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Luces de Bohemia Instituto Cervantes de Praga
Encuentros Literarios - Literární setkání
Abrapalabra Literatura a magie Praga 19.04.2010
Lecturas a cargo de: Denisa Škodová Alberto Ortiz Eva Kadleèkov? Jana Mejdrová Elena Buixaderas Alejandro Flores Fernández
Mónica Márquez Tania Ríos José María del Olmo Tamara Chervets Tomáš Denemark
Invitada especial: Tereza Riedlbauchová Música a cargo de: Elena Kubièková Música de la India / Indická klasická hudba - esraj
Alejo Carpentier (La Habana, 1904 – París, 1980) Fragmentos de Los pasos perdidos Como habíamos quedado solos en el comedor, fue hacia una especie armario con casillas, del que se desprendía un grato perfume a yerbas silvestres, cuya presencia, en un rincón, me tenía en curiosidad. Junto a frascos de maceraciones y vinagrillos, las gavetas ostentaban los nombres de plantas. La joven se me acercó y, sacando hojas secas, musgos y retamas, para estrujarlas en la palma de su mano, empezó a alabar sus propiedades, identificándolas por el perfume. Era la Sábila Serenada, para aliviar opresiones al pecho, y un Bejuco Rosa para ensortijar el pelo; era la Bretónica para la tos, la Albahaca para conjurar la mala suerte, y la Yerba de Oso, el Angelón, la Pitahaya y el Pimpollo de Rusia, para males que no recuerdo. Esa mujer se refería a las yerbas como si se tratara de seres siempre despiertos en un reino cercano aunque misterioso,
guardado por inquietantes dignatarios. Por su boca las plantas se ponían a hablar y pregonaban sus propios poderes. El bosque tenía un dueño, que era un genio que brincaba sobre un solo pie, y nada de lo que creciera la sombra de los árboles debía tomarse silpago. Al entrar en la espesura para buscar el retoño, el hongo o la liana que curaban, había que saludar y depositar monedas entre las raíces de un tronco anciano, pidiendo permiso. Y había que volverse deferentemente al salir, y saludar de nuevo, pues millones de ojos, vigilaban nuestros gestos desde las cortezas y las frondas. No sabría decir por qué esa mujer me pareció muy bella, de pronto, cuando arrojó a la chimenea un puñado de gramas acremente olorosas, y sus rasgos fueron acusados en poderoso relieve por las sombras. Iba yo a decir alguna elogiosa trivialidad cuando me dio bruscamente las buenas noches, alejándose de las llamas. Me quedé solo contemplando el fuego. Hacía mucho tiempo que no contemplaba el fuego. [...]
Allí, entre tinajas y tinajeros, ollas de barro y fogones de fuego de leña, estaba Rosario atareada en verter agua hirviente en un gran cono de paño tenido por anos de borra. [...] Con voz apacible me explicó que la oración a los Catorce Santos Auxiliares había llegado tarde para salvar al padre. [...] Mientras Rosario hablaba, me iba acercando a ella, atraído por una suerte de calor que se desprendía de su cuerpo y alcanzaba mi piel a través de la ropa. [...]A ratos me dejaba solo iba a la sala del velorio, y regresaba, secándose las lágrimas, a donde yo la esperaba con impaciencia de amante. Poco nos decíamos. Ella se dejaba contemplar, por sobre el agua de la tinaja, con una pasividad halagada que tenía algo de entrega. A poco dieron los relojes la hora del amanecer, pero no amaneció. Extrañados, salimos todos a la calle, a los patios. El cielo estaba cerrado, en donde debía alzarse el sol por una extraña nube rojiza, como de humo, como de cenizas candentes, como de un polen pardo que subiera rápidamente, abriéndose de horizonte a horizonte. Cuando la nube estuvo sobre nosotros, comenzaron a llover mariposas sobre: los