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Luces de Bohemia Instituto Cervantes de Praga
Encuentros Literarios - Literární setkání
Alfas y Omegas Začátky a konce literárních děl. Praga 24.2.2014
s - let
10 año
Lectura de textos a cargo de: Inma Sáez de Cámara Margarita Yanina Michaela Davidová Sigfrido Vázquez Cienfuegos Luis Badía Markéta Režová
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Petra Vavroušová Carla Mizzau Mónica Márquez Jana Mrkvová Elena Buixaderas Mirek Schlaichert
Invitada/host: Ivana Myšková Música/hudba: Markéta Režová & Lenka Režová
Eloy Sánchez Rosillo (Murcia, 1948) Principio y fin Puede ser que te digas: "El verano que viene quiero volver a Italia", o: "El año que hoy empieza tengo que aprovecharlo; con un poco de suerte acabaré mi libro", y también: "Cuando crezca mi hijo, ¿qué haré yo sin el don de su infancia?". Pero el verano próximo, en verdad, ya ha pasado; terminaste hace muchos años el libro aquel en el que ahora trabajas; tu hijo se hizo un hombre y siguió su camino, lejos de ti. Los días que vendrán ya vinieron. Y luego cae la noche. A la vez respiramos la luz y la ceniza. Principio y fin habitan en el mismo relámpago.
Miguel de Cervantes y Saavedra (Madrid, 1547 1616) Final de Don Quijote de la Mancha -No te acucies, Juana, por saber todo esto tan apriesa; basta que te digo verdad, y cose la boca. Sólo te sabré decir, así de paso, que no hay cosa más gustosa en el
mundo que ser un hombre honrado escudero de un caballero andante buscador de aventuras. Bien es verdad que las más que se hallan no salen tan a gusto como el hombre querría, porque de ciento que se encuentran, las noventa y nueve suelen salir aviesas y torcidas. Sélo yo de expiriencia, porque de algunas he salido manteado, y de otras molido; pero, con todo eso, es linda cosa esperar los sucesos atravesando montes, escudriñando selvas, pisando peñas, visitando castillos, alojando en ventas a toda discreción, sin pagar, ofrecido sea al diablo, el maravedí. Todas estas pláticas pasaron entre Sancho Panza y Juana Panza, su mujer, en tanto que el ama y sobrina de don Quijote le recibieron, y le desnudaron, y le tendieron en su antiguo lecho. Mirábalas él con ojos atravesados, y no acababa de entender en qué parte estaba. El cura encargó a la sobrina tuviese gran cuenta con regalar a su tío, y que
estuviesen alerta de que otra vez no se les escapase, contando lo que había sido menester para traelle a su casa. Aquí alzaron las dos de nuevo los gritos al cielo; allí se renovaron las maldiciones de los libros de caballerías, allí pidieron al cielo que confundiese en el centro del abismo a los autores de tantas mentiras y disparates. Finalmente, ellas quedaron confusas y temerosas de que se habían de ver sin su amo y tío en el mesmo punto que tuviese alguna mejoría; y sí fue como ellas se lo imaginaron. Texto - Adivinanza 1 Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: ¿Platero? y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe en no sé qué cascabeleo ideal... Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar; los higos morados, con su cristalina gotita de miel... Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...; pero fuerte y seco por dentro como de piedra. Cuando paso sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo: —Tien' asero... Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
cuadrangulación, su medida, la medida de las líneas, en el cielo, en la tierra, en los cuatro ángulos, de los cuatro rincones, tal como había sido dicho por los Constructores, los Formadores, las Madres, los Padres de la vida, de la existencia, los de la Respiración, los de las Palpitaciones, los que engendran, los que piensan. Luz de las tribus, Luz de los hijos, Luz de la prole, Pensadores y Sabios, [acerca de] todo lo que está en el cielo, en la tierra, en los lagos, en el mar. He aquí el relato de cómo todo estaba en suspenso, todo tranquilo, todo inmóvil, todo apacible, todo silencioso, todo vacío, en el cielo, en la tierra. He aquí la primera historia, la primera descripción. No había un solo hombre, un solo animal, pájaro, pez, cangrejo, madera, piedra, caverna, barranca, hierba, selva. Sólo el cielo existía. La faz de la tierra no aparecía; sólo existían la mar limitada, todo el espacio del cielo. No había nada reunido, junto. Todo era invisible, todo estaba inmóvil en el cielo. … Primero nacieron la tierra, los montes, las llanuras; se pusieron en camino las aguas; los arroyos caminaron entre los montes; así tuvo lugar la puesta en marcha de las aguas cuando aparecieron las grandes montañas. Así fue el nacimiento de la tierra cuando nació por [orden] de los Espíritus del Cielo, de los Espíritus de la Tierra, pues así se llaman los que primero fecundaron, estando el cielo en suspenso, estando la tierra en suspenso en el agua; así fue fecundada cuando ellos la fecundaron: entonces su conclusión, su composición, fueron meditadas por ellos. Texto - Adivinanza 2
Principio de Popol Vuh - Libro del Consejo (transcrito de forma oral y jeroglífica maya en 1550)
Con diez cañones por banda, viento en popa a toda vela, no corta el mar, sino vuela un velero bergantín;
Este libro es el primer libro, pintado antaño, pero su faz está oculta [hoy] al que ve, al pensador. Grande era la exposición, la historia de cuando se acabaron de medir todos los ángulos del cielo, de la tierra, la
bajel pirata que llaman, por su bravura, el Temido, en todo mar conocido del uno al otro confín.
