3 minute read
DOS ARCES, UN CORNEJO Y UN ÁRBOL PARA PENSAR
Pero estos arces del patio de Monticello no parecían tan antiguos. Volví a mirar a mi alrededor, sintiendo desilusión y confusión. ¿Qué recordaba realmente? Estaba el lugar donde solía descansar el campo de frutillas; vi la conejera donde alguna vez había vivido nuestro conejito Henry, al cual encontré muerto una mañana; ahí había una pila de tierra donde jugaba con mi tractor John Deere de juguete. Pero ninguna de las cosas estaban ahí. Tan solo espacios vacíos. Además de la casa, todo lo que recordaba estaba en el lugar equivocado o no estaba (incluido el maizal) y, tristemente, era imposible resolver el tema del arce grande y del pequeño. No podía estar seguro de si eran los mismos árboles. Para ser sincero, fue bastante deprimente.
Entonces, emergió un nuevo recuerdo: el esqueleto de un gato debajo de una rejilla de resumidero en el patio de adelante. Mi hermano y yo lo encontramos ahí tirado en las sombras un día de verano, y fue como desenterrar un tiranosaurio rex. Recuerdo haberme preguntado cómo habría muerto, cuánto haría que estaba ahí y si sería la mascota de alguien. Creo que lo tocamos. Les eché una mirada hosca a los arces que tanto me habían desilusionado, metí las manos heladas en los bolsillos de mi chaqueta y volví caminando a la calle por la acera hacia el sur, buscando la rejilla. Sabía que el esqueleto no estaría ahí, pero quizás esa rejilla disparara algún recuerdo nuevo. Lamentablemente, no había ninguna rejilla. Ni siquiera algo parecido. Me sentí desorientado, porque todavía la veía en mi mente. ¿Cómo podía ser que recordara algo con tanta claridad que sencillamente no estaba ahí? ¿Era mi memoria tan poco fiable? La rejilla de un sumidero no es la clase de cosa que desaparece. No sabía qué pensar.
«Pensar».
La palabra disparó otro recuerdo. El árbol para pensar. En un instante, vi a nuestra familia en mi mente: los seis Peterson sentados en silencio en círculo, con las espaldas contra el inmenso tronco de un árbol. Me costaba quedarme quieto, así que jugaba con una hojita de césped. Intenté recordar más, pero no pude. Eso, y el nombre que le habíamos puesto al árbol: «El árbol para pensar».
Directamente cruzando la calle desde nuestra casa y la iglesia, estaba el parque Forest Preserve, un precioso espacio boscoso con pabellones y mesas para picnic y, a un costado, varias canchas de softball. ¡Canchas de softball! Otro recuerdo: un atardecer, las sirenas de tornado empezaron a sonar, llenando el cielo gris y tormentoso de malicia. La multitud de maíz alto siseaba una advertencia en medio de las ráfagas de viento. Los jugadores de softball corrieron a cubrirse, y uno terminó en nuestra casa, empapado y sin aliento en su uniforme. Nos agazapamos todos en el baño a esperar que pasara la tormenta. No recuerdo si hubo un tornado, pero sí me acuerdo de que él era un extraño que necesitaba refugio, y mis padres lo recibieron con brazos abiertos.
En alguna parte entre aquellas canchas de softball y nuestra casa estaba el árbol para pensar. Tenía un leve recuerdo de sentir entusiasmo cuando mis padres anunciaban una visita. ¿Realmente íbamos ahí a pensar? Abandoné la búsqueda de la rejilla del gato muerto y crucé la calle State hacia el parque. Encontré un roble gordo y viejo que era lo suficientemente
DOS ARCES, UN CORNEJO Y UN ÁRBOL PARA PENSAR
grande como para haber sido el árbol para pensar, tal como lo recordaba. Pero una rápida mirada a mi alrededor me mostró que había varios contendientes. Ah, cómo me hubiera gustado saber exactamente cuál era el árbol. Me senté y me apoyé contra el tronco un rato, temblando en el aire frío y los recuerdos cálidos. Era una sensación agradable, pero me hubiera gustado poder estar seguro. Y seguía sin saber qué hacíamos ahí como familia. Le envié un mensaje de texto a mi papá en Florida y le pregunté al respecto.
No recuerdo exactamente qué clase de árbol era, pero era uno grande que daba mucha sombra. Estaba cruzando la calle del lado sur del parque. Solía retirarme allí para pasar tiempo a solas, meditar y orar. A veces, íbamos ahí a leer o compartir historias. A menudo, pienso en él y voy hasta ahí en mis pensamientos. A tu mamá le gustaba ir ahí a estar un rato tranquila. Como no teníamos un árbol adecuado en la iglesia, adoptamos ese. Recuerdo que, a veces, querías ir solo y te advertíamos que tuvieras cuidado al cruzar la calle.
Por fin, ahí estaba.
No era un recuerdo nuevo precisamente, pero era información nueva. Una pieza de la esquina del rompecabezas. En la pared del museo de arte de la infancia sonreí, mientras colgaba un cuadro del árbol para pensar junto a la placa que decía: «Por qué me siento cerca de Dios cuando estoy solo en el bosque».
Porque mi mamá y mi papá me dieron el ejemplo de eso.