techos en las vasijas, sobre nuestros hombros. Eran mariposas pequeñas, de un amaranto profundo, estriadas de violado, que se habían levantado por miríadas y miríadas, en algún ignoto lugar del continente, detrás de la selva inmensa, acaso espantadas arrojadas, luego de una multiplicación vertiginosa por algún cataclismo, por algún suceso tremendo, sin testigos ni historia. El Adelantado me dijo que esos pasos de mariposas no eran una novedad en la región, y que, cuando ocurrían, difícil era que en todo el día se viese el sol. El entierro del padre se haría, pues, a la luz de los cirios, en una noche diurna, enrojecida de alas. En este rincón del mundo se sabía aún de grandes migraciones semejantes a aquéllas, narradas por cronistas de Años Oscuros, en que el Danubio se viera negro de ratas, o los lobos, en manadas, penetraran hasta el mercado de las ciudades. La semana anterior —me
contaban— un enorme jaguar había sido muerto por los vecinos, en el atrio de la iglesia. Felisberto Hernández (1902-1963 Uruguay) Fragmento de El balcón En el Café del Teatro había mucho barullo, y fuimos a otro lado. El anciano estaba deprimido, pero tomó enseguida las esperanzas que yo le tendía. Le trajeron la bebida oscura en el vasito, y me dijo: (Anciano)-Anteayer había tormenta, y a la tardecita nosotros estábamos en el comedor. Sentimos un estruendo, y enseguida nos dimos cuenta que no era la tormenta. Mi hija corrió para su cuarto y yo fui detrás. Cuando yo llegué ella ya había abierto las puertas que dan al balcón, y se había encontrado nada más que con el cielo y la luz de la tormenta. Se tapó los ojos y se desvaneció. -¿Así que le hizo mal esa luz? (Anciano)-¡Pero, mi amigo! ¿Usted no ha entendido? -¿Qué? (Anciano)-¡Hemos perdido el balcón! ¡El balcón se cayó! ¡Aquella no era la luz del balcón! -Pero un balcón... Más bien me callé la boca. Él me encargó que no le dijera a la hija ni una palabra del balcón. Y yo, ¿qué haría? El pobre anciano tenía confianza en mí. Pensé en las orgías que vivimos juntos. Entonces decidí esperar blandamente a que se me ocurriera algo cuando estuviera con ella. Era angustioso ver el corredor sin sombrillas. Esa noche comimos y bebimos poco. Después fui con el anciano hasta la cama de la hija y enseguida él salió de la habitación. Ella no había dicho ni una palabra, pero apenas se fue el anciano miró hacia la puerta que daba al vacío y me dijo: (hija)-¿Vio cómo se nos fue? -¡Pero, señorita! Un balcón que se cae... (hija)-Él no se cayó. Él se tiró. -Bueno, pero... (hija)-No sólo yo lo quería a él; yo estoy segura
de que él también me quería a mí; él me lo había demostrado. Yo bajé la cabeza. Me sentía complicado en un acto de responsabilidad para el cual no estaba preparado. Ella había empezado a volcarme su alma y yo no sabía cómo recibirla ni qué hacer con ella. Ahora la pobre muchacha estaba diciendo: (hija)-Yo tuve la culpa de todo. Él se puso celoso la noche que yo fui a su habitación. -¿Quién? (hija)-¿Y quién va a ser? El balcón, mi balcón. -Pero, señorita, usted piensa demasiado en eso. Él ya estaba viejo. Hay cosas que caen por su propio peso. Ella no me escuchaba, y seguía diciendo: (hija)-Esa misma noche comprendí el aviso y la amenaza. -Pero escuche, ¿cómo es posible que?... (hija)-¿No se acuerda quién me amenazó?... ¿Quién me miraba fijo tanto rato y levantando aquellas tres patas peludas? -¡Oh!, tiene razón. ¡La araña! (hija) -Todo eso es muy suyo. Ella levantó los párpados. Después echó a un lado las cobijas y se bajó de la cama en camisón. Iba hacia la puerta que daba al balcón, y yo pensé