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DOS ARCES, UN CORNEJO Y UN ÁRBOL PARA PENSAR

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LOS ENTS DEL SUR

LOS ENTS DEL SUR

Todo prado, arboleda y arroyo pequeño

La tierra, y toda cuestión general, En un tiempo parecían ataviados de luz celestial, La gloria y la frescura de un sueño.

—William Wordsworth

Dos arces.

Uno grande y uno pequeño.

Es lo primero que recuerdo de mi infancia en Monticello, Illinois. Si estuvieras buscando un lugar donde filmar una película que se desarrolla en la versión más pintoresca e idílica del típico pueblito estadounidense, Monticello sería el lugar ideal. Había una plaza con una heladería y una pizzería en la otra esquina. En verano había luciérnagas y quitanieves en invierno, había juegos de softball en el parque y bravucones en el patio de juegos. Incluso teníamos tornados de vez en cuando que arrasaban con kilómetros y kilómetros de campos de maíz y astillaban los viejos graneros.

Nuestra familia vivía en la casa parroquial, una casita humilde que pertenecía a la iglesia, y donde el predicador vivía sin pagar alquiler. Si mirabas la pequeña casa de ladrillos desde la calle State, veías a la derecha un maizal que bordeaba el patio del costado y se extendía hacia atrás varios cientos de metros. El borde del maizal giraba a la izquierda y rodeaba el patio y el edificio de la iglesia, después se inclinaba hacia el camino a la izquierda y más allá de la iglesia, y nos cercaba todo el verano con una pared verde que se mecía. En el patio, entre la casa y el maíz, había dos arces: uno grande y otro pequeño. No sé si los habían plantado en momentos diferentes, o si quizás uno habría perdido sus ramas superiores en alguna tormenta, pero tengo el vago recuerdo de referirnos a esos árboles como «grande» y «pequeño».

Probablemente nunca lo haya dicho en voz alta, pero después de todos estos años y kilómetros de distancia, si cierro los ojos y pienso en Monticello, lo primero que veo es aquellos dos árboles frondosos en primer plano frente a un mar de maíz alto y verde, y maíz que se extendía hacia el infinito debajo de una bóveda de un azul brillante. Otro recuerdo borroso: trepar por una escalera de madera entre las ramas sombrías para maravillarme ante cuatro huevos azules como el cielo, contenidos en su nido de ramitas. Era el año 1980. Yo tenía siete años.

Maíz. Cielo azul. Dos arces, uno grande y uno pequeño. Esas cuatro cosas encapsulan gran parte de mis recuerdos de la infancia. Nunca me enteré de quién plantó esos árboles, pero si lo supiera, se lo agradecería. Son una parte tan importante de mi historia como aquella casita y las personas que vivían en ella. En la película Qué bello es vivir, hay una escena en la que un George Bailey borracho estrella el auto contra un árbol. El dueño de la casa le grita: «¡Mi abuelo plantó ese árbol!». Es un momento pequeño en una gran historia, pero siempre me encantó. Era como si hubiera dicho: «Estoy

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arraigado a este lugar. Soy parte de una historia más grande. Me importan las cosas duraderas, y lo que se transmite de generación en generación. Me importa lo que crece y da sombra, la creación y el gran alcance de las épocas». Estos árboles no eran míos, pero ojalá lo hubieran sido.

Desde una distancia de cuarenta años, veo a ese niño trepando por las ramas de los arces para mirar los huevos y quiero abrazarlo. Incluso ahora, mi corazón se conmueve y me cuesta contener las lágrimas por la tristeza de lo que se perdió, y de lo que se perdió tan pronto. El dolor llegaría pronto, pero todavía no lo sabía.

