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Luces de Bohemia Instituto Cervantes de Praga
Encuentros Literarios - Literární setkání
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Con nocturnidad y palabrería Literatura a noc Praga 8.11.2010
6 años
- let
10 2004-20atura liter con la añol en esp
Lecturas a cargo de: Denisa Škodová Rolando Garduño Lucia Majlatová Pablo Soria Eva Kadlečková
Jorge Ramos Elena Buixaderas Alejandro Flores Mónica Márquez Eufrasio Lucena
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Invitada especial: Kateřina Rudčenková Música a cargo de: Jana Vovsova-Lewitová (Malá harfa, barokní viola) www.janalewitova.cz
Kateřina Rudčenková (Praga, 1976) Fragmento de Noches, noches (Traducción Denisa Škodová y Elena Buixaderas)
Mi infancia estaba llena de sonidos, sonidos desde detrás de las paredes de papel de mi cuarto, cubiertas de tapetes con diseño de abedules. Vivía en un bosque de abedules, por la noche miraba el techo, en el que deslizaban jirones de luz proyectados por los coches que pasaban por la calle debajo de las ventanas. Escuchaba los sonidos y adivinaba sus monstruosos significados y las acciones que los acompañan, escuchaba cómo mi madre contaba historias para divertir a los invitados cuando nuestro padre ya no vivía con nosotros y en nuestra casa a menudo se organizaban fiestas con los compañeros de trabajo, la música se ponía muy alto y ellos bailaban y reían y desde sus voces yo conjeturaba sus movimientos. En uno de mis sueños, mi madre se puso muy enferma y por eso tuvieron que astillarle todo el cuerpo, así que le quedó sólo
la cabeza. A mí me encargaron de cuidar la cabeza y alguien me aconsejó leerle algo de Werich, lo que me aburre un montón. Mi padre a la izquierda, mi madre a la derecha. Separados, de manera incomprensible, incompatible y entre ellos, en mi cabeza, se tiende un largo sendero en el cual me encuentro a solas. “Siéntese.” “¿Dónde? ¿A la mesa con el periódico?” Mi madre tiene la culpa. O mi padre. Cuántas veces se murió ella en mis sueños. Una vez la aplasté en la tierra con una apisonadora. Sobrevivió. “¡Da saludos a tu mamá!” “¿Por qué?” Mi madre tiene la culpa, no mi padre, porque ella era más fuerte. En vano me esfuerzo en hallar en mi memoria una explicación de mi padre, sus palabras, su adiós, algo así... Por lo que desde entonces me avergüenzo de todo lo que hago. “¿Os estáis peleando otra vez?” Estoy en la puerta, testigo infantil de sus conflictos, que, según ellos, no entiende nada y al que, entonces, no se le pregunta nada.
¿Cómo arreglarlo, cómo reconciliar las voces que no fui capaz de reconciliar, quería que callaran y dejaran de oponerse el uno al otro, quería que se quedaran los dos. Y luego uno tiene que decidir qué parte deja en casa y con qué parte lo sigue hacia las otras, en donde se agarró como un injerto, irreconocible de la rama original, pero para mí inapropiado, incomprensible y perverso. Los sueños con mi madre, destructivos, con mi padre, eróticos. Estamos caminando por la calle Kamenická, nuestra calle, que, en mi infancia, a la izquierda daba al parque y, a la derecha, a Dejvice, hacia la casa de tía Věra. Nos paramos en la acera cerca de la lavandería, uno de los lugares que no ha cambiado nada durante toda mi vida, con el ronquido de las máquinas y el nostálgico olor de la ropa húmeda. Se respalda en un coche y yo le aprieto su miembro con la rodilla y sigo frotándolo hasta su eyaculación sobre el parabrisas. Nuestro acto es alborotador, de alguna parte han salido unos policías, entro corriendo en una casa, uno de ellos me agarra y me mete en la boca unas esposas. ¿Y él? ¿Por dónde ha desaparecido? Kateřina Rudčenková (Praga, 1976) Poemas (Traducción Juan Antonio Sánchez) El viento riza mi frente otoñal Cuando acabo de comer, la mujer pregunta: ¿Quién viene esta tarde? El cuarto, pobremente desnudo a la luz, y las sombras de los peces responden: Vienen los invitados de ayer. Él no dice nunca que no. Reverencialmente se inclina ante cualquier movimiento. Con su palabra me eleva ligera como el agua.