La luna en el mar riela, en la lona gime el viento y alza en blando movimiento olas de plata y azul; y va el capitán pirata, cantando alegre en la popa, Asia a un lado, al otro Europa, y allá a su frente Estambul… Leopoldo Alas Clarín (España, 1852- 1901) Principio de La Regenta La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo. Final Celedonio, el acólito afeminado, alto y escuálido, con la sotana corta y sucia, venía de capilla en capilla cerrando verjas. Las llaves del manojo sonaban chocando. Llegó a la capilla del Magistral y cerró con estrépito. Después de cerrar tuvo aprensión de haber oído algo allí dentro; pegó el rostro a la verja y miró hacia el fondo de la capilla, escudriñando en la oscuridad. Debajo de la lámpara se le figuró ver una sombra mayor que otras veces... Y entonces redobló la atención y oyó un
rumor como un quejido débil, como un suspiro. Abrió, entró y reconoció a la Regenta, desmayada. Celedonio sintió un deseo miserable, una perversión de la perversión de su lascivia: y por gozar un placer extraño, o por probar si lo gozaba, inclinó el rostro asqueroso sobre el de la Regenta y le besó los labios. Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas. Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo. José Hernández (Argentina, 1834 – 1886) Principio de El gaucho Martín Fierro Aquí me pongo a cantar Al compás de la vigüela, Que el hombre que lo desvela Una pena estrordinaria Como la ave solitaria Con el cantar se consuela. Pido a los Santos del Cielo Que ayuden mi pensamiento; Les pido en este momento Que me voy a cantar mi historia Me refresquen la memoria Y aclaren mi entendimiento. Vengan Santos milagrosos, Vengan todos en mi ayuda, Que la lengua se me añuda Y se me turba la vista; Pido a mi Dios que me asista En una ocasión tan ruda. Yo he visto muchos cantores, Con famas bien otenidas, Y que después de alquiridas No las quieren sustentar: Parece que sin largar Se cansaron en partidas. Mas ande otro criollo pasa Martín Fierro ha de pasar. Nada lo hace recular
Ni las fantasmas lo espantan; Y dende que todos matan Yo también quiero cantar. Miguel de Unamuno (España, 1864-1936) Final de Niebla Cuando recibí el telegrama comunicándome la muerte del pobre Augusto, y supe luego las circunstancias todas de ella, me quedé pensando en si hice o no bien en decirle lo que le dije la tarde aquella en que vino a visitarme y consultar conmigo su propósito de suicidarse. Y hasta me arrepentí de haberle matado. Llegué a pensar que tenía él razón y que debí haberle dejado salirse con la suya, suicidándose. Y se me ocurrió si le resucitaría. «Sí —me dije—, voy a resucitarle y que haga luego lo que se le antoje, que se suicide si es así su capricho.» Y con esta idea de resucitarle me quedé dormido. A poco de haberme dormido se me apareció Augusto en sueños. Estaba blanco, con la blancura de una nube, y sus contornos iluminados como por un sol poniente. Me miró fijamente y me dijo: —¡Aquí estoy otra vez! —¿A qué vienes? —le dije. —A despedirme de usted, don Miguel, a despedirme de usted hasta la eternidad y a mandarle, así, a mandarle, no a rogarle, a mandarle que escriba usted la nivola de mis aventuras. […] Y respecto a eso de resucitarme he de decirle que no le es hacedero, que no lo puede aunque lo quiera o aunque sueñe que lo quiere... —Pero ¡hombre! —Sí, a un ente de ficción, como a uno de carne y hueso, a lo que llama usted hombre de carne y hueso y no de ficción de carne y de ficción de hueso, puede uno engendrarlo y lo puede matar; pero una vez que lo mató no puede, ¡no!, no puede resucitarlo. […] Es fácil darnos ser, acaso demasiado fácil, y es fácil, facilísimo, matarnos, acaso demasiadamente demasiado fácil, pero ¿resucitamos?, no hay quien haya resucitado de veras a un ente de ficción que de veras se hubiese muerto. ¿Cree
