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Luces de Bohemia Instituto Cervantes de Praga
Encuentros Literarios - Literární setkání
Letras púbicas Praga 16.2.2009 Lecturas a cargo de: Mónica Márquez Ramón Machón Alejandro Flores Fernández Nad a Moucková Giovanni Mina Eva Kadleèková
Blanca Fernández García Lucia Majlátová Denisa Kantnerová Francisco Quiroga Cipri López David Andrés
Invitada especial: Jakuba Katalpa Música a cargo de: Pokrok
Eduardo Lizalde (México, 1929) El sexo en siete lecciones
Daniel Casado (Cáceres, 1972) Primeros fríos
Y nada de que el sexo sólo con amor es sexo. El sexo es siempre amor, nunca el amor es sexo. El amor no es amor, el sexo es el amor. No hay sexo sin amor pero hay amor sin sexo, y no lo es. Todo amor sin sexo es corruptible. Sólo una advertencia: es ya desgracia conocida que el sexo y el amor no sean posibles sino con personas, con almas y con cuerpos de cuatro dimensiones, con seres existentes, y nunca con fantasmas o sombras pasajeras, mucho menos con plantas o gallinas.
¿A quién besas cuando me besas? ¿A quién buscas en mis labios, mi saliva, en la íntima sequedad de mi garganta? ¿A quién contemplas despierto mientras duermes? Tal vez te miras a ti, enamorada. Y dices amor, tendida sobre mí, con tus senos como blancos interrogantes, mientras te hundes, emerges, naufragas impaciente sobre mi piel que te contempla. Y así te miras, en mí abandonada.
Laura Esquivel (México, 1950) Fragmento de Como agua para chocolate Sin necesidad de palabras se tomaron las manos y se dirigieron al cuarto obscuro. Antes de entrar, Pedro la tomó en sus brazos, abrió lentamente la puerta y ante su vista quedó el cuarto obscuro completamente transformado. Todos los diques habían desaparecido. Sólo estaba la cama de latón tendida regiamente en medio del cuarto. Tanto las sábanas de seda como la colcha eran de color blanco, al igual que la alfombra de flores que cubría el piso y los 250 cirios que iluminaban el ahora mal llamado cuarto obscuro. (…) El golpeteo de la cabecera de latón contra la pared y los sonidos guturales que ambos dejaban escapar se confundieron con el ruido del millar de palomas volando sobre ellos, en desbandada. El sexto sentido que los animales tienen indicó a las palomas que era preciso huir rápidamente del rancho. Lo mismo hicieron todos los demás animales, las vacas, los cerdos, las gallinas, las codornices, los borregos y los caballos. Tita no podía darse cuenta de nada. Sentía que estaba llegando al clímax de una manera tan intensa que sus ojos cerrados se iluminaron y ante ella apareció un brillante túnel. Recordó en ese instante las palabras que algún día John le había dicho: « Si por una emoción muy fuerte se llegan a encender todo los cerillos que llevamos en nuestro interior de un solo golpe, se produce un resplandor tan fuerte que ilumina más allá de lo que podemos ver normalmente, y entonces ante nuestro s ojos aparece un túnel esplendoroso y que muestra el camino que olvidamos al momento de nacer y que nos llama a reencontrar nuestro perdido origen divino. El alma desea integrarse al lugar donde proviene, dejando al cuerpo inerte»… Tita contuvo su emoción.
Ramón Machón (Pragajoz, 1966) Hendidura sumamente: Ahí es donde nace lo hondo sin nombre para el deseo: goce de los labios dedos dentro arden iluminan: rojo latir lenta vida miedo sombra vestigio de lo que fue sagrado: Digo tus nalgas rimadas, consonancia de un silencio prieto, par sin par, y acierto a entrever un sufrir que no acepto río que pasa y deja este surco impreso: abismo donde el verbo hundo… Clara Janés (Barcelona, 1940) Estuve con un joven... Estuve con un joven y supe al fin lo que era el violento arrebato, la agilidad vibrátil, cavidades melosas en la carnosa pulpa suavemente entreabierta hasta el linde dehiscente, el perfecto engranaje, la densidad precisa de jugos derramados, la inclinación debida, la posición exacta, y la sabiduría del mutismo, la belleza de un glande.