que se tiraría al vacío. Hice un ademán para agarrarla; pero ella estaba en camisón. Mientras yo quedé indeciso, ella había definido su ruta. Se dirigía a una mesita que estaba al lado de la puerta que daba hacia al vacío. Antes que llegara a la mesita, vi el cuaderno de hule negro de los versos. Entonces ella se sentó en una silla, abrió el cuaderno y empezó a recitar: -La viuda del balcón... Gabriel García Márquez (Colombia, 1927) Fragmento de Cien años de soledad “Llevando un niño de cada mano para no perderlos en el tumulto, tropezando con saltimbanquis de dientes acorazados de oro y malabaristas de seis brazos, sofocado por el confuso aliento de estiércol y sándalo que exhalaba la muchedumbre, José Arcadio
Buendía andaba como un loco buscando a Melquíades por todas partes para que le revelara los infinitos secretos de aquella pesadilla fabulosa. Se dirigió a varios gitanos que no entendieron su lengua. Por último llegó hasta el lugar donde Melquíades solía plantar su tienda, y encontró un armenio taciturno que anunciaba en castellano un jarabe para hacerse invisible. Se había tomado de un golpe una copa de la sustancia ambarina, cuando José Arcadio Buendía se abrió paso a empujones por entre el grupo absorto que presenciaba el espectáculo, y alcanzó a hacer la pregunta. El gitano lo envolvió en el clima atónito de su mirada, antes de convertirse en un charco de alquitrán pestilente y humeante sobre el cual quedó flotando la resonancia de su respuesta: "Melquíades murió." Aturdido por la noticia José Arcadio Buendía permaneció inmóvil, tratando de sobreponerse a la aflicción, hasta que el grupo se dispersó reclamado por otros artificios y el charco del armenio taciturno se evaporó por completo. Más tarde, otros gitanos le confirmaron que en efecto Melquíades había sucumbido a las fiebres en los médanos de Singapur, y su cuerpo había sido arrojado en el lugar más profundo del mar de Java. A los niños no les interesó la noticia. Estaban obstinados en que su padre los llevara a conocer la portentosa novedad de los sabios de Memphis, anunciada a la entrada de una tienda que, según decían, perteneció al rey Salomón. Tanto insistieron, que José Arcadio Buendía pagó los treinta reales y los condujo hasta el centro de la carpa, donde había un gigante de torso peludo y cabeza rapada, con un anillo de cobre en la nariz y una pesada cadena de hierro en el tobillo, custodiando un cofre de pirata. Al ser destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro sólo había un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo. Desconcertado, sabiendo que los niños esperaban una explicación inmediata,
José Arcadio Buendía se atrevió a murmurar: -Es el diamante más grande del mundo. -No -corrigió el gitano-. Es hielo. José Arcadio Buendía, sin entender, extendió la mano hacia el témpano, pero el gigante se la apartó. "Cinco reales más para tocarlo", dijo. José Arcadio Buendía los pagó, y entonces puso la mano sobre el hielo, y la mantuvo puesta por varios minutos, mientras el corazón se le hinchaba de temor y de júbilo al contacto del misterio. Sin saber qué decir, pagó otros diez reales para que sus hijos vivieran la prodigiosa experiencia. El pequeño José Arcadio se negó a tocarlo. Aureliano, en cambio, dio un paso hacia adelante, puso la mano y la retiró en el acto. "Está hirviendo", exclamó asustado. Pero su padre no le prestó atención. Embriagado por la evidencia del prodigio, en aquel momento se olvidó de la frustración de sus empresas delirantes y del cuerpo de Melquíades abandonado al apetito de los calamares. Pagó otros cinco reales, y con la mano puesta en el témpano, como expresando un testimonio sobre el texto sagrado, exclamó: -Este es el gran invento de nuestro tiempo." Julio Cortázar (Bruselas 1914- París 1984) Fragmento de Axolotl Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl. […] Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran
