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Mostrar a Cristo
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Mostrar a Cristo
Desde una perspectiva bíblica, el papel principal del Espíritu Santo es mostrar a Cristo. Si consideramos el plan de reden‑ ción veremos que el Padre inicia el plan, el Hijo ejecuta el plan y el Espíritu Santo revela el plan. Por lo tanto, Su gran labor es que descubramos al Hijo de Dios como Salvador para gloria de Dios. El Espíritu Santo es quien nos revela las Escrituras porque ellas son las que muestran el plan de Salvación.
«Pero ante todo sabed esto, que ninguna profecía de la Escritura es asunto de interpretación personal,pues ninguna profecía fue dada jamás por un acto de voluntad humana, sino que hombres inspirados por el Espíritu Santo hablaron de parte de Dios» (2 Ped. 1:20‑21).
Pedro nos enseña que toda la Escritura fue escrita por medio de la inspiración del Espíritu Santo. Cuando Pablo le dice a Timoteo que «toda Escritura es inspirada por Dios» (2 Tim. 3:16), se está refiriendo a la persona del Espíritu Santo actuando, porque cuando una de las personas de la Trinidad actúa, entonces es Dios mismos actuando. Por otro lado, las Escrituras también nos muestran que todas ellas son sobre Cristo:
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«Y les dijo: Esto es lo que yo os decía cuando todavía estaba con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo que sobre mí está escrito en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos.Entonces les abrió la mente para que comprendieran las Escrituras» (Luc. 24:44‑45).
«Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, apartado para el evangelio de Dios, que El ya había prometido por medio de sus profetas en las santas Escrituras, acerca de su Hijo…» (Rom. 1:1‑3).
Lo que quisiera dejar en claro es que todas las Escrituras son sobre Cristo y ellas fueron reveladas por medio de la inspiración del Espí‑ ritu Santo. Por consiguiente, una gran parte del ministerio o labor del Espíritu Santo es mostrar a Cristo. Vemos claramente esta parte del ministerio del Espíritu Santo en el evangelio de Juan:
«Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis soportar.Pero cuando El, el Espíritu de verdad, venga, os guiará a toda la verdad, porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oiga, y os hará saber lo que habrá de venir. El me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo hará saber» (Juan 16:12‑14).
Podríamos ordenar de manera lógica este argumento de la siguiente manera:
El Espíritu nos llevará a toda verdad. Jesús afirmó que Él es la verdad. El ministerio del Espíritu Santo es mostrarnos a Cristo.
No hay nada más importante que pueda hacer el Espíritu Santo. Podemos afirmar con certeza que todas las demás funciones y acti‑ vidades del Espíritu Santo se subordinan y regresan a mostrar a Cristo. Por eso es que consideramos que no importa la manifestación
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sobrenatural que hayamos experimentado, si esta no muestra con fuerza la gloria de Cristo, podemos afirmar que no es del Espíritu Santo porque viola la función principal del Espíritu en el plan de redención.
Regenerar
Si el papel principal es mostrar a Cristo, también el Espíritu Santo es quien nos da vida para que podamos ver a Cristo y seamos regene‑ rados. El profeta Ezequiel anuncia esta realidad con suma claridad:
«Además, os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros; quitaré de vuestra carne el corazón de pie‑ dra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu y haré que andéis en mis estatutos, y que cumpláis cuidadosamente mis ordenanzas» (Ezeq. 36:26‑27).
El Espíritu Santo es quien cumple esta promesa para que tengamos un nuevo corazón. Pablo se lo explicó así a Tito:
«El nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéra‑ mos hecho, sino conforme a su misericordia, por medio del lavamiento de la regeneración y la renovación por el Espíritu Santo, que El derramó sobre nosotros abundantemente por medio de Jesucristo nuestro Salvador…» (Tito 3:5‑6).
