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Luces de Bohemia Instituto Cervantes de Praga
Encuentros Literarios - Literární setkání
Divinos excesos Literatura a mánie Praga 22.02.2010
Lecturas a cargo de: Denisa Škodová Lucia Majlatová Eva Kadleèkov? Nadia Moucková Elena Buixaderas Alejandro Flores Fernández Mónica Márquez
Carmen García de la Cueva María Sheretová Tamara Chervets Carmen Gloria Fernández Verdejo María Ferández Verdejo Štìpán Špoula Maria Sheretová
Invitado especial: Zbynìk Hejda Música a cargo de: Agnieszka Wojtkowiak Festivo Muzyka http://festivomuzyka.blogspot.com
Juana Castro (Córdoba, 1945) Disyuntiva La tentación se llama amor o chocolate. Es mala la adicción. Sin paliativos. Si algún médico, demonio o alquimista supiera de mi mal cosa sería de andar toda la vida por curarme. Pues tan sólo una droga, con su cárcel del olvido me salva de la otra. Y así, una vez más, es el conflicto: O me come el amor, o me muero esta noche de bombones
David Llorente (Madrid, 1973) Fragmento de Ofrezco morir en Praga Nunca tuve alergia al trabajo, pero sí al polvo y a los gatos, de manera que mientras me tronchaba la espalda pasando la aspiradora, mientras se me reventaban las pompas de las varices recogiendo las alfombras y sacudiéndolas por las ventanas, mientras pasaba el trapo a las mesas, mientras rociaba las estanterías de espumas químicas, mientras aporreaba con el plumero las maletas que había encima de los armarios, mis ojos segregaban litros de lágrimas y se me iban cerrando por el peso de unos párpados tumefactos que parecían que me los hubieran anestesiado, de mis narices caían mares de mocos que acababan goteando desde la
barbilla y la carne de la garganta tenía el tacto del esparto, al cabo de unas horas conseguí dejar la casa limpia, o mejor dicho sólo el salón, la pena es que todo esté manga por hombro, me dijo la pesadilla, llevaba razón, y ya que estaba enfrascado en aquella vorágine de la limpieza general, decidí también dejar la casa recogida, empecé por la cocina, fregué toda la vajilla que estaba encajonada en el seno de la pila y me di cuenta de que también debía fregar el escurreplatos, lo cual me llevó a pensar que acaso también debería lavar los fogones, arrancarles sus costras de café y sus islas de aceite, luego fui a guardar los vasos en el armario, y como se me quedaran los dedos pegados a las baldas, no me quedó más remedio que darles también un agua, eso me llevó a pensar que, si los pies también se me adherían al suelo, sería quizás porque el suelo también necesitaba unos minutos de higiene, no sin antes barrer, no sin antes quitarles las pelusas a las cerdas de la escoba, no sin antes quitar las migas de la mesa y arrancar sus restos fosilizados, con tanto esfuerzo que acabé moviéndola de su sitio, siendo así como llegué a asomarme por detrás de ella, también del frigorífico y del armario, y descubrí un universo de mierda de siglos que tuve que eliminar con una servilleta cubriéndome la boca, la cual tuve que echar a lavar, junto con toda la ropa que había en el cesto, cuyo fondo tuve que ras par con una espátula, para después poner la lavadora, siempre con el cuidado de no derramar en el suelo el polvo del detergente, lo cual era imposible, al menos para mí, y la enchufé y la programé y le di al botón de marcha y empezó a pegar unos saltos tan bruscos, con un acompañamiento de ruido tan ensordecedor, que se cayeron las cortinas, tan tiesas que se hicieron pedazos como si fueran un jarrón de porcelana, dejándome ver las ventanas de la cocina a través de las cuales no se vacía la calle, así que agarré el limpiacristales y no dejé de frotar hasta que el dolor de la espalda se me volvió intolerable, ya estaba, había limpiado la cocina, sin embargo la miraba y no me convencía, parecía que estuviera igual que
antes, quizás un poco más en orden, ¿dónde estaban los brillos y la blancura inmaculada y el olor a menta?. Felipe Benítez Reyes (Cádiz, 1960) Acerca del amor por las Lolitas (De Clare Quilty a Humbert Humbert) Dos payasos que corren detrás de una [rosa de plástico rosa. Créame, amigo: el deseo es patético como esa gota de lluvia que resbala por el alero y que se estrella —toc— en su cabeza. ¿Quién no pisa una rosa? Entre besar una rosa, olerla, acariciarla, y matar una rosa sólo media un espacio de tiempo más bien corto: el suficiente para que la voracidad de cualquier individuo huela la corrupción de su deseo. La belleza, en efecto, es fugitiva. Pero [el deseo le gana la carrera. Pongámonos melodramáticos: «Yo persigo la flor de la pureza, lo intocado y lo bla-bla-bla~bla...». Bien. No vamos a follarnos a las viejas. Pero tampoco vamos a dar rango de diosa a las gritonas colegialas que huelen a pijama con dibujos, imprecisas aún como ectoplasmas. ¿Los hondos, mortificantes timbales que retumban solemnes en el templo tenebroso —y es un modo de hablar— de la conciencia?
