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Luces de Bohemia Instituto Cervantes de Praga

Encuentros Literarios - Literární setkání



Tentaciones Pokušení Praga 14.03.2011 Lecturas a cargo de: Petra Vavroušová Elena Buixaderas Alberto Ortiz Eva Šašková Luis Badía Denisa Škodová Jorge Ramos Mónica Márquez Alejandro Flores

7 años

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Invitado especial: Petr Zavadil Música: Martina Trchová

Javier Tomeo (Huesca, España 1932) Escena de Historias mínimas Departamento de vagón de ferrocarril. HOMBRE a la derecha y MUJER a la izquierda. El HOMBRE, que finge leer un periódico, lanza ávidas miradas a las piernas de la MUJER. En un momento determinado, dobla el periódico, lo deja a un lado, cruza los brazos y suspira. HOMBRE. No puedo evitarlo, señorita, debo decirle que su presencia me enerva. MUJER. ¿Qué es lo que dice usted? HOMBRE. Quiero decir que su proximidad me pone nervioso. MUJER.¿Y eso, por qué? HOMBRE. Usted, señorita, pertenece a esa categoría de mujeres que no pueden verse sin ser deseadas. MUJER. ¡Vaya ocurrencia! HOMBRE. Usted pone a prueba todos mis buenos principios. MUJER. Lo que usted dice se merecería una dura reprimenda. Es inconcebible que todavía queden hombres de su ralea. ¿Piensa, acaso, que las mujeres somos como manzanas? ¿Cree que podemos ser deseadas y cogidas, sin más problemas que alargar el brazo? HOMBRE. Yo no le he dicho nada de eso señorita.

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MUJER. Como si lo hubiese dicho. He conocido a otros hombres como usted. HOMBRE. Sabrá, entonces, que tengo a todas las mujeres en la más alta consideración. MUJER. Permítame que lo ponga en duda. La verdad es que, desde el instante que le vi, me sentí incomodada por su mirada de fauno. HOMBRE. ¿Piensa usted, de verdad, que tengo mirada de fauno? ¿Está usted segura? MUJER. Mírese en un espejo, señor. Tiene usted la clase de mirada que ha atormentado mis peores pesadillas. HOMBRE. En ese caso, señorita, creo que será mejor que cambie de departamento. Lanza a la MUJER una torpe sonrisa, recoge el maletín y sale al pasillo. Su gesto, sin embargo, resulta inútil, porque su mirada, como el rastro plateado que va dejando un caracol, se quedó en el departamento trazando todavía obscenos arabescos sobre las pantorrillas de la MUJER. Sergio Pitol (Puebla, México 1933) Fragmento de Icaro Se emborrachan. El protagonista escucha cómo aquel viejo desdentado, sucio, desaliñado hasta lo imposible, que no ha dejado, ni siquiera en los momentos de mayor fraternidad, de producirle cierta repulsión (pues en cierto modo es como verse reproducido en un espejo que le obsequia su


imagen futura, una imagen que casi le pisa los talones), le confecciona con gran locuacidad y un enorme despliegue de muecas, de carcajadas que dejan al desnudo las encías, los restos de dientes putrefactos, con guiños que ponen todo el rostro en movimiento hasta formar un crucigrama de arrugas, suciedad y pelos, un porvenir despojado de preocupaciones económicas. Lo oye, al principio, con asombro, luego con un tembloroso deseo de participación, al final con entusiasmo, narrar sus experiencias en aquella cabaña donde escribe cuando le viene en gana, sin preocupaciones de ninguna especie, y de la que muy de tarde en tarde bajaba al pueblo para comprar algún periódico, aunque ahora lo hacía más a menudo para conversar con él, pues no era frecuente encontrarse en esos tiempos con gente de la ciudad, mucho menos de su categoría, y lo invita a compartir con él su casa. Allí conocerá la calma que buscaba y podrá terminar esa novela de la que en varias ocasiones le ha hablado. Siguen bebiendo. Luego, tambaleantes, con pasos inseguros, suben al cuarto. Con la ayuda del poeta recoge sus cosas y las guarda en la maleta.[...] Después, bajo una lluvia fina, en medio de la oscuridad, caminan por la larga y estrecha calle principal (la única) del pueblo, al lado del mar. Comienzan a ascender la montaña por una vereda empedrada. La lluvia los ciega a momentos; caen de cuando en cuando, maldicen estrepitosamente, se detienen a tomar aliento. La botella pasa de mano a mano con cierta regularidad. Ambos, él sobre todo, están del todo ebrios. Siguen caminando. Al final aparece el reducto de su amigo, unas grandes peñas mal arracimadas, como gajos desprendidos de la misma montaña, cubiertas con un techo de paja. El poeta empuja la puerta y lo invita a pasar. En ese momento, fulminado, se da cuenta de todo. Contempla el montón de paja húmeda que compartirán esa noche, los restos de una fogata, el suelo de tierra empapada. Advierte, con indecible horror, que la vida ha logrado aprehenderlo, que le ha dado cuerda durante varios años,

