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Luces de Bohemia Instituto Cervantes de Praga
Encuentros Literarios - Literární setkání
Devuélveme mis libros y quédate con todo lo demás Abandonos Praga 30.3.2009 Lecturas a cargo de: Mónica Márquez Jana Mejdrová Tamara Chervets Ekaterina Gapchenko Blanca Fernández García Cipri López Petra Vavroušová Carmen Gloria Fernández Verdejo
Maria Sheretova Giovanni Mina Martin Sigfrido Vázquez Cienfuegos David Andrés Castillo Eva Kadleèková Lucia Majlátová
Invitada especial: Clara Janés Música a cargo de: Dana Houdková
Elsa López (Guinea Ecuatorial, 1943) Yo soy la que comparte contigo el abandono Yo soy la que comparte contigo el abandono la que entretiene sus juegos con los tuyos y deja a cielo abierto el campo de batalla. Yo soy la favorita. La más agasajada. La que mejor comprende tu soledad de alberca, la que sabe reposarte de cetros y coronas, la que teje sin descanso esa capa de lino que volverá a cubrirte los días de tormenta. La que mejor conoce tus noches de penumbra. La que presiente, sin hablar, tu aventura más cierta, la que te ríe los lances y prepara la cena con manjares divinos que calmarán tu pena y el dolor de las otras. Aquella que aletea muy cerca de tus sienes y al oído te reclama su vuelo más alto. De todas soy la más amada, la más hermosa, la más triste de todas.
Alejandro Dolina (Argentina, 1945) Historia del que esperó siete años de Crónicas del Ángel Gris Jorge Allen, el poeta, amaba a una joven pechugona de los barrios hostiles. Según supo después, alcanzó a ser feliz. Una noche de junio, la chica resolvió abandonarlo. -No te quiero más - le dijo. Allen cometió entonces los peores pecados de su vida; suplicó, se humilló, escribió versos horrorosos y lloró en los rincones. La pechugona se mantuvo firme y rubricó la maniobra entreverándose con un deportista reluciente. El poeta recobró la dignidad y empleó su tiempo en amar sin esperanzas y en recordar el pasado. Su alma se retempló en el sufrimiento y se hizo cada vez más sabio y bondadoso.
Muchas veces soñó con el regreso de la muchacha, aunque tuvo el buen tino de no esperar que tal sueño se cumpliera. Más tarde supo que jamás habría en su vida algo mejor que aquel amor imposible. Sin embargo, una noche de verano, siete años y siete meses después de su pronunciamiento, la pechugona apareció de nuevo. Las lágrimas le corrían por el escote cuando le confesó al poeta: -Otra vez te quiero. Allen nunca pudo contar con claridad lo que sintió en aquellas horas. El caso es que volvió a su casa vacío y desengañado. Quiso llorar y no pudo. Nunca más volvió a ver a la pechugona. Y lo que es peor, nunca más, nunca más volvió a pensar en ella ni a soñar su regreso.
Roberto Juarroz (Buenos Aires, 1925-1995) Quinta Poesía Vertical Los rostros que has ido abandonando se han quedado debajo de tu rostro y a veces te sobresalen como si tu piel no alcanzara para todos. Las manos que has ido abandonando te abultan a veces en la mano y te absorben las cosas o las sueltan como esponjas crecientes. Las vidas que has ido abandonando te sobreviven en tu propia sombra y algún día te asaltarán como una vida, tal vez para morir una vez sola.