No sé yo: las rosas de papel se tiran como se tiran [ los pañuelos de papel. Ya vendrán otros a recoger las rosas arrugadas ... afortunadamente para ellas, pues ¿se imagina usted un vertedero vagamente prerrafaelista de nínfulas caducas y llorosas, profanadas por atildados caballeros del mundo de [las artes, de la bolsa, las ciencias o el comercio; delicada mercancía mental para Herr Freud?
Max Aub (París, 1903 – Ciudad de México, 1972) Ese olor Ese olor. Ese olor que me acongoja, ese olor que me sigue, ese olor que me persigue. Ese olor ... Lo vi, estaba allí: quieto, repugnante, alrededor de la cosa. Podrido. De un salto se me agarró desesperadamente, y, ahora, por más que hago, no hallo manera de deshacerme de él. Me lavo, me restrego, me hundo en el agua, ando bajo la lluvia, en el mar. Me alejo. -Ya lo perdí. Sonrío: -Ya lo engañé. Me desespero: -Pude con él. Y ahí vuelve, solapado, leve, lento,
Las rosas están en el jardín, con sus frágiles cuellos inclinados, y en e] jardín hay siempre un jardinero —como usted, como yo— con tijeras de plata. ... Y poco más de sí da nuestro enigma favorito. Lo que se busca en ellas, lo que todos buscamos, es algo muy trivial: la negación del tiempo. Ser aún el muchacho que en lo oscuro de [un cine palpa el pubis sin vello a través de una red [de miedos y de elásticos. Ser el niño asustado que acaricia los pechos irreales de las parpadeantes muñecas mutiladas. Lo que le iba diciendo: dos payasos. Con nuestra nariz de bola y nuestros ojos pintados como estrellas que estallan provocando la risa y la angustia de esas niñas que se esmaltan las uñas y enrojecen sus labios en pequeñas arcadias olorosas a sexo inacabado y calcetines.
tenue, hediondo, persistente, quieto, fijo, horrible. -¿Usted no sabe cómo podría deshacerme de él? Me persigue. Me estoy quieto sin respirar. Atento, mirando, convenciéndome de que se va, de que se fue. Pero no. Está ahí, aguardándome taimado. ¿De dónde? Cambio de ropa. Hago las más diversas abluciones; me perfumo. Yo, jque no me perfumo nunca! Vuelve el tufo, peste ligera, no por ello menos peste. Me persigue, le aseguro que me persigue. Mugre len ta, despaciosa, socarrona. Oe connivencia, ¿con quién?, ¿con qué?, ¿qué me quiere?, ¿por qué me sigue?, ¿qué engaño?, ¿qué astucia? Me escondo tras la primera esquina, espero. Sé que me busca. Pasa de largo, me pierde. Respiro. Pero está ahí, por lo bajo disimulando, a lo zaíno. Callado. jOh, si gritara!
Me envuelve, penetra sinuoso, espía, me acaba. ¿Qué es un mal olor? Nada. ¿Quién se fija? Un tufo. Un hedor. jA quién le importa! ¿A quién le digo que me atosiga? Creerán que no sé 10 que digo. jSí! jSí! Pero ahí está esta basura mugrienta. Nada me libra. jSi tuviese color! Lo tiene. Es rojo, rojo pardo, rojo sucio, rojo verde, rojo oseuro, rojo negro, rojo, rojo
corrupto, rojo carrofíoso, rojo basura, rojo fétido, rojo mugre, rojo sinuoso, rojo disimulado, ¡ahí!, en mi pecho, subiendo por la garganta, saltando por encima de la boca, metiéndose por las alas de la nariz, revolcándose con el moco, llenándome todo. ¡Llevadlo! ¡Llevadme! ¡Ese olor, ese olor muerto! ¡Ese olor de muerte! ¡Ese olor putrefacto, que me carcome! Ese olor vivo de la muerte.