reduciéndole cada vez más el cordel. Sabe que aquel vejete inmundo ha sido el cebo que lo condujo a la trampa, que el mundo ha logrado por fin desembarazarse de él, ponerle, ¡y con qué rigor!, los puntos sobre las íes, excluirlo definitivamente. Sabe que no podrá vivir en aquella pocilga, pero que tampoco le permitirán volver al hotel; que ha trascendido para siempre esa etapa. [...]Sabe que a partir del día siguiente deberá buscar ramas secas para calentarse, que se ha convertido en el criado del poeta. De vez en cuando bajará al pueblo a mendigar y comprar víveres y alcohol. Para la gente del lugar no será sino un loco más. También a él se le pudrirán los dientes. Sale de la cabaña, comienza a correr, equivoca el sendero. La lluvia se ha vuelto, otra vez, torrencial. Corre al lado del acantilado, resbala, emite un grito breve, más bien un gemido. La cesta queda flotando sobre el agua. Icaro ha vuelto a hundirse en el mar. Alberto Olmos (Segovia, España 1975) Fragmento de Tatami Voy a Tokio a dar clases de español. Eso hago. Acabo de licenciarme en Filología Hispánica. Quiero ser profesora de literatura en un instituto de prestigio, pero antes me apetece viajar un poco. [...] El trabajo en Tokio es el premio por todos estos años de abnegado estudio. Visitar Japón no era mi sueño pero estoy dejando que lo sea. Japón: es exótico, es interesante, está lejos. Espero ganar mucho dinero y divertirme, hacer amigos de distintos países y perder mi virginidad. Tengo un año para conseguir mis objetivos, aunque no me importaría demasiado conseguirlos en un mes y después inventarme nuevos objetivos.[...] Después de una hora y media de vuelo, el pasajero de mi derecha se ha despertado. Quizá ha sido culpa mía. Ocupo el asiento junto al pasillo y, al volver de los aseos, me he dejado caer en mi sitio con excesiva indolencia. Eso ha provocado una vibración en la estructura de la fila 45 (sección A, B y C) que muy probablemente ha sacado a mi


vecino de su duermevela. Lo lamento profundamente porque ahora, cuando ya me he puesto los auriculares y visiono con meridiano placer los primeros compases de una película de Tom Cruise en la pantalla superior, noto la mirada de mi vecino sobre mí. Yo creo que es un sexto sentido, aunque también puede calificarse como paranoia: el caso es que percibo con bastante puntería cuándo alguien me está mirando los pechos. Llevo puesto un top de color naranja, con un trébol de cuatro hojas estampado en el centro. La prenda está algo vieja, y dada de sí, por lo que el escote que me suministra es mucho más generoso que el estipulado de fábrica. Precisamente me he puesto este top para el viaje de catorce horas porque voy más cómoda. No esperaba encontrarme con un pasajero tan lúbrico. [...] No quiero crear un conflicto con alguien que va a estar a mi lado durante tantas horas. Pero tampoco quiero aguantar su morbosa mirada. La única solución es girarme y darle a entender que estoy pendiente de mi eslora, y que mi escote no es algo que se pueda mirar como un paisaje pirenaico. He vuelto el cuello y he sonreído. Él no me ha devuelto la sonrisa pero sí la mirada. [...]Ahora temo que crea que su interés sexual es correspondido. —Hola —me dice. —Hola —contesto. A continuación dice algo más, pero no tan simple que pueda leer sus labios sin necesidad de quitarme los auriculares. —¿Perdón? —he puesto los cascos sobre mi regazo—. ¿Perdón? —Digo que si es la primera vez que viajas a Japón. ¿Es la primera vez? —Sí. ¿Se nota? —No. No sé. Yo no lo noto —el hombre me mira los pechos descaradamente y añade—: Yo es la segunda vez que viajo a Japón. —Ah —tengo que decirle que deje de mirar mis tetas. —Supongo que el hecho de que te lleve un viaje de ventaja no significa nada. No significa que pueda adivinar cuántas veces has ido tú.

Me gustan tus pechos. —... —¿Sabes? Las japonesas los tienen muy pequeños. De algunas podemos decir que carecen de ellos. Son muy delgadas. En todo caso yo soy virgen de japonesas. —... —Aunque es cierto que tuve mis escarceos con una, hace tiempo, en mi primer viaje. Es una historia muy triste. Te la cuento. Menchu Gutiérrez (Madrid, 1957) El hambre y la sed Contra toda lógica carcelaria, el techo y el suelo de la celda están agujereados y una escalera de caracol la atraviesa de parte a parte. La celda está comunicada con un piso superior y con un piso inferior a través de esa estructura metálica que sube o desciende – según se mire – y de la que el prisionero se mantiene alejado, como si quemara. Una presencia tan sólida provoca el efecto contrario del que parece proponer. El prisionero no sólo no se plantea la evasión, sino que jamás pondrá un pie en ella, ni siquiera para asomar la cabeza por encima del nivel del techo o para aventurar un pie hacia la oscuridad que nace en el suelo, a la altura del piso inferior. El prisionero asocia cualquiera de estos movimientos a una muerte segura. En su desesperante inmovilidad, otras veces piensa que el piso superior apagaría su hambre, mientras que el piso inferior apagaría su sed. Y, así, se debate como el asno de aquel problema filosófico que, al no poder elegir entre una bala de heno situada a igual distancia que otra, idéntica, a la primera, termina por morir de inanición. Su dilema consiste en elegir entre morir de sed o morir de hambre. Si eligiera la primera muerte, sentiría los velos de su lengua y de su paladar como un lienzo seco que nada puede humedecer. Vería la imagen de un charco de saliva bajo un sol abrasador evaporarse lentamente, y, en mitad del charco, las cuadernas, de su paladar. Si eligiera la segunda, sentiría el


