DECISIONES NORMATIVAS EN LOS CAMPOS DE LA ÉTICA, EL ESTADO Y EL DERECHO uuu ENSAYOS EN HOMENAJE A JULIA BARRAGÁN
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COLECCIÓN PENSAMIENTO TRANSDISCIPLINARIO DIRIGIDA POR RIGOBERTO LANZ
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DECISIONES NORMATIVAS EN LOS CAMPOS DE LA ÉTICA, EL ESTADO Y EL DERECHO
ENSAYOS EN HOMENAJE A JULIA BARRAGÁN
John Harsanyi James Griffin º Ernesto Garzón Valdés Martin Farrell º Ruth Zimmerling Roque Carrión º María Sol Pérez Schael Esperanza Guisán º Rodolfo Vázquez Manuel Atienza º Paolo Comanducci Horacio Spector º Reinhard Zintl José Montoya º Gilberto Gutiérrez Pe d r o Fr a n c é s º J u a n V á z q u e z
Ruth Zimmerling º Roque Carrión Jaime Barcón º Rocío Gijarro COMPILADORES
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DECISIONES NORMATIVAS EN LOS CAMPOS DE LA ÉTICA, EL ESTADO Y EL DERECHO
ENSAYOS EN HOMENAJE A JULIA BARRAGÁN Ruth Zimmerling, Roque Carrión, Jaime Barcón y Rocío Gijarro Caracas, 1999 © Fondo Editorial Sentido Parque Central, edificio El Tejar, nivel de oficinas 1, oficina 108. Avenida Lecuna, Caracas, Venezuela. Teléfono: (58-2) 571.9978. Telefax: (58-2) 577.3058 Correo electrónico: sentido@editorialsentido.com www.editorialsentido.com Hecho Depósito de Ley Depósito Legal lf 2521999320201 ISBN 980-07-5152-7 Producción general: Eleonora Silva Servicio de preprensa: ProduGráfica, C.A. Impresión: Italgráfica, S.A. Impreso en Venezuela / Printed in Venezuela
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PRESENTACIÓN
EL CONJUNTO DE TEXTOS reunidos en este volumen es la expresión pública del reconocimiento que un grupo de autores, profesores universitarios provenientes de diferentes aldeas académicas del mundo, ha decidido expresar a la colega y amiga Julia Barragán por su excelencia humana y por su sólida y exitosa trayectoria de vida intelectual. Sin haber respondido a un objetivo deliberado, los textos aquí reunidos guardan una estrecha relación con las áreas presentes en los trabajos de Julia Barragán. Así, se encuentran temas fundamentales que plantea la perspectiva utilitarista en la construcción de una teoría de la decisión racional, y las interesantes cuestiones que tal teoría debe resolver en su búsqueda por definir una estructura racional de la acción humana que sea efectivamente realizable. También los textos dan acceso a la rica discusión con la que se enfrenta todo decisor cuando ejerce la delicada función de elegir el mejor curso de acción en el caso de conflictos sociales concretos o cuando pretende aplicar el lenguaje lógico a los mundos reales. Sin bien uno podría privilegiar una determinada visión para dar unidad temática a los textos reunidos, esto no parece necesario ya que todos los artículos de este libro homenaje representan variadas y particulares preocupaciones teóricas, epistemológicas y metodológicas de lo que finisecularmente se entiende por ética,
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política y derecho. Y éstos son los amplios y difíciles campos teóricos que Julia Barragán, nuestra homenajeada, ha recorrido y continúa recorriendo, ahuyentando oscuridades y desbrozando la maleza agreste y destructiva que con demasiada frecuencia crece intolerante y prepotente. Todos los autores que han concurrido en este homenaje estarán de acuerdo en aceptar que, aunque el título del presente libro diga otra cosa, esta obra es, en realidad, otra más de las muchas producciones de Julia Barragán: esta vez es el producto de la amistad intelectual y humana que ella ha sabido provocar en la comunidad de autores reunidos aquí a través de sus contribuciones. Es pues éste un verdadero liber amicorum que le ofrecemos, el cual constituye un homenaje que pretende resaltar la particular personalidad de la homenajeada, en quien todos los autores reconocen un ser humano provisto de un claro y auténtico sentido de la amistad que se refleja en su carácter liberal y crítico, en la ausencia de prejuicios, en su honestidad intelectual, en su tolerancia frente a puntos de vista disidentes y en su habitual y respetuoso rigor argumental. Julia Barragán ha cultivado todas estas virtudes humanas a lo largo de una nada fácil «movilidad académica» —otro nombre para referirse a la obligada experiencia del exilio—, la cual abarca un extenso territorio que va desde su Córdoba natal hasta su amada Caracas, pasando por las muchas universidades europeas y americanas que la invitaron a compartir sus ideas, experiencias y preocupaciones intelectuales. En este fluir de trabajo ininterrumpido, Julia Barragán interrelaciona —sin temor a las rupturas ni a los límites— experiencias intelectuales que cubren los ámbitos de las matemáticas, el derecho y la filosofía en una orientación analítica muy peculiar y penetrante. Con estos instrumentos Julia Barragán ha construido una poderosa y aguda visión teórico-metodológica que, con el correr de los años, ha decantado en una fina estructura intelectual capaz de dar cuenta exitosamente de los problemas centrales que caracterizan, hoy por hoy, el estudio de la acción y de la decisión humana. Sin duda, desde aquellas primeras actividades en Córdoba hasta sus actuales labores en los más diferentes lugares del mun-
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do, hay ciertos rasgos perdurables que dibujan el perfil intelectual de Julia Barragán, y que no la han abandonado nunca. En primer lugar, le acompaña siempre una inagotable curiosidad que hace que no se niegue jamás a recorrer cualquier camino, sendero o grieta que luzca interesante o prometa una nueva perspectiva de trabajo intelectual. Este rasgo, necesario para todo buen científico, viene asociado en Julia Barragán a una modestia ejemplar, lo cual sitúa su personalidad profesional en el polo opuesto a cualquier forma de arrogancia intelectual. Su generosidad en la trasmisión de los conocimientos y su tolerancia con los puntos de vista antagónicos de sus interlocutores, sean ellos maestros o alumnos, son recordados con especial afecto por los que han sido o son sus discípulos; quienes sin embargo también destacan la firmeza, sin la más mínima concesión, con que defiende sus propias opiniones, y el respetuoso rigor argumental con el que se bate frente a las más duras objeciones. Son seguramente los ricos e inusuales matices que quedan dibujados por la intersección entre una sólida y recia personalidad intelectual y una condición humana cheverísima, los que han servido para convocar a un grupo de pensadores de diversas disciplinas académicas, quienes decidieron expresarle su profundo aprecio mediante este libro homenaje. Los compiladores
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Primera parte
Decisiones en el campo de la ética JOHN HARSANYI JAMES GRIFFIN MARTIN FARRELL ROQUE CARRIÓN ESPERANZA GUISÁN MARÍA SOL PÉREZ SCHAEL GILBERTO GUTIÉRREZ
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RAZÓN, MORALIDAD Y TEORÍA UTILITARISTA*
JOHN HARSANYI Universidad de California en Berkeley (EE.UU.) Emérito laureado Nobel de Economía 1994
EL ENFOQUE UTILITARISTA LA MAYORÍA DE LAS PERSONAS estarán de acuerdo en que las reglas morales sensatas promoverán los intereses de los seres humanos y los de la sociedad como un todo. Éstas lograrán que la vida de las personas sea más rica y placentera al prevenir una guerra hobbesiana de todos contra todos, y al verdaderamente estimular a las personas a ayudarse antes que a hacerse daño y a cooperar en servicio de sus intereses comunes, esto es, en servicio del bien común de su sociedad. Aun así, los utilitaristas dan un paso más allá. Ellos sostienen que las únicas bases racionales para nuestra obediencia a las distintas reglas morales son los beneficios que esto nos procurará a nosotros, a otras personas y a la sociedad entera. Los utilitaristas sostienen esto bajo el supuesto de que, en última instancia, los seres humanos tienen solamente dos preocupaciones básicas —inmediatamente entendibles por otros seres humanos como preocupaciones racionales sin ninguna explicación adicional—: una es su propio bienestar; otra es el bienestar de otras personas. También estamos interesados en algunos valores sociales abstractos tales como la libertad, igualdad, democracia, ley y orden, *
Traducido por Carolina Jiménez.
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justicia e imparcialidad, entre otros. No obstante, el utilitarismo parte del supuesto de que nuestro interés en tales valores abstractos está basado (y se comprende racionalmente) en los probables beneficios que nosotros mismos y otros seres humanos pudiésemos disfrutar si estos valores fueran altamente respetados. Obviamente, las reglas morales óptimas serán aquellas que sean capaces de producir los máximos beneficios para la sociedad, juzgada desde un punto de vista moral, equitativo e imparcial; esta perspectiva otorga el mismo peso a cada interés individual. En términos técnicos, las reglas morales óptimas serán las que maximicen la utilidad social esperada. Esto es el principio básico de la teoría utilitarista y lo llamaré principio de la utilidad social. En este caso, el adjetivo «esperado» es la abreviación de «la expectativa matemática de». Por otra parte, definiré la utilidad social como la media aritmética de los niveles de utilidad de todos los individuos en la sociedad. Otros autores utilitaristas la definen como la suma de los niveles de utilidad de todos los individuos.1
EL UTILITARISMO DE LA ACCIÓN Y LA TEORÍA UTILITARISTA DE LA REGLA
Existen dos interpretaciones distintas de la teoría utilitarista. Una es la teoría utilitarista de la acción, la cual simplemente llamaré UA. La otra es la teoría utilitarista de la regla, la cual llamaré UR. El UA representa la noción de que una acción moralmente correcta es aquella que produciría la máxima utilidad social esperada en la situación existente. 1
Prefiero la primera definición porque la media aritmética de las utilidades individuales tienen un significado intuitivo más claro que el de su suma (ver J. Harsanyi, Rational Behavior and Bargaining Equilibrium in Games and Social Situations, Cambridge, 1977, pp. 48-51). No obstante, en la mayoría de los contextos estas dos definiciones nos conducirán a las mismas conclusiones éticas. Esto es así porque mientras podamos tomar el número de individuos en la sociedad como dado, maximizar la suma de estas utilidades individuales será matemáticamente equivalente a maximizar su media aritmética. Ambas definiciones asumen que las utilidades individuales son mensurables cardinalmente e interpersonalmente comparables. (Para una discusión sobre estos supuestos ver J. Harsanyi, ob. cit., caps. 3 y 4.)
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En tanto que el UA se concentra en la utilidad social de nuestras acciones individuales, el UR se concentra en la utilidad social de reglas morales alternativas y, fundamentalmente, en la utilidad social de códigos morales alternativos —un código moral definido como el conjunto de todas las reglas morales aceptadas por la sociedad en un momento determinado—. De este modo, el UR representa la noción de que una acción moralmente correcta es simplemente una acción que concuerde con el código moral óptimo. El código moral óptimo, por otra parte, es el código moral que nos produciría el máximo nivel de utilidad social esperada si fuese cumplido por todos los miembros de la sociedad, o al menos por aquellos que posean una preocupación seria por la moralidad. ¿Cómo puede un utilitarista racional escoger entre estas dos interpretaciones de la teoría utilitarista, por ejemplo, entre el UA y el UR? Me parece que deberá hacer su elección en términos del principio básico de la teoría utilitarista, el de la utilidad social. Deberá preguntarse si una sociedad utilitarista de la acción disfrutaría de un mayor nivel de utilidad social (esperada).2 En realidad, el problema de escoger entre el UA y el UR puede ser analizado como un caso especial del problema del utilitarismo de la regla, de elegir el código moral que produzca la mayor cantidad de utilidad social. Puesto que cuando una sociedad utilitarista de la regla escoge entre posibles códigos morales alternativos, el código moral utilitarista de la acción3 será una de las alternativas disponibles para elegir. Esto ya demuestra que, en hechos reales, el nivel de utilidad social de una sociedad utilitarista de la regla, la cual utilizaría el código moral óptimo, no podría ser menor que aquel de una sociedad utilitarista de la acción, la cual utilizaría el código moral utilitarista de la acción. Sin embargo, trataré de demostrar que, en hechos reales, una sociedad utilitarista de la regla disfrutaría 2
En lo sucesivo, por razones de estilo, omitiré la palabra «esperada» de «utilidad social esperada» cuando esto no cree ninguna ambigüedad. 3
Por código moral utilitarista de la acción me refiero al código moral que exige a cada individuo elegir la acción que produzca la mayor cantidad de utilidad social en la situación existente.
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de un nivel de utilidad social mucho mayor que una sociedad utilitarista de la acción.
LOS BENEFICIOS SOCIALES Y LOS COSTOS SOCIALES DE UN CÓDIGO MORAL ACEPTADO
Los beneficios más obvios de un código moral aceptado son los beneficios directos que la sociedad obtendrá del cumplimiento de un código moral sensato, tales como la ayuda mutua, la cooperación y la coexistencia pacífica. Por supuesto, el cumplimiento de un código moral acarreará algunos costos sociales. Uno es el esfuerzo necesario para cumplir con sus requerimientos, especialmente en casos difíciles. Otro costo será los castigos sociales y los sentimientos de culpa que algunas personas experimentarán si fracasaran al cumplirlo. Un tercer costo será el esfuerzo necesario para transmitirle a la nueva generación hábitos y actitudes deseables moralmente. Por otra parte, las personas no cumplirán solas con el código moral aceptado, al menos hasta cierto punto, sino que también esperarán que otras personas hagan lo mismo. Esta expectativa incrementará su seguridad en el futuro, y les dará incentivos para realizar algunas actividades socialmente deseables que de otro modo no realizarían. A estos beneficiosos efectos sociales del código moral los llamaré efectos de las expectativas y, muy particularmente, efectos de la seguridad y efectos de los incentivos. Al juzgar la utilidad social de cualquier código moral propuesto, estos efectos de las expectativas son tan importantes como sus beneficios directos y sus costos sociales. Para ilustrar su importancia, discutiré el problema moral de mantener las promesas.
EL MANTENIMIENTO DE LAS PROMESAS Supongamos que A le hizo una promesa importante a B, pero ahora le resulta muy inconveniente mantenerla. ¿Bajo qué condiciones será A moralmente libre para quebrantar su promesa? De acuerdo a la moralidad del sentido común, le será permitido hacerlo sola-
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mente en ciertos casos especiales, tales como aquellas situaciones en las que mantener su promesa causaría daño a terceras personas y a él mismo. El utilitarismo de la regla llegaría a la misma conclusión al realizar un análisis de los efectos de expectativas relevantes. En contraste, el utilitarismo de la acción tendría que sostener una posición mucho más permisiva. Si a A le fuese permitido quebrantar su promesa, obtendría cierta ganancia de utilidad al verse eximido de tan pesada obligación, mientras que B sufriría cierta pérdida de utilidad al privarse del servicio prometido por A y ver frustradas sus expectativas. La suma algebraica de estas dos utilidades la llamaré balance de utilidades locales. Además de las ganancias y pérdidas personales de A y B, también debemos considerar el interés social general por mantener la expectativa del cumplimiento de la promesa. Si esta expectativa fuese seriamente minada, muchas personas afrontarían el futuro con menos seguridad y con incentivos más débiles para emprender distintas formas de comportamientos sociales útiles, tales como los servicios comunitarios a cambio de futuras recompensas, acordar futuras actividades conjuntas, y así sucesivamente. La cuestión radica, por supuesto, en si la creencia de las personas en las promesas se verá seriamente afectada si a A le fuese permitido incumplir su promesa en este caso en particular. Bajo las premisas del utilitarismo de la regla, la respuesta tendría que ser afirmativa: un utilitarista de la regla daría su aprobación al hecho de que A quebrante su promesa en esta cierta ocasión sólo si él estuviese dispuesto a proponer un código moral que generalmente les permita a las personas quebrantar sus promesas en todas las situaciones similares. No obstante, tal código moral podría tener fácilmente efectos significativos en las expectativas de las personas, por cuanto pondría de manifiesto que incluso los miembros más concientes de la sociedad, aquellos que se guían completamente por su código moral, se sentirían moralmente libres para asumir el incumplimiento de las promesas como una práctica general en distintas clases de situaciones relevantes. Al igual que otras reglas morales, la regla que requiere que las promesas se mantengan está sujeta a algunas excepciones. De acuerdo al utilitarismo de la regla, el conjunto óptimo de excep-
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ciones permitidas será aquel que produzca la máxima utilidad social —por constituir el mejor compromiso entre los intereses de los que prometen, los intereses de quienes algo le ha sido prometido y los intereses generales de la sociedad en mantener la credibilidad de las promesas—. A diferencia del utilitarismo de la regla, el utilitarismo de la acción está impedido por su propia estructura lógica al considerar los efectos de las expectativas de códigos morales alternativos. Todo lo que puede considerar son los efectos en las expectativas de las acciones individuales. De este modo, en nuestro ejemplo, un utilitarista de la acción podría considerar solamente los efectos que este caso específico de quebrantamiento de la promesa por parte de A sea plausible tener sobre la credibilidad de las promesas. Aun así, este incumplimiento de las promesas pudiese tener efectos perjudiciales. De tal manera, un utilitarista de la acción tendría que concluir que A será moralmente libre de quebrantar su promesa si el resultado del balance de utilidades locales es no negativo, por ejemplo si su interés de incumplir la promesa es al menos tan fuerte como el interés de B por verla cumplida. Esto demuestra la poca importancia dada a una promesa en una sociedad utilitarista de la acción. Porque a pesar de la promesa hecha por A a B, su obligación moral para con B estaría determinada solamente por el balance de las utilidades locales —casi de la misma forma como si no hubiese hecho tal promesa—. Se puede demostrar con un razonamiento similar que, aparte del cumplimiento de la promesa, otras reglas de la moralidad del sentido común, tales como decir la verdad en asuntos importantes, ser agradecidos con nuestros benefactores, ser leal a los miembros de nuestra familia y a nuestros amigos, entre otras, deben igualmente la mayor parte de su utilidad social a sus efectos de las expectativas socialmente favorables; las cuales pueden ser tomadas en cuenta por el utilitarismo de la regla a diferencia de lo que sucedería con el utilitarismo de la acción.
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DERECHOS INDIVIDUALES Y OBLIGACIONES ESPECIALES Otra ventaja importante del utilitarismo de la regla es su habilidad para reconocer los derechos individuales moralmente protegidos y las obligaciones especiales que normalmente tienen prioridad sobre la maximización directa de la utilidad social. Por su propia lógica interna, los utilitaristas de la acción no pueden lograr esto último, por cuanto tienen que mantener la posición de que siempre debemos elegir la acción que maximice la utilidad social —aun cuando esta acción viole los derechos de otras personas o nuestras obligaciones especiales para con los demás—. La utilidad social de los derechos individuales descansa en el hecho de que éstos incrementarán, en gran medida, la libertad personal, la independencia y la seguridad de quienes los disfrutan. Algunos derechos individuales también proveen importantes incentivos a los comportamientos socialmente deseables. Estos efectos beneficiosos de los derechos individuales deben ser medidos en contra de los costos sociales que los mismos acarrean al restringir la libertad de acción de otros miembros de la sociedad. Como ejemplo de los derechos individuales, consideramos los derechos de propiedad que una persona posee sobre su carro. Dado el concepto de propiedad privada, el dueño del carro es libre de usarlo cuando lo desee, mientras que otras personas no deben usarlo sin el consentimiento del propietario (excepto en situaciones de emergencia). Según el utilitarismo de la regla, tales derechos de propiedad privada tienen una utilidad social considerable porque logran que las relaciones económicas sean más seguras y predecibles (efectos de seguridad) y porque son incentivos importantes para el trabajo, ahorro, inversión e iniciativas empresariales (efectos de incentivos). No obstante, el utilitarismo de la acción no puede reconocer tales derechos de propiedad debido a que la lógica interna de esta teoría impulsa a mantener que todas las personas son moralmente libres para hacer uso de las propiedades de los demás, aun sin la autorización del dueño, en tanto que se crea que ello producirá más utilidad que la que produciría el dueño usándolo en el momento en cuestión.
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Por otra parte, nuestras obligaciones especiales se originan en los roles sociales que jugamos como padres, esposos, vecinos, miembros de un oficio, etcétera. Estas obligaciones son importantes porque establecen muchas formas sociales beneficiosas de la división del trabajo en la sociedad. Por ejemplo, es deseable tener una división del trabajo entre adultos para el cuidado de niños en la comunidad, en la cual cada adulto esté a cargo de un pequeño grupo de niños de manera que él o ella sean capaces de descubrir con facilidad las necesidades especiales de cada niño, para que puedan desarrollar estrechos lazos emocionales con cada uno de ellos. En nuestra sociedad, esta división del trabajo toma principalmente la forma del cuidado que los padres prestan a sus propios hijos. Para proteger esta relación especial entre los padres y sus hijos, tanto la moralidad del sentido común como el utilitarismo de la regla, impondrán obligaciones a los padres para con sus hijos. En particular, demandará que los padres otorguen prioridad especial a las necesidades de sus hijos sobre las de otras personas, sean adultos o niños. De acuerdo al utilitarismo de la regla, este orden tiene una utilidad social considerable, pues otorga a padres y a hijos sentimientos de seguridad (efectos de seguridad) y dan incentivo a ambos para asumir muchas formas de comportamiento deseable socialmente (efectos de incentivos). Al contrario, el utilitarismo de la acción tendría que desaprobar este orden porque sostendría que los padres no pueden otorgar ninguna prioridad a las necesidades de sus propios niños cuando deberían ser capaces de producir una mayor cantidad de utilidad al satisfacer las necesidades de otras personas que quizás sean más urgentes, ya se trate de niños o adultos.
EL VALOR DE LA LIBERTAD INDIVIDUAL Todos los códigos morales tienen que restringir la libertad moral de las personas exigiéndoles, en muchas situaciones, respetar los intereses legítimos de los demás tanto como los intereses comunes de la sociedad, incluso cuando esté en contra de sus propios intereses y preferencias. Aun así, la mayoría de los códigos morales convencio-
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nales sujetos a esta demanda otorgan a las personas una libertad considerable para mantener sus propias preferencias e intereses. Dado el valor que la mayoría de nosotros asignamos a la libertad individual y, en particular, a la libertad que se pueda ejercer contra las obligaciones morales muy opresivas, el código moral óptimo del utilitarismo de la regla tendría que ser más parecido, en este aspecto, a aquellos códigos morales convencionales. En realidad, me parece, que tendría que ser una versión simplemente más ilustrada, más racional y más humana de los códigos morales convencionales. En contraste, el código moral utilitarista de la acción sería altamente restrictivo, dejando poco espacio a la elección individual. Por cuanto nos exigiría actuar constantemente en la manera de maximizar la utilidad social a través de nuestras acciones individuales, por ejemplo, para dar prioridad absoluta a los intereses de la sociedad sobre nuestras preferencias e intereses personales y aun sobre nuestros compromisos con nuestra familia y amigos. Difícilmente nos permitiría una libre elección entre cursos de acción alternativos. A tal punto, diríamos que solamente podríamos cumplir con un código moral tan altamente restrictivo únicamente con extremo esfuerzo y costos sicológicos inaceptablemente elevados.
EL UTILITARISMO DE LA REGLA COMO UNA INTERPRETACIÓN CLARAMENTE PREFERIBLE DE LA TEORÍA UTILITARISTA
Para recapitular, hemos considerado varias ventajas importantes del utilitarismo de la regla sobre el utilitarismo de la acción. Estas ventajas sugieren claramente que, manteniendo otras cosas iguales, una sociedad utilitarista de la regla disfrutaría un nivel de utilidad social mucho más alto que una sociedad utilitarista de la acción. Por lo tanto, es mucho mejor vivir en una sociedad, tal como sucede en una sociedad utilitarista de la regla, que respete nuestros derechos individuales y nuestras obligaciones especiales y reconozca completamente el valor social del mantenimiento de las promesas, del hecho de decir la verdad, del agradecimiento a nuestros benefactores, de la lealtad a nuestra familia y amigos y el valor
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social de muchas otras reglas morales de la moralidad del sentido común debido a sus efectos de las expectativas deseadas. Asimismo, es mejor vivir en una sociedad cuyo código moral le permita a las personas un buen acuerdo sobre la libre elección en su vida y no les imponga gravosas e inaceptables restricciones sobre su comportamiento personal. Esto completa mi argumento en favor del utilitarismo de la regla sobre el utilitarismo de la acción. Ahora propongo presentar mi argumento en favor del utilitarismo de la regla y del utilitarismo en general sobre las teorías no utilitaristas de la moralidad.
INTUICIONES MORALES Mientras los autores utilitaristas basan sus teorías éticas en un principio racional, a saber, el de la utilidad social, la mayoría de los autores no utilitaristas basan los suyos en sus intuiciones morales. No obstante es fácil observar que nuestras intuiciones morales son pautas muy poco confiables en la ética. Primeramente, ha sido ampliamente aceptado que el término «intuiciones morales» es un nombre erróneo. Parece sugerir que podemos intuir directamente algunas verdades morales, casi de la misma forma en la que podemos intuir algunas verdades matemáticas básicas. Esto no es un supuesto admisible. Nadie ha sugerido un confiable mecanismo causal que pudiese darnos acceso intuitivo directo a las verdades morales. Por otra parte, lo que las personas describen como sus intuiciones morales difieren de persona a persona y están lejos de depender de la sociedad y del grupo social particular en el cual se han originado, por estar basadas (algunas de ellas de validez objetiva) en el acceso intuitivo directo. En realidad, es bien sabido que la mayoría de las personas nacidas en sociedades que mantienen la esclavitud o sociedades que oprimen a sus mujeres o a sus minorías raciales, étnicas o religiosas, casi siempre insistieron en que sus intuiciones morales sustentaban completamente las prácticas sociales de sus sociedades, incluso las más objetables por nuestros patrones morales.
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Estos hechos refutan la demanda relativa a que las intuiciones morales de las personas estén basadas en el acceso directo a las verdades morales objetivas. Lo que estos hechos sí sugieren es que las así llamadas intuiciones morales de los individuos simplemente representan las creencias morales y actitudes políticas (tanto las razonables como las no razonables) que tales personas han absorbido de su ambiente social. De este modo, el mero hecho de que una teoría ética esté basada en las intuiciones morales de su autor —o aunque resulte cónsona con nuestras propias intuiciones morales— nos indica muy poco acerca de sus méritos reales como teoría ética. No cabe duda de que nuestras intuiciones morales pueden tener un rol heurístico útil para la ética, aun para la ética utilitarista (porque puede llamar nuestra atención sobre algunos problemas morales que de otro modo no hubiésemos notado). Sin embargo, estas intuiciones no pueden remplazar nuestro criterio racional acerca de cómo resolver tales problemas morales de acuerdo al mayor interés de las personas afectadas. Ciertamente no podemos hacer de nuestras intuiciones morales los árbitros finales de la moralidad, como han tratado de hacer muchos autores no utilitaristas. Me parece que los utilitaristas tienen muy buenas razones para hacer de la utilidad social, esto es, los intereses reales de los seres humanos, el criterio-base de la moralidad más que sus propias intuiciones morales.
LAS TEORÍAS DE RAWLS Y NOZICK Las teorías de John Rawls4 y Robert Nozick5 han sido, sin duda, las dos teorías éticas no utilitaristas más importantes de la última mitad del siglo. Ambas teorías están basadas en principios liberales ampliamente aceptados que pocas personas objetarían, tales como la libertad individual, combinada con equidad e igualdad humana en el caso de Rawls, o combinada con la defensa de los 4
J. Rawls, A Theory of Justice, Cambridge, 1971.
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R. Nozick, Anarchy, State and Utopia, Nueva York, 1974.
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derechos de cada individuo para controlar su mente y su cuerpo al igual que sus posesiones legalmente adquiridas en el caso de Nozick. Pero cada uno de ellos se concentra únicamente en un pequeño subconjunto de los principios liberales tradicionales descuidando muchos otros, y sin agregar las calificaciones necesarias a otros principios liberales. Esto hace de la teoría de Nozick una teoría libertaria en extremo, de carácter derechista-liberal, y convierte la de Rawls en una teoría igualitaria en extremo, de carácter izquierdista-liberal. Precisamente y debido a sus restringidas e imbalanceadas aproximaciones a problemas sociales importantes, si adoptamos las políticas sociales apoyadas por estos autores causaríamos serios daños a nuestra sociedad. Las políticas promovidas por Nozick causarían un serio deterioro al solicitar la abolición de todos los programas públicamente financiados para aliviar la pobreza. Obviamente, esto ocasionaría sufrimiento entre la gente pobre. También reduciría la calidad de vida de aquellos miembros de nuestra sociedad que están mejorando su posición, al incrementar el resentimiento y las lesiones sociales, al igual que el analfabetismo, el crimen, la violencia y la drogadicción aun más allá de los niveles ya inaceptables en la actualidad. La teoría de Rawls causaría daños serios al apoyar una ideología política básicamente hostil al talento, a los logros superiores y la excelencia individual. De manera práctica, Rawls admite que la sociedad debería recompensar las ejecuciones (performance) socialmente deseables a través de recompensas económicas o de otro tipo como incentivo para continuar tales ejecuciones. Pero al mismo tiempo, Rawls enuncia la demanda ideológica, totalmente irrazonable, de que las personas talentosas en realidad no merecen crédito moral y recompensas sociales por los logros basados en sus talentos porque los mismos son un regalo gratuito de la naturaleza. Por supuesto, las personas talentosas no merecen crédito moral como tal. No obstante, sí merecen crédito moral y recompensa social por desarrollar sus talentos y por usarlos en beneficio de la sociedad.
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Si a las personas se les otorga una educación decente y se les impulsa para que desarrollen sus talentos hasta el límite de sus habilidades, presumiblemente incrementarán luego la brecha entre los individuos muy capaces y los menos capaces. Pero sería desastroso para la sociedad tratar de reducir esta brecha en nombre de alguna ideología igualitaria mal concebida, al prevenir artificialmente que las personas con habilidades importantes hagan completo uso de sus talentos creativos para nuestro bien común. Los ejemplos de Nozick y Rawls demuestran que incluso de los filósofos morales de sobresaliente habilidad no pueden esperarse teorías moralmente aceptables que descansen meramente en las así llamadas intuiciones morales, sin someter estas intuiciones a pruebas racionales independientes de sus intuiciones morales o las de cualquier otra persona —por ejemplo, al preguntar si las políticas sociales que ellos apoyan no serían altamente perjudiciales para la sociedad—.
EL UTILITARISMO DE LA REGLA Y LOS CAMBIOS EN EL CÓDIGO MORAL DE LA SOCIEDAD
En secciones anteriores discutí cómo la teoría utilitarista de la regla puede ayudarnos teoréticamente a comprender la utilidad social de algunas reglas morales aceptadas. Ahora propongo demostrar la manera en la cual puede ayudarnos en forma práctica como pauta moral racional que asigna la utilidad social de los cambios propuestos en el código moral de nuestra sociedad. Vivimos en un período de rápidos cambios sociales y tecnológicos, los cuales dan origen a propuestas de cambios de nuestras reglas morales aceptadas cada cierto tiempo. Estas propuestas tendían a ser muy controversiales, al menos inicialmente. No obstante, la teoría utilitarista de la regla nos otorga una pauta racional para asignar la utilidad o desutilidad de las propuestas de cambios en términos de los intereses afectados. Por ejemplo, cuando liberalizamos significativamente nuestras reglas morales y legales relativas al divorcio, hace aproximadamente veinticinco años, claramente hubo un acuerdo general que expresaba que tal reforma era deseable. Sin embargo, nuestra
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experiencia subsiguiente parece sugerir que esta liberalización podría haber ido algo demasiado lejos, y que nuestras reglas actuales ejercen insuficiente presión sobre la persona que solicita el divorcio para que considere adecuadamente los intereses de la pareja y los de los hijos. Sólo el tiempo puede decir si esta situación producirá eventualmente otro cambio acorde a nuestras reglas morales y legales relativas al divorcio, que esta vez quizás ofrezca mejor protección para los intereses de las otras partes. En cualquier caso esta tendencia a remplazar, cada cierto tiempo, algunas de nuestras reglas morales por reglas alternativas, posible y gradualmente resultará en mejoras significativas para el código moral de la sociedad. Por supuesto, los oponentes del utilitarismo rechazarán la utilidad social como criterio válido. No obstante nunca han propuesto razonablemente ningún criterio alternativo claro.
MORALIDAD Y OTROS VALORES DE LA VIDA HUMANA Antes de resumir mis conclusiones, discutiré brevemente el rol de los valores morales en la vida humana desde un punto de vista utilitarista. La tarea básica de la moralidad es inducir a las personas a ayudar a los demás en la labor por alcanzar sus propios objetivos. No obstante, estos últimos son en la mayoría de los casos objetivos no morales, tales como prosperidad económica, buena posición social, buen estado de salud, amistad, amor, conocimiento, disfrute de experiencias estéticas, entre otros. De este modo, en un importante sentido, la moralidad es primeramente un sirviente de muchos otros valores humanos, más que su máximo valor. Por otra parte, aunque nadie pueda tener una vida prolija y bien equilibrada sin fuertes compromisos morales, para la mayoría de nosotros estos compromisos no son el punto central de nuestras vidas, el cual más bien sería nuestro trabajo, familias, amigos y nuestros distintos intereses intelectuales, culturales, sociales y políticos. En realidad, desde un punto de vista utilitarista, la fuerte devoción por la moral idealista y por los objetivos políticos no es
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siempre una bendición pura debido a que pudiese convertirse fácilmente en una moral desastrosa socialmente y en fanatismo político. Después de todo, Robespierre era un hombre devoto de los máximos principios morales. Aun así, tal vez la sociedad habría estado en mejor situación si él hubiese sido algo menos devoto a tales principios.
CONCLUSIÓN Primeramente, discutí sobre el principio básico de la teoría utilitarista, el de la utilidad social. Luego, traté de argumentar a favor del utilitarismo de la regla contra el utilitarismo de la acción y por la teoría utilitarista en general contra las teorías no utilitaristas. Igualmente, discutí sobre el rol de la moralidad y otros valores en la vida humana. He argumentado que los utilitaristas tienen muy buenas razones para hacer de la utilidad social, esto es, de los intereses reales de los seres humanos más que sus propias intuiciones morales, el criterio básico de la moralidad.
BIBLIOGRAFÍA
HARSANYI, John: Rational Behavior and Bargaining Equilibrium in Games and Social Situations, Cambridge, 1977. NOZICK, Robert: Anarchy, State and Utopia, Nueva York, 1974. RAWLS, John: A Theory of Justice, Cambridge, 1971.
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DERECHOS EN CONFLICTO*
JAMES GRIFFIN White’s Professor Universidad de Oxford (Reino Unido)
QUISIERA ANALIZAR el tema de los derechos humanos, cómo resolvemos nosotros conflictos entre éstos, o entre un derecho humano y el bienestar social. Éstos son temas sobre los cuales muchos filósofos tienen puntos de vista enfáticos. Pero también son temas en los cuales la afirmación es bastante más común que el argumento. Pero antes de abordar mi tema, debería decir algo (al menos así me parece a mí) acerca de lo que son los derechos humanos.
DERECHOS HUMANOS De acuerdo con la tradición, un derecho humano es el que la persona tiene, no en virtud de algún estatus especial o por alguna relación con otros, sino simplemente por virtud de ser humano. Pero para utilizar el término «derecho humano» nosotros debemos ser capaces de saber cuáles son los derechos que tenemos simplemente por virtud de ser humanos; de hecho, tenemos poco acuerdo sobre el verdadero sentido de lo «humano». Hay muchos casos en los que no se ha acordado un criterio para determinar si el término está utilizado correcta o incorrectamente. Es por eso que han proliferado de manera incontrolable supuestos derechos * Traducido por Adriana López.
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humanos. Ciertamente, un «derecho humano» es lo que los filósofos usualmente llamaban un «concepto esencialmente controvertido», pero el que un concepto sea esencialmente controvertido no lo libra de la necesidad de ser tolerablemente determinado. Ahora existen, pienso yo, maneras plausibles de hacer al «derecho humano» tolerablemente determinado y útil. Lo que a mi modo de ver es la mejor presentación de los derechos humanos es ésta. Ella está centrada en la noción de autonomía. Nosotros como humanos tenemos la capacidad de formar imágenes de lo que una buena vida pudiese ser y de intentar realizar estas imágenes. Nosotros valoramos altamente nuestra condición de sujetos autónomos, muchas veces más que nuestra propia felicidad. Los derechos humanos pueden ser vistos como protectores de nuestra autonomía —lo que uno pudiese llamar nuestra personalidad—. Son protecciones, entonces, de aquello que es fundamental para la vida del agente y no de una vida buena o feliz o perfeccionada o próspera. No se trata del único o más importante aspecto de nuestra vida lo que los derechos humanos protegen. Pero sí es lo que varios filósofos de la Ilustración han asociado con la noción de dignidad humana. Nosotros le damos a lo último especial importancia y esa es razón para destacarlo también con el lenguaje de los derechos humanos. Relacionar derechos humanos con lo que yo acabo de llamar un estado fundamental de la autonomía humana parece ser la estipulación apropiada, como también parece estar de acuerdo con lo que la tradición sustenta. Si tuviéramos derechos para cada una de las necesidades que se requieren para tener una vida buena y feliz, entonces el lenguaje del derecho se volvería redundante. Nosotros ya tenemos una manera perfectamente adecuada para hablar del bienestar individual y de las obligaciones que se pueden establecer para promoverlo. El carácter de persona es uno de los fundamentos de los derechos humanos, pero pudiese no ser el único. Todavía deja a los derechos muy indeterminados. El carácter de persona nos dice que cada uno de nosotros tiene el derecho de tener alguna participación política, pero ¿cuánta?, ¿de qué manera? Nos dice que tenemos derecho a un mínimo de recursos materiales, ¿cuánto es
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eso? Nosotros tenemos derecho a la integridad corporal, ¿qué excluye eso? Si mi sangre tuviese alguna sustancia maravillosa con la que unas gotas extraídas de mi dedo, sin dolor alguno, pudiesen salvar numerosas vidas, mis derechos no me permitirían negarme a donar mi sangre. El pinchazo en mi dedo apenas destruiría mi carácter de persona. Pero, ¿qué pasa si aumentamos los riesgos?, ¿no me protege mi derecho a la integridad corporal, digamos, contra la autoridad sanitaria que quiere uno de mis riñones? Después de todo, las pocas semanas que me tomaría recobrarme de una extracción del riñón tampoco me impedirían vivir una vida humana respetable. ¿Dónde se debe trazar la línea? Lo que sí está claro es que la consideración del carácter de persona, por sí sola, no es suficiente para establecer en la práctica una línea lo suficientemente determinada. Tenemos que pensar también en la sociedad donde vivimos. Hay consideraciones prácticas: para ser efectiva la línea debe ser clara sin complicaciones; dado que somos propensos de ajustar un punto, probablemente deberíamos dejar un margen de seguridad generoso. Así que para hacer de la integridad corporal un derecho determinado necesitamos otra base, llamémosla practicidades. Al ir trazando la línea, también necesitamos consultar la naturaleza humana, la naturaleza de nuestra sociedad, y así sucesivamente. Éstos son, pienso yo, los dos fundamentos de los derechos humanos: el carácter de persona y las practicidades. Yo sé que esta explicación de los fundamentos de los derechos humanos es demasiado breve. Pero no es para nada excéntrica, y quiero aquí explorar un problema con el que esta plausible explicación parece tener que enfrentarse.
UN PROBLEMA PARA CUALQUIER EXPLICACIÓN DE DERECHOS
¿Es acaso la explicación demasiado teleológica como para poder explicar la completa fuerza restrictiva de los derechos? Los derechos, digo yo, tienen sus cimientos en el carácter de persona y las practicidades. Los derechos deben ser vistos como protectores de valores como lo son la autonomía y la libertad, por ser éstos ele-
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mentos claves del carácter de persona. Pero, ¿de qué manera vamos a resolver conflictos entre dos derechos, o entre un derecho y el bienestar individual? Por mi parte, estas preguntas suscitan preguntas paralelas acerca de los valores que sustentan a los derechos. ¿Cómo ajustamos los conflictos entre esos valores? Vivir de manera autónoma es algo que contribuye al valor de una vida individual. Pero eso es sólo una cosa. Existen otros elementos del bienestar de una persona, como lo es el disfrute, las relaciones personales profundas, lograr algo con la vida de uno mismo, y así sucesivamente. Pero entonces pareciera que los valores que respaldan los derechos no pudiesen resistir el intercambio con otros elementos del bienestar humano. Esto se parece mucho a los cálculos de utilidad, incluso si «utilidad» tuviese que ser interpretada en este caso de la manera más amplia. Sin embargo, se supone que los derechos son las protecciones de un individuo contra la promoción de algunos componentes valiosos del bienestar. Pero si los derechos no son más que protecciones de ciertos componentes de alto valor del bienestar, ellos son vulnerables de ser superados por un agregado lo suficientemente grande de componentes de menor valor. ¿Estarían los individuos lo suficientemente protegidos de esta manera? Existe, de hecho, un problema para todas las explicaciones de los derechos. La mayoría de nosotros cree que no existen derechos absolutos. O incluso, si hubiesen uno o dos derechos absolutos, la vasta mayoría de derechos no es absoluta. Cualquier explicación de los derechos, para ser completa, tiene que demostrar la manera de resolver conflictos. Se tiene que encontrar un delicado balance entre hacer de los derechos firmes protecciones del individuo y, sin embargo, no ser demasiado firmes. Este comentario es obvio, es más, es tautológico, pero incluso así enuncia el problema más grande con que se encuentra aquella persona que espera desarrollar una explicación sustancial de lo que son los derechos. ¿Cómo puede uno hacer los derechos lo suficientemente firmes así como lo suficientemente flexibles? Antes de proseguir, déjenme decir algo acerca de la metodología. Yo creo que mucho del trabajo filosófico reciente acerca de los derechos se ha quedado, por su propio bien, en un nivel muy
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abstracto. Decir que los derechos humanos, o algunos de ellos, tienen «prioridad léxica», o que son trumps, o que son «restricciones alternas» que solamente una catástrofe del orden más alto podría poner a un lado, apela a niveles de teorías medianamente abstractas. Pero cada una de estas tres visiones tiene consecuencias contra-intuitivas en un nivel concreto. El hecho de ser contra-intuitivo no es, por supuesto, fatal para una tesis, pero sí sugiere un elemento de duda al respecto. Al pensar en el conflicto de derechos, yo encuentro muy útil el ir y volver entre la teoría y los casos reales. Así que me gustaría tomar un derecho específico en esta discusión: déjenme usar la libertad de expresión. Y también me gustaría tener un caso particular ante nosotros: así que déjenme usar el caso más famoso en tiempos recientes relacionado con esto, a saber, la publicación de Los versos satánicos de Salmon Rushdie.
CONFLICTO ENTRE LIBERTAD Y OTROS VALORES Los defensores de Rushdie reclamaban que la publicación de su novela estaba protegida por la libertad de expresión. Sus atacantes respondieron correctamente que ese derecho no es absoluto. «Ninguna novela, por buena que sea —escribió el poeta británico James Kirkup en aquel momento— puede justificar la muerte de siquiera un solo ser humano...».1 De acuerdo a mis cálculos, veintidós personas murieron por causa de la publicación de la novela de Rushdie, veintidós personas quienes no se hubiesen topado con la muerte si Rushdie no hubiese publicado Los versos satánicos, por más que otros agentes con responsabilidad moral hallan intervenido en esa cadena causal.2 Pero eso tampoco es todo; la publicación de este libro 1
The Independent, 4 de febrero de 1990.
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Mis cálculos son éstos: seis en protestas en Islamabad el 12 de febrero de 1989, una en Kashmir el día siguiente, doce en Bombay el 25 de febrero y dos en Bélgica un mes después (un imán y su asistente fueron asesinados por oponerse al fatwa de Khomeini) y otro en Japón (el traductor de Rushdie). Ali Azar, consejero del Frente de Acción Musulmán Británico le dio a la Corte Suprema
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amenazó más vidas y libertades, por ejemplo, las de los rehenes que en ese momento estaban detenidos por grupos musulmanes en Líbano. Ello despertó e inflamó hostilidades racistas contra los musulmanes en Gran Bretaña. Este es el tipo de conflictos que existe entre dos derechos, o entre un derecho y una utilidad, que mencionaba hace un momento. Si hay otras consideraciones que pueden entrar en conflicto con la libertad de expresión, ¿cuáles son?, ¿de qué manera resolvemos nosotros tales conflictos? Los derechos protegen ciertos valores como la autonomía y la libertad. ¿Se podrían reducir estos valores a un solo valor o a una medida métrica? Deberíamos entender un poco la estructura de los derechos comprendiendo la estructura de los valores relacionados a éstos. Las libertades no son todas igualmente importantes. Mi libertad de nadar desnudo (si es que de alguna manera cuenta como una libertad) no es tan importante como contrarrestar el disgusto que le pueda ocasionar a otros. Pero mi libertad de aprovechar las partes centrales de lo que yo considero una buena vida es tan importante que podría contrarrestar el disgusto de otros. Y la libertad no es léxicamente superior. Yo podría elegir vivir acertadamente en un país sin ningún tipo de libertades centrales si las personas que yo amo se encuentran allí. Ya que el valor de tener la libertad de escoger y de tomar un cierto camino en la vida depende en parte de nuestra capacidad material de hacerlo, y ya que alguno de los caminos que vale la pena tienen un costo, puede que sea correcto, por más que estemos ligeramente por encima del mínimo, aceptar ciertas restricciones de nuestra libertad por un corto período para obtener grandes mejoras materiales. Así que la explicación de los derechos humanos que yo propongo no confiere sobre la libertad ese dominio —digamos trumping o prioridad léxica— que algunos filósofos esperan. Por mi parte, yo considero que la libertad es sólo un valor entre muchos otros, que está al mismo nivel que éstos y no por encima de mane-
otro total: doce en Bombay, ocho en Lahore, diez en Kashmir y uno en Dakar, sumando un total de treinta, excluyendo los dos asesinatos en Bélgica y uno en Japón. Diario The Independent, 27 de febrero de 1990.