Roberto Fernández Retamar (La Habana, Cuba, 1930) Felices los normales Felices los normales, esos seres extraños. Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente, Una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida, Los que no han sido calcinados por un amor devorante, Los que vivieron los diecisiete rostros de la sonrisa y un poco más, Los llenos de zapatos, los arcángeles con sombreros, Los satisfechos, los gordos, los lindos, Los rintintín y sus secuaces, los que cómo no, por aquí, Los que ganan, los que son queridos hasta la empuñadura, Los flautistas acompañados por ratones, Los vendedores y sus compradores, Los caballeros ligeramente sobrehumanos, Los hombres vestidos de truenos y las mujeres de relámpagos, Los delicados, los sensatos, los finos, Los amables, los dulces, los comestibles y los bebestibles. Felices las aves, el estiércol, las piedras. Pero que den paso a los que hacen los mundos y los sueños, Las ilusiones, las sinfonías, las palabras que nos desbaratan Y nos construyen, los más locos que sus madres, los más borrachos Que sus padres y más delincuentes que sus hijos Y más devorados por amores calcinantes. Que les dejen su sitio en el infierno, y basta. Ferran Verdés (Barcelona, 1952) Fragmento de De copas y en compañía El Hombre 4 monologa dirigiéndose al espectador. Es un hombre tímido y acomplejado de treinta años. Detrás de él, el Hombre 2 y el Hombre 3 laño observan y se observan entre sí. Sólo se dirigen al Hombre 4 cuando hablan.
HOMBRE 4.— Mis dos amigos no paraban de insistir. No podían entender que un hombre de treinta años, soltero, como yo, pasara las noches en su casa, solo. Tenía que vivir. Y vivir significaba para ellos salir de noche e ir de copas. Yo les decía, para excusarme, que a mí el alcohol no me gusta.
HOMBRE 2.— ¿Y qué, pedazo de alcornoque, no te das cuenta de que las copas son una excusa para pasar revista al ganado que nos depara la noche? HOMBRE 3.— Sales, vas de copas y ligas. Y punto. HOMBRE 4.— ¿Seguro que ligas? HOMBRE 2.— Mira, éste y yo hace cinco años que salimos de copas tres o cuatro noches por semana y no hemos fallado ni una sola vez. HOMBRE 3,— Con nosotros siempre se acaba durmiendo en compañía. HOMBRE 2. – Hazla prueba. HOMBRE 3.— Garantizado, tío. HOMBRE 4.— No sabía si acabármelo de creer, pero, claro, eso de dormir en compañía..., qué queréis que os diga, de vez en cuando a uno le apetece y tal, ¿no? De modo que medio para que me dejaran en paz, medio por si tenían razón, salí una noche con ellos. Me hicieron estar en el portal de casa a las... diez en punto. Vaya, sí que empieza pronto el ambiente. HOMBRE 3.— ¿Ambiente? ¿Qué ambiente? Hasta la una nada de ambiente, tío. HOMBRE 4.— ¿Ah, no? HOMBRE 3.— No. HOMBRE 4.— ¿Y a dónde me lleváis? HOMBRE 2.— Al cine. HOMBRE 4.— ¿Qué? HOMBRE 2.— Para calentarnos. HOMBRE 4.—Ah, vale. Hace mucho que no veo una película pomo... HOMBRE 3.— ¿Pomo? Pero, ¿qué dices, tío? No estás al toro de nada. NARRADOR.— Me llevaron a ver una película de las subtituladas, una china sobre el drama de la condición femenina en las ciudades de provincia bajo el régimen comunista. Muy buena. La recomiendo. Impresionante, en serio. Ahora que no sé qué tenía que ver aquello con la noche que me proponían. HOMBRE 2.— Primero hay que cultivar el espíritu. HOMBRE 4.— Ah. HOMBRE 3.— Si no cultivas el espíritu, entonces de dónde vas a sacar tema para ligar, ¿eh?
HOMBRE 4.— Sí, sí, claro. Alrededor de la una menos cuarto, mientras aún seguían hablando de las nuevas tendencias neorrealistas del cine testimonial de la China continental, entramos en el primer bar. Era poco más o menos, una cafetería. ¿Y aquí hay chicas? HOMBRE 2.— ¿Eh? HOMBRE 4.— Si aquí se liga... HOMBRE 3.— Aquí sólo unas cervecitas y punto. HOMBRE 4.— Ah. HOMBRE 3.— Para entrar en calor. HOMBRE 4.— Ah. Pero si ya es la una. HOMBRE 2.— ¿Y qué? HOMBRE 4.— ¿No habíais dicho antes que...? HOMBRE 2.— Hasta las tres no se liga. HOMBRE 4.— Ah. ¿Y las chicas de este bar no...? HOMBRE 3.—A ésas ni tocarlas HOMBRE 2.— Todas tienen novio. HOMBRE 3.— O no se enrollan. HOMBRE 2.— O son de las que sólo hablan. HOMBRE 3.— Y te dan una cita para dentro de un mes. HOMBRE 2.— Son unas plastas. HOMBRE 3.—Anda, cállale ya y tómate una birra, ¿eh? HOMBRE 2.— Te pondrá a tono. HOMBRE 4.— Ah, bueno. NARRADOR--Hacia las dos y media, después de tomar tres o cuatro cervezas e intercalar cuatro o cinco monosílabos entre la conversación de mis amigos (hablaron de informática, de programas de la tele, de alta gastronomía —"nouvelle cuisine", como dicen ellos— y de nuevas tendencias de la peluquería masculina), nos echaron del bar. HOMBRE 2.— ¡Mierda! Justo cuando estábamos más a gusto, van y cierran., HOMBRE 4.— Sí. HOMBRE 3.— ¿Por qué demonios cierran tan pronto estos locales? HOMBRE 4.-— Sí. Miran..,, ¿qué hora es? HOMBRE 2.— Sólo las tres menos cuarto. HOMBRE 4.—Ya, pero mientras encontramos un taxi y entre pitos y flautas... HOMBRE 3.— Tío, tío, tío, sí que tienes prisa...