Entre el árbol y Pär Vamos por lo oscuro, encontramos un paso al sótano, intuyo en él una escalera de caracol sin peldaños y tiras de piel. Amanece, el arco abierto del cielo se rasga. Me cuentas como os mentisteis de pequeños, tú y tu hermano menor -dos años menos-, en taller de carpintero de tu padre, y, jugando, tu hermano te cercenó el meñique con una herramienta. Mi hermano una vez casi me ahoga. Las dos historias se funden esta tarde, nuestros hermanos – asesinos – se encuentran en el prado de repente, con una linterna en la mano y con la dulce corazonada de que sus hermanos pasean por los campos en la eternidad. Ven ocaso Flujo de paseantes vespertinos que se extingue Luz moribunda que abandona las calles No quiero envejecer como la mujer de la mesa [de al lado Sus arrugas son tan profundas como el dibujo [ del jersey De su marido No quiero envejecer como la mujer de la mesa [más allá Su pelo se parece más a una peluca De lo que una peluca debería parecerse a su pelo No quiero que mi cara se pierda en el escaparate [ de unas gafas Decididamente no quiero el peso de mi cuerpo [oprimiéndome Como un camarote estrecho Gentes y ruinas radiantes yo entre ellos Exponiendo mi cuerpo al sol Y mi vida a interpretaciones contingentes.
Kateřina Rudčenková (Praga, 1976) Poemas (Traducción Denisa Škodová y Elena Buixaderas) Me asomo a la ventana y allá, por una calle vacía de esta noche camina despacio un chino con dos sombras, aliado de dos farolas Fuma mirando arriba hacia mi ventana donde hay silencio y yo sólo miro abajo hacia la calle a un chino con dos sombras El gabinete Soy el centro de la habitación en la que se derraman los huesos. Las lenguas de las plantas, el armario de plata. Acostada, miro la oscuridad, con la cabeza bajo la almohada, un animal despierto, que de día entabla relaciones.
Las mismas canciones una y otra vez o simplemente lalalá Sin cesar ahuyenta a esta otra madre que no es la verdadera a esta madre distinta a la que teme a esta extraña sin rostro que está aquí sentada respirando al otro lado de la pared suspirando en el silencio de la noche Y la niña canta En voz alta protege sin cesar a aquella que no regresa
Parece que la ciudad no existe sin nosotros.
lalalá lalalá
No pertenezco a nadie. Mi rostro es flexible, basta una noche y me olvido de todo.
Canta para que la verdadera siga viva
Viola Fischerová (Brno 1935 – Praha 2010)
Rafael Espejo (Córdoba, España, 1975)
(Traducción Elena Buixaderas)
También sueles no pensar en mí ¿cuántos días? ¿También has encontrado otra vida? Pero qué hacer cuando oscurece antes del amanecer Hoy durante toda la noche estampados sobre el agua negra dos cisnes y ni se han movido
Si en vez de su madre regresa por la noche la oscuridad la niña se sienta en la ventana y canta
De noche, los domingos son más tristes. Ayuda la impresión bobalicona de la distante luna, cuyo velo de flema irreal se contagia: las familias se arropan a la lumbre eléctrica, o apuran los restos de la cena quedamente, pensando ya en la paz merecida del catre; descienden el telón de las persianas y se rinden al sueño de sí mismas. "Que nadie nos moleste" digo entonces, "vámonos a un rincón". Me aprietas silenciosa. Tú también tienes frío. Pero los dos sabemos que quizás
sea mejor así, caminar solitarios los recodos del pueblo y a espaldas del convento -piedras despellejadas con verdínnuevamente entregarnos en un culto feliz porque salvaje: dos mamíferos que luchan contra el medio por conservar [no más que su sangre caliente. Gioconda Belli (Managua, 1948) Luciérnagas A las cinco de la tarde Cuando el resplandor se queda sin brillo Y el jardín se sumerge en el último hervor dorado del día Oigo el grupo bullicioso de niños Que salen a cazar luciérnagas. Corriendo sobre el pasto Se dispersan entre los arbustos, Gritan su excitación, palpan su deslumbre Se arma un círculo alrededor de la pequeña Que muestra