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Luces de Bohemia Instituto Cervantes de Praga
Encuentros Literarios - Literární setkání
Praguensia La ciudad de Praga en la literatura Praga 26.03.2012 Lecturas a cargo de: Alena Heverová Nadia Moučková Hanka Matochová Alejandro Flores Carlota Salgado Jorge Ramos Denisa Škodová
David Llorente Petra Vavroušová Mónica Márquez Elena Buixaderas Luis Badía Mariana Gil Alberto Ortiz
Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899 – Ginebra, 1986) Extracto de El milagro secreto La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos,[…] soñó con un largo ajedrez. […] Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga. El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía... En 1928, había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf,; ese catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík.. dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que admitiera la preminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a.m[…] El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror.[…] No se cansaba de imaginar esas
Invitada especial: Markéta Pilátová Música: Carlota Salgado Leal Eduardo Baena Martínez
circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones... Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca.[…]. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos. […]Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo… Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del
Clementinum... Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar... Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó. Franz Kafka (Praga, 1883-1924) El puente Carlos en la oscuridad Hombres y mujeres cruzando los puentes oscuros, al lado de las estatuas de santos con sus lamparitas mortecinas. Nubes que vuelan por el cielo gris, al lado de las iglesias con torres entre la niebla que se oscurecen. Un hombre que se reclina sobre la barandilla de piedra y mira las aguas del río por la noche, las manos en las viejas piedras. Teresa Pámies (Lérida, 1919) Fragmento de Mala Strana en Otoño Allí, en Mala Strana, me despedí de Praga una tarde de otoño particularmente dorada y tibia. Quería estar sola con ella y mis contradictorios sentimientos. Me senté en un banco adosado a la iglesia de San Nicolás, junto a la escalinata. Lo natural, en mi caso, habría sido elegir, para la ceremonia del adiós, el “barrio proletario” de Zizkov, más afín a mi ideología y a mi origen, más vinculado a mi experiencia praguense. Pero el “dulce encanto de la burguesía” ejercía su insidiosa influencia por mediación de los fantasmas que habitan el Hradcany y la Mala Strana, fantasmas de un pasado no siempre glorioso, ni bello ni exultante. Entre las viejas piedras, jardines, palacios y fuentes de la Mala Strana también deambulaban los fantasmas de las víctimas y de los verdugos del proceso de 1952, entre ellos checos y eslovacos de mi generación, que compartieron conmigo ideales, sueños dudas y decepciones […]. Los turistas entraban y salían del templo de
San Nicolás con la prisa de quien se siente atosigado por un programa de visitas irrealizable. Apenas un vistazo a un altar, a una imagen o a una estatua; apenas un instante frente a las fachadas de iglesias y palacetes concentrados en la plaza Malostranská […] Eran extranjeros. Yo también era extranjera, pero menos. Ellos estaban de visita, pero yo me creía parte de todo aquello. ¿Lo era realmente? De buena gana les habría aconsejado que soltasen las guías turísticas y olvidasen los itinerarios recomendados por las agencias. Praga estaba en otra parte. Pero ¿les interesaba realmente la Praga que yo conocí? ¿Estaba yo segura de conocerla? ¿Hay alguien que pueda presumir de conocer Praga, la inescrutable, misteriosa, altiva Praga? Me lo preguntaba pasivamente, sin ninguna intención de hallar la respuesta. Asumía mis contradicciones y desmitificaba mi relación con Praga. La despedida sería más fácil […]. Me volví a Hradcany, que estaba iluminado en bloque como en las grandes ocasiones […].La imagen era intimidatoria. Simbolizaba todo lo que yo había combatido en mi vida. Sentí un escalofrío de miedo o de rechazo. Tuve la sensación de que nunca volvería a Praga, la certeza de que jamás la olvidaría. Julio Cortázar (Bruselas 1914- París 1984) Fragmento de La embajada de los cronopios cronopios …Cuando se ha decidido ir inmediatamente a conocer ese país, lo primero que sucede es que la embajada del país de los cronopios comisiona a varios de sus empleados para que faciliten el viaje del cronopio explorador, y por lo regular este cronopio se presenta a la embajada donde tiene lugar el diálogo siguiente, a saber: Buenas salenas cronopio cronopio. Buenas salenas, usted saldrá en el avión del jueves. Favor llenar estos cinco formularios, favor cinco fotos de frente. El cronopio viajero agradece, y de vuelta en su