NARRADOR- Llegamos al segundo bar a las tres y cinco. El nivel de la música era, cómo no, ensordecedor. Tomamos una especie de combinado de vodka y ginebra. Era un local minúsculo y lleno hasta los topes. Al fondo, vi a tres chicas jugando al futbolín. Gritaban, saltaban y se... contoneaban. Me quedé mudo. Miré a mis amigos y esperé el dictamen. HOMBRE 3___No es carne de primera calidad, que digamos. HOMBRE 2.— Habrá que masticarla de lo lindo. ¿Qué opinas tú? HOMBRE 4.— Hombre, yo... Son tres... Salimos a una por cabeza, no está mal, ¿no? HOMBRE 2.— Mira, mira, mira la mosquita muerta... HOMBRE 3.— Hey, hey, hey, si estás que ardes, tío. HOMBRE 4.— Hombre, yo... HOMBRE 2 y HOMBRE 3 — Uh-ah-uh. HOMBRE 3.— Tío ... HOMBRE 2.— Yeah... HOMBRE 4.— Nos acercamos al futbolín. Las tres chicas nos miraron. HOMBRE 2.— Eh, nenas, ¿necesitáis refuerzos para jugar a la pelota? HOMBRE 3.— Nuestro amigo aquí presente os puede marcar cada gol de campeonato... HOMBRE 4.— Hombre, yo... HOMBRE 2.— Nos dejáis meter mano en Ja partida, si o no? HOMBRE 3.— Éste está que revienta... de ganas de jugar al futbolín, claro. NARRADOR— Ellas dijeron... que no. HOMBRE 2.— Pues si no nos queréis ni para jugar a la pelota, de follar ni hablar, ¿no? NARRADOR.— Qué bestia. Pensaba que en estos casos, las tácticas de aproximación eran um poco más sutiles. Las chicas dejaron de jugar, una de ellas se acercó a mi amigo, levantó el brazo y cerró el puño para pegarle un mamporro, él supo retirarse a tiempo y... sí. me dio en plena cara. HOMBRE 2.— Será mejor que nos vayamos. HOMBRE 3.— Sí, tío. Además le está sangrando la nariz. A tope, tío, parece una fuente. HOMBRE 4.— Me hicieron acabar de beber de un trago aquella especie de cóctel molotov
que habían pedido, y salimos a ¡a calle. HOMBRE 3.— Tío, no nos traes buenas suerte. HOMBRE 2.— No. HOMBRE 3.— ¿Estás cansado? HOMBRE 2.— ¿Te encuentras bien? HOMBRE 4.— Yo... HOMBRE 3.— Anda, venga, andemos un ratito.
2.— Sí, hasta que se te corte la hemorragia. HOMBRE 4.— Eran las cuatro y media cuando mi nariz dejó de chorrear. Cogimos otro taxi y me llevaron a una discoteca, ¿cómo decirlo?, un tanto lúgubre. En la pista, dos o tres mujeres altísimas se movían intentando seguir el ritmo de una música horrenda. HOMBRE 2.— ¿Qué quieres tomar? HOMBRE 4.— Me parece que... una coca-cola... Me irá bien para... HOMBRE 3.— ¿Qué dices, tío? HOMBRE 2.— No quería decir de bebida. HOMBRE 4.— ¿Ah, no? Entonces, ¿de qué? HOMBRE 3-, ¿A ti qué te parece? NARRADOR.—NO sé lo que me dieron, pero a partir de aquel momento, todo se me volvió borroso. Afortunadamente. Sólo recuerdo que quise ligar con una de aquellas mujeres altísimas de la pista y que por culpa de mis amigos, que no sé qué le dijeron, la chica me hincó una rodilla en mis partes, un codo en las costillas y el puño en mi ojo derecho. HOMBRE 2.— Era una guaira. HOMBRE 3.— Te quería sacar dinero, tonto, ¿no te has dado cuenta? HOMBRE 4—Ah. Yo... HOMBRE 2.— Venga, tómate esto. HOMBRE 3.— Y un whisky. Eh, si estás que ardes, tío. HOMBRE 2.— ¡Que ardes! HOMBRE 3.— Hey. HOMBRE 2.— ¡Heeeey! NARRADOR.— No sé cómo llegamos a casa. Ni qué hora era. ¿Estaba amaneciendo, quizá? Yo qué sé. Lo que sí sé es que mis amigos no me habían engañado. Aquella noche dormí —ojalá sólo hubiera sido dormir, no lo sé, ya casi ni me acuerdo— en compañía. HOMBRE
Luna Miguel (Madrid, España, 1990) Sugar Free Red Bull Ahora, ver porno. Porque es junio y hace calor en mi alma. Porque qué mejor sino ver porno. ¿Escribir? ¿Leer poemas de amor? ¿Debatir sobre el declive de la narrativa española contemporánea,
o el lenguaje, o la post, pre, in-poética, tan apoética de este momento? Qué mejor que el placer de una felación de alguien que no soy yo a otro alguien que no soy yo para confirmar mi existencia.