desplazamiento de la boca, el hundimiento de la boca hasta el estómago. Porque morir de hambre es dejar de tener dientes, lengua o paladar y tener sólo estómago. Sólo una voz que llama desde esa cavidad vacía. Elegir entre el piso superior y el piso inferior. Entre la muerte y la muerte. Gustavo Adolfo Bécquer (Sevilla, 1836 – 1870) La pereza Es cosa sabida que la bienaventuranza de los justos es una felicidad inmensa, que no acertamos a comprender ni a definir de una manera satisfactoria. La inteligencia del hombre, embotada por su contacto con la materia, no concibe lo puramente espiritual, y esto ha sido la causa de que cada uno se represente el cielo, no tal cual es, sino tal como quisiera que fuese. Yo lo sueño con la quietud absoluta, como primer elemento de goce: el vacío al rededor, el alma despojada de dos de sus tres facultades, la voluntad y la memoria, y el entendimiento, esto es, el espíritu, reconcentrado en sí mismo, gozando en contemplarse y en sentirse. La mejor prueba de que la pereza es una aspiración instintiva del hombre, y uno de sus mayores bienes, es que, tal como está organizado este pícaro mundo, no puede practicarse, o al menos su práctica es tan peligrosa, que siempre ofrece por perspectiva el hospital...Y que el mundo tal como lo conocemos hoy, es la antítesis completa del paraíso de nuestros primeros padres, también es cosa que por lo evidente no necesita demostración. Sin embargo, el cielo, la luz, el aire, los bosques, los ríos, las flores, las montañas, la creación, en fin, todo nos dice que subsiste la pereza. ¿Dónde está la variación? El hombre ha comido la fruta prohibida; ha deseado saber: ya no tiene derecho a ser perezoso. —¡Trabaja, muévete, agítate para comer! Esto es tan horrible como si nos dijeran: —¡Da a esa bomba, suda, afánate para coger el aire que has de respirar!

Cuántas veces, pensando en el bien perdido por la falta de nuestros primeros padres, he dicho en el fondo de mi alma, parodiando a Don Quijote en su célebre discurso sobre la edad de oro: —¡Dichosa edad, y dichosos tiempos aquellos en que el hombre no conocía el tiempo, porque no conocía la muerte, e inmóvil y tranquilo gozaba de la voluptuosidad de la pereza en toda la plenitud de sus facultades! — Yo quisiera pensar para mí y gozar con mis alegrías, y llorar con mis dolores, adormecido en los brazos de la pereza, y no tener necesidad de divertir a nadie con la relación de mis pensamientos y mis sensaciones más secretas y escondidas. Aún me acuerdo de que en una ocasión, sentado en una eminencia, desde la que se dilataba ante mis ojos un inmenso y reposado horizonte, llena mi alma de una voluptuosidad tranquila y suave, inmóvil como las rocas que se alzaban a mi alrededor y de las cuales creía yo ser una, una [roca] que pensaba y sentía como yo creo que sentirán y acaso pensarán todas las cosas de la tierra, comprendí de tal modo el placer de la quietud y la inmovilidad perpetua, la suprema pereza tal y tan acabada como la soñamos los perezosos, que resolví escribirle una oda y cantar sus placeres, desconocidos de la inquieta multitud. Ya estaba decidido; pero al ir a moverme para hacerlo, pensé, y pensé muy bien, que el mejor himno a la pereza es el que no se ha escrito ni se escribirá nunca. El hombre capaz de intentarlo se pondría en contradicción con sus ideas. Y no lo escribí. En este instante me acuerdo de lo que pensé ese día: pensaba extenderme en elogio de la pereza, a fin de hacer prosélitos para su religión. ¿Pero cómo he de convencer con la palabra, si la desvirtúo con el ejemplo? ¿Cómo ensalzar la pereza trabajando? Imposible. La mejor prueba de mi firmeza en las creencias que profeso es poner aquí punto y acostarme. ¡Lástima que no escriba esto sentado ya en la cama! ¡No tendría más que recostar la cabeza, abrir la mano y dejar caer la pluma!