casa llena fervorosamente los cinco formularios que le resultan complicadísimos, aunque por suerte una vez llenado el primero no hay más que copiar las mismas equivocaciones en los cuatro restantes. Después este cronopio va a un Fotomatón y se hace retratar en la forma siguiente: las cinco primeras fotos muy serio, y la última sacando la lengua. El jueves el cronopio prepara las valijas desde temprano…, y en ese momento suena el teléfono y la embajada avisa que ha habido una equivocación y que deberían haber tomado el avión del domingo anterior, con lo cual se suscita un diálogo lleno de cortaplumas entre el cronopio y la embajada; y al final el avión saldrá el próximo domingo y favor cinco fotos de frente. Sumamente perturbado por el cariz que toman los acontecimientos, el cronopio concurre a la embajada y apenas le han abierto la puerta grita con todas las amígdalas que él ya ha entregado las cinco fotos junto con los cinco formularios. Los empleados no le hacen mayor caso y le dicen que no se inquiete puesto que en realidad las fotos no son tan necesarias, pero que en cambio hay que conseguir en seguida un visado checoslovaco, novedad que sobresalta violentamente al cronopio viajero. […] dieciocho días más tarde el cronopio y su mujer despegan en Orly y se posan en Praga después de un viaje donde lo más sensacional es como de costumbre la bandeja de plástico recubierta de maravillas que se comen y se beben, sin contar el tubito de mostaza que el cronopio guarda en el bolsillo del chaleco como recuerdo. En Praga cunde una modesta temperatura de quince bajo cero, por lo cual el cronopio y su mujer casi ni se mueven del hotel de tránsito donde personas incomprensibles circulan por pasillos alfombrados. De tarde se animan y toman un tranvía que los lleva hasta el puente de Carlos, y todo
está tan nevado y hay tantos niños y patos jugando en el hielo que el cronopio y su mujer se toman de las manos y bailan tregua y bailan catala diciendo así: ¡Praga, ciudad legendaria, orgullo del centro de Europa! Después vuelven al hotel y esperan ansiosamente que vengan a buscarlos para seguir el viaje, cosa que por milagro no sucede dos meses más tarde sino al otro día. Pavel Hrádok (Praga 1907-1953) En la cuesta del Castillo Mueren tantas cosas. Mueren las farolas amarillas en la cuesta del Castillo en el recuerdo de la pintura de Jakub Schikaneder cantor de las horas foscas los versos otoñales de Frantisek Halas los lentos pianos incendiados los trenes en la noche los bosques centrales de la melancolía la música misma en las vidrieras destrozadas mis amigos judíos triturados por el siglo más cruel la libertad entre tantas manos voraces asesinada el amor en los hoteles secretos el oro de los cafés donde escuché a los únicos poetas en que creía. Mueren tantas cosas tan solo no han muerto la desesperanza y la esperanza. Carlos Fuentes (México 1928) Fragmento de Milán Kundera: El idilio secreto En diciembre de 1968, tres latinoamericanos friolentos descendimos de un tren en la eternidad de Praga. Entre París y Múnich, Cortázar, García Márquez y yo habíamos hablado mucho de literatura policial y consumido cantidades heroicas de cerveza y salchicha. Al acercarnos a Praga, un silencio espectral nos invitó a compartirlo. No hay ciudad más hermosa en Europa. Entre el alto gótico y el siglo barroco, su opulencia y su tristeza se consumaron en las bodas de la piedra y el río. Como el personaje de Proust, Praga se ganó el rostro que se merece. Es difícil volver a Praga; es imposible olvidarla. Es cierto: la habitan demasiados fantasmas. Sus ventanas espantan; es la capital de las
defenestraciones. Se mira hacia ellas y siguen cayendo, matándose sobre las losas pulidas y húmedas de la Malastrana y el Palacio Cerni, los reformadores husitas y los agitadores bohemios; también, nacionalistas del siglo XX y comunistas que no encontraron su siglo. No fue el nuestro el que correspondió a Dubcek, aunque sí a los dos Massaryk. Entre el Golem y Gregorio Samsa, entre el gigante y el escarabajo, el destino de Praga se tiende como el Puente de Carlos sobre el Vltava: cargado de fatalidades escultóricas, de comendadores barrocos que acaso esperan la hora del encantamiento interrumpido para girar, hablar, maldecir, recordar, escapar al «maleficio de Praga». Aquí estrenó Mozart su Don Giovanni, el oratorio de la maldición sagrada y la burla profana trascendidas por la gracia; de aquí huyeron Rilke y Werfel; aquí permaneció Kafka. Aquí nos esperaba Milan Kundera […]. Kundera nos dio cita en un baño sauna a orillas del río para contarnos lo que había pasado en Praga. Parece que era uno de los pocos lugares sin orejas en los muros. Cortázar prefirió quedarse en la posada universitaria donde fuimos alojados […]. A la media hora de sudar, pedimos un baño de agua fría. Fuimos conducidos a una puerta. La puerta se abría sobre el río congelado. Un boquete abierto en el hielo nos invitaba a calmar nuestra incomodidad y reactivar nuestra circulación [...] Milan Kundera reía a carcajadas, un gigantón eslavo con una de esas caras que sólo se dan más allá del río Oder, los pómulos altos y duros, la nariz respingada [...]. Lo vi riéndose; lo imaginé como una figura legendaria, un cazador antiguo de los montes Tatra, cargado de pieles que le arrancó a los osos para parecerse más a ellos […]. No cesó de nevar durante los días que pasamos en Praga. Nos compramos gorros y botas. Cortázar y García Márquez, que son dos melómanos parejamente intensos, se arrebataron las grabaciones de óperas de Janacek; Kundera nos mostró partituras originales del gran músico checo que estaban entre los papeles del pianista, Kundera padre.