animales. Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». [...] Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor.[...] Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí. Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él
estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. [...] Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre.[...] Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Juan Rulfo (Méjico, 1917 - 1986) Fragmento de Pedro Páramo Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre hace ya muchos años; sobre el mismo colchón; bajo a misma cobija de lana negra con la cual nos envolvíamos las dos para dormir. Entonces yo dormía a su lado, en un lugarcito que ella me hacía debajo de sus brazos. Creo sentir todavía el golpe pausado de su respiración; las palpitaciones y suspiros con que ella arrullaba mi sueno... Creo sentir la pena de su muerte... Pero esto es falso. Estoy aquí, boca arriba, pensando en aquel tiempo para olvidar mi soledad. Porque no estoy acostada sólo por un rato. Y ni en la cama de mi madre, sino dentro de un cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta. Siento el lugar en que estoy y pienso... Pienso cuando maduraban los limones. En el viento de febrero que rompía los tallos de los helechos, antes que el abandono los secara; los limones maduros que llenaban con su olor el viejo patio. [...]Y los gorriones reían; picoteaban las hojas que el aire hacía caer, y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían. Era esa época. En febrero, cuando las mañanas estaban llenas de viento, de gorriones y de luz azul. Me acuerdo. Mi madre murió entonces. [...] HOMBRE —¿Eres tú la que ha dicho todo eso, Dorotea?
DOROTEA —¿Quién, yo? Me quedé dormida un rato. ¿Te siguen asustando? HOMBRE —Oí a alguien que hablaba. Una voz de mujer. Creí que eras tú. DOROTEA —¿Voz de mujer? ¿Creíste que era yo? Ha de ser !a que habla sola. La de la sepultura grande. Doña Susanita, Está aquí enterrada a nuestro lado. Le ha de haber llegado la humedad y estará removiéndose entre el sueño. HOMBRE —¿Y quién es ella? DOROTEA —La última esposa de Pedro Páramo. Unos dicen que estaba loca. Otros, que no. La verdad es que ya hablaba sola desde en vida. HOMBRE —Debe haber muerto hace mucho, DOROTEA —¡Uh, sí! Hace mucho. ¿Qué le oíste decir? HOMBRE —Algo acerca de su madre. DOROTEA —Pero si ella ni madre tuvo... HOMBRE —Pues de eso hablaba. DOROTEA —...O al menos, no la trajo cuando vino. Pero espérate. Ahora recuerdo que ella nació aquí y que ya de añejita desaparecieron. Y sí, su madre murió de la tisis. Era una señora muy rara que siempre estuvo enferma y no visitaba a nadie. HOMBRE —Eso dice ella. Que nadie había ido a ver a su madre cuando murió. DOROTEA —¿Pero de qué tiempos hablará? Claro que nadie se paró en su casa por el puro miedo de agarrar la tisis, ¿Se acordará de eso la indina? HOMBRE —De eso hablaba. DOROTEA —Cuando vuelvas a oírla me avisas, me gustarla saber lo que dice. HOMBRE —¿Oyes? Parece que va a decir algo. Se oye un murmullo. DOROTEA —No, no es ella. Eso viene de más lejos, de por este otro rumbo. Y es voz de hombre. Lo que pasa con estos muertos viejos es que en cuanto les llega la humedad comienzan a removerse. Y despiertan.
