del jardín. Es una noche templada, muy despejada y colmada de estrellas que protagonizan un espectáculo de luz en el cielo. Caminamos por la villa en dirección a la única estación de servicio y aprovechamos una despensa abierta para saborear unos ricos helados. Caminamos lentamente por el pueblo inmersos en una conversación acerca de todo lo que hicimos en esta salida de campamento. Tomás muy entusiasmado recuerda momentos registrados en su mente como si los estuviera viviendo en ese preciso instante. Gesticula con sus manos y relata cada detalle con suma precisión. El aire del lago y la oscuridad abren los poros lentamente. El silencio del bosque hace que el lugar invada nuestros cuerpos y como aquella prueba del miedo en el arroyo Cataratas, todos nuestros sentidos nos guían en la noche. Nos sentamos en la playa a ofrecerle las últimas piedras al lago en donde ya descansan las truchas. En algún momento volvemos a la carpa. A pesar de ser bastante tarde, ninguno de los dos intenta irse a

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dormir. Queremos demorar lo más posible esta última noche que se regala espléndida para nosotros. El bosque entrega todos sus sonidos y varios los fogones, que a esta hora, forman nubes de humo entre los árboles. Nos sentamos a escribir en un banco de troncos junto a la carpa. Tomás demuestra que está totalmente formado como acampante, internándose solo en la oscuridad del bosque y traer consigo un par de piedras grandes que acomoda sobre la mesa para hacerle un soporte a la linterna. De este modo ambos podemos trabajar sobre el cuaderno sin necesidad de sostenerla. Con esto, demostró que no sólo venció al miedo, sino que además pone todo su ingenio e inventiva para solucionar problemas.

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VILLA TRAFUL - BARILOCHE

Luego de dormirnos al ritmo de una suave guitarreada en el fogón común de varias carpas, a las seis de la mañana nos abrazamos para seguir una hora más esperando las primeras luces del amanecer. La noche fue larga y en el trayecto a la playa los fogones dan cuenta de la extensa velada. Una bandada de teros volando al ras del agua nos recibe ruidosamente. Los patos buscan alevines desde temprano sumergiéndose a intervalos de casi un minuto. Una gran arco iris regala un salto fuera del agua y marca una estela que se diluye lentamente en la calma del lago. Los cerros nevados comienzan a reflejar los rayos del sol que apuran nuestra partida hacia San Carlos de Bariloche. Transitamos el ripio a Confluencia a marcha lenta con la vista puesta en las chimeneas de las casas que humean el fuego que calentó la noche. El lago también desprende su vapor mientras saboreamos unos ricos vasos de chocolate. Nos cruzamos con

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Amanece en Villa Traful.


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muchos animales que pastan tranquilamente en los campos pero no vemos ni una sola persona. A medida que avanzamos los rayos del sol se delatan con el polvo del camino. El lago cede su lugar al valle serpenteante junto al río Traful que desagua en el Limay. En alguna parte del camino se cruza un zorrillo. Detenemos la marcha y nos trepamos al techo del auto para verlo escabullirse entre las matas altas de pasto. El silencio aporta todos los sonidos del canto de los pájaros, que compiten contra el murmullo de las aguas en su incesante golpeteo contra las piedras. La estación de servicio de Confluencia nos recibe como el día en que fue construida hace décadas atrás. La nafta se abona en efectivo, único medio de pago en esta zona en donde el Limay baja con parsimonia sus aguas verde esmeralda. En el camino a Bariloche, detenemos la marcha junto al puente colgante que ostenta además, la balsa maroma que se impulsa con la fuerza de la corriente. La utilizan para cruzar vehículos de un lado al otro de este caudaloso río que desde la altura bamboleante del puente, deja ver a los grandes ejemplares de truchas famosos mundialmente. Más adelante, vemos como miles de pequeñas polillas en una gran eclosión, colman el aire en nubes que se elevan sobre los sauces que

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crecen a la vera del río. El espectáculo se extiende por varios kilómetros y se repite cada mañana. La ciudad nos recibe soleada y con gran actividad de gente en sus calles. Muchos mochileros descansan en el centro cívico a la espera de decidir hacia donde llevar sus vidas. Nosotros ya tenemos claro por donde transitan las nuestras. Compramos unos chocolates y nos vamos a almorzar al lago. ¡Lo hicimos!

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Hay un montón de cosas que no fueron anotadas en nuestra bitácora porque quedaron registradas en nuestras almas. Sólo nosotros tenemos los recuerdos muy a mano para volver a sentirlos cuando queramos. Ayudarnos de la mano para cruzar un río, miradas de complicidad, abrazos por la noche para aplacar el frío, los besos de buen día, el gesto de aprobación de Tomás con su dedo índice levantado. Todas las sonrisas, las carcajadas, el fuego que no prendía, calentarnos en el fogón, mirar las estrellas abrazados, ver comer a las truchas, alimentarlas con los tábanos, cada momento vivido intensamente. -Ay como me gusta este papá- en un abrazo en Traful. El sonido de las piedras cuando caen al agua que retumbarán en nuestras cabezas como el mar lo hace dentro de los caracoles, los abrazos espontáneos, los besos, todo lo aprendido, las aventuras, la

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adrenalina, beber juntos el agua de los ríos, querernos, disfrutarnos, vivir. -Yo te prometo que me se cuidar solo, vos no me tenés que avisar- me dice Tomás en algún momento. Las largas conversaciones antes de irnos a dormir, bañarnos juntos en las duchas, el chapuzón frío en el lago, los silencios, el aroma a madera quemada, los chasquidos del fogón de la noche, lo que aprendió cada uno, la fuerza para hacer cosas, los ruidos del bosque, los cantos de los pájaros, los patos por la mañana, verlo crecer a Tomás, sentir como crezco a la par de él.

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Contactos: ezequiel@librosdeviaje.com.ar www.librosdeviaje.com.ar



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