Me masturbo mal. Finjo un orgasmo. Me deshidrato.
Escribo para quienes conocen mi mentira. Porque miento en esta tecla, porque engendro máscaras con la lengua, porque veo el film y lloro la caricia porque no sé decir no a Otro maldito yo.
Ray Loriga (Madrid, 1967) Fragmento de Ya sólo habla de amor «Se ha vuelto loco», dijo su portera al verle salir, cabizbajo y ensimismado, con la apariencia esquiva y el caminar acelerado de un hombre que ha contraído deudas imposibles de pagar, «Está siempre solo», añadió con enorme disgusto la dichosa portera, para después forzar una pausa que presagiaba un juicio definitivo, «...y sin embargo, a veces se le ve estúpidamente contento, y además, ya sólo habla de amor». La vecina, siempre hay alguna vecina, asintió con la cabeza, aunque no tenía el menor interés en el asunto. A él, por otro lado, no podía preocuparle menos la opinión de su portera, estaba ya pensando en comprarse un traje nuevo. Un traje elegante y oscuro. Estaba muerto por fuera y por dentro pero su vanidad seguía casi intacta. ¿No caen así los soldados? Llevaba demasiados años condenado a los mismos cuatro trajes y si su aspecto no era mejor, la culpa la tenía sin duda su tristísimo ropero. [...]Todas las mujeres a las que alguna vez había querido vestían, en cambio, de
maravilla y daba gusto verlas. Sebastián no es muy feliz, hay un poema de Blake que le inquieta, pero a veces, al mediodía, se siente extrañamente alegre y sonríe sin motivo, como si no tuviera muchas preocupaciones, y es cierto que sólo habla de amor, pero no se ha vuelto loco. ¡De qué otra cosa podría hablar![...] En las calles no hay más que una mujer para él, pero se guardará muy mucho de decir su nombre, tal vez porque ya le mandó rosas, sin suerte, así que se dedica a mirar con devoción a perfectas extrañas. [...]Se dedica a observar a las mujeres y carece de cualquier otra fe. Así se le pasan más ligeras las tardes. No hay detalle que se le escape, y reconoce los zapatos de todas las muchachas porque está iniciado en los misterios de la moda. No es que se dedique a eso, es tan solo un pasatiempo. Conoce bien sus Jimmy Choo, sus Marc Jacobs, no hay H&M que se la de, ni Prada que no identifique, Es un halcón para las buenas hechuras, los ritmos exactos y los
cortes sinceros. En su demencia ha encontrado cierta paz para su alma en las tiendas de vintage, en los vestidos que han llevado dos mujeres distintas por idénticas razones. Saint Laurent, Lanvin, Courréges... Quisiera darles las gracias a todos por arropar con tanto respeto y audacia los sueños de las damas. No es Coco Chanel, pero no le falta gusto. Tampoco está pez en patronaje, lo que le llena de orgullo porque sabe que no hay muchos hombres que puedan presumir de tales conocimientos. No es raro verle merodeando en las secciones de complementos, cosméticos y perfumes de los grandes almacenes. Le importa saber a qué huelen las mujeres y por
qué. Las preocupaciones de las mujeres, por nimias que sean, son también las suyas. Dries van Noten, Martin Margiela y el resto de los magos belgas de la moda no tienen secretos para él. ¡Si se pasa el día delante de los escaparates hasta que las elegantes vendedoras le azuzan a los guardias de seguridad! Cuando camina por la calle sólo se fija en las mujeres, con delicada atención, y todo lo demás le importa un bledo. Leyó la Torah en su día y se sabe la Biblia de memoria, pero nada despierta más su interés que la ropa que eligen las mujeres para ofrecerse como hermosas.
Aristóteles España (Castro, Chile, 1955) Jorge Luis Borges en un prostíbulo Con su cara de maldito y sus ojos de [ leopardo extranjero, el poeta entra a un prostíbulo en el sur de Chile; nadie lo acompaña esta vez, ni profesores ni damas extravagantes, es El con su libido y su cruz. Vino de incógnito a Chile con el único objetivo de hacer el amor, ni poemas, ni conferencias, sólo sexo, el gran sexo del sur chilensis, con hembras como fantasmas que salen de sus bolsillos ingleses, es El.