Virgilio Díaz Grullón (República Dominicana, 1924-2001) Edipo Eduardo...había permanecido abstraído de cuanto le rodeaba y sólo cuando alguien le rozó al pasar, comprendió que la intervención del cura había terminado y se iniciaba ahora la marcha hacia el cementerio. Frente a la iglesia, el reloj de la plaza cantó seis sonoras campanadas... Las seis: hacía justamente nueve horas que había muerto y a Eduardo le sorprendió aquella cronométrica exactitud. A su padre sin duda le habría gustado saber que todo se había realizado a su debido tiempo. Que cada quien había cumplido a cabalidad su obligación. Pero ya al viejo no podría alegrarlo eso ni ninguna otra cosa en el mundo, porque estaba muerto, para siempre. Si hurgaba en su memoria, allá en lo mas profundo de su reminiscencia, la primera noción que conservaba de la existencia de su padre se confundía con una voz aterradora que tronaba por encima de su cabeza mientras él corría a guarecerse en el regazo tibio de la madre... Aquella escena debió repetirse muchas veces porque, al recordarla, la asociaba con diferentes acontecimientos de su infancia... Las primeras lecciones de equitación (el viejo azotándose furiosamente las botas con una fusta flexible: “algún día haré un hombre de esta mujercita!”... y el terror del niño al lomo inseguro del caballo)... O el primer disparo con la escopeta de caza, apenas sostenida entre sus manos temblorosas (la voz iracunda del padre a sus espaldas: “Aprieta el gatillo de una vez, cobarde!”... O el chapuzón inesperado en el mar, y la angustia de sumergirse hasta el fondo, y los gritos mudos bajo el agua, y la risa odiosa del viejo en lo alto del trampolín... Una mano se apoyó en el hombro de Eduardo y una voz dijo a su espalda: “Le acompaño en su sentimiento, joven”. “Gracias, muchas gracias”, respondió sobresaltado. ¿Sería la expresión de su rostro, adecuada a las circunstancias?... ¿Estaba dándole a toda aquella gente la impresión de una pena honda,

aunque discretamente expresada?... Tal vez debía pedirle a uno de los hombres que le permitiera cargar en su lugar el ataúd... ¡Qué vivamente recordaba el gesto brutal de aquellas manos rompiendo su primer boceto de dibujo!... Fue un domingo por la tarde. El viejo jamás entraba en la habitación de su hijo; pero aquel día, al pasar junto a la puerta, debió sospechar del movimiento brusco del niño cerrando la gaveta baja del armario al oír sus pasos por el corredor... Se detuvo un instante en el umbral, entró luego sin dar explicaciones y sacando la cartulina de su escondite, la rasgó de arriba a abajo con un solo movimiento poderoso de sus manos... “¡Si vuelvo a encontrar otra tontería de estas en la casa, será su cara la que voy a partirle en pedazos!... ¡Y no siga llorando, que los hombres no lloran!...” Y ahora sus manos estaban inmóviles, cruzadas por encima de su pecho sin aire, y no volverían jamás a romper nada. Los hombres depositaron el féretro en el suelo, se secaron el sudor de la frente, y observaron atentos los movimientos precisos y hábiles con que el albañil mezclaba el cemento y la arena húmeda amontonados junto a la tumba. “Buena cara para un estudio”, pensó Eduardo apreciando los rasgos fuertes y angulosos del rostro que se inclinaba frente a él, concentrado en su tarea... Ahora trabajaría mucho. Debía recuperar todo el tiempo perdido... Mañana mismo traería sus telas y útiles de pintura de la capital... A una señal del albañil, los hombres habían levantado el ataúd y lo estaban introduciendo horizontalmente en el nicho. Al principio rodó fácilmente hacia el fondo, pero de pronto, como si algún objeto extraño se interpusiese en su camino, se detuvo en seco y permaneció inmóvil. Los hombres se consultaron entre sí murmurando en voz baja. A Eduardo sólo le llegaban algunas frases sueltas... “...la caja es demasiado ancha...” ”debe haber algo ahí dentro”, “...son las agarraderas. Hay que quitárselas”... “Sujete usted por aquel extremo: vamos a sacarlo de nuevo”...


Sin darse apenas cuenta de lo que hacía, dominado por un oscuro impulso irresistible, Eduardo corrió hacia delante, echó bruscamente a un lado a quienes se interponían en su camino, y apoyando primero las manos y luego el hombro sobre el extremo saliente del féretro, estuvo allí empujando con todas sus fuerzas, desesperadamente, como si de aquel esfuerzo formidable dependiera su vida entera, hasta que un golpe seco y sordo le anunció al fin que el otro extremo de la caja había llegado al fondo del nicho. Sólo entonces se retiró algunos pasos, tembloroso y jadeante, y mientras el albañil completaba su labor, permaneció callado e inmóvil, con la mirada fija en la boca del nicho hasta que el último ladrillo la cerró por completo para siempre. Alfonsina Storni (Suiza 1982 - Argentina, 1938) Tentación Afuera llueve; cae pesadamente el agua que las gentes esquivan bajo abierto paraguas. Al verlos enfilados se acaba mi sosiego, me pesan las paredes y me seduce el riego sobre la espalda libre. Mi antecesor, el hombre que habitaba cavernas desprovisto de nombre, se ha venido esta noche a tentarme sin duda, porque, casta y desnuda, me iría por los campos bajo la lluvia fina, la cabellera alada como una golondrina. Francisco Brines (Valencia, España Madrigal nocturno

1932)

Tus nocturnos cabellos de oro, racimillos [de uva, vericuetos de la paciencia y asombros [del espejo, ¿cómo usar de ellos, pues que sin [pensamiento, aún vano, existen? Tentación de la mano, si no desenredara