Con Kundera comimos jabalí y knedliks en salsa blanca y bebimos slivovicz y trabamos una amistad que, para mí, ha crecido con el tiempo. Milan Kundera (Brno, 1929) Fragmento de La inmortalidad Estamos en Praga, en 1948, Jaromil a sus dieciocho años está mortalmente enamorado de la poesía moderna, de Bretón, Eluard, Desnos, Nezval y, siguiendo su ejemplo, es partidario de la frase que Rimbaud escribió en Una temporada en el infierno: «Es necesario ser absolutamente moderno». Sólo que lo que en Praga en 1948 de pronto se anunció como absolutamente moderno fue la revolución socialista, que de modo inmediato y brutal desechó el arte moderno del que estaba mortalmente enamorado Jaromil. Y entonces mi héroe, que estaba acompañado por algunos amigos (como él mortalmente enamorados del arte moderno), renunció sarcásticamente a todo lo que amaba (a lo que de verdad y con todo el corazón amaba) porque no quería traicionar el gran imperativo de «ser absolutamente moderno». En su negación puso toda la rabia y la pasión del adolescente que desea entrar plenamente, con un acto brutal, en el mundo de los adultos, y al verle con tal terquedad negar todo lo que más quería, aquello por lo que había vivido y quería seguir viviendo, negar el cubismo y el surrealismo, a Picasso y a Dalí, a Bretón y a Rimbaud, negarlos en nombre de Lenin y el Ejército Rojo (que en ese momento representaban la cima de la modernidad imaginable), a sus amigos se les hizo un nudo en la garganta y sintieron primero asombro, después asco y finalmente casi horror. La visión de este adolescente preparado para adaptarse a lo que se presentaba como moderno y hacerlo, no por cobardía (en nombre del provecho propio o de la carrera), sino valientemente, como aquel que con dolor sacrifica lo que quiere, sí, en esa visión había realmente pánico (que era un presagio del pánico por el terror que luego se produjo, el pánico por la persecución y el
encarcelamiento). Es posible que a alguno de los que entonces le observaban se le hubiera pasado por la cabeza la idea: «Jaromil es un aliado de sus sepultureros». Miguel Delibes (Valladolid, 1920 – 2010) Fragmento de La primavera de Praga A mí me han sacado una muela en Praga; sí señor, ha oído bien, una muela. Y créame que para un aprendiz de escritor dejar un hueso junto a los de Kafka no es precisamente un desdoro. Pues bien, no imagine que la operación se resolvió en tan pocos minutos como se la cuento. Yo llegué a Praga desde Brno con un dolor perseverante aunque soportable. Supongo que usted conocerá el dolor de muelas. La cosa comienza por ser una molestia insidiosa y pertinaz; luego inician los alfilerazos, se forma un núcleo cada vez más dilatado, un núcleo doloroso quiero decir, y desde allí irradian unas flechas pugnaces que le aguijonean a usted los dos maxilares, el oído y finalmente el cerebro. Es un dolor, éste, que inhabilita en seguida al más pintado. Bueno, pues imagine usted esto, la noche de mi llegada, en una ciudad desconocida. Por primera providencia yo intenté calmar aquel dolor, como es de ley, con los analgésicos más acreditados, pero si algo hay contra lo que nada pueden los analgésicos es, sin lugar a dudas, el dolor de muelas. Y allí me tiene usted, en una habitación de hotel, sin conocer una sola palabra del idioma checo, con mi mujer a la expectativa, unas veces tumbado en la cama y las más dando paseos por la habitación como un león enjaulado. No trato de disculparme, a las tres de la madrugada claudiqué y le dije a mi mujer que si no me arrancaban aquella muela terminaría arrojándome de la ventana. Mi mujer, entonces, con un valor a toda prueba, abandonó la habitación, se las arregló para pedir teléfono y guía – ignoro en qué idioma – y llamó a un amigo praguense que conocía el español[…]. Mi mujer y yo recogimos en taxi a nuestro amigo – intérprete, que nos llevó a un puesto de socorro nocturno. Yo imaginaba que
el puesto de socorro valdría lo mismo para sacar una muela que para coser una barriga, pero no dejó de sorprenderme que la rubia matrona que nos abrió la puerta, con una bata lamentablemente sucia, después de cambiar unas palabras incomprensibles con mi amigo y de detener en la puerta a mi mujer, me sentara en un sillón de dentista y agarrase el torno. Ante su ademán, yo la sujeté el brazo y le dije a mi amigo que lo que deseaba era que me arrancase el diente, no que me hurgase en él. Volvieron a cambiar unas frases herméticas y la doctora, de nuevo, a tomar el torno. Dócilmente abrí la boca y mientras ella barrenaba, indiferente, en mi muela martirizada, mi amigo intérprete me decía que la doctora no quería sacarla puesto que a lo mejor podía salvarse. […]La doctora zanjó la cuestión diciendo que ella no estaba autorizada para extraer un diente con posibilidades de futuro, me colocó una hila en el agujero, taponó, me dio otras dos tabletas de otro analgésico, me aconsejó colocar tres almohadas bajo mi cabeza y me despachó. Prefiero ahorrarle detalles de lo que fue aquella noche. En mis anales biográficos la tengo anotada como “la noche triste de Praga”, porque lo que aquella mujer consiguió con sus tabletas y su hila y su perforación y las tres almohadas fue que el dolor aumentase.
Efraín Huerta (México, 1914-1982) Fragmento de Praga, mi novia Lily me espera a las 11 en el puente del rey Carlos, al pie de San Juan Nepomuceno, santo de piedra, santo de agua, mudo, ahogado. Lily cree en Dios y yo corro hacia ella y hacia el río y después los dos iremos hacia las colinas, hacia el Castillo, hacia la Catedral, y caminaremos la Callejuela de los Alquimistas donde Lily descubre oro en las puertas y en las flores y uno es un gigante que no cabe en las pequeñas casas. Veremos grandes palios, hermosos panoramas, y ella me obsequiará el prometido retrato de Jan Neruda y yo habré de contarle cómo es el mar y si algún día regresaré. Lily me dirá que cuente con ella y que Praga es mi novia y que ya no sueñe con las noches danubias ni con "la negra Viena de los ojos azules", porque aquí, a nuestros pies, un río de bronce y plata nos mira y es un río que se llama Voltava. … No me pierdo por Praga, porque ¿cómo perderme en brazos de una novia amorosa? Lily me dijo apenas ayer que me entregaba el corazón de la ciudad y yo me bebo el aire del río y va no le pido más porque nada me niega y porque debo llegar a una hora fija, a las 11. al pie de San Juan Nepomuceno, santo del agua, santo de agua, mudo, ahogado.