Nuestra salvación es lograda, por definición, al ver la obra de Cristo por nosotros que fue efectuada por medio del Espíritu Santo. Esto significa que ser salvo, lo cual es únicamente logrado al ver a Cristo como nuestro Salvador, es alcanzado por el ministerio de la tercera persona de la Trinidad. Si pensamos desde una perspectiva teológica bíblica, el plan de Dios revelado en Su Palabra consiste en redimir a los seres humanos por medio de la obra de Cristo a nuestro favor. Esa obra redentora no sucede sin la intervención del Espíritu Santo. Podemos concluir afirmando que el Espíritu Santo no es solo una fuerza capaz de darnos experiencias místicas placenteras. Por el
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contrario, es un protagonista personal y divino en la obra de reden‑ ción. Su propósito principal no es que tengamos experiencias espiri‑ tuales sobrenaturales, sino que Cristo sea glorificado al ser revelado a aquellos que serán salvos.
«Pero si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el mismo que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos, también dará vida a vuestros cuer‑ pos mortales por medio de su Espíritu que habita en vosotros» (Rom. 8:11).
Este versículo nos muestra que la gran demostración de poder del Espíritu Santo no es simplemente para realizar demostraciones sobre‑ naturales. El poder del Espíritu Santo que levantó a Cristo de la tumba es el inmenso poder que nos levanta de nuestra muerte espi‑ ritual. Es increíble pensar que para poder salir de nuestro estado de muerte espiritual necesitamos el mismo poder que levantó a Cristo de los muertos. Además de eso, no es tan solo un poder que funciona en un momento. El dador de ese poder, el Espíritu Santo, ahora habita en nosotros. Por eso no tan solo tenemos esperanza de ir de muerte a vida, sino también de permanecer en vida por medio del Espíritu que nos muestra a Cristo.
No quisiera reducir el ministerio del Espíritu Santo solo a un faro que apunta a Cristo. El Espíritu Santo, además de revelar a Cristo, realiza muchas otras funciones, pero lo que sí deseo enfatizar, y que es común en todas sus funciones, es que Cristo es glorificado al ser revelado mas profundamente en nuestras vidas. Un supuesto minis‑ terio del Espíritu Santo que no tiene como objetivo fundamental el que Cristo sea claramente revelado no es una obra del Espíritu Santo.
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Diferentes formas en que el espíritu santo trabaja en nosotros
Nos da evidencia de la presencia de Cristo
«Sin embargo, vosotros no estáis en la carne sino en el Espí‑ ritu, si en verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros. Pero si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, el tal no es de El» (Rom. 8:9)
«¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios es santo, y eso es lo que vosotros sois» (1 Cor. 3:16‑17).
En el Nuevo Testamento se habla tanto de que Cristo vive en noso‑ tros, como de que el Espíritu Santo habita en nosotros. Aunque Cristo está sentado a la diestra del Padre, el Espíritu Santo de Dios intercede ante Su presencia en nosotros. Por eso cuando experimentamos la presencia del Espíritu Santo en medio nuestro, estamos experimen‑ tando la presencia de Cristo. Vemos que Jesús nos dijo que Él se iba y que dejaría al Espíritu con nosotros. Pero en muchas ocasiones Pablo habla de Cristo en nosotros. Como por ejemplo cuando Pablo escribe a los colosenses: «A quienes Dios quiso dar a conocer cuáles son las riquezas de la gloria de este misterio entre los gentiles, que es Cristo en vosotros, la esperanza de la Gloria» (Col. 1:27).
Podemos concluir, entonces, que la presencia del Espíritu Santo no es simplemente para que tengamos una experiencia esotérica o mística. La verdadera presencia del Espíritu Santo nos guía para que podamos experimentar la presencia de Cristo, cumpliendo así la promesa de que Él nunca nos abandonaría y permanecería siempre con nosotros. Una experiencia espiritual sin contemplar a Cristo no es una experiencia cristiana, sino una experiencia pagana, sin impor‑ tar que el lugar donde hayamos experimentado esa experiencia se autodenomine cristiano.