[presas plumas de siniestras aves: encanalladas risas callejeras, gestos mohines, escándalos [domésticos; tentación de los ojos, para enjugar sus [blandos hilos el apócrifo llanto de un alba más cercana, con más copas bebidas; ardiente tentación de hacer caer en ellos el tedio de las horas, la dormida ceniza [del cigarro. ¿De qué podrá servir, en esta noche, [tu artificiosa adolescencia? Manuel Vázquez Montalbán (Barcelona, 1939 - Bangkok, 2003) Hölderlin 71 Ya se diluyeron los dioses aquellos días en que a su luz la realidad parecía ser propicia ahora el áspero fieltro del horizonte las ruinas de los deseos sus cascotes de ladrillos en perpetuo derribo todo conduce a la mediocre ternura por un desamparo compartido hijos de la ira sin padres suficientes abandonados por el absoluto fugitivos del paraíso desahuciados para la rehabilitación no venderemos el alma al dinero ni a la Historia ¿nos bastará el pan y el vino la entrega sospechosa de otro cuerpo pasajero? o la constante tentación del suicidio esa tenaz insistencia de héroes subempleados.


Efrén Rebolledo (México, 1877-1929) La tentación de San Antonio Es en vano que more en el desierto el demacrado y hosco cenobita, porque no se ha calmado la infinita ansia de amar ni el apetito ha muerto. Del oscuro capuz surge un incierto perfil que tiene albor de margarita, una boca encarnada y exquisita, una crencha olorosa como un huerto. Ante la aparición blanca y risueña, se estremece su carne con ardores febriles bajo el sayo de estameña, y piensa con el alma dolorida, que en lugar de un edén de aves y flores, es un inmenso páramo la vida. Pablo García Baena (Córdoba, España, 1923) Fragmento de Tentación en el aire Sabía que vendrías a hablarme y no te huía demonio, ángel mío, tentación en el aire. Sabía que tus ojos ahogarían mis ojos cansados ya de largos horizontes de hastío y de copiar tranquilos paisajes de remanso. Antes de verte, lejos, te adiviné en mi alma, como algún fauno joven que con su flauta [báquica avivara en mi carne un fuego leve, quieto, amenazado casi de apagarse algún día, rodeado de hielos, engaños de mí mismo. Al escuchar mi oído la brisa de tus voces, ángel mío, demonio, tentación en el aire, aquel día que el cielo brillaba y era Agosto sentí en mi alma un roce de blandas [plumas blancas como si frescas alas me nacieran de pronto, y mi ser se llenara de pájaros cantores. En silencio, callado, yo te entregué mi alma, aquella que había sido espada victoriosa, que había decapitado todas las tentaciones a ti, mi ángel malo, te la entregué sin lucha,

y tú con tu sonrisa, ¡oh tu risa que hiere!, arrancaste de mí los altivos laureles y casi sin mirarlos, despreciaste a aquel que alargando la mano te los daba vencidos. Por seguir tus caminos dejé en un lado a Cristo, tentación en el aire, ángel mío, demonio; deserté de las blancas banderas del ensueño para seguir, descalzo, tus huellas que [manchaban. Abandoné los quietos pensativos cipreses levantados al cielo, místicos del paisaje, para pisar el polvo y las ruines hierbas que ocultan con sus verdes el agua cenagosa. Robaste de mi cielo las piadosas estrellas, aquellas que eran tenue revuelo de cristales caído del regazo virginal de la tarde, y sólo me dejaste a la impúdica Venus, brillante de lujuria, y al ciego Amor, el falso, el inconstante, el loco, el que adorna su frente, no con la eterna yedra sino con la guirnalda de los mirtos lascivos y las rosas de un día; aquél que con sus risas ha trastornado [el mundo sin ver nunca si el dardo que alegremente [arroja hiere sólo la carne o llega al hondo espíritu hasta hundirlo en la muerte o en la locura [acaso. Julio Ramón Ribeyro (Lima, Perú 1929-1994) Fragmento de Solo para fumadores Me encontraba en Huamanga, como profesor de su universidad, que acababa de reabrirse luego de tres siglos de clausura.[...] Soltero, sin obligaciones y ganando un buen sueldo, podía surtirme de la cantidad de Camel que me diera la gana, pues había adoptado esa marca, quizás por la afinidad que existía entre el camello y las llamas y vicuñas que circulaban por el pueblo. Pero una noche, conversando y fumando con mis colegas en un café de la plaza de Armas, me sentí repentinamente mal. La cabeza me daba vueltas, tenía dificultades para respirar, sentía punzadas en el corazón. Me retiré a mi hotel y