Juan Egaña (Lima, Perú 1769 – Santiago de Chile, 1836) Abandono He medido en tus ojos, mudamente todo el mal de mi horrible desamparo de amor. No me has querido nunca, y no me querrás. Ya no me vale buscarte en otros ojos de mujer. Yo te he perdido para siempre cuando he sentido vibrar sobre tus labios el asco de tu espíritu al besarme No me has querido tú, que me comprendes no me has querido tú, que eres tan buena, no me vale buscarte en las demás... Seguiremos tú y yo, pues que lo quieres, por esa senda que te mostré un día blanca de luna y de serenidad. Yo, más triste que nunca con mi muerte y midiendo en tus ojos todo el mal de mi horrible desamparo... Tú estarás pensativa, y yo adivinaré tus pensamientos por el alcance que me dan los míos: No lo he querido. Yo que lo comprendo, no lo he querido a él, a quién debiera haber querido siempre... no le he querido a él... ya no me vale buscarle en los demás... Seguiremos, meditativamente: tú, pensando en las cosas de la vida, yo, pensando en tu vida y en mi muerte. Seguiremos, meditativamente por los campos desiertos... (No habrá luna en el cielo... mas la senda estará siempre blanca. ¿No son blancas las lágrimas del alma...?) Juan Benet (Madrid, 1927-1993) Fragmento de Volverás a región Pero no se trató de un engaño ni un abandono ni -mucho menos- una venganza; lo primero porque, al parecer, a ella misma le confesó abiertamente su propósito la tarde de la declaración, apoyado sobre la barrera del paso a nivel mientras los padres de la novia, muy alborotados y ocupados con el baúl de la
dote, entraban y salían de la caseta, entre gritos y carreras, fascinados por el coche de alquiler que esperaba a la puerta. Y ella asintió a sabiendas de lo que le esperaba y en la confianza de que sus virtudes de esposa, su perseverancia y su abnegación, lograrían modificar una decisión tan poco sensata; así que ella también pecó de egoísmo. En cuanto al abandono, nunca lo es cuando un hombre deja su casa -y su madre- para contraer matrimonio. De ser una venganza, ¿contra quién iba dirigida? "No se trataba de eso", un día le confesó el ahijado del Doctor en la época de la guerra. "Es mucho más sencillo; si alguien se va de casa una tarde, cansado y aburrido hasta de las paredes, y se encamina a un café o un cine... qué demonio, no se va a volver a casa porque el café esté cerrado o el cine lleno. Supongo que buscará otro, eso es lo que yo creo; no hay que dar demasiada importancia a las cosas y, a la que menos, al matrimonio. ¿Qué estás diciendo, qué es para toda la vida? Todo es para toda la vida y tampoco eso es grave, si es que es cierto. Este pueblo y esta casa, también son para toda la vida ¿y le damos por eso importancia? Mira esta casa, no la compró porque le gustara sino porque estaba libre y se vendía a buen precio. Y la compró a sabiendas de que le sorprendería la muerte en ella. ¿Y qué? Si la mujer que quería no estaba libre, ¿es que no tenía que buscar a la que lo estaba? Y a ese tenor fue lo bastante inteligente para buscar y elegir la más inocua, la más barata y expedita; quiero decir, la que le costaba menos cariño, aquella con la que no sentía (ni ella tampoco, no hay que olvidarlo) la menor necesidad de amar. Creerás tú que es prudente unirse a una mujer que sigue en el cariño a aquella otra a la que se debe renunciar. Pues bien, si se renuncia a la primera se renuncia también al cariño y eso es todo, eso es lo que parece más sensato. Por el contrario, si, por debilidad, se introduce una pizca de cariño en el nuevo contrato, se ha pactado con el demonio que no sólo le obligará a conformarse con una solución dolorosa e insatisfactoria, sino que le obliga, por gozar de un poco de calor, a avivar