usted posible resucitar a don Quijote? —me preguntó. —¡Imposible! —contesté. —Pues en el mismo caso estamos todos los demás entes de ficción. —¿Y si te vuelvo a soñar? —No se sueña dos veces el mismo sueño. Ese que usted vuelva a soñar y crea soy yo será otro. Y ahora, ahora que está usted dormido y soñando, vuelvo a decirle a usted lo que tanto le excitó cuando la otra vez se lo dije: mire usted, mi querido don Miguel, no vaya a ser que sea usted el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo ni muerto... no vaya a ser que no pase usted de un pretexto para que mi historia, y otras historias como la mía, corran por el mundo. Y luego, cuando usted se muera del todo, llevemos su alma nosotros. No, no, no se altere usted, que aunque dormido y soñando aún vivo. ¡Y ahora, adiós! Y se disipó en la niebla negra. Yo soñé luego que me moría, y en el momento mismo en que soñaba dar el último respiro me desperté con cierta opresión en el pecho. Y aquí está la historia de Augusto Pérez. Miguel Mihura Santos (Madrid, 1905–1977) Principio de Tres sombreros de copa (Al levantarse el telón, la escena está sola y oscura hasta que, por la puerta del foro, entran DIONISIO y DON ROSARIO, que enciende la luz del centro. DIONISIO, de calle, con sombrero, gabán y bufanda, trae en la mano una sombrerera parecida a las que hay en escena. DON ROSARIO es ese viejecito tan bueno de las largas barbas blancas.) DON ROSARIO. Pase usted, don Dionisio. Aquí, en esta habitación, le hemos puesto el equipaje. DIONISIO. Pues es una habitación muy mona, don Rosario. DON ROSARIO. Es la mejor habitación, don Dionisio. Y la más sana. El balcón da al mar. Y la vista es hermosa. (Yendo hacia el balcón.) Acérquese. Ahora no se ve bien porque es de noche. Pero, sin embargo, mire usted allí las lucecitas de las farolas del puerto. Hace un efecto muy lindo. Todo el mundo lo dice. ¿Las
ve usted? DIONISIO. No. No veo nada. DON ROSARIO. Parece usted tonto, don Dionisio. DIONISIO. ¿Por qué me dice usted eso, caramba? DON ROSARIO. Porque no ve las lucecitas. Espérese. Voy a abrir el balcón. Así las verá usted mejor. DIONISIO. No. No, señor. Hace un frío enorme. Déjelo. (Mirando nuevamente.) ¡Ah! Ahora me parece que veo algo. (Mirando a través de los cristales.) ¿Son tres lucecitas que hay allá a lo lejos? DON ROSARIO. Sí. ¡Eso! ¡Eso! DIONISIO. ¡Es precioso! Una es roja, ¿verdad? DON ROSARIO. No. Las tres son blancas. No hay ninguna roja. DIONISIO. Pues yo creo que una de ellas es roja. La de la izquierda. DON ROSARIO. No. No puede ser roja. Llevo quince años enseñándoles a todos los huéspedes, desde este balcón, las lucecitas de las farolas del puerto, y nadie me ha dicho nunca que hubiese ninguna roja. DIONISIO. Pero ¿usted no las ve? DON ROSARIO. No. Yo no las veo. Yo, a causa de mi vista débil, no las he visto nunca. Esto me lo dejó dicho mi papá. Al morir mi papá me dijo: «Oye, niño, ven. Desde el balcón de la alcoba rosa se ven tres lucecitas blancas del puerto lejano. Enséñaselas a los huéspedes y se pondrán todos muycontentos...» Y yo siempre se las enseño... DIONISIO. Pues hay una roja, yo se lo aseguro. DON ROSARIO. Entonces, desde mañana, les diré a mis huéspedes que se ven tres lucecitas: dos blancas y una roja... Y se pondrán más contentos todavía. ¿Verdad que es una vista encantadora? ¡Pues de día es aún más linda!... DIONISIO. ¡Claro! De día se verán más lucecitas... DON ROSARIO. No. De día las apagan. DIONISIO. ¡Qué mala suerte! DON ROSARIO. Pero no importa, porque en su lugar se ve la montaña, con una vaca