Ana Rossetti (Cádiz, 1950) Fragmento de Alevosías -Hola. No te he oído entrar. Estaba todavía agachada frente al tocadiscos y lo miraba como si se tratase de una sorpresa maravillosa. Rectificó el volumen, se levantó y fue hacia él. Days of Future Passed, cara B. Ella oliendo a vainilla como un ramo de heliotropos. Él enlazándola por la cintura. Los dos bailando en la alfombra muy juntos. Casi sin moverse. Cuando ella consiguió desabrocharle el cinturón y descorrerle la cremallera, lo halló en óptimas condiciones. Cuando él logró infiltrársele en lo más profundo de la entrepierna, la encontró dispuesta y ansiosa. Los labios de ella bucearon bajo su camisa, picotearon por su pecho como una tijerita minúscula en dos minúsculos granos de frambuesa. La lengua de ella era rápida como la de un colibrí y le adhería una fría e irisada telaraña. Y él se entregó a la envolvente ternura de las caricias conocidas, a la sabiduría de la costumbre, a la liturgia que, en la reiteración, basa el principio del trance. Se cogieron de las manos: cada uno atrajo la caricia del otro hacia sí. Los dedos se superpusieron, se amoldaron, se acoplaron para maniobrar juntos. Él le recubrió la mano y la cerró firmemente sobre la rigidez de su verga. El dedo de ella acompañó al otro a abrir delicadamente la hendidura y profundizar en su abismo marino y lo orientó hasta capturar una delicia húmeda, tan dura y precisa como una perla. La mano de él le imprimió en el puño un fervoroso vaivén y ella sintió apretarle entre los dedos un deseo tumultuoso, los latidos de una sangre soliviantada, la furia de una espada ardiendo, la amenaza de un torrente subterráneo... y apresuró su cadencia desobedeciendo a su guía. Rodaron por la alfombra. The Moody Blues: Days of future passed, cara B. NIGHTS IN WHITE SATIN.
Ella, encajándole las palmas de sus manos en las mejillas, las inclinó y las hundió entre sus piernas. Al instante una lengua diligente penetró en el tierno capullo y lo recorrió en toda su longitud, separando sus pétalos, alisándolos, lamiéndolos hasta detenerse en la comisura. Entonces, con la lengua como eje, él hizo girar su cuerpo hasta atenazar con sus ingles la cabeza de ella. Su verga inflamada entró en un cilindro caliente de terciopelo. Unos labios se contrajeron firmemente, se estrecharon, succionaron queriendo retener al intruso que tan decididamente se introducía para luego retirarse. El placer de ella se derramó embadurnándole el rostro, rebosándole en la boca. El deseo de él, endurecido, agitándose, yendo y viniendo hasta el fondo, sacudido por el oleaje de una lengua procelosa, amenazaba con estallar muy pronto. Ella embistió con las caderas, y con los muslos apretó contra sí el enloquecido y persistente afán de la lengua que le hurgaba dentro de la carne. Y los dedos de él se le aventuraron en su mullido y untuoso túnel colmando plenamente su vacío. Las manos de ella empujaron las nalgas de él, las separaron, sus dedos se deslizaron recorriendo su juntura. En la penumbra, inextricablemente entrelazados, apenas se distinguía de ellos una jadeante maraña. De pronto, él se tensó como un ciervo. Un chorro quemante inundó de nácar el engarce de una boca. Unas piernas se desenredaron, aflojaron la presión de su pinza. Se alzó la aguja y dejó de girar el disco. El silencio cayó rápidamente, como un pesado telón.
Octavio Paz (México, 1914-1998) Bajo tu clara sombra
María Luisa Balda (Logroño, 1951) El deseo
Un cuerpo, un cuerpo solo, un sólo cuerpo un cuerpo como día derramado y noche devorada; la luz de unos cabellos que no apaciguan nunca la sombra de mi tacto; una garganta, un vientre que amanece como el mar que se enciende cuando toca la frente de la aurora; unos tobillos, puentes del verano; unos muslos nocturnos que se hunden en la música verde de la tarde; un pecho que se alza y arrasa las espumas; un cuello, sólo un cuello, unas manos tan sólo, unas palabras lentas que descienden como arena caída en otra arena…. Esto que se me escapa, agua y delicia obscura, mar naciendo o muriendo; estos labios y dientes, estos ojos hambrientos, me desnudan de mí y su furiosa gracia me levanta hasta los quietos cielos donde vibra el instante; la cima de los besos, la plenitud del mundo y de sus formas.
