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EL DIOS DEL JARDÍN

Estacioné el auto en el estacionamiento arenoso de la iglesia, salí al frío viento de la pradera y miré para todos lados. El maizal ya no estaba; había sido reemplazado por una pequeña urbanización y una expansión del edificio de la iglesia. Divisé unos manzanos silvestres frente a la iglesia, y de repente recordé haber comido su fruto amargo después de una reunión de domingo por la noche.

¡Ah! Por fin, un nuevo recuerdo. Y uno bueno, además.

Me dirigí al fondo de la casa y busqué mis dos arces. Pero ahora había varios árboles, y era invierno, lo cual dificultaba distinguir los míos. Había dos que parecían del mismo tamaño, ambos bastante grandes, y me pregunté si me habría inventado la parte de que había uno más pequeño. Además, estaban en el lugar equivocado, lo cual me llevó a preguntarme si serían los árboles originales. Los arces crecen hasta sesenta centímetros (dos pies) por año, así que cuarenta años habrían sido suficientes como para que dominaran el panorama.

Si tuviera que elegir un árbol favorito, creo que sería el arce, no solo porque está adherido a mis recuerdos más tempranos de los árboles, sino porque el arce tiene algo inherentemente agradable. En un sentido platónico, para mí son la forma de un árbol. Cuando un niño dibuja un árbol (un tronco marrón con una masa informe verde arriba), siempre supongo que es un arce. No solo tienen una proporción agradable, sino que se encienden en otoño, y el crujido de esas hojas anaranjadas y marrones sobre el suelo conjura imágenes de calabazas, fogatas y niños como yo disfrazados de Luke Skywalker para Halloween. Un arce puede parecer algo místico cuando todavía le queda un poco de verde incandescente en el centro de la cubierta

DOS ARCES, UN CORNEJO Y UN ÁRBOL PARA PENSAR

fogosa… mucho mejor si se mira desde abajo en un día claro y sin nubes. Un viejo arce que fanfarronea en octubre es evidencia del deleite de Dios. Todo eso y, además, dan jarabe. Cuando nos mudamos a The Warren en el verano de 2008, Jamie y yo no veíamos la hora de admirar los colores otoñales cuando cambiara la temporada. Pero ¡ay!, no pasó demasiado. Tenemos muchos almeces, cuyas hojas se suelen marchitar y ennegrecer, y la mayoría de los otros árboles de la propiedad son sabinas coloradas. Supongo que son bastante lindos y proveen alegres pinceladas de verde en medio del invierno lúgubre; pero en ese momento no nos interesaba la robustez de un verde oscuro e invernal, queríamos la gloria efímera del otoño. Aquel primer octubre en The Warren deambulé por el bosque tupido en busca de cualquier señal de aquel color de Illinois, y para mi deleite, descubrí un arce azucarero pequeñito en nuestra propiedad, que resplandecía con timidez en medio de un montón de ligustros. Era apenas más alto que yo. Los arces azucareros son nativos de esta parte de Tennessee, pero los arbustos invasivos (por todas partes, ligustro y madreselva Tatarian) los han ahogado. ¿Cómo se las arregló esta única semillita suertuda para aterrizar, encontrar lugar, germinar y luego abrirse paso hacia arriba desafiando los arbustos? Enseguida llevé mi vengativa motosierra a los arbustos y limpié un buen espacio alrededor del arce, dándole a sus ramas un poco de aire. Eso fue hace trece años, y ahora mide al menos seis metros (veinte pies) de altura. El tronco sigue midiendo tan solo unos diez centímetros (cuatro pulgadas), así que faltan unos veinte años más hasta que pueda colocarle una toma y engullir su savia

El Dios Del Jard N

con mis panqueques. Tendré sesenta y seis años. No tengo problema de esperar.

Hay un viejo proverbio chino que dice: «El mejor momento de plantar un árbol es hace veinte años; el segundo mejor momento es ahora». He caminado por bosques de arces en Vermont con envidia en mi corazón, porque lleva generaciones que los arces crezcan tanto. Al parecer, todos los árboles de ese lugar tenían una toma y una cubeta para juntar la savia aguada. Si sigo avanzando con mi motosierra, tal vez viva para ver el regreso de los arces a The Warren.

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