encima muy gorda que, poquito a poco, se está comiendo toda la montaña... DIONISIO. ¡Es asombroso! DON ROSARIO. Sí. La Naturaleza toda es asombrosa, hijo mío (Ya ha dejado DIONISIO la sombrerera junto a las otras. Ahora abre la maleta y de ella saca un pijama negro, de raso, con un pájaro bordado en blanco sobre el pecho, y lo coloca, extendido, a los pies de la cama. Y después, mientras habla DON ROSARIO, DIONISIO va quitándose el gabán, la bufanda y el sombrero que mete dentro del armario.) Esta es la habitación más bonita de toda la casa... Ahora, claro, ya está estropeada del trajín... ¡Vienen tantos huéspedes en verano!... Pero hasta el piso de madera es mejor que el de los otros cuartos... Venga aquí... Fíjese... Este trozo no, porque es el paso y ya está gastado de tanto pisar... Pero mire usted debajo de la cama, que está más conservado... Fíjese qué madera, hijo mío... ¿Tiene usted cerillas? DIONISIO. (Acercándose a DON ROSARIO.) Sí. Tengo una caja de cerillas y tabaco. DON ROSARIO. Encienda usted una cerilla. DIONISIO. ¿Para qué? DON ROSARIO. Para que vea usted mejor la madera. Agáchese. Póngase de rodillas. DIONISIO. Voy. (Enciende una cerilla y los dos, de rodillas, miran debajo de la cama.) DON ROSARIO. ¿Qué le parece a usted, don Dionisio? DIONISIO. ¡Que es magnífico! DON ROSARIO. (Gritando.) ¡Ay! DIONISIO. ¿Qué le sucede? DON ROSARIO. (Mirando debajo de la cama.) ¡Allí hay una bota! DIONISIO. ¿De caballero o de señora? DON ROSARIO. No sé. Es una bota. DIONISIO. ¡Dios mío! DON ROSARIO. Algún huésped se la debe de haber dejado olvidada... ¡Y esas criadas ni siquiera la han visto al barrer!... ¿A usted le parece esto bonito? DIONISIO. No sé qué decirle... DON ROSARIO. Hágame el favor, don Dionisio. A mí me es imposible agacharme más, por causa de la cintura... ¿Quiere usted ir a coger la bota?
DIONISIO. Déjela usted, don Rosario... Si a mí no me molesta... Yo en seguida me voy a acostar, y no le hago caso... DON ROSARIO. Yo no podría dormir tranquilo si supiese que debajo de la cama hay una bota... Llamaré ahora mismo a una criada. (Saca una campanilla del bolsillo y la hace sonar.) DIONISIO. No. No toque más. Yo iré por ella. (Mete parte del cuerpo debajo de la cama.) Ya está. Ya la he cogido. (Sale con la bota.) Pues es una bota muy bonita. Es de caballero... DON ROSARIO. ¿La quiere usted, don Dionisio? DIONISIO. No, por Dios; muchas gracias. Déjelo usted... DON ROSARIO. No sea tonto. Ande. Si le gusta, quédese con ella. Seguramente nadie la reclamará... ¡Cualquiera sabe desde cuándo está ahí metida...! DIONISIO. No. No. De verdad. Yo no la necesito... DON ROSARIO. Vamos. No sea usted bobo... ¿Quiere que se la envuelva en un papel, carita de nardo? DIONISIO. Bueno, como usted quiera... DON ROSARIO. No hace falta. Está limpia. Métasela usted en un bolsillo. (DIONISIO se mete la bota en un bolsillo.) Así... DIONISIO. ¿Me levanto ya? DON ROSARIO. Sí, don Dionisio, levántese de ahí, no sea que se vaya a estropear los pantalones... DIONISIO. Pero ¿qué veo, don Rosario? ¿Un teléfono? DON ROSARIO. Sí, señor. Un teléfono. DIONISIO. Pero ¿un teléfono de esos por los que se puede llamar a los bomberos? DON ROSARIO. Sí, señor. Y a los de las Pompas Fúnebres... DIONISIO. ¡Pero esto es tirar la casa por la ventana, don Rosario! (Mientras DIONISIO habla, DON ROSARIO saca de la maleta un chaquet, un pantalón y unas botas y los coloca dentro del armario.) Hace siete años que vengo a este hotel y cada año encuentro una nueva mejora. Primero quitó usted las moscas de lacocina y se las llevó al comedor. Después las quitó usted del comedor y se las llevó a la sala.