Lamerá el dedo índice del amado desde su base hasta la uña Sorberá la forma de su dedo índice, y el corazón, hasta sentir su estremecimiento Deslizará la lengua por sus dedos y los rodeará, uno a uno, con los labios Besará las yemas de los dedos con tanta suavidad y tanta fuerza como desea besar su pene Le disfrutará le explorará y juntos pulsarán cuerdas que nunca vibraron Armando Jiménez (México) Parte de guerra del frente ítalo-griego en los balcanes Agencia haymama Topelini, Albania, 30 de enero 1941. Una partida emboscada en el monte de venus, cubierto por espeso follaje, fue vigorosamente atacada por gruesa columna sostenida por dos baterías. Ha logrado penetrar la cabeza de la columna y después el resto de ella, estableciendo refriega cuerpo a cuerpo con impetuosos movimientos de avance y retroceso y con descargas que ocasionaron tremendas pérdidas de fuerza por uno y otro bando, hasta quedar extenuados. La columna, totalmente doblegada, tuvo que retirarse débil y abatida. Se esperan más ataques nocturnos. Seguiré informando. El corresponsal.
Federico García Lorca (Granada, 1898-1936) Casida de la mujer tendida
Raúl Hernández Garrido (Madrid, 1964) Fragmento de Juego de 2
Verte desnuda es recordar la tierra La tierra lisa, limpia de caballos. La tierra sin un junco, forma pura cerrada al porvenir: confín de plata.
CUERPO: (…) Imagínate cómo soy. CLIENTE: Me imagino cómo eres. Te imagino. CUERPO: Dímelo. Quiero saber cómo me ves. CLIENTE: Eres guapa. Muy guapa. (La cara de él está cerca de la de ella. Ella le besa, lamiéndole el rostro.) CUERPO: Mira bien (Ella le acaricia, por encima de los ojos) Tócame. (Coge las manos de él, y las sitúa sobre su rostro. Él duda en tocarle la cara.) ¿No me irás a tener miedo ahora? (Él le toca la cara.) CLIENTE: No puedo verte. CUERPO: Acércate mucho más. (Ella tira de él, hasta que los dos cuerpos entran en contacto.) Así. Tócame. Mi cuerpo se estremece. ¿Lo notas? Quiero sentir cómo me acaricias. Quiero sentir cómo me desnudas con tus besos. Quiero sentir cómo me descubres, bajo la piel. Estoy esperando a tus manos. Mi cuerpo te está esperando. (Ella guía ahora las manos de él sobre el cuepro de ella. Ella le toca, por encima del pantalón, en la entrepierna.) ¿Te gusta? ¿A que sí? Atrévete. Tú solo. Tus manos. No. Espera. No lo hagas todavía. CLIENTE: Te voy a tocar. CUERPO: No. CLIENTE: Te voy a tocar. CUERPO: No. CLIENTE: Te voy a tocar. CUERPO:Sí. (Ella se relaja completamente.) Me voy a dejar hacer. Aquí me tienes, esperándote. (Él tantea. Ella extiende, a su vez sus brazos. Las manos se encuentran y se entrelazan. Se besan y ruedan por las paredes, en un jugueteo de besos, de caricias, de escarceos sexuales. Pero sin llegar a nada más. Ella intenta separarse de él. Él la atrae hacia él.) Me gusta sentirte cerca. (Él le habla muy cerca) CLIENTE: Tengo tu cuerpo aquí, entre mis manos. Siento cómo palpita, cómo tiembla. Siento que aquí alguien te acarició. Siento que aquí alguien te hizo
Verte desnuda es comprender el ansia de la lluvia que busca el débil talle, o la fiebre del mar de inmenso rostro sin encontrar la luz de su mejilla. La sangre sonará por las alcobas y vendrá con espada fulgurante, pero tú no sabrás dónde se ocultan el corazón del sapo o la violeta. Tu vientre es una lucha de raíces, tus labios son un alba sin contorno; bajo las rosas tibias de la cama, los muertos gimen esperando turno. Tomás de Iriarte (España, 1750-1791) Señor don Juan, quedito, que me enfado Señor don Juan, quedito, que me enfado: Besar la mano es mucho atrevimiento; Abrazarme... no, don Juan, no lo consiento. Cosquillas... ay Juanito.... ¿y el pecado? Qué malos son los hombres...., mas, cuidado, que me parece, Juan, que pasos siento..., No es nadie..., pues despachemos un momento. ¡Ay, qué placer... tan dulce y regalado! Jesús, qué loca soy, quién lo creyera que con un hombre yo... siendo cristiana, mas que... de puro gusto... ¡ay... alma mía! ¡ay, qué vergüenza, vete... ¿y aún tienes gana? pues cuando tú lo pruebes otra vez..., Pero, Juanito, ¿volverás mañana?