Con el dinero de su amante y piernas que [ tiemblan, compra a hembra chilena y baila el único bolero antes de ir a la cama, Borges tiene hambre, ingresa con mujer mapuche al nervio, sólo al nervio, dijo. Y comienza a volar por el dormitorio y sus enanos vuelan también; la mujer llora desconsolada porque Borges la ha penetrado, ¡es Borges! La habitación se mueve y los huesos atraviesan el local y todo el sur con el nombre.
Horacio Quiroga (Uruguay 1878 – 1937) Fragmento de El Haschich Hacía media hora que jugaba con la guitarra, cuando comencé a sentir un vago entorpecimiento general, apenas sensible. -Ya empieza dije sin levantar la cabeza, temeroso de perder esa prometedora sensación. Pasaron cinco minutos. Y recuerdo que estaba ejecutando un acompañamiento en mi y fa, cuando de pronto y de golpe los dedos
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de la mano izquierda se abalanzaron hacia mis ojos, convertidos en dos monstruosas arañas verdes. Eran de una forma fatal, mitad arañas, mitad víboras, qué sé yo; pero terribles. Di un salto ante el ataque y me volví vivamente hacia Brignole, lleno de terror. Fui a hablarle, y su cara se transformó instantáneamente en un monstruo que saltó
sobre mí: no una sustitución, sino los rasgos de la cara desvirtuados, la boca agrandada, la cara ensanchada, los ojos así, la nariz así, una desmesuración atroz. Todas las transformaciones -mejor: todos los animalestenían un carácter híbrido, rasgos de éste y de aquél, desfigurados y absolutamente desconocidos. Todos tenían esa facultad abalanzante, y aseguro que es de lo más terrible. Me puse de pie: el corazón latía tumultuosamente, con disparadas súbitas; abrí los brazos, con una angustia de vuelo, una sensación calurosa de dejar la tierra; giraba la cabeza de un lado a otro. No veía más monstruos. En cambio, tenía necesidad de mirar detenidamente. todo, una atención sufridora que se fijaba en cada objeto por diez o veinte segundos, sin poder apartar la vista. Al arrancarme de esas fijezas, disfrutaba como de un profundo ensueño, con difusas ideas de viajes remotos. Gradualmente asá, llegué a una completa calma. Eran las 4 p.m. Toda sensación desapareció. Pero a las 41/4 comencé a reírme, largas risas sofocadas, sin objeto alguno. Eran más bien fastidiosas por el sinmotivo. A las 41/2, normalidad absoluta. Y creía ya todo pasado, cuando a las 5 sentí un súbito malestar con angustia. El corazón saltó de nuevo, desordenadamente. Sentí un frío desolado, y entonces fue lo más terrible de todo: una sensación exacta de que me moría. La cabeza cayó. Al rato volví en mí, quise hablar, y de nuevo el colapso de muerte: la vida se me iba en hondos efluvios. Reaccioné otra vez; la fijeza atroz de las cosas me dominaba de nuevo. Quería moverme y no podía; no por imposibilidad motora, sino por falta de la voluntad: no podía querer. Y aunque el yo se me escapaba a cada momento, logré detenerme un instante en esto: la dosis máxima de extracto graso de haschich es 5 gramos; de extracto alcohólico, 0,50 gramos. Ahora bien: recordé haber leído en el tarro de la farmacia; extrait alcoolique... Yo había tomado 1,20 gramos, lo suficiente para matar a dos individuos…
José Asunción Silva (Colombia, 1865 – 1896) Cápsulas El pobre Juan de Dios, tras de los éxtasis del amor de Aniceta, fue infeliz. Pasó tres meses de amarguras graves, y, tras lento sufrir, se curó con copaiba y con las cápsulas de Sándalo Midy. Enamorado luego de la histérica Luisa, rubia sentimental, se enflaqueció, se fue poniendo tísico y al año y medio o más se curó con bromuro y con las cápsulas de éter de Clertán. Luego, desencantado de la vida, filósofo sutil, a Leopardi leyó, y a Schopenhauer y en un rato de spleen, se curó para siempre con las cápsulas de plomo de un fusil. Alberto Olmos (Segovia, 1975) Tatami A los pasajeros les gusta entretenerse durante el viaje. Ver, por ejemplo, el patch work de los campos, ese puzle inmenso de trigales y tierras en barbecho, rastrojos, bosques y maizales. Les divierte observar ciudades vueltas maquetita, con sus tejados decorosos, pluviales, que una mano diablesca podría alzar para encontrarse coitos incorrectos o cristiana intimidad, o las sillas vacías porque todos fueron al cine, o a cenar en un restaurante del centro. Y, claro, les encanta contemplarse despegando, o aterrizando, en ese juego de distancias con la pista del aeropuerto, cuando el ala del avión es una regla torcida que mide el miedo, la sorpresa, el entusiasmo. A mí todo eso me da igual. No soy juguetona. No soy pueril. El avión me lleva y eso es todo. Me basta con que lo haga de manera efectiva y, sobre todo, cómoda. Mis pechos. Esa es la comodidad que preciso. Tengo los pechos enormes: si mis pechos no son felices