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ra competitiva. Si la libertad posee algún tipo de dominio, es porque demuestra ser, en la mayoría de los contextos, un contrincante de peso pesado. En mi parecer, éste pesa más que otros valores, no de manera universal sino de manera característica. Yo creo que encontramos valores en nuestra vida en donde una cantidad de uno sobrepasa cualquier cantidad de otro. Supónganse, por ejemplo, que de vez en cuando yo tomo decisiones imprudentes acerca de mi vida. Encuentro trabajos inapropiados o relaciones personales condenadas a fracasar. Supóngase también que usted está lleno de savoir faire y podría salvarme de estos aprietos si yo lo dejara manejar mi vida. Bueno, yo debería valorar mi autonomía altamente y no cedérsela a nadie, a menos que las dificultades fuesen tan frecuentes y/o serias que amenace un desastre. Sólo si el desastre amenaza, y los movimientos en falso o imprudentes llevan consigo suficiente peso como para contrabalancear el valor que tiene el vivir la vida de manera autónoma, sería razonable ceder parte de la autonomía. Hay algunas cosas que realmente puede que sean lo suficientemente significativas —por ejemplo, gran ansiedad o dolor— pero los pasos en falso más comunes no lo son. Si la autonomía ha puesto a un individuo agudamente ansioso, por ejemplo, puede que sea razonable ceder de cierta manera la autonomía para obtener a cambio un alivio sustancial de la angustia. Considere otro caso: la libertad. Imagínese que la libertad de vivir una vida llena de significado y sustancia cause a otros angustias y disgustos. Imagínese que el único tipo de relaciones personales profundas que para usted son posibles, otros las ven como pervertidas. Bueno, Mill ha argumentado plausiblemente que el disgusto y la angustia pertenecen a una liga distinta que a la de sacarle algo valioso a la vida. Los riesgos para usted y para sus vecinos son tan diferentes que, dado el mundo que conocemos, un gran número de vecinos disgustados, cientos de ellos o incluso miles de ellos, no podrían formar parte de la misma sociedad. Si el hecho se refiriese a una libertad menor, como es la libertad de nadar desnudo que mencioné anteriormente, uno esperaría que la suma de los disgustos y angustias alcanzasen al valor de la libertad. Pero si lo que se expone es una libertad de orden mayor —lo
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que uno considera el vivir una buena vida— no hay ningún agregado a la angustia o al disgusto que le haga par. Los derechos difieren en importancia: tanto en el caso de un derecho frente a otro como un mismo derecho en ocasiones distintas (como lo hemos visto en esta última alusión a la libertad); los intercambios entre dos derechos, o entre un derecho y una utilidad, emplean esta profunda noción de la importancia variante de los derechos. Yo pienso que esta noción de la importancia viene dada por el peso que tienen los valores que se relacionan con los derechos. Y su peso viene dado por la concentración en nuestra personalidad, que mientras más se centraliza, más peso tiene. Esta noción podría proporcionar una base para el intercambio entre dos derechos y entre un derecho y una utilidad. Ya hemos visto de qué manera funciona esto en el caso de la libertad: dos libertades se diferencian en importancia dependiendo de cuán cerca se encuentren éstas de la idea que uno tenga de una vida valiosa. Compare, por ejemplo, la libertad de culto con la libertad de vestirse como a uno le plazca. Esta noción de la importancia también explica el por qué los derechos generalmente tienen prioridad sobre la prosperidad social. Aquí estoy utilizando la palabra «prosperidad» de manera laxa, para así incluir ciertas formas de florecimiento intelectual, artístico o puramente económico —en resumen, todo aquello que compone la cualidad de vida individual parte de aquellos componentes del carácter de persona—. Ya que se está utilizando este término de manera amplia, deberíamos concluir que los derechos sobrepasan a la prosperidad de manera característica, esto significa que los valores que los derechos protegen son para nosotros más importantes que la maximización de la prosperidad. Y tenderemos a pensar que ciertos derechos claves, como lo son la libertad de aprovechar los rasgos centrales que le dan forma a nuestra concepción de lo que es una buena vida, derrotan (trump) ciertos incrementos en prosperidad, porque aquí nos encontramos con algún tipo de inconmensurabilidad —el tipo que en otra oportunidad he llamado «discontinuidad»—: por ejemplo, ninguna cantidad de disgusto o angustia puede sumar el valor que tiene tal libertad mayor. En otras palabras, no hay modo de sumarlos. Pero todos estos juicios tienen lugar dentro de un mar-
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co que también muestra cuándo es que están permitidos los intercambios y de qué manera funcionan. Los derechos generalmente, mas no siempre, tienen prioridad sobre la prosperidad. Yo pudiera aceptar, razonablemente, la pérdida de ciertas libertades civiles si eso implica quedarme en mi patria porque simplemente no sería feliz en el exilio. Los ciudadanos de una nación podrían aceptar, razonablemente, la suspensión temporal de ciertas libertades para así prevenir una gran pérdida de prosperidad. Esto no es lo único que se puede decir acerca de los intercambios, y tampoco las inconmesurabilidades son las únicas cosas con la capacidad de hacer difíciles estos intercambios. Pero déjenme poner a un lado por un momento la discusión acerca de la resolución de conflictos. Más adelante la retomaré.
LOS LÍMITES DE LA LIBERTAD La explicación que yo propuse de los derechos humanos se refiere a una concepción limitada de la libertad. Por ejemplo, nosotros tenemos una libertad de expresión o de publicación limitada. De acuerdo a lo anterior, si yo publicase la pornografía más cruda y el gobierno interviniese parando dicha publicación, no sería, prima facie, una violación. ¿Por qué? Porque el que yo publique tales cosas (y el que usted las lea) no tiene nada que ver con mi capacidad (o la suya) de conceptualizar y buscar una buena vida. La explicación que yo propongo también abandona el famoso examen de daño de John Stuart Mill. Lo que yo propongo como el área protegida no es la esfera privada que Mill propone, sino la esfera de la condición de persona. Déjenme ilustrar la diferencia. Mi universidad requería que todo el mundo llevara trajes académicos para ir a cenar al salón, y de ese modo no se está violando la libertad de nadie, ni siquiera una libertad menor. El requisito puede que sea fastidioso o cansón o convencional, pero eso es otro asunto. Pero el que yo lleve o no una traje de vestir, recae directamente dentro de mi esfera privada. Yo no le hago daño a nadie, siempre dentro de ciertos límites, al vestirme de la manera que a mí me plazca. Así que a mí me parece implausible por parte de Mill el
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tomar la «privacidad» como algo tan definitivo como lo es la libertad. Existen dos razones por las cuales se adopta el examen de la condición de persona y no el de privacidad. Primero, como ya lo sugerí, no existe ninguna racionalidad por detrás del examen de la privacidad. Nosotros no le damos tal valor a la misma. Puede ser que a mí no me importara en lo más mínimo llevar un traje de vestir para cenar, pero si en realidad me importara, entonces, el que me obliguen a hacerlo está invadiendo mi esfera privada, pero es difícil encontrar fundamentos para tal sentimiento. La segunda razón por la cual se adopta el examen de la condición de persona es porque es un buen caso teórico para mantener cohesionado de cierta manera el concepto de la libertad. Puede ser que a mí me disguste el llevar trajes de vestir. Consecuentemente yo seré una persona menos feliz por el hecho de que me están obligando a llevar uno, que prima facie sería razón suficiente para que no lo hagan. Pero creo que es mejor verlo como una razón fundamentada en mi felicidad y no en mi libertad. En mi opinión, la condición de persona incluye sólo lo que es necesario para la condición humana, y sería mejor no dejar que la libertad creciera para que incluyese lo necesario para obtener lo bueno, la felicidad o el florecimiento humano.
¿EXCEDIÓ RUSHDIE LOS LÍMITES DE LA LIBERTAD? En el examen de privacidad de Mill, la pregunta crucial que hay que hacer referente a la novela de Rushdie es ¿ha herido su publicación a otros? Y esa pregunta nos hace aterrizar en las oscuras tierras fronterizas de la noción del «daño» como tal; es una pregunta extremadamente difícil de contestar. Pero en mi opinión, la pregunta no debería ser sobre la privacidad, sino sobre la condición de persona. ¿Fue la publicación de la novela de Rushdie parte de su, y también nuestra, manera de pensar acerca de la vida con peso y sustancia? En pocas palabras, ¿es seria esta publicación? Hay además otra pregunta, ¿infringe la libertad de otros? Y en vez de preguntar ¿disgusta y angustia a los musulmanes hasta el punto de poder hacer daño?, debería ser ¿es para ellos imposi-
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ble formar y ejecutar su concepción de lo que es una buena vida a causa de esta publicación? La respuesta a la segunda pregunta me parece a mí sencilla: no, no lo es. Y la respuesta a la primera pregunta, por más tendenciosa que sea, no me parece difícil: sí, es una novela seria (el que sea buena o mala es un asunto diferente). Cualquiera que sean los cargos que uno emita en contra de Rushdie, no puede ser el de traspasar los límites de la libertad de expresión. A mi manera de pensar, la seriedad de la intención de Rushdie es crucial para tales derechos. Rushdie ha podido tener la intención de denigrar a Mahoma, con o sin un propósito literario serio. O quizás él no tenía tales intenciones y sólo un lector que no la viera como una novela la tomaría como denigrante. Tanto Rushdie como sus defensores hacen énfasis en el punto de que la novela es un trabajo de ficción. Las supuestas escenas y declaraciones ofensivas ocurren en el sueño de una persona que está teniendo una crisis nerviosa. Rushdie está describiendo a un hombre cuyas certezas se están derrumbando y que termina por suicidarse.3 Akhtar, uno de los críticos musulmanes más hábiles de Rushdie, no aceptaría esta defensa. La intención del autor, piensa él, realmente vale, y la de Rushdie era hostil. Yo creo que Los versos satánicos son un atentado calculado para villanizar y calumniar a Mahoma. [...] mientras que libertades de fe, expresión, conciencia y desacuerdo son valoradas correctamente en una sociedad democrática y liberal, es inmoral defender, en nombre de estas libertades, ataques desenfrenados a tradiciones religiosas (ciertamente humanísticas) establecidas.4
A diferencia de Akhtar, yo sí creo en la declaración que Rushdie dio con respecto a su intención en un artículo escrito para el diario The Independent, titulado «De buena fe». Pero poniendo a Rushdie a un lado, es imposible que nosotros sepamos cuáles eran realmente sus intenciones. Supóngase que otro novelista o poeta se propusiera calumniar a Mahoma intencionadamente, pero como parte integral de un serio intento para entender la vida humana. 3
Véase S. Rushdie, «De buena fe», diario The Independent, 4 de febrero de 1990. 4
S. Akhtar, Cuidado con Muhamed!, Bellew, Londres, 1989, p. 6.
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Esa intención, diría yo, sería suficiente: tal obra estaría protegida por la libertad de expresión. La intención del autor de calumniar, ridiculizar, despreciar, no importaría. No existe, por ejemplo, ninguna duda acerca de la intención hostil de Dante; claramente el autor de La divina comedia es quien consigna a Mahoma al octavo círculo del infierno, sufriendo un terrible tormento junto con otros peligrosos sembradores de discordia y cisma.5 Me he referido a la «oscuridad» de las fronteras del daño, pero mi criterio podría parecer poco cristalino. Para mí, la libertad de expresión es iluminada por el propósito general del autor, ya sea que lo que él esté diciendo sea serio y que lo que diga sea integral para tal propósito, y las fronteras entre lo «serio» y lo «integral» están difícilmente más allá de disputa. Pero es allí, creo yo, en donde debería estar la disputa acerca de la libertad de expresión. ¿Quién va a decidir si lo que alguien dice o publica es «serio»?, ¿no le daría tal noción de vaguedad demasiado espacio a los prejuicios del juez o del legislador? Nos conduciría de manera muy fácil a un tipo de autoritarismo: los poderes imponiendo su propia concepción de lo serio —posiblemente anticuado, o determinado cultural o socialmente— sobre el resto de nosotros. Pero yo he admitido que la consideración de la condición de persona, por sí sola, deja a los derechos altamente indeterminados, y que necesitamos practicidades para hacer de esto lo suficientemente determinado para la acción. La consideración de la condición de persona nos concede apenas la semilla de la idea de la libertad de expresión. No hemos visto aún la manera en que nosotros podríamos —aquí y ahora dentro de nuestra particular realidad social— hacer menos vaga la noción de lo «serio». En cualquier caso, aquí no estamos lidiando con la palabra «serio» extraída del lenguaje común; ésta se ha convertido en un término técnico. Aquí lo «serio» de alguna manera significa «parte de lo que se considera una buena vida». Esta definición aún nos deja con un cierto sentido de indeterminación, y sería trabajo de filósofos, legisladores, jueces y otros aclararla —guiados por lo que Inferno, Canto 28, vv. 22-7; citado por M. Ruthven, Un asunto satánico: Salman Rushdie y la rabia de Islam, Chatto and Windus, Londres, 1990, pp. 2-3. 5
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se podría extraer de la idea de la condición de persona y de las practicidades. En cualquier caso, mi explicación de la libertad de expresión no es peor que otras explicaciones en este respecto. Es típico que estas explicaciones tengan también nociones consideradas claves que deban ser más determinadas. Pensemos en el principio de libertad de Mill. Es notable que en su centro se encuentra una noción de gran indefinición, específicamente la de «daño». Y como Mill restringe específicamente la aplicación de su principio a personas «abiertas a persuasiones racionales», existe una segunda noción vaga en el centro de su principio. ¿En qué punto se convierte uno en alguien «abierto a persuasiones racionales»?, y ¿quién debe decidir esto? La vaga combinación entre «daño» y «apertura a persuasiones racionales» permite interpretaciones perfectamente admisibles por el principio de Mill, en su breve declaración, que conducen a las burdas políticas no liberales de los últimos cien años. Permitiría, por ejemplo, una dictadura del proletariado, porque podríamos decir con cierta plausibilidad que miembros del mismo tienen una falsa conciencia y por ello no están abiertos a una persuasión racional. Éstas son conocidas preocupaciones en torno al principio de Mill. Nuestra reacción hacia ellas debería ser la búsqueda de la posibilidad de hacer de sus nociones claves algo más determinado. Si esto no se puede hacer, entonces sería el momento de abandonar tal principio. Similarmente debería suceder con los míos. Cuando los autores de la Declaración de los Derechos de los Estados Unidos definieron, de la manera en que lo hicieron, una libertad de expresión de tal amplitud, ellos estaban tratando de ser realistas. Ellos sabían que las reglas sociales debían ser simples, que el peso de una prueba podía ser puesto en distintos puntos de la sociedad, que pudiesen haber razones fuertemente prácticas para ponerlas sobre los gobiernos y no sobre los individuos. En otras palabras, ellos consideraron lo que yo he llamado practicidades. Y nosotros tenemos que ver lo que estas practicidades agregarán a los cimientos morales, suplidos por la condición de persona. Supóngase, como yo pienso que es, que Rushdie se encuentra dentro de la protección dada por la libertad de expresión. Eso,
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desgraciadamente, no es suficiente. La vida moral es mucho más compleja que eso. También cuenta que se perdieron vidas, que las prospectivas de los individuos detenidos rehenes en Líbano empeoraron, que las relaciones raciales en Gran Bretaña se dañaron, y así sucesivamente. La libertad no se iguala a cualquier daño, sin importar lo grande que sea. Después de todo, esto no nos hace aterrizar en las oscuras fronteras de la noción de «daño». Pero nosotros sí tenemos que afrontar la difícil pregunta de cuánto pesa el dolor cuando se balancea con la libertad. Si una sociedad actúa en contra de la violación, entonces por pura consistencia se requiere que esta misma actúe también en contra del libro de Rushdie —si es que éste es, de acuerdo a la insistencia de algunos musulmanes, equivalente a la violación—.6 No obstante, una sociedad debe hacer una distinción cuidadosa entre dos tipos de dolor. Algunos dolores son naturales: si yo doblo su brazo, éste dolerá en proporción a qué tan duro yo lo doble; el grado de dolor será independiente de los actos y las actitudes de la sociedad; es un asunto, más que nada, de fisiología humana. Otros dolores son aprendidos, de la siguiente manera: si yo lo involucro a usted en un debate filosófico, entonces cuánto y cómo padezca usted dolor dependerá del grado de seguridad personal que usted tenga, de lo común que sean los debates fuertes dentro de su propio círculo, del juicio que usted haya desarrollado a través del tiempo hacia reacciones apropiadas; en este caso su dolor depende mucho de los actos y actitudes propios de la sociedad en la que usted creció. Existen casos extremos y otros serán marcados de acuerdo al espectro que estos casos extremos definan. Cuando una sociedad considera cuáles son las actitudes por adoptar hacia el dolor de alguien, puede que ésta esté lidiando con algo que dependa de sus propios actos y actitudes. Hasta cierto punto, las mismas sociedades determinan qué es lo que duele. 6
«Lo que él ha escrito [Rushdie] es más grave para los musulmanes que si él hubiese violado la hija de uno mismo. Los musulmanes buscamos en Muhamed un ideal sobre quien debe moldear nuestra y conducta y vida, y el profeta está internalizado en el corazón de cada musulmán. Es como si te hubiesen clavado un cuchillo —o como si te hubiesen violado». D. Zaki Badawi, citado por M. Ruthven, ibídem, p. 29.
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Malise Ruthven nos recuerda, en su libro acerca del asunto de Rushdie, una previa erupción del sentimiento musulmán en Gran Bretaña, dirigido en contra del director de una escuela en Bradford.7 El director estaba fuertemente en desacuerdo con el programa antirracista y de multiculturalismo propuesto por el Consejo de Bradford, al cual consideraba académicamente dañino para los niños de orígenes distintos. Sus objeciones fueron prominentemente ventiladas en la prensa nacional. Él se oponía, por ejemplo, al requisito del Consejo que le decía que tenía que ofrecer carne hallal dos veces por semana porque, de acuerdo a los parámetros ingleses, esa forma de matanza era cruel. Se oponía a que los padres asiáticos se llevaran a los niños regularmente a visitar el subcontinenente durante el período de clases. Objetaba —y en este caso de manera inadecuada a su posición como director— al propio Pakistán, un país, decía él, corrupto a todo nivel, capital mundial de la heroína y con una dictadura militar. Muchos musulmanes locales se sentían directamente insultados. Como lo escribió Dervla Murphy antes del caso de Rushdie, pero aun así pertinente al mismo: Es difícil tomar esto como algo serio en un país como Inglaterra, en donde un insulto ya no es un asunto de vida o muerte. Nos podemos sentir resentidos o con ánimos de tomar venganza o acciones difamantes o calumniosas. Pero no pensamos lavar las manchas de sangre que entintan nuestro honor. Algunos murpuristas lo hacen. Para ellos un hombre que ha insultado a su religión, padres, comunidad, y país es un blanco legítimo. Y ésta es una tradición con cimientos profundos, no del tipo que desaparece después de que una o dos generaciones se hayan establecido en el clima templado de Inglaterra. En más de una ocasión inmigrantes recién llegados han sido acuchillados a muerte para vengar insultos de hace veinte o treinta años en Azad Kashmir.8
Dos cosas resaltan tanto en esta situación como en la de Rushdie: que este agudo sentimiento hacia el insulto explica mucho de la tensión, y eso es, utilizando mi propia distinción, más aprendi7
Ibídem, pp. 75-80.
D. Murphy, Historias de dos ciudades. Viajes de otro tipo, Londres, 1988, p. 28, citado por M. Ruthven, ibídem, pp. 77-78. 8
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do que natural. El insulto en sí es suficientemente natural; lo que a mi parecer es aprendido es ese particular sentimiento hacia el insulto que parece ser una mancha de sangre que yace sobre el honor propio y que por ende debe ser limpiado. ¿Es, entonces, bueno tener una sociedad que enseñe tal sentimiento hacia el insulto? Uno sabe lo que algunos musulmanes contestarían: «Por supuesto que lo es, es parte de lo que significa tomar la religión, la familia o el país de uno seriamente».9 Y de esa manera señalan directamente al permisismo moral y al puesto marginal al cual la religión ha sido reducida en Occidente. Sin embargo, este caso no es una simple división entre musulmanes del Este y liberales del Oeste. Uno también se encuentra con el mismo sentimiento entre los propios occidentales. El novelista norteamericano Philip Roth observa que en países totalitarios todo importa y nada funciona, mientras que en democracias liberales nada importa y todo funciona.10 ¿Quién quiere una sociedad en donde nada importe? Pero la conexión que aquí se está asumiendo es una terrible confusión. Simplemente es falso el pensar que uno no se puede tomar las cosas en serio si no se tiene ese fuerte sentimiento hacia el insulto. Muchas personas que no poseen este sentimiento son mucho más serios con su religión, familia y país, tienen un sentido más agudo y efectivo de su valor, diferentes a muchos otros que sí tienen ese sentimiento. En promedio, las personas son aun menos propensas a tomar estas cosas seriamente si han crecido rodeados por un fuerte sentimiento hacia el insulto. Algunos fundamentalistas cristianos han sido gravemente afrontados por teólogos contemporáneos que han intentado reinterpretar la Resurrección o el Nacimiento Virgen. Pero no son estos fundamentalistas quienes se están tomando su religión seriamente; precisamente lo contrario. Cuando Nikos Kazantzakis trató de explorar en su novela La última tentación de Cristo lo que para Jesús podría significar ser enteramente humano al mismo tiempo que ser enteramente divino, muchos cristianos se escandalizaron, denunciándola como blasfema, y trataron de censurar la versión cinematográfica porque Je9
S. Akhtar es un portavoz de este punto de vista, véase ibídem, pp. 102-106.
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Citado por A. Bilgrami, diario The Independent, 22 de febrero de 1990.
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sús estaba siendo presentado como alguien sintiendo atracciones sexuales. La novela de Kazantzakis es liviana, pero su preocupación por la religión me parece a mí más seria que la de sus críticos. Fanatismo no es igual a seriedad. La única manera de hacer plausible la conexión dada entre la seriedad y el insulto es si probamos el examen de la seriedad —escogiendo, digamos, la rapidez con que se alcanza un cuchillo—. Pero por definición nadie debería ser engañado con tal defensa; ello sería una falsa percepción de lo que es seriedad. Precisamente porque la seriedad puede existir sin cuchillos, deberíamos desalentar esta percepción del sentimiento hacia el insulto en favor de otras formas más verdaderas. Esta recomendación puede ser tomada por muchos musulmanes como otra forma de imperialismo occidental. Akhtar pregunta ¿cuál es entonces la verdadera razón del realmente espontáneo escándalo universal por parte de los occidentales (liberal) —con respecto a la reacción musulmana hacia el libro de Rushdie—? Me parece a mí que la respuesta musulmán reta al imperialismo cultural implícito en el punto de vista occidental. ¿Por qué tiene Occidente que decidir sobre la modalidad mental y moral del resto del mundo civilizado?».11 La respuesta a la pregunta de Akhtar es precisamente la que él espera: no debería. Las razones que dictan sobre nosotros son lo único que debería decidir sobre ello. La conexión entre el insulto y la seriedad es una pretensión casual, y es simplemente falsa. No existen buenas razones para querer una sociedad que alienta tal sentimiento hacia el insulto. Déjenme ahora regresar a preguntas que hice hace un tiempo. La libertad de expresión no es absoluta. El valor que ésta protege debe ser evaluado en comparación al daño que el ejercicio de la misma pudiera causar. ¿Tiene más peso el indudable dolor que el libro de Rushdie causó a los musulmanes británicos que los valores que se arriesgaban si éste se publicaba? No, por dos razones. Primero, yo dudo que la angustia y el disgusto, por genuino y agudo como lo son generalmente, lleguen a sumar tanto moralmente como pudiese nuestra capacidad de pensar seriamente sobre 11
S. Akhtar, ob. cit., p. 131.
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cómo es nuestra vida humana. Y segundo, la angustia y el disgusto son hasta cierto punto, muchas veces en buena medida, producto de lo que nuestra sociedad reconoce y alienta. Las reacciones intensas de los fundamentalistas religiosos, por las razones que acabo de dar, son más bien desalentadas. ¿Ha debido el gobierno británico forzar la retirada de esta publicación del mercado o prohibir la edición de bolsillo? No podía, de acuerdo a la manera como lo establece la actual ley. ¿Debería cambiar la ley?, ¿o ha debido el editor de manera voluntaria parar las publicaciones? No, por razones similares. Lo que una sociedad hace no sólo tiene efectos sobre las actitudes sino también sobre las acciones. El haber retirado el libro o el no haber publicado una edición de bolsillo hubiese significado una sumisión a la amenaza. Es del decir común que el rendirse ante amenazas da pie a más amenazas, cosa que me parece cierta (aunque usualmente no toda la historia es causal). En los Estados Unidos, y quizás por causa de su particularmente fuerte tradición de respetar la libertad de expresión, los musulmanes abandonaron rápidamente la campaña que buscaba retirar el libro de Rushdie, y la edición de bolsillo apareció sin mucho escándalo. En Francia, con su población grande de musulmanes, el gobierno hizo circular avisos severos en contra de protestas ilegales, y el país permaneció más tranquilo que Gran Bretaña. No hay duda de que Dervla Murphy está en lo correcto al decir que tomará mucho tiempo para que este sentimiento extremo hacia el insulto disminuya, pero también puede ser que los musulmanes en los Estados Unidos y en Francia no sólo se han alborotado y han quemado menos libros, pero también han sufrido menos. Los daños que no se notan, que no se hablan, duelen menos. ¿Pero merece cualquier libro aunque sea una sola vida? Lo que yo acabo de proponer puede que sea la línea correcta que el gobierno británico debería adoptar, donde el problema es sólo angustia y disgusto. La mayor pérdida de vidas tuvo lugar en el subcontinente indio. Un autor tiene alguna responsabilidad moral para con las consecuencias previsibles de sus actos en cualquier lugar. ¿Hubiese Rushdie publicado el libro si hubiese sabido que causaría alrededor de veinte muertes?, ¿ha debido publicar si hubiese sabido que estas muertes iban a ser no demasiado improba-
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bles o al menos había una posibilidad de que lo fuesen?, ¿y si los muertos fueron observadores inocentes? A mí me parece difícil que un simple disgusto o angustia tenga más peso que la manera en que nosotros pensamos acerca de lo que constituye una buena vida. Pero una vida humana es algo de muchísimo más peso. Y nuestra seria manera de pensar en lo que hace a una vida buena puede ser conducida de muchas maneras distintas, y más o menos circunspectamente. ¿No debería un autor, que probablemente puede encender este inflamable sentimiento de insulto, tanto como éste dure, escribir con cautela? Por supuesto que sí. ¿Más circunspectamente que la manera en que Rushdie lo hizo? Ciertamente, sí. Mi conclusión de hace un momento, como dije, se aplica sólo a Gran Bretaña. Y esto demuestra cómo las practicidades pueden llevar a distintas formas de la libertad de expresión en sociedades diferentes. Gran Bretaña se puede exponer a fuertes tormentas sociales sin perder una sola vida. Eso no significa que todos los países lo pueden hacer. El artículo penal 295a de la India dice: Cualquier persona que deliberadamente o con intenciones maliciosas de escandalizar los sentimientos religiosos de algún ciudadano de la India de cualquier clase social, de manera hablada o escrita, [...] o de otra manera, a través de insultos o intentos de insultar a la religión o las creencias religiosas de dicha clase social, deberá ser castigado con encarcelamiento [...] o con una multa, [...] o con ambos.
Quizás una ley como ésta sea necesaria en un país como la India, dividida entre dos religiones por una historia de conflictos sangrientos. Libertades importantes llevan más peso que la angustia y el disgusto, pero no siempre llevan más peso que la muerte. Déjenme colocar otra vez el asunto de Rushdie a un lado por un momento y volver a la teoría. Dese cuenta de la manera en que hemos ido resolviendo estos conflictos. Tenemos ya una cierta comprensión de la importancia que la libertad de expresión generalmente tiene en nuestras vidas, que viene desde nuestro funcionamiento como sujetos autónomos. Algunos aspectos de esta libertad son más centrales que otros dentro de nuestra autonomía, así que cualquiera de nuestros estimados de cuán importante sea algún ejercicio particular de esta libertad proviene de la misma
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fuente. Por lo general la pérdida de una vida tiene más peso que la libertad de expresión. Eso no significa que la libertad no es nunca merecedora de una vida. Algunas veces las libertades propias valen una pelea. Yo no he otorgado un algoritmo para balancear las vidas contra las libertades; no existe alguno. Pero mi explicación sí nos suple con el marco para nuestra deliberación: uno debería estimar cuán seria es una amenaza en particular para nuestra posición como sujetos autónomos y cuántas vidas se podrían perder. Yo creo que sólo se podrían obtener resultados claros en situaciones extremas: por ejemplo, cuando la pérdida de una libertad es mayor —digamos, el que nos nieguen efectivamente nuestra condición de seres humanos— y la pérdida de la vida es menor. El caso de Rushdie me parece que está en el otro extremo: la pérdida del derecho involucrado en la modificación de lo que él escribió acerca de Mahoma es poco atendible, y la pérdida de una vida, considerable. Está la posibilidad de que muchos casos existan entre estos dos extremos, en donde no obtendremos ningún resultado claro. Pero en Gran Bretaña el problema no era el balanceo de vidas y libertades. Los musulmanes en Gran Bretaña estaban meramente disgustados y angustiados. Una inconmensurabilidad aparece cuando angustias y disgustos se balancean contra libertades. Y si resulta que tales disgustos y angustias son agudos, como parece ser en el caso de Rushdie, ciertas practicidades toman un lugar. Un efecto de las restricciones es el de alentar o desalentar la fuerza de tales sentimientos, del tipo que los ciudadanos de un país buscan desarrollar. Y Gran Bretaña, con su gran número de pobladores musulmanes, debería estar trabajando en la reducción de este sentimiento extremo hacia el insulto.
EL PRÓXIMO MOVIMIENTO: ¿GENERALMENTE ÉTICO? ¿Qué conclusiones deberíamos trazar? La discusión en este ensayo ha sido mayormente desarrollada en el orden intuitivo; ha apelado a aquello que la mayoría de nosotros encuentra sensato decir. Aun así, lo que nosotros vemos como sensato, sin duda importante, no es la última palabra. Deberíamos estar preparados para arreglarlo si de alguna manera alguien lo retara fuertemente. De hecho, la fi-
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losofía no está corta de retos con respecto a lo que nosotros tenemos que decir de manera sensata acerca del conflicto entre derechos. Robert Nozick piensa que mientras menos establezcamos límites incruzables, tanto mejor, quizás para obviar el tener que decir «horror moral catastrófico». En contraste a una posición casi absolutista como lo es la de Nozick, yo digo frecuentemente que los derechos —la libertad, por ejemplo— entrarán en intercambio con otros valores. Las libertades no son todas iguales; su importancia varía de acuerdo a la centralidad que la misma ocupe dentro de nuestra personalidad. Si la libertad tiene alguna clase de dominio, es nada más porque prueba, en la mayoría de los contextos, ser una contrincante de mayor peso. Usualmente, mas no de manera universal, tiene más peso que otros valores. Bueno, ¿qué tan resistentes son los derechos a negociaciones? No podemos esperar contestar esa pregunta —no podemos tampoco esperar justificar una explicación particular de los derechos— sin entender más de aquello que está a nuestro alcance acerca de dónde provienen las normas morales generales, sino también cómo obtienen su contenido determinante y cómo podemos resolver un conflicto entre éstas. No podemos entender los derechos si no entendemos de manera general las normas morales. En este ensayo yo sólo he dado un comienzo a la manera en que nosotros deberíamos resolver conflictos. Si vamos a desarrollar la esperanza de llegar más lejos, nosotros debemos comenzar hablando acerca del asunto de las normas éticas generales.
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UBICANDO AL UTILITARISMO EN EL MAPA
MARTIN FARRELL Universidad de Buenos Aires (Argentina)
COMO SU TÍTULO procura hacer explícito, este es un trabajo de geografía ética: mi propósito consiste en emplear distintas clasificaciones de las doctrinas éticas para ubicar topográficamente al utilitarismo dentro del mapa de la filosofía moral, y creo que para lograr una ubicación satisfactoria deben emplearse todas las clasificaciones que luego enumeraré (las cuales —me anticipo a aclarar— no considero que agoten la lista de clasificaciones posibles). Podría haber intentado la misma tarea mediante el recurso de emplear definiciones, pero creo que se logra mayor claridad recurriendo a la técnica clasificatoria. De todos modos, al final de cada apartado, mostraré los resultados a los que hubiera arribado de haber empleado el recurso definitorio. No pretendo lograr entonces, como puede verse, ningún avance sustantivo con relación a la teoría utilitarista, sino conseguir una ubicación más precisa de ella, vis à vis las restantes doctrinas morales.
LA PRIMERA CLASIFICACIÓN: LAS TEORÍAS Y LAS INTUICIONES Una manera posible de identificar las distintas metodologías que se emplean en filosofía moral consiste en emplear una triple dis-
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tinción, que examina la relación que existe entre la teoría ética, por una parte, y las intuiciones éticas,1 por la otra. a.
En el primer caso, el filósofo comienza con una teoría, y considera a ésta como lógicamente prioritaria frente a los casos específicos: cualquier implicación de la teoría debe considerarse aceptable desde el punto de vista moral. En estas circunstancias la teoría derrota siempre a las intuiciones contrarias a ella; si las intuiciones entran en conflicto con la teoría, tanto peor para las intuiciones: ellas deben modificarse.
b.
En el segundo caso, el filósofo también puede comenzar con una teoría, pero ahora ya no está comprometido tan firmemente con ella. Puede examinar sus implicaciones respecto a ciertos casos concretos, por ejemplo, y —en algunas ocasiones— puede aceptar que las intuiciones obligan a modificar ciertos rasgos de la teoría. En estas circunstancias, ya no es una consecuencia necesaria del conflicto de la intuición con la teoría el que aquélla deba ser modificada.
c.
En el tercer caso, a diferencia de los dos anteriores, el filósofo comienza entendiéndose directamente con los casos, más que comprometiéndose con una teoría. El propósito del filósofo consiste aquí en descubrir las razones para responder de un modo determinado a casos determinados y —si resulta posible— obtener de estos datos algunos principios más generales. En estas circunstancias, obviamente, no puede haber un conflicto entre las intuiciones y la teoría: ésta es sólo una generalización de aquéllas.2
El utilitarismo —desde luego— es un ejemplo claro del primer caso, donde las intuiciones se subordinan a la teoría. Si matar 1
Me refiero, claro está, a las intuiciones éticas referidas a actos particulares. Porque, en cierto sentido, todas las teorías éticas, incluyendo al utilitarismo, están sostenidas por una intuición. 2 Esta clasificación se debe a F. Kamm, Morality, Mortality, vol. II, Oxford University Press, 1996, pp. 8-9.
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a un individuo evita la muerte de cinco individuos, y esto produce una mayor felicidad general, mis eventuales intuiciones acerca de la incorrección del homicidio quedan inmediatamente desplazadas. Un ejemplo, también claro, del segundo caso lo constituye el equilibrio reflexivo rawlsiano, donde oscilamos entre nuestras intuiciones y nuestros principios, viajando de unas a otros, justificando a veces nuestras intuiciones recurriendo a los principios y procediendo otras veces exactamente a la inversa. Si nos limitamos a las intuiciones y a los principios habremos alcanzado un equilibrio reflexivo estrecho; si buscamos en cambio alguna razón adicional para justificar nuestra aceptación de los principios mismos, y apelamos a la evidencia más amplia y al escrutinio más crítico que esté a nuestra disposición, estaremos recurriendo a un equilibrio reflexivo amplio.3 Si mis intuiciones me dicen que hay algo incorrecto en el homicidio, incluso si con él se evita la muerte de cinco personas, éste es un motivo para reexaminar el principio general que me ordena (o me permite) matar, aunque este nuevo examen no garantiza que el principio general será modificado. Un ejemplo del tercer caso es el de Kamm, quien examina casos hipotéticos y busca juicios acerca de lo que puede o no hacerse en ellos.4 Si mis intuiciones me dicen que hay algo incorrecto en el homicidio, incluso si con él se evita la muerte de cinco personas, no hay nada más que discutir: no debo matar. Lo único que quedaría por hacer sería tratar de sistematizar algunas de nuestras intuiciones, para ver si ellas pueden agruparse bajo algún principio, tal como el principio del daño permisible propuesto por la propia Kamm.5 Si bien Kamm es el ejemplo más preciso de este tercer caso, creo que también Bernard Williams acepta un método similar cuando sostiene —por ejemplo— que es un error pensar que para adop-
Cfr. N. Daniels, Justice and Justification, Reflective Equilibrium in Theory and Practice, Cambridge University Press, 1996, pp. 1-2. 3
4
F. Kamm, ob. cit., p. 10.
5
Ibídem, pp. 179 y ss.
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tar un punto de vista crítico de nuestras creencias éticas debemos sistematizarlas de un modo teórico.6 Dije al comienzo que para lograr una ubicación adecuada del utilitarismo dentro del mapa ético debía emplearse más de una clasificación, y el lector ya habrá advertido el por qué de este aserto. La clasificación que acabo de mostrar es útil, por cierto, pero sólo ayuda a distinguir al utilitarismo respecto a otros dos tipos de doctrinas éticas: el equilibrio reflexivo rawlsiano y el intuicionismo metodológico fuerte. No dice nada, en cambio, respecto a muchas otras doctrinas éticas que quisiéramos separar también del utilitarismo, por lo que es el momento de pasar a otra clasificación. Pero antes quiero mostrar —como anuncié al comienzo— qué hubiera ocurrido en este apartado si, en lugar de emplear la técnica de utilizar clasificaciones hubiera empleado la de utilizar características definitorias. En este caso la definición del utilitarismo correspondiente a este apartado diría que es una de las teorías éticas en la que las intuiciones referidas a actos particulares se subordinan a la teoría.
LA SEGUNDA CLASIFICACIÓN: LO BUENO Y LO CORRECTO Una segunda clasificación posible explora las diferencias que existen en las teorías éticas respecto a la relación entre lo bueno y lo correcto; ella es, a mi juicio, la manera más adecuada (aunque no la única, como veremos) de distinguir el consecuencialismo del deontologismo en filosofía moral, aunque —por supuesto— requiere precisiones adicionales para identificar al utilitarismo dentro de las posibles variedades del consecuencialismo. La distinción funciona así: por una parte, el consecuencialismo es una teoría moral en la cual lo bueno se define de manera independiente de lo correcto, y lo correcto consiste —sencillamente— en maximizar lo bueno. En cambio, el deontologismo es
B. Williams, «What does intuitionism imply?», en Making Sense of Humanity, Cambridge University Press, 1995, p. 183. 6
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una teoría moral en la cual lo correcto tiene prioridad sobre lo bueno. Si la felicidad es lo bueno para un consecuencialista, por ejemplo, lo correcto es maximizar la felicidad; si la felicidad se maximiza matando a un individuo para prevenir la muerte de cinco, lo correcto es matar a ese individuo. El deontologista, en cambio, diría que el procedimiento por el cual se arriba al resultado tiene prioridad sobre el resultado mismo. No cuestiona que la felicidad sea buena, pero cree que no cualquier medio de maximizar la felicidad es correcto; por ello, puede considerar incorrecto que se mate a un individuo, aunque sea para prevenir la ocurrencia de cinco muertes. Si bien he dicho que ésta es la manera más adecuada de separar las teorías deontológicas de las consecuencialistas, hay también otras formas de hacerlo, y quiero referirme al menos a tres de ellas. La primera apela a las diferencias entre razones agencialmente neutrales y razones agencialmente relativas. Una razón agencialmente neutral nos dice —por ejemplo— que debemos buscar imparcialmente la felicidad general; la neutralidad agencial, en este caso, consiste en la consideración imparcial de la felicidad de todos los individuos. Las razones agencialmente relativas presentan a su vez dos variantes: las razones de autonomía y las deontológicas, pero para mi propósito necesito aquí ocuparme sólo de estas últimas. Las razones deontológicas son restricciones respecto al accionar de los individuos, restricciones respecto a lo que podemos legítimamente hacer a otras personas para lograr un cierto fin. En el supuesto de que exista una restricción deontológica absoluta acerca de no causar daño a un inocente, no puedo hacerlo, por lo que no estoy autorizado a matar a una persona ni siquiera para salvar a cinco.7 Las teorías consecuencialistas —obviamente— no aceptan razones deontológicas; algunas de ellas, como es el caso del utilitarismo, sólo aceptan razones agencialmente neutrales.
7 Cfr. D. Parfit, Reasons and Persons, Clarendon Press, Oxford, 1984; T. Nagel, The View from Nowhere, Oxford University Press, 1986; y M. Farrell, «Neutralidad y relatividad agencial», Telos, vol. II, nº 1.
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La segunda manera de lograr distinguir las teorías deontológicas de las consecuencialistas recurre al aspecto temporal: ¿cuál es la importancia que reviste el pasado para evaluar las acciones presentes y futuras? Las teorías consecuencialistas piensan que el pasado es realmente pasado: lo que cuenta es el presente y el futuro. Para las teorías deontologistas, en cambio, podría juzgarse a una acción como incorrecta incluso si ella no tuviera ningún impacto en el futuro. Aunque no podemos afectar el pasado, el pasado afecta nuestra evaluación de las acciones que hoy están disponibles.8 Finalmente, la tercera manera de distinguir entre ambas teorías consiste en resaltar dos diferencias: a. la que existe entre hacer algo y permitir que ese algo suceda, y b. la que existe entre causar algo de manera directa y causarlo de manera mediata, con algún intermediario en la cadena causal. Mientras un deontologista sólo asigna relevancia moral a las conductas que consisten en un hacer, y —a la vez— en un hacer directo, el consecuencialista no presta atención a estas distinciones.9 La segunda clasificación que ha sido tema de esta sección permite ahora distinguir al utilitarismo, como teoría consecuencialista, de las teorías deontológicas. Pero tampoco es una clasificación completa, como advertí anteriormente, porque no permite distinguir entre el utilitarismo y otras teorías que son también consecuencialistas. Para lograr ese propósito es necesario continuar incorporando nuevas clasificaciones. Antes, sin embargo, e igual que hice en el apartado anterior, mostraré lo que hubiera ocurrido de haber empleado la técnica definitoria en lugar de la clasificatoria. Con una técnica definitoria, el utilitarismo sería aquí una teoría ética consecuencialista en la que lo correcto depende de lo bueno, y consiste sólo en maximizar lo bueno.
8 Cfr. P. Dasgupta, An Inquiry into Well-Being and Destitution, Clarendon Press, Oxford, 1993, p. 31. 9
Cfr. J. Bennett, The Act Itself, Clarendon Press, Oxford, 1995, pp. 45 y 193.
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LA TERCERA CLASIFICACIÓN: EL MONISMO Y EL PLURALISMO Las teorías éticas pueden postular la existencia de un solo valor o la de varios. El utilitarismo (al menos en su versión clásica) es una teoría ética monista, que postula a la felicidad como el único valor. Las teorías pluralistas enfrentan la dificultad de la eventual inconmensurabilidad o incomparabilidad de los valores. Dos valores son inconmensurables si no puede establecerse una relación de cardinalidad entre ambos y son incomparables si no puede establecerse una relación de ordinalidad entre ambos. Como se advierte de inmediato, el requisito de la cardinalidad es más fuerte que el de la ordinalidad, por lo que si dos valores son incomparables son —a fortiori— inconmensurables. Una teoría monista no padece estas dificultades puesto que reduce todos los conflictos morales a un solo valor: en el caso del utilitarismo ese valor es la felicidad. (Esto no significa que yo soslaye las dificultades que enfrenta una teoría monista respecto a las comparaciones interpersonales de felicidad, e incluso respecto a las comparaciones intrapersonales de felicidad.) Pero, como acabo de decir, el monismo sólo es propio de la versión clásica del utilitarismo. La teoría de la utilidad promedio, en cambio, se preocupa no sólo por la felicidad sino también por la forma como la felicidad se distribuye. En este caso hay dos valores en juego: uno es la felicidad, y el otro la igualdad o la equidad.10 El utilitarismo clásico, entonces, es una teoría bienestarista de tipo monista: el bienestar se identifica con la felicidad. Este rasgo permite distinguirlo de otras teorías bienestaristas de tipo pluralista, como la de Finnis, por ejemplo. Finnis se pregunta cuáles son los aspectos básicos del bienestar, y los reduce a siete valores básicos: a. la vida; b. el conocimiento; c. el actuar, esto es, el comprometerse en ciertas actuaciones que no tienen significado más allá de la actuación misma; d. la experiencia estética; e. la sociabilidad y la amistad; f. la razonabilidad práctica, esto es, el 10 Cfr. M. Farrell, Métodos de la ética, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1994, pp. 234-235.
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ser capaz de emplear efectivamente nuestra inteligencia respecto a los problemas que afectan nuestras acciones y tipo de vida y g. la religión. Él rechaza explícitamente todo intento de reducir estos siete valores básicos a cualquier forma de experiencia (como el placer) o conjunto de experiencias (como la felicidad).11 Aunque no constituye el tema específico de este trabajo, no puedo dejar de señalar marginalmente que Finnis identifica a la felicidad con un estado mental y critica este enfoque empleando el conocido argumento de la máquina de Nozick. Su crítica estaría mal dirigida —en cambio— si hubiera entendido a la felicidad como la satisfacción de las preferencias, que es la versión contemporánea más usual del utilitarismo. El propósito de la tercera clasificación, pues, es la de permitir la distinción entre un bienestarismo monista y uno pluralista en materia de valores. Utilizando la técnica definitoria, el utilitarismo clásico sería una teoría ética consecuencialista y monista.
LA CUARTA CLASIFICACIÓN: LA FELICIDAD GENERAL Y OTRAS ESPECIES
Consideraré ahora al consecuencialismo como género y buscaré las diferencias que caracterizan al utilitarismo, como especie dentro de este género. Como hemos visto, en el consecuencialismo lo bueno tiene prioridad sobre lo correcto, y lo correcto es todo aquello que maximiza lo bueno. Ahora bien: si esto es una característica de todas las teorías consecuencialistas, lo que distingue unas de otras es lo que ellas postulan como lo bueno. Sobre la base de este rasgo podemos separar al utilitarismo de las otras variedades del consecuencialismo. Sin pretender de ningún modo ser exhaustivo, voy a distinguir cuatro bienes posibles por maximizar, los que permiten distinguir —a su vez— cuatro variedades distintas de teorías conse11 J. Bentham, An Introduction to the Principles of Morals and Legislation, Basil Blackwell, Oxford, 1967, p. 126.
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cuencialistas. Estos bienes son: a. la felicidad general; b. la felicidad individual; c. la autonomía y d. la perfección del individuo. El utilitarismo, desde luego, ejemplifica la variedad «a». Jeremy Bentham enuncia el principio de utilidad como aquel que aprueba o desaprueba toda acción de acuerdo a su tendencia a aumentar o disminuir la felicidad. Sin embargo, no estaba pensando sólo en la felicidad del individuo, sino en la felicidad de la comunidad.12 La formulación de John Stuart Mill es muy similar: las acciones son correctas en la medida en que tienden a promover la felicidad, e incorrectas en la medida en que tienden a producir el reverso de la felicidad.13 El egoísmo ético ejemplifica la variedad «b». De un modo inexplicable el egoísmo ético ha sido usualmente descuidado en la filosofía moral, con excepción de la obra de Sidgwick. En The Methods of Ethics Sidgwick caracteriza al egoísmo como un sistema que prescribe aquellas acciones que sean medios para el fin de la felicidad o placer del individuo.14 No sólo Sidgwick tomó al egoísmo en serio como teoría ética sino que confesó que no podía probar la superioridad del utilitarismo respecto a aquél, lo que lo llevó a postular el dualismo de la razón práctica y a buscar la reconciliación de ambos métodos, esto es, a lograr una coincidencia entre el egoísmo y el utilitarismo a través de la virtud de la simpatía.15 Si bien acepta la existencia de razones agencialmente relativas, el egoísmo ético es una teoría consecuencialista: juzga las acciones de acuerdo a las buenas o malas consecuencias que produzcan en el agente;16 es el bien por maximizar lo que lo diferencia del utilitarismo. La variedad «c», esto es, un consecuencialismo maximizador de la autonomía, no es difícil de encontrar. Como los filósofos de raíz kantiana —entre otros— han advertido, la palabra «autonomía» no tiene un significado unívoco y significa cosas diferentes 12
Ídem.
13
J. S. Mill, Utilitarianism, The Bobbs-Merrill Company, Indianápolis, 1971, p. 18.
14
H. Sidgwick, The Methods of Ethics, MacMillan and Co., Londres, 1962, p. 89.
15
Ibídem, pp. 500 y 502.
16
Cfr. M. Farrell, Métodos de la ética, ob. cit., p. 72.
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para personas diferentes; las relaciones entre los diferentes sentidos de «autonomía», por otra parte, son realmente complejas.17 Para no incrementar esta confusión voy a aclarar el sentido en el cual empleo el vocablo en cuestión: es el de manejar nuestros propios asuntos sin estar sujetos a la voluntad de otros. Una persona es autónoma cuando sus creencias, valores, propósitos, o decisiones, le son propios.18 ¿Quién ha buscado la maximización de este ideal? Aquel autor que dijo, por ejemplo, que se requiere una protección para los individuos, no sólo contra la tiranía del magistrado sino contra la de la opinión y sentimiento públicos; contra la tendencia de la sociedad de imponer sus propias ideas y prácticas como reglas de conducta sobre los disidentes, constriñendo el desarrollo e impidiendo la formación de cualquier individualidad que no esté en armonía con ellas. Son las bien conocidas palabras de John Stuart Mill en On Liberty, desde luego.19 Es interesante mostrar que a lo largo de su producción filosófica Mill logró convertirse, a la vez, en un destacado representante de la variedad «a» del consecuencialismo, al escribir Utilitarianism, y en un destacado representante de la variedad «c» del consecuencialismo, al escribir On Liberty. Aunque no voy a discutirla aquí, esta afirmación muestra que no considero en absoluto a On Liberty como un libro utilitarista. La variedad «d» es algo más complicada pero tampoco carece de representantes; la complicación, por otra parte, proviene de las peculiaridades que rodean al bien por maximizar. Un perfeccionismo consecuencialista, que aplicara sólo razones agencialmente neutrales, nos ordenaría el preocuparnos 17 Cfr. T. Hill (h), Autonomy and Self-Respect, Cambridge University Press, 1991, p. 44. 18 Este es el sentido que le otorga L. Sumner en Welfare, Happiness & Ethics, Clarendon Press, Oxford, 1996, p. 167. 19 J. S. Mill, «On Liberty», en Three Essays, Oxford University Press, 1975, p. 9. El liberalismo milliano —que es consecuencialista— debe contrastarse con otro liberalismo de la autonomía —el liberalismo kantiano— que es de tipo deontológico. Cfr. M. Sandel, Liberalism and the Limits of Justice, Cambridge University Press, 1982, p. 1.
