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Continuista sin hogar

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El Espíritu Santo

El Espíritu Santo

Introducción

interpretarla con precisión (2 Tim. 2:15). Pero más que nada espero que veas que tenemos algo más importante en común: nuestra fe. Tenemos a Cristo, quien murió por nuestros pecados y nos hace hermanos en la fe salvadora. Esa unidad es más importante que nuestras posiciones con respecto a cualquier otra definición doctrinal.

Por último, deseo que en estas páginas descubramos que podemos tener unidad aun teniendo posturas diferentes en este tema. Espero que no pienses que soy ecuménico en el sentido negativo del término. Sin embargo, sí estoy realmente convencido de que podemos crear divisiones innecesarias y dolorosas en el cuerpo de Cristo por aspec‑ tos que son realmente secundarios. Soy consciente de los temores que han sido causados al ver personas que han abusado de temas que han terminado separándonos de algunos que son verdaderos hermanos. El pensar que algunos están fuera de control en este tema hace que no nos relacionemos con verdaderos hermanos que aman la Palabra y desean someterse a ella. Pero también pensar que algunos han rechazado por completo el tema de los dones y no creen en el obrar completo del Espíritu, nos ha hecho que cerremos nuestros corazones y no nos beneficiemos de la comunión con verdaderos creyentes que aman al Señor tanto o más que nosotros mismos. Te animo a que cuando no estés de acuerdo hagas un esfuerzo y continúes leyendo, entendiendo que mi deseo principal no es probar mi punto, sino mos‑ trar que la Palabra de Dios gobierna mi vida y que es nuestro Señor Jesucristo, predicado en el evangelio, lo que nos une.

«Por tanto, os hago saber que nadie hablando por el Espíritu de Dios, dice: Jesús es anatema; y nadie puede decir: Jesús es el Señor, excepto por el Espíritu Santo. Ahora bien, hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo […]. Pero a cada uno se le da la manifestación del Espíritu para el bien común» (1 Cor. 12:3‑4,7).

Joselo Mercado Maryland, 2020

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En Puerto Rico se denomina «perro sato» a aquel perro que ya no es de una raza definida. Son los que después de tres o cuatro generaciones de andar mezclándose con diferentes razas ya no se puede distinguir de quéraza específica eran sus antepasados. Bueno, en mi caso, mientras pasan los años, más y más me considero como un «sato» teológico. Te explicaré la razón de mi falta de pedigrí teológico.

Puerto Rico es un país donde el mestizaje fue uno de los más altos de América Latina. Yo soy una mezcla de tres grupos étnicos, y pue‑ des observar en mi físico algunas características de cada uno de ellos. Además de esto, tanto política como culturalmente, los boricuas no sabemos con exactitud lo que somos. Por ejemplo, no nos sentimos estadounidenses, sino, más bien, nos consideramos latinos. A la vez, en ocasiones he experimentado rechazo de otros latinoamericanos porque soy visto como un ciudadano de Estados Unidos. No es fácil identificar de manera sencilla a un boricua.

Pero es en mi teología donde soy verdaderamente un «sato». Soy una mezcla de diferentes acercamientos doctrinales, los cuales he estudiado a profundidad y en algunas de ellos he llegado a convic‑ ciones variadas. En determinadas líneas doctrinales soy altamente reformado, en otras tengo influencias del movimiento carismático. Es probable que esto que acabo de decir sea interpretado de diversas formas en diversos lugares, por lo que te pido que sigas leyendo para

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que puedas entender lo que estoy tratando de decir y no me tildes de hereje.

En cuanto a soteriología, la doctrina de la salvación, soy alta‑ mente calvinista. Creo en las doctrinas de la gracia que definen mi salvación como una obra completa de Cristo. En cuanto a la doctrina de la Iglesia, creo en la pluralidad de ancianos dentro de un marco presbiteriano. Aunque tengo absoluta claridad en mi teología bíblica como seguidor de la teología del Pacto, no practico el bautismo de niños, sino el bautismo de creyentes. Por consiguiente, me adhiero a la Confesión de Londres de 1689. Hasta aquí, sé que la mayoría de mis amigos reformados estarán bastante de acuerdo conmigo.

En cuanto a mi pneumatología, la doctrina del Espíritu Santo y los dones, soy continuista. Aunque me considero un continuista mode‑ rado, mi exégesis de los textos bíblicos me lleva a creer que todos los dones identificados en el Nuevo Testamento siguen vigentes y acce‑ sibles para los creyentes. También creo que soy moderado porque entiendo que todos los dones de revelación tienen que estar sujetos a la Palabra de Dios y no debe haber ninguna revelación nueva que sea normativa a la par con la Palabra de Dios (comp. 1Cor.14; 1Tes.5). En muchas ocasiones he estudiado el argumento cesacionista con la intención de moverme a ese campo. He leído la obra inicial de este argumento por parte de B. B. Warfield en Counterfeit Miracles [Milagros falsificados]. Durante mi tiempo en el seminario tomé un curso sobre el Espíritu Santo enseñado por un profesor cesacionista. Pero nuevamente tengo que decirles que mi estudio exegético del tema no me permite llegar a esa conclusión.