Enrique Gutiérrez Ordorika (Bizkaia, España 1959) Fragmento de Grunnland, un círculo en el invierno Puedo hacer un croquis casi perfecto de nuestras andanzas de aquella tarde. En mi mente había dejado un espacio abierto para situar una libreta de anotaciones turísticas. Señalándome con el dedo una estatua ecuestre que se divisaba en la parte alta de la calle, me dijo: "Aquel jinete es Wenceslao. El tipo que ha visto más cosas en esta ciudad. Dicen que si eres capaz de beberte con el treinta jarras de cerveza Koruna y aun te mantienes en pie, le verás bajarse del caballo y tenderte la mano como si fueras un príncipe. Entonces le podrás preguntar y el te contará la verdad sobre muchos misterios". Nosotros nos dirigimos en dirección opuesta. Emparedado entre un bullicio silencioso de gente y tranvías blancos y rojos, me repetía a mi mismo que había sido un acierto aquel viaje; notaba que a mi estado de animo se le estaban prendiendo las calderas, me decía: "Tomás, debes poner mas veces al trote tu caballo. Debes dejar que suenen tus pisadas. Ni siquiera las piedras se acomodan a su inmovilidad". Me gustaba la musicalidad silbante de las palabras y los nombres checos: Staromestská o la Ciudad Vieja. Un precioso reloj con dos esferas, extraños símbolos y números, decoraba la bella fachada del edificio de la municipalidad. Cuando marcaba la hora en punto, el mecanismo de relojería abría dos ventanucos por los que se movían, en una especie de danza circular, unas figurillas de madera que representaban a los apóstoles; seguidamente, un pequeño esqueleto, que hacia compañía en la pared a otras figuras alegóricas, tiraba de una cuerda y hacia sonar una campanilla, que recordaba la profunda relación que hay
entre el tiempo y la idea de la muerte. En la parte mas amplia de la plaza, según Roman mirando hacia el sur, las puntiagudas torres de la esbelta Iglesia de Nuestra Señora de Tyn, con sus agujas doradas, parecían pedir clemencia al cielo; muy cerca, un monumento a Jan Hus recordaba el martirio y el sacrificio permanente de la ciudad. Se me ocurrió que aquello no eran mas que representaciones particulares de un profundo sentimiento trágico; que no eran mas que el vano intento de distraer al hombre de las agujas del reloj; de alejarlo del recuerdo del tañido de la campana, del recuerdo de la muerte. Callejeando entre aquellas casas y edificios llenos de colores, cargados de luces de añoranzas por un sol de septiembre, se me hacia difícil imaginar la veracidad de aquellas palabras que había leído en el cuaderno de Joseff Adamian, se me hacia incomprensible que alguien, en aquella ciudad, hubiera querido retratar el alma del invierno.
Clara Janés (Barcelona, 1940) Fragmento de Dos poetas en la isla de Kampa De pronto yo era de Praga. Iba por las calles sin necesidad de preguntar, subía al castillo, vagaba por la Malá Strana, recorría una y otra vez la isla de Kampa, arrancaba una flor del saúco de su antigua casa -aquella que había dejado tras las peleas reiteradas con su vecino, el actor Jan Werich, y que con anterioridad había sido morada de Dobrobský, el padre de la eslavística-, cruzaba lentamente el puente Carlos contemplando sus estatuas, sus santos en trajeandante, hasta la Torre de Križovnická, para perderme por la callejuela de Celetná y llegar