la encendida cuenca de ^ [sus manos Titilando. Antiguo oficio humano Este de querer apagar la luz. ¿Te acordás de la última vez que creímos [poder iluminar la noche? El tiempo nos ha vaciado de fulgor. Pero la oscuridad Sigue poblada de luciérnagas. Gabriel García Márquez (Colombia, 1927) Fragmento de El General en su laberinto Ante ese estado del mundo, el general pastoreaba el insomnio caminando desnudo por los cuartos desiertos del viejo caserón de hacienda transfigurado por el esplendor lunar. La mayoría de los caballos muertos el día anterior habían sido incinerados lejos de la casa, pero el olor de la podredumbre seguía siendo insoportable. Las tropas no habían vuelto a cantar después de las jornadas
mortales de la última semana y él mismo no se sentía capaz de impedir que los centinelas se durmieran de hambre. De pronto, al final de una galería abierta a los vastos llanos azules, vio a Reina María Luisa sentada en el sardinel. Una bella mulata en la flor de la edad, con un perfil de ídolo, envuelta hasta los pies en un pañolón de flores bordadas y fumando un cigarro de una cuarta. Se asustó al verlo, y extendió hacia él la cruz del índice y el pulgar. «De parte de Dios o del diablo», dijo, «¡qué quieres!» «A ti», dijo él. Sonrió, y ella había de recordar el fulgor de sus dientes a la luz de la luna. La abrazó con toda su fuerza, manteniéndola impedida para moverse mientras la picoteaba con besos tiernos en la frente, en los ojos, en las mejillas, en el cuello, hasta que logró amansarla. Entonces le quitó el pañolón y se le cortó el aliento. También ella estaba desnuda, pues la abuela que dormía en el mismo cuarto le quitaba la ropa para que no se levantara a fumar, sin saber que por la madrugada se escapaba envuelta con el pañolón. El general se la llevó en vilo a la hamaca, sin darle tregua con sus besos balsámicos, y ella no se le entregó por deseo ni por amor, sino por miedo. Era virgen. Sólo cuando recobró el dominio del corazón, dijo: «Soy esclava, señor». «Ya no», dijo él. «El amor te ha hecho libre». Por la mañana se la compró al dueño de la hacienda con cien pesos de sus arcas empobrecidas, y la liberó sin condiciones. Antes de partir no resistió la tentación de plantearle un dilema público. El general se despidió con una arenga breve, en la cual suavizó el dramatismo de la situación, y se disponía a partir cuando vio a Reina María Luisa en su estado reciente de mujer libre y bien servida. Estaba acabada de bañar, bella y radiante bajo el cielo del Llano, toda de blanco almidonado con las enaguas de encajes y la blusa exigua de las esclavas. Él le preguntó de buen talante: «¿Te quedas o te vas con nosotros?» Ella le contestó con una risa encantadora: «Me quedo, señor».
La respuesta fue celebrada con una carcajada unánime. Entonces el dueño de la casa, que era un español convertido desde la primera hora a la causa de la independencia, y viejo conocido suyo, además, le aventó muerto de risa la bolsita de cuero con los cien pesos. El la atrapó en el aire. «Guárdelos para la causa, Excelencia», le dijo el dueño. «De todos modos, la moza se queda libre». Alejandra Pizarnik (Buenos Aires, 1936 - 1972) La noche Poco sé de la noche pero la noche parece saber de mí y más aún, me asiste como si me quisiera, me cubre la conciencia con sus estrellas Tal vez la noche sea la vida y el sol la muerte Tal vez la noche es nada
Y las conjeturas sobre ella nada Y los seres que la viven nada Tal vez las palabras sean lo único [que existe en el enorme vacío de los siglos que nos araña el alma con sus recuerdos. Pero la noche ha de conocer la miseria que bebe de nuestra sangre y [de nuestras ideas Ella ha de arrojar odio a nuestras miradas Sabiéndolas llenas de intereses, de [desencuentros Pero sucede que oigo a la noche llorar en [mis huesos Su lágrima inmensa delira Y grita que algo se fue para siempre. Alguna vez volveremos a ser.