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igualmente acerca de la perfección de todos los seres humanos; nuestra última meta moral sería el mayor desarrollo posible de la naturaleza humana por parte de todos los seres humanos. Sería también un perfeccionismo maximizador, que ordenaría a cada ser humano el alcanzar la máxima perfección posible; una preocupación por el desarrollo humano se adapta naturalmente a un enfoque maximizador. Hay que distinguir, sin embargo, el rasgo consecuencialista y el rasgo maximizador en la estructura perfeccionista, puesto que podría existir un perfeccionismo no consecuencialista que sostuviera sólo que los agentes deberían maximizar la perfección. El perfeccionismo consecuencialista sostiene algo más: sostiene que la perfección debe ser maximizada porque es buena. El consecuencialismo perfeccionista nos dice que deseemos primero aquel estado de cosas en el cual la naturaleza humana se desarrolla, y luego nos ordena que promovamos ese estado de cosas.20 La cuarta clasificación, que nos ha ocupado en esta sección, permite ahora distinguir al utilitarismo de otros tres consecuencialismos posibles: el egoísmo, el consecuencialismo de la autonomía y el perfeccionismo. Pero la tarea aún no está completa y falta introducir otra clasificación que nos permita una ubicación del utilitarismo todavía más precisa. Previamente, y como lo he hecho en los apartados anteriores, quiero mostrar que, de acuerdo a la técnica definitoria, el utilitarismo resultaría ahora una teoría ética consecuencialista que postula a la felicidad general como el único bien por maximizar.
20
Para el análisis anterior de la estructura perfeccionista, ver T. Hurka, Perfectionism, Oxford University Press, 1993, pp. 55-59. He dicho antes que no pretendía ser exhaustivo al clasificar las diversas variantes del consecuencialismo. Veamos un solo ejemplo adicional que muestra que puede haber una gran variedad de bienes por maximizar: Pettit se propone diseñar un republicanismo consecuencialista, donde se maximice como bien la no-dominación. Cfr. P. Pettit, Republicanism, Clarendon Press, Oxford, 1997, pp. 97-102.
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LA QUINTA CLASIFICACIÓN: EL BIENESTARISMO COMO GÉNERO Hasta aquí las clasificaciones anteriores han permitido mostrar que el utilitarismo es una teoría ética consecuencialista y monista, que postula como bien a la felicidad general. Hay un rasgo adicional, sin embargo, que me gustaría incorporar aunque sea de manera marginal, y es el que distingue al utilitarismo clásico de otras variedades utilitaristas: es el rasgo del agregacionismo. Al mismo tiempo, esta clasificación permite separar al utilitarismo de otras éticas consecuencialistas, tales como algunas muestras de la ética de la virtud. Para formular esta última clasificación voy a variar de posición con relación a la clasificación anterior. Aquí el bienestarismo será el género, y le agregaré dos diferencias posibles: a. el consecuencialismo (que pasa —como se ve— de ser género a convertirse en diferencia), y b. el agregacionismo.21 Como hemos visto, «bienestarismo» no es sinónimo de «felicidad», puesto que hay teorías que sostienen que el bienestar se alcanza mediante la interacción de una pluralidad de valores. El utilitarismo es bienestarista, pero no es el único bienestarismo posible. El rasgo «a» es el que nos permite distinguir al utilitarismo de un bienestarismo que ejemplifique —por caso— la ética de la virtud. Aristóteles es el ejemplo obligado de este tipo de teoría. En la Ética a Nicómaco Aristóteles se pregunta acerca de la naturaleza del bien supremo. Reconoce que existe un determinado número de fines, pero que muchos de ellos no pretendemos alcanzarlos por sí mismos sino en vista de otros fines; no todos los fines, entonces, son fines perfectos, por lo que no cualquier fin puede ser el bien supremo. El candidato elegido por Aristóteles es la felicidad: la buscamos siempre por sí misma y nunca por otra razón ajena a ella. Los honores, el placer y el pensamiento, no nos bastan por sí mismos sino que los buscamos de cara a la felicidad; pero nadie desea la felicidad por nada que sea exterior a ella misma.
21
Ver esta clasificación en Sumner, ob. cit., pp. 3, 185-186, 199-200 y 217-222.
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Aristóteles es un bienestarista, sin duda, pero lo diferencia claramente del utilitarismo la circunstancia de que él no sigue una estrategia consecuencialista sino que se inclina por adoptar una ética de la virtud. Lo peculiar del hombre, para Aristóteles, es un género de vida, que es la actividad del alma acompañada de acciones razonables; en el hombre perfecto todo se realiza según el bien, y cada uno de los actos se realiza perfectamente, según su virtud peculiar. En estas condiciones, el bien propio del hombre es la actividad del alma en conformidad con la virtud, y —si las virtudes son numerosas— según la que sea mejor y más perfecta.22 Por cierto que Mill no sólo no era hostil a la idea de la virtud sino que —al contrario— estaba particularmente interesado en ella.23 Así, escribió en Utilitarianism24 que la virtud, de acuerdo a la doctrina utilitarista, no es —natural y originariamente— parte del fin, pero es capaz de convertirse en tal; y en aquellos que la viven desinteresadamente se ha convertido en tal, y no sólo es deseada como un medio para la felicidad sino como parte de la felicidad. Sin embargo, no creo que puedan ocultarse ni por un instante las diferencias que existen entre el utilitarismo y la ética de la virtud, que es lo que esta clasificación intenta precisamente mostrar, por lo que voy a señalar tres de ellas:25 a.
El utilitarismo evalúa de acuerdo a un criterio que otorga un peso igual a cada individuo; es simétrico respecto a la división entre el yo y el otro, pero en sensu diviso. La ética de la virtud es también simétrica en este aspecto, pero en sensu composito.
22 Aristóteles, «Ética Nicomaquea», Libro I, cap. 7, en Obras, Aguilar, Madrid, 1964. 23 Cfr. D.Dryer, «Mill’s Utilitarianism», en J. S. Mill, Essays on Ethics, Religion and Society, University of Toronto Press, Routledge and Kegan Paul, 1969, p. XCIII. 24
J. S. Mill, Utilitarianism, ob. cit., p. 38.
Cfr. para este examen M. Slote, From Morality to Virtue, Oxford University Press, 1992, pp. 229-232 y 237. 25
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b.
Para el utilitarismo es posible comparar vidas y personas diferentes, y diferentes vidas posibles para una misma persona, a través del principio de que lo que resulta más admirable es el efecto sobre la felicidad humana. Por contraste, para la ética de la virtud la mayor o menor admirabilidad de las distintas vidas o personas descansa en consideraciones que no pueden unificarse fácilmente.
c.
El utilitarismo permite que, al efectuarse la evaluación, el individuo sea absorbido por la humanidad, mientras que la ética de la virtud —aunque se preocupa por la humanidad en general— acepta y alienta formas de excelencia más individualistas.
La primera de las diferencias que he introducido al comienzo de esta sección —el consecuencialismo— diferencia al utilitarismo de la ética de la virtud. La segunda —el agregacionismo— se refiere al punto de vista según el cual el bien general consiste sólo en la suma total de los bienes individuales, sin agregarle ninguna preocupación distributiva. No sirve para distinguir al utilitarismo de otras teorías éticas pero sí —como dije antes— para distinguir entre variantes de la propia teoría utilitarista, esto es, entre el utilitarismo clásico y la teoría de la utilidad promedio. Utilizando nuevamente la técnica de la definición el utilitarismo clásico sería una teoría ética consecuencialista, monista y agregacionista, que postula como bien la felicidad general.
CONCLUSIÓN Veamos una vez más —ahora con un sentido de totalidad— las diferencias que permiten establecer las clasificaciones anteriores. El utilitarismo es una teoría que tiene prioridad respecto a nuestras intuiciones morales. No tiene sentido intentar la refutación del utilitarismo mostrando que algunas de nuestras intuiciones éticas de oponen a la teoría utilitarista; lo que la teoría se propone —precisamente— es modificar aquellas intuiciones morales
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que no se ajustan a sus exigencias. Si las intuiciones no son utilitaristas, entonces, tanto peor para ellas. El utilitarismo se preocupa por la consecución de lo bueno; lo correcto es sólo aquello que conduce a lo bueno. No tiene sentido intentar la refutación del utilitarismo aduciendo que algunas acciones que maximizan lo bueno son incorrectas: no hay manera de considerar a una acción como correcta o incorrecta con independencia de la forma en la que ella contribuye a la maximización de lo bueno. Al menos sin duda en su versión clásica, el utilitarismo es una teoría ética monista, que postula a la felicidad como único valor. No tiene sentido plantear dilemas morales dentro de la teoría utilitarista recurriendo a las nociones de incomparabilidad o inconmensurabilidad de los valores: todos los conflictos morales se evalúan reduciéndolos a una moneda común, que es la felicidad. El utilitarismo propone como «lo bueno» la maximización de la felicidad general; este rasgo lo diferencia de otras teorías que también son, al mismo tiempo, consecuencialistas y maximizadoras. Pero el rasgo consecuencialista, a su vez, es el que permite diferenciar al utilitarismo de otras teorías bienestaristas, como la ética aristotélica. Como puede verse, para poder capturar de un modo completo los rasgos de la teoría utilitarista es necesario emplear todas las clasificaciones que he mencionado, tal como lo anticipara al comienzo. Solamente de esta manera se cumple de manera adecuada con la tarea de ubicar al utilitarismo en el mapa.26
26
Las sugerencias de Iñaki Zuberbuhler mejoraron decisivamente este trabajo.
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PENSAR Y ACTUAR
PENSAR Y ACTUAR SOBRE LA REALIZABILIDAD DE LOS SISTEMAS ÉTICOS
ROQUE CARRIÓN Universidad de Carabobo (Venezuela)
I 1. No parece extraño afirmar que estamos dispuestos a sostener, prima facie, que nuestras acciones guardan coherencia y consistencia con los principios que la fundamentan y justifican. Así, por ejemplo, Nozick señala que ... podría decirse que aunque los principios morales correctos son verdaderos —en el sentido de que deben ser secundados—, el único modo de realizarlos, es decir de ser verdaderos en nuestra conducta real, es tratar de secundarlos, de actuar de acuerdo con ellos.1
Sin embargo, es frecuente escuchar la queja por el fracaso en el intento de realizar un programa de acción —un programa de vida— que mantenga incólume esta coherencia entre pensar y actuar. En el nivel de un programa de vida individual, la infelicidad que produce el fracaso en la realización de sus objetivos es una constante que lleva a considerar como altamente problemático plantearse una vida coherente. En el nivel de la vida social y de las instituciones que la ordenan y orientan, a través, por ejemplo, de las políticas públicas, este fenómeno del fracaso en promover acciones humanas cohe1
R. Nozick, La naturaleza de la racionalidad, Paidós, Barcelona, 1995, p. 65.
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rentes y consistentes entre lo que prescriben los patrones normativos y su concreta y circunstanciada realización es ya un lugar común. Esta fracasada experiencia, tanto en el plano individual como social, nos impulsa a considerar que la relación exitosa entre pensar y actuar es sólo una regla que proyectamos amparados en una débil esperanza de su cumplimiento. Si los principios éticos que rigen la acción humana individual y social padecen de este consustancial defecto, cabe preguntarse cómo es posible secundar tales principios, actuar de conformidad con ellos. Un interesante intento de despejar esta incógnita es la tesis adelantada por Julia Barragán. En lo que sigue haré una sucinta presentación de esta tesis resaltando la estructura positiva de la misma, dejando de lado, en esta ocasión, al proceso dialéctico por medio del cual dicha tesis llega a constituirse. Seguidamente expondré algunos temas emparentados con algunas cuestiones problemáticas que suscita esta tesis. 2. La tesis de la «realizabilidad de los sistema éticos» —que en adelante la designaremos «tesis de la RSE», donde R corresponde a «realizabilidad»— propone que la estructura de los sistemas éticos debe estar basada en la coherencia del mismo, «la cual opera como garante de un importante criterio de corrección, y es a la vez el soporte sobre el cual puede erigirse la exigencia de universalización». Esta es una condición necesaria pero no suficiente. El otro soporte debe ser «la propiedad de la realización de dichos sistemas».2 Estos dos elementos básicos, coherencia (C) y realizabilidad (R), constituyen los fundamentos de los sistemas éticos. La «realizabilidad» se define, en esta perspectiva, como una propiedad empírica que permite apreciar el mayor o menor grado de eficacia del sistema ético en cuestión, y en el cual la eficacia se revierte para apoyar al sistema ético en el nivel de su justificación. Así, C y R admiten una variedad de grados. Ahora bien, la tesis de la RSE encuentra su justificación en una postura ética determina-
2 J. Barragán, «Sobre la fundamentación de los sistemas éticos», en Razón Práctica, nº 2, Centro Latinoamericano de Investigaciones Jurídicas y Sociales, Facultad de Derecho, Universidad de Carabobo, Valencia, 1997, p. 25.
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da: el utilitarismo contemporáneo. Tal perspectiva ética utilitarista permitiría un «mayor nivel de realizabilidad» orientada, «en el orden práctico», hacia la «efectiva concreción de rasgos fundamentales en la decisión colectiva».3 Tales rasgos fundamentales son: a. la «transparencia de los mecanismos utilizados»; b. la «responsabilidad del decisor por sus actos». Todo esto contribuye al «fortalecimiento de la estructura de fundamentación de las asignaciones deónticas y de las reglas de decisión utilizadas».4 La tesis fuerte de la RSE postula que, en la medida en que un sistema de «asignación deóntica» tiene como objetivo «regular comportamientos», éste debe ser realizable. En caso contrario, el sistema es impráctico y entonces no cumple con el «propósito ético fundamental que lo origina».5 Para esta tesis, «realizabilidad» es equivalente a «aplicabilidad». De aquí que la realizabilidad forma parte sustancial de la estructura de justificación de los sistemas éticos. En este sentido, no parece aventurado afirmar que la tesis de la RSE propone un fuerte giro a la concepción tradicional de los sistemas éticos basados en principios incondicionales. El contexto propio en el que se desarrolla la tesis de la RSE es el de las «decisiones públicas»; plano en el que se necesita «una orientación realizable para seleccionar cursos de acción que efectivamente deben seleccionar» los decisores.6 En este plano resulta imperioso pensar, como parte de la validez de la estructura de un sistema ético, en «incrementar la realizabilidad».7 Si se contrasta la tesis fuerte de la RSE con las tesis deontológicas, estas últimas aparecen siendo «incondicionales» y, por ello, provistas de una débil aplicabilidad para resolver los casos concretos de contradicción entre derechos y obligaciones. La orientación utilitaria contemporánea proporciona el apoyo conceptual para afirmar que «el decisor debe preferir aquel curso de acción que maximice las expectativas de utilidades». Esta máxima le abre a la tesis de la 3
Ídem.
4
Ídem.
5
Ibídem, p. 29.
6
Ibídem, p. 30.
7
Ibídem, p. 31.
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RSE una amplia posibilidad de realización.8 Desde el punto de vista de la tesis de la RSE, tal visión utilitaria se expresa: a.
«en el modo en que se plantean los problemas de las decisiones públicas»;
b.
en el «hecho de que permiten considerar los problemas de intercambios como mecanismos de solución de tensiones entre preferencias en desidencias» y,
c.
«en el terreno de las decisiones acerca del bienestar colectivo, incorpora conceptos derivados de las probabilidades subjetivas que ayudan a superar muchas de las dificultades que conlleva este difícil tipo de decisiones».9
Estas tres características que se agregan a la tesis fuerte de la RSE, hacen ver su pertinencia en el terreno de la solución de los conflictos efectivos de la vida social. La tesis de la RSE se desarrolla, en gran medida, sobre el despliegue argumental del concepto de utilidad y discute provechosamente el concepto de J. von Neumann y O. Morgenstern, resaltando el aporte de estos autores en su punto más relevante: «el carácter polivalente de los procesos de medición».10 Aparece así un nuevo elemento que va a reforzar la tesis de la RSE: la ganancia de información. De aquí que la «búsqueda de información» debe considerarse como «una parte constitutiva y fundamental de la estructura de la decisión», puesto que «permite dar pasos gigantescos en términos de aplicabilidad de las calificaciones deónticas y de instrumentalización de las reglas de decisión».11 Puesto que la visión utilitarista ha colocado como unidad de medida la posibilidad de «aceptar y realizar intercambio de utilidades», de modo tal que «cada individuo o grupo concede parte de sus expectativas de utilidad a cambio de algo que considera equivalente»,12 es muy probable que surjan dificultades en encontrar 8
Ibídem, p. 37.
9
Ibídem, p. 38.
10
Ibídem, p. 41.
11
Ibídem, p. 43.
12
Ibídem, p. 45.
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una única solución o que se pueda «discriminar entre la calidad de las pretensiones individuales en juego». De aquí la particular calificación del decisor, que al construir el sistema de asignaciones deónticas «tiene que ponderar tales preferencias sobre la base de un marco que naturalmente constituye una forma de regla externa al sistema».13 Las cuestiones problemáticas que de aquí se derivan encontrarán una vía de solución, al considerar que ya hemos entrado a apreciar acciones humanas en una «escena de incertidumbre», la misma que a su vez puede ser analizada desde «su modelo axiomático asociado: la probabilidad».14 Las probabilidades subjetivas adquieren así todo su valor informacional. De este modo la «compleja realidad», que se define operacionalmente «como experiencia e información previa o experimental» se conjuga con la «base conceptual teórica, junto a calificaciones a priori de base deontológica incorporada al sistema general de creencias del que el decisor público participa».15 Si las dificultades del decisor aumentan, la corrección bayesiana de las probabilidades subjetivas permitirá una solución satisfactoria a la decisión puesto que la hace patente y facilita la comprensión «en las probabilidades subjetivas, las bases deónticas, las intuiciones, los conocimientos y los sentimientos morales en los que se origina la decisión».16 El desarrollo de la tesis de la RSE nos ha llevado de la mano a identificar otro rasgo de la realizabilidad: la «calidad de la justificación». Y esto nos permite apreciar mejor que la cualidad empírica de la realizabilidad no es ajena ni independiente del proceso de justificación racional de las decisiones públicas. Lo dicho hasta aquí constituye una caracterización de un primer momento de la tesis de la RSE. El segundo momento —no en el sentido de un desarrollo lineal del tiempo, sino desde el punto de vista teórico— precisará y enriquecerá el alcance de la tesis. Este segundo momento inclu13
Ibídem, p. 46.
14
Ibídem, p. 47.
15
Ibídem, p. 48.
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Ibídem, p. 50.
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ye las reglas de cooperación como método de decisión en el ámbito público.17 Aquí se busca una «estructura de justificación sólida y consistente» para resolver el conflicto entre los intereses individuales y sociales. Para tales propósitos es relevante la «aplicación de los métodos propios de la ética normativa», en el marco de los cuales podemos «conducirnos a la posibilidad de evaluar y eventualmente corregir el rumbo normativo de las decisiones».18 Una vez más, el punto de vista será el que puede adoptar un decisor público, quien realizará su tarea provisto del concepto de cooperación; tal concepto no estará, sin embargo, desprovisto de dificultades. Aquí se pone el acento en la construcción de una metodología de decisión racional-normativa. Teniendo como telón de fondo una discusión intrasistemática del modelo del prisionero, lo que se va diseñando es un «modelo normativo», cuya diferencia con el modelo analítico que caracteriza al «dilema del prisionero» es crucial: el modelo normativo asume su papel de promover conductas valiosas, mientras que el modelo analítico sólo describe relaciones formales y su fuerza explicativa se centra en la capacidad de predecir el futuro de las relaciones. Julia Barragán resume el alcance del modelo normativo de este modo: Este considerar el dilema del prisionero desde un punto de vista normativo, nos coloca automática y expresamente en el terreno de los valores; ya que cuando se habla de la conveniencia o no de preferir una salida a otra, se está privilegiando (por alguna determinada razón) una conducta sobre la otra; y eso por alguna razón expresa la presencia del valor al que se adhiere. En el caso del dilema en su uso normativo, cuando se destaca la superioridad de la salida cooperativa porque hace máxima la ganancia conjunta, hay una adhesión a una racionalidad de segundo orden, es decir una racionalidad que no es maximizadora de las ganancias esperadas por cada jugador, sino que busca la maximización de las ganancias sociales, aunque 17
J. Barragán, «Las reglas de cooperación. Modelos de decisión en el ámbito público», en Ética y política en la decisión pública, Angria, Colección Separatas, Caracas, 1993, p. 41. 18
Ibídem, p. 43.
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esto signifique sacrificar la expectativa de una mejor ganancia individual. Esta adhesión implica necesariamente un juicio de valor que deber ser analizado y justificado con herramientas conceptuales específicas.19
La tesis de la RSE no reduce entonces el mundo de las preferencias valorativas a los meros «hechos cardinalizables»; por el contrario, mantiene la coherencia y consistencia normativa de las estructuras de los juicios de valor y los reconoce aun en las «opiniones y preferencias» que aparecen como «grupos confusos» en los problemas sociales, éticos o políticos, en el interior de los cuales se «preservan auténticos sistemas jerárquicos de prescripciones», lo que «permite suponer legítimamente que toda vez que nos encontramos frente a una conclusión prescriptiva es que la misma se deriva de alguna premisa, también prescriptiva, que da lugar a esa conclusión».20 De este modo se configura la «coherencia normativa» como condición «racional mínima que puede exigirse a un modelo en su uso normativo».21 Precisado así un modelo normativo, el giro que se le da al dilema del prisionero, al restringir las exigencias originales del mismo, lo hace aprovechable para el planteamiento de un juego cooperativo. Pero estas nuevas condiciones (estrategia TIT FOR TAT), no garantizan la aplicación no problemática del dilema modificado pues, entre otras cuestiones que emergen, está la de que la solución de los conflictos se extiende y complica hasta volverse insoluble. Frente a este impasse surge una nueva posibilidad de solución: la cooperación amplía el espacio de soluciones, la misma que se considera ... como de orden superior, ya que da lugar a un nuevo concepto que aunque nacido de aquel enfoque cooperativo de primer orden, lo supera. Este es el concepto de integración, en el que se torna visible la estabilidad de la solución de cooperación, estabilidad derivada del hecho de que tanto las
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Ibídem, p. 71.
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Ídem.
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Ibídem, pp. 71-72.
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ganancias individuales como las colectivas se han incrementado.22
Ahora bien, para ordenar metodológicamente el éxito cooperativo se necesitan algunas reglas, entre ellas, la de aceptar desarrollar un «lenguaje de cooperación», el mismo que «consiste en ir construyendo, mientras se juega, un sistema de reglas y de pagos que favorezcan y no desestimulen la cooperación».23 Nos encontramos ya ante un nuevo modo del juego cooperativo que, en definitiva, irá construyéndose a sí mismo, aligerado por el carácter no constitutivo de las reglas de juego y por la comunicación durante los momentos del pre-juego y del juego. De este modo, la tesis de la RSE se ve reforzada en su potencialidad de análisis formal y normativo, lo que la hace acomodarse mejor a los complejos problemas que se suscitan en la evaluación y justificación racional de las decisiones públicas, sin dejar de reconocer que el concepto de cooperación «encierra un sinnúmero de problemas sin una solución definitiva».24 La insistencia de la tesis en la relevancia del nivel normativo, deja ver la lucha entre jerarquías y preferencias de los valores en juego, y por ello «no resulta aceptable las posiciones que sostienen que las políticas públicas sólo deliberan acerca de los medios», pues afirmar esto «equivaldría a una insostenible escisión de la racionalidad, dejando reducida la esfera de las decisiones públicas sólo a la razón práctica».25 Es decir, a la razón de «principios incondicionados». En este contexto el concepto de «realizabilidad» adquiere una nueva luz: la realizabilidad se orienta hacia la búsqueda de soluciones efectivas pero no de cualquier manera sino dentro de un proceso de justificación racional normativo, es decir valorativo. Creo que ahora podemos sintetizar, grosso modo, un esquema elemental que da cuenta de los elementos constitutivos de la tesis de la RSE: «RSE: C + R, donde “C” se define como cohe22
Ibídem, p. 87.
23
Ibídem, p. 94.
24
Ibídem, p. 95.
25
Ibídem, p. 96.
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rente y consistente y “R” como realizabilidad en un modelo normativo-cooperativo». La «realizabilidad» se ha especificado en su función metodológica como un esquema de realización normativo-cooperativo, y ha puesto así, en medio del conflicto, un camino de solución que implica la discusión racional y abierta de los valores en juego y con ello la posibilidad de su comprensión. Y sin embargo el hiatus entre «pensar y actuar» no ha desaparecido, solamente se ha acortado un poco. Y éste parece ser el sentido de la conclusión de Julia Barragán: El uso de una apropiada estructura de construcción y de justificación de las decisiones en el ámbito público no es una garantía de éxito de las mismas (¿cómo podría serlo?) pero sí representa un gigantesco paso hacia la posibilidad de modificar sobre una base coherente el rumbo de las mismas cuando sea necesario.26
II BREVE
EXCURSUS LINGÜÍSTICO
El término «realizabilidad», que asigna la calidad de «realizable», significa en la lengua castellana, en su segunda acepción: «efectuar, hacer real y efectiva una cosa» (Diccionario de la Real Academia Española —DRAE—). Como se vio en la conclusión de la primera parte, la tesis de la RSE no cumple el papel de hacer que el diseño de una «política pública», estructurada en un contexto propio de conflicto, produzca un cambio efectivo en las conductas humanas involucradas. La tesis de la RSE no es el tipo de prescripciones que manda «hacer que ocurra algo».27 Tampoco parece que la «realizabilidad» puede emparentarse con la clásica propuesta de Austin de la performativa utterance o performative sentences.28 26
Ibídem, p. 97.
27
M. Black, «Hacer que ocurra algo», en Modelos y metáforas, Tecnos, Madrid, 1966, pp. 153 y ss. 28
J. Austin, How to do Things with Words, Oxford University Press, 1962.
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Me parece interesante recordar, brevemente, las vicisitudes que ha soportado la traducción de la obra de Austin How to do Things with Words (título no debido a su autor). El título de la edición francesa es Quand dire, c’est faire, y la versión castellana la presenta como Palabras y acciones. Todo el que haya leído la obra original no estaría dispuesto a afirmar que los títulos francés y castellano son imprecisos o no reflejan lo que Austin quiere decir. Sin embargo, la versión castellana traduce performative como realizativo. Por el contrario la traducción francesa traslitera performative en performatif. Ahora bien, las expresiones lingüísticas son realizativas en el sentido de que las palabras mismas ya hacen la acción que indican. Así, «Bautizar el barco es decir (en las circunstancias apropiadas) la palabra bautizo».29 Parece obvio que no es éste el sentido de la «realizabilidad» de la tesis de la RSE. Julia Barragán hace, por lo menos, dos precisiones semánticas para aclarar el sentido de «realizabilidad». La primera indica que «realizabilidad» es equivalente a «aplicabilidad», que en su sentido figurado significa «emplear alguna cosa, o los principios y procedimientos que le son propios para mejor conseguir un determinado fin» (DRAE). La segunda precisión semántica sugiere que «realizabilidad» debe entenderse como «plausibilidad» («atendible, admisible, recomendable», DRAE). En este sentido las prescripciones de la tesis de la RSE son plausibles para resolver los conflictos a través de una estructura racional de decisión. Por el contrario, el análisis crítico que hace Julia Barragán del dilema del prisionero deja ver su implausibilidad. Creo que estas breves apuntaciones lingüísticas son útiles para entender que la tesis de la RSE no es un «manual de instrucciones» que los decisores de políticas públicas tienen a la mano para hacer funcionar las directivas de las políticas públicas a través del «aparato público». Me parece que la expresión «políticas públicas» no deja ver los graves problemas normativos que éstas encierran. La tesis de la RSE permite una clara deconstrucción de esos procesos de decisiones, reacondicionándolos en vista de su aplicabilidad. Ibídem, p. 6. Palabras y acciones (versión castellana de Genaro Carrió y Eduardo Rabossi), Paidós, Buenos Aires, 1971, p. 47. Quand dire, c’est faire (traducción de Gilles Lane), Editions du Seuil, París, 1970, p. 41. 29
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DECISOR RACIONAL, JUEZ
Y LEGISLADOR RACIONAL
La tesis de la RSE postula la construcción de una estructura de dicisión racional como un conjunto de prescripciones, e incluye en esa estructura la configuración del principal usuario de la misma. En este sentido el decisor racional es parte del proceso de decisión. Esto podría llevarnos a comparar el decisor racional con la figura de un juez, que también es parte del sistema procesal en una estructura jurídico-positiva. Sin embargo, el juez opera como una autoridad que impone, finalmente, una decisión cuya validez no reside tanto en la calidad racional de la misma cuanto en la legalidad procesal de la solución expresada en la sentencia. El decisor racional de la tesis de la RSE está, en este sentido, directamente involucrado en la sustantividad de los conflictos. En la teoría del derecho y en especial en la teoría de la interpretación de la ley, es frecuente presuponer que el legislador es un «legislador racional», ficción que le atribuye al legislador la de ser único, imperecedero, conciente, omniciente, comprensivo y preciso. Tales cualidades tienden, según Leszek Nowack, a una «optimización de la ley, es decir, a reconstruir a partir de prescripciones legales, las mejores normas posibles desde el punto de vista de las exigencias de la doctrina moral y política dominante».30 Pero esta ficción sólo opera como un presupuesto y no llega a constituirse como una teoría o un método. Al parecer los juristas (abogados y jueces) hacen uso de esta ficción como si fuera parte de la propia cultura jurídica. Esta ficción está directamente vinculada a otra de la dogmática jurídica: la ficción de la «seguridad jurídica» que cumple el papel complementario de hacer creer que es posible encontrar una única solución no contradictoria y precisa en el ámbito de la ley. Hans Kelsen ha señalado que «se trata de una ficción de la que se sirve la jurisprudencia tradicional para mantener el ideal de la seguridad jurídica». Por el contrario, Kelsen recomienda que la «interpretación científico-jurídica tiene que evi-
30
L. Nowack, «De la rationalité du légisteur comme élément de l’interprétation», en Logique et Analyse, Nouvelle Série, 1969, p. 82. Cfr. C. Nino, Introducción al análisis del derecho, Astrea, Buenos Aires, 1980, pp. 328 y ss.
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tar con el mayor cuidado la ficción de que una norma jurídica siempre admite sólo un sentido, el sentido correcto».31 Pues bien, si tenemos en cuenta las características de la estructura de la decisión racional de la tesis de la RSE, parece claro que ésta no puede asimilarse sin más a la ficción del legislador racional ni a la ficción de la búsqueda de la univocidad del sentido de un marco normativo. Por lo pronto, el decisor racional está en constante tensión para admitir nuevas y más ricas informaciones que amplían el contexto propio del conflicto. En este sentido, el ámbito de posibles soluciones se extiende y con ello la posibilidad de encontrar otros distintos significados que harán aparecer otras vías más expeditas para alcanzar la solución. En este caso, la construcción de la decisión racional se acerca más al trabajo interpretativo científico-técnico que señala Kelsen. Como todo «modelo», este de la decisión racional de la tesis de la RSE, comparte con el del legislador racional y otros la característica funcional de servir como paradigma regulativo. Pero sus particulares características lo hace, comparativamente, más flexible que otros, en atención al logro de soluciones efectivas y eficaces. La tesis de la RSE insiste en que el trabajo del decisor es arduo y difícil y que no puede escudarse en la práctica habitual de «primero decido y luego busco la justificación más adecuada a mi decisión».32 Para llegar a una decisión justificada hay que comportarse racionalmente. No siendo la racionalidad que postula la tesis de la RSE una que se apoya en razones últimas o trascendentes, esta tesis parece sortear la crítica de su posible «idealidad» o «fantasía». RAZÓN PRAGMÁTICA VERSUS RAZÓN PRÁCTICA Al final del segundo momento de la formulación de la tesis de la RSE, se indica una clara separación entre la perspectiva que ubica al tema de las decisiones públicas en el nivel de la racionalidad de los principios incondicionales, y la visión que reclama y define el campo de la deliberación acerca de los medios y de los 31
H. Kelsen, Teoría pura del derecho, UNAM, México, 1981, p. 356.
32
J. Barragán, Sobre la fundamentación de los sistemas éticos, ob. cit., p. 49.
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principios. La primera estaría en el ámbito de la racionalidad práctica y la segunda se encontraría en el terreno de la racionalidad pragmática o utilitaria. En este sentido parece oportuno recordar los orígenes más recientes de esta división. Ha sido Charles Peirce quien precisó la diferencia entre «práctico» y «pragmático». Para tomar distancia de sus orígenes intelectuales kantianos, y acotar el ámbito de su propia posición, Peirce enfatiza que práctico y pragmático están ... tan alejados como los dos polos, perteneciendo el primero a una región del pensamiento en la que ninguna mente de tipo experimentalista puede nunca estar segura de pisar sobre terreno firme, y expresando, el segundo, una relación a algún propósito humano definido. Ahora bien, el rasgo más notable absolutamente de la nueva teoría fue el reconocimiento de una conexión inseparable entre cognición racional y propósito racional; y esta consideración era la que determinaba la preferencia por el nombre de pragmatismo.33
El fin, en la perspectiva del pragmatismo, no se desliga de los medios para conseguirlo, pero estos medios se identifican con el pensamiento orientado a su aplicación a la acción. Así, Peirce afirma que «para el pragmatismo el pensamiento consiste en el metabolismo inferencial viviente de los símbolos, cuya intención reside en las resoluciones generales para actuar».34 El fundador de la semiótica americana define la máxima pragmatista del siguiente «modo indicativo»: Toda la intención intelectual de un símbolo consiste en el total de todos los modos generales de conducta racional que, condicionados a todas las diferentes circunstancias y deseos posibles, se seguirán de la aceptación del símbolo.35
Nicholas Rescher ha observado que la «orientación pragmática» se refiere a «consideraciones de utilidad y de eficacia operati33 C. Peirce, El hombre, un signo (El pragmatismo de Peirce), (versión castellana de The Collected Papers of Charles S. Peirce, Harvard University Press, 1965, de José Vericat), Crítica, Barcelona, 1988, p. 225. 34
Ibídem, p. 212.
35
Ibídem, p. 224.
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vas».36 La doctrina pragmática de Rescher, quien se inspira en la tradición postkantiana de Hegel, Shopenhauer, Peirce e incluso del propio Kant, pretende, con propósitos unificadores, «defender un pragmatismo kantiano con respecto a los mecanismos metodológicos que proporcionan los fundamentos racionales de nuestro conocimiento de las circunstancias de hecho contingentes».37 De aquí, y entendida en este sentido, la primacía de la razón práctica apunta a la validación de toda metodología en «términos de su capacidad para realizar los propósitos en cuestión, del éxito en cumplir su tarea apropiada».38 La tradición pragmática y utilitaria aparecen aquí emparentadas al punto de que, según Rescher, «la teoría pragmática de la verdad está cercana a ser la contrapartida epistemológica del utilitarismo ético»; y al utilitarismo del acto y de la regla le correspondería el pragmatismo proposicional y criterial. Una de las características de la actual filosofía de la acción, reside en su reiterado intento de desligarse de la línea kantiana de la «razón práctica», abogando por una «rehabilitación “práctica” de la filosofía práctica» en su empeño por responder a la «presión de problemas prácticos (vitales)».39 Entre los filósofos más resaltantes dentro de esta línea se encuentran Jürgen Habermas, KarlOtto Apel y también John Rawls quienes, no obstante, reclaman su herencia kantiana. El giro habermasiano pasa a desligarse del kantismo puro, lo precisa bien Thomas McCarthy al señalar que «el modelo discursivo de Habermas representa una reinterpretación procedimental del imperativo categórico de Kant», la cual se expresaría de este modo: «cualquier máxima que yo pueda querer que se convierta en una ley universal, tengo que someter mi máxima a todos los otros con el fin de examinar discursivamente su pretensión de universalidad». Y al hacer esto «el énfasis se desplaza de lo que cada cual puede querer sin contradicción que se con-
36
N. Rescher, La primacía de la práctica, Tecnos, Madrid, 1980, p. 14.
37
Ibídem, p. 14.
38
Ibídem, p. 17.
39
H. Lenk, Filosofía pragmática, Alfa, Barcelona, 1982, p. 19.
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vierta en una ley universal, a lo que todos puedan acordar que se convierta en una ley universal».40 De aquí la primacía del discurso, es decir del discurso argumentativo, el mismo que posibilita la «cooperación solidaria de los individuos».41 En la constitución de esta teoría interviene un nuevo a priori «en el sentido de una transformación y puesta en marcha pragmático-lingüística de la pretensión kantiana».42 Esta ética de la «comunidad ideal de comunicación» o «ética discursiva» resalta —muy claramente en Habermas— el carácter procedimental como garantía de racionalidad y por ello le atribuye un rango paradigmático a la estructura procesal del derecho. Contrastada esta familia de teorías con la tesis de la RSE, esta última se diferencia por el hecho de poseer una estructura normativa que no se agota en la búsqueda de su propia coherencia y perfección discursivas. Su vocación la inclina a constituirse como instrumento de aplicación efectiva en orden a presentar soluciones a los conflictos humanos. La tesis de la RSE no busca construir un discurso ideal sobre la racionalidad de las decisiones de los decisores públicos. No es una teoría pragmática pura; es una tesis pragmática empírica. En este sentido constituye un aporte al making of a decision.43 LA BASE UTILITARISTA DE LA TESIS DE LA RSE Creo que es importante poner en discusión la base utilitarista de la tesis de la RSE; aunque ella misma no discute la validez de sus fundamentos filosóficos, y, por ello, sólo se limita a proponer su uso en un «sistema de decisión social y política, como ofreciendo un criterio y una base de juicio para legisladores y administra40
T. McCarthy, La teoría crítica de Jürgen Habermas, Tecnos, Madrid, 1978, p. 337. Cfr. R. Carrión, «El modelo de la ética procedimental: formalismo y argumentación en el derecho», en Revista de Filosofía, número especial II/III, LUZ, Maracaibo, 1996, pp. 121-137. K. O. Apel, Teoría de la verdad y ética del discurso, Paidós, Barcelona, 1991, p. 147. 41
42
Ibídem, p. 151.
43
D. Gauthier, Practical Reasoning, Oxford University Press, 1963, pp. 6-7.
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dores», como subraya Bernard Williams.44 Este filósofo ha cuestionado duramente al utilitarismo porque, entre otras cosas, va «contra las complejidades del pensamiento moral».45 La tensión del utilitarismo la precisa Williams al decir que «en la teoría y en la práctica, es alarmantemente bueno para combinar la complejidad técnica con la ingenuidad»; y la ingenuidad del utilitarismo, según Williams, «consiste en tener bastate pocos pensamientos y sentimientos para emparejar con el mundo como es realmente».46 Por el momento y a beneficio de inventario, creo que hay que resaltar, por lo menos, tres rasgos fundamentales de la posición crítica de Williams: a.
su percepción sobre la complejidad y exigencias que el mundo moderno plantea al pensamiento ético, al que la racionalidad de la filosofía moral contemporánea no puede dar respuestas satisfactorias;
b.
su concepto de «culpa» como rasgo esencial del sistema de moralidad; y
c.
la primacía del individuo y de las disposiciones personales.
Hay una más: la esperanza de que ciertas «extensiones del pensamiento antiguo... muy modificado» pueda servir para resolver las perplejidades de nuestro mundo moral. Sin duda, éstas son cuestiones relevantes para la discusión sobre la naturaleza del mundo moral.47 La tesis de la RSE es, como hemos visto, una teoría y metodología sobre la estructura de la decisión racional, cuya importancia resalta en la solución de los problemas difíciles que se presentan en las decisiones de interés público y en las que el enunciador y utilizador de la misma juega un papel sustantivo. Como toda metodología, en el sentido propio del término, no tiene que ver, en 44
J. Smart y B. Williams, Utilitarismo: pro y contra, Tecnos, Madrid, 1981, p. 147.
45
Ibídem, p. 160.
46
Ídem.
B. Williams, La ética y los límites de la filosofía, Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 1997, pp. 11, 221 y ss. 47
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primer lugar, con el estado del mundo. El punto central, que puede ser discutido, es que sus raíces filosóficas no le permite aceptar «léxicos últimos» (Richard Rorty); y que si éste fuera el caso, la validez de los mismos se resuelve ailleurs, en el plano de discusión al que apunta Williams. ¿Qué queda de la tesis de la RSE cuando se le quita, si fuera el caso, su raigambre utilitarista? ¿La tesis de la RSE puede mantener su validez sin asumir que las decisiones racionales se pueden tomar sin objetivos utilitarios? ¿La característica de la «realizabilidad» de los sistemas éticos no está centrada en una visión de cooperación que respeta los fines últimos del hombre y reconoce la dificultad de su tratamiento puramente decisional? Estas son cuestiones pendientes para discutir con la propia tesis de la RSE. Según mi opinión, quizás se podría intentar un replanteamiento no utilitario de la tesis de la RSE. En este orden de ideas, creo que la tesis de la RSE cumple un doble propósito: servir como propedéutica a la discusión de los intereses humanos en conflicto y su posibilidad de resolución, y proporcionar importantes elementos para imaginar una semiótica de la decisión racional. Hay que añadir que en toda metodología, la «racionalidad» es un rasgo que no implica inflexibilidad respecto a los intereses humanos; su papel, modesto, es el de brindar la posibilidad de hablar con sentido sobre los conflictos humanos. Y con ello sólo hemos desbrozado un poco los espinosos obstáculos que separan el actuar del pensar.
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POR QUÉ LOS DERECHOS NO SON TRUMPS *
ESPERANZA GUISÁN Universidad de Santiago de Compostela (España)
DESDE PLATÓN A GODWIN ha prevalecido a lo largo de la historia la creencia de que los fines que legitiman a un gobierno son la protección de los intereses humanos y la promoción de la felicidad general. Con el desarrollo del liberalismo, y su formulación en Locke hay un cambio de énfasis y los derechos humanos aparecen en primer plano. El derecho a la vida, a la propiedad privada y a la libertad no son explicados sin embargo, ni apenas justificados. Sólo sabemos que existe un dios infinitamente sabio que nos ha conferido determinados derechos que nos protegen y que, por consiguiente, deben ser respetados y protegidos por todos incluido el soberano. Como es sobradamente conocido, todo lo que está haciendo Locke es legitimar la monarquía parlamentaria en contra de la monarquía absoluta, salvaguardando aquello que es más querido por los humanos, su libertad, su vida, su propiedad, de modo que todo esto no le pueda ser usurpado por el soberano absoluto. Va de suyo, sin embargo, que la vida, la libertad y la propiedad son valiosas para el ser humano. De otra suerte ¿por qué habrían de ser protegidas? * Este trabajo fue realizado dentro del marco del proyecto de investigación coordinada, financiado por el DGICYT.
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Y si son valiosas en extremo, según Locke, ello no puede ser debido a otra causa que su capacidad de producir un goce más intenso que cualquier otro. ¿Por qué otro motivo podríamos desear cosa alguna a no ser por la satisfacción que derivamos de su disfrute? Por supuesto que existen masoquistas que pueden desear algo que les produzca dolor o agudo sufrimiento, pero estos son casos patológicos y muy escasos por lo que su carácter de excepcionalidad no hace sino justificar la regla. En general, hasta tal punto defienden las teorías de los derechos las fuentes de goce humano, que se hace preciso promover teorías maximizadoras de los derechos como parte por integrar dentro de las teorías del bienestar. Por lo demás ¿qué han hecho los utilitaristas clásicos, Bentham o Mill, más que buscar el modo de que todos los seres humanos pudieran ser libres, gozar de bienes razonables y vivir satisfactoriamente? ¿Por qué han postulado que había que maximizar la felicidad sino porque deseaban que todo el mundo poseyese la garantía de que serían respetados sus derechos básicos, entendiendo el derecho en el sentido en que lo vengo utilizando? Desde mi punto de vista, los derechos no son entes metaéticos derivados de una voluntad divina, como Locke parecía creer, y mucho menos como algo que pueda ser «intuido», en el sentido en que se utiliza este término por los teóricos de los derechos contemporáneos y que tiene el sentido de algo que es admitido sin género de dudas dentro de nuestra sociedad. Los derechos no son ni trascendentes a las personas ni productos sociales, aunque hayan aparecido bajo tal epígrafe en sociedades determinadas; en Francia del siglo XVIII, por ejemplo. La legitimidad de los derechos, su atractivo moral, que es inmenso, deriva de su carácter de protección de nuestra entidad, y de todo aquello que hace una existencia dichosa: bienes razonables, libertades, etcétera. Como Mill afirma en diversos lugares, tanto la individualidad como la autoestima son elementos constitutivos del bienestar y, siendo ello así, maximizar el bienestar no es sino maximizar los derechos.
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La pugna entre teorías de derechos/teorías del bienestar no tiene sentido más que en dos supuestos: a.
que bajo la rúbrica de «derechos» se quieran defender «privilegios» individuales, y
b.
que bajo la denominación de bienestar general se pretenda atender indiscriminadamente a los deseos cualificados y no cualificados, malevolentes y benevolentes.
De lo contrario las reclamaciones de atender a los individuos, como hacen las éticas de los derechos, y atenderlos a todos por igual, como hacen las éticas del bienestar, no tendrían por qué ser contradictorias sino complementarias. Por supuesto que existen multitud de problemas por debajo de estos dos enfoques de la ética y la filosofía política. Una no puede dejar de sentir la aprehensión de que en muchos casos las teorías de los derechos prohiben la benevolencia (que es compañera inseparable de la justifica) y exacerban las diferencias individuales, facilitando la formación de élites y la defensa de los privilegios, con su teoría de la no interferencia por parte de los gobiernos en la propiedad privada (como en el caso de Nozick). También es posible sospechar que las teorías del bienestar no hacen sino fomentar las tendencias actuales de los grupos mayoritarios sin tratar de determinar si son justas o injustas (es decir, muchas veces las teorías del bienestar no atienden a todos por igual sino simplemente a las mayorías, aunque su intención en el utilitarismo clásico hubiera sido atender a todos). El objetivo que me he propuesto en este trabajo es poner de manifiesto que los derechos o bien esconden privilegios individuales, en cuyo caso no sólo no son trumps sino la defensa enmascarada de los derechos «siniestros», o bien apuntan a gratificaciones profundas, que no pueden estar nunca por encima de las consideraciones del bienestar de todos sino que han de ser sometidos a diversos procesos de modo que se logre la mayor concordia posible en el logro del desarrollo de cada individuo. En el único punto en que tienen razón las éticas de los derechos al rechazar las consideraciones derivadas de la maximización del placer es en que los placeres, como Mill ya adelantó, no son todos igualmente placenteros y, por ende, igualmente valiosos.