a la Plaza de la Ciudad Vieja y dar vueltas bajo los arcos de sus casas desconchadas, amarillentas y grises...; oía un concierto de órgano en la iglesia de San Jakub, escuchaba a Mozart en la Bertramka, conocía las sinagogas, los cementerios, los palacios, los jardines más recónditos, las tiendas donde se vendían telas o cerámica popular, me eran familiares los cuentos de Erben, las leyendas checas, la música de Janaček y la de Martinu […]. Antes y después y ahora eran el camino hacia su puerta, los armónicos de Praga que por sí solos se definían: el río, en primer lugar, y la isla de Kampa, pero también las cien torres, las escalinatas, las callejuelas, la lapídea selva del cementerio judío, la iglesia de Tyn... y los jardines y los bosques; aquellos troncos de infinitos marrones como pieles de animales atigrados de la colina de Šárka, los raudales junto a caminos pedregosos y, saliendo de la oscuridad, los campos de amapolas blancas o de girasoles, los extensos viveros de peces, los ríos apacibles que provocaban en el aire espejismos con la luz, los lugares históricos como Hradec Králove, Křivoklat, Ceské Budějovice [...]. Holan murió el 31 de marzo de 1980. Volví a Praga el verano de 1988. La luz grisácea, casi plateada, la frescura del aire que procedía del río, una atmósfera intemporal; y aquel muchacho que me paró por la calle, asombrado de verme con vida tras la muerte del poeta “porque usted es de las que se
mueren...”. Una vez más el puente Carlos, la isla Kampa, la Mišenská, la iglesia de San Nicolás, los jardines del palacio de Wallenstein, la calle Neruda, y subir hacia el castillo, y seguir: la iglesia de Loreto, sus campanas... Entre Praga y yo todo es cuestión de alma, de pensamiento y de amor. Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) Fragmento de Nuevas Impresiones de Praga Cuenta Miriam Cendrars que el proceso de creación de la Antología Negra se inició en Praga, en el transcurso de una apacible tarde primaveral en la que Gustav Meyrinck, se asomó a la ventana de su casa y se quedó contemplando, una vez más, la calle en que nació: aquel pasaje serpenteante y lúgubre que desembocaba en un cementerio judío, hoy prácticamente desaparecido. ...en aquel momento llamaron a la puerta y entró Salvador Dalí, visiblemente excitado, acompañando de Nezval y Teige, dos jóvenes poetas checos que deseaban entrar a formar parte de la sociedad secreta. A juzgar por sus radicales y deslumbrantes miradas, estos dos poetas eran unas maquinas solteras muy animadas. Sus ojos eran como maletines muy iluminados y extraordinariamente ingrávidos. Y cuando, adelantándose al sentir general, el negro Virgilio comentó que a los dos checos no podía mirárseles a los ojos porque estos deslumbraban, Teige se apresuró a decir que, en efecto, eso era cierto y que tenía una fácil explicación: sus ojos eran un homenaje constante a Edison, el inventor de la bombilla. Y a continuación, cedió la palabra a su compañero Nezval para que este anunciara, muyenfáticamente, que a partir de aquel instante todo el nuevo atractivo sexual de las mujeres procedería siempre de la posible utilización de sus capacidades y recursos espectrales, es decir, de su posible disociación, descomposición carnal y luminosa. La mujer espectral, concluyó, será la mujer desmontable.