Y el otro día las sacó usted de la sala y se las llevó de paseo, al campo, en donde, por fin, las pudo usted dar esquinazo... ¡Fue magnífico! Luego puso usted la calefacción... Después suprimió usted aquella carne de membrillo que hacía su hija... Ahora el teléfono... De una fonda de segundo orden ha hecho usted un hotel confortable... Y los precios siguen siendo económicos... ¡Esto supone la ruina, don Rosario...! DON ROSARIO. Ya me conoce usted, don Dionisio. No lo puedo remediar. Soy así. Todo me parece poco para mis huéspedes de mi alma... Jorge Luis Borges (Argentina, 1899 – 1986) Final de El milagro secreto Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud. No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y
molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la
cara, la cuádruple descarga lo derribó. Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.
Vicente Huidobro (Chile, 1893 – 1948) Principio de Altazor o El viaje en paracaídas Altazor ¿por qué perdiste tu primera serenidad? ¿Qué ángel malo se paró en la puerta de tu sonrisa Con la espada en la mano? ¿Quién sembró la angustia en las llanuras de tus ojos como el adorno de un dios? ¿Por qué un día de repente sentiste el terror de ser? Y esa voz que te gritó vives y no te ves vivir ¿Quién hizo converger tus pensamientos al cruce de todos los vientos del dolor? Se rompió el diamante de tus sueños en un mar de estupor Estás perdido Altazor Solo en medio del universo Solo como una nota que florece en las alturas del vacío No hay bien no hay mal ni verdad ni orden ni belleza ¿En dónde estás Altazor? La nebulosa de la angustia pasa como un río Y me arrastra según la ley de las atracciones La nebulosa en olores solidificada huye su propia soledad Siento un telescopio que me apunta como un revólver La cola de un cometa me azota el rostro y pasa relleno de eternidad Buscando infatigable un lago quieto en donde refrescar su tarea ineludible Altazor morirás Se secará tu voz y serás invisible La Tierra seguirá girando sobre su órbita precisa Temerosa de un traspié como el equilibrista sobre el alambre que ata las miradas del pavor. En vano buscas ojo enloquecido No hay puerta de salida y el viento desplaza los planetas Piensas que no importa caer eternamente si se logra escapar ¿No ves que vas cayendo ya? …Cae Cae eternamente Cae al fondo del infinito Cae al fondo del tiempo Cae al fondo de ti mismo Cae lo más bajo que se pueda caer Cae sin vértigo
A través de todos los espacios y [todas las edades A través de todas las almas de todos [los anhelos y todos los naufragios …Cae en infancia Cae en vejez Cae en lágrimas Cae en risas Cae en música sobre el universo Cae de tu cabeza a tus pies Cae de tus pies a tu cabeza Cae del mar a la fuente Cae al último abismo de silencio Gabriel García Márquez (Colombia, 1927) Final de El amor en los tiempos del cólera Fermina Daza y Florentino Ariza lo habían oído todo desde la mesa, pero al capitán no parecía importarle. Siguió comiendo en silencio, y el mal humor se le veía hasta en la manera en que violó las leyes de urbanidad que sustentaban la reputación legendaria de los capitanes del río. Reventó con la punta del cuchillo los cuatro huevos fritos, y los rebañó en el plato con patacones de plátano verde que se metía enteros en la boca y masticaba con un deleite salvaje. Fermina Daza y Florentino Ariza lo miraban sin hablar, esperando la lectura de las calificaciones finales en un banco de la escuela. No se habían cruzado una palabra mientras duró el diálogo con la patrulla sanitaria, ni tenían la menor idea de qué iba a ser de sus vidas, pero ambos sabían que el capitán estaba pensando por ellos: se le veía en el latido de las sienes. […] El viento del Caribe se metió por las ventanas con la bullaranga de los pájaros, y Fermina Daza sintió en la sangre los latidos desordenados de su libre albedrío. A la derecha, turbio y parsimonioso, el estuario del río Grande de la Magdalena se explayaba hasta el otro lado del mundo. Cuando ya no quedó nada que comer en los platos, el capitán se limpió los labios con la esquina del mantel, y habló en una jerga procaz que acabó de una vez con el prestigio del buen decir de los capitanes del río. Pues no
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habló por ellos ni para nadie, sino tratando de ponerse de acuerdo con su propia rabia. Su conclusión, al cabo de una ristra de improperios bárbaros, fue que no encontraba cómo salir del embrollo en que se había metido con la bandera del cólera. Florentino Ariza lo escuchó sin pestañear. Luego miró por las ventanas el círculo completo del cuadrante de la rosa náutica, el horizonte nítido, el cielo de diciembre sin una sola nube, las aguas navegables hasta siempre, y dijo: -Sigamos derecho, derecho, derecho, otra vez hasta La Dorada. Fermina Daza se estremeció, porque reconoció la antigua voz iluminada por la gracia del Espíritu Santo, y miró al capitán: él era el destino. Pero el capitán no la vio, porque estaba anonadado por el tremendo poder de inspiración de Florentino Ariza. -¿Lo dice en serio? -le preguntó. -Desde que nací -dijo Florentino Ariza-, no he dicho una sola cosa que no sea en serio. El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites. -¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? –le preguntó. Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches. -Toda la vida --dijo.
