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EL DIOS DEL JARDÍN

2B

Me levanté y volví a la calle, con la idea de cruzar hasta mi auto y seguir mi viaje. Tenía que volver para la prueba de sonido. Sin embargo, miré ligeramente a la derecha y divisé un cartel de venta frente a una casa de aspecto tenebroso. Las ventanas eran oscuras. Había una pila de botellas vacías y muebles rotos en el jardín del costado, que estaba lleno de malezas invernales muertas y marrones. Con un poco de trabajo, podría haber sido un lugar encantador, y durante unos tres segundos, soñé despierto con comprarlo y mudarme de regreso a Monticello para vivir mis años de jubilado. Fue un pensamiento agradable y pasajero, y cuando volví al presente, no pude deshacerme de la sensación de que el lugar parecía espeluznante. Caminé hasta ahí y me paré frente a la casa abandonada, esforzándome por recordar algo, cualquier cosa, al respecto, o a las personas que habían vivido ahí. Con un espanto cada vez más grande, empecé a sospechar que había estado en esa casa antes. Después de todo, era

DOS ARCES, UN CORNEJO Y UN ÁRBOL PARA PENSAR

nuestro vecino más cercano. O nuestra vecina. O nuestros vecinos.

¿Habría algún secreto oscuro ahí? ¿Acaso había deambulado hasta el árbol para pensar un día de verano y me habían atraído adentro con algún engaño…?

No.

No podía pensar eso. Pero ¿por qué no tendría ningún recuerdo de este lugar, de estas personas? En un pueblito como Monticello, mis padres sin duda habrían conocido a sus vecinos. Espié por la ventana del frente y no vi ningún mueble ni señal de vida. Ya nadie vivía ahí. Después de echar una mirada furtiva a mi alrededor, me deslicé a la parte de atrás de la casa y me abrí paso entre las malezas altas, buscando y buscando algo que soltara algún recuerdo y explicara mi malestar. No exagero cuando digo que estaba aterrado de recordar algún suceso traumático, y tenía el pulso acelerado mientras luchaba por reprimir las lágrimas. En el museo mental de arte, intentaba no imaginar una placa que dijera: «Por esto es que estoy tan roto».

Pero no podía dejar de buscar. Entonces, en lo profundo de las malezas del patio, vi varios postes de cerco separados por unos veinte metros (veinte yardas), con alambre oxidado estirado entre ellos. Malezas y zarzas ahogaban el suelo debajo del alambre. En algún momento, se había cultivado algo ahí. El viento se intensificó y escuché un leve matraqueo metálico. Un destello captó mi mirada y separé las malezas para ver qué había. En el suelo, había clavado un marcador metálico con una pequeña etiqueta de metal, grabada con letras, como si fuera una medalla de identificación para perros.

Paeonia Daurica

El viento persistía, y el matraqueo también. Encontré otra etiqueta, y después otra:

Paeonia Parnassica Peon A De California

Peonías. Filas y filas. La gente que vivía ahí cultivaba flores.

Le envié a mi mamá un mensaje al respecto.

Esos eran el Sr. Scott Barnes y su esposa, que cultivaban peonías y hemerocallis en su granja. Era bellísima en primavera.

Y así como así, el terror se disipó y salió el sol. Eran buenos vecinos que trabajaban para cultivar cosas hermosas, y evidentemente, íbamos ahí con mi familia en primavera para ver la bella variedad de flores. Ahora, tengo seis plantas de peonías en mi cabaña, y siempre me encantaron. Qué curioso cómo la marea nos lleva hacia atrás y adelante, iluminando los días del hombre con anhelos de los cuales no conoce la fuente, y susurrándole al niño que, un día, cultivará sus propias glorias.

¿Quién sabe si habré vagado hasta el campo de flores después de un largo silencio en el árbol para pensar? ¿Acaso el

DOS ARCES, UN CORNEJO Y UN ÁRBOL PARA PENSAR

amable Sr. Barnes me habrá saludado bajo el sol primaveral, con tijeras de podar en mano, como el típico jardinero? Tal vez había alguna serpiente en el jardín, sí, pero seguía siendo un jardín. Estaba tan concentrado en la serpiente que me perdí el millón de pétalos coloridos. Experimenté una fresca bocanada de alivio y me paré en lo que había sido un campo de peonías del tamaño de pelotas de softball y del color del glaseado de una magdalena. Resultó ser que esta casa no me había lastimado. Me había dado belleza. Me guardé una de las etiquetas. Ese día, durante la prueba de sonido, la tenía en el bolsillo, y cada vez que la tocaba, pensaba: En los recuerdos hay dolor, pero también hay belleza. Al volver y escarbar hondo tal vez desenterremos huesos, o quizás algún tesoro. No tengas miedo.

Había ido a buscar un cadáver y había encontrado una flor.

Era hora de partir. Volví a cruzar la calle hacia el auto, y noté que, en el jardín del frente de la casa parroquial, había un hermoso cornejo durmiente. Hice una videollamada con mi papá para mostrarle dónde estaba, y me dijo: «¡Oye, yo planté ese árbol!». Me acerqué y toqué el árbol. Envió corrientes eléctricas desde las yemas de mis dedos a mi cerebro, palpitando con el tiempo y el crecimiento lento de las cosas, y las evidencias silenciosas de que lo que hacemos a veces dura más de lo que podemos comprender.

Espero que nuestra propiedad en Nashville siga en la familia cuando mis nietos sean ancianos, y espero que protejan los árboles que planté allí, por si acaso hay algún Jorge Pérez que se embriague y se estrelle contra uno. Espero que los nietos trepen para inspeccionar los nidos de los petirrojos.

El Dios Del Jard N

Espero que les pongan nombres a los arces. No me conocerán, pero sí sabrán que me encantaban los árboles, y tal vez también sientan el tamborileo del tiempo cuando, en un día fresco de otoño, toquen un árbol que con mucho amor puse en la tierra tantos años atrás. Mi papá no era el dueño de aquella casa parroquial en Illinois, pero ese árbol sí es suyo. Parado allí en el frío de Illinois aquel día, también sentí que era mío.

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