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¿Cómo podemos saber que se trata de una experiencia cristiana real? Cuando contemplamos realmente a Cristo, siempre tendremos una mayor conciencia de la santidad de Dios y, por ende, de nuestra propia pecaminosidad. Cuando contemplamos a Cristo a través de la revelación del Espíritu Santo somos capaces de percibir Su santidad, Su perfección y Su señorío, y eso nos muestra lo lejos que estamos en nuestra realidad en comparación con Su santidad. Sin embargo, a la misma vez, el Consolador, el Espíritu Santo, nos anima al hacer‑ nos ver que, aunque somos pecadores, Cristo murió por nuestros pecados. Por último, una experiencia espiritual real guiada por el Espíritu Santo nos hace desear ser más santos y conocerle más. Una experiencia que no resulta en un cambio en nuestra piedad no es del Espíritu Santo. Cuando el Espíritu Santo nos muestra a Cristo, nunca podremos ser iguales.
«Pero nosotros todos, con el rostro descubierto, contemplando como en un espejo la gloria del Señor, estamos siendo trans‑ formados en la misma imagen de gloria en gloria, como por el Señor, el Espíritu» (2 Cor. 3:18).
Nos sella
«En El también vosotros, después de escuchar el mensaje de la verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído, fuisteis sellados en El con el Espíritu Santo de la promesa,que nos es dado como garantía de nuestra herencia, con miras a la redención de la posesión adquirida de Dios, para alabanza de su gloria» (Ef. 1:13‑14).
La presencia del Espíritu Santo en nuestras vidas es una garantía en nosotros de que pertenecemos a Dios. El apóstol Pablo nos enseña que somos sellados con el Espíritu. Este término es similar al que se usaba para marcar a un animal para establecer su propiedad.2 El
2Al hablar del Espíritu Santo como un sello se presenta el sentido de propiedad y pro‑ tección. Ganado y hasta esclavos eran marcados con un sello por su señor para indicar a
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Espíritu Santo en nosotros nos dice que le pertenecemos a Dios. Es interesante que el sello del Espíritu viene por medio de la presenta‑ ción de Cristo a través del mensaje de verdad que es el evangelio. El Espíritu de alguna forma toma la proclamación del evangelio y la hace verdad en nosotros, y cuando el evangelio permanece en nosotros, somos sellados. Lo que nos mantiene como creyentes no son nuestras experiencias, sino la fe, un don de Dios producto del Espíritu Santo, en la obra de Jesús por nosotros. ¡Ese es nuestro sello!
Nos da garantía de Salvación
«Ahora bien, el que nos confirma con vosotros en Cristo, y el que nos ungió, es Dios, quien también nos selló y nos dio el Espíritu en nuestro corazón como garantía» (2 Cor. 1:21‑22).
Pablo vuelve a mostrarnos que aplica el concepto de ser sellado como una indicación de posesión. Pero también implica garantía, como un pronto pago o una firma que garantiza la promesa del pago final. La presencia del Espíritu en nosotros debe darnos confianza de la obra de Dios en nosotros y, por consiguiente, confianza de salvación. Aunque somos pecadores, el mensaje del evangelio nos deja saber por el Espíritu que hemos sido comprados con la preciosa sangre de Jesucristo. Ahora le pertenecemos a Dios y, por lo tanto, un día le veremos cara a cara. La presencia del Espíritu declara que Dios nos salvó y que esa salvación será completa por medio de Su gracia y sin lugar a duda.
Nos llena
«Y no os embriaguéis con vino, en lo cual hay disolución, sino sed llenos del Espíritu» (Ef. 5:18).
De este tema se puede decir mucho, aunque es uno de esos temas relacionados a honrar al Espíritu Santo que puede generar mucha
quien pertenecían. O’Brien, P. T., The letter to the Ephesians [La Epístola a los Efesios], (1999, Grand Rapids, MI: W.B. Eerdmans Publishing Co.), p. 120.