César Vallejo (Perú, 1892 - París, 1938) Final de España, aparta de mí éste cáliz ¡Cuídate, España, de tu propia España! ¡Cuídate de la hoz sin el martillo, cuídate del martillo sin la hoz! ¡Cuídate de la víctima a pesar suyo, del verdugo a pesar suyo y del indiferente a pesar suyo! ¡Cuídate del que, antes de que cante el gallo, negárate tres veces, y del que te negó, después, tres veces! ¡Cuídate de las calaveras sin las tibias, y de las tibias sin las calaveras! ¡Cuídate de los nuevos poderosos! ¡Cuídate del que come tus cadáveres, del que devora muertos a tus vivos! ¡Cuídate del leal ciento por ciento! ¡Cuídate del cielo más acá del aire y cuídate del aire más allá del cielo! ¡Cuídate de los que te aman! ¡Cuídate de tus héroes! ¡Cuídate de tus muertos! ¡Cuídate de la República! ¡Cuídate del futuro!… Carlos Fuentes (Panamá 1928 – México 2012) Principio de La muerte de Artemio Cruz Yo despierto... Me despierta el contacto de ese objeto frío con el miembro. No sabía que a veces se puede orinar involuntariamente. Permanezco con los ojos cerrados. Las voces más cercanas no se escuchan. Si abro los ojos, ¿podré escucharlas?... Pero los párpados me pesan: dos plomos, cobres en la lengua, martillos en el oído, una... una como plata oxidada en la respiración. Metálico todo esto. Mineral otra vez. Orino sin saberlo. Quizás —he estado inconsciente, recuerdo con un sobresalto— durante esas horas comí sin saberlo. Porque apenas clareaba cuando alargué la mano y arrojé —también sin quererlo— el teléfono al piso y quedé boca abajo sobre el lecho, con mis brazos colgando: un hormigueo por las venas de la muñeca. Ahora despierto, pero no quiero abrir los ojos. Aunque no quiera: algo brilla con insistencia
cerca de mi rostro. Final Yo no sé... no sé... si él soy yo... si tú fue él... si yo soy los tres... Tú... te traigo dentro de mí y vas a morir conmigo... Dios... Él... lo traje adentro y va a morir conmigo... los tres... que hablaron... Yo... lo traeré adentro y morirá conmigo... sólo... Tú ya no sabrás: no conocerás tu corazón abierto, esta noche, tu corazón abierto... Dicen —Bisturí, bisturí... Yo sí lo escucho, yo que sigo sabiendo cuando tú ya no sabes, antes de que tú sepas... yo que fui él, seré tú... yo escucho, en el fondo del cristal, detrás del espejo, al fondo, debajo, encima de ti y de él... —Bisturí... te abren... te cauterizan... te abren las paredes abdominales... las separa el cuchillo delgado, frío, exacto... encuentran ese líquido en el vientre... separan tu fosa iliaca... encuentran ese paquete de asas intestinales irritadas, hinchadas, ligadas a tu mesenterio duro e inyectado de sangre... encuentran esa placa de gangrena circular... bañada en un líquido de olor fétido... dicen, repiten... —infarto... —infarto al mesenterio... miran tus intestinos dilatados, de un rojo vivo, casi negro... dicen... repiten... —pulso... —temperatura... — perforación puntiforme... comer, roer... el líquido hemorrágico escapa de tu vientre abierto... dicen, repiten... —inútil... —inútil... los tres... ese coágulo se desprende, se desprenderá de la sangre negra... correrá, se detendrá... se detuvo... tu silencio... tus ojos abiertos... sin vista... tus dedos helados... sin tacto... tus uñas negras, azules... tus quijadas temblorosas... Artemio Cruz... nombre... —inútil... —corazón... —masaje... — inútil... ya no sabrás... te traje adentro y moriré contigo... los tres... moriremos... Tú... mueres... has muerto... moriré.