el fuego que le ha de quemar. ¿Dónde está lo sensato? Así que en cuanto la trajo aquí se fue de viaje. ¿Qué iba a hacer? [...]”. José Sanchis Sinisterra (Valencia, 1940) Fragmento de Pervertimento y otros gestos para nada X: No hay nada que comprender. Se trata de vivir. Y: Vivir… X: Sí: vivir… Y deja quietas las palabras. Y: ¿Quietas? X: Les das vueltas y vueltas sin objeto… hasta que las vacías. Eso es lo que te pasa. Por eso te abandonan. Y: Son ellas. X: ¿Qué? Y: Ellas, las palabras. Ellas me abandonan. X: ¿Qué quieres decir? Y: Llegan a mí sumisas, susurrantes, pidiéndome permiso para entrar y quedarse. Yo las dejo anidar, como pequeñas larvas inocentes, crecen por los rincones de mi cuerpo, se nutren con mi sangre, con mis sueños, aprenden a jugar por mis pulmones, navegan por mis linfas, se aparean, se acoplan, se asoman a mis ojos, a mis labios, saltan entre mis dedos, me hacen cosquillas en la piel, invaden mi memoria, me la llenan de ecos, de figuras, de aromas, me la revuelven toda. Luego salen al aire, al sol, al mundo, revolotean a mi alrededor, van y vienen sin parar, liban entre las cosas, se zambullen fugazmente en los otros… pero siempre regresan, saciadas, a sus nidos. Yo las oigo murmurar allí, contarse sus secretos, reír o entristecerse, inventar aventuras, o bien exagerarlas; algunas mienten descaradamente, otras quedan calladas, retraídas, no sé muy bien por qué. Pero las hay también que vuelven tarde: regresan cuando nadie las espera, armando mucho escándalo o, al contrario, casi furtivamente, y están muy excitadas, o furiosas, o tónicas, o abrumadas, o exhaustas, como si vinieran de muy lejos, como si hubieran sufrido algún extraño encuentro, alguna experiencia
abrumadora… Y yo no las comprendo, ellas no me explican nada, pero yo siento que traen el corazón enfermo, que están llenas de rabia, de miedo, de esperanza, podridas de absoluto o de miseria, que ya no son lo que eran, que no se reconocen entre sí, que se evitan, huyen unas de otras, se acometen incluso, intentan destruirse, devorarse, aniquilarse, y aniquilarme a mí, sí, envenenarme el alma, las vísceras, las fuentes del lenguaje, la mirada… Y poco a poco logran su propósito. La peste va extendiéndose, invade las arterias, entra en los alvéolos más secretos, irrumpe en las encías, infecta los deseos, los huesos, las promesas, los nombres, los pronombres… Cunde por todas partes la sospecha, el desaliento, la gangrena, el pánico. Y digo yo, y siento una punzada; digo puente, mañana, y suena hueco: digo revolución, y huele a muerto. Se me van suicidando las palabras, sucumben al contagio sin la menor resistencia, se arrojan a la hoguera, a la locura, al vacío… Abro el diccionario y ya no hay más que miles y miles de pequeños féretros. ¿Te parece que hablo, que pronuncio palabras? No es así: mastico sus cadáveres y luego los escupo. X: Basta. Y: No son palabras vivas: son sólo sus cadáveres, ¿comprendes? Huesos, plumas, escamas, caparazones, uñas… Eso es lo que escupo al hablar. X: Basta, por favor. Y: Y las que logran sobrevivir, salvarse del contagio, huyen a la desbandada. Me abandonan, en fin. X: Cállate. Y: Son ellas quienes me abandonan, me despueblan, me dejan desierto(a), yerto(a), muerto(a)… X: Piedad. Y: Postrado(a), sí alicaído(a), sí, inerte… Inerte. X: ¡Tú lo has querido! (Sale.) Y: Tú… otra palabra que me abandona.
Carmen Gloria Fernández Verdejo (Santiago de Chile, 1982) Me dijiste que te ibas, yo te dije que te ayudaría a empacar. Decidiste usar una maleta muy grande, y cuando la vi supe que te llevarías muchas cosas contigo. Te di tus chalecos y tus camisas, y el olor y el calor de tu piel se fueron también con el resto de tu ropa. Te di tus libros y tus notas, y con ellos empacaste también aquellos pensamientos que ya no me dirías. Te di tus papeles y tus lápices, y junto a ellos te llevabas también los dibujos que ya no serías capaz de dibujar para mí. Te di tu guitarra, y con ella empacaste también tus canciones. Tenías una maleta muy grande, y todo tú cabías dentro de ella, no me dejaste ni un poco de ti. Seguí tus pasos mientras se alejaban y al perderte de vista comencé a caminar a casa. A lo largo del camino me di cuenta que también empacaste la belleza de la ciudad, porque los edificios y las calles ya no eran bellos a mis ojos. Y parecía que también te llevaste contigo el calor y el brillo de la ciudad, porque a mi alrededor todo era frío y oscuro. La gente ya no parecía feliz, y me pregunté si también te llevaste la dicha y la alegría en tu maleta. Y el susurro del viento, y el canto de las aves habían perdido su melodía. Dime: ¿acaso empacaste también los ritmos y sonidos? Y es que la ciudad se ha llenado de ecos vacíos, que se sienten igual que el sonido de tus pasos mientras te alejas. Toda la ciudad cabía en tu maleta, y te la llevaste contigo, y ahora estoy viviendo en un lugar desconocido… ahora que te has ido.