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controversia. No voy a entrar en la controversia de si somos o no completamente llenos o cuándo somos llenos. Lo que el texto sí muestra es que podemos ser llenos del Espíritu Santo. Además, la exégesis de la palabra «llenura» en el texto nos muestra que no somos llenos por una sola vez, sino que debemos de buscar estar constante‑ mente llenos del Espíritu Santo. En el capítulo cuatro de la carta de Pablo a los efesios, el apóstol nos enseña que, si atentamos contra la unidad de la Iglesia, entristecemos al Espíritu Santo. Por el contrario, los creyentes somos llamados a cultivar el ser llenos con Su Espíritu de manera constante. En mi caso, por ejemplo, cada vez que voy a subir a predicar, mi última oración es: «Señor lléname de tu Espíritu para predicar fielmente y que Cristo sea mostrado». Los creyentes en lugar de embriagarnos con vino o llenarnos con aquello que nos hace perder el control, pedimos ser llenos y así controlados por el Espíritu de Dios para glorificarle.
Nos da evidencia de Su amor
«Y la esperanza no desilusiona, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos fue dado» (Rom. 5:5).
El contexto de este pasaje nos dice que, en medio de las tribula‑ ciones, los cristianos no perdemos la esperanza porque el Espíritu Santo ha derramado el amor de Dios en nosotros. Lo que el Espíritu Santo hace es recordarnos que somos amados, aun cuando estemos pasando por dificultades. Toda tribulación nos apunta a Cristo por‑ que es la evidencia primordial del amor de Dios. Cuando dudemos de que somos amados, recordemos lo que el Señor nos dice a través del apóstol Pablo: «… justificados por la fe tenemos paz para con Dios…» (Rom. 5:1). Si en medio de la dificultad podemos recordar esto, es definitivamente el trabajo del Espíritu Santo.
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Nos da evidencia de adopción
«Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, los tales son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud para volver otra vez al temor, sino que habéis recibido un espíritu de adopción como hijos, por el cual clama‑ mos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios,y si hijos, también herede‑ ros; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si en verdad padecemos con El a fin de que también seamos glorificados con El» (Rom. 8:14‑17).
«Y porque sois hijos, Dios ha enviado el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones, clamando: ¡Abba! ¡Padre!» (Gál. 4:6).
Una de las verdades más maravillosas de ser salvados por la gracia de Dios no es que simplemente seamos librados de la ira venidera de Dios, sino que somos declarados hijos de Dios. La adopción es una realidad transformadora porque de enemigos no solo nos convertimos en aliados, sino que somos más que eso: ¡somos hijos de Dios! Les confieso que no entendí bien la adopción hasta que me convertí en padre. Ser padre es algo maravilloso, el amor que siento por mis hijos es indescriptible. Reconozco que ese amor que siento por ellos es imperfecto porque soy pecador. Por eso, cuando pienso que Dios, quien es perfecto en todo lo que hace, que no hay pecado en Él, me ama, es una verdad que cambia la forma en que veo a Dios. Cuando estoy tentado a comenzar a actuar contrario a como actuaría un hijo de Dios, El Espíritu Santo me recuerda que soy adoptado para que la realidad de Su amor me impulse a actuar de acuerdo con mi nueva identidad de hijo de Dios.
Puedo seguir incluyendo muchos otros aspectos del obrar del Espí‑ ritu. El Espíritu es quien nos da convicción de pecado, intercede por nosotros (Rom. 8:26‑27), nos santifica, provee de unidad al cuerpo de Cristo (Ef. 4), es el Consolador (Juan 6). Todas estas funciones le dan gloria a Cristo. Lo que ha quedado claro es que no podemos
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separar de Cristo los dones del Espíritu. La obra del Espíritu nos deja en claro la obra de Cristo para salvarnos y para santificarnos.
Nunca podremos experimentar los dones del Espíritu sin que sea‑ mos expuestos por ellos a un entendimiento más profundo del evan‑ gelio. Siempre que los dones están en operación, seremos guiados a ver nuestra pecaminosidad y, al mismo tiempo, al gran Salvador que tenemos en Jesús. Si ese no es el resultado final del uso de los dones, entonces lo que estamos experimentando es algo místico o religioso, pero no bíblico. Los dones espirituales son producto del evangelio, muestran el evangelio y deben de estar cubiertos del evangelio.
«Y el Dios de la esperanza os llene de todo gozo y paz en el creer, para que abundéis en esperanza por el poder del Espíritu Santo» (Rom. 15:14).
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