daño. Siento que aquí alguien te besó. Escucho lo que ven mis manos. Lo que dice tu cuerpo. (Él sitúa sus manos sobre los oídos de ella. Y le susurra algo. Silencio. Que ella rompe.) CUERPO: Prefiero que seas tú el que siga hablándome. (Ella le retira las manos.) CLIENTE: Me gustaría besarte, desde los pies hasta tu boca. Por todo tu cuerpo. Subiendo poco a poco. Hasta llegar a tus labios. Me gustaría comerte la boca, jugar con tu lengua, helarme en tus dientes. (Se besan. Se funden en un beso profundo y ciego. Él se retira. Y la sostiene con sus brazos abiertos, en silencio). Me gustaría hacer tantas cosas contigo. Pero antes te voy a pedir algo. (Ella tiene una ligera duda de lo que pueda seguir. Con un punto de prevención, y de miedo.) Háblame en rumano. (Ella se ríe.) CUERPO: Todos tenemos algo que esconder. Seguro que tú también estás llenos de secretos. CLIENTE: ¿Te gustaría conocerlos? ¿Cuánto darías por conocer mis secretos? CUERPO: Te daré lo que tú me quieras pedir. CLIENTE: ¿Tanto? CUERPO: Tanto. CLIENTE: No creo que te atrevas. CUERPO: Lo he prometido. CLIENTE: ¿Con la boca pequeña? CUERPO: Con esta boca. Ven. Comprueba si lo que te prometo con ella es verdad o no. (Ella le besa.) CLIENTE: Yo no te voy a pedir ciertas cosas. Tú me las tendrás que dar. CUERPO: Vas a disfrutar conmigo. (Él se separa de ella.) CLIENTE: Necesito que hagas lo que yo te diga. Debes estar tranquila. No te va a pasar nada malo. Siéntate. (Ella se deja conducir por él) No debes ver nada. (Ella se abraza a sus piernas. Él responde a sus caricias, y saca de su bolsillo una venda con la que le tapa los ojos a ella.) CUERPO: No me ates. CLIENTE: No te voy a atar. Pero tú no vas a moverte. Prométemelo. (Él se separa de ella. Y la deja sola, en mitad de la habitación, vestida sólo con la ropa interior y con una venda cubriéndole los ojos. La luz se apaga.)
Octavio Novaro ( México D.F., 1910) Clítoris y Onphalos Venía el pujante Onphalos por colinas y valles contoneando sus provistos colgajos con gran meneo y grande desparpajo. Venía buscando a Clítoris hermosa cabe la fuente clara bajo la encina umbrosa, sobre la roca calva o en la leonina breña despeinada. Inútil el empeño, vana la voz, desierta la mirada. Ya era un derrumbe el ceño, ya la eréctil postura se doblaba. Ay amargo beleño de olfatearla ya cerca y no encontrarla; ay dolido semblante, que cada nueva deserción le daba una espina más dura y más entrante. -Ay, dónde estás – clamaba – oh Clítoris hermosa, luz furtiva, ¿por qué das con los silencios a mis voces, por qué a mi ardor respondes con la sombra igual que hace la noche con el día? ¿Por qué a mi frotación eres esquiva si sabes ya que nuestros roces son razón y corona de la vida? Y eran tan tristes sus heridos bronces que toda la comarca entristecía.