Recuerdo un movimiento pasivo, casi automático, a través de los días, tomar nota de momentos que ahora me parecen preciosos e inmaculados, pero que en ese entonces se consideraban un hecho práctico aunque no menos maravilloso por eso: un conejo que se desvanecía en las sombras verdes que proyectaba la frondosa pared de maíz, la luz del sol que calentaba el campo de frutillas, la gata que daba a luz sobre una pila de ropa para lavar, la conversación incesante de los miembros de la iglesia en el aire limpio del estacionamiento después de la reunión del domingo, el camino silencioso hasta la escuela primaria Lincoln en el mundo sereno de una mañana nevada. Ese capítulo de mi niñez acunaba una profunda inocencia, por lo cual ahora me resulta desconcertante que haya invitado con tanto entusiasmo semejante pecado a mi corazón un día en la escuela, cuando el Día del Libro, mi amigo llevó de contrabando una de las revistas de su papá desde su casa; desconcertante que haya pasado el primer y segundo grado con el miserable terror de que me llamaran o incluso me miraran; desconcertante que el muchachito dorado que era pudiera deslustrarse con tanta facilidad y de forma tan voluntaria.

¿Qué pasó? Por más que me esfuerce, no puedo encontrar nada en el paisaje de recuerdos de Monticello que lo explique. Los días veraniegos brillaban con azul y verde y dorado, las noches, con luciérnagas, y los inviernos, con la nieve bañada de luz de luna. Los dos arces enmarcaban el patio y ofrecían su sombra en junio, su gloria en octubre, sus contornos austeros en febrero y sus pimpollos bermejos en abril. Eran centinelas benevolentes, que observaban cómo el niño y sus hermanos se escapaban a las filas de maíz, perseguían al cocker spaniel y se deslizaban por la pila de nieve en el estacionamiento. Siempre presentes, arraigados al suelo de una manera que sugiere permanencia, los arces aun así siempre estaban cambiando, siempre ahondando sus raíces, extendiendo sus ramas más arriba y afuera, ensanchando sus troncos un anillo por año; siempre meciéndose en el viento, brotando, suspirando, crujiendo, jactándose en verano y sonrojándose en otoño. Me encantaban esos arces. Cuando pensamos en los árboles, nos imaginamos obeliscos robustos e inamovibles, pero están llenos de vida, impregnados de movimiento y crecimiento. Sí, los árboles permanecen quietos. Pero también danzan. Y se rompen.

En 2016, tuve un concierto en Champaign, Illinois, que queda a unos veinte minutos de Monticello. La buena gente que promocionaba el espectáculo me permitió tomar prestado un auto para poder ir hasta ahí y evocar el pasado durante algunas horas antes de la prueba de sonido. Estaba muy emocionado, y tenía la esperanza de que algo disparara un nuevo recuerdo. La infancia es un álbum de fotos con la mayoría de las páginas en blanco, y yo estaba a la caza de algunas Polaroids para devolver a su justo lugar. Tal vez esta sea una analogía mejor: la infancia es un museo de arte que ha sido saqueado por el tiempo, y allí en las paredes vacías, debajo del deslucido contorno rectangular donde solía haber un cuadro, hay pequeñas placas que rezan: «La fuente de tu ansiedad», «La razón por la cual anhelas tanto ser amado», «El día en que te enteraste de que el mundo estaba roto» y «El día en que supiste que estabas tan roto como el mundo». Avanzamos en el dolor, y la presencia de dolor exige una respuesta. Cuando te golpeas un dedo del pie en la oscuridad, no te conformas con saltar de aquí para allá un minuto y después te vas a dormir… enciendes la luz para ver qué te lastimó. Es cierto, quería rescatar algo de la inocente maravilla de la infancia en Monticello, una etapa de mi vida que hace mucho que considero una suerte de Edén, pero la expedición era más que eso. Tal vez, había reprimido la verdad. Me había lastimado, y quería encender la luz para entender qué me había dañado. Quizás había alguna presencia siniestra incluso ahí en ese pueblito paradisíaco que me había marcado, formado, arruinado, y de manera inconsciente, yo había quitado los cuadros de la pared y los había guardado en el sótano.

Estaba en busca de nostalgia, sí, pero aquí tienes otra verdad: tenía miedo de lo que podía llegar a encontrar.

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