Nicanor Parra (San Fabián de Alico, Chile, 1914) La víbora Durante largos años estuve condenado a adorar a una mujer despreciable. Sacrificarme por ella, sufrir humillaciones y burlas sin cuento, Trabajar día y noche para alimentarla y vestirla, Llevar a cabo algunos delitos, cometer algunas faltas, A la luz de la luna realizar pequeños robos, Falsificaciones de documentos comprometedores, So pena de caer en descrédito ante sus ojos fascinantes. [...] Llevaba la víbora un minucioso libro de cuentas En el que anotaba hasta el más mínimo centavo que yo le pedía en préstamo; No me permitía usar el cepillo de dientes que yo mismo le había regalado Y me acusaba de haber arruinado su juventud: Lanzando llamas por los ojos me emplazaba a comparecer ante el juez Y pagarle dentro de un plazo prudente parte de la deuda, Pues ella necesitaba ese dinero para continuar sus estudios Entonces hube de salir a la calle a vivir de la caridad pública, Dormir en los bancos de las plazas, Donde fui encontrado muchas veces moribundo por la policía Entre las primeras hojas del otoño. Felizmente aquel estado de cosas no pasó más adelante, Porque cierta vez en que yo me encontraba en una plaza también Posando frente a una cámara fotográfica Unas deliciosas manos femeninas me vendaron de pronto la vista Mientras una voz amada para mí me preguntaba quién soy yo. Tú eres mi amor, respondí con serenidad. !Ángel mío, dijo ella nerviosamente, Permite que me siente en tus rodillas una vez más! Entonces pude percatarme de que ella se presentaba ahora provista de un pequeño taparrabos. Fue un encuentro memorable, aunque lleno de notas discordantes: Me he comprado una parcela, no lejos del matadero, exclamó, Allí pienso construir una especie de pirámide. En la que podamos pasar los últimos días de nuestra vida. Ya he terminado mis estudios, me he recibido de abogado, Dispongo de buen capital; Dediquémonos a un negocio productivo, los dos, amor mío, agregó Lejos del mundo construyamos nuestro nido. Basta de sandeces, repliqué, tus planes me inspiran desconfianza, Piensa que de un momento a otro mi verdadera mujer Puede dejarnos a todos en la miseria más espantosa. Mis hijos han crecido ya, el tiempo ha transcurrido, Me siento profundamente agotado, déjame reposar un instante, Tráeme un poco de agua, mujer, Consígueme algo de comer en alguna parte, Estoy muerto de hambre, No puedo trabajar más para ti, Todo ha terminado entre nosotros.
Alejo Carpentier (La Habana, 1904 – París, 1980) Fragmento de Los pasos perdidos Agarro a Yannes por los hombros y le grito que me hable de Rosario, que me diga algo de ella, de su salud, de su aspecto, de lo que hace. «Mujer de Marcos —me responde el griego—. Adelantado contento, porque ella preñada recién...» Quedo como ensordecido. Mi piel se eriza de alfileres fríos, salidos de dentro. Con inmenso esfuerzo llevo mi mano hasta la botella, cuyo cristal me produce una sensación de quemadura. Lleno mi copa lentamente y derramo el licor en una garganta que no sabe tragar y se rompe en toses desgarradas. Cuando recupero el aliento perdido me miro en el espejo ennegrecido por horruras de mosca que está en el fondo de la sala y veo un cuerpo ahí, sentado junto a la mesa, que está como vacío. No estoy seguro de que se movería y echaría a andar si yo se lo ordenara. Pero el ser que gime en mí, lacerado, desollado, cubierto de sal, acaba por subirse a mi gaznate en carne viva, e intenta una protesta balbuciente. No sé lo que digo a Yannes. Lo que oigo es la voz de otro que le habla de derechos adquiridos sobre Tu mujer, explica que la demora en regresar se debió a razones externas, trata de justificarse, pide apelación a su caso, como si estuviese compareciendo ante un tribunal empeñado en destruirlo. Sacado de sus diamantes por el timbre quebrado, implorante, de una voz que pretende hacer retroceder el tiempo y lograr que lo consumado no hubiese ocurrido nunca, el griego me mira con una sorpresa que pronto se hace compasión: «Ella no Penélope. Mujer joven, fuerte, hermosa, necesita marido. Ella no Penélope. Naturaleza mujer aquí necesita varón...» La verdad, la agobiadora verdad —lo comprendo yo ahora— es que la gente de estas lejanías nunca ha creído en mí. Fui un ser prestado.