II Ah inesperada dicha, ay sobresalto, oh gracia repentina. Al entrar a una cueva enmarañada -lo que, después de todo, no exigía una gran inventiva sino ciencia aplicada, lección elemental de anatomíavio a la pequeña Clítoris dormida. Una breve paloma acurrucada en su entorno de púrpura mullida, una mínima lámpara dorada en estuche de sedas prevenida soñando con la soba reiterada que, como sucedió, la encendería. Dióse al trabajo Onphalos y a la tercer caricia ya la sintió de luz en gozo erguida.
Miguel Hernández (Alicante, 1910-1942) Besarse Besarse, mujer, al sol, es besarnos en toda la vida. Ascienden los labios eléctricamente vibrantes los rayos, con todo el fulgor de un sol entre cuatro. Besarse a la luna, mujer, es besarnos en toda la muerte. Descienden los labios con toda la luna pidiendo su ocaso, gastada y helada y en cuatro pedazos.
III La del alba venía. bajo un cielo impecable y diamantino Apolo alzó los párpados, y vio por entre las marañas de la cueva una vez más, la prueba de mito primigenio y repetido, mil millones de veces practicado: felices, inundados por un océano de esplendor perlino, Clítoris bella y el vencido Onphalos dulcemente dormidos, tiernamente abrazados. Arriba, muy arriba de las breñas paseaba Dios, campante y complacido. Vigilando la entrada de la cueva el arcángel del fuego, sonriente y desarmado iba y venía con la buena nueva.
Esther Tusquets (Barcelona, 1936) Fragmento de El mismo mar de todos los veranos [...] y sólo mucho más tarde, cuando estamos desnudas, hermosa su blancura escuálida y ya no avergonzada a través de las llamas –ahora sí he añadido leña al fuego, he cerrado las cortinas, he buscado unas mantas- entre el cabello oscuro y lacio de sirena, sólo ahora, casi de madrugada, dejo que se apretuje contra mí con este deseo oscuro, torpe, desolado que casi me da miedo, pegada a mí, la piel contra la piel, iniciando un gemido que muere en estertor, restregándose contra mi cuerpo, sus dos piernas enlazadas como una trampa mortal entorno a mis caderas –suavecito, Clara, despacio, tenemos todo el tiempo-, hasta que me desprendo del estrecho lazo de sus piernas y sus brazos –quieta, Clara, quieta, amor-, la tumbo de espaldas, la fuerzo a no moverse, la sujeto contra el suelo con mis dos manos, y mi boca empieza un recorrido lentísimo por la garganta fina, palpitante, donde agonizan los gemidos, la garganta de alguien que se está ahogando y
que no quiere gritar –silencio, Clara, quieta, todavía es de noche, tenemos todo el tiempo-, un recorrido lentísimo por los hombros redondos que no logran de cualquier modo contener el temblor, por los huesos que se le marcan delicados en el escote, por los pechos chiquitos, por losones pálidos, de pezón a pezón mi boca mordisqueante, hasta que crecen hacia mí erizados y locos, encrespados bajo el aire abrasado de mi boca, bajo los labios duros y mis dientes punzantes y breves, y son ellos ya los que buscan dientes y labios, y los muslos de Clara se levantan hacia el vacío, también buscándome, porque yo sigo con mi boca sobre ella, mis manos inmovilizándola, mi cuerpo todavía distante –despacio, Clara, despacio, pronto llegará el alba-, y los flancos de Clara arqueados de un modo tan violento y contorsionado, tan pálidos y flacos a la luz de las llamas, evocan imágenes sombrías de terribles torturas ancestrales, y ahora sí deslizo mi cuerpo sobre el suyo, y dejo que me aferren frenéticas sus piernas –despacio, Clara, despacio, amor, despacio-, y mi mano va abriendo suavemente el estrecho camino entre su carne y mi carne, entre nuestros dos vientres confundidos, hasta llegar al húmedo pozo entre las piernas, unas fauces babeantes que devoran y vomitan todos los ensueños, y yo me hundo en él como en la boca de una fiera, arrastrada en las ondas de un torbellino en que naufrago, y crece el vaivén de nuestros cuerpos enlazados y el roce de mi mano entre sus muslos, y el gemido de Clara es de pronto como el aullido de una loba blanca degollada o violada con las primeras luces del alba –pero no hay temblores locos esta vez, no hay gemidos entrecortados, porque el placer brota, seguro y sin histerias, de lo más hondo de nosotras y asciende lento en un oleaje magnífico de olas espumosas y largas-, y después Clara yace a mi lado, desmadejada como un muñeco de estopa, jadeante todavía, pero relajada al fin, recuperada finalmente su sombra o liberada para siempre de la caterva de los niños perdidos.