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Por poner un ejemplo muy trivial: el derecho a divertirse deriva de la necesidad de ocio y entretenimiento que sienten los humanos, pero, comoquiera que se trata de un goce no excesivamente profundo, comparado con los goces que protegen el desarrollo a la libertad, la vida o la igual consideración, las expectativas relativas al goce de los individuos, aunque sean la mayoría de una comunidad, no pueden sobrepasar el valor de la vida de una persona que desee continuar viva, porque en alguna medida el valor del goce que se deriva de una sola vida sobrepasa holgadamente al que se deriva de una multitud divirtiéndose, por lo demás, perversamente. Si tomamos en cuenta los postulados de Mill, el goce perverso de los que se regocijan viendo morir a los cristianos en el circo tendrá un valor negativo –n, por ejemplo, por lo cual por mucho que se le multiplicase no alcanzaría jamás un valor positivo. Por supuesto que Mill no expresó su concepto de los goces perversos de este modo, pero se sigue fácilmente de la lectura de sus obras que los goces propios de las personas perversas y malevolentes no contarían para nada en el cálculo de los placeres que Mill se proponía llevar a cabo. Si nos atenemos a los presupuestos del utilitarismo clásico, de todo lo que se trata es de liberar a las mayorías del dominio de los intereses siniestros de las mayorías con el fin de que puedan disfrutar de una vida tan gozosa como sea posible, es decir, una vida en la que se respeten los derechos que los éticos de los derechos protegen. Hay algo ambiguo y equívoco en Bentham y en el utilitarismo de las preferencias contemporáneo, cuando parecen insinuar que no existen placeres más elevados que otros y que, a la postre, todo depende de lo que los individuos, de hecho, puedan desear en un momento determinado. Dado el relativismo imperante, este tipo de afirmaciones suelen ser suscritas por filósofos bienpensantes que desean poner término al paternalismo y al dogmatismo. El tema, sin embargo, es lo suficientemente complejo como para que merezca un estudio profundo sin alejarnos un tanto del problema que nos concierne. Baste indicar que no es paternalismo el aconsejar a la gente que cuide sus ojos, el afirmar que la salud
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es mejor que la enfermedad, que contar con amigos es mejor que estar solo, que ser amado es mejor que ser odiado, etcétera. Vivir es preferible a no vivir, ser libre es preferible a no gozar de libertad, ser igual es preferible a ser desigual, como afirma José Ferrater Mora en De la materia a la razón, aunque de un modo no totalmente contundente. Se me permitirá que acomode lo dicho por Ferrater Mora dentro de mi propuesta y declare que el derecho a vivir, a ser libre y a ser igual, deparan las satisfacciones más profundas que nos es dado imaginar y que, por consiguiente, han de serle protegidos a cada individuo con independencia de las opiniones colectivas en contra. Por supuesto que se podría añadir que tenemos derecho no sólo a la vida sino a la calidad de vida. No sólo a la libertad negativa sino a la libertad positiva. No sólo a la igualdad formal ante la ley sino a la igualdad real de oportunidades. El derecho a la calidad de vida es importante para alcanzar una vida digna que merezca vivirse. De lo contrario puede ser preferible la muerte. Ocurre así que cuando padecemos una enfermedad grave e incurable, muchos preferimos que nos dejen morir, o nos ayuden a morir, anteponiendo el valor de la libertad para elegir a todo otro tipo de consideraciones. El derecho a la calidad de vida incluye no sólo el derecho a una buena alimentación, el cuidado del medio ambiente, la salud física, psíquica y moral, sino la propia autoestima, la estima de los demás y un largo etcétera. Las teorías del bienestar trabajan en este sentido ampliando el marco de los derechos mínimos para hacerlos tan abarcadores como las exigencias de una vida dichosa y satisfactoria pudieran cumplir. Se equivocan a veces los teóricos del bienestar porque, como ya apunté, a veces, como ha ocurrido especialmente en Hare, su deseo de no incurrir en ningún tipo de naturalismo les lleva a olvidar la base natural de gran parte de nuestras necesidades. El valor de la vida, por ejemplo, no es generalmente un valor a discutir dado que es el prerrequisito de todos los demás valores. Por supuesto que esto no priva para que no elijamos la eutanasia activa
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cuando la vida no nos proporciona, como debiera, las satisfacciones habituales. Podría formularse una lista casi inagotable de cosas que son valiosas por «naturaleza», es decir, válidas para los seres humanos de todas las culturas: la salud, la alimentación, el descanso, la amistad, el amor, el sexo, el reconocimiento público, el estatus, el acceso a la educación y el saber, la participación en el poder, la vida en comunidad, las relaciones armónicas, etcétera, son generalmente valiosos con independencia del lugar geográfico donde hayamos nacido. En un sentido importante, todos los elementos «naturales» del bienestar han de ser protegidos como derechos prima facie, cuya importancia debe ser discutida por las distintas ciencias, biológicas, sociológicas y humanas, constituyendo sin duda su investigación uno de los retos más importantes para el saber humano. Por supuesto que los seres humanos somos seres culturales, en donde lo «natural» propiamente dicho se oculta hasta a veces desaparecer prácticamente. No sólo tenemos que comer sino hacerlo de una manera decorosa, utilizando determinados utensilios. Necesitamos dormir en una cama, bañarnos en una bañera, etcétera, en tanto no se descubran formas más cómodas de llevar a cabo nuestras «funciones naturales». La comodidad, tan denostada por el puritanismo moral, es una pieza clave de una vida digna y placentera. Como seres humanos tenemos derecho no sólo a comer, dormir, etcétera, sino a hacerlo placenteramente. Es a causa de la escasez de recursos globales por lo que muchos humanos no pueden aspirar a la comodidad, el refinamiento, el disfrute de las bellas artes, etcétera. Pero, en principio, todo lo que contribuye a que la vida nos vaya mejor es fuente legitimadora de «derechos». Sólo mentes puritanas y corrompidas pueden llegar a pensar que es mejor una ética que garantice a todos los seres humanos el derecho a la vida, por penosa que sea, que el derecho a disfrutar de la vida y a abandonarla cuando lo juzguemos conveniente. Cuando se consideran, por una parte, la falta de recursos para aliviar los dolores humanos y, por otra, la escasa posibilidad
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de aumentar las fuentes de dicha, se nos pone por delante con toda su crudeza la tarea apremiante de la filosofía moral y política. Afortunadamente el solo intento de trabajar para mejorar la suerte de los humanos, el intento de vivir de una forma benévola y cordial son fuente de satisfacciones que nos hacen abordar la tarea de la educación moral como una tarea urgente. ¿Cómo no han visto los teóricos de los derechos individuales que todo lo que estaban pretendiendo era reducir la ética y la filosofía política a la protección de unos bienes muy limitados? ¿Cómo no se percataron sus críticos de que el desprecio por la «colectividad» y el «colectivismo» podrían provenir del intento de legitimar el privilegio? Consideraré a continuación los tres derechos clásicos: el derecho a la vida, a la propiedad y a la libertad, para determinar que no son nunca «triunfos» moralmente hablando y sí muchas veces los modos de estimular una vida egoísta e insolidaria que produce lesiones y malestar morales.
EL DERECHO A LA VIDA En Locke, o en Kant, el derecho a la vida se presenta como el «deber» que tenemos los humanos de no disponer de nuestras propias vidas así como del «derecho» a que esta vida sea protegida por el soberano, sin permitir que nadie ponga término a la misma. Desde presupuestos laicos las vidas individuales no tienen más valor que el que representan para las distintas personas. Si pudiéramos elegir entre salvar la vida de una persona u otra en casos determinados deberíamos optar en primer término por preservar la de quien desea más ardientemente seguir viviendo. Supongamos el caso de un único médico que tiene que elegir entre salvar la vida de A, B o C. A tiene grandes deseos de vivir, B soporta resignadamente la vida, mientras que C no tiene ningún deseo de vivir. La cuestión se complica si A, por ejemplo, es una persona perfectamente inútil, B es un cirujano muy valioso y C un magnífico poeta. Desde una perspectiva utilitarista se diría que debiéramos salvar a B en primer lugar puesto que soporta la vida
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y es útil a los demás, dejando morir a A y a C, por la inutilidad de la primera y la desesperación de la segunda. Sin embargo, esto no es así de claro cuando nos percatamos de que el utilitarismo no es una teoría egoísta ni tampoco altruista, sino que trata de otorgar felicidad profunda a todo el mundo por igual. Por lo demás, ejemplos como el acabado de citar no son del todo buenos por su excesiva rigidez. Sólo puede salvarse una persona, se dice. ¿Acaso no deberíamos hacer algo por salvar la vida de los tres? Por otra parte, una vez salvada la vida de B, si este fuera el caso ¿no podríamos tratar de hacerle más placentera su existencia? Los teóricos de los derechos están en contra de que alguien, pensemos en B, pueda ser mantenido con vida sólo porque con ello contribuye a asegurarle la vida a muchas otras personas. Sin embargo esta «utilización» de B ni le perjudica excesivamente, ni es excesivamente inmoral. B no es un ente aislado e independiente que no disfrute sabiendo que la gente está siendo salvada por él. Al ser miembro de la gran familia humana, las vidas que salva en una medida importante le «salvan» a él. En cualquier caso el derecho a la vida en término general no es trump al menos en los dos casos siguientes: a.
cuando uno desea acabar con su vida (contrariando a Locke y a Kant, como ya he indicado), y
b.
cuando se trata de acabar con la vida de un tirano que está dando muerte a un gran número de gente.
Con relación al segundo caso, el propio Kohlberg, a pesar de ser claramente neokantiano, ha aceptado como válido el intento de matar a Hitler a fin de que el tirano no continuase suprimiendo vidas ajenas.1 Se trata, como podría apreciarse, de un tipo de consideración consecuencialista muy impropia de un autor de inspiración kantiana. Se diría que es un lapsus que viene a confirmar cómo 1
Kohlberg, «Education for Justice», en The Philosophy of Moral Development, Harper and Row, San Francisco, 1981, p. 39.
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habitualmente funciona el pensamiento moral, incluso en el caso de los kantianos, cuando razonan espontáneamente. Existe otra multitud de casos en los que el derecho a la vida no es trump como cuando mato a mi agresor en legítima defensa, cuando disparo al que viola a mi hija, o ataco violentamente al que quiere dañar a un ser inocente. Incluso así, probablemente, de todos los posibles derechos imaginables, el derecho a vivir sea el que más se asemeja a un trump. Tal vez, o sin tal vez, porque la vida humana que defiende es extremadamente frágil y extremadamente valiosa, con fuente de todos los posibles goces.
EL DERECHO A LA PROPIEDAD Como el propio Kohlberg reconoce al aplicar el dilema de Heinz, el derecho a la propiedad privada no es trump cuando menos cuando se enfrenta al valor de la vida. El derecho a la propiedad es por lo demás sumamente complejo y admite múltiples interpretaciones. Pensemos para los efectos presentes en por lo menos dos: a.
todo el mundo tiene derecho a disfrutar de ciertas propiedades (por ejemplo, las adquiridas por medio de su trabajo); y
b.
todo el mundo tiene derecho a disfrutar de tanta propiedad como sea posible adquirir mediante medios legales (donación, transmisión hereditaria, rendimiento del capital, rentas, etcétera).
Locke fue lo suficientemente cauto como para defender la propiedad de una forma que en principio parece irrebatible, al vindicar el derecho de cada cual al disfrute del fruto de su trabajo, utilizando, por lo demás, sólo aquella parte de la tierra común que precisase para sus necesidades y en el supuesto de que quedase disponible tierra suficiente para que pudiese ser trabajada por el resto de la humanidad. Por supuesto que con la aparición de la moneda Locke tiene ocasión para justificar que las personas queden con más de lo que
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podrían disfrutar, ya que al no deteriorarse los metales no habría «desperdicio» de bienes. La argumentación primera de Locke se basaba, no obstante, no sólo en que cada cual utilizase solamente la tierra precisa con el fin de no desperdiciar la restante, sino en el respeto al igual derecho de los demás a disponer de tierra suficiente. ¿Cómo justificar, por lo tanto, la argumentación relativa a la acumulación de capitales que impide que los demás dispongan de los medios para llevar a cabo su industria o su trabajo? El derecho a la propiedad es con mucho el menos presentable y defendible de todos los derechos y el que está más sujeto y subordinado a consideraciones de utilidad general. Como el propio Locke afirmaba, en su argumentación claramente utilitarista, cada cual tiene derecho a conservar la tierra trabajada siempre y cuando no perjudique con ello a los demás. Pero la acumulación de la propiedad es claramente dañina para el conjunto de la sociedad. Se opone a la justicia, que está basada en la igual consideración y la igual libertad, que son totalmente imposibles cuando las personas difieren considerablemente en posición, riqueza y estatus. Las reclamaciones relativas al derecho a la propiedad son la mayoría de las veces el intento impenitente y pertinaz de legitimar el privilegio. Los que nacen mejor dotados por la «lotería natural» o la «lotería social» se instalan en los mejores puestos y controlan las propiedades ajenas estableciendo «clases» distintas de personas. Pretender presentar el derecho a la propiedad que uno posee como un «triunfo», sobre la base de que la propiedad garantiza la libertad, es una forma clara de cinismo ya que, éticamente, tenemos que hablar siempre de derechos defendidos por igual para todo el mundo. No es difícil demostrar en este sentido la imposibilidad de defender las grandes propiedades y fortunas si ellas impiden incluso un salario mínimo para los demás desprotegidos. Por el contrario, la consideración del malestar general generado por el muy desigual reparto de riqueza es trump sobre las consideraciones de derechos-privilegios individuales.
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Contrariamente a lo que los teóricos de los derechos apuntan, por otra parte, la consideración del número de personas afectadas por una medida determinada es comúnmente trump sobre otro tipo de consideraciones. Por ejemplo, es preferible que haya sólo cuatro mil indigentes a que haya cuarenta mil. Es igualmente preferible que haya sólo cuatro mil enfermos de cáncer que cuarenta mil. La dificultad se presenta a la hora de comparar males y bienes distintos. Por ejemplo ¿cómo decidir si es preferible que existan cuatro mil indigentes o cuatro mil enfermos de cáncer? (Todo dependerá en buena medida de lo que entendamos por «indigente» y las carencias que tal estado implique.) Es un hecho que la política real del día a día, no la de la academia y los tratados y diccionarios, es sumamente compleja; ya que implica tener que elegir entre priorizar una necesidad frente a otra. Y no está siempre medianamente claro qué necesidades son más urgentes. Es por este motivo por lo que el recurso al referendo es a veces la única manera de determinar qué medida resultaría más satisfactoria en términos generales. Sin embargo, a causa de la desinformación, la falta de imparcialidad, empatía, etcétera, los resultados de los referendos son sólo los indicadores menos malos posibles. Volviendo al derecho a la propiedad, más que un trump constituye un verdadero escollo para el desarrollo armónico de las comunidades humanas. Hume intenta persuadirnos en el Treatise de que es más doloroso dejar de poseer riqueza que no adquirirla jamás, con lo cual quiere defender la protección del derecho a la misma. Es muy posible que hasta cierto punto sea verdad que el «dolor» de desprenderse de algo sea más agudo que el de no llegar a poseerlo. Sin embargo, también hay que tener en cuenta el principio de la utilidad marginal decreciente de los bienes que nos indican que x unidades añadidas a los bienes abundantes de una persona no suponen apenas variación en el goce derivado de los mismos, mientras que esas mismas x unidades añadidas a los bienes escasos de otras personas suponen una importante mejora.
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En cualquier caso, las diferencias en riqueza y estatus generan incomunicación entre los humanos, relaciones de dominación y sumisión, envidias, recelos por parte de los de más abajo, abusos y tiranía por parte de los de más arriba. Como Mill apuntó, tanto al tratarse de las relaciones entre patrones y operarios, como entre maridos y mujeres, en la vida humana toda situación de desequilibrio y desigualdad es mala para ambas partes, tanto para el superior como el inferior, ya que ciega las fuentes de las relaciones más gozosas entre los seres humanos que son las producidas por la concordia y la solidaridad. Por supuesto que las éticas de los derechos no podrían admitir lo anteriormente dicho, por cuanto afirman la neutralidad axiológica de los fines humanos, de tal modo que quienes tengan como meta la concordia no tendrían más derecho a perseguir dicha meta que los amigos de la discordia (o mejor dicho, ambos lo tendrían por igual). Las teorías de los derechos se centran principalmente en los placeres individuales, cuando no egoístas: disfrutar de mi cuerpo, de mi vida, de mi hacienda, etcétera, en lugar de compartirlos y hacerlos fecundos en la convivencia. Al igual que Kant, parten estos teóricos de una concepción antropológica sumamente pesimista que presupone que cada individuo busca exclusivamente su propio bien. Las semejanzas entre Kant y los liberales contemporáneos no van, en muchos sentidos, mucho más lejos de su concepción antropológica. Para Kant, puesto que somos egoístas, la ética ha de ser necesariamente compulsiva obligándonos a renunciar a nuestro yo fenoménico. Para los liberales defensores de los derechos, sin embargo, lo racional es buscar lo que deseamos, por lo que las tendencias egoístas y la búsqueda de privilegios —que se acomodan a su caracterización de la naturaleza humana— son los que determinan nuestros deseos, que son según ellos trumps respecto a las consideraciones relativas al bienestar general de los seres humanos. Habría que coincidir, por supuesto, en que todos tenemos derecho a algún tipo de propiedad pero siempre que, a diferencia de lo que estiman los teóricos de los derechos, ésta pueda ser justificada en términos de bienestar personal y general (que son elementos complementarios, no contradictorios).
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Por ejemplo, es importante que cada uno reciba una recompensa de acuerdo con su esfuerzo, ya que eso es lo que esperamos los seres humanos en función de nuestro sentido de la justicia. La arbitrariedad en el modo de compensar los esfuerzos generaría el malestar individual y crearía un clima de confusionismo que haría que nadie supiese las expectativas que pudiese albergar respecto al futuro. También es necesario postular mecanismos de compensación con el fin de que los peor dotados por la naturaleza y la sociedad vean paliados los sufrimientos originales que han venido padeciendo, superando al mismo tiempo su estatus y su autoestima. Este es un punto tremendamente importante en toda la teoría de la justicia. Los seres humanos no determinan convencionalmente si han de estar divididos o no en clases, o cuáles han de ser las diferencias entre ellas. Ni la filosofía moral, ni la filosofía política, tienen su base y justificación en lo convenido por las partes. La fundamentación y justificación tiene lugar en una segunda fase, tras el reconocimiento de nuestros sentimientos morales de empatía y justicia, que nos son dados por la naturaleza, aunque en un estado precario que precisa reforzamiento mediante la educación sentimental y racional. La justicia trata, pues, principalmente, de ampliar la capacidad de empatía e imparcialidad de los seres humanos con el fin de que todos podamos gozar cuanto sea posible, sin estorbar el goce de los otros, sino, lo que es más y como Mill apuntaba, de modo tal que todos gocemos con el goce de los otros, lo cual supone marcar una meta o un fin claramente superior a otras metas o fines (contrariamente a la neutralidad moral de los fines y metas de las éticas de los derechos). La consideración de los beneficios que la redistribución de propiedades y riqueza suponen para los individuos y la comunidad son trumps sobre todo tipo de consideraciones respecto a la conveniencia puramente egoísta —para algunos cuantos— de ciertos estados de cosas. Por lo demás, dicha conveniencia no lo es más que en un sentido burdo y premoral. En la medida en que nos hacemos éticos y solidarios las conveniencias particulares convergen y nadie se ve
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amenazado en sus libertades por el hecho de que se tenga en cuenta el bienestar de todos. Podríamos considerar, a pesar de lo dicho, que el derecho a la propiedad es un trumps en determinadas situaciones. Por ejemplo, cuando alguien pretende despojarme mediante el robo de aquello que he conseguido gracias a mi trabajo y esfuerzo. Proponer que mis propiedades repartidas entre un grupo de delincuentes pudieran ser más «beneficiosas» para la utilidad pública que cuando están en mi poder no sería de recibo, pues la comunidad se vería trastocada con este tipo de conductas que darían lugar a una sociedad sin ley (un estado de naturaleza hobbesiano) donde quedaríamos a merced del más fuerte o el más rápido con las pistolas. El derecho a la propiedad, en cambio, claramente no es trump cuando es evidente que redistribuyendo mis beneficios excesivos por medios legales, muchas personas indigentes podrían alcanzar un nivel de vida más decoroso. Aquí no se sacrifica al individuo en aras del monstruoso «colectivo», sino que se hace justicia, conforme a las normas de la moral, a los peor situados. Por supuesto que es una tarea complicada determinar cuáles son las propiedades justas. El esfuerzo, el rendimiento y las necesidades han de ser tenidos en cuenta, todos a la vez. Pero «esfuerzo», «rendimiento» y «necesidades» son palabras muy ambiguas que requerirían una discusión más larga de lo que aquí es pertinente.
EL DERECHO A LA LIBERTAD «Libertad» es también una palabra ambigua, difícil de definir y delimitar, por lo que no es sólo complicado sino imposible indicar si siempre es defendible la libertad como trump no sujeta a consideraciones de bienestar general. La «libertad de expresión», por poner un ejemplo, no es trump prácticamente nunca, a no ser que se le entienda presuponiendo ya una serie de restricciones previas. Por lo demás, nadie puede injuriar o difamar a otro, ni atentar contra su honor, ni denigrarlo, ni causarle verbalmente un daño deliberado. El uso del lenguaje ha de estar regulado, ya que puede ser una de las armas más
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hirientes en el «combate» cotidiano. Mediante la palabra podemos difamar, vilipendiar, vituperar, privar del honor a otro, deteriorar su imagen, hundirlo psicológicamente. No sólo la moral sino incluso las simples normas de urbanidad nos aconsejan que no utilicemos la «libertad de expresión» para ser zafios y groseros. No creo que nadie pueda mantener que sea un «triunfo moral» el derecho a decir lo que me venga en gana sin reparar si estoy siendo fiel a la verdad o si por inoportunidad estoy dañando indebidamente la fama de otro. La mayoría de las veces tengo la impresión de que cuando los liberales contemporáneos reclaman el derecho a la libertad, negativa casi siempre, están reclamando que la propiedad de cada uno sea intocable, es decir que cada cual pueda disfrutar de lo «suyo» sin temor a que los principios de la justicia le «obliguen» a entregar parte de sus posesiones con el fin de redistribuir la riqueza. La libertad total, en el sentido de no tener obligaciones para con nadie, no existe sino en el estado de naturaleza de Hobbes o Locke. Cuando los seres humanos se unen, estipulan reglas de protección o respeto mutuo para asegurar el disfrute de la vida de todos por igual, reglas que, sin duda alguna, restringen la libertad originalmente ilimitada. Por otra parte, la visión contractualista de la sociedad es una visión puramente prudencial donde cada uno, incluso en la sofisticada versión rawlsiana, se asegura la situación menos mala posible, sin tener en cuenta para nada la suerte de los demás. Pero la ética da un paso más y nos exige llegar a diseñar las normas de la convivencia de modo que nosotros y los demás gocemos del mayor número de bienes posibles y evitemos el mayor número de daños. Ya no se trata de preguntarnos, de acuerdo con las normas de la prudencia, ¿qué he de hacer para evitar mi destrucción?, o ¿cómo puedo asegurar la protección de mis bienes?, sino de plantearnos la construcción de un mundo que produzca más satisfacciones al conjunto de los seres humanos. El pesimismo antropológico liberal lleva a hacer pensar a los proponentes del liberalismo que los individuos están mejor protegidos cuando disfrutan de sus bienes en soledad que cuando los comparten solidariamente. De ahí su énfasis de otra forma incom-
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prensible en el valor «libertad» principalmente en su significado negativo. Sin embargo es perfectamente lícito preguntarse ¿por qué una sociedad justa ha de basarse en el respeto a la libertad? Si acaso debe tratarse de una libertad igual, y de una libertad igual negativa y positiva al mismo tiempo. Si a todo lo que la justicia nos llevase fuese a proteger la «libertad» de los ricos para disfrutar sus riquezas y la «libertad» de los pobres para vivir autónomamente sin ayuda de las instituciones para proveer sus necesidades, veríamos claramente que se trataría, éticamente, de una burla. Las leyes de la justicia, por el contrario, reclaman que los mejor dotados y acomodados luchen por hacer extensibles sus dotes a sus conciudadanos. Por supuesto que es fácil despachar este asunto indicando que, por ejemplo, ocuparse del bienestar de todo el mundo por igual, sería imponernos un deber supererogatorio, es decir excesivo, algo que no se puede demandar éticamente de todos los individuos. Es también cierto, como James Griffin y otros han demostrado, que «debo» tiene que basarse en un «puedo», de tal modo que no sea moralmente exigible que hagamos algo que supere nuestras fuerzas o nuestra capacidad. Pero la fuerza o fortaleza moral varía de individuo a individuo y depende de muchas circunstancias. Algunos seres humanos tienen serias dificultades para ocuparse de algo que vaya más allá de sus intereses propios, o los de sus familias y allegados. Otros seres humanos, en cambio, utilizan su imaginación para ponerse en el lugar de personas que no han visto nunca y por cuya suerte se interesan. Es más, parece fácilmente imaginable una educación moral adecuada que haga que los individuos no tengan que aferrarse desesperadamente a sus propiedades o a su capacidad de poder sobre los demás para ser dichosos. En cualquier caso, no puede ser jamás un triunfo «moral» el que uno exhiba el «derecho» a continuar disfrutando de sus privilegios a costa del malestar de muchos. Parece claro que el poseer más fuerza o más habilidad, más imaginación o más perspicacia, o nacer en una familia con más
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bienes materiales que la mayoría, no puede ser tenido como mérito moral. La riqueza, por tanto, acumulada en función de capacidades psicológicas, intelectuales, o de otro tipo, así como el mejor punto de partida, no pueden ser jamás considerados como algo a cuya protección y libre disfrute tengamos algún tipo de «derecho». Desde luego, uno es libre para que no le molesten si con su «libertad» está molestando a otros. Es una afirmación sarcástica e hipócrita la que mantienen los poderosos frente a los desposeídos: «Yo no me meto con ustedes, no se metan ustedes conmigo». Ciertamente es muy fácil oponerse a la «colectivización» cuando uno no necesita sino que le «dejen en paz». Pero esa preferencia por la libertad negativa, que no puede proteger sino a los que están mejor acomodados, no puede tener pretensiones de «triunfo» moral, sino más bien de «trampa» moral para justificar lo injustificable. La imparcialidad y la justicia sustantiva requieren que la igualdad entre los seres humanos sea real, por lo menos hasta el punto que desaparezcan las diferencias más flagrantes por lo que al disfrute de los bienes básicos se refiere. Por lo tanto, la libertad negativa a no ser molestado no es un trump si el Estado que molesta lo hace en función de los principios de una mayor igualdad entre los seres humanos. La libertad negativa de hacer y dejar de hacer delata una naturaleza éticamente perversa que se desentiende de la suerte de los demás y que no puede ser sino éticamente repudiada. Por lo demás, resulta provocativo hablar de libertad de hacer y dejar hacer en un mundo donde mueren «libremente» de hambre e inanición miles y miles de seres humanos a diario. No obstante lo dicho, la libertad, sobre todo cuando se toma a un tiempo en sentido negativo y positivo, es uno de los elementos más importantes, el más importante tal vez, de la felicidad humana, y como tal debe ser protegido y distribuido, para que no sea el azar el que determine la suerte de los seres humanos, sino una sociedad organizada solidariamente, donde, como por milagro, los unos gozan con el goce de los otros.
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No tendría sentido, ciertamente, sacrificar la libertad de un individuo, especialmente su libertad positiva de desarrollarse, en aras de algún otro tipo de bienestar menos importante. El lenguaje de los derechos es apropiado a veces, pero casi siempre resulta cuando menos equívoco y desorientador. Proteger el derecho de cada ser humano a una vida de mejor calidad, con independencia de las preferencias de las mayorías es una cosa, otra muy distinta es reducir el derecho a la no interferencia y dejar a los seres humanos a su suerte. En el primer caso podemos hablar de trumps a causa del bienestar que el derecho protege; en el segundo caso hemos de hablar de ofensa al ser humano, en atención al bienestar que dicho «derecho» impide desarrollar. En cualquier caso, es siempre la referencia al bienestar humano privado y colectivo lo que es «trump» sobre otro tipo de consideraciones, incluidos los «derechos».
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EN BUSCA DE LOS USOS DE LA RAZÓN
MARÍA SOL PÉREZ SCHAEL Universidad Central de Venezuela (Venezuela)
I ¿QUÉ HACE QUE UNA VIDA sea buena para la persona que la vive?, se pregunta Thomas Scalon en su artículo «El valor, el deseo y la calidad de vida»,1 y, al hacerlo, admite la posibilidad de diferentes interpretaciones y respuestas. Por lo tanto, para evitar cambios inadvertidos en los puntos de vista, considera indispensable aclarar el lugar o enfoque desde el cual la pregunta se formula. Aceptando la prudencia a la que invita Scalon, ya que una buena vida no significa lo mismo para una persona benévola que piensa en un tercero o para un individuo que está decidiendo cómo vivir, es conveniente advertir que en esta discusión el interés estará circunscrito a los problemas que enfrenta un decisor público que le asigna importancia ética y política a esta inquietud y que, además, se preocupa por anticipar las posibles interpretaciones que, de la buena vida, harán las personas que la vivan. Por ello, la interrogante inicial aparece bajo un nuevo aspecto y puede reformularse de la siguiente forma: ¿cuál puede ser un lugar de observación apropiado para incrementar las probabilidades de que una elección produzca experiencias de vida susceptibles de ser considera1 T. Scalon, «El valor, el deseo y la calidad de vida», en M. Nussbaum y A. Sen, La calidad de vida, Fondo de Cultura Económica, México, 1996.
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das satisfactorias por las personas que las viven?2 Desde este lugar y, a diferencia de las conclusiones contractualistas a las que conduce la orientación moral de la reflexión de Scalon, las alternativas estarán condicionadas por las siguientes premisas: a.
La decisión que se interroga sobre la buena vida, quedará restringida por una cierta comprensión del utilitarismo que incluye dos rasgos identificados por Martin Farrell:3 «a. que todos los individuos cuentan como uno, y nadie por más de uno, y b. que no existe un criterio de bondad, de corrección, o de justicia, que sea independiente de la felicidad».4
b.
La decisión, en esta descripción, puede considerarse una función reflexiva del sistema social (comunica sobre la interacción), en particular, estabiliza los riesgos derivados de la complejidad de la dimensión sociopolítica del sistema.5
Entendemos por observación el proceso de construir una referencia, es decir, un interés por obtener información (N. Luhmann, Sistemas sociales. Lineamientos para una teoría general, Alianza, México, 1991, p. 438). No se trata, pues, de presentar un modelo de decisión sino de argumentar cuáles pueden ser los problemas que, a priori, conviene considerar si se asume que toda elección construye referencias de sentido y que éstas están destinadas —como lo pretendía ya el utilitarismo clásico— a producir la mayor felicidad pública y a garantizar el equilibrio evolutivo del sistema sociopolítico. A partir de estas premisas, es inevitable privilegiar los aspectos relativos a la evaluación que harán los individuos beneficiados o afectados por la decisión. En cuanto al decisor, su tarea fundamental será construir probabilidades de maximización de la aceptabilidad de sus elecciones.
2
3
M. Farrell, «La satisfacción de las preferencias: posibles modelos utilitaristas», coferencia presentada en el II Encuentro de la Sociedad Iberoamericana de Estudios Utilitaristas (SIEU), Universidad Santiago de Compostela, 1996, p. 1. 4
A la idea de felicidad no se le asigna carácter sustantivo sino adjetivo: «one migth oneself construct a happy life, not to happiness itself» (J. Griffin, «Rigths, the Interests, they Proyect, and Utilities», conferencia presentada en el Instituto del Círculo de Viena y en el II Encuentro de la Sociedad Iberoamericana de Estudios Utilitaristas (SIEU), Universidad Santiago de Compostela, 1996, p. 15). 5
Estas ideas han sido abordadas con anterioridad en el artículo «Estabilización de preferencias» (M. Pérez Schael, en Relea, nº 3, Caracas, 1997, p. 140). Añadimos en esta oportunidad que complejidad en teoría de sistemas significa ... coacción de la selección. Coacción significa contingencia y contingencia significa riesgo. Cualquier estado complejo de cosas se basa en una
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c.
La premisa anterior convierte las decisiones en estrategias, es decir, en un complejo de condiciones de veracidad o de aceptabilidad social de la conducta que son transformables e inestables, tanto en su desarrollo como en sus detalles.6
d.
En tanto que estrategia, la decisión caracteriza su entorno, es decir, ese horizonte que interroga, evalúa y aclara su desenvolvimiento de la siguiente forma:7 iii.
las preferencias constituyen el conjunto de expectativas generalizadas pero que, sin embargo, dejan indeterminado el contenido de lo que de ellas exactamente se espera, por lo que se justifica plenamente la función de decisión;8
selección de las relaciones entre los elementos, los cuales son utilizados para constituirse y conservarse. La selección, mientras relaciona, sabe también que es «posible de otro modo». Por lo que esta dimensión de contingencia «avisa sobre la posibilidad de fallo aun en la formación más favorable». (N. Luhmann, ob. cit., pp. 35-77.) 6
La decisión como tal es objeto de observación por el propio decisor debido a que las condiciones de veracidad de la conducta serán determinadas por el entorno. La estabilización, objetivo de la decisión, supone la posibilidad de adaptar la conducta a un tema, es decir, a los programas de acción del lenguaje y, éstos ... se pueden denominar estrategias siempre y cuando se prevé el hecho de que en el transcurso de la realización pueden cambiarse según las circunstancias. Las ventajas de una firme preselección es sustituida entonces por una especificación de las informaciones que podrían dar motivo para cambiar el programa en cierto sentido. [Ibídem, pp. 169 y 322.] Se trata de definir lo que podría llamarse una estrategia de decisión oportunista que se adapta a las condiciones de posibilidad que el sistema le ofrece. 7
La diferencia sistema/entorno no es ontológica: No divide a la realidad global en dos partes: aquí el sistema, allá el entorno. Esta alternativa no es absoluta, más bien relativa respecto del sistema y, no obstante, objetiva. Es un correlato de la operación de observación que introduce esta distinción en la realidad (como lo hace con otras). [Ibídem, p. 189.]
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La noción de expectativa generalizada está relacionada con la concepción de la racionalidad contextual y situacional (no substantiva). Ello implica que se
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las condiciones evolutivas de la interacción exigen que la decisión se interese por aquellas expectativas estabilizadas que podrían ser transformadas cuando la realidad muestre aspectos distintos o inesperados. De esta forma, la expectativa se presenta como «la forma en la cual algo reacciona conforme se problematiza su problema»9 y, la función de decisión, sería la problematización —o especificación— que asegura los rendimientos de las generalizaciones al identificar valores adaptativos y funcionales a la evolución social.
aprende a ser racional de una cierta forma. Esta solución no excluye ninguna de las posibles definiciones de racionalidad existentes (maximizadora, bayesiana, altruista o egoísta, fuerte, débil), simplemente utiliza una axiomática de segundo orden, dependiente de la representación social (códigos, reglas, creencias) y compatible con la representación que los actores se hacen de la eficacia, el óptimo, el bien o lo correcto (J. Ponssard, «Pour une approche contextuelle de la rationalité dans les jeux non coopératifs», en J. Dupuy y P. Livet, Les limites de la rationalité, t. 1, Editions La Découverte, París, 1997, pp. 209-222). Esta idea de expectativa generalizada, desde teorías cognoscitivas, puede implicar condiciones de racionalidad negativa, «como malos hábitos de pensamiento que conducen al fracaso» (D. Dörner, La logique de l’échec, Flammarion, Francia, 1989, p. 224) y, desde perspectivas éticas, podría asimilarse a cierta idea de uniformidad de la naturaleza humana: ... it seems to me, that all human beings have much the same biological and psycological needs and, therefore, have much the same basic desires... If I am rigth in suggesting such a basic uniformity of our basic desires, as I think I am, then this is an intresting empirical fact about human nature, which seems to be of some importance for ethics. [J. Harsanyi, «A Theory of Prudential Values and a Rule-Utilitarian Theory of Morality», conferencia presentada en el II Encuentro de la Sociedad Iberoamericana de Estudios Utilitaristas (SIEU), Universidad Santiago de Compostela, 1996, p. 8.] Por último, trabajar con una axiomática contextual hace razonable el colocar en segundo plano las diferencias entre criterios técnicos de reparto (maximin de Rawls, el utilitarismo de Harsanyi, el minimax de Gauthier y el equilibrio Nash) debido a que: ... los resultados de los casos analizados en este trabajo apuntan a que el problema no esté tanto en los criterios sino en su instrumentación. Los escollos para un reparto equitativo están más en la manipulación de la información en donde surge un verdadero dilema de prisionero. [J. Barcón, «Esparta y Macondo», en Ética y política en la decisión pública, Angria, Caracas, 1993, pp. 163-164. Subrayado nuestro.] 9
N. Luhmann, ob. cit., p. 325.
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II Sin duda el paradigma del homo economicus, conjuntamente con las teorías de la utilidad y el desarrollo de las matemáticas en los siglos XVII y XVIII, permitieron sentar las bases de una ambición científica —la de explicar y normar el comportamiento racional—, que comenzó exhibiendo sus éxitos a la sombra de dilemas y paradojas, una de las primeras, la paradoja de San Petersburgo.10 Era inevitable que este vasto campo de conocimientos germinara en medio de imposibilidades lógicas como las que presenta el famoso dilema de Arrow.11 Otros caminos también se abrieron batallando con las imperfecciones del concepto racionalidad, en particular, con debilidades puestas en evidencia por la teoría de juegos.12 Finalmente, con los intentos de formalización de modelos, aparecieron las complicadas exigencias y las dificulta10 Una descripción de la paradoja de San Petersburgo, problema presentado por Bernoulli, junto a un breve recuento histórico del concepto de utilidad, puede encontrarse en el trabajo de Jaime Barcón, Teoría de la utilidad (Universidad Central de Venezuela, 1981) y, en Le théorie de la décision de Robert Kast (Editions La Découverte, París, 1993). Para un tratamiento exhaustivo de la complejidad alcanzada por la teoría de la utilidad en el siglo XX, especialmente en la teoría de la decisión, se recomienda el libro de Emmanuel Picavet Choix rationnel et vie publique (Presse Universitaires de France, París, 1996). 11
La importancia del dilema de imposibilidad de Arrow —según E. Picavet, ob. cit., p. 293— radica en que plantea dos aporías diferentes. La primera es la imposibilidad de producir decisiones cualquiera sea la regla de agregación, ya que si se verifican las condiciones de Arrow es imposible construir un preorden de preferencias colectivas que represente las elecciones observadas en la colectividad. La segunda es una imposibilidad de predicación, es decir, de argumentar sobre la racionalidad de un preorden social demostrando cómo éste se articula con las preferencias individuales conforme a las condiciones establecidas en el dilema. 12
Un recorrido detallado de las dificultades del concepto de racionalidad desarrollado por la teoría de juegos es presentado por Hargreaves y Varoufakis en su libro Game Theory. A Critical Introduction (Routledge, Nueva York, 1995). La existencia de múltiples equilibrios Nash o de perturbaciones en los resultados (trembling hands), describen las condiciones propias de una racionalidad limitada. Igualmente, los intensos debates sobre el dilema del prisionero bastan para aceptar que la noción de racionalidad en la fórmula adoptada por la teoría económica —principio de maximización, o eficiencia óptima— continúa siendo problemática.
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des de solución en la creación de funciones y juicios de bienestar.13 En sus formas contemporáneas, una de las evoluciones más interesantes de la teoría de la decisión es la que intenta superar las paradojas de la racionalidad construyendo modelos de decisión que articulan consideraciones de orden instrumental, estructuras de justificación, y restricciones éticas a la racionalidad del decisor. Sin embargo, estas soluciones que parecen adecuadas para decisiones públicas en contextos de pluralismo democrático, se arriesgan en una dirección problemática como lo es la de formular un criterio de corrección independiente de la dinámica política y de la evolución de la convivencia social.14 En la actualidad, los debates relativos a decisiones que integren información cada vez más compleja continúan. Sin embargo, abordar las discusiones de orden técnico-instrumental o las que surgen de la teoría moral —ambas vinculadas a una noción de racionalidad fuerte o 13
Un hito fundamental lo constituye, en los años setenta, la famosa polémica Harsanyi-Sen sobre utilitarismo e igualdad. Un tratamiento de la evolución de las discusiones relativas a la medición de la desigualdad económica, y a cómo construir un juicio fiable de orden distributivo, es presentada por Damián Salcedo Megales en su libro Elección social y desigualdad económica (Anthropos, Madrid, 1994). En cuanto a la polémica Harsanyi-Sen, una versión en español ha sido publicada en Telos, Revista Iberoamericana de Estudios Utilitaristas, junio de 1996. 14
En el modelo presentado por Julia Barragán («La estructura de justificación de las políticas públicas en un marco democrático, en América Latina: alternativas para la democracia, Monte Ávila, Caracas, 1992), el criterio de racionalidad bayesiana permite identificar la corrección en la elección de políticas públicas. En este caso, la dimensión axiomática del modelo es sustituida por los articuladores normativos de la estructura argumental, y la regla de derivación por la corrección de la probabilidad subjetiva a priori. La objeción que le formulamos a esta solución se concentra en el argumento que supone que la corrección de una decisión pública, en tanto que procedimiento de resolución de conflictos entre fines alternativos, pueda lograrse construyendo un criterio de racionalidad externo a la propia dinámica política. Si la ponderación de fines alternativos se basa «de manera necesaria en una valoración política que es la que le otorga fuerza normativa moduladora del espacio de convivencia social» (ibídem, p. 75) entonces, o bien se impone el paternalismo y la decisión viola la condición de no dictadura, o bien es inevitable convertir la dinámica política en el criterio de validez, y ello significa producir un criterio de corrección interno. En esas condiciones no hay un criterio de racionalidad independiente sino un proceso de autorreferencia en la determinación de criterios de corrección infinita. De eso trata la decisión y la evolución social. (M. Pérez Schael, ob. cit.)
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substantiva— constituye un propósito que sobrepasa nuestras posibilidades e intereses. Por lo demás, el enfoque elegido inicialmente obliga a desplazar el interés que despierta la pregunta sobre la buena vida, hacia los efectos que podrían producirse al incluir información relativa a la dinámica sociopolítica y a los aspectos cognoscitivos que influyen en el comportamiento humano. El desplazamiento aludido, puesto que no aborda los aspectos formales de la racionalidad de la decisión sino que la sitúa en el terreno de las interacciones en la vida pública, exige considerar que toda decisión se ve afectada por principios o restricciones «exteriores» a la decisión misma; entre ellos: la información sobre derechos, los límites idiosincrásicos y cognoscitivos de una cultura o la circunstancia de condiciones de interacción prexistente. Esta perspectiva tiene importancia ya que impide pensar la decisión como un función autónoma capaz de formular criterios de validez independiente que pudieran verse sustraídos de la exigencia de evaluación colectiva que se le impone a toda decisión que afecta la experiencia de vida en sociedades democráticas; no hay que olvidar —nos recuerda Picavet— que el decisor es ante todo una persona, y ello representa un límite para cualquier teoría posible: podemos ser —dice— dueños de nuestros actos pero no de la infinita variedad de significaciones que ellos puedan adquirir. En conclusión, es posible incorporar problemas relevantes para la comprensión del comportamiento racional y que «no entran en el campo de la teoría de la decisión en su forma actual... ni... pueden ser resueltos por la teoría formal de la elección colectiva».15
III Nuestro objetivo consiste en analizar las condiciones en las cuales una decisión puede observarse a sí misma desde el punto de vista de la evolución social. Ello requiere incrementar las bases informativas del proceso de decisión a partir de los aportes que ofrecen las perspectivas sociopolíticas y cognoscitivas abordadas en recientes discusiones sobre el análisis del comportamiento racio15
E. Picavet, ob. cit., p. 479.
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nal.16 Algunos de esos temas han sido tratados en los trabajos de Julia Barragán y ellos constituyen la fuente inicial de nuestras preocupaciones. En particular, cabe destacar la importancia que la autora le atribuye a la estructura de justificación «como generadora de un espacio de convivencia política y social», y a la capacidad de un modelo de decisión para ser creíble y estimular, con ello, comportamientos cooperativos que garanticen la cohesión social. Estos problemas aparecen reflejados en la noción de fuerza normativa, esa capacidad de la decisión para construir un marco de significados que favorezca el uso de estrategias conjuntas;17 también se reflejan en el concepto de realizabilidad, entendido como la condición de aplicabilidad o viabilidad de la norma generada en un proceso de decisión18 y en el tratamiento del poder erosivo de las autoexcepciones, esos comportamientos —a veces irrelevantes— pero capaces de transformar expectativas de cooperación en conductas de deserción frente a las cuales el sistema de sanciones no sólo es insuficiente sino costoso.19 Son éstas las problemáticas que se justifican desde el lugar de observación elegido. Por lo tanto, conviene explorar la importancia que para un decisor tiene su definición de expectativas; en
16
Destacan dos volúmenes titulados Les limites de la rationalité donde se recogen las ponencias presentadas en el coloquio Limitation de la rationalité et constitution du collectif realizado en junio de 1993 en Cerisy-la-Salle, en Francia, bajo la dirección de Jean Pierre Dupuy, Pierrre Livet y Bénédicte Reynaud. Asimismo es interesante la reflexión de David Schmidtz en Rational Choice and Moral Agency, libro publicado en 1995 y donde el autor intenta responder, entre otras, a la pregunta: Is it rational to be moral? Desde las perspectivas cognitivas conviene mencionar el libro La logique de l’échec (ob. cit.) de Dietrich Dörner publicado originalmente en 1989. 17
J. Barragán, «La estructura de justificación...», ob. cit. Este concepto será igualmente utilizado en el modo propuesto por David Schmidtz (Rational Choice and Moral Agency, Princeton University Press, Nueva Jersey, 1995, p. 26): la fuerza normativa puede entenderse también como aquellas razones que inducen a la acción y que se expresan en el lenguaje de los fines personales: «When one has ends, ones has reasons to act in some ways rather than in other». Este será el sentido que le daremos en la discusión sobre problemas de legitimidad. 18
J. Barragán, «La realizabilidad de los sistemas éticos», Telos, vol. 1, nº 1, 1995.
19
J. Barragán, «El poder normativo de las autoexcepciones», Relea, nº 0, 1995.
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especial, porque en esta perspectiva la decisión no construye soluciones; modela, más bien, experiencias de vida que pretenden satisfacer a quienes las viven. Para este decisor, implicado en los conflictos, es ineludible asumir que sus elecciones serán evaluadas por todo aquel que se interroga sobre cómo le está yendo a su vida y que, por ello, está obligado a incorporar las probabilidades de que la respuesta a esa pregunta lo afecte (cuando su responsabilidad o su reputación sea puesta en entredicho), o produzca consecuencias de importancia para la convivencia y la evolución social: ya sea porque aliente el respeto a las restricciones, ya porque provoque la transgresión de los límites que toda decisión impone. La cuestión relevante será, entonces, entender bajo qué condiciones un decisor público puede esperar, razonablemente, que su decisión sea considerada conveniente por los individuos concernidos. Esta exigencia, de orden cognoscitivo, hace que toda elección que pretenda integrar expectativas —bajo la premisa de que todas valen no desde el punto de vista ético sino desde consideraciones políticas—20 evalúe las posibilidades de estabilización de las interacciones en el tiempo, y pondere las probabilidades de aceptabilidad de la elección en tanto que evaluación satisfactoria de la experiencia de vida resultante.21
20
Cada agente conducirá su comportamiento atendiendo a las razones que se da a sí mismo, con lo cual el conflicto, aún injustificado, calificado deónticamente como prohibido e incluso reprimido, tendrá siempre una probabilidad de producirse, de perturbar y de imponerse. 21
La discusión sobre las preferencias —válidas, autónomas, heterónomas, perversas, altruistas, egoístas, o las que deban incluirse o excluirse— reviste importancia vital desde perspectivas que definen la decisión en términos de arbitraje, ocupando el lugar del legislador. Desde ese lugar, el decisor actúa movido por una racionalidad de segundo orden o moral, que no es accesible o esperable en el comportamiento individual (si así no fuera, la decisión sería una función inútil al sistema social y el consenso sería un logro seguro y sin costo). En nuestro caso, la decisión asume, de hecho, la controversia pública (o la diversidad de comportamientos o racionalidades) pero, también, incorpora la inevitabilidad de la convivencia; por lo tanto, la decisión está condenada a tropezarse en su camino con expectativas fundamentalistas, maximizadoras irrestrictas, heterónomas, benevolentes o egoístas y, a pesar de ello, mantener el objetivo de estabilizar evolutivamente las divergencias.
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Esta posición hace más compleja la construcción de decisiones al definir un entorno impreciso e inestable en el cual existen preferencias estabilizadas, es decir, escogencias a priori que inclinan la intensión o las motivaciones del agente hacia determinado comportamiento y que, por ello, pueden facilitar o crear resistencias a la integración de nuevas expectativas; por otro lado, también concurren particularismos ineludibles, tales como las capacidades, necesidades, identidades, hábitos o deseos, que intervienen en la evaluación de decisiones globales complicando el juicio que, sobre la buena vida, se hace la persona que la vive. Por último, persiste la dificultad para determinar el interés de un agente para orientarse por un criterio moral o de maximización. Una razón —argumentada en forma consistente por Barragán en El poder normativo de las autoexcepciones—22 permite desistir de incorporar el sistema de sanciones en la definición de entorno: en lo esencial —advierte la autora— la sanción desalienta la violación de los acuerdos y eso ya es algo; pero, aparte de ser una estrategia costosa, su mayor deficiencia radica en que no promueve experiencias que puedan ser evaluadas como valiosas y eso, en el contexto de esta exposición, constituye una razón suficiente para desestimar el tema por irrelevante.23 Por último, los argumentos que se esgrimen en este trabajo sólo son válidos en el contexto de un pluralismo restringido,24 es decir, que la decisión se considera sujeta a ciertas condiciones de externalidad impuestas por el sistema social y, por lo tanto, constituye un fenómeno de comunicación política destinado a normalizar conflictos, es decir, a hacer transparentes las contradicciones válidas entre las preferencias. Por ello, la decisión comunica los 22
Ibídem.
23
No se ignora, sin embargo, la importancia que significa disminuir los costos relativos a la vigilancia y la aplicación de sanciones; simplemente, en esta exposición el énfasis se dirige hacia problemas propios de la internalización de normas o del uso de la razón. Por pluralismo restringido entendemos: una racionalidad remitida a la coherencia entre la política adelantada, las leyes sancionadas y los principios reconocidos públicamente (E. Picavet, ob. cit., p. 444). No se consideran los momentos constitucionales.