Ada Salas (Cáceres, 1965) A qué región me llegaré a buscarte ahora que reposas a mi lado en forma de deseo hombre cuya belleza apenas conocía. Cada día me ciñe su cilicio de ausencia. Me has herido de vida desde toda tu muerte y no hay sueño bastante a tu vacío. Garcilaso de la Vega (Toledo, 1503 – Niza, 1536) Soneto XXXVII A la entrada de un valle, en un desierto, do nadie atravesaba ni se vía, vi que con extrañeza un can hacía extremos de dolor con desconcierto; ahora suelta el llanto al cielo abierto, ora va rastreando por la vía; camina, vuelve, para y todavía quedaba desmayado como muerto. Y fue que se apartó de su presencia su amo, y no le hallaba, y esto siente; mirad hasta do llega el mal de ausencia. Me movió a compasión ver su accidente; díjele lastimado: «Ten paciencia, que yo alcanzó razón, y estoy ausente». Mario Benedetti (Uruguay, 1920) Pacto de sangre A esta altura ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me llaman abuelo. Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y cuatro años, qué más puede pedir. No pido nada. Fui y sigo siendo orgulloso. Sin embargo, hace ya algunos años que me he acostumbrado a estar en la mecedora o en la cama. No hablo. Los demás creen que no puedo
hablar, incluso el médico lo cree. Pero yo puedo hablar. Hablo por la noche, monologo, naturalmente que en voz muy baja, para que no me oigan. Hablo nada más que para asegurarme de que puedo. Total, ¿para qué? [...] Mis contactos con el mundo se reducen a mi hija, cuando entra y me dice qué tal abuelo, a mi yerno cuando ídem, de vez en cuando al médico, al enfermero cuando viene a lavar mis pelotas ya jubiladas, y también el resto de este cuerpo del delito. Bueno, y sobre todo, está mi nieto, que creo es lo único que me mantiene vivo. Es decir, me mantenía. Porque ayer por la mañana vino y me besó y me dijo abuelo, me voy por quince días a Denver con el tío Braulio, ya que saqué buenas notas y me gané estas vacaciones. Yo no podía hablar (y no sé si hubiera podido, porque tenía un nudo en la garganta)ya que también estaban en la habitación mi hija y mi yerno y ni yo ni mi nieto íbamos a violar nuestro pacto de sangre. Así que le devolví el beso, le apreté la mano, puse un instante mi muñeca junto a la suya como testimonio de lo que ambos sabíamos, y sé que él entendió perfectamente cuánto lo iba a extrañar ya que no iba a tener a quien contarle cuentos inéditos. Y se fueron. Pero tres o cuatro horas más tarde volvió a entrar Aldo, y me dijo mire, abuelo, que Octavio no se fue por quince días sino por un año y tal vez más, queremos que se eduque en los Estados Unidos, así aprende desde niño el idioma y tendrá una formación que va a servirle de mucho. Él no se lo dijo porque tampoco lo sabía. No queríamos que empezara a llorar, porque él lo quiere mucho, abuelo, siempre me lo dice, y yo sé que usted también lo quiere, ¿no es así? Se lo vamos a decir por carta, aunque mi cuñado lo va a ir preparando. Ah, y otra cosa. Cuando ya se había despedido de nosotros, volvió atrás y me dijo, dale un beso al abuelo y que sepa que estoy cumpliendo nuestro pacto. Y salió corriendo. ¿Qué pacto es ese, abuelo? Cerré los ojos por pudor, aunque como siempre lagrimeo, nadie sabe nunca cuándo son lágrimas de veras, e hice un gesto con la mano como diciendo: cosas de niños. Él se quedó
tranquilo y me abandonó, me dejó a solas con mi abandono, porque ahora sí que no tengo a nadie, y tampoco a nadie con quien hablar. Me tomó de sorpresa todo esto. Pero quizá sea lo mejor. Porque ahora sí tengo ganas de morir. Como corresponde a un despojo de ochenta y cuatro años. A mi edad no es bueno tener ganas de vivir, porque la muerte viene de todos modos y a uno lo toma de sorpresa. A mí no. Federico García Lorca (Granada, 1898- 1936) Fragmento de Doña Rosita la soltera ROSITA. No se preocupe de mí , tía. Yo sé que la hipoteca la hizo para pagar mis muebles y mi ajuar, y esto es lo que me duele. TÍA. Hizo bien. Tú lo merecías todo. Y todo lo que se compró es digno de ti y será hermoso el día que lo