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Teige volvió entonces a tomar la palabra y mostró que era un shandy aventajado al mostrarse muy iniciado en el secreto portátil de los golems de los odradeks. Hablo Teige del insólito aire cálido. de Praga y de la presencia, en la ciudad, de unos extraños seres, silenciosas criaturas que actuaban dormidas para que no se notara nada de la vida engañosa y hostil que, a veces, emanaba de ellas cuando la niebla de las noches de Praga cubría las calles y ayudaba a ocultar un silencioso y apenas perceptible vaivén de gestos y actitudes tan profundamente oscuras como la piel esponjosa de un zombie. Esos golems, concluyó, tienen su bucaresti: criaturas originarias de Rumania, parientes pobres del conde Drácula y perseguidores implacables de los golems de los odradeks.
Jaroslav Seifert (Praga, 1901-1986) ISLA DE KAMPA Cuando alguien llame a la puerta y digas: pase, Será el cartero Y te traerá una carta Con mi deseo de sentarme Una vez más en tu mesa Abrirás la ventana casi a ras del agua -amamos ese río ¿verdad?y el viejo puente, en silencio, nos pasará [por encima. Sobre le liso mantel de blancos flecos Habrá una lámpara. Sólo la torre de ciudad antigua se fijará En quién ha entrado a tu casa. Hacia el azul y los vendavales, a toda prisa, [volaron Las trigas de Schnircha. Eran domingos, eran hermosos días Y por los hielos que fluían Se precipitaba la primavera sobre la ciudad. Y para mis adentros rápido inventaba Las palabras de ternura Por las que asciende el amor. Sobre la orilla donde al parapeto acaba Hay un molino y sobre él una torre. Y también ella sonreía Como las mujeres que sólo sonreían cuando [me daba la vuelta Cierra es ventana, del río sube humedad, Y enciende la lámpara. Así se iluminaba Cuando éramos niños. La mesa también brillaba, pero en los rincones [había oscuridad. Aquella lámpara era como un faro en nuestras [jóvenes vidas. Ahora te digo buenas noches, y por favor Ilumíname otra vez, Al final del pasillo quizá me esperen [las tinieblas…
Carlos Be (Vilanova i la Geltrú, España, 1974) Fragmento de La Ciudad de los Horizontes (novela inédita)
Bohumil Hrabal se arrojó por la ventana de la quinta planta del Hospital de Bulovka. Murió en el acto. En las palmas de las manos, retorcidas por la brutal caída, 82 años de arrugas y unas pocas migajas de pan. Sobre sus ojos vueltos, un abanico de palomas abierto al cielo. Llevaba dos meses ingresado en el hospital por una lesión en un costado que se había complicado por la artritis crónica. Cada mañana, daba de comer a las palomas, que esperaban impacientes en el alféizar de la ventana. Le instaban a que abriera la ventana con sus arrullos implacables, abre la ventana, Bohumil, abre la ventana, Bohumil, y aquel lunes 3 de febrero de 1997 Bohumil perdió el equilibrio, dicen unos, o subió a la ventana, dicen otros, y se precipitó al vacío. En la autopsia no encontraron signos de ingesta de alcohol ni de estupefacientes. Quienes le visitaron recibirían la noticia de su muerte con afección, en los últimos días el paciente había experimentado cierta mejoría, incluso se mostraba de buen humor. Sin embargo, a los más allegados aquel final no les sorprendió, el escritor recurría en su obra al acto del suicidio con tenebrosa redundancia, la única escapatoria ante las dudas que se planteó durante toda su vida: quién era, quién fue y quién sería. La literatura nunca le proporcionó ninguna respuesta concluyente, sólo la evasiva del suicidio. Y aquel lunes Bohumil escapó del mundo. Hubo quienes rechazaron la hipótesis del suicidio, se basaban en declaraciones del propio escritor: un Bohumil Hrabal ya entrado en años había afirmado que “No voy a tirarme por la ventana porque mi ángel de la guarda me ha susurrado al oído que no es tan fácil cruzar el puente al universo.” Ante tal declaración, un servidor no puede más que suspirar y levantar la vista del papel para observar a través de la ventana el laberinto de puentes que cubre el río Vltava.[…] En cualquier caso, la policía resultó mucho
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más prosaica: la muerte del escritor Bohumil Hrabal había llegado de la mano de su evidente discapacidad física y posiblemente contribuyeran ciertos visajes, propios de una persona de su edad, de menguada capacidad mental. Un lamentable suceso desencadenado en parte por la enfermedad, en parte por la mala suerte. Sin más. Ésta es la versión oficial. En fin, la verdad sólo la conocen las pocas palomas que aquella mañana tuvieron que esperar a que se alzara el cadáver para poder picotear a sus anchas las migajas de pan prometidas como desayuno, ahora esparcidas sobre el demoledor pavimento.