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me tiré en la cama, confiado en que reposando me iba a recuperar. Pero mi estado se agravó: el techo se me venía encima, vomité bilis, me sentí realmente morir. Me di cuenta entonces de que eso se debía al cigarrillo, de que al fin estaba pagando al contado la deuda acumulada en quince años de fumador desenfrenado. Era necesario tomar una decisión radical. Pero no solo tomarla -no fumar más- sino consagrarla con un acto simbólico que sellara su carácter sacramental. Me levanté de la cama tambaleante, cogí mi paquete de Camel y lo arrojé al terreno baldío que quedaba al pie de mi ventana. Nunca más, me dije, nunca más. Y desahogado por ese rasgo de heroísmo, caí nuevamente en mi cama y me quedé al instante dormido. Pasada la medianoche me desperté, recordé mi determinación de la víspera y me sentí no solo moralmente reconfortado sino físicamente bien. Tanto, que me levanté para consignar mi renuncia al tabaco en líneas que imaginé, si no inmortales, dignas al menos de una merecida longevidad. Escribí en realidad varias páginas glorificando mi gesto y prometiéndome una nueva vida, basada en la austeridad y la disciplina. Pero a medida que escribía me iba sintiendo incómodo, mis ideas se ofuscaban, penaba para encontrar las palabras, una angustia creciente me impedía toda concentración y me di cuenta de que lo único que realmente quería en ese momento era encender un cigarrillo. Durante una hora al menos luché contra este llamado, apagando la luz para tirarme en la cama e intentar dormir, levantándome para poner música en mi tocadiscos portátil, bebiendo vasos y vasos de agua fresca, hasta que no pude más: cogí mi abrigo y decidí salir del hotel en busca de cigarrillos. Pero ni siquiera salí de mi cuarto. A esa hora no había nada abierto en Huamanga. Empecé entonces a revisar los bolsillos de todos mis sacos y pantalones, los cajones de todos los muebles, el contenido de maletas y maletines, en busca del hipotético cigarrillo olvidado, tirando todo por los aires y a medida que más infructuosa era mi búsqueda más tenaz era mi deseo. De pronto mi mente se iluminó: la solución estaba en el paquete que

había arrojado por la ventana. Cuando me asomé a ella vi ocho o diez metros más abajo el terreno baldío vagamente iluminado por la luz de mi habitación. Ni siquiera vacilé. Salté al vacío como un suicida y caí sobre un montículo de tierra, doblándome un tobillo. A gatas exploré el desmonte alumbrado por mi encendedor. !Allí estaba el paquete! Sentado entre las inmundicias encendí un pitillo, levanté la cabeza y lancé la primera bocanada de humo hacia el cielo espléndido de Huamanga. Carlos Reyes Ávila (México, 1976) El desierto no es para cobardes En el desierto todo tiene el mismo nombre dios y el diablo viven juntos y andan de [puntillas correteándose las sombras tentación solar el nombre de tu cuerpo un cacto da lo mismo espinas que [flores luminosas acá amor y sexo se escriben con la misma mano libro de arena el corazón se desmorona [para emprender el viaje en el avance de las dunas el viento se descubre el desierto nunca se detiene avanza en los círculos concéntricos de la sed esa que no ha de saciarse mas que [en lenguas amorosas porque acá el amor es algo duro es algo de otro mundo es un asunto que sólo en tus labios [ puede resolverse el desierto está donde mismo siempre [y nunca es el mismo es la medida del temple de los hombres el espejo del coraje porque para amar es necesario ser osado hay que pasar cuarenta días con sus noches [y resistir las tentaciones el desierto pone a prueba tu resistencia tu amante forma de estar en el mundo en el desierto no hay nada y lo tienes todo no hace falta cargar maletas todo lo que hace falta es un corazón maleable una mujer que te acompañe aunque [no sea tuya


porque ella vivirá en tu sangre si el desierto [lo decide acá en torreón el sol es un asunto en serio y las [mujeres son sirenas de bruñido bronce si vienes algún día no te asustes no te escames así es el mundo en el desierto vivimos demasiado cerca de dios y del diablo sólo hay que echar un ojo a la laguna para ver la forma en que se dibuja tu [sombra sobre la arena descubrirás que si tienes miedos el desierto no ha sido creado para ti Salvador Elizondo (Ciudad de México, 1932) De cómo dinamité el Colegio de Señoritas Ese fue el tiempo en que yo me solazaba con abominaciones sutilísimas y concebí la destrucción del Colegio de Señoritas. [...]Yo sé bien que una empresa de esta índole resultaría, de buenas a primeras, inexplicable, no por infame, sino por desmedida; no por criminal, sino por ambiciosa. Dejando a un lado estas consideraciones que no está en mi papel hacer, y menos en estos momentos, sólo puedo decir que decidí hacer saltar el colegio de Señoritas porque no bastándoles a las señoritas pupilas del Colegio de Señoritas la infamia de sus uniformes grises con los reveses sedientos de carne como almíbar de mujer, sus basquinas descosidas y lustrosas, sus medias de popotillo, no bastándoles el lamentable espectáculo que ofrecían cuando realizaban sus ejercicios gimnásticos enfundadas en anafrodisiacos batones color de esperma, cuando se agachaban tratando de tocar las puntas de sus zapatos tennis descoloridos con las puntas de sus dedos carcomidos en el terror de enigmáticas hemorragias dejando ver las corvas ansiosas de ser recorridas por dedos trémulos. Eso pasaba una vez a la semana. Y así, con todo y el deseo que irradiaban las tensas comisuras de esas corvas, la visión general era la de una menagerie de monstruos humanos que me fascinaban horrorizándome y enalteciéndome en su horrible bajeza.