Pablo Neruda (Chile, 1904- 1973) Déjame sueltas las manos... ¡Déjame sueltas las manos y el corazón, déjame libre! Deja que mis dedos corran por los caminos de tu cuerpo. La pasión -sangre, fuego, besosme incendia a llamaradas trémulas. ¡Ay, tú no sabes lo que es esto! Es la tempestad de mis sentidos doblegando la selva sensible de mis nervios. ¡Es la carne que grita con sus ardientes lenguas! ¡Es el incendio! ¡Y está aquí, mujer, como un madero intacto ahora que vuela toda mi vida hecha cenizas hacia tu cuerpo lleno, como la noche, de astros! ¡Déjame libres las manos y el corazón, déjame libre! ¡Yo sólo te deseo, yo sólo te deseo! No es amor, es deseo que se agosta y [se extingue, es precipitación de furias, acercamiento [de lo imposible, pero estás tú, estás para dármelo todo, y a darme lo que tienes a la tierra vinistecomo yo para contenerte, y desearte, y recibirte
Almudena Guzmán (Madrid, 1964) Señor, ahora que mi piel y la suya...
Roberto Bolaño (Chile, 1953- 2003) Fragmento de Los detectives salvajes
Señor, ahora que mi piel y la suya -después de las sábanashan formado un nuevo «collage» en el agua, no es el mejor momento para hablarle, desde luego, pero aprovechando que estoy arriba y usted debajo, quisiera decirle -casi no me atrevo con sus ojosque no puedo más, que voy a pararme.
-No te vengas dentro- dijo María. -Lo intentaré- dije yo. -¿Cómo que lo intentarás, cabrón?- ¡No te vengas dentro! Miré a ambos lados de la cama mientras las piernas de María de anudaban desanudaban sobre mi espalda (hubiera querido seguir así hasta morirme). A lo lejos discerní la sombra de la cama de Angélica y la curva de las caderas de Angélica, como una isla contemplada desde otra isla. De improviso sentí que los labios de María succionaban mi tetilla izquierda, casi como si me mordiera el corazón. Di un salto y se lo metí todo en un envión, con ganas de clavarla en la cama (los muelles de ésta comenzaron a crujir espantosamente y me detuve), al tiempo que le besaba el pelo y la frente con la máxima delicadeza y aún me sobraba tiempo para cavilar cómo era posible que Angélica no se despertara con el ruido que estábamos haciendo. Ni noté cuando me vine. Por supuesto, alcancé a sacarla, siempre he tenido buenos reflejos. -¿No te habrás venido dentro?- dijo María. Le juré al oído que no. Durante unos segundos estuvimos ocupados respirando. Le pregunté si ella había tenido un orgasmo y su respuesta me quedó perplejo: -Me he venido dos veces, García Madero, ¿no te has dado cuenta?- preguntó con toda le seriedad del mundo. Dije sinceramente que no, que no me había dado cuenta de nada. -Todavía la tienes dura- dijo María. -Parece que sí -dije yo-. ¿Te la puedo meter otra vez? -Bueno- dijo ella. No sé cuánto tiempo pasó. Otra vez me corrí fuera. Esta vez no pude ahogar mis gemidos. -Ahora mastúrbate- dijo María. -¿No has tenido ningún orgasmo? -No, esta vez no he tenido ninguno, pero me lo he pasado bien.