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Texto - Adivinanza 3 A las cinco de la tarde. Eran las cinco en punto de la tarde.
A lo lejos ya viene la gangrena a las cinco de la tarde. A las cinco de la tarde.
Un niño trajo la blanca sábana a las cinco de la tarde. Una espuerta de cal ya prevenida a las cinco de la tarde. Lo demás era muerte y sólo muerte a las cinco de la tarde. El viento se llevó los algodones a las cinco de la tarde. Y el óxido sembró cristal y níquel a las cinco de la tarde. Ya luchan la paloma y el leopardo a las cinco de la tarde. Y un muslo con un asta desolada a las cinco de la tarde. … Cuando el sudor de nieve fue llegando a las cinco de la tarde, cuando la plaza se cubrió de yodo a las cinco de la tarde, la muerte puso huevos en la herida a las cinco de la tarde. A las cinco de la tarde. A las cinco en punto de la tarde. Un ataúd con ruedas es la cama a las cinco de la tarde. Huesos y flautas suenan en su oído a las cinco de la tarde. El toro ya mugía por su frente a las cinco de la tarde.
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El cuarto se irisaba de agonía a las cinco de la tarde.
¡Ay qué terribles cinco de la tarde! ¡Eran las cinco en todos los relojes! ¡Eran las cinco en sombra de la tarde! Carmen Martín Gaite (España, 1925–2000) Principio de Lo raro es vivir Hay veces en que lo normal pasa a extraordinario así por las buenas y lo notamos sin saber cómo. De entre la sucesión no contabilizada de gestos, movimientos y vislumbres que van engrosando la masa amorfa de lo cotidiano, se separa de los demás uno de ellos, aparentemente insignificante, y salta cómo la nota discorde de un pentagrama, se queda resonando por el aire con zumbido de moscardón, que pasa, ha habido una avería o esto significa el comienzo de algo nuevo, nos miramos las manos, las rodillas, que es lo que se ha transformado, hacia donde enfocar la atención, no sé. Y sobreviene el miedo o la parálisis. Este tipo de sobresalto fue el que me atacó por la espalda el treinta de junio de hace dos años, cuando acababa de aparcar el coche en un hueco providencial que descubrí bajo aquel techo deslucido de cañizo. Las siete de la tarde más o menos. La maniobra había sido impecable a pesar de que soy torpe para esas cosas y siempre me parece un milagro no chocar contra algo o que no aparezca un guardia, el viaje lo había hecho escuchando una cinta de Sade, anestesian bastante los lamentos desgarrados en inglés, liberan la mirada. nubes movedizas, brisa tibia, poco tráfico; y de repente estaba tensa y asustada, no era capaz de sacar la llave de contacto, me estoy mintiendo, todo marcha mal, atenta a lo que pase a partir de ahora. Avancé pisando con cuidado la gravilla hacia la fachada que no conocía, y me tranquilizaba comprobar que no me estaba siguiendo nadie.