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yo no soy feliz. Si mis pechos sufren la laceración de un cinto, acabáramos. Por eso, de volar en avión, lo que más me gusta, con diferencia, es que dejen en paz mis pechos. Tener los pechos turgentes es una cualidad estimable: claro. Pero tenerlos descomunales carece de ventajas. Los chicos no te miran con deseo, sino con cierta curiosidad circense. La ropa te queda siempre mal. Las amigas se ríen de ti, te llaman tetona, y la mayoría de tus familiares no te respeta, como si la tetona de la familia hiciera que el árbol genealógico se tambaleara. Además, está lo de los cinturones. Para mí es una tortura viajar en coche, sobre todo si conduzco. El cinto de trayectoria diagonal que tantas vidas dicen que salva, a mí me mata. Poco a poco. Se me clava en uno u otro pecho como el muro de Berlín; mi pecho queda políticamente invalidado: no se reconoce a sí mismo, no se sabe uno. Me siento con tres tetas, en los coches. Mis viajes en automóvil son escasos. Casi siempre tomo el autobús o el taxi. O voy a pie o me quedo quieta. Por supuesto sigo con nerviosismo las nuevas normativas sobre seguridad vial. ¡Cinturón en los autobuses! ¡Qué disparate! La tortura del cinturón me persigue. Estaba pensando en comprarme una bicicleta e irme a vivir a Ámsterdam. Sin embargo estoy en este avión. Destino: Tokio. Y estoy feliz. El viaje tiene una duración de catorce horas. El cinturón, como casi indica su propio nombre, recorre mi cintura amablemente. No sufro. Mis pechos florecen a su sabor sobre la bandeja reclinable. La ausencia de dolor me permite pensar, calibrar mis expectativas. Necesito saber exactamente lo que hago.
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Francesc Pereira (Olot, 1961) Fragmento de Primavera NIÑO.— (Un chavalín con gafas de miope, de como mínimo doce dioptrías, escenifica con gestos toda la .narración) Yo me mareaba cada día al salir del instituto, por eso mamá me llevó al psicólogo. No encontraba normal que cada dos por tres me cayera en medio de la calle y rae rompiera las gafas. Me acusaba de hacerlo aposta, pero yo no podía evitarlo porque todo ocurría de repente. Delante de mí el suelo se me volvía borroso y me ponía a sudar por la espalda, mientras notaba que me hundía en un agujero negro que al final era como de algodón roba y brillante. Entonces, cuando llegaba al color rosa, me hacía pipí encima, y ya estaba. Pero cada vez tenía que cambiarme los calzoncillos y pasaba mucha vergüenza hasta que llegaba a casa. Mamá pensaba que quizá yo era un niño con retraso, pero el psicólogo opinó que mi problema era de sensibilidad. Hizo salir a mamá de la consulta y a mí me hizo bajar los pantalones. Me dijo que los hombres, cuando crecen, necesitan hacer cosas que a primera vista dan risa, pero que son muy serias, Entonces él también se bajó tos pantalones y lo vi. Lo tenía lodo mucho más grande que yo. Se puso a mi lado y me tocó. Y me dijo que también yo lo tocara a él. Me explicó que esas cosas las hacían los hombres solos donde nadie los viera, pero que si se podía compartir con otros daba más gusto. Me dijo que las mujeres son malas y que más vale no liarse con ninguna porque acaban saliéndole a uno muy caras. Me dijo que lo que estábamos haciendo era aconsejable practicarlo por lo menos cada cuarenta y ocho horas, o si no volvería a marearme y a romperme las gafas. Y mientras me decía todo eso, él sudaba y miraba al techo, hasta que ensució la pared y el suelo con un pipí. Luego me dijo que yo no tenía que explicar a nadie que nosotros dos éramos amigos. Sobre lodo mamá no tenía que saber nada. Pero yo podía visitarlo siempre que quisiera o cuando tuviera alguna duda. Le pregunté si no era pecado lo que me había explicado, y me contestó que los hombres son más o menos como las vacas cuando tienen las
