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EL DIOS DEL JARDÍN
Conduje hacia el oeste desde Champaign, bajo un cielo gris y aburrido. El rastrojo de los tallos de maíz en aquellos campos amplios y enlodados era lo único que quedaba de la cosecha del mes anterior. Cuando salí de la autopista para ir a Monticello, apagué el GPS, decidido a encontrar mi camino sin él. De inmediato, llegué al cementerio donde mi hermano y yo solíamos andar en bicicleta a través de un bosque ondulado y lleno de tumbas y árboles viejos, donde siempre sentía un escalofrío de intriga entre todos aquellos huesos guardados entre las raíces. Pasé por la plaza principal, donde nuestra familia a veces se sentaba en una pared de piedra frente al palacio de justicia para tomar un helado después de la iglesia. Mientras conducía, no pude deshacerme de la sensación de que el pueblo guardaba algún secreto para entender mi infancia un poco más, pero lo único que tenía eran fragmentos. Seguí por las calles frías y tranquilas más allá de la escuela primaria, donde una tarde invernal casi me congelo esperando que mi hermano me acompañara a casa. Se había olvidado de buscarme, y yo lo esperé obedientemente tanto tiempo que me quedé dormido sobre una pila de nieve. Mis padres me encontraron después del anochecer. Un recuerdo escalofriante, si me perdonas el juego de palabras, pero nada nuevo. Por fin me abrí paso al norte, más allá de la biblioteca con el busto del caballo en el frente, más allá del museo de los trenes que conmemora las visitas de Abe Lincoln al pueblo antes de la presidencia, y luego una hilera de casas de arquitectura neogótica inusualmente grandes, llamada «La hilera del millonario», hasta… ¡ahí estaba! La Iglesia Cristiana Monticello, y la casa parroquial donde vivíamos.
DOS ARCES, UN CORNEJO Y UN ÁRBOL PARA PENSAR
Tal vez haya sido distinto para las personas que se quedaron, cuyos años de recuerdos llenan cada rincón. Como nos mudamos cuando yo tenía siete años, los recuerdos quedaron en el tiempo, una serie de viñetas congeladas en ámbar. Fui como flotando por las calles bordeadas de árboles, como un fantasma, silencioso y atento a cada detalle, más como un observador que un participante, como si todos los demás fueran por la vida con anteojeras y yo solo pudiera ver el pueblo por lo que realmente era. Pero aquí yace el misterio: «lo que realmente era» me seguía velado incluso a mí, como una palabra en la punta de la lengua, o la pieza de la esquina de un rompecabezas que es imposible de encontrar. Tal vez parezca extraño, pero cuando era pequeño, y estaba solo en el patio o en mi habitación, recuerdo susurrar para mis adentros con un escalofrío de asombro: «Yo soy yo». Era un individuo. Entre todos los engranajes y pistones del universo, este pequeño perno al menos era sensible y consciente de sí mismo, con la capacidad de formar pensamientos y de reconocerse como un ser separado y consciente con voluntad propia. De todas las cosas que podía elegir para pensar, ya fueran camiones o jugar a las escondidas, o el color de las nubes, de vez en cuando detenía lo que estaba haciendo y me obligaba a pensar en mi propia persona como miembro del universo. «Yo… soy… yo», pensaba, y luego me estremecía otra vez. Mi cerebro crujía. Era alguien en particular. Era un Quién. No tan solo un Qué. Y era un Quién que podía pensar respecto a ser un Quién. Y ese Quién adulto ahora se abría paso como un fantasma por las calles de Monticello en diciembre, incapaz de determinar el Qué que tenía que descubrir.