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enlaces posibles y normalizables de acuerdo al lugar de referencia que los dota de sentido: leyes sancionadas, principios reconocidos públicamente o lo que Rawls llama doctrinas comprensivas razonables.25 Esto significa que la decisión debe ser funcional a la evolución de la coexistencia y que el decisor actúa como un facilitador o negociador.26 Elegir el proceso de negociación en lugar del arbitraje, permite sostener coherentemente el rechazo hacia el criterio de corrección externo e independiente al proceso de evaluación de decisiones públicas. Esto, sin duda, podría considerarse una discrepancia con la propuesta presentada por Barragán, quien, para defender la posición de arbitraje del decisor obligado a incorporar un criterio moral, rechaza el esquema de negociación donde «cada actor puede llegar tan lejos como le sea posible dentro del espacio de juego definido, procurando maximizar sus propias utilidades sin ninguna consideración valorativa de nivel superior».27 Debido a que nuestra reflexión no pretende abordar momentos fundacionales propios de las teorías constitucionalis-
25
Estas doctrinas expresan ideas propias de la cultura política: Las doctrinas comprensivas de toda clase —religiosas, filosóficas y morales— pertenecen a lo que podemos llamar la «cultura de trasfondo» [background culture] de la sociedad civil. Esta es la cultura de lo social; no de lo político. Constituye la cultura de la vida diaria. [J. Rawls, Liberalismo político, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, p. 38.]
La caracterización del decisor como un facilitador proviene de Howard Raiffa, quien considera que el decisor no es un extraño en el juego (sistema de conflictos) sino un tipo especial de jugador que determina cuáles son sus posibles ganancias y cuáles las probabilidades del alcanzarlas (H. Raiffa, El arte y la ciencia de la negociación, Fondo de Cultura Económica, México, 1991, pp. 29-31). Esta caracterización puede expresarse en el lenguaje de teoría de sistemas como la función destinada a normalizar lo improbable o convertir la inseguridad en probabilidad. Por otro lado, dado que se trata de comunicaciones, esta función puede caracterizarse como la comunicación de la negación (N. Luhmann, ob. cit., pp. 366 y ss.). En otras, palabras, negociar implica crear lenguajes que integren expectativas que a priori se demarcan, oponen o enfrentan. Habría que añadir que esta condición se le impone al decisor por la premisa de racionalidad contextual y por las restricciones del utilitarismo de Farrell. Esto significa, en términos cognoscitivos, que la decisión se coloca en el pensamiento posible: nadie puede saltar su propia sombra. 26
27
J. Barragán, «La estructura de justificación...», ob. cit., p. 67.
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tas, y tampoco presume la inexistencia de reglas propias de modelos inspirados en soluciones de mercado, pues trata la decisión al interior de un continuo institucional y plural, lo fundamental será determinar las condiciones de relación entre la decisión y su entorno.28 De acuerdo con estas premisas, la argumentación exigirá lo siguiente: a.
Redefinir la noción de decisión como el esfuerzo por controlar la experiencia de la elección posible para desplazar el problema de la evaluación de consecuencias a la evaluación sobre la buena vida.
b.
Esta preocupación, de orden ético, hará irrelevante la distinción entre valores prudenciales y valores morales a la hora de evaluar la corrección de una política pública. En esencia, los problemas de evaluación y las condiciones de razonabilidad del individuo admitirán tanto la inquietud del hedonista sobre qué hacer para lograr la más satisfactoria experiencia posible, como la preocupación del sujeto moral al interrogarse sobre qué
28
En los debates de la teoría política es usual observar la confrontación entre libertad irrestricta (mercado) o externalidad injustificada (Estado), David Gauthier y Robert Nozick expresan la intensidad y profundidad de esta polémica. En esta exposición se intenta evadir la contraposición entre lo que, desde otro lenguaje, Isaiah Berlin distinguió como libertad positiva y libertad negativa, por ello, el proceso de negociación permite describir lo que algunos autores llaman estrategia de gestión, que no tiene como contexto de referencia único el Estado (unidad de fines y de legitimidad) o el mercado (expresión pura del ejercicio de las libertades). La gestión responde, más bien, a la premisa de la existencia institucional (tradiciones y formas de organización) y, con ello, se preserva la consistencia de la perspectiva de racionalidad contextual antes aludida. Por otra parte, esta perspectiva permite la inclusión de un tercero en el sistema de conflictos sin que ese lugar sea privilegio o función del Estado. Otras modalidades son admisibles y admiten ampliar el concepto mismo de decisor: L’ Etat n’ est pas le seul moyen pour induire la coopération: un tierce partie est fréquemment chargée de ce rôle, qu’il agisse d’associations professionnelles, de syndicats, de réseaux, autant d’organitsations qui atténuent l’impact de l’intérêt individuel et bâtissent l’équivalente d’un ordre privé qui soutient une coperation locale. [Schmitter, citado por E. Boyer y A. Orléan, «Comment émerge la coopération? Quelques enseignements des jeux évolutionnistes», en J. Dupuy y P. Livet, ob. cit., t. 2, p. 25.]
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hacer para elegir una experiencia coherente respecto a determinados principios. Al respecto, el decisor no posee, a priori, ningún atributo especial para discriminar preferencias, a lo sumo, intentará afinarlas bajo las restricciones que el utilitarismo de satisfacción de preferencias, el pluralismo restringido y la evolución del sistema le imponen.29 c.
Será inevitable, para concluir, justificar la posibilidad de estabilizar conflictos evolutivamente desde las exigencias de evaluación de la buena vida. Esto obliga a responder una pregunta de orden estratégico: ¿qué probabilidad existe de legitimar una determinada elección entre otras posibles? y ¿qué puede significar definir lo posible y realizable cuando el decisor está incluido en las interacciones y, al igual que cualquier otro individuo, también evalúa las consecuencias de sus decisiones en tanto que experiencias destinadas a proporcionarle una buena vida?
DECISIÓN, NORMATIVIDAD Y DESCRIPCIÓN Decidir, para un agente individual o un decisor público, significa realizar un esfuerzo por controlar la experiencia de la elección posible. Esta definición exige algunas explicaciones: La idea de controlar la experiencia confirma, sin duda, una preferencia por las éticas consecuencialistas en la evaluación de En Farrell, la idea de afinar exige trabajar la creencia y la evidencia de la satisfacción de preferencias. Por ello, según el filósofo, se requieren principios morales para casos usuales (hipotéticos o no). Son estas circunstancias morales las que permitirían «diseñar principios morales... dando cuenta de los aspectos que ellos —los casos usuales e inusuales— tienen en común». Fuera de estas circunstancias, las posibilidades del utilitarismo de satisfacción de preferencias no puede juzgarse moralmente (M. Farrell, ob. cit., pp. 26-28). En el contexto de nuestra argumentación, el proceso de afinar la preferencia no busca identificar sus límites racionales o morales, el decisor no tiene la capacidad para elegir esos límites, su responsabilidad se reduce a reinterpretar las preferencias bajo las condiciones de posibilidad que le ofrece la racionalidad contextual. En este sentido, afinar significa hacer visible el conflicto admitido no tanto para justificar su decisión sino para debilitar la fortaleza de preferencias en disputa o contradictorias. 29
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decisiones; sin embargo, la expresión revela, también, que se está intentando diferenciar experiencia y consecuencia y esto es un asunto relevante. En esencia, se trata de distinguir entre los aspectos normativos, éticos y descriptivos de la decisión, para ofrecer enfoques alternativos en relación con la dimensión descriptiva. El término consecuencias, o espacio de las consecuencias —también llamado escenario, objeto, alternativa por Jaime Barcón— expresa la representación formal de una evaluación de probabilidades sobre los resultados —o utilidades— esperados30 y, como bien lo advierte Julia Barragán, son estructuras matemáticas que, basadas en la «aceptación de un sistema de axiomas, ofrecen reglas o criterios de asignación en el diseño de políticas».31 Esta representación constituye el núcleo que soporta la noción de racionalidad; no obstante, para la autora, apenas incorpora una de las facetas que se requieren para una buena estructura de justificación de políticas públicas. La diferencia entre descripción y normatividad ha sido también formulada por Harsanyi en estos términos: Por consiguiente, el concepto de comportamiento racional no es descriptivo sino más bien un concepto normativo. Éste no nos trata de decir cómo es el comportamiento humano de hecho, sino que nos dice cómo tendría que ser tal comporta-
30
No hay que olvidar que la posibilidad de elegir implica evaluar las ventajas o desventajas de los posibles resultados y que la información «juega un papel importante en el análisis de decisiones pero lo hace vía al cambio de probabilidades que se asigna a los eventos y no en posibles cambios de evaluación de consecuencias» [J. Barcón, Teoría de la utilidad, ob. cit., p. 19]. Posteriormente, como ya se expuso, Barcón concluirá que la discusión relevante se orienta hacia la manipulación de la información y no hacia las diferencias de criterios. Para el cálculo de la utilidad esperada habría que precisar que, debido a la intervención de múltiples factores que hacen difícil la representación del azar (caso de las carreras de caballos), la noción de mesure de la vraisemblance de un acontecimiento es subjetiva (R. Kast, ob. cit., p. 68). Esto reitera la insuficiencia del criterio de información total y la importancia de la cognición (modos de pensar) en tanto que herramienta fundamental para el procesamiento de la información (capacidad para identificar, construir, integrar y procesar complejidades). 31
J. Barragán, «La estructura de justificación...», ob. cit., pp. 53-54.
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miento para satisfacer el requerimiento de consistencia y regularidad de la racionalidad perfecta.32
Por su parte, Julia Barragán vincula normatividad y ética al afirmar que el uso normativo de los modelos de comportamiento racional «procura inducir conductas consideradas socialmente deseables porque son valoradas como éticamente superiores».33 Esto justifica que la autora, al discutir sobre estructuras de justificación de políticas públicas, identifique una esfera de evaluación de fines alternativos y otra relativa a las posibilidades de que una decisión genere espacios de convivencia. Es justamente a partir del esfuerzo por ampliar la estructura de justificación, que adquiere relevancia la dimensión descriptiva del comportamiento humano: esta perspectiva recupera información decisiva para la evaluación de la fuerza normativa de una elección. En esta exposición la descripción no se interesará en los comportamientos observados de hecho ni se la podrá vincular con una tautología semejante a la que identifica preferencia con elección efectiva: es preferido lo preferido.34 Por el contrario, la descrip32
En este artículo Harsanyi considera el comportamiento moral como una especial forma del comportamiento racional. (J. Harsanyi , «Modelos teóricos del juego y la decisión en la ética utilitaria, en Ética y política en la decisión pública, ob. cit., p. 103.) 33
J. Barragán, «La estructura de la justificación...», ob. cit., p. 71. Una argumentación detallada sobre las diferencias en los usos analíticos y normativos de los modelos de racionalidad puede encontrarse en la discusión sobre el dilema del prisionero de Barragán, en «Modelos de decisión en el ámbito público», en Ética y política en la decisión pública, ob. cit., pp. 39-100. 34
Esta perspectiva se corresponde con la tradición de la teoría de la elección colectiva y conduce a dos aproximaciones posibles: Ou bien l’on considère qu’il n’y a rien à imaginer ou à aller chercher «derrière» les comportements observés, et alors ont admet que les préordres de préférences individuelles ont pour seule fonction de symbolyser ou de représenter les choix efectifs des agents. En este caso la preferencia individual nos remite a la reconstrucción simbólica del comportamiento observado. La segunda opción obliga a distinguir actos y preferencias ocultas: Cette seconde approche a pour effect de rejeter les «vraies» préférences des agents dans le domaine de l’inconnaissable, puisqu’on s’attache à les séparer par principe de toute préférence exprimée. [E. Picavet, ob. cit., pp. 273-280.]
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ción debe proporcionarle al decisor información útil para organizar probabilidades a priori sobre la aceptabilidad de los comportamientos que puedan producirse ante determinadas consecuencias o resultados de una elección.35 Por lo demás, el uso del concepto de experiencia exige considerar aspectos descriptivos del comportamiento humano, a fin de que la decisión incorpore —en términos de predicción— la estimación subjetiva que, sobre la experiencia resultante, realizará el agente cuya vida será impactada por la elección.36 Esta información, como se observará más adelante, interesa en el momento de responder a la tercera de las interrogantes de esta argumentación, a saber, cuáles son las probabilidades de legitimación de una elección entre otras. Por otra parte, la misma idea de consecuencias se presenta en una doble dimensión: por una lado son resultados objetivos que se traducen en formas de vida evaluadas por los individuos desde contextos particulares o subjetivos y, por otra, implican la formulación de hipótesis sobre cómo la gente interpretará las decisiones y las restricciones normativas que la decisión impone. Ello requiere, entonces, de un decisor capaz de construir probabilidades de éxito en la vida de terceros y en su propia existencia. Por último, se puede afirmar que toda decisión está vinculada a los juicios sobre la calidad de vida y que, por ello, es inevitable reinsertar el protagonismo del agente (sea sujeto u objeto de la decisión) en el proceso de construirse una vida feliz.37 35
Esta perspectiva ha sido incorporada a la teoría de la elección racional por las visiones cognoscitivas: En ce sens, il existe un lien entre la théorie du choix rationnel comme partie de la psycologie ordinaire, ou comme guide d’interprétation et de choix des actions par des «personnes modernes» agissant en société. Présentée ainsi, la théorie du choix rationnel se manifeste clairemente dans sa dimension à la fois normative et descriptive... Elle est descriptive en ce que ses prédictions sont censées approximer la manière dont les gens se conduissent en fait. [A. Boyer, ob. cit., p. 294.] 36
El lenguaje de la evaluación de la experiencia puede entenderse como un derivado de la condición de cardinalidad, sólo que, en este contexto, la información obtenida no está destinada a construir funciones de bienestar sino a calcular condiciones de problematización de preferencias. 37 Sobre la noción de agente volveremos más tarde, por el momento interesa aclarar el uso que se hace de las nociones de experiencia y de calidad de vida. En
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En el caso de las decisiones públicas, incluir la noción de experiencia (evaluación subjetiva de los resultados objetivos) ofrece ventajas sobre la consideración exclusiva de consecuencias (o cálculo de utilidades esperadas).38 Sin duda, esto no elimina los encendidos debates en torno a la dificultad para conciliar decisión pública e interés particular. No obstante, el incorporar el interés por la experiencia de una buena vida beneficia el desarrollo de la teoría de la decisión en la medida en que ofrece contextos para obtener información más compleja que la utilizada tradicionalmente por la economía del bienestar.39 Por otro lado, estas nuevas exiprincipio, con estas nociones se pretende ampliar los contenidos de la idea de prosperidad o de crecimiento propias de la teoría económica. Pero también, al menos lo es así en nuestro caso, el esfuerzo diferenciador pretende recuperar la dimensión moral del utilitarismo clásico que concebía a la moral como el arte de dirigir la acción del hombre para producir la mayor felicidad posible. Halévy (La formation du radicalisme philosophique, t. I, Presse Universitaires de France, 1995, p. 37). Otra manera de ampliar esta perspectiva ha sido presentada en la compilación de Nussbaum y Sen (ob. cit.). El objetivo —señalado por los autores en la introducción— consiste en interrogarse sobre qué efecto producen los recursos «en las vidas de la gente». Sin duda, esta temática es amplia y compleja y, como se comprenderá más adelante, esta exposición considerará sólo aquellos argumentos que refuerzan la idea de que es inconveniente validar decisiones públicas con criterios de racionalidad externos al propio sistema en el cual una decisión es funcional. Es cierto, como bien lo señala Jaime Barcón (Teoría de la utilidad, ob. cit., p. 44) que la teoría de la utilidad permite incorporar aspectos cualitativos y subjetivos que amplían el lenguaje matemático y que, con ello, allana el camino para enfoques que podríamos llamar del tipo normativo o prescriptivo. Sin embargo, para esta exposición, que no pretende construir funciones de utilidad sino identificar dimensiones cognoscitivas pertinentes para evaluar decisiones públicas, lo importante, como ya se dijo, no son los criterios de elección sino la instrumentación de los mismos; en otras palabras, la posibilidad de crear las condiciones de aceptabilidad. Esta estrategia también le impone problemas a quienes intentan encontrar soluciones de ingeniería social: Para efectos operacionales tendríamos que ponernos de acuerdo en cómo interpretar los términos «aptitudes», «necesidades» y «choices». Si tiene sentido conectarlos por la vía de las «preferencias» individuales con los índices de «utilidad» entonces se puede abrir el camino para el empleo de procedimientos que son lugar común en lo que entendemos por... ingeniería social. [J. Barcón, «Esparta y Macondo», ob. cit., p. 164.] 38
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La experiencia, término relacionado con la forma en la cual las personas perciben sus condiciones de vida, permite recuperar la solución entre el significado
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gencias de información hacen difícil que las consideraciones cualitativas que derivan del utilitarismo de satisfacción de preferencias —cada individuo cuenta como uno y nadie por más de uno— sean sustraídas de la evaluación de decisiones públicas apelando, por ejemplo, a criterios de racionalidad formal (bayesiana o maximizadora) o moral (justicia, igualdad o libertad) que sean — como afirma Martin Farrell— independientes de la felicidad. La última observación es relativa a la expresión elección posible. Con ella se reconoce que toda decisión está obligada a ponderar, por un lado, las bondades de la elección (soluciones óptimas o maximizadoras) pero también y, sobre todo, que estas bondades sean identificadas no sólo como posibles en términos de utilidades y resultados económicos sino, especialmente, en términos de aceptabilidad y de oportunidad. Esto implica asumir la relatividad de las decisiones a partir de una caracterización más compleja del impacto que producirá una elección. Lo relevante al vincular el concepto de experiencia y la noción de evaluación subjetiva —en la perspectiva evolutiva y sistémica que se ha incorporado en esta argumentación— es que la decisión no se traduce en acciones de intervención sino que constituye un instrumento de observación capaz de integrar información pertinente —para evitar la subinformación o la sobreinformación— y promover en el decisor un tipo de reflexión que le permita detenerse y decidir. De allí la preferencia por el concepto de negociador o facilitador en lugar que tienen los términos welfare o bienestar y well-being presentada por Nussbaum y Sen: el primero de los términos está vinculado a problemas propios de la economía y del utilitarismo mientras que el segundo —en opinión de los autores, extraño al utilitarismo— expresaría la preocupación por la condición de la persona. Sin entrar a considerar las opiniones —a nuestro juicio injustificadas— que resultan de la concepción antiutilitarista que defienden estos autores, lo esencial desde el contexto de esta argumentación radica en que el wellbeing es un concepto que amplía la problemática de la decisión al considerar relevantes aspectos que, también para el utilitarismo, forman parte de la teoría de satisfacción de preferencias, a saber: la motivación del agente y sus circunstancias (las capacidades, oportunidades, cultura e idiosincrasia). Otra manera de expresar el interés por este tipo de problemas, desde la filosofía moral y de la discusión sobre el sentido de los derechos humanos, puede reconocerse en la noción de personalhood que propone James Griffin (ob. cit., p. 15) y que presentaremos más adelante.
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de la noción de árbitro. Esto, en palabras de Dietrich Dörner: se necesita una forma de pensamiento que impida ejecutar acciones teóricamente perfectas pero desproporcionadas con respecto al momento de evolución del sistema.40 En cierta forma, esta idea no sólo respeta la versión del utilitarismo de satisfacción de preferencias de Sidgwick al que alude con justeza Farrell y que exige que el individuo sepa que sus preferencias se han satisfecho,41 sino que es coherente con las condiciones del pluralismo restringido y con la exigencia de incorporar nuevas formas de pensamiento en la construcción de la decisión. El problema para el decisor radicará entonces, en desarrollar habilidades cognoscitivas y controlar dimensiones emotivas que pudieran impedirle problematizar adecuadamente los conflictos de preferencia en contextos de sistemas dinámicos, es decir, con múltiples relaciones y variables que se manifiestan en forma vaga, parcial o deformada. El decisor debe estar preparado para aceptar que sus elecciones se modifiquen, sean adversadas, criticadas y ¿por qué no? consideradas fracasos a pesar de ser el resultado de un serio trabajo o de una buena intención.42 No hay que olvidar que la complejidad de un sistema no es 40
Cuando se está en presencia de sistemas dinámicos si no se integra la acción en esa dinámica sino que se interviene en determinadas situaciones que ese sistema genera en cada uno de sus estados evolutivos, entonces es posible llegar «à une action humaine disproportionnée par rapport au développement interne du système, donnant des résultats qui vont au-delà de l’objectif souhaité». A esta conclusión llega el autor después de analizar la explosión del reactor nuclear de Tchernobyl. (D. Dörner, ob. cit., pp. 40-43). Ejemplos de decisiones imposibles de ser procesadas por el sistema, aunque de consecuencias diferentes, pueden reconocerse en algunos intentos de transformación macroeconómica en los países latinoamericanos. 41
M. Farrell, ob. cit., p. 7.
42
En cierta forma, este decisor se acerca a los principios del bayesianismo. En particular porque está obligado a ir transformando sus probabilidades subjetivas a priori. La diferencia radica en que el decisor que definimos no organiza la transformación de la probabilidad bajo la condición de información completa. Su racionalidad se orienta por las posibilidades que el sistema de interacción le ofrece. Esto significa que puede y debe ser un maximizador que calcula las probabilidades de aceptabilidad de sus decisiones y esta probabilidad, al estar condicionada por la evaluación de los agentes concernidos, no depende de su capacidad de cálculo o de la información existente sino, más bien, de sus habilidades estratégicas y cognoscitivas para problematizar lo posible e integrar las selecciones adecuadas.
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transparente y que la posibilidad de capturar las relaciones posibles entre los elementos del sistema dependerá de las habilidades cognoscitivas y estratégicas del decisor. La complejidad se define entonces como un fenómeno de naturaleza subjetiva que exige adoptar ... un mode de connaissance structural, qui tienne compte des interférences et des interacctions des variables d’un système donné. Dans l’idéal, nos connaissances devraient pouvoir s’exprimer sous forme de fonctions mathématiques, même s’il faut nous en tenir à des formulations primitives, du type: «Si x croît, y décroît; si x décroît, y croît» («Si le chomage augmente, les dépenses des ménages vont diminuir»).43
DECISIÓN, PRUDENCIA Y MORALIDAD Decidir es observar, es decir, construir un interés por obtener información. Hasta ahora se han establecido ciertas condiciones propias de la función de decisión que describimos. Primero, el decisor debe aceptar preferencias en conflicto pero lograr con su decisión «que el individuo crea que su preferencia ha sido satisfecha, y que su preferencia realmente haya sido satisfecha».44 Se43
D. Dörner, ob. cit., p. 55.
44
No es ocasión para exponer en detalle la propuesta de Farrell, sin embargo es indispensable precisar su inserción en el contexto de esta argumentación. En lo esencial, aunque desde perspectivas diferentes, hay un punto de coincidencia fundamental entre el modelo utilitarista de satisfacción de preferencias que propone y las premisas que condicionan la ampliación de la posición del decisor en nuestra exposición. Respecto a su teoría, Martin Farrell dice: No es satisfaccionista, porque presta atención al estado de cosas que debe producirse realmente para que la preferencia se satisfaga. En este sentido es una teoría objetiva, pero —respetando el principio de Sidgwick— la teoría exige que el estado de cosas sea valorado positivamente por el individuo afectado. Farrell no afronta la discusión sobre cómo, a partir de estas premisas, puede actuar un decisor público; indica, sí, que una teoría moral no es útil para casos inusuales o hipotéticos (el clásico cambio de dirección del tranvía), sin embargo, deja en claro que frente a las teorías hedonistas, las teorías del deseo o las teorías de las listas objetivas, el camino que queda por delante es el de refinar las preferencias exigiendo a la vez satisfacción como estado mental y satisfacción real (M. Farrell, ob. cit., pp. 1-35).
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gundo, para decidir, está obligado a problematizar en forma oportunista los conflictos de preferencias —construyendo probabilidades de aceptabilidad— para crear condiciones de estabilidad sistémica aunque no siempre se alcancen las soluciones óptimas. Tercero, debe ser coherente con las posibilidades que la axiomática contextual del pluralismo restringido y de las expectativas generalizadas le permitan. Cuarto, le es imposible apelar a un criterio de validez independiente al proceso de evaluación pública, con lo cual, al estar concernido y afectado por las consecuencias que resulten, se convierte en un agente condenado a desarrollar comportamientos estratégicos. Ahora bien, de lo que se trata es de resolver cuál puede ser una caracterización razonable del entorno de la decisión (los individuos concernidos), tomando en cuenta que no basta definirlos como estructuras de preferencias puesto que también son el lugar de evaluación de los modos de vida resultantes. Pareciera natural comenzar la discusión buscando la consistencia argumental alrededor de las concepciones del hombre derivadas de los modelos construidos por las éticas deontológicas y consecuencialistas o por los modelos utilitarios, liberales o neocontractualistas. No obstante, esto puede resultar un esfuerzo destinado a dudosos resultados: los debates filosóficos sobre la naturaleza humana y la fundamentación del Estado tienen una larga y compleja tradición. La magnitud e intensidad puede reconocerse en la reciente compilación realizada por André Berten, Pablo Da Silveira y Hervé Pourtois, Libéraux et communautariens.45 En la vertiente anglosajona, estos autores destacan la presencia de Locke, Bentham, Mill, Sidgwick; mientras que en la filosofía tradicional europea recuerdan a Aristóteles, Tomás de Aquino, Maquiavelo, Constant, Kant y Hegel. La complejidad se acentúa cuando se observa la presencia de autores de los siglos XVII y XVIII (Hobbes o Burke) al lado de autores del período entre las dos guerras (Arendt y Sartre). Si además se le incorporan los debates que 45
La presentación problemática de estas tradiciones se encuentra en la introducción del texto (Presse Universitaires de France, 1997, pp. 1-50). Entre los autores incluidos en la compilación, aparecen Dworkin, Rawls, Larmore, Skinner, Walzer, Honneth y Wellmer.
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prosperaron a partir de la década de los setenta las dificultades para demarcar fronteras entre Rawls, Dworkin o Berlin (liberales) y Walzer y MacIntyre (comunitaristas) se hacen evidentes. Desde el punto de vista político, la labor de diferenciación también es espinosa: Buchanan puede ser para algunos un comunitarista moderado, mientras que otros lo calificarían de individualista o liberal moderado. Si añadimos las diversidades al interior del utilitarismo clásico (Mill y Godwin) o las contemporáneas entre utilitarismo de la regla (Harsanyi) y utilitarismo del acto (Gauthier), o las discusiones propias a los campos disciplinarios —teoría de juegos, elección pública, teoría de la decisión— el universo se ensancha alcanzando dimensiones inabordables. Una manera de reducir la complejidad consiste en privilegiar ya sea la superioridad moral del altruista —propio de la teoría moral— o la eficacia del maximizador egoísta —hijo legítimo de la teoría económica—; sin embargo, si se trata de dos representaciones extremas e ideales del comportamiento racional, nada justifica la supremacía de uno sobre el otro, salvo que tal elección se produzca desde la adhesión a una cierta concepción ética, política o ideológica. En consecuencia, esta alternativa de fundamentación la descartamos por inapropiada para los fines de esta argumentación. Las premisas establecidas, en particular la que incluye al decisor en el sistema de conflictos y la que establece la imposibilidad de fijar un criterio de validez independiente, lo impiden. El decisor del que hablamos tiene que ser un hombre como cualquier otro y su problema será tratar con irracionales, inmorales, maximizadores, benevolentes o altruistas, pero todos agentes respecto a la construcción de su propia felicidad. Esto no significa que se trate de un decisor amoral o irracional, hay que recordar que definimos una función del sistema político destinada a estabilizar conflictos evolutivamente, por lo que su sentido reposa en la idea de maximizar las posibilidades de que la decisión permita la evolución de las interacciones sociales, de lo contrario, sería su propia estabilidad lo que estaría en juego.46 46 Es cierto que este decisor, que fija selecciones contingentes, no cuenta con la seguridad de soluciones razonables para todos. No obstante, ... es posible imaginar una especie de convergencia cuando ambos, planificador y observador, utilizan la diferencia entre sistema y entorno como
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¿Qué alternativa queda? Encontrar un rostro oportuno para las necesidades de un decisor implicado en el sistema de conflictos. El entorno estará poblado de individuos liberales, amorales, inmorales y morales, así como también por agentes autointeresados o benevolentes. Son de prever, entonces, comportamientos altruistas, cooperativos, trasgresores y depredadores. Al menos esa será la presunción del decisor. a.
La ficción útil del maximizador irrestricto, orientado por el valor único de la mayor satisfacción del interés privado, le advierte al decisor sobre dos cosas: Como decía Hobbes: Aunque los perversos fueran menos en número que los justos, puesto que no podemos distinguirlos, es necesario recelar, ser cautos, anticiparse, conquistar, defenderse siempre hasta del más honestos y justo.
Y, señala Buchanan, este principio parecería establecer ... una especie de Ley de Gresham según la cual la «mala» conducta expulsa a la «buena» y todas las personas son inducidas por la presencia de unos pocos a adoptar comportamientos egoístas o interesados.47
En consecuencia, la decisión tendrá que desarrollar estrategias que limiten el impacto o desestimulen este tipo de comportamiento. b.
El presupuesto del liberal radical que impide el sacrificio involuntario48 anuncia límites a posibles soluciones
esquema de la obtención de información. Con ello no se resuelven las divergencias de valorización ni los conflictos de intereses, pero se puede reivindicar la propia posición racional si ésta toma en cuenta que el sistema que se plantea debe reinternalizar su relación con el entorno. [N. Luhmann, ob. cit., p. 469.] 47 G. Buchanan y J. Brennan, La razón de las normas, Unión Editorial, Madrid, 1987, p. 98. 48
R. Nozick, Anarquía, Estado y utopía, Fondo de Cultura Económica, México, 1988, pp. 45-47.
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autoritarias; mientras que este principio, desde las perspectivas neocontractualistas que promueven la idea de proyectos de vida y ciudadanos libres, «en la medida en que se conciben a sí mismos y unos a otros como poseedores de la capacidad moral para tener una concepción del bien»,49 prepara al decisor para enfrentar la aceptación o el fracaso en sus decisiones; para evaluar la potencialidad de los conflictos y para calcular las condiciones que permitirán el florecimiento de los proyectos de vida personales (autonomía, capacidad y derechos). Las posibilidades del liberal radical le permiten identificar expectativas generalizadas de corte sentimental que inducen comportamientos anárquicos, así como también le advierte sobre estructuras de preferencias que privilegian el principio de seguridad (relativo a la ejecución de planes de vida) como condición para el ejercicio de la libertad.50 c.
La caracterización más completa e interesante del agente la ofrece James Griffin y la citamos en toda su extensión:
49 J. Rawls, Liberalismo político, ob. cit.; Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México, 1985. 50 Aunque parezca paradójico, el liberal radical contradice y afirma algunas de las tesis del utilitarismo. El sentimentalismo, —neologismo de moda a finales del siglo XVII según reporta Halévy (ob. cit., t. 1, p. 209, nota 132)— lo contradice al suponer la existencia de principios caprichosos en la orientación moral del agente. Ello significa, en la crítica de Bentham, ausencia de principios: Ce que l’on s’attend à trouver dans un principe, c’est la marque d’une considération extérieure, capable de contôler et de diriger les sentiments internes d’appobation qui se borne, purement et simplement, à présenter chacun de ces sentiments comme étant à soi-même son fondement et sa règle. [Citado por Hálevy, ob. cit., p. 40.]
Pero, por otro lado, el liberal radical, al demandar la protección de los proyectos de vida, exige, al igual que el utilitarismo, la condición de seguridad junto al principio de la libertad. Según Halévy, para Bentham L’homme, à la différence de l’animal, ne vit pas seulement dans le présent, il vit encore dans l’avenir, compte sur l’avenir. La sûreté est un bien en ce qu’elle justifie le sentiment de sécurité qui permet à l’homme de former un plan général de conduite, de relier les uns aux autres, de manière à en composer une vie unique, les divers moments successifs de son existence. [Ibídem, pp. 60-61.]
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To be an agent, in the fullest sense of which we are capable, one must (first) chose one’s own course through life —that is, not be dominated or controlled by someone or something else (autonomy). And one’s choice must also be real; one must (second) have at least a certain minimum education and information and the chance to learn what other think. But having chosen one’s course one must (third) then be able to follow it; that is, one must have at least the minimun material provision of resources and capabilities that it takes. And none of that is any good if someone then blocks one; so (fourth) others must also not stop one from realising what one sees as a good life (liberty). Because we attach such high value to our individual personhood, we see its domain of exercise as privileges and protetes —protectes even against the pursuit of other values.51
Esta versión comprende aspectos ya mencionados en las definiciones anteriores y le asigna importancia fundamental al individual personhood, en tanto espacio privilegiado que debe ser protegido. Con esta última condición el decisor está en capacidad de delimitar las esferas públicas y privadas, integrando las nociones de utilidad o bienestar público, el valor de la integridad y la felicidad personal del agente. Esta posibilidad puede considerarse de particular importancia en el momento de transparentar las contradicciones relevantes.52 Una vez identificado un entorno de comportamientos variables (desde el conflicto y la transgresión derivados del principio de maximización, hasta la exigencia de protección frente al estado o las instituciones, pasando por las garantías que permitirán al agente evaluar su vida como buena y protegerla), el problema que nos queda por abordar es relativo a las condiciones que permiten 51
J. Griffin, ob. cit., pp. 12-13. Subrayado nuestro.
52
Esta preocupación de Griffin está planteada en el contexto de una discusión sobre el significado y la oscuridad que encierra la idea de los derechos en el contexto de la libertad, en particular, los derechos humanos. En esta discusión, Griffin propone una ambiciosa tarea para la filosofía: «And our jobs, as philosophers, is to supply a substantive theory of these de-natured descendants of natural rigths». (Ibídem, p. 11.)
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legitimar decisiones sin apelar a soluciones paternalistas, autoritarias o irracionales (imponer conductas inaceptables para el agente). DECISIÓN Y LEGITIMIDAD: EN BUSCA DE LA RAZÓN ¿Qué significa decidir cuando se está condicionado por la exigencia de estabilizar conflictos, problematizar adaptativamente las preferencias y producir experiencias de vida evaluadas como satisfactorias por individuos cuya descripción admite cualquiera de las caracterizaciones del agente?53 Si este enunciado es sometido a las condiciones de formalización de la teoría de la decisión, habría que desechar la posibilidad misma de la pregunta: primero, la exigencia de racionalidad fuerte excluye soluciones adaptativas que violarían tanto el principio de maximización como el de corrección deóntica; segundo, la perspectiva ética impone una racionalidad de segundo orden —ser imparcial, moral, totalmente informado o alcanzar equilibrios reflexivos producto del velo de la ignorancia— que le atribuye al decisor la capacidad de desarrollar destrezas excepcionales en lugar de ser un individuo, como los otros, implicado en el sistema de conflictos. De allí la piadosa construcción de un criterio independiente que le proporciona estabilidad ética en cuanto al alcance de sus responsabilidades. Sin embargo, los problemas por resolver de un decisor colocado en el lugar de observación elegido en esta exposición son otros: sus decisiones, en tanto que persona comprometida, están sujetas a múltiples interpretaciones; asimismo, su razón, como la de cualquier agente, se ve afectada por las dimensiones temporales y contextuales que condicionan el pensamiento posible. Por lo tanto, el 53
Las idea de agente incorpora, como ya se dijo, la noción del personalhood y ello implica «to consult human nature, the nature of our society and so on...». Desde una perspectiva política, la participación podría considerarse un mecanismo que garantice el protagonismo del agente. Esto ha sido propuesto por Julia Barragán en los proyectos de investigación reciente sobre políticas de prevención de violencia. La dificultad de esta propuesta es que no todos los problemas poseen dimensiones que pueden ser tematizados en contextos de participación. Algunos, por su complejidad, hacen difícil delimitar las esferas de realidad y los sujetos concernidos. El tema de la ecología, a la vez de todos y de ninguno, es un ejemplo de ello.
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proceso de afinar las preferencias, con el objeto de estabilizarlas en soluciones evolutivas que produzcan experiencias de vida valiosas para las personas que las viven —él incluido—, le exige evaluar las condiciones de su propia racionalidad. Es, pues, un decisor oportunista, autorreflexivo y, también, limitado. Sin duda, la argumentación se aventura en terrenos poco explorados y difíciles; por lo tanto, una sana prudencia exige presentar algunas perspectivas que podrían enriquecer la discusión. Todo puede comenzar despejando aspectos abordados en los trabajos de Julia Barragán, tales como la idea de fuerza normativa y realizabilidad, para ello puede retomarse una interrogante pertinente a la hora de abordar el tema de los conflictos de preferencias: ¿existen razones para actuar moralmente? La observación del decisor dependerá de la respuesta que se le dé a esta pregunta, para ello hay que analizar bajo qué condiciones es posible problematizar las preferencias y cómo legitimarlas, es decir, qué hacer para incrementar la probabilidad de que las experiencias de vida sean consideradas valiosas por las personas que las viven. Problematización de preferencias Entendemos por razones morales la capacidad de un agente para identificar las ventajas de la coexistencia sobre la depredación, la trasgresión o la traición.54 Esta conceptualización incorpora la perspectiva cultural, que coloca como premisa la coexistencia y, en consecuencia, reconoce la existencia de una racionalidad contextual, sobre la que es necesario trabajar a la hora de perfeccionar preferencias (incluidas las del decisor). Esta axiomática social reitera la importancia de la orientación descriptiva, al trabajar con indicadores preexistentes que permiten —aunque en forma 54 Se utiliza el término coexistencia en lugar de cooperación ya que el primero supone el primado de la cultura en lugar de privilegiar las hipótesis contrafácticas del estado de naturaleza. La idea de cooperación la descartamos ya que no sólo articula un lenguaje moral (altruismo, benevolencia, solidaridad, etcétera), sino que deja suponer que existe la posibilidad de la existencia individual al margen de la cultura. La coexistencia, por el contrario, es una restricción al individualismo utópico y condición para el ejercicio de la libertad.
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imperfecta— operacionalizar las funciones de utilidad.55 También, la racionalidad contextual permite modificar las referencias de sentido de acuerdo con las esferas de preferencias en disputa y, con ello, ubica a los agentes en contextos organizacionales específicos (de división del trabajo). En otras palabras, conforma el espacio de las responsabilidades, obligaciones, dependencia e intercambios condicionados que impide ignorar el valor de la seguridad o l’effet de réputation.56 Estos contextos organizacionales constituyen estructuras de predicción que identifican los beneficios de la acción conjunta —l’intention partagée — y determinan las negociaciones pertinentes.57 Por otra parte, al condicionar la racionalidad a las capacidades del agente —lo que implica asumir que la razón no es un dato sino una habilidad que el hombre desarrolla laboriosamente una vez que conoce sus límites y logra mejorar sus juicios realistas—58 la función de decisión se coloca en posición de evaluar las probabilidades de que un agente sea capaz de identificar las ventajas de 55
J. Ponssard, ob. cit., pp. 209-220. Este autor señala que Harsanyi, en «Games of incomplete information played by bayesian players» (partes I, II, III), publicado en Management Science, nº 14, 1967-1968, postula una especie de conocimiento común, y que de allí surgió su interés por explorar une sorte d’approche coopérative de l’équilibre de Nash. 56
J. Ponssard, ob. cit., p. 214.
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La intención compartida implica la coordinación de actividades recíprocamente condicionadas por la solución de los conflictos entre preferencias, y supone al menos tres funciones interdependientes: «coordonner nos actions intentionnelles... coordonner notre planification, et elle estructure la négotiation pertinente» [M. Bratman, «Intention partagée et obligation mutuelle», en J. Dupuy y P. Livet, ob. cit., pp. 246-275]. Este artículo aborda las discusiones que el autor presentó extensamente bajo el título «Shared Intention» en Ethics, octubre 1993. 58
«“La” raison n’est tout bonnement pas une “faculté” inné qui agit en nous de façon spontanée, sans aucun effort à produire. Le jugement rationnel mobilise de nombreuses facultés différentes, qui entrent parfois en conflict entre elles. La rationalité n’est donc pas une donnée psycologique inmédiate, mais plutôt un exercice complexe qu’il faut tout d’abord maîtriser, puis maintenir en le payant un certain prix psicologique... L’excercise de la rationalité nous impose d’être tout “simplement” realistes». [M. Piatelli, La réforme du jugement ou comment ne plus se tromper, Editions Odile Jacobs, París, 1995, pp. 195-196.]
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acometer cierto tipo de comportamiento. Esta exigencia está asociada a principios de la psicología ordinaria que permiten ver ... dans les autres comme dans nous-mêmes, des dépositaires de motivations à l’action, et de percevoir une ressemblance suffisante entre ces motivations pour pouvoir espérer nous comprendre mutuellement par empathie... Une psycologie ordinarire n’est rien d’autre que ce qui permet de se percevoir soi-même comme agent et de percevoir certains de ses comportements comme des actions qui peuvent attirer des louanges ou des blâmes.59
Esta perspectiva, que aborda el tema de las expectativas generalizadas (sujetas a convenciones de la vida pública), amplía las posibilidades de problematización de preferencias al intentar comprender cómo operan las motivaciones y las elecciones al interior del agente. Además de preocuparse por las condiciones de la razón moral, la decisión estructura su fuerza normativa evaluando las posibles experiencias de vida resultantes y las probabilidades de que puedan ser consideradas valiosas por las personas que la viven. Se entiende, entonces, que esa estructuración incorpora dos dimensiones: una, propiamente normativa, que supone la decisión capaz de construir un marco de significados destinado a favorecer el uso de estrategias conjuntas; la otra, descriptiva, exige que la decisión hable el lenguaje de aquellos fines que el agente concernido es capaz de interpretar, evaluar, aceptar y realizar. Este desdoblamiento requiere de estrategias de legitimación diferentes. En lo que se refiere al aspecto normativo, la estrategia de gestión, al hacer que la restricción sea más atractiva que el interés personal, abre el camino para la ampliación de la estructura de problematización. En cuanto a promover estrategias de satisfacción, la función de decisión facilita el proceso de evaluación de soluciones que aseguren la continuidad de las interacciones e incrementen las probabilidades de aceptabilidad de los modos de vida resultantes.
59
J. Ferejohn y D. Satz, «Choix rational et psychologie ordinaire», en J. Dupuy y P. Livet, ob. cit., t. 1, pp. 276-296.
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Estrategia de gestión: principio de deliberación pública Esta estrategia aparece en recientes perspectivas institucionalistas.60 Algunas han intentado resolver el problema del free ryder, apelando al lenguaje motivacional de premios y castigos como mecanismo para reorientar los comportamientos egocéntricos hacia elecciones cooperativas; sin embargo, los costos y la ineficiencia de este lenguaje han desviado las discusiones hacia otras direcciones. Una de ellas, la estrategia de gestión, propone tres principios en los que debe apoyarse la concepción de las instituciones; según Philip Pettit:61 el primero, implica desarrollar un esfuerzo por diagnosticar y anticipar comportamientos, de manera que el diseño institucional se base, fundamentalmente, en la consideración de los agentes inclinados a deliberar según los modos de la racionalidad contextual. Sólo después, en un segundo momento, la orientación del diseño debe incorporar el problema de las sanciones, es decir, la premisa del maximizador irrestricto. Esta estrategia se basa en la creación de restricciones discretas (criterios de admisibilidad, equilibrio entre poderes) y evita recurrir a restricciones excesivas que incitarían a la transgresión. El segundo principio exige que toda restricción o sanción promueva la deliberación de manera que la traición sea desestimada por la razón. Se trata, en este caso, de aplicarle a las restricciones un criterio de cantidad (moderada) o tamaño (apropiado), de acuerdo con la cultura considerada, para que su acatamiento no desmoralice el comportamiento honesto.62 El tercer principio exige considerar que los depredadores no van a desaparecer y, en consecuencia, que las restricciones deben diseñarse con el objetivo de disminuir el daño potencial de los depredadores, e impedir que la deliberación de 60
Una institución «is a social arrangement that affects people by affecting how they interact». (D. Schmidtz, ob. cit., p. 155.) 61
Presentamos la propuesta de Philip Pettit («La régulation du choix rationnel: deux stratégies», en J. Dupuy y P. Livet, ob. cit., t. 1, pp. 296-315). Esta versión forma parte de un artículo, «Institucional, Desing and Rational Choice», que aparecerá en el libro Institucional Desing de H. Bernnan y R. Goodin (comps.), Cambridge University Press. 62 El ejemplo de Pettit es el del depósito solicitado en un restaurante universitario para disminuir las probabilidades de robo de la vajilla. Si el depósito sobrepasa cierto nivel entonces se convertirá en una razón para considerar que ya pagaron por el objeto que se llevan.
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los cooperadores los conduzca a la conclusión de que son explotados o puestos en ridículo. Estrategia de la satisfacción: principio de deliberación privada Esta estrategia está vinculada a las reflexiones sobre la racionalidad limitada y la evaluación de la buena vida. En lo esencial, la satisfacción es el resultado de una deliberación cuya consecuencia consiste en disminuir la fuerza de las expectativas de maximización.63 La convicción U is good enough resume una experiencia cognoscitiva que exige detener la acción antes de haber maximizado la utilidad esperada en vista de que, al añadir los costos de la búsqueda, el óptimo pierde sentido. En otras palabras, esta estrategia promueve una evaluación de expectativas moderadas, y este proceso, afirma Schmidtz, es algo que podemos reconocer en nosotros mismos. Otra cualidad de esta estrategia es que incita a la autorrestricción, ante la posibilidad de no detenerse en busca de la maximización, la satisfacción incorpora un criterio de realidad mediante el cual el juicio del agente le permite limitar un objetivo por razones de diversa índole: información, tiempo, energía, y, por lo tanto, puede detenerse y decidir. No busca el bien ideal (la casa de los sueños) sino lo mejor bajo ciertas circunstancias (una casa de cierto precio, en un determinado tiempo). Este principio opera, racionalmente, mientras el agente no identifique mejores razones para elegir cualquiera de las opciones de las cuales se privó. Si se incorpora este principio en la toma de decisiones, entonces la problematización de las expectativas no sólo favorece soluciones de coexistencia sino, además, puede producir evaluaciones satisfactorias empíricamente verificables: el agente sabe que su preferencia ha sido satisfecha. Esto reitera que la definición de la decisión en términos funcionales no implica privilegiar alguna concepción del bien: problematizar adecuadamente las expectativas exige que las personas persigan sus propios fines pacíficamente.64 63
Para esta discusión seguimos algunas ideas de D. Schmidtz, ob. cit., en especial las expuestas en el capítulo 2, «Choosing Strategies» y en el capítulo 7, «Social Structure and Moral Constraint». 64
«No matter what the good for persons consist of, it remains that institutions serve the common good by putting people in a position to pursue their respective goods peacefully and constructively». [Ibídem, p. 169.]
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Razón y reflexividad pública65 Si no se admite un criterio de validez externo al proceso de decisión, entonces el decisor puede someterse a las mismas estrategias descritas para los agentes concernidos. Así, el tema de la evaluación de la buena vida es pertinente para el decisor tanto como para cualquier agente que exprese preferencias. En otras palabras, que al ser un tercero en el sistema de conflictos, puede ganar o perder si no logra reconstruir algún tipo de unidad. Sin embargo, es usual separar al decisor del ciudadano para luego restaurar la comunicación a través de la opinión pública; sin embargo, esta alternativa, por el momento, no parece ofrecer soluciones aceptables.66 En cuanto al tema de la responsabilidad, las opciones no son alentadoras: ni la tesis incriminatoria y penalizadora que vuelve muy costosa la decisión para el agente, ni la victimización ciudadana que libera de responsabilidad a un decisor amparado por las indemnizaciones del Estado, parecen resolver el asunto.67 Por el momento, no queda otra alternativa que describir las relaciones entre decisión y entorno como un momento reflexivo del sistema político que permite comunicar la no realización, el porqué algo no fue dicho, reconocer falsedad...;68 en otras palabras, incorporar las repercusiones sobre el entorno y procesar reflexivamente el fracaso —o cómo se ve afectada la sociedad— indicando desde qué posición el observador ve lo descrito.69 Esto puede significar, para el decisor, verse sometido a la crítica pública, al reproche o a la sanción. 65
Se habla de reflexividad o autorreferencial procesal, ... cuando la diferenciación entre el antes y el después en los acontecimientos elementales constituya la base [...] Así, la comunicación es, por lo general, un proceso determinado [...] por la expectativa de una reacción por la reacción de una expectativa [...] Por lo tanto, durante la realización de un proceso comunicacional se puede comunicar acerca del proceso mismo. La reflexividad recurre, entonces, a una formación de unidad que reúne una pluralidad de elementos. [N. Luhmann, ob. cit., p. 441.]