No les basta a estas señoritas, como decía, la execración que su existencia visible impone a la realidad. Aspiran entonces a penetrar en un orden del conocimiento quizás un poco más emotivo: el de los sonidos. Con este fin deben haberse reunido en un conciliábulo inquietante para adoptar los medios más aptos de cobrar una existencia sensiblemente sonora: !Ha!, !la armónica!... Sí, señor; la ar-mó-ni-ca. Estos monstruos, estas bestias, estas tenebrosas terribles tracaleras cucufatas recónditas, con sus caireles y sus escapularios sudorosos como colgajos de tripas de perro machucado y sus dientes de sarro verde y su acné católico y su mirada triste, lejana, interrumpida siempre de persignaciones epilépticas de adiós, de gimnasias quirúrgicas una vez a la semana, y sus bloomers abocardados de jersey color salmón, asistidos en la perdida capacidad de tenerse, por ceñimiento del elástico de fábrica, de caucho natural, en torno al muslo a una distancia constante del centro de la rótula y allí tenidos precariamente con la ayuda de una ancha banda de hule rojo. Estas señoritas, en fin, decidieron entonces formar una orquesta de armónicas de ochenta ejecutantes. [...] Desde el primer día jamás cejé en mi propósito de exterminar con la mayor celeridad posible toda presencia de un conglomerado humano que se deleitaba en la inmundicia de ese rechupamiento baboso, y en esa soledad surcada de lejanos aullidos maldecía yo a la puta madre que había parido al Sr. Hohner. Imaginaba holocaustos wagnerianos y veía con los ojos de mi imaginación las interminables colas de señoritas previamente puestas en cueros, desfilar lentamente hacia las cámaras de gas, a los compases de la obertura de Tanhauser interpretada a la armónica. Luego imaginaba yo el interior de ese Bayreuth sombrío y resonante de maullidos desfallecientes. Un enorme hacinamiento de cuerpos flatulantes, de sibilantes emanaciones de gas que producían una sinfonía tenebrosa, al azar,

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en las armónicas crispadas entre los labios amoratados, produciendo escalas agónicas. Poco a poco fui estableciendo el proyecto sin omitir detalle alguno. Ya sólo faltaba fijar la fecha. La clave me la dio la radio. El noticiero de la Cultura que pasa todos los días a las 17:49 transmitió la noticia: "El próximo sábado tendrá lugar, dentro de la serie de Sábados Sociales organizada por el Colegio de Señoritas, un concierto que estará a cargo de la orquesta de armónicas de dicha institución, que está integrada por ochenta señoritas..." [...] No voy a abrumar a nadie con todos los tecnicismos relacionados con esta notable empresa [...]. Mi voluntad de hacer saltar por los aires a los virtuosos del Colegio de Señoritas y del Instituto Sobriedad y Patria no

flaqueó jamás. [...] Antes de regodearme con la desolación libertaria que habré producido en las ceñidas filas de los amantes de la música masiva de armónica, invoco [...] lo que dentro de algunos minutos, durante los primeros compases de la tercera selección de nuestra más bella música nacional —ahora comienza la ejecución del primer número del programa—, ya habrá sido su memoria, surcando los espacios infinitos en compañía de las almas sopladoras de las pupilas del Colegio de Señoritas y de los colegiales del Sobriedad y Patria; espíritus dispersos en un efluvio salivoso de notas gangosas; compases deslavados de una agrupación sideral de adolescentes tributarios de Herr Hohner, maulladores que se alejan hacia la más cursi y hacia la más triste de todas las estrellas.

Antonio Gamoneda (Oviedo, España, 1931) Faik

Has retornado a mis venas. Es sospechosa tu dulzura, tan semejante a cuando vendías luz y mentiras sagradas. Te reconozco en tu negación. En las tardes inmóviles, entrabas en ti mismo. Te sumergías en un temblor de párpados al advertir la proximidad de pájaros incandescentes que anidan en tus celdas cerebrales. La locura se abría en ti como una flor. Vi sus pétalos negros. Sucedían tus accidentes: el estertor de tu máquina invisible y, colérica y una vez más, la dulzura. Crujías bajo mis manos pero era inútil la misericordia articular: Crujías atravesado por una música amarilla. Y gritabas. Gritabas hasta que tus gritos creaban el amanecer. Eras intocable como un sable indeciso sobre una mujer que llora. Cuando despertabas, te envolvías en una gran sábana. Volvías a ti mismo y tus heces adquirían en ti la perfección intacta de la luz.

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Te reconozco aunque te escondas bajo la piel del ébano. Finges amor hasta crear un verdadero amor y ahora estás amando en mí. Te reconozco.