-Era el placer como una de esas muñecas rusas que se abren y aparece otra, y otra...-
Me cogió la mano, seleccionó el índice y me guió alrededor de su clítoris. -Bésame los pezones, también puedes morderlos, pero al principio muy despacio – dijo-. Luego muérdelos un poco más fuerte. Y con la mano cogéme el cuello. Acaríciame la cara. Méteme los dedos en la boca... Jaime Gil de Biedma (Barcelona, 1929-1990) Pandémica y celeste de Moralidades. Imagínate ahora que tú y yo muy tarde ya en la noche hablemos hombre a hombre, finalmente. Imagínatelo, en una de esas noches memorables de rara comunión, con la botella medio vacía, los ceniceros sucios, y después de agotado el tema de la vida. Que te voy a enseñar un corazón, un corazón infiel, desnudo de cintura para abajo, hipócrita lector -mon semblable,-mon frère! Porque no es la impaciencia del buscador [de orgasmo quien me tira del cuerpo a otros cuerpos a ser posiblemente jóvenes: yo persigo también el dulce amor, el tierno amor para dormir al lado y que alegre mi cama al despertarse, cercano como un pájaro. ¡Si yo no puedo desnudarme nunca, si jamás he podido entrar en unos brazos sin sentir -aunque sea nada más que [un momentoigual deslumbramiento que a los veinte años ! Para saber de amor, para aprenderlo, haber estado solo es necesario. Y es necesario en cuatrocientas noches -con cuatrocientos cuerpos diferenteshaber hecho el amor. Que sus misterios, como dijo el poeta, son del alma, pero un cuerpo es el libro en que se leen.
José Carlos Somoza (Cuba, 1959) Fragmento de Silencio de Blanca Caminé hacia ella y me senté en la silla, mirando directamente su rostro de virgen: se hallaba un poco de perfil, blanco, como recién resucitado, aterradoramente inalterable. Sus mejillas no estaban enrojecidas, pero los ojos se hallaban bajos, la boca exangüe y entreabierta, con la exquisita pintura color perla sobre los labios, las pestañas blancas, prodigiosamente largas, la sensualidad de su expresión paciente, aguardando. El ritual de castigo no requiere falta, sólo pureza, casi absolutamente castidad: quebrar hasta la roja agonía esa castidad de hielo es lo que nos proponemos.[...] - Échate –golpeo sobre mis muslos mientras la contemplo. Avanza hacia mí con las manos en la espalda, recorre el brevísimo trayecto hasta mi cuerpo, entonces rompe su quietud, se aparta el pelo del rostro y se tiende sobre mis piernas con torpeza. [...] Mantiene las piernas juntas y todo el cabello se vuelca como leche hacia delante. Los dedos de los pies se apoyan en el suelo también de puntillas. Se acomoda así sobre mí, moviendo sus caderas hasta notarse firme, sosteniendo todo su peso sobre mi sexo, que debe resultarle cada vez más incómodo. Yo no la toco ni la ayudo a mantenerse. Todo su cuerpo se proyecta como una cúpula suave cuyo ábside se descubre para mí. Naturalmente, la chaqueta de marinero con botones dorados se ha deslizado hacia su espalda encorvada. Las nalgas blancas, rebosantes, aún más firmes por la tensión de la postura, se muestran por completo: la carne perfectamente redonda se mueve, se alza, se contrae como si respirara. Así permanece: es un peso que no llega a molestarme. Comienza otra espera, esta vez con su cuerpo vivo, tenso, moviéndose sobre mí. Con la mano izquierda sólo procuro comprobar: las líneas de su postura, la inmovilidad exigida, la tensión adecuada de sus piernas, que deben permanecer juntas. Mi
mano derecha se alza entonces, abierta, mientras clavo la mirada en las nalgas que se muestran de tal manera sobre mí. Golpeo uno de sus cachetes con la fuerza adecuada. Se agita sin separar las piernas, rígida, como un bambú. El sonido, seco, breve, de carne contra carne, me deleita. Quizás observando con lentitud pueda ser una caricia: posiblemente más despacio- pienso- es una hermosa melodía de gestos; mi mano se alza casi por encima de mi cabeza, desciende con energía, la palma encuentra una de las nalgas, hunde la carne, la somete un rápido instante, retrocede, vuelve a levantarse firme como si fuera el acto del juramente, dejo que caiga a un ritmo constante y ella se remueve – o más bien su cintura y sus caderas blancas-, se balancea sobre mis piernas. Como en cualquier otro ritual, no tenemos ningún objetivo concreto: sólo sabemos que no podemos soslayarlo; yo no puedo dejar de golpear; ella no puede modificar su postura. El ritmo y la repetición son importantes, también su abandono, que me hace olvidarla; sus gemidos, muy leves, tras cada azote, que incitan a la crueldad; mi fuerza, que al sentirse sobre un cuerpo suave se encrespa, y el intenso ardor de mi mano y las redondeles hirvientes de sus nalgas, donde la sangre pinta mis dedos con creciente intensidad; y los gestos trémulos, involuntarios, de sus propios músculos. Todo así, incluso más allá del dolor, condenados a repetir, aun más allá de nosotros mismos: ella, el marinero culpable, transgresor, y yo el encargado de su purga. La falta ha sido leve, pero el castigo no se hace esperar.