Rafael Alberti (Cádiz 1902- 1999) Fragmentos de El desvelo (diario de la noche) ¡Ooooh! ¡Aaaayyy! En la noche. Todas las noches. Deseo, quiero tirar todo. Romper todo. Vamos. ¡Valor! Me Inundan, me acosan los papeles: cartas, catálogos de exposiciones, revistas, periódicos...Me invaden. Mi cuarto no Es ya más que el breve espacio de mi cama. Dentro de ella me Defiendo. Mi barricada. Mi trinchera. Pero me cercan. Avanzan Milímetro a milímetro. No puedo más. ¡Afuera! No quiero Ver más libros, más cartas. ¡Dejadme! Voy a gritar. Y grito. La noche. Me responden los gatos del tejado. Subid. No sabrían ayudarme a romper todo. (...) Oigo la radio, las radios. Desde antes del amanecer. Tengo Seca la voz. ¿Qué dicen? Sólo se habla de la muerte. ¿Y la Vida? Sólo de la muerte. Matar. De proyectos de matar. Hay Que matar. No hay nadie que no quiera matar. Las ondas están llenas de cuchillos, de disparos, lluvia de bombas, explosiones. De muerte de más proyectos de muerte. ¡Ah! Llévame de la mano, tú, mi pequeño Rafael Alberti. Allí abajo está el mar. La playa, la arena, de cuando no había cartas, ni periódicos, ni radio, ni catálogos de exposiciones ni tanta muerte, tanta velocidad para hablar sólo de la muerte. Octavio Paz (México, 1914 - 1998) Fragmento de El ramo azul [...] Caminé a tientas por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. De pronto salió la luna
de una nube negra, iluminando un muro blanco, desmoronado a trechos. Me detuve, ciego ante tanta blancura. Sopló un poco de viento. Respiré el aire de los tamarindos. Vibraba la noche, llena de hojas e insectos. Los
grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto sistema de señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y sílabas, frases dispersas de aquel diálogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? Tiré el cigarrillo sobre la banqueta. Al caer, describió una curva luminosa, arrojando breves chispas, como un cometa minúsculo. Caminé largo rato, despacio. Me sentía libre, seguro entre los labios que en ese momento me pronunciaban con tanta felicidad. La noche era un jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que alguien se desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir nada. Apreté el paso. Unos instantes percibí unos huaraches sobre las piedras calientes. No quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez más. Intenté correr. No pude. Me detuve en seco, bruscamente. Antes de que pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz dulce: -No se mueva , señor, o se lo entierro. Sin volver la cara pregunte: -¿Qué quieres? -Sus ojos señor [con la voz suave, casi apenada]. -¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero. No es mucho, pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a matarme. -No tenga miedo señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos. -Pero, ¿para qué quieres mis ojos? -Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules y por aquí hay pocos que los tengan. -Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos. -Ay, señor no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules. -No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa. -No se haga el remilgoso, me dijo con dureza. Dé la vuelta.
Me volví. Era pequeño y frágil. El sombrero de palma la cubría medio rostro. Sostenía con el brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna. -Alúmbrese la cara. Encendí y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. El apartó mis párpados con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas de los pies y me contempló intensamente. La llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante silencioso. -¿Ya te convenciste? No los tengo azules. -¡Ah, qué mañoso es usted! A ver, encienda otra vez. Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome de la manga, me ordenó. -Arrodíllese. Mi hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos. - ¡Ábralos bien ! Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso. -Pues no son azules, señor. Dispense. Y desapareció. Me acodé junto al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me incorporé. A tropezones, cayendo y levantándome, corrí durante una hora por el pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún frente a la puerta. Entré sin decir palabra. Al día siguiente huí de aquel pueblo. Rubén Darío (Nicaragua, 1867 – 1916) Nocturno Silencio de la noche, doloroso silencio nocturno... ¿Por qué el alma tiembla de [tal manera? Oigo el zumbido de mi sangre, dentro de mi cráneo pasa una suave tormenta. ¡Insomnio! No poder dormir, y, sin embargo, soñar. Ser la auto-pieza de disección espiritual, ¡el auto-Hamlet! Diluir mi tristeza en un vino de noche
en el maravilloso cristal de las tinieblas... Y me digo: ¿a qué hora vendrá el alba? Se ha cerrado una puerta... Ha pasado un transeúnte... Ha dado el reloj trece horas... ¡Si será Ella!... Federico Garcia Lorca (Granada, España, 1898 1936) Fragmento de La casa de Bernarda Alba MARTIRIO. (En voz baja.) Adela. (Pausa. Avanza hasta la misma puerta. En voz alta.) ¡Adela! (Aparece Adela. Viene un poco despeinada.) ADELA. ¿Por qué me buscas? MARTIRIO. ¡Deja a ese hombre! ADELA. ¿Quién eres tú para decírmelo? MARTIRIO. No es ése el sitio de una mujer honrada. ADELA. ¡Con qué ganas te has quedado de ocuparlo! MARTIRIO. (En voz más alta.) Ha llegado el momento de que yo hable. Esto no puede seguir. ADELA. Esto no es más que el comienzo. He tenido fuerza para adelantarme. El brío y el mérito que tú no tienes. He visto la muerte debajo de estos techos y he salido a buscar lo que era mío, lo que me pertenecía. MARTIRIO. Ese hombre sin alma vino por otra. Tú te has atravesado. ADELA. Vino por el dinero, pero sus ojos los puso siempre en mí. MARTIRIO. Yo no permitiré que lo arrebates. Él se casará con Angustias. ADELA. Sabes mejor que yo que no la quiere. MARTIRIO. Lo sé. ADELA. Sabes, porque lo has visto, que me quiere a mí. MARTIRIO. (Desesperada.) Sí. ADELA. (Acercándose.) Me quiere a mí, me quiere a mí. MARTIRIO. Clávame un cuchillo si es tu gusto, pero no me lo digas más. ADELA. Por eso procuras que no vaya con él. No te importa que abrace a la que no quiere; a mí, tampoco. Ya puede estar cien años con Angustias, pero que me abrace a mí se te hace terrible, porque tú lo quieres también; ¡lo quieres!