Tengo que reconocer que mi vida sería más fácil si fuera cesacio‑ nista. La verdad es que en ambos lados del espectro no tendría problemas porque, por un lado, no creo que mis convicciones pneu‑ matológicas asusten a ningún cesacionista. Por el otro, la forma en que practico el continuismo tampoco asustaría para nada a los cesacionistas. Es más, hay varios miembros de la congregación donde sirvo que son cesacionistas.

Lo que les acabo de exponer es lo que me hace un continuista sin hogar o un reformado sin morada. Soy una combinación extraña

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de convicciones teológicas. Llevo años aprendiendo de las verdades asociadas con el evangelio de la gracia y también tengo cierta cer‑ canía al pentecostalismo teológico. Aunque no me asocio con las prácticas y doctrinas del movimiento pentecostal y neo‑pentecostal (por ejemplo, su doctrina del bautismo del Espíritu Santo manifestado en la necesidad de hablar en lenguas), mi convicción con respecto a la doctrina del Espíritu Santo de alguna forma particular me une a ellos. También tengo que reconocer que, aunque he sido altamente influenciado por Calvino, Bavink, Vantil y Frame, igualmente he sido influenciado por Piper, Grudem, Mahaney y Purswell.

Lo más importante que he aprendido desde la posición teológica en la que me encuentro hoy es que lo que me une a Michelén, Was‑ her, y MacArthur, no son mis argumentos reformados, sino la obra de Jesús, Su salvación por mis pecados y mi teología imperfecta. Estos hermanos cesacionistas tienen una pasión real por el Dios de la Biblia y un anhelo por conocerle más y por darlo a conocer aun más en toda Su gloria y majestad. Por otro lado, lo que me une a Mahaney, Piper, Núñez o Carson no son los argumentos sobre la continuidad de los dones, sino aquel que es mayor que todos los dones: el Dador de esos dones. Es evidente que no todos los continuistas somos locos emocionalistas, ni todos los cesacionistas fríos y legalistas.

Durante esta reflexión debemos recordar la actitud de Pablo para con la iglesia de Corinto. Más allá de si piensas que los dones conti‑ núan o no, la realidad es que la iglesia de Corinto no estaba usando de forma adecuada los dones espirituales. Podemos decir lo mismo de muchas iglesias contemporáneas. Hay quienes creen firmemente que los dones continúan, pero observamos abusos en su empleo o un uso inadecuado en su aplicación. En muchos casos, lo que algunos llaman dones no tienen ni la forma ni el fondo de los dones tal como son definidos en la Escritura. Pero lo que aprendemos de Pablo es que trató a los corintios como creyentes y de seguro que trataría de la misma manera a los hermanos que siguen trastocando los dones espirituales el día de hoy. Pablo los corrigió en amor porque no esta‑ ban unidos por tener todo tema teológico perfectamente entendido y resuelto, sino que estaban unidos por el evangelio que proclama

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la gloriosa salvación por gracia en Jesucristo. Debemos considerar también que Pablo no trató a la iglesia en Galacia con el mismo amor. Ellos tenían apariencia de perfección, pero fueron altamente reprendidos por Pablo porque estaban haciendo algo que era inmen‑ samente importante y fundamental: estaban perdiendo el evangelio.

Con todo esto no estoy haciendo, de ninguna manera, un llamado al ecumenismo o a tener una actitud liviana con la defensa de la ver‑ dad. Sin embargo, debemos estar conscientes de que aun dentro del movimiento protestante tendremos diferencias. Hay diferencias que rayan en la herejía y por eso las defenderemos a morir. Pero también hay otras doctrinas que son de suma importancia para la iglesia local y sobre las que tenemos convicciones y prácticas muy fuertes, pero que no son doctrinas de primer nivel. Por eso debemos cuidarnos de cómo comunicamos las diferencias de estas doctrinas con verdaderos creyentes. Atacamos la teología de la prosperidad, la palabra de fe, la salvación por obras, pero no arremetemos en contra de hermanos en la fe con los que estamos en desacuerdo sobre temas de segunda importancia. ¡Que nuestra pasión por defender la doctrina nunca sea mayor que la pasión por el evangelio!

El ánimo y la intención personal que quisiera compartir con todos mis hermanos es que si bien hay verdaderas doctrinas que nos sepa‑ ran, consideren que antes de tirar a alguien en un saco y rechazarlo por esas diferencias, debemos seguir el ejemplo de Pablo, quien aplicó el verdadero evangelio en todas las áreas de su vida y minis‑ terio. Antes de generalizar o dar veredictos apresurados, busquemos entender si hay verdaderos creyentes en medio de esa generalización.

Escribí al principio de este capítulo que era un continuista sin hogar. Sin embargo, el problema radica en que no debería definir mi hogar con otros creyentes solo por mi convicción pneumatológica. La realidad es que nunca he dejado de ser un creyente con hogar. La Iglesia es mi hogar, aquella por la que Cristo dio Su sangre (Hech. 20:28), y en la que todos nosotros los creyentes, por gracia de Dios y solo por la fe, hemos puesto nuestra confianza en Cristo, para Su gloria.

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«Y a aquel que es poderoso para hacer todo mucho más abun‑ dantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que obra en nosotros, a El sea la gloria en la iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones, por los siglos de los siglos. Amén» (2 Cor. 3:20‑21).

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