tetazas llenas de leche: si nadie pone remedio, revientan, las pobres. Yo no vi pecado alguno en ninguna parte, y a partir de entonces me muñí cada cuarenta y ocho horas. Y cada vez que lo hacía, volvía a ver el agujero negro a mis pies y a continuación el algodón rosa y brillante. Era mágico. Era como marearse a voluntad. Y me encantaba, porque podía hacerlo en cualquier sitio: en el instituto, en casa de mi abuela o en el váter del McDonalds. Sólo tenía que quitarme las gafas, cerrar los ojos y empezar. Sentía que conocía un secreto que los demás niños de mi edad ignoraban, porque e! profe de Ciencias no nos había hablado nunca de eso, y me enorgullecía de ello. Yo era claramente superior, aunque llevara gafas. Y para no tener que ensuciarme los calzoncillos, dejé de ponérmelos. Mamá estaba encantada con mis progresos, y fue por aquella época cuando la sorprendí en el cuarto con papá. Yo ya sabía lo que ellos hacían una vez al mes, porque no soy un imbécil, y de eso sí que nos habían hablado algo en el instituto. Pero verlo en directo es muy impresionante. Hace un olor especial, y los ruidos que hacen también son especiales. Papá lo tenía todo aún más grande y con más pelos que el psicólogo. Y mamá era como un... como un... como un túnel de color rosa que me dio miedo, porque yo sabía que cuando era pequeño había salido de ahí dentro. Los espié un buen rato. Papá era como una vaca enfurecida con las tetazas rebosantes de leche... Decía "¡Puta, puta, puta!" Pero mamá no le respondía. Sólo decía "¡Ay, ay, ay!". Me castigaron todo el fin de semana por hacer el mirón. En el instituto estábamos leyendo las cartas de San Juan de la Cruz y ahora lo entendía perfectamente. Él también debió de ver a sus padres de joven, y como a mí, la escena le puso en órbita. Seguro que los esquemas se le hicieron trizas como a mí. Yo sentía mis esquemas hechos trizas y tenía ganas de hablar con Dios, pero acabé pensando en la incalculable cantidad de trompas de falopio, cuellos uterinos, hímenes y clítoris que se estaban moviendo en aquel mismo instante
en e! mundo. Y movido por ese sentimiento de inmensidad absoluta, me muñí sin parar durante cuarenta y ocho horas seguidas. Fue maravilloso. Todas las niñas de mi clase desfilaron por mi cuarto. Todas tenían lo mismo entre las piernas y yo podía decirles, "¡Putas, putas, putas!" Todas las niñas del mundo quedaban al alcance de mi imaginación. Y mientras tanto pensaba en los millones de hombres que en aquel mismo instante estaban insultando y maltratando a mujeres. Me puse a sudar a chorros. Ríos y ríos de jugos y salsas estarían manando de los túneles de ellas- Cataratas, océanos de líquidos placenteros estarían manchando las sábanas de millones de camas. Montañas de braguitas se habrían quedado tiradas por el suelo, sobre alfom bras esponjosas, o encajadas en el dedo gordo del pie de millones de hombres encolerizados, que insultaban y pegaban, insultaban y pegaban. La idea era demasiado grande, era un suplicio, me superaba. Porque... ¿qué pasaba con todo aquel jugo? ¿A dónde iba a parar? ¿Volvía a la tierra pura dar gusto a los tomates y a los ajos, o se evaporaba y luego caía en forma de lluvia sobre nuestros cerebros para que el rito ese se repitiera eternamente? ¿O a lo mejor aquella salsa no era más que una ilusión que desaparecía después de los últimos insultos? No, no podía ser sólo una ilusión porque yo había visto en directo los jugos de mamá. Así que..., ¿a dónde iban aquellas toneladas de placer? ¿Llegaban al mar por vía del váter y volvían a las playas en verano para mezclarse con las cremas bronceadoras de los turistas? ¿O quizá ese placer era sólo una especie de plancton que servía para alimentar a los peces para que pusieran huevos y más huevos, y entonces el mar era como una caja azul en la que Dios almacenaba el ADN de los hombres? Eso parecía lo más probable, pero la idea me hacía estallar la cabeza. Me pasé mucho tiempo leyendo a San Juan de la Cruz intentando aclarar mis confusiones. Pero sólo veía túneles por todas partes. Los veía en el instituto, en el súper y hasta en misa.
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sé que no hay para tanto. Ahora espero caer lo más pronto posible en un túnel cualquiera e insultar a una niña hasta dejarla sorda... "¡Puta, puta,. puta!' espero que alguna me deje pegarla cuanto antes mejor... "¡Toma!", deseo que ella diga "¡Ay, ay, ay!" bajo el peso de mi cuerpo, espero que..., espero que..., espero que..., espero que..., ahhhh... Lo siento, es que no podía más. Lo juro. ¡Hala...!
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19.04.2010
Abrapalabra Literatura a mágie
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Inmóviles y moviéndose, oprimidos por tejanos lavados a la piedra o respirando libremente debajo de faldas de cuadros, iban de un lado a otro como arañas misteriosas. Y lodos me miraban sin perderme de vista con ojos acusadores. Fue una de las peores épocas de mi vida, porque creía que me volvía loco. Sabía que tarde o temprano acabaría cayendo en un túnel cualquiera, y me parecía un futuro demasiado incierto. Ahora, después de dos años de aquella crisis, -
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