MARTIRIO. (Dramática.) ¡Sí! Déjame decirlo con la cabeza fuera de los embozos. ¡Sí! Déjame que el pecho se me rompa como una granada de amargura. ¡Lo quiero! ADELA. (En un arranque y abrazándola.) Martirio, Martirio, yo no tengo la culpa. MARTIRIO. ¡No me abraces! no quieras ablandar mis ojos. Mi sangre ya no es la tuya, y aunque quisiera verte como hermana, no te miro ya más que como mujer. (La rechaza.) ADELA. Aquí no hay ningún remedio. La que tenga que ahogarse que se ahogue. Pepe el Romano es mío. Él me lleva a los juncos de la orilla. MARTIRIO. ¡No será! ADELA. Ya no aguanto el horror de estos techos después de haber probado el sabor de su boca. Seré lo que él quiera que sea. Todo el pueblo contra mí, quemándome con sus dedos de lumbre, perseguida por las que dicen que son decentes, y me pondré delante de todos la corona de espinas que tienen las que son queridas de algún hombre casado. MARTIRIO. ¡Calla! ADELA. Sí, Sí. (En voz baja.) Vamos a dormir, vamos a dejar que se case con Angustias, ya no me importa; pero yo me iré a una casita sola donde él me verá cuando quiera, cuando le venga en gana. MARTIRIO. Eso no pasará mientras yo tenga una gota de sangre en el cuerpo. ADELA. No a ti, que eres débil. A un caballo encabritado soy capaz de poner de rodillas con la fuerza de mi dedo meñique. MARTIRIO. No levantes esa voz que me irrita. Tengo el corazón lleno de una fuerza tan mala, que sin quererlo yo, a mí misma me ahoga. ADELA. Nos enseñan a querer a las hermanas. Dios me ha debido dejar sola en medio de la oscuridad, porque te veo como si no te hubiera visto nunca. (Se oye un silbido y Adela corre a la puerta, pero Martirio se le pone delante.) MARTIRIO. ¿Dónde vas? ADELA. ¡Quítate de la puerta! MARTIRIO. ¡Pasa si puedes! ADELA. ¡Aparta! (Lucha.) MARTIRIO. (A voces.) ¡Madre, madre!
Dulce María Loynaz (La Habana, 1902 – 1997) de Poemas sin nombre Poema LXVIII Todos los días al obscurecer, ella sale a encender su lámpara para alumbrar el camino solitario. Es aquel un camino que nadie cruza nunca, perdido entre las sombras de la noche y a pleno sol perdido; el camino que no viene de ningún lado y a ningún lado va. Briznas de hierba le brotaron entre las hendiduras de la piedra, y el bosque vecion le fue royendo las orillas, lo fue atenazando con sus raíces... Sin embargo, ella sale siempre con la primera estrella a encender su lámpara, a alumbrar el camino solitario. Nadie ha de venir por este camino, que es duro y es inútil; otros caminos hay que tienen sombra, otros se hicieron luego que acortan las distancias, otros lograron unir de un solo trazo las rutas más revueltas... Otros caminos hay por esos mundos, y nadie vendrá nunca por el suyo. ¿Por qué entonces la insistencia de ella en alumbrar a un caminante que no existe? ¿Por qué la obstinación puntual de cada anochecer? ) Y, sobre todo, ¿por qué se sonríe cuando enciende la lámpara? Ramón María del Valle Inclán (Pontevedra, España, 1866- 1936) Fragmento de Sonata de Primavera Era una noche de Primavera, silenciosa y fragante. El aire agitaba las ramas de los árboles con blando movimiento, y la luna iluminaba por un instante la sombra y el misterio de los follajes. Sentíase pasar por el jardín un largo estremecimiento y luego todo quedaba en esa amorosa paz de las noches serenas. En el azul profundo temblaban las estrellas, y la quietud del jardín parecía mayor que la quietud del cielo. A lo lejos, el mar misterioso y ondulante exhalaba su eterna queja. Las dormidas olas fosforecían al pasar