uses. ROSITA. ¿El día que lo use? TÍA. ¡Claro! El día de tu boda. ROSITA. No me haga usted hablar. TÍA. Ése es el defecto de las mujeres decentes de estas tierras. ¡No hablar! No hablamos y tenemos que hablar. (A voces.) ¡Ama! ¿Ha llegado el correo? ROSITA. ¿Qué se propone usted? TÍA. Que me veas vivir, para que aprendas. ROSITA. (Abrazándola.) Calle. TÍA. Alguna vez tengo que hablar alto. Sal de tus cuatro paredes, hija mía. No te hagas a la desgracia. ROSITA. (Arrodillada delante de ella.) Me he acostumbrado a vivir muchos años fuera de mí , pensando en cosas que estaban muy lejos, y ahora que estas cosas ya no existen, sigo dando vueltas y más vueltas por un sitio frío, buscando una salida que no he de encontrar nunca. Yo lo sabía todo. Sabía que se había casado; ya se encargó un alma caritativa de decírmelo, y he estado recibiendo sus cartas con una ilusión llena de sollozos que aún a mí misma me asombra. Si la gente no hubiera hablado; si vosotras no lo hubierais sabido; si no lo hubiera sabido nadie más que yo, sus cartas y su mentira hubieran alimentado mi ilusión como el primer año de su ausencia. Pero lo sabían todos y yo me
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tiene derecho una pobre mujer a respirar con libertad?). Y sin embargo la esperanza me persigue, me ronda, me muerde; como un lobo moribundo que apretara sus dientes por última vez. TÍA. ¿Por qué no me hiciste caso? ¿Por qué no te casaste con otro? ROSITA. Estaba atada, y además, ¿qué hombre vino a esta casa sincero y desbordante para procurarse mi cariño? Ninguno. TÍA. Tú no les hacías ningún caso. Tú estabas encelada por un palomo ladrón. ROSITA. Yo he sido siempre seria. TÍA. Te has aferrado a tu idea sin ver la realidad y sin tener caridad de tu porvenir. ROSITA. Soy como soy. Y no me puedo cambiar. Ahora lo único que me queda es mi dignidad. Lo que tengo por dentro lo guardo para mí sola. TÍA. Esto es lo que yo no quiero. ANITA. (Saliendo de pronto.) ¡Ni yo tampoco! Tú hablas, te desahogas, nos hartamos de llorar las tres y nos repartimos el sentimiento. ROSITA. ¿Y qué os voy a decir? Hay cosas que no se pueden decir porque no hay palabras para decirlas, y si las hubiera, nadie entendería su significado. Me entendéis si pido pan y agua y hasta un beso, pero nunca me podríais ni entender ni quitar esta mano oscura que no sé si me hiela o me abrasa el corazón cada vez que me quedo sola.
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encontraba señalada por un dedo que hacía ridícula mi modestia de prometida y daba un aire grotesco a mi abanico de soltera. Cada año que pasaba era como una prenda íntima que arrancaran de mi cuerpo. Y hoy se casa una amiga y otra y otra, y mañana tiene un hijo y crece, y viene a enseñarme sus notas de examen, y hacen casas nuevas y canciones nuevas, y yo igual, con el mismo temblor, igual; yo, lo mismo que antes, cortando el mismo clavel, viendo las mismas nubes; y un día bajo al paseo y me doy cuenta de que no conozco a nadie; muchachos y muchachas me dejan atrás porque me canso, y uno dice: «Ahí está la solterona», y otro, hermoso, con la cabeza rizada, que comenta: «A ésa ya no hay quien le clave el diente». Y yo lo oigo y no puedo gritar sino «vamos adelante», con la boca llena de veneno y con unas ganas enormes de huir, de quitarme los zapatos, de descansar y no moverme más, nunca, de mi rincón. TÍA. ¡Hija! ¡Rosita! ROSITA. Ya soy vieja. Ayer le oí decir al Ama que todavía podía yo casarme. De ningún modo. No lo pienses. Ya perdí la esperanza de hacerlo con quien quise con toda mi sangre, con quien quise y... con quien quiero. Todo está acabado... y sin embargo, con toda la ilusión perdida, me acuesto, y me levanto con el más terrible de los sentimientos, que es el sentimiento de tener la esperanza muerta. Quiero huir, quiero no ver, quiero quedarme serena, vacía (¿es que no
7.4.09
en
18h, Teatro Celetná www.transteatral.cz
Praga 1
Lectura de textos literatura dramática española del siglo XX y XXI
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