Gimes como un perro herido en el interior de mi pecho. ¿Recuerdas cuando te acostabas sobre mi corazón? Ahora, insomne en la muerte, has venido a comprar mis ojos. Así es tu causa, tu astucia kurdistana. Buscas tus documentos infecciosos, tus profecías altas en la virtud de la epilepsia y aquellos códices de la sabiduría que permite ser feliz en el fuego. Tú acuñabas monedas únicamente válidas en los mercados de frutos y tinieblas. Pero tú no adquirías otros frutos que los que arden en el cuerpo de tus hermanas y también y tan sólo tinieblas maternales. Ah los frutos y las tinieblas en tus manos, mercantilmente triste o vulgarmente vivo en Nueva York o en Nasría. Eres bello y horrible. Tú me induces al adulterio con cuerpos desollados y a la fornicación sobre la púrpura. No puedo abandonarte, sin embargo, a tu propia inclemencia: estás soñando mis sueños y amas en mí lo que no es tuyo. Has abrevado en manantiales ciegos y te has erguido en la demencia. En rigor, no te necesito: hay suficiente impureza en mi corazón. Pero tú eres mi sacramento negro, la última sustancia de mis venas. N. B. Faik, iraquí de ascendencia kurda, fue torturado por la policía de Hussein. Le sobrevino una epilepsia de origen traumático. Durante más de veinte años huyó por países de Europa (cursó los estudios de Bellas Artes en Madrid) y América. Pese a sus terribles convulsiones cerebrales era un auténtico genio del dibujo, el grabado y la poesía. Procuraba el encuentro con sus hermanas y su madre en Siria. Llegó a dibujar en la portada del New York Times, pero fue expulsado por una ilustración abundante en alusiones antihebraicas. Amaba compulsivamente a las mujeres y al dinero. Murió en Nueva York en 2004.

Juan Montalvo (Ambato, Ecuador 1832 – París 1889) Fragmento de Fisiología de la risa ¿Hay hombre más ridículo, molesto e insufrible que ese que anda llenando de carcajadas tiendas y casas con motivo de sus propias sutilezas? Pues yo afirmo que, aun cuando tenga alguna malicia intelectual, ese es un tonto, o por lo menos un necio. Querer reír de todo, en todas partes y a cada instante, ¿qué es sino pobreza de espíritu? Los bufones antiguos tenían obligación de hacer reír a sus amos y así andaban de caza de donaires

mediante los cuales vivían a mesa y mantel en los palacios. Semejantes empleados habrán sido del gusto de los príncipes bárbaros de la edad media, pero en el día no es aceptable un enano burlón y estrepitoso, y mucho menos cuando sus ingeniosidades no siempre tienen la sal en su punto. Yo aguanto de buena gana el hazte allá de un hombre rostrituerto, primero que el genio viscoso y pegadizo del que no puede saludar sin prorrumpir en una risotada. Lo mismo da que en vez de reírse alto y grueso, se rían entre las barbas ese ji ji quebrado y nudoso con que algunos pícaros nos embarran el alma, como si nos echaran

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temprano, para acostarse muy tarde entre las mil sabandijas que pululan en ese chaparro de brujas. Si este viejo se riera alto, grueso, furibundo, como ese otro enano, yo todo lo perdonara, ¡todo! Pero ese reído de culebra, anguloso, quebrado, añudado como un quipo; ese trotecito impertinente e interminable de la boca con el cual se va camino del mal del prójimo, eso no hay quien le sufra. A menos que el reír agudo se encuentre con el reír gordo y pringoso: éstos sí que se comprenden y complacen de hallarse juntos, para reírse, el uno como violín, el otro como violón; el chiquito, como se riera un elefante; el grande, como se riera un caballo de ajedrez, trocando los frenos en el reír, conformes en el mentir y el difamar. La risa con fundamento, que sirve de sentencia filosófica; la risa de Demócrito, esa es otra cosa. Unos sabios vierten lágrimas en contemplación de las miserias humanas, otros se ríen de ellas; no sé cuales tengan razón; unos y otros tal vez; porque hay miserias ridículas, y miserias lastimosas. La risa y el llanto son hermanos gemelos, caminan a distancia de un paso y, como Cástor y Pólux, viven a días; mientras alienta el uno, muere el otro, y así se van sucediendo en alternación amistosa a lo largo de los siglos. Carles Batlle (Barcelona, 1963) Fragmento de Tentación.

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sobre ella hilos de miel empalagosa y dañina. Huid como del zorro de ese viejo barbirrucio y grasiento que se empieza a reír pausadito y cortado desde que os descubre a una calle de distancia; se ríe al ver un conocido, se ríe al saludarle, al preguntar por la salud, por la familia. Le responden que está bien, se ríe; que está mal, se ríe: envía memorias, y se ríe; se va, y se ríe. Algo se había de olvidar, allí vuelve; no se había reído todo. Si su infeliz interlocutor, su víctima, no alarga el paso y tuerce la esquina, le llamará otra vez, para reírse de adición; mientras el cielo le dé barbas, no le ha de faltar una posdata. Me parece que si se las arrancaran de cuajo, dejara de reírse, porque esos ji ji vivarachos y espeluznantes que salen como lagartijas de su boca, necesitan una maleza por donde retozar y esconderse. Le piden un servicio, lo niega riendo; le hacen un favor, lo recibe riendo, y riendo murmura del que se lo acaba de hacer. La risa es el cuchillo con que asesina al ausente, el falso juramento con que engaña al presente. Ancha su cara como la rodela de don Quijote, aborrascadas y cenicientas sus barbas como las de Hudibrás, se ríe hasta con esos ojillos de color celeste. Y cuando habla de queja, cuando rememora la ingratitud de sus favorecidos, los bienes que ha hecho a sus semejantes sin que su propia mano izquierda lo supiese, entonces llora; pero como el llorar de una manera absoluta sería perder tiempo de reírse, llora con el un ojo y con el otro se ríe, como el personaje de Labruyére. La risa no se alberga sola en el laberinto de sus barbas; duerme en la misma cama con la mentira y la difamación, y juntas se levantan muy



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