66
Una exposición problemática de los modelos de discusión pública es presentando por Robert Goodin en el capítulo «Publicity, Accountability, and Discursive Defensibily» del libro Motivating Political Morality, Blackwell, Cambridge, 1992. 67 Una discusión sobre el tema la ofrece Laurence Engel en La responsabilité en crise, Hachette Livre, Francia, 1995. 68 N. Luhmann, ob. cit., p. 449. 69
Ibídem, p. 455.
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Igualmente, si el entorno lo obliga a trabajar con preferencias inaceptables desde su punto de vista personal, tiene la posibilidad de actuar como un objetor de conciencia y liberarse de la responsabilidad en la toma de decisiones. Si actúa guiado por fuertes convicciones y contradice las expectativas generalizadas, entonces puede jugarse su cargo pensando en que la razón resultará del juicio definitivo de la historia. Por último, los intercambios condicionados de contextos organizacionales específicos que permiten crear condiciones de problematización de preferencias, también ajustan lo relativo a la asignación de responsabilidades y dejan abierto los caminos del reproche o la rectificación. Al final, las complejidades de los sistemas de interacción del presente, atravesados por expectativas generalizadas pero inestables (el efecto de globalización es ejemplo de ello), admiten una descripción como la de un filósofo y sociólogo que vive entre París y San Diego: Car enfin la boucle polítique ne va pas droit, c’est le moins qu’on puisse dire [...] Les représentés ne savent pas ce qu’ils veulent; les représentant ne dit pas fidèlement ce qu’ils dissent, et heuresement, puisqu’ils ne le savent pas non plus; la proposition qui sort de la bouche agrégée du mandataire et des mandants n’est qu’une tentative risquée sans certitude aucune qui trahi les intentions premières des uns comme des autres [...] Et c’est justement à cause de cette série continue d’incertitudes, de reprises, de transformations, d’artifices qu’il faut aussitôt recommencer, reprendre le bâton de pêlerin, reboucler le collectif sans pouvoir jamais compter [...] sur une définitive et assuré fidelité.70
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PROBLEMAS CON EL MODELO DE LA ELECCIÓN RACIONAL
GILBERTO GUTIÉRREZ Universidad Complutense de Madrid (España)
LA FASCINACIÓN del racionalismo cartesiano, entre otros factores, impidió durante largo tiempo que las ciencias morales1 desarrollaran una metodología específica comparable a la que tan buenos resultados había dado en las ciencias naturales. Esto no sólo explica el retraso histórico en su constitución, sino incluso la contraria aunque pareja fascinación que ejerció sobre ellas desde el primer momento el modelo de las ciencias de la naturaleza. Hume proporciona un clásico ejemplo del modo como la Ilustración inglesa se planteó la necesidad de abrir al conocimiento científico el universo de las acciones humanas. En el subtítulo del Tratado de la naturaleza humana2 declara su propósito de 1
El término, ligeramente anticuado, conserva sin embargo la referencia originaria a lo que constituyó su objeto unitario: la naturaleza humana. Recuerda el proyecto humeano de introducir el método empírico en los moral subjects que obviamente incluían un conjunto de asuntos mucho más amplio de lo que hoy reservamos para la ética en sentido estricto. Mill lo reserva para designar las ciencias que, a diferencia de las naturales, se ocupan del hombre y sus producciones; traducido al alemán como Geisteswissenschaften se carga de connotaciones idealistas; en la Universidad de Cambridge hubo un Moral Sciences Club, en el que participaron activamente ilustres filósofos como Russell, McTaggart, Sidgwick, Hardy, Moore y Wittgenstein; el término se conserva en la denominación de la Real Academia Española de Ciencias Morales y Políticas, que cubre el campo de las ciencias sociales y de la conducta. 2
D. Hume, A Treatise of Human Nature (THN), Clarendon Press, Oxford, 1978; traducido al español: Tratado de la naturaleza humana, Editora Nacional, Madrid, 1977. Las citas entrecomilladas pertenecen todas a la introducción.
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«introducir el método experimental de razonamiento en las cuestiones morales», y en la introducción distingue entre los asuntos naturales y morales como objetos posibles del conocimiento científico. Salvando la dificultad de encontrar equivalentes contemporáneos a las denominaciones originales de Hume, es indudable que los primeros forman el dominio de ciencias naturales como las matemáticas y la física, mientras que los segundos configuran el amplio conjunto de saberes morales que incluyen, entre otros, la psicología, la sociología o la estética. El vínculo común a todas ellas es su relación con la naturaleza humana y, en consecuencia, dependen de la ciencia del hombre, pues todas «caen bajo el conocimiento de los hombres y son juzgadas por sus potencias y facultades». El camino hacia el éxito científico pasa, pues, directamente por «la capital o centro de estas ciencias […] la naturaleza humana misma». Y puesto que esa ciencia del hombre es «el único fundamento sólido de todas las demás», el único fundamento sólido que se puede proporcionar a esa ciencia misma «deberá asentarse en la experiencia y en la observación». No es de extrañar, por tanto, que la aplicación de la «filosofía experimental» a las cuestiones morales haya debido esperar al desarrollo de su aplicación a las cuestiones naturales, que Hume creía básicamente logrado con la obra de Newton. Con todo, a nadie se le ocultaba que la conducta humana plantea a la explicación científica dificultades específicas que se añaden a las dificultades genéricas de la explicación de los fenómenos de la naturaleza, por lo que difícilmente las ciencias morales podían seguir el paso que marcaban las ciencias naturales. Para algunos —por ejemplo, Mill— esta dificultad añadida no justificaba un atraso que podría remediarse aplicándoles los métodos de la ciencia física «debidamente extendidos y generalizados». Para otros —como Droysen, Dilthey o Weber— exigía por el contrario adoptar una metodología propia y específica adecuada al carácter esencialmente significativo e intencional de la acción humana. Un siglo largo de debates, más vivos si cabe en el presente, en torno a la distinción entre explicar/erklären y comprender/verstehen, o al respectivo papel de las razones y las causas en la producción y el entendimiento de la acción no han bastado para fijar de forma
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definitiva el estatus metodológico de las ciencias morales frente a las ciencias de la naturaleza.3 El nudo del problema radica en la aparente singularidad de la agencia humana, única entidad natural que puede contemplarse desde dos perspectivas contrapuestas y tal vez irreductibles: una externa, la del espectador, y otra interna, la del agente. Cuando éste dirige su mirada a su interior, distingue de forma espontánea y natural entre lo que él hace y lo que le pasa.4 Y de igual manera proyecta esta distinción sobre el mundo exterior, separando lo que alguien hace de lo que, simplemente, acontece, los fenómenos que se agotan en la exterioridad de su condición de meros objetos —être en soi— de aquellos otros que remiten como sujetos a una dimensión interior —être pour soi—. Esta dualidad de perspectivas parece estar profundamente arraigada en la condición humana y en su actitud natural ante el mundo.5 3
Debate cuyo antepenúltimo acto se escenificó en la polémica suscitada por la aparición de la obra de G. von Wright, Explanation and Understanding, Cornell University Press, Ithaca, 1970; traducción al español: Explicación y comprensión, Alianza, Madrid, 1979, recogida parcialmente en J. Manninen y R. Tuomela (comps.), Essays on Explanation and Understanding, Studies in the Foundations of Humanities and Social Sciences, D. Reidel, Dordrecht, 1976; traducción al español: Ensayos sobre explicación y comprensión, Alianza, Madrid, 1980. Como algo más que una simple curiosidad puede citarse la definición de acción que ofrece en sus páginas de internet el Diccionario de filosofía de la mente de Chris Eliasmith (Programa de Filosofia-Psicología-Neurociencia de la Universidad Washington en Saint Louis): «That which we do, in contrast to that which merely happens to us or our parts». [http://www.artsci.wustl.edu/~philos/ MindDict/index.html.] 4
5
La tendencia a distinguir ambos tipos de entidades podría interpretarse como una propensión tan natural como para Aristóteles era el deseo de conocer o para Kant el formularnos cuestiones metafísicas —Naturanlage—. Pero también podría explicarse en términos de adaptación evolutiva: difícilmente sobreviviría la especie humana si fuera incapaz de responder de forma diferenciada a las exigencias de los entornos paramétricos y estratégicos. Un argumento similar emplea John Harsanyi para justificar por qué nos interesa poseer ciertas cosas reales y no la mera ilusión subjetiva de poseerlas —en alusión a las diversas experience machines imaginadas por Nozick—: «cualquier animal que confunda [...] la seguridad imaginaria en contra de los depredadores con la seguridad real para defenderse de ellos, no sobreviviría mucho tiempo», en «Una teoría de valores prudenciales y una teoría de la moralidad utilitarista de la regla», Telos, nº 6, 1997, p. 65.
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Es un hecho de experiencia que ciertos tipos de datos circunstanciales permiten conjeturar que, del grupo de fenómenos observables, algunos responden con elevada probabilidad a la intención o el propósito de alguien, otros casi ciertamente no y otros, en fin, resultan dudosos. Por ejemplo, en función de tales datos, el mismo conjunto físico de incisiones en las paredes de piedra de un antiguo valle glaciar podría ser plausiblemente interpretado, bien como el mero efecto del desplazamiento de la morrena, o bien como una inscripción —un texto— y en este caso, aun desconociendo qué significa, se puede conjeturar que significa algo. Ocurre así con las inscripciones etruscas o ibéricas, los mensajes cifrados y los libros escritos o los discursos oídos en una lengua que desconocemos. Los datos de la antropología, de la psicología evolutiva y de la historia de la ciencia sugieren que el ejercicio controlado de esta tendencia a distinguir entre acciones y acontecimientos se aprende a lo largo de una lenta y ardua evolución de la especie y del individuo humanos. En las fases tempranas de la filogénesis e incluso de la ontogénesis se tiende más bien a atribuir intencionalidad y sentido no sólo a lo que a todas luces son conductas humanas, sino incluso a lo que no pasan de ser meros acontecimientos naturales. Personificar las fuerzas de la naturaleza o considerarla animada es una actitud mucho más natural que interpretar los comportamientos humanos como puros fenómenos físicos. Sólo se aprende a ver las acciones humanas al modo estrictamente fisicalista o conductista tras el duro entrenamiento en esa especie de Verfremdung epistemológica que caracteriza el enfoque conductista.6 En todo caso, el desarrollo de la razón, entendido como avance del conocimiento filosófico y científico, se ha constituido como un proceso de «deshumanización» de la naturaleza cuya pro6
Ocurre incluso con las conductas animales. Existe una anécdota sobre Malebranche, cuyo estricto dualismo entre pensamiento y extensión le llevaba a concluir que la perra cuyos alaridos de dolor se esforzaba en ignorar no era más que una máquina. Sobre la cuestión en general, véase L. Rosenfield, From BeastMachine to Man-Machine: Animal Soul in French Letters from Descartes to La Mettrie, Oxford University Press, Nueva York, 1941. El asunto tiene una inesperada trascendencia en las recientes discusiones sobre el estatus moral y los «derechos» de los animales.
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pia dinámica lo llevaría al extremo de una definitiva «naturalización» de la razón y de la agencia humanas.7 De aquí que las ciencias morales se enfrenten a un complejo dilema. Por una parte, en tanto que morales —humanas, sociales, de la conducta—, su propio objeto sólo les es dado gracias a esa distinción natural entre hacer y acontecer, entre acontecimientos y acciones, la cual presupone una referencia intrínseca al punto de vista interno de un agente. Es dudoso que sea siquiera posible identificar el explicandum de las ciencias morales desde una perspectiva puramente externa. En la medida en que el agente considera que lo que él haga dependerá de la decisión que él tome en función de determinadas razones, su decisión singular no parece reducirse a ser la aplicación de una ley de cobertura universal a un caso particular, y en esa precisa medida resulta intrínsecamente impredecible incluso para él mismo.8 Pero, por otra parte, en tanto que ciencias que aspiran a explicar la conducta, tienen que suponerla al menos tan determinada y previsible como cualquier otro fenómeno natural, de modo que el punto de vista interno y subjetivo tiene que subsumirse necesariamente en la perspectiva objetiva y externa. Por ejemplo, han de presuponer un orden natural determinístico en el que los deseos y las creencias de los 7
En el límite nos abocaría a la desconcertante paradoja descrita, entre otros, por S. Toulmin: cuando se lograse explicar en términos neurofisiológicos todas las operaciones cerebrales, los científicos querrían atribuirse el honor ... del descubrimiento científico de que mecanismos cerebrales estrictamente causales subyacen a todos los procesos de pensamiento racional, incluyendo el descubrimiento científico de que mecanismos cerebrales estrictamente causales subyacen a todos los procesos de pensamiento racional. [«Razones y causas», en R. Borger y F. Cioffi (comps.), La explicación en las ciencias de la conducta, Alianza, Madrid, 1974, p. 22.] La cuestión de fondo implica los innumerables debates contemporáneos en torno al fisicalismo y el reduccionismo, las relaciones entre la mente y el cuerpo, la naturalización de la epistemología y de la propia razón, etcétera. 8 Véase la discusión del asunto en A. Oldenquist, «Causes, Predictions and Decisions», en Analysis, nº 24, 1964, pp. 55-68; D. Gauthier, «How Decisions are Caused», Journal of Philosophy, nº 64, 1967, pp. 147-151; «How Decisions are Caused (but not Predicted)», Journal of Philosophy, nº 65, 1968, pp. 170-171; J. O’Connor, «How Decisions are Predicted», Journal of Philosophy, nº 64, 1967, pp. 429-430.
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agentes tienen efectos —¿y causas?— pues sólo así pueden los individuos conseguir lo que quieren mediante sus propias decisiones, aun cuando conciban éstas como libres; y han de reconocer que los agentes no siempre conocen las verdaderas razones ni saben prever las verdaderas consecuencias de lo que hacen, como han puesto en evidencia autores tan diversos como Mandeville, Smith, Marx, Nietzsche o Freud. Una forma de escapar al dilema es la propuesta de Weber: construir una verstehende soziologie que permita «entender, interpretándola, la acción social para de esa manera explicarla causalmente en su desarrollo y efectos».9 Esto es, una ciencia social que, si bien no renuncia a ajustarse al canon nomológico-deductivo de la explicación propia de las ciencias duras, tampoco puede prescindir del criterio heurístico —el sentido, la intención, las razones— que le permite literalmente identificar aquello mismo que ha se ser explicado —la acción—. El punto de vista de ese espectador cualificado que es el científico social presupone, al menos como hipótesis o conjetura, el punto de vista del agente para poder siquiera recortar, del continuo de la experiencia, aquellos segmentos que pueden ser descritos como acciones. No de otra forma identifica el oyente en una corriente sonora los conjuntos significativos que son los fonemas, las palabras y las oraciones bien construidas portadoras de sentido, o interpreta el lector las manchas de tinta en un papel como texto significativo. No extraña, por tanto, que la tarea del científico social al describir y explicar la conducta ajena muestre analogías estructurales con la del traductor de una lengua ajena.10 Identificar, describir y explicar como acción un segmento de comportamiento observable implica imputarle sentido, al menos de forma conjetural. Presupone que las acciones son inteligibles en la
9 M. Weber, Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, Fondo de Cultura Económica, México, 1964, p. 5.
En ello insiste, por ejemplo H. Putnam, Meaning and the Moral Sciences, Routledge and Kegan Paul, Londres, 1978, conferencia VI; traducción al español: El significado y las ciencias morales, UNAM, México, 1991. 10
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proporción exacta en que el agente es inteligente.11 A esta peculiar condición del objeto de las ciencias sociales responde la necesidad de elaborar un tipo o modelo ideal de acción racional, de racionalidad, como único procedimiento viable para descifrar, entender y explicar la conducta humana. La exigencia de modelos ideales no es privativa de las ciencias sociales. Los diversos tipos de modelos desempeñan variadas e importantes funciones en las teorías científicas por el hecho mismo de exhibir todos ellos algún isomorfismo, alguna analogía formal o material con aquello de lo que son modelos.12 En los sistemas puramente formales, compuestos de conjuntos de axiomas y de sus consecuencias deductivas —teoremas—, los modelos representan conjuntos de proposiciones que los satisfacen y que constituyen una de sus posibles interpretaciones. En tales sistemas no existen definiciones de los términos aparte de los propios axiomas en los que aparecen: los modelos formales que los contienen son estrictamente autocontenidos y carentes per se de toda proyección empírica. Entre los modelos que implican algún tipo de referencia a la realidad se encuentran en primer lugar determinadas idealizaciones, simplificaciones —incluso falsificaciones— de esa misma realidad por conveniencias explicativas. Así es como en la mecánica de fluidos se establece la ley de los gases perfectos gracias a la ficción del vacío absoluto, se «suavizan» o regularizan curvas de distribución, etcétera. En un sentido bastante más laxo, las ciencias sociales han adoptado determinadas perspectivas idealizadas que simplifican a efectos explicativos la complejidad humana y la reducen a una única dimensión —su excluyente condición de homo sapiens, sociologicus, ludens, faber o economicus—. Así, por ejem11
El problema que plantea esta aparentemente necesaria imputación de inteligencia o de racionalidad al agente cuyo lenguaje o conducta se trata de entender está en el fondo del amplio debate en torno al principio de caridad o de humanidad en la interpretación. La bibliografía es extensa, pero una sugerente discusión de las cuestiones semánticas implicadas en la explicación de la conducta puede hallarse en G. Macdonald y P. Pettit, Semantics and Social Science, Routledge and Kegan Paul, Londres, 1981, passim, pero en especial el capítulo 1. M. Hesse, «Models and Analogy in Science», The Encyclopedia of Philosphy, vol. 5, Macmillan, Nueva York, 1967, pp. 354-359. 12
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plo, para cierta sociología el homo sociologicus es básicamente un seguidor de reglas, un actor o role player que ajusta sus decisiones a las expectativas normativas del papel social que le ha sido asignado, mientras que la economía clásica veía al homo economicus como un individuo racionalmente interesado que decide únicamente en función de la utilidad máxima que puede esperar de sus acciones. Un segundo tipo de modelos lo constituyen determinadas entidades naturales o artificiales que desempeñan la función de reproducir de alguna forma características o estructuras presentes en aquellas cosas de las que son modelos: es el caso de las réplicas, los modelos a escala, los diagramas de flujo, las simulaciones, etcétera; en este sentido los relojes sirvieron de modelo del universo a los mecanicistas del siglo XVIII, y los seres vivos a los sociólogos organicistas del XIX o a los funcionalistas del XX. Todas las acepciones antes reseñadas del concepto de «modelo» coinciden además en poseer un declarado carácter descriptivo, positivo o teórico. En tanto que constructo artificial, todo modelo posee una dimensión sintáctica que se agota en su coherencia formal e interna, como típicamente ocurre en los modelos formales autocontenidos del primer tipo. Pero los modelos que presentan analogías materiales con aquello de lo que son modelos están diseñados como instrumentos del conocimiento objetivo, y para cumplir esa función científica —descriptiva, explicativa, predictiva e incluso hermenéutica— no pueden ser autocontenidos ni estar vacíos de contenido. Ni sus conceptos primitivos ni las premisas que los contienen pueden ser simplemente estipulados. Si el valor epistémico o heurístico de un modelo depende de su adecuación —su isomorfismo— con la realidad, ha de incorporar necesariamente una hipótesis que permita de manera implícita o explícita su interpretación sustantiva y material. En este caso la dirección del ajuste va del modelo a la realidad, y puede hablarse de modelos más o menos realistas o plausibles, dotados de mayor o menor potencial explicativo, etcétera. La elección de un determinado modelo condiciona además las estrategias de investigación: desde la perspectiva del modelo económico, por ejemplo, «para explicar una determinada conducta, primero hay que partir del supuesto de que es egoísta; si no lo es, entonces de que al
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menos es racional; y si tampoco lo es, de que al menos es intencional».13 Pero esta misma gradación de supuestos nos enfrenta con una nueva —e insidiosa— interpretación del concepto de modelo en el que la dirección del ajuste se invierte, yendo de la realidad al modelo. Los modelos normativos establecen un cierto canon o criterio de lo que es un x al que han de adecuarse los hechos para ser considerados, o contar como, un x. El problema con el modelo de acción o de agente racional es que parece imposible soslayar el carácter normativo del concepto mismo de racionalidad. Y no sólo en el sentido relativamente trivial de establecer un criterio para identificar ciertas acciones como racionales desde el punto de vista del espectador, sino en el más problemático de ofrecer criterios de actuación que el agente debería adoptar para actuar racionalmente.14 En efecto, existe un sentido mínimo de «racional» —llamémosle racional1— que hace verdadero por definición que toda acción es racional por el hecho mismo de ser acción y no una mera reacción o respuesta refleja, esto es, algo que alguien hace y que no simplemente le pasa. Este es el sentido implícito en la afirmación —«por algo lo hará»— en la que nos refugiamos cuando la conducta de alguien nos parece ininteligible, desconcertante o estúpida. Y no se trata tan sólo de una desesperada profesión de fe en el principio de razón suficiente: postulamos la racionalidad del agente porque somos incapaces de 13 J. Elster, Sour Grapes. Studies in the Subversion of Rationality, Cambridge University Press, 1983, p. 10; traducción al español: Uvas amargas, Península, Barcelona, 1987. 14
Muchos han hecho observar la aparente incongruencia de emplear un concepto normativo como el de racionalidad para usos explicativos: ... «racionalidad» es un concepto normativo y, en consecuencia, se ha argüido (incorrectamente, como alegaré) que está de más en los estudios no-normativos, empíricamente orientados, de la conducta social; [...] ya en el nivel del sentido común, [...] apunta a lo que debemos hacer para alcanzar un determinado fin u objetivo. Pero, incluso en el nivel del sentido común, este concepto de racionalidad ciertamente posee importantes aplicaciones positivas: se usa para explicar, predecir e incluso meramente describir la conducta humana. [J. Harsanyi, «Advances in Understanding Rational Behavior», en R. Butts y J. Hintikka (comps.), Foundational Problems in the Special Sciences, D. Reidel, Dordrecht, 1977, pp. 315-343; reproducido en J. Harsanyi (comp.), Essays on Ethics, Social Behavior and Scientific Explanation, Dordrecht, 1976, pp. 89-117; la cita en pp. 89-90.]
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disociar lo que interpretamos como una acción del hecho de que el agente ha debido tener razones de algún tipo para actuar. En este sentido, «racional» entra en la definición misma de acción y, en la medida en que una definición es tautológica, no nos informa de nada que no supiéramos de antemano. Pero de hecho ese sentido mínimo de racionalidad no es el único ni el principal que ordinariamente aplicamos a las acciones. Hay otro sentido de «racional» —digamos racional2— según el cual no toda acción que es racional1 es ipso facto racional2. Es el que empleamos al calificar una acción de inteligente o acertada, de estúpida o imprudente o incluso de inmoral. Este uso presupone un canon, norma o criterio, no necesariamente moral, al que la acción debería haberse ajustado. Racional1 es un requisito débil que, por poder ser satisfecho por cualquier conducta intencional, se incluye en esquemas explicativos «de amplio alcance, pero que poseen poco potencial predictivo o explicativo, precisamente por excluir pocos comportamientos observables» y que por ello «tienen que ser complementados con ulteriores postulados que los hagan operacionalmente efectivos»; racional2, por el contrario, es un requisito fuerte empleado ... en teorías destinadas a poseer un fuerte potencial explicativo y predictivo, […] para formular una teoría que elabore un tipo ideal al que las condiciones reales pueden aproximarse, pero nunca representar plenamente.15
Resulta entonces evidente que la distinción entre acontecimientos y acciones y la consiguiente dualidad de las perspectivas del espectador y el agente se refleja en una esencial diferencia entre los modelos explicativo-descriptivos y los modelos normativos. Los acontecimientos naturales son lo que son y acontecen como acontecen, de forma tal vez necesaria y, como tales, ni son ni dejan de ser conformes a norma alguna. El concepto de norma, o simplemente está fuera de lugar en el ámbito de la naturaleza,16 o en todo caso es la naturaleza misma la que sirve de norma —alética— 15 S. Benn y G. Mortimore (comps.), Rationality and the Social Sciences, Routledge and Kegan Paul, Londres, 1976, p. 1.
Todo lo más podría decirse que es sui ipsius norma, lo que nos llevaría a interesantes consideraciones sobre la concepción descriptiva y normativa de la
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para los modelos o teorías que aspiran a representarla.17 Pero precisamente por no poder ver los agentes sus propias acciones como meros acontecimientos, necesariamente han de verlas como resultado de su personal decisión, la cual implica de un modo u otro la respuesta a la pregunta «qué hacer». Y esta respuesta es forzosamente normativa —ciertamente de formas muy diversas: estrictamente deóntica, técnica, prudencial, etcétera— esto es, práctica, en cuanto no se limita a describir lo que hay sino que prescribe qué hacer. El reconocimiento de estos diversos usos de «racional» ha obligado a distinguir, por ejemplo, entre un concepto «estrecho» y uno «amplio» de racionalidad. En el primero, la racionalidad es una propiedad formal de las acciones y se reduce a la consistencia interna «del sistema de creencias, […] del sistema de deseos; y entre las creencias y los deseos, por una parte, y la acción para la que son razones, por otra», sin entrar a examinar unos ni otras.18 ley natural en la tradición estoica, Spinoza incluido, y en general en la teoría iusnaturalista. 17
Esto se ve claramente en la clásica definición realista de verdad como adecuación entre el entendimiento y la cosa, en la que la naturaleza hace de veri norma para el juicio que afirma que algo es el caso; pero difícilmente podría escapar ninguna epistemología a la necesidad de proponer criterios de objetividad, plausibilidad, defendibilidad, etcétera, que permitan juzgar los asertos de cualquier teoría científica e incluso elegir entre ellas. 18 J. Elster, Sour Grapes, ob. cit., p. 1 y cap. 1 passim. El propio autor remite a la distinción análoga que Rawls establece entre las teorías «estrecha» y «plena» del bien en A Theory of Justice, Belknap Press, Cambridge, 1971, § 60, pp. 395-399. El postulado de racionalidad de los economistas puede también ser entendido de forma thin si meramente supone «que los individuos tratan de satisfacer sus preferencias estables y ordenadas, egoístas o no», o en un sentido thick, si supone en los agentes, además, «una propensión a perseguir sus intereses materiales», tesis que caracteriza, por ejemplo a la Escuela de Virginia de la Public Choice: J. Friedman, «Economic Approaches to Politics», en J. Friedman (comp.), The Rational Choice Controversy, Yale University Press, New Haven, Ct. 1996, pp. 1-2. La evolución del concepto de racionalidad —y del propio concepto de utilidad— en los dos últimos siglos ha ido en la dirección de un progresivo «adelgazamiento» (thinning) o incluso «blanqueo» (whitewashing) de las connotaciones más materiales del primitivo modelo utilitarista, cargado de supuestos hedonistas, hasta su definición contemporánea en términos cuasi formales. Un examen crítico de los presupuestos y resultados de esa evolución puede verse en R. Sugden, «Rational Choice. A Survey of Contributions from Economics and Philosophy», en The Economic Journal, nº 101, 1991, pp. 751-785; R. Sugden y M. Hollis, «Rationality in Action», en Mind, nº 102, 1993, pp. 1-32.
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En el segundo, exige tanto a los deseos como a las creencias que satisfagan determinados requisitos materiales y sustantivos. De hecho es sólo la racionalidad entendida en el primer sentido, como exigencia formal de que las preferencias del agente «satisfagan ciertos axiomas de consistencia y de continuidad» la que permite a la teoría bayesiana de la decisión demostrar que actuar racionalmente equivale a, o consiste en, maximizar la utilidad esperada,19 sin que la utilidad sea a su vez más que la medida de la preferencia entre alternativas. En todo caso, parece evidente que la tarea de elaborar un modelo de racionalidad implica un amplio y complejo conjunto de cuestiones que requiere el concurso de muy distintas disciplinas, cuyos análisis convergen sobre un mismo punto focal: la acción humana, que por su misma naturaleza se sitúa en la interfaz de las ciencias morales y naturales, de los modelos normativos y positivos, de las perspectivas del espectador y del agente. El supuesto implícito es que un mismo modelo de racionalidad práctica debería servir tanto a los fines de las ciencias sociales —comprender, explicar y predecir la conducta real de los agentes— como a los de la teoría ética —justificar racionalmente la conducta moral—. Explicitar ese supuesto y precisar el concepto de racionalidad práctica es una tarea que sólo puede llevarse a cabo en el marco de una constante interacción entre las ciencias morales y la filosofía. En el ámbito de esta última, la compleja red de cuestiones interconectadas que suscita la condición de agente racional o inteligente ha estimulado el pujante desarrollo contemporáneo de diversas interdisciplinas filosóficas que debaten temáticas fronterizas entre la filosofía de la acción y/o de la mente, la inteligencia artificial, la teoría del conocimiento, la filosofía del lenguaje o la epistemología. Las ciencias morales, por su parte, abordan bajo distintas perspectivas y denominaciones —acción, conducta, cooperación, etcétera— la acción humana considerada como el foco central de una constelación de procesos genéricamente racionales que la anteceden —deliberación, elección, decisión, etcétera— o se siguen de ella —efectos, consecuencias, etcétera—. Sería imposible entender el desarrollo de las ciencias sociales en las últimas 19
J. Harsanyi, «Advances...», ob. cit., pp. 320-321.
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décadas si no se tiene en cuenta la función catalizadora de interdisciplinas científicas del tipo de, entre otras, la teoría de la decisión o la teoría de juegos. Desde los primeros momentos de su presentación formal por Von Neumann y Morgenstern en 1944,20 esta última puso de manifiesto su extraordinaria potencialidad para el análisis de las distintas manifestaciones de la conducta racional. Es significativo que haya sido tempranamente adoptada por la filosofía moral como un modelo de excepcional valor para el examen y la solución de cuestiones morales, que si en un primer momento fueron básicamente prácticas, pronto incluyeron también las de índole teórica. Uno de los pioneros en este empeño fue Richard Braithwaite, titular de la cátedra Knightbridge de filosofía moral en la universidad de Cambridge. En su lección de 1954, publicada un año después, proponía utilizar la teoría de juegos «como herramienta para el filósofo moral»,21 como instrumento práctico, moralmente neutral22 para «aconsejar a personas que se proponen objetivos diferentes sobre la forma de colaborar en tareas comunes para obtener la máxima satisfacción compatible con una distribución equitativa».23 Poseedor de una amplia formación matemática y abierto a preocupaciones filosóficas marcadamente interdisciplinares,24 Braithwaite se consideraba continuador de la tradición intelec20
J. von Neumann y O. Morgenstern, Theory of Games and Economic Behavior, Princeton University Press, 1944. 21
R. Braithwaite, Theory of Games as a Tool for the Moral Philosopher, Cambridge University Press, 1955. 22
Braithwaite considera que el modelo es amoral por cuanto no se basa en principios morales de primer orden, sino de segundo orden, que ofrecen criterios de buen sentido, prudencia y equidad, y opera a partir de los datos relevantes que son «las preferencias de cada (agente) por las cuatro alternativas» que se ofrecen a la elección en el caso elemental de dos jugadores —el pianista Lucas y el trompetista Mateo del ejemplo analizado, ob. cit., p. 5—. 23
R. Braithwaite, ob. cit., p. 4.
24
De hecho entre nosotros es más conocido por sus publicaciones sobre la explicación científica, principalmente Scientific Explanation: A Study of the Function of Theory, Probability and Law in Science, Cambridge University Press, Nueva York, 1953; traducción al español: La explicación científica, Tecnos, Madrid, 1964, que por sus trabajos, por ejemplo, sobre la creencia religiosa, An Empiricist’s View of the Nature of Religious Belief, Cambridge University Press, 1955.
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tual que, con antecesores como Pascal, Condorcet o Edgeworth, aspiraba, en palabras del segundo, a «iluminar las ciencias morales y políticas con la antorcha del álgebra».25 En el más de medio siglo transcurrido desde entonces ha sido imparable el desarrollo de la teoría hacia niveles más refinados de complejidad y su extensión a áreas de conducta humana —e incluso subhumana—26 cada vez más alejadas del comportamiento estrictamente económico de sus aplicaciones originales. Esto no habría sido posible si el propio enfoque económico no hubiese experimentado la profunda transformación que ha hecho posible dicha expansión. Ya en 1976 John Harsanyi ilustraba a un auditorio de especialistas interdisciplinares interesados en los problemas de fundamentación de las ciencias «especiales» sobre los avances logrados hasta entonces en la comprensión de la conducta racional,27 proponiendo la convergencia de las distintas disciplinas especializadas en el estudio de la conducta racional —las teorías de la utilidad y de la decisión, centradas en el análisis de las decisiones individuales en condiciones de certeza y de riesgo o incertidumbre, respectivamente, y la teoría de juegos propiamente dicha, que analiza las decisiones estratégicas— en una única Teoría general de la conducta racional.28 En épocas más recientes esta teoría integrada ha terminado siendo conocida como teoría 25
R. Braithwaite, ob. cit., p. 54.
Sobre todo en la obra de J. Maynard Smith, Evolution and the Theory of Games, Cambridge University Press, 1982; véase asimismo R. Dawkins, El gen egoísta, Labor, caps. 4 y 5, Barcelona, 1979; o R. Axelrod, La evolución de la cooperación, Alianza, cap. V, Madrid, 1986: modelos como el dilema del prisionero iterativo o nociones como la de estrategias evolutivamente estables no requieren, para ser aplicadas, que los organismos posean cerebros (p. 94) ni capacidad de previsión (p. 90). 26
27
J. Harsanyi, «Advances...», ob. cit., passim.
Ibídem, p. 323; en Essays..., p. 97. Teoría general que en su propuesta incluye a la propia ética como «teoría de los intereses comunes (o del bienestar común) de la sociedad en conjunto», ya que «se basa en axiomas que representan especializaciones de los axiomas empleados en la teoría de la decisión» (ibídem), y que el mismo Harsanyi había defendido en su clásico artículo de 1955, «Cardinal Welfare, Individualistic Ethics and Interpersonal Comparisons of Utility», Journal of Political Economy, nº 83, 1955, pp. 309-321, también reproducido en Essays..., ob. cit., pp. 6-23. 28
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de la elección racional (Rational Choice Theory) y se ha desarrollado hasta el punto de proponer un auténtico paradigma de la racionalidad práctica.29 La teoría intenta sistematizar el punto de vista del llamado «enfoque económico» —economic approach— que no es en sentido estricto sino una extensión del modelo del que se sirvió originariamente la ciencia económica para entender y explicar ciertas formas de conducta observables que, en condiciones bien definidas, comparten la propiedad de ajustarse a ciertas pautas de relación entre fines dados y medios eficaces o, en un sentido más refinado, de responder a «una elección entre fines alternativos, sobre la base de un conjunto dado de preferencias y un conjunto dado de oportunidades».30 Weber había considerado estas conductas como máximamente inteligibles por aproximarse en el límite al tipo ideal o modelo de agencia inteligente.31 Pero como existen diversos tipos de modelo que desempeñan diversas funciones —unos formales, otros teórico-explicativas y otros, en fin, normativoprácticas— no siempre queda suficientemente claro cuál de ellas desempeña el modelo de homo economicus que, sin emplear el término, presuponen las definiciones de agencia racional antes aludidas. 29
La bibliografía sobre elección racional es sobreabundante: una selección de artículos con una buena introducción en J. Elster (comp.), Rational Choice, Blackwell, Oxford, 1986; J. Coleman y T. Fararo (comps.), Rational Choice Theory. Advocacy and Critique, Sage, Londres, 1992; la crítica al modelo de la elección racional por D. Green y I. Shapiro, Pathologies of Rational Choice. A Critique of Applications in Political Science, Yale University Press, New Haven, 1994, ha suscitado una viva polémica recogida en el ya citado J. Friedman (comp.), The Rational Choice Controversy. 30
J. Harsanyi: «Advances...», ob. cit., p. 319.
31
«En el dominio de la acción es racionalmente evidente, ante todo, lo que de su “conexión de sentido” se comprende intelectualmente de un modo diáfano y exhaustivo. [...] Comprendemos así de un modo unívoco lo que se da a entender cuando alguien, [...] basándose en los datos ofrecidos por la “experiencia” que nos son “conocidos” y en fines dados, deduce para su acción las consecuencias claramente inferibles (según nuestra experiencia) acerca de la clase de “medios” a emplear. Toda interpretación de una acción con arreglo a fines orientada racionalmente de esa manera posee —para la inteligencia de los medios empleados— el grado máximo de evidencia.» [Economía y sociedad. Esbozo de una sociología comprensiva, ob. cit., p. 6.]
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Es evidente que el modelo posee características netamente formales y presenta una interpretación de ciertos axiomas y teoremas de la teoría formal de la decisión. En este sentido sirve para «explorar las consecuencias lógicas del comportamiento racional bajo determinados supuestos sobre los deseos, creencias y circunstancias de los actores».32 Por ejemplo, el que la solución en equilibrio del dilema del prisionero sea la no-cooperativa es, en términos de la coherencia formal interna del modelo, sólo la conclusión necesaria de las premisas. Una de las críticas más incisivas al modelo de la elección racional apunta a su dependencia, a través de la microeconomía, de la mecánica clásica, de la que toma en última instancia el análisis del equilibrio, la maximización del valor de una función y los sistemas de ecuaciones diferenciales y de álgebra matricial. Un modelo de «física social» así entendido ni siquiera tiene que formular hipótesis sobre la psicología o la naturaleza humanas: los agentes son concebidos como partículas que se mueven en un espacio de bienes siguiendo una trayectoria definida por la forzada maximización de la utilidad, hasta el punto de que las demostraciones y predicciones de la teoría son más rigurosas y acertadas precisamente en aquellas situaciones en las que los agentes están de tal manera constreñidos que realmente no eligen.33 Por todo ello es evidente que la posibilidad de que el modelo desempeñe funciones explicativas e incluso normativas no es independiente de la cuestión de la plausibilidad de las premisas.34 Gran parte del atractivo del modelo de racionalidad que aplica la teoría de la elección racional procede precisamente de la aparente 32
D. Chong, «Rational Choice Theory’s Mysterious Rivals», en J. Friedman, ob. cit., pp. 43-44. 33
J. Murphy, «Rational Choice Theory as Social Physics», en J. Friedman, ob. cit., passim, pero especialmente p. 159. 34
Si la teoría quiere verificar un modelo particular de decisión estratégica tiene que asumir, entre otras cosas, que los actores maximizan una determinada función de utilidad, que conocen la forma del juego, que saben que este conocimiento es compartido en común, que nunca usan una estrategia dominada, etcétera; si lo que quiere verificar es la propia hipótesis de la maximización tiene que asumir que el modelo del juego sugerido se ajusta a la situación de decisión real, que es conocimiento común, etcétera. D. Diermeyer, «Rational Choice and the Role of Theory in Political Science», en J. Friedman, ob. cit., p. 62.
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plausibilidad empírica de que goza el concepto primitivo de interés cuyo contenido «no difiere fundamentalmente de lo que en el plano intuitivo entendemos por interés y que equivale al de preferencia».35 En su condición de instrumento de comprensión y explicación científica, esta última propiedad es al mismo tiempo la piedra de toque de su rendimiento heurístico y predictivo y la que le hace acreedor al reproche, no siempre fundado, de reducir toda motivación humana al propio interés. De la interpretación material del modelo depende asimismo que pueda ser considerado como un modelo general para toda acción racional o que sólo sea aplicable a determinados ámbitos de conductas, por ejemplo, las estrictamente económicas, y no en otras, por ejemplo, las políticas. Lo peculiar del enfoque económico es justamente el propósito de extender el modelo a actividades que en el sentido habitual del término no pueden considerarse como mercantiles.36 Reducir la economía al estudio de los procesos de producción, distribución y consumo de riqueza, o de los mecanismos de asignación de bienes materiales —tierra, trabajo, capital, maquinaria, dinero, etcétera— para satisfacer necesidades materiales restringe en exceso el potencial campo de aplicación de su metodología científica. Si se aísla el elemento verdaderamente común a todas las manifestaciones materiales de la actividad económica —el factor de decisión individual presente en toda actividad humana— puede redefinirse la perspectiva formal desde la que la ciencia económi35
J. Barragán, «Las reglas de la cooperación», en J. Griffin y otros, Ética y política en la decisión pública, Angria, Caracas, 1993, p. 44. 36
Entre los primeros intentos sistemáticos de adoptar el punto de vista económico para explicar realidades extraeconómicas están las obras de A. Downs, An Economic Theory of Democracy, Harper Row, Nueva York, 1957; traducción al español: Teoría económica de la democracia, Aguilar, Madrid, 1973; J. Buchanan y G. Tullock, The Calculus of Consent, University Michigan Press, Ann Arbor Mi, 1962; traducción al español: El cálculo del consenso, Espasa Calpe, Madrid, 1980; M. Olson, The Logic of Collective Action, Harvard University Press, Cambridge, 1965; G. Becker, The Economic Approach to Human Behavior, Chicago University Press, 1976; R. Posner, Economic Analysis of Law, Little, Brown, Boston, 1977. Véase asimismo: B. Barry, Los sociólogos, los economistas y la democracia, Amorrortu, Buenos Aires, 1974; J. Casas Pardo, El análisis económico de lo político, Instituto de Estudios Económicos, Madrid, 1984; R. Febrero y P. Schwartz, La esencia de Becker, Ariel, Barcelona, 1997.
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ca considera tanto las actividades propiamente «mercantiles» —incluso entendiendo el mercado en el sentido técnico, aunque abstracto, de lugar de intercambio de bienes y servicios entre compradores y vendedores— como las actividades ajenas al mercado.37 Como ciencia moral que en definitiva es, la economía estudia la conducta humana —acciones e interacciones— consideradas en un determinado respecto. La quintaesencia del enfoque económico consiste en considerar que cualquier decisión enfrenta al agente, en el plano objetivo, con la escasez intrínseca de todo recurso finito y, en el subjetivo, con la imposibilidad de satisfacer simultáneamente todas sus preferencias. La reconstrucción del proceso de deliberación que conduce a la resolución de cualquier problema práctico presupone un momento o situación de elección entre alternativas. Las acciones resultan de la elección entre las diferentes formas alternativas de asignar recursos escasos para alcanzar objetivos en competencia. Ese es el espíritu de la definición, informal pero clarividente, que hace Bernard Shaw de la economía: «el arte de sacar el mejor partido de la vida».38 Lo que hace racional la elección entre alternativas es la capacidad que posee el agente de maximizar —o, tal vez, simplemente satisfacer— una función objetiva definida respecto a variables bien determinadas.39 La función teórica del mercado es coordinar las acciones de los distintos agentes con diversos grados de eficiencia 37 Buchanan y Tullock fundaron en 1963 la «Public Choice Society», que comenzó a publicar una revista cuyo título originario fue, significativamente, Papers on Non-market Decision-making; a partir de 1968 adoptó el actual de «Public Choice». 38 «The art of making the best of life»; la cita la ofrece Gary Becker, ob. cit., sin precisar la referencia. 39 Para la distinción entre maximizar y satisfacer, cfr., por ejemplo, la discusión entre M. Slote y P. Pettit, «Satisfacing Consequentialism», partes I y II; Proceedings of the Aristotelian Society, nº 58, 1984, pp. 139-164 y 165-176, reproducidos en P. Pettit (comp.), Consequentialism, Dartmouth, Aldershot, 1993. Reducida a su desnuda esencia, el supuesto económico es sencillamente que el individuo representativo o promedio, cuando se enfrenta con una elección real en el intercambio, elegirá «más» en vez de «menos». [J. Buchanan y G. Tullock, ob. cit., p. 18 de la edición inglesa o p. 43 de la española.] La distinción es importante si se trata de elaborar un modelo de agente racional más rico y matizado que el que identifica la racionalidad con alguna
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y hacer mutuamente consistentes sus resultados. Los precios de los bienes restringen objetivamente las posibilidades que tienen los participantes de satisfacer sus preferencias. Si se supone, además, que éstas son relativamente estables en el tiempo y suficientemente similares entre los diversos agentes, se comprueba que los objetos de elección no son tanto los bienes y servicios ofrecidos en el mercado cuanto los objetos subyacentes que pueden producirse por medio de aquéllos, que representan valores fundamentales de la vida (salud, prestigio, placer, etcétera) y que no siempre guardan una relación estable con los bienes materiales intercambiados. Los precios, sean o no monetarios, miden el coste de oportunidad de la asignación de recursos escasos a objetivos alternativos. Toda elección es costosa y la medida de las verdaderas preferencias de un agente es el precio que está dispuesto a «pagar» por satisfacerlas. El rendimiento empírico del modelo depende de su capacidad para predecir un mismo tipo de respuesta por parte del agente, tanto en situaciones de mercado propiamente dichas como en aquellas otras en las que se encuentra, por ejemplo, quien dispone de una cantidad limitada de tiempo para emplear en la producción de diversos bienes alternativos según su escala de preferencias. La elección es, por tanto, el elemento común a todas las decisiones individuales y colectivas en las que es menester dedicar recursos escasos a usos alternativos en procesos tan diversos entre sí como elegir pareja o el número de hijos, distribuir el tiempo entre distintas actividades de ocio o entre prioridades en la resolución de problemas tanto científicos como prácticos. Se comprende, por tanto, por qué el núcleo central de la perspectiva económica sobre las decisiones humanas está formado precisamente por una teoría de la elección racional, y por qué la propia teoría económica en este sentido ampliado podría ser concebida forma de maximización. Cfr. H. Simon, «From Substantive to Procedural Rationality», en S. Latsis (comp.), Method and Appraisal in Economics, Cambridge, 1976; reproducido en F. Hahn y M. Hollis (comps.), Philosophy and Economic Theory, Oxford, 1979; cfr. M. Hollis, The Cunning of Reason, cap. 8, Cambridge, 1987.
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como la ciencia de la racionalidad práctica o de la praxis racional, que Von Mises llamaba praxeología.40 Un indicador de la creciente importancia y difusión de esta manera de ver las cosas es el hecho de que un número apreciable de los Nobel de Economía hayan premiado la contribución de los galardonados, desde perspectivas aparentemente diversas pero profundamente interconectadas, al análisis científico del concepto de racionalidad. Tal ha sido el caso de los premios concedidos a Kenneth Arrow (1972) por su estudio de las elecciones colectivas; a Herbert Simon (1978) por su diseño de modelos de racionalidad limitada; a James Buchanan (1986) por el análisis de los procesos de elección pública; a Gary Becker (1992) por su ampliación de las posibilidades metodológicas del enfoque económico; o a John Harsanyi, John Nash y Reinhard Selten (1994) por su análisis de los conceptos de negociación, regateo y equilibrio racional. Lo cierto es que, gracias a la concurrencia de esta pluralidad de enfoques, se ha ido elaborando un corpus sistemático de conocimientos sobre la racionalidad práctica que en algunos casos aspira a presentarse como la teoría estándar de la racionalidad, tout court. Hemos visto que tanto John Rawls como John Harsanyi dan en gran medida por supuesto este modelo en sus debates en torno a los presupuestos racionales de la justicia, y más recientemente David Gauthier acomete en su obra la tarea más ardua de 40
«La acción humana, en cualquiera de sus aspectos, es objeto de la ciencia económica. Todas las decisiones presuponen una elección. Cuando las gentes la llevan a efecto deciden no sólo entre diversos bienes y servicios materiales. Cualquier valor humano, por el contrario, entra en la elección. Todos los fines y todos los medios —las aspiraciones espirituales y las materiales, lo sublime y lo despreciable, lo noble y lo vil— ofrécense al hombre a idéntico nivel para que elija prefiriendo unos y repudiando otros. Nada de cuanto los hombres ansían o repugnan queda fuera de esta clasificación en escala única de grado y preferencia. La teoría moderna del valor amplía el horizonte científico y ensancha el campo de los estudios económicos. De aquella economía política que sistematizara la escuela clásica emerge la teoría general de la acción humana, la praxeología.» [L. von Mises, La acción humana. Tratado de economía, Sopec, Madrid, 1968.] La interpretación miseana de la racionalidad es decididamente thin y constituye una «versión tautológica de la teoría de la elección racional» y difiere de las interpretaciones thicker tanto de Weber como de Buchanan y Tullock: J. Friedman, «Economic Approaches to Politics», ob. cit., pp. 22-23.