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David Llorente (Madrid, 1973) El mirador de Vyšehrad Te apeas en la parada de metro de Vyšehrad, ésa en la que los vagones abren sus puertas de la derecha, y no las de la izquierda, como venía siendo lo habitual. Cuando sales al exterior, suele recibirte el gran golpe de viento de los espacios abiertos. Ese viento que te alborota el pelo y te infla el abrigo. A la izquierda tienes el inmenso edificio de las salas de congresos. Lo miras de reojo. Has creído oír, por un segundo, las voces de Václav Havel y del Dalai Lama. Sigues avanzando. Bajas algunas escaleras, subes otras, ayudas a algún conductor a aparcar su coche, miras con envidia alguna casa, su jardín, su manguera, su perro. Subes una cuesta, cruzas una calle y te detienes. Estás a punto de entrar en el parque de Vyšehrad. Depende mucho de la estación del año. Podría describir las flores más grandes que jamás he visto, hablar de alfombras y de montañas de hojas caídas, referirme al acongojado silencio de la nieve, recrearme en el lánguido amarse de las parejas sobre la hierba. Depende mucho de la estación del año. En cualquier caso, tú coges el camino de la izquierda. Te apoyas en la barandilla y te asomas al barrio fantasma, a ese barrio, dicen que un antiguo gueto judío, en el que el agua de las inundaciones entró en forma de riada y lo desoló. Ahora, poco a poco, la gente vuelve a habitarlo. El río dormita a sus pies y los vecinos lo miran por el rabillo del ojo, pero al barrio, lentamente, va volviendo la vida. Por aquí dicen que la vida siempre vuelve. Dicen que la vida, paradójicamente, se parece mucho al agua: siempre acaba encontrando el camino. De ese barrio, sin embargo, tú has visto, durante muchos años, sus ventanas abiertas al invierno, has visto al viento y a los perros paseando por sus calles, has visto fantasmas en los balcones, el vacío, la nada, el tiempo remendándose a sí mismo.
Pero tú no has venido a Vyšehrad para ver eso. Tú has venido a ver el mirador. Pero al mirador de Vyšehrad hay que acercarse con mucha cautela. Hay quienes dicen que solamente se detienen en el mirador de Vyšehrad los que arrastran una pena o los que están a punto de tomar una gran decisión en su vida. Llegas al mirador, y te detienes. Allí arriba el viento sopla todavía con más fuerza. Si te pega de frente es muy normal que te haga daño en los ojos y te impida respirar. Pero da igual: lo que ves desde el mirador de Vyšehrad también te hace daño en los ojos y también te deja sin respiración. Es la belleza infinita de contemplar Praga en la media distancia. Praga es belleza pura, belleza brutal, belleza indomable, belleza en libertad que huye de los instrumentos del artista. Podrías permanecer horas en el mirador de Vyšehrad, pero al final comprendes que el viento, con sus embestidas, te está echando, te está diciendo que te vayas, y tú te vas, mil veces más pequeño que cuando viniste. Pasas, entonces, por delante del cementerio. No entras. Piensas que los cementerios son todos iguales. Sí sabes, sin embargo, que en aquel cementerio un alto porcentaje de los muertos son artistas, un alto porcentaje de los que ya no existen, de los que ya no ven, de los que ya no se levantan, de los que ya no crean, eran artistas. Corres entonces a buscar una cafetería y a sentarte en una mesa a escribir. Sólo tienes tiempo. Mucho o poco, es solamente tiempo. Y el tiempo, desde que te lo dieron, se empeña en acabarse. ¡Escribe, maldita sea! Nadie ha conseguido retratar la belleza de Praga. Sus luces, que son muchas, y sus sombras, que son más. Alguien tiene que ser el primero. ¡Escribe, joder!