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tumbando los delfines, y una vela latina cruzaba el horizonte bajo la luna pálida. Yo recorría un sendero orillado por floridos rosales: Las luciérnagas brillaban al pie de los arbustos, el aire era fragante, y el más leve soplo bastaba para deshojar en los tallos las rosas marchitas. Yo sentía esa vaga y romántica tristeza que encanta los enamoramientos juveniles, con la leyenda de los grandes y trágicos dolores que se visten a la usanza antigua. Consideraba la herida de mi corazón como aquellas que no tienen cura y pensaba que de un modo fatal decidiría de mi suerte. Con extremos verterianos soñaba superar a todos los amantes que en el mundo han sido, y por infortunados y leales pasaron a la historia, y aun asomaron más de una vez la faz lacrimosa en las cantigas del vulgo. [...] De pronto huyeron mis pensamientos. Daba las doce el viejo reloj de la Catedral y cada campanada, en el silencio del jardín, retumbó con majestad sonora. Volví al salón, donde ya estaban apagadas las luces. En los cristales de una ventana temblaba el reflejo de la luna, y allá en el fondo, brillaba la esfera de un reloj que con delicado y argentino son, daba también las doce. Me detuve en la puerta, para acostumbrarme a la oscuridad, y poco a poco mis ojos columbraron la forma incierta de las cosas. Una mujer hallábase sentada en el sofá del estrado. Yo sólo distinguía sus manos blancas. El cuerpo era una sombra negra. Quise acercarme, y vi cómo sin rindo se ponía en pie y cómo sin ruido se alejaba y desaparecía. Hubiérala creído un fantasmal engaño de mis ojos, si al dejar de verla no llegase hasta mí un sollozo. Al pie del sofá estaba caído un pañuelo perfumado de rosas y húmedo de llanto. Lo besé con afán. No dudaba de que aquel fantasma había sido María Rosario. Pasé la noche en vela, sin conseguir conciliar el sueño. Vi rayar el alba en las ventanas de mi alcoba, y sólo entonces, en medio del alegre revolotear de un esquilón que tocaba a misa, me dormí.
Sor Juana Inés de la Cruz (México, ¿1648?1695) Fragmento de Primero sueño Piramidal, funesta, de la tierra nacida sombra, al Cielo encaminaba de vanos obeliscos punta altiva, escalar pretendiendo las Estrellas; si bien sus luces bellas --exentas siempre, siempre rutilantes-la tenebrosa guerra que con negros vapores le intimaba la pavorosa sombra fugitiva burlaban tan distantes, José Zorrilla (1817-1893) Fragmento de Don Juan Tenorio DON JUAN: ¡Cálmate, pues, vida mía! Reposa aquí, y un momento olvida de tu convento la triste cárcel sombría. ¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor, que en esta apartada orilla más pura la luna brilla y se respira mejor? Esta aura que vaga llena de los sencillos olores de las campesinas flores que brota esa orilla amena; esa agua limpia y serena que atraviesa sin temor la barca del pescador que espera cantando al día, ¿no es cierto, paloma mía, que están respirando amor? Esa armonía que el viento recoge entre esos millares de floridos olivares, que agita con manso aliento; ese dulcísimo acento con que trina el ruiseñor de sus copas morador llamando al cercano día, ¿no es verdad, gacela mía, que están respirando amor? Y estas palabras que están filtrando insensiblemente
que su atezado ceño al superior convexo aun no llegaba del orbe de la Diosa que tres veces hermosa con tres hermosos rostros ser ostenta, quedando sólo o dueño del aire que empañaba con el aliento denso que exhalaba; y en la quietud contenta de imperio silencioso, sumisas sólo voces consentía de las nocturnas aves, tan obscuras, tan graves, que aun el silencio no se interrumpía.