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servirse del modelo para sentar las bases de una teoría moral.41 Justamente aquí reaparece la ya aludida problemática del modo de concebir el modelo o la teoría a la que sirve. En cuanto teoría científica, permitiría explicar y predecir las elecciones o decisiones reales de los agentes; pero en la medida en que se la considere además capaz de ofrecer recomendaciones prácticas respecto a las decisiones que deberían tomar para satisfacer determinados criterios, adquiere un carácter normativo, pues tal es la condición intrínseca de toda recomendación, ya sea de política económica general a un gobierno o de asesoramiento bursátil a un cliente individual. Si la elección es el elemento común a todas las decisiones individuales y colectivas en las que es menester dedicar recursos escasos a usos alternativos en situaciones muy diversas, lo cierto es que, en muchas de ellas, las alternativas implican valorar factores considerados específicamente morales por razones no siempre fáciles de precisar. Esta dualidad de funciones, que estaba ya presente en la obra de Braithwaite, es recogida por la propuesta de Julia Barragán: como todo modelo conceptual, los que presenta la teoría de juegos —por ejemplo, el dilema del prisionero— son susceptibles ... de dos interpretaciones [y usos] diferentes: [...] como descriptivos de la estructura de determinadas relaciones, cuyo análisis permitiría elaborar categorías explicativas y predecir [su] futuro comportamiento; [...] como definidores de conductas sociales deseables [...] harían posible producir normas de comportamiento para regir las relaciones sociales.42
Esto es, nos dicen cómo se comportarán dos jugadores racionales en el marco de las restricciones establecidas por el modelo o, al41
«La teoría contractualista de la moralidad, desarrollada como parte de la teoría de la elección racional [...] permite demostrar la racionalidad de las restricciones imparciales que se impone en la búsqueda del interés individual a personas que pueden no estar interesadas en los intereses de los demás, procurando así a la moralidad un asiento seguro en una concepción débil y ampliamente aceptada de la racionalidad.» [D. Gauthier, Morals by Agreement, Clarendon Press, Oxford, 1986, cap. 1, §4, p. 17; traducción al español: La moral por acuerdo, Gedisa, Barcelona, 1994.] J. Barragán, «Las reglas de la cooperación», en J. Griffin y otros, Ética y política en la decisión pública, ob. cit., p. 50.
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ternativamente, cómo deberían comportarse para aprovechar las ventajas de la conducta cooperativa, al hacer evidentes «las consecuencias que conlleva la aplicación de ciertos principios». En este segundo sentido, la teoría pretende responder al problema específico que plantea la pluralidad de objetivos de los posibles cooperadores. Braithwaite reconocía que ... la mayoría de los filósofos morales han ignorado esta cuestión, al suponer que, a menos que los individuos puedan ponerse de acuerdo como mínimo en los fines próximos que todos desean perseguir, no es posible ninguna base racional para la acción común.
Si existe al menos este acuerdo limitado, se acepta un ulterior supuesto, tomado de «los economistas del bienestar, herederos de la tradición utilitarista», según el cual «los fines deseados por diferentes individuos —sus “utilidades”— pueden compararse entre sí en términos de unidades comunes […] que pueden transferirse de una persona a otra»; si bien este supuesto se basa en la dudosa posibilidad de efectuar comparaciones interpersonales de utilidad.43 En principio, pues, podría parecer que el problema no se plantea para el agente que actúa en situaciones paramétricas: sería razonable para Robinson, mientras estuviese a solas en su isla, proponerse como objetivo «maximizar su propia satisfacción»; sólo a partir de la llegada de Viernes, que hace posible la cooperación, ha de tener en cuenta los objetivos de éste. Pero incluso en este caso habría que especificar lo que se entiende por «su propia satisfacción», porque la expresión carece de un referente unívoco. Un caso tan simple como la elección individual entre ahorro y consumo —paramétrica ceteris paribus— pone de manifiesto el conflicto latente entre los objetivos —o, si se prefiere, las preferencias— de los diversos segmentos temporales que integran la identidad del agente y que permite hablar incluso de dilemas del prisionero intrapersonales e intertemporales.44 43
R. Braithwaite, Theory of Games..., pp. 4-5.
Por ejemplo, a D. Parfit, Prudencia, moralidad y el dilema del prisonero, § IV, Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense, Madrid, 1991; Reasons and Persons, § 34, Oxford University Press, 1984.
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Dejando aparte la discusión de los aspectos sustantivos de la propuesta utilitarista, la cuestión que se suscita es la de la medida en que la función normativa que el modelo pretende desempeñar depende de la propia concepción material del agente racional, esto es, de una teoría acerca de la naturaleza «real» de los agentes que deliberan, deciden y actúan. Si tal teoría no puede a su vez ser normativa, entonces parece que habría de presentarse como esencialmente explicativa o, en definitiva, científica. Y lo que caracteriza a una teoría de este tipo es que puede ser verdadera o falsa, plausible o implausible, en la medida exacta en que dé cuenta de los hechos que se propone explicar. Recientes estudios sobre la evolución y el estado actual de la teoría de la elección racional atribuyen ciertos dilemas y paradojas que aquejan a la teoría de la elección racional precisamente a su aceptación incondicionada de supuestos procedentes de una determinada filosofía de la mente.45 Donde el problema se plantea con especial agudeza es en el análisis de los factores genéricamente considerados como morales que intervienen en la elección y que se caracterizan por imponer a los agentes restricciones normativas —obligaciones en sentido amplio—. La cuestión del estatus propio de las reglas de obligación no es ni mucho menos intrascendente. No es lo mismo considerarlas como pronósticos —simples rules of thumb que ayudan al cálculo de probabilidades y utilidades esperables de las acciones que se ajustan a la pauta restrictiva— o, por el contrario, como auténticas normas cuya obligatoriedad no deriva directamente de su utilidad. En el primer caso tendrían la condición de razones prudenciales —término que traduce literalmente la expresión inglesa forward-looking: el prudens es el prae-videns, que mira hacia adelante y ve de antemano. En el segundo serían backward-looking, bien en el sentido estrictamente temporal, por ejemplo, de atenimiento a un pacto o promesa anterior, o incluso en el sentido de ser independientes de consideraciones prudenciales, por lo que bien podría llamárselas inward-looking. Esta distinción es la que recoge el contraste tradicional entre interés y deber que 45 «Utility theory is not and cannot be innocent of all philosophy of mind», de R. Sugden y M. Hollis, «Rationality in Action», ob. cit., p. 1, 32; R. Sugden, «Rational Choice...», ob. cit., pp. 751-785.
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Gauthier formula acertadamente cuando cuestiona la identificación que hace Hume de ambos: Si el deber no fuese más que el interés, la moral sería superflua. ¿Por qué apelar a lo correcto o incorrecto, al bien o al mal, a la obligación o al deber, si fuese posible apelar en cambio al deseo o la aversión, al beneficio o al coste, al interés o al provecho? Apelar a la moral tiene sentido precisamente a raíz de la insuficiencia de estas consideraciones como guía de lo que debemos hacer.46
Incluso a solas en su isla, Robinson tiene que rendirse a la necesidad racional de imponerse obligaciones interesadas, es decir, restricciones a sus posibles elecciones encaminadas a promover su propio beneficio e interés a mediano y largo plazo. La necesidad de restringirse se debe a las múltiples causas ya aludidas: la escasez intrínseca de todo recurso finito, el conflicto interior entre su «razón» y sus «pasiones», su voluntad débil, su racionalidad imperfecta que le impide ordenar adecuadamente sus propias preferencias, la contingencia que afecta de incertidumbre sus previsiones de futuro, etcétera. Pero la aparición de Viernes obliga a Robinson a modificar su hipótesis científica acerca del entorno de sus decisiones para integrar el nuevo dato: sería erróneo atribuir a lo que es en realidad otro sujeto —alter ego— las mismas características que al resto de las cosas y objetos de la naturaleza. Y este error tendría para Robinson la grave consecuencia técnica de impedirle deliberar y actuar adecuadamente en su propio beneficio, ya que le haría incapaz de prever el «comportamiento» de un elemento del entorno que posee la singular capacidad de tomarle a él en cuenta y formarse expectativas respecto a su conducta. En principio, Viernes aparece como una fuente de restricciones simplemente interesadas para Robinson: la conducta de aquél puede ser tanto competitiva como cooperativa y corresponde a la prudencia racional de Robinson elegir la respuesta más adecuada a sus intereses en función de las probabilidades que asigne a una u otra hipótesis.47 La 46
D. Gauthier, Morals by Agreement, Clarendon Press, Oxford, 1986, p. 1.
47
De ahí la importancia que en ciertas versiones del utilitarismo cooperativo tiene para el agente la posibilidad de identificar a los otros agentes deseosos y
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«insociable sociabilidad» de la naturaleza humana coloca a los agentes ante un conjunto dado de precios y oportunidades que tiene que tener en cuenta para satisfacer sus propias preferencias: cooperar es en general un imperativo técnico para la promoción de los propios intereses: «para que la convivencia en sociedad sea posible, se hace necesario que el individuo acepte ciertas formas de restricción de sus intereses individuales».48 Pero aquí se plantean las conocidas antinomias que afectan a la racionalidad misma del cooperar: si la elección de una estrategia cooperativa es el resultado de un cálculo de utilidades, no es dudoso que sea racional suscribir el pacto de cooperación, pero sí que lo sea atenerse siempre a él. O al menos que lo sea en los términos del modelo estándar de racionalidad.49 Los citados estudios de Martin Hollis y Robert Sugden apuntan como posible causa de determinadas paradojas y dilemas de la racionalidad estratégica el hecho de presuponer una muy concreta interpretación de la naturaleza de las razones que son capaces de motivar a la acción. No queda espacio aquí para extenderse en los detalles de su argumentación. Baste mencionar que supuestos tan irrenunciables a la teoría como el del conocimiento común de la racionalidad, con la consecuente transparencia (o al menos translucencia) racional de agentes movidos únicamente por razones interesadas —prudenciales o forward-looking— tal vez sean internamente incoherentes, pero sin duda hacen racionalmente imposible (también de explicar) la cooperación en los términos estrictos de la teoría de juegos. Un examen más detenido de la plausibilicapaces de cooperar en la producción de las mejores consecuencias, antes de contribuir con su parte en el mejor plan de conducta para el grupo que consta de él mismo y de los demás cooperadores identificados, teniendo en cuenta la conducta de los no-miembros de ese grupo: D. Regan, Utilitarianism and Cooperation, Clarendon Press, Oxford, 1980, p. XI. 48
J. Barragán, «Las reglas de la cooperación», ob. cit., p. 41; la cursiva es propia.
49
Tal es el apasionante debate en torno a la racionalidad de atenerse a los acuerdos, que suscita cuestiones de gran calado sobre el concepto mismo de racionalidad e inevitables referencias a los supuestos materiales del modelo mismo. Una buena muestra la ofrecen los artículos recogidos en la tercera parte de P. Vallentyne (comp.), Contractarianism and Rational Choice. Essays on David Gauthier’s Morals by Agreement, Cambridge University Press, Nueva York, 1991.
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dad de los presupuestos psicológico-filosóficos del modelo permitiría comprender mejor la función específica que podrían desempeñar en la elección racional junto a las preferencias y las utilidades las razones back- o inward-looking —esto es, los principios y las normas—. El problema originario al que, según Braithwaite, la teoría de juegos podía aportar una solución, no es simplemente el paso del entorno paramétrico del Robinson solitario al entorno estratégico de la cooperación mutuamente interesada con Viernes. Es dudoso que la propia teoría de la racionalidad prudencial pueda hacer frente a los problemas de simple cooperación —no digamos ya equitativa— por medio de las estrategias estrictamente interesadas que analiza la teoría de juegos. Bien es verdad que se hace necesario transformar los presupuestos de la racionalidad paramétrica en la medida necesaria para hacer frente a las situaciones estratégicas. Pero estas transformaciones se reducen a cambios de escala en un gradiente de complejidad creciente pero sin solución de continuidad dentro de un universo homogéneo de racionalidad; mientras que lo que llamamos moralidad parece producir una mutación de este universo. En definitiva, la necesidad de dar cuenta de la realidad de la cooperación fuerza, por razones meramente filosóficas y metodológicas, a cuestionar el propio modelo de la elección racional.
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Parte II
Decisiones en el campo del Estado ERNESTO GARZÓN VALDÉS RUTH ZIMMERLING RODOLFO VÁZQUEZ JOSÉ MONTOYA
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EL CONSENSO DEMOCRÁTICO: FUNDAMENTO Y LÍMITES DEL PAPEL DE LAS MINORÍAS
ERNESTO GARZÓN VALDÉS Universidad de Maguncia (Alemania)
EL VALOR INSTRUMENTAL DE LA DEMOCRACIA PIENSO QUE NO HAY mayor inconveniente en aceptar que toda forma de gobierno tiene un carácter instrumental: regular el comportamiento social a través del monopolio del uso de la violencia legítima y la implantación de un sistema político-jurídico dotado de competencia sancionadora y capaz de imponer heterónomamente formas de comportamiento con miras a garantizar una convivencia en la que el bien de la paz social supere los sacrificios que pueda requerir su mantenimiento. Esto es lo que podría llamarse una concepción mínima de la función de un gobierno y su justificación. Es la concepción que fuera sostenida clásicamente por Thomas Hobbes: de lo que se trataba era de evitar la confrontación entre lobos en discordia. El valor del gobierno o de un sistema político consistía precisamente en el resguardamiento de la seguridad individual. Versiones posteriores, como la de John Locke y la corriente liberal, impusieron mayores exigencias a los sistemas políticos que culminaron con la concepción de un estado social de derecho que garantizara la vigencia no sólo de deberes negativos sino también positivos. Pero, tanto en la versión minimalista como en la maximalista, las formas de gobierno son evaluadas desde el punto de vista de su aptitud para asegurar la obtención de ciertos fines y la vigencia de ciertos valores. Es decir, no ponen en duda el carácter instrumental de los sistemas políticos.
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Si se acepta este punto de partida, es aconsejable detenerse en la consideración de aquello que Georg Henrik von Wright ha llamado «bondad instrumental»: Atribuir bondad instrumental a alguna cosa es primariamente decir de esta cosa que sirve bien algún propósito. Una atribución de bondad instrumental de su tipo para alguna cosa presupone que existe algún propósito que está, diré, esencialmente asociado con el tipo y que se piensa que esta cosa sirve bien. Una atribución de bondad instrumental de su tipo a alguna cosa es pues secundario en el sentido de que presupone lógicamente un juicio de bondad para algún propósito.1
Esta capacidad para servir un propósito es una característica funcional.2 Y puede suceder que algo sirva bien para determinados propósitos y no para otros. No hay nada ilógico en decir que algo es bueno y no bueno, según el propósito que se persigue. La relación funcional de medio-fin permite aplicar criterios de verdad o falsedad a los enunciados que predican la bondad instrumental de algo. Dicho con las palabras de Von Wright, «...los juicios genuinos de bondad instrumental son siempre juicios objetivamente verdaderos o falsos».3 Pero, cuando nos referimos a la bondad de instrumentos que sirven para lograr algún fin de relevancia social, solemos incluir también la valoración del fin perseguido. Y, por ello, hasta negamos bondad instrumental a ciertas formas de gobierno tales como la dictadura, a pesar de que puedan ser causalmente eficientes para 1 G. von Wright, The Varieties of Goodness, Routledge & Kegan Paul, Londres, 1963, p. 20. To attribute instrumental goodness to some thing is primarly to say of this thing that it serves some purpose well. An attribution of instrumental goodness of its kind to some thing presupposes that there exists some purpose which is, as I shall say, essentially associated with the kind and which this thing is thought to serve well. An attribution of instrumental goodness of its kind to some thing is thus secondary in the sense that it logically presupposes a judgment of goodness for some purpose. 2
Ibídem, p. 21.
3
Ibídem, p. 29: «... genuine judgments of instrumental goodness are always objectively true or false judgments».
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lograr el fin perseguido. Esta referencia a valores remite a los juicios sobre la bondad o maldad de las instituciones, en última instancia, a un ámbito donde ya no es posible recurrir a la verdad o falsedad de los enunciados de bondad instrumental como pauta de corrección. Conviene, por ello, no confundir ambos niveles: el causal y el valorativo. El primero permite emitir juicios de verdad o falsedad; el segundo, de corrección normativa. Dado que ambos aspectos se encuentran en niveles diferentes, puede perfectamente suceder que algo que es causalmente eficiente sea valorativamente incorrecto. Ello significa que puede construirse la siguiente tabla de casos posibles: TABLA 1
Eficacia causal + + – –
1. 2. 3. 4.
Valoración + – + –
Si nos referimos ahora al caso concreto de la democracia, de acuerdo con el enfoque propuesto, la eficacia causal de la democracia dependerá del fin propuesto y su valoración de la calidad de este fin. Para simplificar las cosas, adoptaré la posición de un liberal coherente que confiere importancia esencial al respeto de ciertos derechos básicos de libertad e igualdad individuales o, más exactamente, al ejercicio de la autonomía personal en condiciones de igualdad dentro del marco de un estado social de derecho. Por lo que respecta a la eficacia causal de la democracia, podría decirse que ella es causalmente eficaz para expresar las preferencias de los ciudadanos, al menos por lo que respecta a los programas de acción política que presentan los diversos candidatos y a las decisiones colectivas. Pero no sólo ello: la expresión de las preferencias de los votantes contiene un elemento normativo con respecto al resultado de la votación: deben aceptarse e imponerse las preferencias de la mayoría. Ello vale para toda elección y decisión democráticas, tanto para las de los ciudadanos como para las de los representantes parlamentarios y los tribunales colegiados.
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De acuerdo con el esquema propuesto cabe, pues, preguntarse si el juicio de eficacia causal de la democracia así entendida es verdadero y si su pretensión normativa es correcta. ¿Cuáles son las razones que podrían invocarse en favor de una respuesta afirmativa a ambas cuestiones? Básicamente las dos siguientes: a.
Una razón utilitarista: la satisfacción de las preferencias de la mayoría asegura un mayor quantum de felicidad social. De acuerdo con esta concepción, lo relevante es la satisfacción agregada de los deseos de las personas sin que importe cuáles sean estos deseos y quiénes los sustenten. En este sentido, la versión utilitarista podría prescindir de una determinada concepción de lo bueno ya que cada cual cuenta como individuo y nada más que como tal. Además, como se confiere prioridad a los deseos de las personas y no a sus intereses, la regla de la mayoría democrática constituiría una buena garantía en contra de todo intento de paternalismo o, de lo que es peor, de perfeccionismo. La regla de la mayoría o, si se prefiere, el consenso mayoritario sería, en este sentido, el mejor antídoto contra la dictadura, sea ésta malevolente o benevolente. Cuanto mayor sea la suma de los deseos satisfechos, tanto mejor. El consenso mayoritario sería garantía de la felicidad social en su conjunto.
b.
Una razón epistémica: es más difícil que la mayoría se equivoque. Si se acepta la existencia de verdades políticas, se dice, entonces habría que admitir que es más difícil que muchos se equivoquen acerca de lo que es políticamente correcto.
Esta última argumentación fue formulada en el siglo XVIII por el marqués de Condorcet y recogida en nuestro tiempo por William Nelson y más expresamente por Carlos Nino. Veámosla más de cerca. En la concepción de Condorcet, la búsqueda de la verdad política es la razón para la acción del homo suffragans. De lo que
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se trataría es de la búsqueda colectiva de la verdad, es decir, de lo probablemente verdadero. La pluralidad de personas que emiten su voto permitiría inferir que la probabilidad de error es menor que la probabilidad de verdad.4 A diferencia de lo que sucede en la argumentación utilitarista, el homo suffragans no expresa un deseo o un interés sino un juicio de verdad. Las leyes votadas por la mayoría serían la formulación más cabal de una renovación del pacto social originario y la referencia más realista a la voluntad unánime de los ciudadanos en ese pacto. Ello le permitía llegar a Condorcet a su tantas veces citada conclusión: «Una buena ley debe ser buena para todos los hombres como una proposición verdadera es verdadera para todos».5 Carlos Nino adopta como punto de partida lo que él llama «teorema de Condorcet».6 La democracia sería un «sucedáneo institucionalizado» de la discusión moral: «La democracia puede definirse como un proceso de discusión moral sujeto a un límite de tiempo».7 ... un proceso de discusión moral con cierto límite de tiempo dentro del cual una decisión mayoritaria debe ser tomada [...] tiene mayor poder epistémico para ganar acceso a decisiones moralmente correctas que cualquier otro procedimiento de toma de decisiones colectivas.8
Pienso que ni el argumento utilitarista ni el epistémico son sostenibles. En efecto, por lo que respecta al argumento utilitarista y su afirmación de que la votación permite conocer las preferencias de los votantes, sabemos desde la llamada «paradoja de Borda», retomada por el propio Condorcet, que ello suele no ser posible cuando se trata de elegir entre más de dos candidatos o 4 Cfr. G. Granger, La mathématique sociale du marquis de Condorcet, Odile Jacob, París, 1989, p. 97: «...el acto del homo suffragans tendería a hacer aparecer en cada cuestión sometida a debate la verdad más probable». 5 Cfr. Condorcet. Mathématique et societé, selección de textos e introducción de Roshdi Rashed, Hermann, París, 1974, p. 66.
Cfr. C. Nino, La construcción de la democracia deliberativa, Gedisa, Barcelona, 1997, p. 178.
6
7
Ibídem, p. 167.
8
Ibídem, p. 168.
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programas de preferencias. Puede suceder entonces que obtenga la mayoría justamente la preferencia que no figura en el primer lugar de ninguno de los candidatos o programas. Podría, además, ponerse en duda la conveniencia de tomar incondicionalmente en cuenta los deseos de las personas: no siempre es verdad que cada cual es el mejor juez de sus intereses, como creía John Stuart Mill. Y tampoco puede aceptarse sin más que toda forma de paternalismo tenga que conducir al perfeccionismo o a la dictadura, como sostiene Robert Nozick. Además, no es verdad que siempre la satisfacción de las preferencias de la mayoría sea equivalente a un mayor quantum de felicidad social; todo depende de la intensidad de las mismas: Una preferencia débil por parte de una gran mayoría de la población en el sentido de impedir que una minoría realice ciertas acciones (por ejemplo, practicar la homosexualidad o formas protestatarias del culto religioso) puede superar, en el cálculo del agregado de satisfacción de deseos, una preferencia más intensa por parte de una minoría de realizarlos.9
Por lo que respecta al valor epistémico de la regla de la mayoría, hay que tener en cuenta que tanto en Condorcet como en Nino la obtención de este valor está supeditada a la existencia de condiciones fuertes. En efecto, en el caso de Condorcet, siguiendo a Locke, existía una continuidad argumentativa entre la idea del contrato social y su respeto de los «derechos naturales» y la regla de la mayoría. Por ello podía Condorcet decir que las leyes no son ... la expresión de la voluntad arbitraria del mayor número sino que son como verdades deducidas por la razón de los
9
B. Barry, Justice as Impartiality, Clarendon Press, Oxford, 1995, p. 135: ... a mild preference on the part of a large majority of the population for preventing a minority from doing something (e. g. engaging in homosexual acts or Protestant forms of worship) might outweigh in the calculus of aggregate want-satisfaction a more intense preference on the part of the minority for doing it.
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principios del derecho natural y adoptados como tales por la pluralidad.10
Pero Condorcet sabía perfectamente que en realidad En el ejercicio concreto del sufragio el votante está expuesto a la interacción de los intereses, las pasiones, la corrupción y el error [...]. Aun si la intervención de estas causas es mínima, ella es desde ya suficiente para volver ilusoria la hipótesis fundamental del modelo.11
Había, pues, que distinguir entre la votación como dato empírico, es decir, el fenómeno psicosocial de la votación, y el dato normativo, es decir, la concepción ideal del sufragio como un modo para determinar la verdad: Hay un gran número de cuestiones importantes, complicadas o sometidas a la acción de los prejuicios y de las acciones, sobre las cuales es probable que una persona poco instruida sostendrá una opinión equivocada. Hay, pues, un gran número de puntos con respecto a los cuales cuanto más se multiplique el número de votantes tanto más grande el temor que la mayoría adoptará una decisión contraria a la verdad; de manera que una constitución puramente democrática será la peor de todas para todos los objetos sobre los cuales la gente no conozca la verdad.12
Por ello, para que el modelo funcionara, las decisiones de los votantes debían ser ... siempre tomadas bajo ciertas condiciones (o restricciones). El número de votantes, la mayoría exigida, la forma de la deliberación, la educación y la ilustración de los votantes [...], son condiciones necesarias para definir la situación de decisión. La verdad de la decisión no depende solamente de los votantes sino de las condiciones en las cuales el voto se efectúa, de la forma de la asamblea [...] como así también de su procedimiento para llegar a una decisión.13 10
Cfr. Condorcet. Mathématique et societé, ob. cit., p. 68.
11
Ibídem, p. 76.
12
Ibídem, p. 70.
13
Ibídem, p. 152.
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En este sentido, Condorcet mencionaba las siguientes condiciones ideales: Supondremos ante todo que las asambleas están compuestas de votantes que tienen una igual perspicacia de espíritu y luces iguales; y supondremos que ninguno de los votantes tiene influencia sobre los votos de los otros y que todos opinan de buena fe. [Supondremos que todos los votantes tienen] una igual sagacidad, una igual perspicacia de espíritu, de las que todos hacen igual uso, que todos están animados de un igual espíritu de justicia, y, finalmente, que cada cual ha votado por sí mismo, como sería el caso si ninguno tuviera sobre la opinión de otro una influencia mayor que la que ha recibido él mismo.14
Algo similar ocurre cuando se analizan más de cerca las condiciones que Nino enumera para que la discusión democrática sea realmente un sucedáneo institucionalizado de la discusión moral: uno se encuentra con requisitos que difícilmente se cumplen en la discusión parlamentaria real o en las votaciones ciudadanas. Veamos algunos:
14
a.
«todo participante (debe) justificar sus propuestas frente a los demás»;
b.
las posiciones que se adopten deben ser «reales y genuinas»;
c.
la discusión tiene que ser «auténtica»;
d.
las proposiciones tienen que ser aceptables «desde un punto de vista imparcial»;
e.
no puede tratarse de una «mera expresión de deseos o la descripción de intereses»;
f.
no ha de limitarse a la «mera descripción de hechos, como una tradición o una costumbre»;
g.
ha de cumplirse con el requisito de universalidad;
Ibídem, p. 71.
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h.
las personas no deben limitarse a la expresión de «razones prudenciales o estéticas» sino que tienen que intentar ser morales.15
También parece que no se cumple en la realidad otra exigencia de Nino: En una democracia en funcionamiento, es esencial que la mayoría nunca sea un grupo definido de gente de la población, sino una construcción que hace referencia a individuos que cambian constantemente de acuerdo con el tema que esté en discusión.16
Las condiciones para asegurar la capacidad epistémica de la discusión colectiva y de la decisión mayoritaria son ... que todas las partes interesadas participen en la discusión y decisión; que participen de una base razonable de igualdad y sin ninguna coerción; que puedan expresar sus intereses y justificarlos con argumentos genuinos.17
No cuesta mucho inferir que, si se aceptan las restricciones de Condorcet o de Nino, abandonamos el ámbito de la eficacia causal de un mero procedimiento para la adición de votos y entramos en el de las restricciones al simple acto de depositar un voto. El homo suffragans es ahora un homo restrictus. En el modelo del homo suffragans irrestrictus no se satisfacen ni los propósitos del enfoque utilitarista ni los de la versión epistémica de la democracia. Ello impide, a su vez, la obtención de los valores que esta forma de gobierno debería alcanzar. Nos encontraríamos frente al caso 4 de la tabla presentada más arriba. Este resultado no deja de tener un cierto halo paradójico: si en el procedimiento democrático se permite el ejercicio irrestricto de la autonomía individual, no podemos realizar los valores de una democracia liberal. Más adelante volveré sobre este punto; ahora me interesa subrayar tan sólo que tanto 15 Cfr. C. Nino, La construcción de la democracia deliberativa, ob. cit., pp. 171 y ss. 16
Ibídem, p. 177.
17
Ibídem, p. 180.
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en el caso de Condorcet como en el de Nino se trata de restricciones subjetivas que debe autoimponerse el homo suffragans.
LA IRRELEVANCIA DEL CONSENSO FÁCTICO Y LA INUTILIDAD CONCEPTUAL DEL CONSENSO HIPOTÉTICO
En otro lugar,18 he tratado de demostrar que el consenso, tanto en su versión fáctica (en autores como Niklas Luhmann, James Fishkin y Jürgen Habermas) como en su versión hipotética (James Buchanan, John Rawls o David Gauthier, por ejemplo) no puede servir como punto de partida para la fundamentación de la legitimidad política de la democracia. Dicho brevemente: el consenso meramente fáctico es el resultado de una racionalidad estratégica que puede conducir a los más aberrantes resultados, y el hipotético, en el mejor de los casos, una dramatización innecesaria en la que participan seres individualmente indiscernibles. Es por ello coherente que Condorcet resumiera sus requisitos para la obtención de la verdad política afirmando rotundamente: En general, como el método de obtener la verdad es uno, es necesario que los procedimientos de una asamblea deliberativa se aproximen lo más posible a aquellos que siguen el espíritu de un solo individuo en el examen de una cuestión.19
Si se acepta que el consenso mayoritario (o unánime) no puede ser el criterio que nos permita evaluar la calidad moral de una votación, podría pensarse que lo relevante es:
EL DISENSO DE LAS MINORÍAS Dejando de lado las dificultades vinculadas con la denotación de la palabra «minoría» (¿étnicas, religiosas, ideológicas, o de acuerdo con sus hábitos sexuales, edad, educación, etcétera?), podría Cfr. E. Garzón Valdés, «Consenso, racionalidad y legitimidad», en Derecho, ética y política, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, pp. 455-471.
18
19 Cfr. G. Granger, La mathématique sociale du marquis de Condorcet, ob. cit., p. 96.
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aceptarse sin mayor inconveniente que una de las características de toda minoría políticamente relevante es una actitud de disenso con respecto a las medidas adoptadas mayoritariamente. Si se acepta esta propuesta, conviene detenerse entonces a analizar el significado político del disenso. Como es sabido, Javier Muguerza ha sido en nuestro medio quien con mayor vehemencia y mejores argumentos ha insistido en la «relevancia discursiva del disenso».20 Analicemos más de cerca la vía del disenso. Por lo pronto, cabe preguntarse en qué consiste la diferencia entre consenso y disenso. Dado el carácter negativo del disenso, éste está siempre referido a un consenso previo; su calidad ética dependerá de la calidad ética de lo negado. Podría pensarse entonces en las siguientes alternativas: a.
que el consenso adoptado responde a principios básicos de la moralidad política. Un ejemplo de consenso fáctico que satisface estas condiciones puede ser el caso de constituyentes que establecen, por unanimidad, el catálogo de derechos fundamentales que figuran en constituciones como la española o la alemana;
b.
que el consenso adoptado viola estos principios, como puede ser el caso del consenso de los jerarcas nazis reunidos en 1942 a orillas del Lago de Wann, sobre la «solución de la cuestión judía».
En el caso «a» es obvio que el disenso carece de todo valor moral. Tal es el caso del disenso de los encomenderos en México y Perú con respecto a las llamadas Leyes Nuevas de 1542. En el caso «b» el disenso puede ser, por lo menos, de dos tipos: b1.
quien disiente no lo hace por razones moralmente aceptables sino hasta moralmente repugnantes: sería el caso del nazi que en la reunión del Lago de Wann disiente de la «solución Auschwitz» porque piensa que es mejor fusilar judíos;
20
Cfr. J. Muguerza, «La obediencia al derecho y el imperativo de la disidencia. (Una intrusión en un debate)», en Sistema, nº 70, 1986, pp. 27-40, y del mismo autor, Desde la perplejidad, Fondo de Cultura Económica, México, Madrid, Buenos Aires, 1990.
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b2.
quien disiente lo hace por razones morales, por respeto a la «condición humana». El disidente pone de manifiesto que el principio de no dictadura, formulado por Kenneth Arrow en su famoso teorema, no es siempre válido en cuestiones morales. Es el caso de los disidentes que protagonizan a lo largo de la historia las emancipaciones de la dominación y la discriminación arbitrarias, historia que dista mucho de estar concluida y que requiere la presencia de disidentes alertas como los propuestos por Muguerza.
Es interesante tener en cuenta que a lo que aspira el disidente es que los demás lleguen a un consenso acorde con su disidencia. La situación final a la que se aspira es la del consenso. En este sentido, el disenso es una actitud transitoria enmarcada por dos consensos: el que se niega y el que se desea lograr. El disenso, a diferencia del consenso, no tiene aspiraciones de estabilidad. El disenso tiende a autoeliminarse creando las circunstancias en las que deja de ser necesario. Sin embargo, de aquí no puede inferirse (como lo pone de manifiesto el caso b1) que el disenso constituya un remedio para «el» punto flaco de la teoría del consenso. Es obvio que consenso y disenso se diferencian por la nota de negación que este último contiene pero, lo importante no es la negación en sí sino lo que se niega. Para evitar caer en la situación anárquica en la que cada cual juega su juego y no acepta jugar el juego de los demás sólo en aras de una mayor diversidad, hay que determinar previamente cuáles son los juegos moralmente admisibles. Pero, si esto es así, a la pregunta acerca de cuál es la relevancia moral del disenso sólo se puede dar respuesta si se sabe contra qué consenso previo se dirige y cuál es la calidad moral del disenso. Y así como la calidad moral del consenso no puede ser referida al consenso mismo, lo mismo sucede con el disenso. Pero, como el disenso moralmente justificado apunta a la creación de un consenso moralmente justificado, podría pensarse que en la génesis de la legitimidad democrática existe siempre un disenso. En vez de un consenso originario, podría hablarse de un «disenso originario». Si ello es correcto, podría darse un paso más y admitir la plausibilidad de la alternativa del disenso.
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Un primer argumento que podría aducirse en favor de la alternativa del disenso es el de la experiencia histórica: la conquista de los derechos humanos. Dolf Sternberger21 ha ilustrado con buenos ejemplos el papel de los disidentes en el desarrollo de la emancipación social y en la formulación de los derechos humanos, desde las dos grandes revoluciones del siglo XVIII hasta nuestros días. Pero, como el mismo Muguerza lo reconoce, la historia presenta también abundantes contraejemplos. Los encomenderos disidentes no contribuyeron, por cierto, a la mejora de la condición humana del indio al lograr la derogación de las Leyes Nuevas, y no hay que olvidar que Hitler fue un disidente en Weimar. La historia da para todo. Si se acepta que el disenso tiene, en tanto negación, que estar referido siempre a un consenso previo, cabe preguntarse de qué tipo de consenso se trata: fáctico o hipotético. Y en ambos casos, la insuficiencia del consenso como fuente de legitimidad se transmite al disenso que lo niega: la calidad moral, tanto del consenso como del disenso, no puede derivar del hecho del consenso o del disenso. Incluso cuando no se aceptaran estas observaciones, lo que parece indiscutible es que no es la existencia del consenso o del disenso lo que fundamenta los derechos humanos o la legitimidad sino justamente al revés. Sostener lo contrario equivaldría a aceptar una especie de «alquimia del consenso»22 o del disenso, que transformaría los actos de voluntad de quien consiente o disiente en moralmente valiosos por el sólo hecho de ser manifestaciones consensuales o disensuales. Sólo un consenso que respete los derechos humanos es éticamente aceptable. Lo mismo vale para el disenso. El hecho de que el consenso presuponga pluralidad de individuos o el disenso proceda «de una decisión tomada en la soledad de la conciencia» no constituye una diferencia esencial entre ambos ya que también quien consiente puede prestar su consentimiento en virtud de una decisión tomada en la «soledad de su conciencia». Pero, en todo caso, queda en pie la incapacidad de 21
Cfr. D. Sternberger, Herrschaft und Vereinbarung, Suhrkamp, Francfort del Meno, 1986, pp. 129 y ss. 22
Cfr. B. Barry, Theories of Justice, University of California Press, Berkeley, Los Angeles, 1989, p. 361.
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ambos recursos para fundamentar la corrección moral de la democracia.
LA INSUFICIENCIA DE UNA CONCEPCIÓN MINIMALISTA DE LA DEMOCRACIA PARA LA REGULACIÓN DE LOS PRINCIPIOS BÁSICOS DE UNA ORGANIZACIÓN SOCIAL MORALMENTE VALIOSA
La concepción minimalista de la democracia convierte al procedimiento democrático en manifestación de los deseos de los votantes y confiere, sin más, calidad normativa a los resultados de la votación. Podría entenderse entonces a este modelo de democracia como un caso de justicia procedimental pura de acuerdo con la definición de John Rawls, según la cual ... pure procedural justice obtains when there is no independent criterion for the right result: instead there is a correct or fair procedure such that the outcome is likewise correct or fair, provided that the procedure has been properly followed.23
Rawls ofrece como ejemplo de justicia procedimental pura un sistema de cooperación basado en el principio de oportunidad equitativa (fair). La ventaja de la justicia procedimental pura sería que nos libera de la necesidad de definir principios que tengan en cuenta las enormes complejidades de las cambiantes circunstancias y posiciones relativas de las personas. Pero, es obvio que para que el resultado sea aceptado como justo, estas circunstancias tienen que ser calificadas de antemano o bien como irrelevantes desde el punto de vista de la justicia o bien tan complejas que no habría ningún procedimiento que pudiera tomarlas a todas en cuenta. Un ejemplo del primer caso sería cuando se trata de la satisfacción de deseos secundarios relativamente irrelevantes de la gente. 23
A Theory of Justice, Clarendon Press, Oxford, 1972, p. 86. ... la justicia puramente procesal se da cuando no hay un criterio independiente para el resultado correcto: en su lugar existe un procedimiento correcto o imparcial, sea cual fuere, siempre y cuando se haya observado debidamente el procedimiento. [Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1993, p. 109.]
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El procedimiento de la mayoría podría ser considerado como el más adecuado para resolver los posibles conflictos. Un ejemplo del segundo tipo podría ser la regla que estableciera el principio de la cola para el otorgamiento de órganos de transplante. Las circunstancias particulares de cada paciente pueden ser tan complicadas que un análisis a fondo de las mismas podría significar la pérdida misma de los órganos. Podría pensarse también en el caso de un buque que se hunde y donde hay que resolver urgentemente quién sube al bote salvavidas. Tal vez aquí puede recurrirse al sistema de echar la moneda. Este es un caso en donde los intereses en juego son vitales (en el más estricto sentido de la palabra). Si no se recurre al sistema de la moneda, la consecuencia puede ser que el barco se hunda y nadie se salve. Es decir, que en los dos extremos de los casos triviales, por una parte, y de los muy complejos y graves, por otra, la justicia procedimental pura parece ser la más adecuada. Y creo que esto es también obvio: en los casos del primer tipo no está en juego una cuestión de justicia; en los del segundo tipo, se trata de elecciones trágicas donde el resultado es siempre insatisfactorio desde el punto de vista de la justicia. Escapa, por así decirlo, a la calificación de justo o injusto. En todo caso, lo que puede inferirse de lo hasta aquí dicho es: a.
ni el consenso mayoritario ni la disidencia minoritaria son suficientes para poder pasar del caso 4 de nuestra tabla al caso 1;
b.
tampoco es una buena vía la suposición de que el homo suffragans restrictus ha de estar sometido sólo a restricciones subjetivas de honestidad o veracidad.
Podría pensarse entonces que lo que se requiere son restricciones institucionales externas, inmunes a las actitudes o motivaciones subjetivas del homo suffragans. Quisiera proponer a tal fin el recurso del coto vedado.
EL RECURSO DEL COTO VEDADO Desde hace tiempo abogo por el concepto de «coto vedado» en el que han de resguardarse los derechos fundamentales no negociables, como condición necesaria de la democracia representativa.
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Sólo fuera de este «coto vedado» cabe el disenso, la negociación y la tolerancia. Quien pretenda abrir la puerta del «coto vedado» y transformar derechos fundamentales en objeto de disenso y negociación, elimina la posibilidad de que la democracia pueda satisfacer la pauta de corrección moral que de ella se espera. El disidente no puede, pues, abrir todas las puertas. En una democracia representativa que acepte el núcleo inviolable del «coto vedado», es decir, la vigencia del «principio de la mayoría» y no el «dominio de la mayoría», como diría Hans Kelsen,24 la disidencia vale sólo en el ámbito de lo negociable. Que la adopción de decisiones de acuerdo con el principio de la mayoría significa una restricción de la libertad de quienes integran la minoría es obvio. Pero que la viabilidad de las democracias en las sociedades con un número apreciablemente grande de miembros tiene que aceptar este tipo de restricciones es también un hecho cierto. En efecto, al no ser posible la democracia directa, es necesario recurrir a un sistema de representantes, es decir, a un sistema parlamentario, cuya función primordial, según Kelsen, es ... la formación de la voluntad estatal a través de un órgano colectivo elegido por el pueblo sobre la base del derecho de sufragio universal e igual, es decir, democráticamente, y que decide de acuerdo con el principio de la mayoría.25
El principio de la mayoría, según Kelsen, es justamente el que impide el dominio de una clase sobre otra, es decir, el dominio de la mayoría o la «casualidad de la aritmética».26 El razonamiento kelseniano está dirigido precisamente en contra de la identificación del «principio de la mayoría» con el «dominio de la mayoría»; por ello la afirmación de que el principio de la mayoría requiere la existencia de la minoría no es una mera tautología en el sentido de que no puede hablarse de mayoría si no hay minoría. 24 Cfr. H. Kelsen, Das Problem des Parlamentarismus, Braunmüller, Viena/Leipzig, 1925. 25 H. Kelsen, Vom Wesen und Wert der Demokratie, J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), Tubinga, 1929, p. 28. 26
Ibídem, p. 53.
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El principio de mayoría requiere la exclusión de algunos temas básicos de la negociación parlamentaria o de la votación ciudadana. Con respecto a cuáles deben ser estos temas, y cuál es el criterio de exclusión, mi propuesta es la siguiente: a.
Deben ser excluidos de la negociación y el compromiso parlamentarios todos aquellos bienes que son considerados como básicos para la realización de todo plan de vida.
b.
La determinación de este campo de exclusión no puede quedar librada al consenso fáctico ni de los representados ni de los representantes. El consenso fáctico determina sólo el campo de la moral positiva de una determinada colectividad en un determinado momento de su historia. Del hecho de que los miembros de una colectividad coincidan en la aceptación de determinadas pautas de comportamiento no se infiere sin más que ellas están también permitidas desde el punto de vista de una moral esclarecida o ética.
c.
Por lo que respecta a la vigencia efectiva de los derechos en el «coto vedado» de los bienes básicos, es indiferente la voluntad o deseos de los integrantes de la comunidad. Aquí está plenamente justificada una actitud paternalista en el caso de que los miembros de la comunidad no comprendan la importancia de estos bienes básicos. Y ello es así porque la no aceptación de la garantía de los propios bienes básicos es una clara señal de irracionalidad o de ignorancia de relaciones causales elementales como son las que existen entre la disponibilidad de estos bienes y la realización de cualquier plan de vida. En ambos casos, quien no comprende la relevancia de los bienes básicos puede ser incluido en la categoría de incompetente básico.
d.
Si se acepta lo dicho en el párrafo anterior, hay que aceptar también que, con respecto a los bienes básicos,
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para quien o quienes los defiendan no rige el «principio de no dictadura» tal como lo formulara Kenneth Arrow. e.
f.
Si se admite, como creo que es correcto, la tendencia a la expansión de la ética, no es aventurado afirmar que el coto vedado de los bienes básicos tiene también una tendencia a la expansión. Ella puede estar determinada por un doble tipo de factores: iii.
Factores de tipo cognitivo, es decir, la intelección de que algunas conclusiones hasta ahora no percibidas pueden ser inferidas de las premisas del sistema ético. Creo que esto es lo que sucede cuando se habla de diferentes generaciones de derechos humanos. No se trata aquí de la inclusión de nuevas premisas, sino de inferir conclusiones de premisas ya aceptadas. Basta pensar, por ejemplo, en la relación que existe entre el derecho a la vida (derecho humano de la llamada «primera generación») y el derecho a un medio ambiente no contaminado (derecho de la «tercera generación») o la que existe entre el deber negativo de no dañar y el deber positivo de no omitir ayuda cuando se puede así evitar un daño.
iii.
Pero existen también factores materiales de disposición de recursos económicos, técnicos o culturales que pueden requerir correr los límites del coto vedado.
Tomando en cuenta estas limitaciones, el ámbito de la gestión del representante es, por una parte, el del afianzamiento de la vigencia efectiva de los bienes básicos. Se trata aquí de la defensa de los bienes primarios (Rawls) o de los intereses universalizables (Habermas). Pero también es el campo de la negociación y el compromiso, en lo que, siguiendo una propuesta de James Grunebaum,27
27 J. Grunebaum, «What ought the representative represent?» en N. Bowie (comp.), Ethical Issues in Government, Filadelfia, 1981.
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puede ser llamado el ámbito de los deseos secundarios de la gente, es decir, aquellos que no están relacionados con bienes primarios. Aquí rige el principio de respetar los deseos de los representados, con la cláusula cautelar que dice: Deberán satisfacerse los deseos secundarios de los representados siempre que, sobre la base de la información de que dispone el representante, su satisfacción no implique el sacrificio de algún bien básico o la frustración de deseos secundarios que los propios representados valoran más que el deseo secundario de cuya satisfacción se trata.
El campo de la negociación y el compromiso es el ámbito adecuado para la persecución de los intereses secundarios, sobre la base de la evaluación de costos y beneficios. El representante está aquí sujeto a la obligación ética de procurar la mayor satisfacción posible de los deseos secundarios de los representados, con las limitaciones señaladas. Su estrategia de negociación y compromiso estará guiada por razones propias del hombre prudente. Pero, admitiendo que el campo de la negociación y el compromiso está sujeto a consideraciones prudenciales, de costobeneficio, queda todavía pendiente la cuestión de saber si este ámbito de lo prudencial no requiere un cierto umbral que debe ser proporcionado también sobre la base de consideraciones éticas. La negociación y el compromiso requieren, pues, una igualdad aproximada de recursos jurídicos y políticos. En este sentido, la negociación parlamentaria y la actuación del homo suffragans presuponen, para ser éticamente aceptables, una cierta homogeneidad social. Si esto es así, es necesario contar con algún criterio que permita determinar cuándo una sociedad es homogénea con el fin de que el compromiso sea equitativo y todos los grupos sociales se sepan integrables a través de la actividad parlamentaria y la votación democrática. Al respecto, mi propuesta es la siguiente:
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DEFINICIÓN Una sociedad es (socialmente) homogénea si, y sólo si, todos sus miembros gozan de los derechos incluidos en el coto vedado de los bienes básicos. Cuando tal no es el caso, el principio de la mayoría se transforma en dominio de la mayoría (Kelsen) o constituye una forma ideológica de justificación del poder normativo (Habermas). La exigencia del umbral de homogeneidad es obvia si se piensa que la representación parlamentaria, impuesta por la división del trabajo, es la única forma viable de la democracia en las sociedades actuales y que ésta es el mejor candidato a una justificación ética cuando no se reduce a la aplicación de un procedimiento sino que incluye el ingrediente normativo del respeto a la libertad y la igualdad. Es esto justamente lo que le permite a Kelsen iniciar su razonamiento de justificación de la democracia a partir de la libertad natural y su transformación contractual en la libertad política: idea sustentada no sólo por Kant sino también por Rousseau. Desde el punto de vista jurídico-positivo, la conclusión, también obvia, es que los derechos incluidos en el coto vedado de los intereses universalizables, o derechos humanos, no pueden ser objeto de recortes, productos de negociaciones parlamentarias. Ellos constituyen el núcleo no negociable de una constitución democrático-liberal que propicie el estado social de derecho. Para el coto vedado vale la prohibición de reforma (como, por ejemplo, la establecida por el artículo 79,3 de la ley fundamental alemana) y el mandato de adopción de medidas tendientes a su plena vigencia. Es el coto vedado el que transforma confiablemente al homo suffragans en homo suffragans restrictus y permite ubicar a la democracia en el caso 1 de la tabla propuesta.