Francisco Delicado (Córdoba ca. 1475Venecia ca. 1535) Fragmento de Retrato de la Lozana andaluza LOÇANA.- ¡Ay, hijo! ¿Y aquí os echastes? Pues dormí y cobijaos, que harta ropa hay. ¿Qué hazéis? ¡Mirá que tengo marido! RAMPÍN.- Pues no está agora aquí para que nos vea. LOÇANA.- Sí, mas sabello ha. RAMPÍN.- No hará. Esté queda un poquito. LOÇANA.- ¡Ay, qué bonito! ¿Y d'ésos sois? ¡Por mi vida que me levante! RAMPÍN.- No sea d'essa manera, sino por ver si soy capón, me dexéis deziros dos palabras con el dinguilindón. LOÇANA.- ¡No haré! La verdad te quiero dezir, que estoy virgin. RAMPÍN.- ¡Andá, señora, que no tenéis vos ojo de estar virgen! ¡Dexáme agora hazer, que no paresçerá que os toco! LOÇANA.- ¡Ay, ay, sois muy muchacho y no querría hazeros mal! RAMPÍN.- No haréis, que ya se me cortó el frenillo. LOÇANA.- ¿No os basta besarme y gozar de mí ansí, que queréis también copo y condedura? ¡Catá que me apretáis! ¿Vos pensáis que lo hallaréis? Pues hago's saber que esse hurón no sabe caçar en esta floresta. RAMPÍN.- Abrilde vos la puerta, que él hará su ofiçio a la machamartillo. LOÇANA.- Por una vuelta soy contenta. ¿Mochacho eres tú? Por esto dizen «guárdate del moço cuando le naze el boço». Si lo supiera, más presto soltaba riendas a mi querer. Pasico, bonico, quedico, no me ahinquéis. Andá conmigo, ¡por ahí van allá! ¡Ay, qué priesa os dais, y no miráis que está otrie en pasamiento sino vos! Catá que no soy de aquellas que se quedan atrás. Esperá, vezaros he: ¡ansí, ansí, por ahí seréis maestro! ¿Veis como va bien? Esto no sabíedes vos; pues no se os olvide. ¡Sus, dalde, maestro, enlodá, que aquí se verá el correr d'esta lanza, quién la quiebra! Y mirá que, «por muncho madrugar, no amanesçe más aína». En el cosso te tengo, la garrocha es buena, no quiero
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sino vérosla tirar. Buen prinçipio lleváis. Caminá, que la liebre está echada. ¡Aquí va la honra! RAMPÍN.- Y si la venço, ¿qué ganaré? LOÇANA.- No curéis, que cada cosa tiene su premio. ¿A vos vezo yo, que naçistes vezado? Daca la mano y tente a mí, que el almadraque es corto. Aprieta y ava y ahoya y todo a un tiempo. ¡A las clines, corredor! ¡Agora, por mi vida, que se va el recuero! ¡Ay, amores, que soy vuestra muerta y viva! Quitáos la camissa, que sudáis. (¡Cuánto había que no comía cocho! Ventura fue encontrar el hombre tan buen partiçipio a un pasto. Este tal majadero no me falte, que yo apetito tengo dende que nasçí, sin ajo y queso, que podría prestar a mis vizinas. Dormido se ha. En mi vida vi mano de mortero tan bien hecha. ¡Qué gordo que es! Y todo parejo. ¡Mal año para nabo de Xerez! Pareçe bisoño de Frojolón. La habla me quitó, no tenía por dó resollar. ¡No es de dejar este tal unicornio!)
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