tu corazón ya pendiente de los labios de don Juan, y cuyas ideas van inflamando en su interior un fuego germinador no encendido todavía, ¿no es verdad, estrella mía, que están respirando amor? Y esas dos líquidas perlas que se desprenden tranquilas de tus radiantes pupilas convidándome a beberlas, evaporarse, a no verlas, de sí mismas al calor; y ese encendido color que en tu semblante no había, ¿no es verdad, hermosa mía, que están respirando amor? ¡Oh! Sí, bellísima Inés espejo y luz de mis ojos; escucharme sin enojos, como lo haces, amor es: mira aquí a tus plantas, pues, todo el altivo rigor de este corazón traidor que rendirse no creía, adorando, vida mía, la esclavitud de tu amor. DOÑA INÉS: Callad, por Dios, ¡oh, don Juan!, que no podré resistir mucho tiempo sin morir tan nunca sentido afán. ¡Ah! Callad por compasión,
que oyéndoos me parece que mi cerebro enloquece se arde mi corazón. ¡Ah! Me habéis dado a beber un filtro infernal, sin duda, que a rendiros os ayuda la virtud de la mujer. Tal vez poseéis, don Juan, un misterioso amuleto que a vos me atrae en secreto como irresistible imán. Tal vez Satán puso en vos: su vista fascinadora, su palabra seductora, y el amor que negó a Dios. ¡Y qué he de hacer ¡ay de mí! sino caer en vuestros brazos, si el corazón en pedazos me vais robando de aquí? No, don Juan, en poder mío resistirte no está ya: yo voy a ti como va sorbido al mar ese río. Tu presencia me enajena, tus palabras me alucinan, y tus ojos me fascinan, y tu aliento me envenena. ¡Don Juan! ¡Don Juan!, yo lo imploro de tu hidalga compasión: o arráncame el corazón, o ámame porque te adoro.
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Julio Cortázar (Bruselas, 1914 – París, 1984) Fragmento de La noche boca arriba [...] Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la
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figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras. Cristina Peri Rossi (Montevideo, Uruguay 1941) La noche Amo la noche su pesada densidad la inquietud de su deseo poblado de criaturas del pasado que reviven como fantasmas en las esquinas de árboles oscuros. Amo la noche precipitada azul rumorosa inconcebible la noche perturbadora de los cuerpos cuando se desatan las bestias del deseo aúllan las sirenas del dolor y ruge la ansiedad de los viudos. Amo la noche ojerosa desvelada palpitante noche de ácidos y de sombras cuando nadie reconoce a nadie y cualquiera puede ser el oscuro objeto de deseo cualquiera puede vestir las ropas que más amo o desnudarse en la protectora penumbra del [cuarto simulando ser aquella a quien más quiero. La noche poblada de mentiras de máscaras de disfraces de versos malos
noches de silicona y soledad turbias de deseos insatisfechos de antiguas ansias revividas. Amo la noche de cazadores ocultos que deambulan por las calles por los andenes por los tugurios en busca de la presa fugitiva de la pieza única que los precipitará a la muerte al olvido
que los conducirá entre ácidos y alcohol a la lenta irrupción del día igual a todos días de rutina días de repetición de esperanzas frustradas de soledad de dos.
Amo la noche porque todo es posible especialmente el absoluto especialmente lo que no se tiene especialmente lo que nos falta especialmente su fugacidad. Siempre hay tiempo para que [amanezca mañana. Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953 - Barcelona, 2003) Fragmento de El policía de las ratas El sueño y el calor es uno de los principales inconvenientes de ser policía. Los policías solemos dormir solos, en agujeros improvisados, a veces en territorio no conocido. Por supuesto, cada vez que podemos procuramos saltarnos esta costumbre. A veces nos acurrucamos en nuestros propios agujeros, policías sobre policías, todos en silencio, todos con los ojos cerrados y con las orejas y las narices alerta. No suele ocurrir muy a menudo, pero a veces ocurre. En otras ocasiones nos metemos en los dormitorios de aquellos que por una causa o por otra viven en los bordes del perímetro. Ellos, como no podía ser de otra manera, nos aceptan con naturalidad. A veces decimos buenas noches, antes de caer agotados en el tibio sueño reparador. Otras veces sólo gruñimos nuestro nombre, pues la gente sabe quiénes somos y nada teme de nuestra parte. Nos reciben bien. No hacen aspavientos ni dan muestras de alegría, pero no nos echan de