Tereza Riedlbauchová (Praga, 1977) del poemario Don Víctor juega y otros poemas El vestido Te desabrochas el vestido rojo por la espalda tu cuerpo emerge como la luna se parece a un pez con aletas azules con pasión y con el anillo de una boca rígida un barco degollado profundamente por una cuchilla el mar quiere la luna, el pez y el barco le asusta la danza bailas como una muñeca sobre el reloj te estiras como un tigre al final eres una acróbata en el circo mientras, el vestido ha ennegrecido al atardecer crecieron en él unas flores rojas
Fuga para pianista y dos marionetas a Slávka Pìchoèov? Por la sala vuela la cola arrancada de un piano de las p?ginas abiertas se derraman las notas ojos cerrados y abiertos la pianista, espalda piernas y cabello, est? compuesta de tres l?neas de tres cuerdas, de sus largos y fuertes dedos asciende una nube de historias Dos marionetas saltan por la tapa del piano el mu? eco se tambalea ante el abismo de las cuerdas después salta y corretea por ellas tranquilamente la mu? eca baila y luego... se arranca la blusa y la falda se dobla por la cintura y le ense? a al mu? eco su pubis Este con un gesto amistoso se abre el frac del abrigo sale un esqueleto por sus caderas pasa un cisne blanco
Helios I El mito La cabellera roja rueda por la mesa ovalada La cabeza sesgada de Holofernes dos jarrones con jacintos imitan las ventanas alargadas lágrimas azules gotean sobre la mesa de sacrificios tengo los ojos encendidos por la sangre jubilosa Me despierto temprano - luce la cabellera solar con un tono rosado durante el día escucho su risa alegre en el cielo al atardecer las ancianas comienzan a ulular me tiendo en las losas y abro los muslos una bola ardiente atraviesa mis entrañas De pronto mis senos son plateados tensos como un animal de caza y tú desde el vientre hasta el horizonte absorbes los aromas de cada uno de mis poros me he sentado en la orilla de tus ojos grises te has hundido en la corteza de mi cuello para saborear la savia de mi cuerpo extinguido transparente de júbilo y chispeante resplandor me elevo como un pétalo de jazmín Te encuentro entre las nubes Helios, dios pelirrojo del sol Hermes, enviado de los dioses y profanador de magnolias, he arrojado mi cruz y adoro tu cuerpo de alabastro Estas doradas crestas de las olas marinas estos amarillos y olorosos campos de cebada campiña francesa repleta de viñas entre las uvas corren zorros de colas rojizas Yo jazmín - luna yo inseparable de ti cielo noche que alumbra hijos pelirrojos
La melancolía blanquea mis talones el río se ha quedado ciego y mordisquea la orilla una canción silenciosa se aprieta contra las ventanas las flores caen bajo el peso de la lluvia los pétalos de la peonía roja tus múltiples cabezas la habitación se ha vestido de bastidores blancos sale de ellos un pubis azul un abanico que busca tu hermosa mano se oye una risa de lagartija de tu boca salen nubes de sol y otros cuerpos celestes Helios
III El llanto de Perseis
Próxima sesión: 31.05.2010 Caperucita vieja Dìtská literatura pro dospìlé
A las 20 h. en Literární Kavárna Øetìzová Información actualizada en: www.lucesdebohemia.cz
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II Peonía múltiple
La gente en la plaza de Loreto, de vivos colores como libros en una estantería blanca, revolotea sobre las baldosas claras, www.lucesdebohemia.cz los observo desde la ventana y dirijo un teatro de marionetas a la espalda ramos marchitos de campanillas ¡Búscanos en ! una cabeza rizada y ondulante ¡Hazte amigo de iluminada por el atardecer, Luces de Bohemia! se acercan las hermanas benefactoras y tiernas - let Eos, la diosa del atardecer, y Selene, la Luna, 6 años 10 -2 me llevan por la noche y me ayudan 4 200la liter0atura con l o añ en mi espera a Helios p en es amante de los juegos alegres, de las curvas secretas de mujer de las olas y las extremidades emergentes de las Oceánides Perseis - antes de morir en la orilla de amor quedo y devoto por la flecha de Eros llama "Selene, llévame a mi amado quisiera ver como descansan los inmortales quiero ver sus movimientos en el viento nocturno el llameante desfile de sus cabellos le susurro amado, de noche las flores se arrullan con el rocío vuestra ternura es noble e impetuosa y vuestro cuerpo áureo Selene, llévame a mi amado”
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