Mauricio Estrada (México) Fragmento de Los hijos del Club Milán (novela inédita)
Había decidido improvisar, el cruzar el océano fue una decisión enigmática que terminó por llevarlo a un pequeño país. Sabía que por lo general los viajeros que llegaban al viejo continente solían introducirse en las grandes tierras aledañas llenas de glamur y memoria histórica, de héroes que han rebasado fronteras, pero a él poco le interesaba degustar con la mirada los paisajes comunes de los que todos hablaban. Había escuchado y leído sobre esas tierras en demasía, y a decir verdad, también le crearon cierta fascinación pues ¿qué universo ajeno no nos atrapa aunque sea un segundo? Dentro de esta fascinación por lo extraño, luego de aterrizar en el país vecino tomó un tren que lo dejó en una estación de nombre Holešovice. Sí, ahí estaba. Había llegado a ese sitio al que tanto lo había incitado a visitar aquel escritor. Al pisar tierra bohemia percibió señales extrañas: Výstup ¿Qué quería decir esa palabra? Claro que, pretendiendo aparentar un toque de intelectualidad, recordó algunas palabras otrora estudiadas en un libro que milagrosamente encontrara en la librería del viejo en Coyoacán. Se dirigió al transeúnte que le reflejara el rostro más agradable y sin estar totalmente seguro de hablar correctamente le preguntó: “Promiňte, jak se dostanu do centra”? El transeúnte lo miró amablemente pero con un dejo de diversión en el rostro. ¡Claro! Lo había dicho mal. El acento delataba su extranjerismo y la pronunciación, su ignorancia. Descubrió entonces que el primer paso para acceder a esa tierra era la lengua. ¿Pero cómo acceder a un idioma que sólo hablan diez millones de habitantes en el mundo? ¿A quién le interesa hablar una lengua tan pequeña en cantidad?
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Juan José Millás (Valencia, 1946) Fragmento de Dos mujeres en Praga —No saldría nunca de esta cocina —dijo María José—, es como si estuviéramos en Praga. —¿En Praga? —Sí. No conozco Praga, pero me la imagino con calles estrechas y patios interiores. Me gustan las calles que parecen pasillos. —¿Por qué quieres escribir sobre el lumbago? —Porque escuché la palabra en el autobús y se me quedó dentro de la cabeza, dando vueltas como una mosca dentro de una botella. Hay palabras que entran y luego no encuentran la salida. No sabía qué podía ser el lumbago, pero me gustó tanto su sonido, lumbago, lumbago, que en ese mismo instante decidí escribir un reportaje, o quizá un libro, sobre él. […] La ambición de un proyecto como el mío requería un espacio físico singular para llevarlo a cabo: tal vez un país zurdo, una ciudad zurda. Pero no tenía ni idea de cómo sería una ciudad zurda, aunque hay lugares como Praga que me parecen zurdos. —¿Esta casa te parece un poco zurda? —Un poco, sí. Por eso te dije que era como si estuviéramos en Praga. —Ahora lo entiendo.
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[…] El día anterior, cuando María José, la tuerta, se despidió después de haber dormido la siesta en su sofá, había vuelto a repetir lo de Praga: —Qué suerte, vivir en Praga sin necesidad de salir de Madrid. Creo que en una casa como ésta sería capaz de escribir una gran obra sobre el lumbago. O sobre el l'um bago. Luz debió de sentirse orgullosa. Su vida había adquirido un valor inexplicable. Tenía una casa en Praga y una biografía en marcha. Y el tiempo continuaba centroeuropeo, aunque las temperaturas habían subido un poco en las últimas horas.[…] —Ya te he dicho lo que quiero hacer: escribir algo sobre el lumbago. O sobre el l'um bago. Luz abrió la puerta de su casa y entró seguida de la tuerta. Cuando estuvieron dentro, se volvió y preguntó: —¿Y cuánto tiempo te llevará escribir ese libro? —En Madrid me habría llevado toda la vida, pero en Praga es cuestión de semanas.
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