sus madrigueras. A veces alguien, con la voz aún congelada en el sueño, dice Pepe el Tira, y yo respondo sí, sí, buenas noches. Al cabo de pocas horas, sin embargo, cuando aún la gente duerme, me levanto y vuelvo a mi trabajo, pues las labores de un policía no terminan jamás y nuestros horarios de sueño se deben amoldar a nuestra actividad incesante. Recorrer las alcantarillas, por lo demás, es un trabajo que requiere el máximo de concentración. Generalmente no vemos a nadie, no nos cruzamos con nadie, podemos seguir las rutas principales y las rutas secundarias e internarnos por los túneles que nuestra propia gente ha construido y que ahora están abandonados y durante todo el trayecto no topamos con ningún ser vivo. Sombras sí que percibimos, ruidos, objetos que caen al agua, chillidos lejanos. Al principio, cuando uno es joven, estos ruidos mantienen al policía en un sobresalto permanente. Con el paso del tiempo, sin embargo, uno se acostumbra a ellos y aunque procuramos mantenernos alerta, perdemos el miedo o lo incorporamos a la rutina de cada día, que viene a ser lo mismo que perderlo. Hay incluso policías que duermen en las alcantarillas muertas. Yo nunca he conocido a ninguno, pero los viejos suelen contar historias en la que un policía, un policía de otros tiempos, ciertamente, si tenía sueño, se echaba a dormir en una alcantarilla muerta. ¿Cuánto hay de verdad y cuánto de broma en estas historias? Lo ignoro. Hoy por hoy ningún policía se atreve a dormir allí. Las alcantarillas muertas son lugares que por una causa o por otra han sido olvidados. Los que cavan túneles, cuando dan con una alcantarilla muerta, ciegan el túnel. El
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agua residual, allí, diríase que fluye gota a gota, por lo que la podredumbre es casi insoportable. Se puede afirmar que nuestro pueblo sólo utiliza las alcantarillas muertas para huir de una zona a otra. La manera más rápida de acceder a ellas es nadando, pero nadar en las proximidades de un lugar así entraña más peligros de los que normalmente aceptamos Jorge Fondebrider (Buenos Aires, 1956) Noche de Julio Primero el asteroide, una explosión nuclear, [las huellas del iridio, la desaparición masiva y misteriosa de [los dinosaurios. Alguien decía «todo vibra sobre el mundo, incluso el mundo vibra, la luz...». Pero [cambiaste. Se vio una flor de aliso, dos ácaros pastando como ovejas. Se vio el final de Hamlet, montañas y glaciares, y cebras y leopardos y sombras fantasmales sobre el polo, políticos y pausas, catástrofes y puentes. Después, curiosamente, las frases de Estragón en boca de un payaso. [Y apagamos. Nos fuimos a la cama. A eso de la una, nos fuimos a la cama. Pero antes de dormir recuerdo que te vi reflejada en el espejo. Leías a mi lado un libro que hablaba de [ las piedras. Pensé en aquellas piedras frente al mar, que vi una vez al borde de un estrecho, dos piedras que hubieran sido dignas de [un Hornero y resistían, como ahora, vos y yo a la merced del tiempo.
Arturo Sánchez Velasco (Castellón, España, 1974) - Fragmento de Ventanas HOMBRE.- Hola. MUJER.- Hola. HOMBRE.- (Pausa.) Anochece. MUJER.- (Mira a su espalda.) Sí. HOMBRE.- (Aguarda.) No lo preguntes. MUJER.- Qué. HOMBRE.- Lo que estás pensando. MUJER.- ¿Qué estoy pensando? HOMBRE.- Desde cuándo se mira el anochecer hacia el Este. MUJER.- ¿Eso? HOMBRE.- Sí. MUJER.- (Pausa.) No lo preguntaré. HOMBRE.- (Lo mira.) Bien. MUJER.- Pero te lo estás perdiendo. HOMBRE.- Sí. Lo sé. MUJER.- Las nubes están rasgadas. HOMBRE.- Muy bonito. MUJER.- El sol languidece. HOMBRE.- Déjalo, por favor. MUJER.- Mira. HOMBRE.- ¿Quieres hacerme daño? MUJER.- El cielo está empapado de mercromina. HOMBRE.- Te dije que no preguntaras. MUJER.- No te he preguntado. HOMBRE.- Si te dije que no preguntaras era porque no quería saber nada del sol, ni de las nubes, ni de lo que queda de día. MUJER.- No te entiendo. HOMBRE.- Me conformo con mirar. MUJER.- Sí, pero no quieres ver... HOMBRE.- Llevo horas en la misma posición. De hecho creo que si estoy aquí sentado hacia el Este es porque el sol salió por allí esta mañana. En esta estación de año no veo bien el amanecer desde mi ventana. Los días empiezan a inclinarse hacia el Sur. Así que esta mañana he subido, he puesto los dedos en recuadro y he dicho... MUJER.- Por allí sale el sol.
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