Era un jardín más bien escuálido, con arriates de boj, bancos de madera un poco despintados y una fuente con rana mirando al cielo y lanzando su chorrito por la boca, Se había levantado bastante aire. A lo lejos se veían los perfiles azules de la sierra, y por la parte del Valle de los Caídos se espesaban unos nubarrones plomizos surcados por alfilerazos de luz. Subí unos escalones y me pare antes de entrar. Algunas ventanas estaban abiertas, pero no se oía nada ni se veían bultos moverse en el interior. Sobre la puerta descubrí el letrero cuya lectura me convencía de no haberme equivocado, mayúsculas en azulejo verde y azul, y debajo, también en azulejos, resguardada por un tejadillo, una Virgen del Perpetuo Socorro de regular tamaño con su actitud hierática de icono y los ojos en punto muerto mientras sostiene sin ganas al niño de cabeza ladeada que parece un esparrago, mal nutridos los dos, ella con casquete; casi todas las vírgenes del mundo agarran los dedos de su niño como por cumplir y se les trasluce una sonrisa aprensiva, a saber lo que me espera des-pues de que me pinten este retrato y descuelguen los ángeles de adorno, tendré que aguantar al mismo tiempo La maternidad y la leyenda. Roberto Bolaño (Chile, 1953 – España, 2003) Final de Nocturno de Chile ¿Tiene esto solución? A veces la tierra tiembla. El epicentro del terremoto está en el norte o está en el sur, pero yo escucho cómo la tierra tiembla. A veces me mareo. A veces el temblor dura más de lo normal y la gente se coloca debajo de las puertas o debajo de las escaleras o sale corriendo a la calle. ¿Tiene esto solución? Yo veo a la gente correr por las calles. Veo a la gente entrar en el metro y en los cines. Veo a la gente comprar el periódico. Y a veces tiembla y todo queda detenido por un instante. Y entonces me pregunto: ¿dónde está el joven envejecido?, ¿por qué se ha ido?, y poco a poco la verdad empieza a ascender como un cadáver. Un cadáver que sube desde el fondo del mar o desde el fondo de un
barranco. Veo su sombra que sube. Su sombra vacilante. Su sombra que sube como si ascendiera por la colina de un planeta fosilizado. Y entonces, en la penumbra de mi enfermedad, veo su rostro feroz, su dulce rostro, y me pregunto: ¿soy yo el joven envejecido? ¿Esto es el verdadero, el gran terror, ser yo el joven envejecido que grita sin que nadie lo escuche? ¿Y que el pobre joven envejecido sea yo? Y entonces pasan a una velocidad de vértigo los rostros que admiré, los rostros que amé, odié, envidié, desprecié. Los rostros que protegí, los que ataqué, los rostros de los que me defendí, los que busqué vanamente. Y después se desata la tormenta de mierda. Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) Final de Plegarias nocturnas Ya completé seis cuadernos. He escuchado, imaginado, paseado por Bangkok y vuelto a ver algunos lugares. He fantaseado, recordado y escrito. Mañana me iré sin haber visto realmente a nadie (hace ya tiempo que Teresa no vive aquí). Nada distinto al sonido de viejas palabras que en su momento nadie escuchó, Bueno, excepto yo. Ahora debo organizarlas, reconstruir la historia e intentar, una vez más, darles mi sentido. En The Last Tycoon, un film de Elia Kazan con guion de Harold Pinter, basado en la novela de F. Scott Fitzgerald, el protagonista, Robert de Niro, narra dos veces la siguiente historia: una mujer entra precipitadamente a su casa y vuelca el contenido de su bolso sobre la mesa de entrada: billetera, gafas, una moneda de cinco centavos, un cepillo, una caja de fósforos y un pintalabios. Maldiciendo agarra los cinco centavos y la caja de fósforos, y luego, nerviosa, se quita sus guantes negros y los tira con odio dentro de una estufa de gas. Enciende un fosforo y lo acerca a la estufa, pero cuando va a encenderla suena el teléfono. La mujer duda, vuelve a maldecir y al fin contesta.
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Pedro Calderón de la Barca (España, 1600-1681) Final de La vida es sueño SEGISMUNDO: ¿Qué os admira? ¿Qué os espanta, si fue mi maestro un sueño, y estoy temiendo, en mis ansias, que he de despertar y hallarme otra vez en mi cerrada prisión? Y cuando no sea, el soñarlo sólo basta; pues así llegué a saber que toda la dicha humana, en fin, pasa como sueño, y quiero hoy aprovecharla el tiempo que me durare, pidiendo de nuestras faltas perdón, pues de pechos nobles es tan propio el perdonarlas.
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Tras escuchar algo grita por la bocina: -¡Ya le dije que nunca he tenido unos malditos guantes negros! Cuelga con furia y regresa a la estufa, va a encenderla, pero en ese momento se da cuenta de que hay alguien más en la habitación, alguien que ha visto lo que ha hecho. ¿Qué va a suceder? Y sobre todo: ¿para qué son los cinco centavos? «Para pagar la entrada al cine», dice De Niro, pues ahí comienza una historia que debe ser contada, Regreso a mi pregunta: ¿he podido, en realidad, comprender? La única respuesta es seguir buscando a Juana, seducirla en la lejanía, tal vez en otro libro o en otra ciudad. Ya lo dijo Rimbaud, señalando con su dedo hacia el porvenir: Et à l'aurore, armés d'une ardente patience, nous entrerons aux splendides Villes. Las ciudades esplendidas. Las historias ocurren ahí, quizás en la aurora o al final de la tarde, en cualquier caso lejos del sol ardiente del mediodía. ¿Llegaremos a ellas? Tal vez entremos a esta nueva ciudad al alba o antes del anochecer. Así que por ahora no me queda más que despedirme, como en ese viejo musical: Au revoir, arrivederci. Adiós.
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