UNA PROPUESTA DE FUNDAMENTACIÓN RACIONAL DEL CONTENIDO Y LÍMITES DEL COTO VEDADO
Desde luego, queda pendiente el problema de saber cómo puede determinarse y, sobre todo, justificarse el contenido del coto vedado. Admitamos que cuando ingresamos en el ámbito de las con-
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cepciones de lo bueno entramos en un terreno inseguro, ya que no es posible formular con precisión qué es lo bueno para cada cual. Evitemos el tembladeral y vayamos a un terreno más seguro o preparémonos adecuadamente para ingresar en aquél a través de un desvío. La vía que deseo proponer es la de considerar no lo que es lo bueno sino lo que es lo malo. Por supuesto que alguien podría aducir que este es un recurso barato ya que lo malo es la privación del bien, como diría San Agustín. Pero no nos apresuremos. La vía propuesta es una «vía negativa» que partiría de tres suposiciones básicas, que deberían ser sumadas a las ya mencionadas al comienzo de este trabajo. La primera es que, sobre el trasfondo de la ignorancia querida, aceptamos una concepción del agente humano cuyas reglas de comportamiento no son las de un «club de suicidas», como diría Herbert Hart: No podemos hacer abstracción del deseo general de vivir y tenemos que dejar intactos conceptos tales como peligro y seguridad, daño y beneficio, necesidad y función, enfermedad y curación; pues éstas son vías para describir y apreciar simultáneamente las cosas haciendo referencia a la contribución que prestan a la supervivencia, que es aceptada como un fin. [...] Para plantear [...] cualquier cuestión acerca de cómo deberían convivir las personas, tenemos que suponer que su objetivo, hablando en términos generales, es vivir.28
La segunda suposición es una concesión parcial a Rawls y Barry: admitamos que no existe ninguna concepción de lo bueno que no pudiera ser puesta en duda razonablemente. Pero —y por ello la concesión es parcial— de aquí no se infiere sin más una neutralidad razonable que se soporte a sí misma: así como la tolerancia, si es que no quiere convertirse en «tolerancia boba», ha de 28
H. Hart, The Concept of Law, Clarendon Press, Oxford, 1963, p. 188: We could not substract the general wish to live and leave intact concepts like danger and safety, harm and benefit, need and function, desease and cure; for these are ways of simultaneously describing and appraising things by reference to the contribution they make to survival which is accepted as an aim [...]. To raise [...] any question concerning how we should live together, we must assume that their aim, generally speaking, is to live.
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estar enmarcada por un cerco de intolerancias, así también lo razonable requeriría el cerco de lo irrazonable. La tercera recoge una constatación de Brian Barry relacionada con la cuestión de por qué la moralidad del sentido común establece una distinción entre evitar un daño y promover un bien: La razón es que hay enorme desacuerdo acerca de en qué consiste lo bueno mientras que personas con una gran variedad de concepciones de lo bueno pueden estar de acuerdo con lo malo del daño.29
La vía negativa podría consistir en buscar, por lo pronto, alguna concepción de lo malo cuya aceptación fuera irrazonable. Partiría, pues, de lo absolutamente irrazonable, es decir, de estados de cosas cuyo rechazo sería unánime, independientemente de la concepción de lo bueno que se tenga o, dicho con otras palabras, cuya aceptación sería una «perversión irracional» (irrational perversion) para utilizar, una vez más, una expresión de Georg Henrik von Wright.30 Tal vez no habría mayor inconveniente en utilizar aquí la expresión «irrazonable por excelencia». El propio Von Wright ha indicado expresamente cuáles estados de cosas podrían ser incluidos en esta categoría: aquellos que afectan básicamente la supervivencia de la especie humana. Tras la barbarie del holocausto, no pocos autores han recurrido a la idea del «mal radical», expresada por Kant en La religión dentro de los límites de la mera razón. El sentido de esta expresión ha sido, desde luego, modificado ya que no se refiere sólo a «la maldad insuperable» que habita en el corazón humano y que no puede «ser totalmente eliminada» —una versión secularizada del pecado original— sino al mal absoluto, a la evidencia empírica del mal.
29
B. Barry, Justice as Impartiality, ob. cit., p. 25: The reason is, I suggest, that there is a great deal of disagreement about what the good consists in, whereas people with a wide variety of conceptions of the good can agree on the badness of harm.
30 G. von Wright, «Science, Reason, and Value», en The Tree of Knowledge and Other Essays, E. Brill, Leiden, Nueva York, Colonia, 1993, pp. 229-248.
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Lo radicalmente malo impide la realización de todo plan de vida (en cuya formulación suele manifestarse la concepción de lo bueno). Así, podría decirse que para John Stuart Mill, tan enemigo de todo tipo de paternalismo, la esclavitud era una de las manifestaciones de este mal radical, y, por ello, Mill rechazaba la permisibilidad moral de la esclavitud voluntaria, aduciendo que la libertad era condición necesaria para la realización de todo plan de vida. La vía negativa aquí propuesta es similar a la de Dasgupta cuando dice: «Mi idea es que estudiando una forma extrema de mal-estar [ill being] podemos obtener una comprensión del bienestar [well being]».31 Pero no sólo hay consenso acerca de la irrazonabilidad del llamado «mal radical». También con respecto al concepto de daño existe un acuerdo básico, cualquiera que pueda ser la concepción de lo bueno que se sustente. Brian Barry ha observado al respecto: Sin embargo, para la justicia como imparcialidad, la importancia del daño reside en que es reconocido como malo dentro de una amplia variedad de concepciones de lo bueno [...]. Se ha sostenido muy a menudo como crítica a este paso que el concepto de daño no puede funcionar de esta manera porque el contenido de «daño» refleja la concepción particular del bien de la persona que emplea el término. Sin embargo, nunca he visto que esta afirmación esté respaldada por una evidencia convincente y no creo que pueda serlo. Vale la pena tener en cuenta, por ejemplo, que toda sociedad recurre a una gama muy limitada de castigos, tales como privación de dinero o propiedad, encierro físico, pérdida de partes del cuerpo, dolor y muerte. A menos que esto fuera considerado por gente que tiene una amplia variedad de concepciones de lo bueno como males, ellos no funcionarían confiablemente como castigos. Es también relevante que aun en sociedades con ideas acerca de la causación del daño que no compartimos, nos es
31 P. Dasgupta, An Inquiry into Well-Being and Destitution, Clarendon Press, Oxford, 1993, p. 8: «My idea is that by studying an extreme form of ill-being we can obtain an understanding of well-being itself».
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familiar la concepción de los tipos de cosas que constituyen daño.32
Es decir que las diferentes concepciones morales no se diferencian tanto por lo que respecta a qué ha de constituir un daño sino más bien por las razones que justifican la imposición del mismo. Obviamente, ellas serán tanto más razonables cuanto menos se acerquen innecesariamente al cerco de lo irrazonable. Tomando en cuenta los supuestos mencionados en la sección anterior, podría recurrirse al concepto de irrazonabilidad como criterio de incorrección. Desde lo irrazonable por excelencia y su negación,33 se puede iniciar la marcha moral que consiste en irse alejando de la irrational perversion o del ill-being. Cada uno de estos pasos podrían ser calificados de razonables. Cuáles sean los pasos que haya que dar para lograr avances en esta dirección es algo que depende de la situación de cada sociedad. Ello puede explicar por qué las exigencias de razonabilidad pueden ser diferentes según los tiem32
B. Barry, Justice as Impartiality, ob. cit., p. 141: For justice as impartiality, however, the significance of harm lies in its being recognized as bad within a wide variety of conceptions of the good [...]. It is quite often claimed in criticsm of this move that the concept of harm cannot function in this way because the content of «harm» reflects the particular conception of the good of the person employing the term. I have never, however, seen this assertion backed up by convincing evidence, and I do not believe it could be. It is worth noticing, for example, that every society falls back on a quite limited range of punishment such as deprivation of money or property, physical confinement, loss of bodily parts, pain, and death. Unless these were regarded by people with a wide variety of conceptions of the good as evils, they would not function reliably as punishments. It is also relevant that, even in societies with ideas about causation of harm that we do not share, the conception of the kinds of thing that constitute harm is familiar.
33
La vía de partir de lo extremadamente malo, para luego pasar a lo mínimamente bueno y a lo óptimo, puede ser bien fecunda. Así Dasgupta (ob. cit.) parte del concepto de ill-being para acercarse a una mejor definición del well-being. En el caso de la discusión acerca de la universalidad de los derechos humanos, muchas veces trabada por el argumento de que ellos responden a una concepción del bien propia de las sociedades occidentales, es aconsejable también partir del análisis de lo que universalmente es considerado como malo o dañoso, por ejemplo, la muerte, la tortura, la miseria.
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pos y lugares. En este sentido tendría razón Alf Ross cuando se refiere al condicionamiento contextual de lo razonablemente esperable. En todo caso, si utilizando la vía negativa, quiere recurrirse al concepto de razonabilidad, estos pasos deberían satisfacer, por lo menos, dos condiciones mínimas: a.
No lesionar aquello que, utilizando la terminología de Thomas Nagel, podría llamarse la «razonable parcialidad» de todo agente.34 Las normas morales no prescriben comportamientos supererogatorios que impongan a sus destinatarios actitudes de autosacrificio propias del héroe o del santo. Así, por ejemplo, por más respeto que se tenga por la vida de los demás, el agente destinatario de una norma moral privilegiará la salvación de su propia vida. El no haber considerado este aspecto de razonable parcialidad es lo que probablemente le hacía pensar a Max Weber que ... el mandamiento evangélico es incondicionado e inequívoco: dona lo que tienes, todo simplemente. [...] Una ética de la indignidad, a menos que se sea un santo. Esto es: hay que ser un santo en todo, al menos querer serlo, hay que vivir como Jesús, como los apóstoles, como San Francisco, entonces tiene sentido esta ética y es expresión de una dignidad. En caso contrario, no.35
El criterio de razonabilidad no nos impone andar por el mundo con una cruz a cuesta ni privarnos de la satisfacción de nuestras propias necesidades para satisfacer necesidades o deseos de un mismo nivel de las demás personas. El criterio de razonabilidad impide justamente que el mundo se convierta en un «infierno moral».
34
Sobre este punto y sobre las condiciones de «no-rechazabilidad» de las normas morales y su vinculación con el criterio de razonabilidad, cfr. T. Nagel, Equality and Partiality, Oxford University Press, Oxford, 1991, pp. 38 y ss. 35
M. Weber, «Politik als Beruf», en Gesammelte Politische Schriften. J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), Tubinga, 1958, pp. 505-560.
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b.
No dar lugar a situaciones de privilegio que van más allá de la «razonable parcialidad» o promueven comportamientos parasitarios. Si el cumplimiento de la primera condición impide la aparición del infierno moral, la segunda prohibe el establecimiento de «paraísos de egoísmo» en donde la satisfacción de nuestras necesidades y deseos se realiza a costa del sacrificio de necesidades y deseos del mismo nivel de las demás personas.
Los casos concretos de aplicación de una regla pueden poner de manifiesto su irrazonabilidad. La irrazonabilidad funcionaría de manera similar a la falsabilidad en las ciencias naturales, sirviendo de límite a lo «meramente racional»: Tal como yo lo veo, la racionalidad, cuando es contrastada con la razonabilidad, tiene que ver primariamente con la corrección formal del razonamiento, con la eficacia de los medios para un fin, la confirmación y la puesta a prueba de las creencias. Está orientada a fines [...]. Los juicios de razonabilidad, a su vez, están orientados a valores. Ellos se ocupan de la forma correcta de vivir, de lo que se piensa que es bueno o malo para el hombre. Lo razonable es, por supuesto, también racional, pero lo «meramente racional» no es siempre razonable.36
Podría entonces decirse: a.
no existen diversas concepciones del mal (o del ill-being);
b.
aquellas máximas o reglas de conducta que propician el mal radical son absolutamente irrazonables. Son expresión de una irrational perversion;
c.
aquellas máximas o reglas de conducta que propician la imposición de un mal son prima facie irrazonables;
d.
si la aplicación concreta de una regla tiene consecuencias absolutamente irrazonables, esa regla debe ser abandonada: es absolutamente injustificable;
36
G. von Wright, «Images of Science and Forms of Rationality», en The Tree of Knowledge, ob. cit., p. 173.
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EL CONSENSO DEMOCRÁTICO: FUNDAMENTO Y LÍMITES...
e.
si la aplicación concreta de una regla tiene consecuencias prima facie irrazonables, esa regla debe ser sometida a examen y modificada o especificada de forma tal que aquéllas desaparezcan. En todo caso requiere ser justificada. La interrelación parcial de hechos y valores puede ser aquí de utilidad;
f.
una regla o máxima de comportamiento será considerada como razonable mientras no se demuestre su irrazonabilidad (absoluta o prima facie) en un caso concreto de aplicación;
g.
el ámbito de lo irrazonable es moralmente inaccesible; el de lo razonable tiene un carácter residual: en él pueden realizarse aquellas acciones cuya imposibilidad deóntica no está determinada por lo irrazonable; y
h.
por lo tanto, acuerdos razonables no son aquellos que realizan personas razonables sino que personas razonables son aquellas que no se saltan el cerco de la irrazonabilidad. En este sentido, podría hablarse de pautas de irrazonabilidad o de razonabilidad.
O sea que ahora el razonamiento sería el siguiente: a.
personas razonables son aquellas que rechazan máximas irrazonables de acción;
b.
esto vale para todas las personas, cualquiera que pueda ser su concepción de lo bueno;
c.
las concepciones de lo bueno no son inconmensurables, como suelen sostener algunas versiones del multiculturalismo;
d.
todas aquellas concepciones de lo bueno que excluyen máximas irrazonables son razonablemente aceptables; y
e.
entre dos concepciones de lo bueno razonablemente aceptables, aquella que permite una promoción mayor del bienestar (entendido como un mayor alejamiento del malestar) es mejor.
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ERNESTO GARZÓN VALDÉS
UNA VEZ MÁS: LA REACCIÓN DE LAS MINORÍAS COMO PAUTA PARA MEDIR LA VIGENCIA DEL COTO VEDADO
Si se acepta lo hasta aquí dicho, las reacciones de la minoría como actitudes de disenso son ético-políticamente necesarias si y sólo si: a.
son expresión de falta de homogeneidad social en el sentido aquí expuesto, es decir, son expresión de alguna discriminación relevante;
b.
son una reacción frente a la violación del principio de la mayoría; y
c.
son expresión de una propuesta de ampliación del coto vedado, sea a través de la explicitación deductiva de nuevos derechos básicos, sea a través de la presentación de una nueva constelación fáctica que requiera la inclusión de nuevos derechos dentro del coto vedado.
Son ético-políticamente aceptables: a.
cuando se intenta hacer valer deseos secundarios en un proceso de negociación parlamentaria o en una votación ciudadana se procura ampliar la agenda de temas que deberían ser objeto de discusión parlamentaria.
Son ético-políticamente inadmisibles: a.
cuando pretenden imponer situaciones de privilegio, es decir, exigir el sacrificio de bienes equivalentes para la obtención de sus propios bienes;
b.
cuando pretenden sustituir el punto de vista moral por puntos de vista culturales, étnicos o de género, es decir, introducir discriminaciones no toleradas por el coto vedado; y
c.
cuando pretenden erigirse en colectivos portadores de derechos morales.
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PODER Y LIBERTAD OBSERVACIONES CRÍTICAS A LA CONCEPCIÓN DE FELIX OPPENHEIM
RUTH ZIMMERLING Universidad Técnica de Darmstadt (Alemania)
La historia de toda ciencia es la historia del proceso de maduración de sus conceptos. JULIA BARRAGÁN
INTRODUCCIÓN SI, COMO OBSERVÓ —en mi opinión, muy acertadamente— Julia Barragán,1 la historia de las ciencias es, en primer lugar, la historia de su desarrollo conceptual, entonces un método adecuado para medir tanto el progreso ya logrado como el camino que queda todavía por recorrer en una ciencia determinada puede ser el examen crítico del desarrollo de sus conceptos básicos y más importantes. En el ámbito de la ciencia política, y sobre todo en la teoría o filosofía política, entre los conceptos más fundamentales se encuentran indudablemente los de poder y libertad.2 Por un lado, la amplia bibliografía politológica existente sobre estos dos concep1 J. Barragán, Hipótesis metodológicas, Editorial Jurídica Venezolana, Caracas, 1983, p. 82. 2
Aquí y en lo que sigue, cuando hablo de poder o de libertad, aun cuando no lo diga explícitamente, me refiero siempre a su versión social, es decir, al poder que un agente o grupo de agentes puede tener sobre otro(s) o a la libertad que un agente puede tener con respecto a otro(s).
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tos constituye un testimonio elocuente de los notables éxitos realizados en esta ciencia, especialmente en las últimas décadas. Pero, por otro, su examen crítico también muestra que aquel «proceso de maduración» está todavía lejos de haber llegado a su conclusión: el «fin de la historia» no está a la vista, tampoco en la ciencia política. Dicho de otra manera: por más grande que hayan sido los esfuerzos gastados, en el pasado, en el análisis de los conceptos, entre otros, de poder y libertad, creo que no han logrado eliminar enteramente las confusiones e incoherencias existentes al respecto. Por lo tanto, en la medida en que el progreso de la ciencia política depende de conceptos lo más «maduros» y claros posibles, vale la pena retomar siempre de nuevo el hilo de aquel trabajo conceptual. En lo que sigue, me propongo presentar una pequeña contribución a esta tarea, dirigiendo la atención sobre algunos aspectos de la relación entre poder y libertad.
UNA APROXIMACIÓN A LA RELACIÓN ENTRE PODER Y LIBERTAD Con respecto al poder social, parece predominar una actitud de desconfianza y sospecha, no sólo entre los que creen tener ninguno o muy poco y, por lo tanto, se ven sujetos al (o se sienten vulnerables por el) que tienen los demás, sino también entre no pocos teóricos sociales. En el caso de estos últimos, posiblemente, la intuición de que tener y/o ejercer poder es algo «malo», algo que debe ser evaluado negativamente, contribuyó decisivamente a que algunos consideraran que es imposible llegar a un acuerdo acerca del «universo de aplicación» de este concepto. Porque, obviamente, la aplicabilidad de un concepto con una carga valorativa tal a un caso concreto depende necesariamente —entre otras cosas— de la evaluación que se hace del caso en cuestión. Según esta concepción, pues, dado que «poder» significa algo moralmente malo, para saber si en una situación social concreta estamos o no frente a un fenómeno en el que se manifiesta la existencia o el ejercicio de poder,3 tenemos que de3
Conviene distinguir entre la «existencia» y el «ejercicio» de poder. Obviamente, se puede ejercer solamente el poder que se «tiene»; pero se puede perfecta-
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terminar primero cuál es el estatus moral de esta situación: se puede hablar de un caso de «poder» sólo cuando se trata de una situación moralmente deficiente. Por consiguiente, siempre según esta misma concepción, en la medida en que personas diferentes llegan a juicios morales divergentes sobre algún acto o estado de cosas, también sus «juicios descriptivos» acerca de si en este acto o estado de cosas está o no implicado algún poder tendrían que discrepar. Así, de la suposición de una carga valorativa inherente al concepto de poder se infiere la tesis de que se trata de un concepto «esencialmente controvertido» (essentially contested).4 Otros autores han rechazado esta tesis con, en mi opinión, buenos argumentos.5 Para apoyar este rechazo, parece que hay por lo menos dos argumentos fuertes: a.
Por un lado, cabe recordar el uso común del término «poder»: simplemente no es cierto que en el lenguaje ordinario el concepto de poder tenga siempre una connotación negativa. Por el contrario, enunciados del tipo
mente «tener» poder sin jamás ejercerlo. Por ello, la manifestación de un ejercicio de poder es siempre también una manifestación de la existencia de poder, pero no viceversa. 4
La noción de un «concepto esencialmente controvertido» fue introducido por W. Gallie, «Essentially Contested Concepts», en Proceedings of the Aristotelian Society, vol. 56, New Series, 1956, pp. 167-198; cfr. también N. Care, «On Fixing Social Concepts», en Ethics, 84:1, 1973, pp. 10-21; W. Connolly, «Essentially Contested Concepts in Politics», en The Terms of Political Discourse, 2ª ed., Martin Robertson, Oxford, 1983, pp. 9-44; J. Gray, «On the Contestability of Social and Political Concepts», en Political Theory, 5, 1977, pp. 333-348; S. Hurley, Natural Reason. Personality and Polity, cap. 3, Oxford University Press, 1989; A. MacIntyre, «The Essential Contestability of Some Social Concepts», en Ethics, 84:1, 1973, pp. 1-9. Varios de estos autores mencionan expresamente el concepto de poder como ejemplo de un concepto tal. Pero probablemente la defensa más elaborada de la idea de que el concepto de poder es «esencialmente controvertido» se puede encontrar en S. Lukes, Power: A Radical View, 15ª reimpr., Macmillan, Houdmills y Londres, 1991. 5 Cfr., por ejemplo, T. Ball, «Power», en R. Goodin y P. Pettit (comps.), A Companion to Contemporary Pilitical Philosophy, Blackwell, Oxford, 1993, pp. 548-559; B. Barry, «Is it Better to be Powerfull or Lucky?», en Democracy and Power. Essays in Political Theory, 1, Clarendon, Oxford, 1991, pp. 270-302; íbídem, «The Obscurities of Power», pp. 303-306; F. Oppenheim, Political Concepts. A Reconstruction, Basil Blackwell, Oxford, 1981.
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«¡Ojalá los grupos ecologistas tuvieran el poder de impedir la adopción de medidas perjudiciales para el medio ambiente!» o «Por suerte, en aquel momento Gorbachov tenía todavía poder suficiente como para poner fin a la guerra fría» o «Desgraciadamente, los países democráticos carecen de poder para impedir la violación de los derechos humanos en Tiranolandia» son perfectamente comprensibles y nada insólitos. Ello quiere decir que, obviamente, hay situaciones en las cuales deseamos o aprobamos la existencia de poder, o lamentamos su ausencia. Y ello no vale tan sólo para el poder de evitar o impedir ciertos eventos, como alguien podría tal vez inferir de los ejemplos dados, sino que vale igualmente para el poder de hacer o promover cosas («¡Ojalá estuviera en su poder conseguirme este trabajo!» o «Por suerte, hoy en día la ONU tiene el poder para establecer un sistema internacional no anárquico»).6 Tenemos, por lo tanto, un fuerte argumento empírico en contra de la evaluación invariablemente negativa inherente al concepto de poder. b.
Pero existe también un argumento teórico: en el ámbito científico, por lo general, es aconsejable evitar, en la medida en que ello sea posible, el uso de conceptos normativos, es decir, de conceptos que contienen aspectos valorativos entre sus características definitorias.7 La única
6
En todos estos ejemplos, aunque pueda parecer que se trata tan sólo de «poder» en el sentido de la capacidad para producir ciertos estados de cosas, está implicada una relación de «poder social», en el sentido de que se logran producir los estados de cosas en cuestión justamente por la capacidad de provocar ciertos comportamientos en otros agentes. Por otra parte, por supuesto, no pretendo defender aquí el contenido proposicional de los enunciados que me sirven de ejemplo; en efecto, se podría discutir tanto la verdad empírica como la connotación valorativa de cada uno de ellos. Pero lo que aquí me importa es tan sólo mostrar que este tipo de enunciados, que implican una evaluación positiva de una situación de poder social, tienen sentido y se entienden sin problemas. 7
Para la distinción entre «características definitorias» y «características concomitantes», cfr. por ejemplo, J. Hospers, An Introduction to Philosophical Analysis,
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excepción a esta regla es el ámbito de los razonamientos normativos mismos: por razones lógicas, se puede llegar a conclusiones normativas solamente desde puntos de partida también normativos. Por lo tanto, en estos contextos puede ser interesante restringir el discurso, desde el comienzo, a clases de objetos que comparten todos un mismo estatus normativo; para ello, puede entonces ser útil disponer de conceptos que tengan en cuenta este aspecto normativo. Pero cuando el objetivo es la descripción y/o explicación de fenómenos empíricos, la inclusión de elementos normativos en la definición misma de los conceptos, en el mejor de los casos no aporta nada y, en el peor, distorsiona la percepción de la realidad empírica. Esto vale tanto para fenómenos y estados de cosas naturales como sociales; en ambas esferas no hay nada que impida, en principio, la distinción entre su descripción y su evaluación. Hasta en el caso (poco frecuente) de que la evaluación de cada uno de los elementos de una categoría de fenómenos sociales fuera negativa, sigue siendo posible la definición del concepto correspondiente simplemente a través de sus características descriptivas. En este contexto, conviene recordar que incluso cuando hablamos de un acto definido como «delito» por el derecho penal, el acto mismo se define por características descriptivas, mientras que la correspondiente connotación negativa resulta de la tipicidad del acto, es decir, de su evaluación como un «delito» que merece ser sancionado por el Estado.8 Por ejemplo, son ciertos rasgos descriptivos los que hacen del homicidio un «asesinato», a pesar de que la identificación de un acto como tal siempre 3ª ed., Routledge, Londres, 1990, pp. 117-119. La distinción es de suma importancia: un enunciado del tipo «Todos los cisnes son blancos» es una mera tautología si el adjetivo denota una característica definitoria, pero es una generalización sintética, es decir, una hipótesis empírica, si denota una característica concomitante; cfr. sobre ello, por ejemplo, A. Ayer, Language, Truth and Logic, cap. V, Oxford University Press, 1936. 8
La cual, a su vez, puede, pero no necesariamente tiene que, basarse en una evaluación moral negativa.
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implique su evaluación negativa; por lo tanto, la evaluación negativa no es una característica definitoria, sino una característica concomitante de los fenómenos que caen bajo el concepto de asesinato. Por cierto, en un caso tal puede ocurrir, por razones sicológicas, que con el tiempo se «olvide» que la uniforme evaluación negativa de todos los elementos de la extensión de este concepto era tan sólo una característica concomitante, en el sentido de John Hospers, y que en el uso común paulatinamente se modifique la concepción, incluyendo el aspecto valorativo entre las características definitorias. Pero entonces, por lo general, para el uso científico, convendría apartarse de este nuevo concepto y volver al concepto meramente descriptivo, valorativamente neutro. De todos modos, como vimos, una tal evaluación invariable no se da en el caso del poder, que es el que aquí me interesa. Sin embargo, aun si admitimos que no resulta difícil pensar en ejemplos del ejercicio de poder que estaríamos dispuestos a evaluar positivamente, algo de verdad parece esconderse detrás de la idea —por cierto, equivocada en tanto tal— de que el poder siempre es malo o, por lo menos, sospechoso. Creo que es la siguiente: como es bien sabido, hay, por lo pronto, actos y estados de cosas que parecen ser prima facie moralmente indiferentes y, por lo tanto, requieren una justificación solamente en circunstancias especiales; y, por el contrario, existen otros de los que se presupone que son prima facie moralmente problemáticos y que, por ello, siempre necesitan ser justificados explícitamente. Con respecto a estos últimos, tal vez podría decirse que hasta el momento en que, en un caso concreto, la justificación se haya proporcionado se mantiene la sospecha de que su evaluación será negativa. Parece que el poder social es un fenómeno de este último tipo: prima facie, su ejercicio y hasta su existencia parecen moralmente problemáticos; por lo tanto, se supone que los fenómenos de poder necesitan ser justificados en cada caso particular. Pero, ¿por qué ello es así?, ¿de dónde proviene esta impresión fuerte de que, prima facie, hay que sospechar del poder, de que es algo básicamente negativo, aceptable o deseable sólo bajo condiciones especiales? Indudablemente, una razón fundamental para ello es la estrecha vinculación que suele establecerse entre poder y libertad.
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La relación entre estos dos conceptos es concebida, por lo general, como una relación inversa: cuanto más poder un agente A tiene sobre otro agente B, tanto menor es la libertad de B; y viceversa, cuanto menos poder tiene A sobre B, tanto mayor la libertad de este último. Pero la libertad, generalmente, también es concebida como algo positivo, deseable, algo que hasta se cuenta entre los derechos básicos de las personas. La sospecha en contra del poder parece derivar, pues, en gran medida, de su concepción como un fenómeno necesariamente opuesto a, o perjudicial para, la libertad de las personas.9 Dada esta estrecha relación que supuestamente se da entre libertad y poder social, no puede sorprender que también el concepto de libertad se haya contado entre los conceptos «esencialmente controvertidos» (aunque en este caso la carga valorativa que se le atribuye tiene, por supuesto, el signo contrario a la atribuida al concepto de poder).10 Pero esta es una discusión en la que no me interesa detenerme. La noción misma de los conceptos «esencialmente controvertidos» es bastante problemática, por lo cual conviene prescindir de ella en lo que sigue. En cualquier caso, no hace falta valerse de ella para formular una alternativa lógica con respecto a la relación entre poder y libertad y la evaluación de los correspondientes fenómenos: o bien existe efectivamente la mencionada relación inversa entre poder y libertad; en este caso, dado que, como vimos, el poder no es siempre algo negativo, la libertad tampoco puede ser siempre algo bueno; o bien mantenemos 9 Cfr. D. Miller, «Constraints on Freedom», en Ethics, 94:1, octubre, 1983, p. 69, para la posición según la cual la «presunción de que los seres humanos no deberían obstaculizarse recíprocamente en sus actividades» hasta está «implícita en nuestro lenguaje». Un rechazo expreso de la «presunción» en favor de la libertad se encuentra en la crítica de Oppenheim al trabajo de Miller: cfr. F. Oppenheim, «“Constraints on Freedom” as a Descriptive Concepts», en Ethics, 95:2, enero 1985, p. 308. Prácticamente en el momento de terminar la redacción de esta contribución, llegó a mi conocimiento un artículo de Kristján Kristjánsson en el que se discute exactamente la misma idea («Is There Something Wrong with “Free Action”?», en Journal of Theoretical Politics, 10:3, 1998, especialmente pp. 262 y ss.). 10 Cfr. por ejemplo D. Miller, ob. cit.; F. Oppenheim, «Social Freedom and its Parameters», en Journal of Theoretical Politics, 7:4, octubre 1995, p. 403, cita a varios otros autores que han adoptado esta posición.
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que la libertad tiene un valor necesariamente positivo; pero, entonces, tenemos que negar la supuesta relación entre libertad y poder. Entre las contribuciones más importantes de las últimas décadas a la clarificación de los conceptos de poder y libertad sociales y las relaciones entre ellos hay que destacar, en mi opinión, los trabajos de Felix Oppenheim. Por varias razones, creo que merecen un examen detallado: en primer lugar, porque constituyen un avance sustancial en el «proceso de maduración» de los conceptos mencionados; segundo, porque en la literatura politológica sobre estos temas a la que he tenido acceso, las reflexiones de Oppenheim hasta ahora no han recibido la debida atención; y, finalmente, porque justamente la gran claridad y precisión de su exposición facilita también la percepción de algunos puntos discutibles cuyo análisis crítico puede tal vez ayudar a superar uno u otro de los muchos obstáculos conceptuales que siguen dificultando el progreso en la ciencia política.
LA CONCEPCIÓN DE FELIX OPPENHEIM Hace tan sólo tres de años, en 1995, se publicó un artículo de Felix Oppenheim en el cual el autor se ocupa del concepto de «libertad social», sobre la base de un análisis que él mismo ya había presentado de esta noción, entre otras, en su obra pionera sobre Political Concepts de 1981. En vista de lo que se ha dicho más arriba, es interesante señalar que en el trabajo más reciente, el propósito expreso del autor es precisamente mostrar que, aun si se reconoce la «connotación valorativa positiva de “libertad”»,11 es posible reconstruir el concepto de libertad social —así como también los demás conceptos de libertad que Oppenheim distingue del de la libertad social (entre ellos, sobre todo el de la libertad de elección)— 12 en términos exclusivamente descriptivos y refutar así la tesis de que se trata de un concepto «esencialmente controvertido».13 11
«Social Freedom and its Parameters», ob. cit., p. 419.
12
Cfr. ibídem, p. 404.
13
Ibídem, p. 403.
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Veamos, pues, primero, cuál es la concepción de libertad social sostenida por Oppenheim, para luego examinar sus ideas sobre la relación entre ésta y el poder social. Los rasgos fundamentales del concepto de libertad social de Oppenheim son los siguientes: 1. El aspecto que distingue el concepto de libertad social de cualquier otro concepto de libertad es que, por definición, está referido a una relación social, es decir, a una relación entre varios agentes.14 En todo momento, una relación de este tipo puede existir con respecto a una única acción o un conjunto de varias acciones. En el caso más simple de dos agentes y una sola acción, una situación de libertad social consiste, por lo tanto, en una relación triádica que se da entre un agente P, un agente R y una acción x.15 La «estructura genérica» de una situación de libertad social es, pues, la siguiente: «Con respecto a P, R es libre para hacer x o para hacer no-x».16 2. Para explicar qué es exactamente lo que significa «ser libre» en esta fórmula, Oppenheim recurre a una definición ex negativo:
14
a.
Primero, define que alguien es libre en la medida en que otro no hace que sea «no-libre» (unfree): «Con respecto a P, R es libre para hacer x o para hacer no-x» equivale a «P no hace que R sea no-libre para hacer x ni no-libre para hacer no-x».17
b.
Luego, estipula qué quiere decir que alguien hace que otro sea no-libre para realizar una acción: «Con respec-
Sean éstos individuales o colectivos.
15
Situaciones más complejas, involucrando más de dos agentes y/o más de una acción, siempre pueden ser analizadas (en el sentido literal de la palabra) como un conjunto de relaciones de libertad social del tipo más simple. Por ello, es suficiente considerar aquí el concepto de libertad social sólo para estos casos simples. (En aras de la exactitud formal, hay que señalar que para designar la acción con respecto a la cual un agente es o no es libre, en los trabajos citados Oppenheim utiliza siempre la letra x, pero oscila entre la mayúscula y la minúscula; para evitar confusiones, me permitiré aquí representarla siempre con la minúscula.) 16
«Social Freedom and its Parameters», ob. cit., p. 404.
17
Ídem.
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to a P [...], R [...] es no-libre para hacer x si y sólo si P hace imposible o punible para R hacer x».18 Tomando todo lo dicho en su conjunto, tenemos entonces la siguiente definición de una situación de libertad social: Con respecto a P, R es libre para hacer x o para hacer no-x si y sólo si P no hace ni imposible ni punible para R hacer x y no hace ni imposible ni punible para R hacer no-x. De este modo, la clave para saber si, en una situación dada, nos encontramos frente a un caso de libertad o de no-libertad reside en los conceptos de lo imposible y lo punible: 3. Según Oppenheim, hay dos sentidos bien diferentes en los que P puede imposibilitarle a R realizar alguna acción x: a.
Por un lado, puede hacer que le sea «estrictamente»19 o «literalmente» imposible.20 Aunque el autor no lo explica, no es muy aventurado suponer que esto quiere decir que P logra completamente eliminar la acción x del «menú» de opciones para el actuar de R, es decir, que P, de alguna manera, provoca la pérdida por parte de R de la capacidad para hacer x.
b.
Por otro, puede hacer que le sea tan sólo «prácticamente imposible». Ello quiere decir que P le dificulta a R la realización de x de manera tal que «cualquier persona razonable que se encontrase en la situación de R» juzgaría «demasiado arriesgado o costoso o difícil» llevar a cabo x.21 Oppenheim ilustra el concepto de la «imposibilidad práctica» con el siguiente ejemplo: Si P le pone a R una pistola en el pecho y le dice: «¡La bolsa o la vida!», estrictamente hablando, P no le imposibilita a R
18
Ídem. Cfr. también «“Constraints on Freedom” as a Descriptive Concept», ob. cit., p. 307. 19
«Social Freedom and its Parameters», ob. cit., pp. 406 y ss.
20
«“Constraints on Freedom”...», ob. cit., p. 307.
21
«Social Freedom and...», ob. cit., p. 407.
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arriesgar su vida; pero si es lo suficientemente cierto que P está hablando en serio, R prácticamente no tiene otra alternativa que la de entregar su dinero. [...] Por lo tanto, parece plausible extender el concepto de no-libertad para que incluya las relaciones que hacen que sea prácticamente imposible o inelegible para alguien actuar de cierta manera.22
Entonces, mientras que en el caso de «imposibilidad estricta», x ya no se cuenta entre las alternativas de acción de R, en el caso de «imposibilidad práctica» x sigue siendo una alternativa de acción de R, pero una alternativa que, a causa de la intervención de P, se ha vuelto tan poco atractiva que cualquier persona «razonable» en el lugar de R juzgaría inoportuno elegirla. En el primer caso, x es «inelegible» en sentido fuerte: R ya no puede elegir realizar x, por más que quisiera; en el segundo, x es «inelegible» tan sólo en el sentido más débil de que R ya no quiere —o, por lo menos, ya no es razonable que quiera» elegirlo, aunque podría. Dicho con otras palabras: en el primer caso, R ya no tiene la capacidad fáctica para realizar x; en el segundo, tal vez podría decirse que (siempre que sea una persona razonable) R ya no tiene la capacidad motivacional para hacerlo.23 22
Ibídem, p. 406.
23
Por supuesto, lo interesante es saber cuáles son los criterios para determinar si en una situación concreta nos encontramos frente a un caso de imposibilidad estricta o de imposibilidad práctica. Aunque ello es un problema complicado que no puedo tratar aquí detalladamente, por lo menos conviene destacar lo siguiente: mientras que el primero, obviamente, es un concepto exclusivamente descriptivo (es decir, para cada caso concreto, al menos en principio, es comprobable empíricamente si cae bajo este concepto), ello no es así en el caso de lo «prácticamente imposible», ya que los juicios de imposibilidad práctica presuponen, por definición, reflexiones no solamente contrafácticas, sino hipotéticas, basadas en alguna interpretación concreta de un concepto evidentemente normativo, es decir, el de la razonabilidad. En el primer caso, para que la descripción de una situación como una relación de no-libertad de R frente a P con respecto a x sea verdadera, habría que comprobar, básicamente, que (a) en un momento dado t, R estaba en condiciones de realizar x (es decir, estaban satisfechas todas las condiciones necesarias para ello) y que (b) en un momento posterior t1, P o bien eliminó por lo menos una de estas condiciones necesarias o bien cambió el mundo de manera tal que surgió una nueva condición necesaria no satisfecha. En el caso de la «imposibilidad práctica», en cambio, habría que mostrar fundamentalmente lo siguiente: (a1) igual que (a); (b1) en t, bajo las
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Los dos tipos de «imposibilidad» en su conjunto constituyen lo que Felix Oppenheim llama la categoría de los «impedimentos» (prevention).24 4. Finalmente, Oppenheim clasifica como situaciones de no-libertad social también aquellas en las que P, sin imposibilitar la realización de x —ni prácticamente ni en sentido estricto—, hace que para R sea «punible» realizar x. Mientras que en el caso anterior de la imposibilitación de una acción, era fácil entender cómo ella está relacionada con la no-libertad, la supuesta relación necesaria entre la punibilidad de una acción y la no-libertad no es tan obvia y requiere una exposición algo más detallada. Por lo pronto, es importante señalar que, a diferencia de lo que se podría pensar, cuando habla de la «punibilidad» de una acción el autor no está hablando de las situaciones en las que P amenaza a R con una sanción para el caso de que realizara x, para lograr tal vez así impedir su realización. Según Oppenheim, los casos de amenaza deben ser distinguidos de los casos de punibilidad. Si P amenaza a R con una sanción para la realización de x, hay dos posibilidades: a.
bien la sanción anunciada no es lo suficientemente severa y/o creíble como para hacerle prácticamente imposible a R realizar x. En este caso, la amenaza tiene exactamente el mismo efecto que cualquier otro «obstáculo superable» con el que R pueda tropezar en el curso de la elección y subsiguiente realización de x,25 y, por lo tanto, según Oppenheim, no reduce en nada la libertad de R.
circunstancias dadas, para cualquier persona en la misma posición que R habría sido razonable realizar x; (c) en un momento posterior t1, P provocó un cambio en las circunstancias de acción de R (sin que ello cambiara la satisfacción de todas las condiciones necesarias para x), (d) este cambio afectó el conjunto de las circunstancias dadas de manera tal que ya no era razonable para una persona en la situación de R realizar x. En este último caso, obviamente, todo depende de lo que se entiende por «razonable». 24
«Social Freedom and...», ob. cit., p. 411.
25
El criterio para distinguir entre un impedimento y un «mero obstáculo», en palabras de Oppenheim, es «si un agente racional, normal, podría superar el impedimento si deseara hacerlo» («Social Freedom...», ob. cit., p. 408).
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b.
bien el «castigo» anunciado es tan severo y/o tiene una probabilidad de aplicación tan alta que sí le hace prácticamente imposible a R realizar x. Pero en este caso, estaríamos simplemente frente a una de las situaciones de impedimento presentadas más arriba: Al meramente amenazar a R con castigarlo si hace x, P deja a R libre para obedecer o para ignorar la amenaza [...]. Las amenazas son casos de no-libertad sólo cuando son «coactivas», es decir, cuando es prácticamente seguro que efectivamente se impondrá la pena severa con la que se ha amenazado.26
Una amenaza, entonces, o bien no tiene ningún efecto sobre la libertad social de la persona amenazada, o constituye un caso «común» de impedimento, al hacer que una determinada acción se vuelva prácticamente imposible. Con respecto a las amenazas, pues, no hace falta ninguna categoría nueva. Por lo tanto, el hecho de que Oppenheim le da un tratamiento especial implica que su concepción de la punibilidad de una acción tiene que ser otra. Así lo señala también su explicación que ... a diferencia de los obstáculos, por más leve que sea la pena, la punibilidad siempre indica no-libertad. El grado de la no-libertad de R para hacer x con respecto a P depende de cuán severa le parece la pena [...] a la persona media.27
La invocación de la experiencia de la «persona media» aquí le sirve a Oppenheim para proteger su concepción contra la posible objeción de subjetividad. Porque si se pudiera hablar de una «pena» sólo cuando el propio R «atribuye una utilidad negativa a la sanción o a los costos de oportunidad que resultarían para él de la realización de la acción punible»,28 entonces Oppenheim no podría mantener la tesis de que punibilidad implica siempre nolibertad sin convertir la no-libertad misma en un concepto subje26
Ibídem, p. 410. Cfr. también «“Constraints on Freedom”...», ob. cit., p. 308.
27
«Social Freedom and...», ob. cit., p. 412. Cfr. también «“Constraints on Freedom”...», ob. cit., p. 308: «La imposición de una pena, aunque sea pequeña, restringe la libertad, mientras que un obstáculo tan sólo lo hace si significa imposibilidad práctica». 28
«Social Freedom and...», ob. cit., p. 409.
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tivo cuya aplicabilidad a casos concretos dependería siempre de las evaluaciones que hacen los agentes afectados. Por ello, insiste en afirmar que ... el que una acción y de P constituya un premio o un castigo no depende de la evaluación que R hace de ella. Puede ser que R evalúe positivamente una pena de prisión, y que el «premio» de ser llevado a ver y escuchar El crepúsculo de los dioses le parezca un «castigo». [...] tenemos que referirnos a las evaluaciones de agentes racionales medios.29
Hasta aquí sabemos, pues, que según Oppenheim la punibilidad de una acción siempre implica no-libertad, aun en el caso en que la persona afectada considere que la pena es leve, y hasta cuando, en lugar de sentirlo como una privación, le guste el «castigo» impuesto. Pero todavía no sabemos en qué sentido la punibilidad va acompañada necesariamente por algún grado de no-libertad. Sobre todo, ¿cuál es, efectivamente, la diferencia entre una amenaza con un castigo para el caso de que alguien realice una acción determinada, y la punibilidad de esta misma acción? Y, ¿cómo se puede entender la tesis de Oppenheim de que en este último caso, siempre —sin que importe ni la cualidad ni la cantidad de la sanción asociada con la acción en cuestión— se da una situación de no-libertad, mientras que en el caso de una amenaza, ello depende de la severidad del castigo anunciado y de la credibilidad de la amenaza? Para entender mejor cómo Oppenheim concibe esta diferencia, tenemos que recurrir a su trabajo anterior, donde estipula30 que la «punibilidad» de una acción significa simplemente que si la acción se realiza, efectivamente se impone un castigo. Aunque el propio Oppenheim no se detiene en el tema, creo que vale la pena ver algo más de cerca la relación entre la punibilidad y la amenaza de castigo que resulta de esta definición. Por lo pronto, podría objetarse que querer establecer una distinción entre la punibilidad así definida y una amenaza de castigo no tiene ningún sentido porque se trata de expresiones sinó29
Ibídem.
30
Political Concepts. A Reconstruction, ob. cit., p. 57.
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nimas: en cierto sentido, decir que una acción es «punible» —o sea, que la imposición de una sanción es una consecuencia de la realización de esta acción— no es otra cosa que decir que la acción se encuentra «bajo amenaza de castigo».31 Si esta fuera la única concepción posible de la noción de amenaza, la distinción sostenida por Oppenheim entre punibilidad y amenaza de castigo, efectivamente, no sería comprensible. Pero hay otra posibilidad que sí permite una distinción entre los dos conceptos. La diferencia parece ser similar a la que existe entre un hecho (el de la relación entre acción y castigo) y una aserción o «información» acerca de este hecho. Una amenaza de castigo, en este sentido, no es la punibilidad misma, sino la información de que una acción determinada es punible. Tal vez lo más importante de la distinción resultante entre punibilidad y amenaza de castigo es que ella subraya el hecho de que la credibilidad, y con ella también la eficacia, de una amenaza es independiente de si la acción en cuestión efectivamente es punible; es decir, un agente puede equivocarse acerca de la verdad o falsedad de una amenaza, en tanto «aserción de punibilidad». Una amenaza de castigo puede, entonces, lograr impedir una acción que no es punible, es decir, puede ser eficaz sin que haya punibilidad. Y, viceversa, una amenaza puede ser ineficaz aunque la punibilidad efectivamente se da; es decir, es posible que la amenaza no logre impedir la acción y que, consecuentemente, el agente sufra el castigo. En total, existen cuatro casos posibles cuando un agente P amenaza a otro agente R con un castigo para la realización de cierta acción: PUNIBILIDAD AMENAZA DE CASTIGO
No
Sí
Eficaz
1. Impedimento
2. Impedimento más castigo contrafáctico
Ineficaz
3. Libertad plena
4. Castigo
31 Así, por ejemplo, parece entenderlo Hart (The Concept of Law, 2ª ed., Clarendon, Oxford, 1994, p. 34) cuando identifica sin más una «sanción» con un «mal amenazado» (threatened evil). (Agradezco a Ernesto Garzón Valdés haberme recordado la posible interpretación de la punibilidad como «amenaza de castigo».)
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Caso 1. Aunque la acción no es punible —es decir, R efectivamente no sería castigado por P si la realizara— la amenaza logra impedir la acción y, en este sentido, R no es libre.32 Caso 2. El segundo caso es, por así decirlo, un caso de «doble no-libertad»: por impedimento y, según Oppenheim, también por punibilidad. Aunque el agente no llega a «sufrir» a causa de la no-libertad del segundo tipo, ya que no realiza la acción y, por lo tanto, no provoca el castigo, la no-libertad por punibilidad «existe» igual. Caso 3. En el tercer caso, dado que la amenaza no es eficaz, R realiza la acción —la amenaza aquí es, cuando más, un «obstáculo superable» que no afecta la libertad de R—; y dado que la acción tampoco es punible, R es perfectamente libre con respecto a esta acción. Caso 4. Igual que en el caso anterior, en el cuarto caso la amenaza de P no afecta la libertad de R ya que es ineficaz; por lo tanto, R realiza la acción. Pero, dado que ella es efectivamente punible, R es castigado por P.33 Volveré a estos casos en seguida. Pero antes, falta todavía completar la presentación de la concepción oppenheimiana. Porque la pregunta que hasta ahora ha quedado abierta es la de saber cómo el concepto de libertad está relacionado con el de poder. En el trabajo más reciente, sobre libertad social, esta relación no se discute explícitamente; sin embargo, está presupuesta desde el comienzo, a través de una breve frase en la cual Oppenheim, muy de paso y casi subrepticiamente, la introduce como si fuera un hecho cierto, totalmente incontrovertido. Porque la de32
Para simplificar la exposición, supongo que el agente en cuestión es una persona «razonable» en el sentido de Oppenheim, es decir, que se deja impresionar por una amenaza sólo cuando ella equivalga a un obstáculo tan grande que hace prácticamente imposible la acción. 33
Podría pensarse, además, en el caso de una acción punible sin que haya una amenaza al respecto —es decir, un caso de «punibilidad secreta»—; este caso puede adecuarse al cuadro si se lo concibe como un caso límite del caso 3 (punibilidad más amenaza ineficaz).
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finición completa de la situación de no-libertad social, ya citada más arriba con sólo una pequeña omisión, reza: Con respecto a P (un detentador de poder), R (una persona obligada a reaccionar) es no-libre para hacer x si y sólo si P hace que sea imposible o punible para R hacer x.34 [Cursivas propias.]
Con ello, el autor da a entender que las situaciones de restricción de libertad social son siempre a la vez también situaciones de poder social. La letra con la cual Oppenheim designa al agente que vuelve a otro no-libre no es, pues, escogida arbitrariamente, sino que es la P de «poderoso».35 Por lo tanto, tampoco puede sorprender que el ejemplo que utiliza36 para ilustrar las situaciones de restricción de libertad en el sentido de la provocación de una imposibilidad práctica —el del pistolero que dice «¡La bolsa o la vida!»— sea el ejemplo paradigmático para ilustrar (cierto tipo de) situaciones de poder social.37 Pero para ver con toda claridad cuán estrecha es realmente la relación conceptual entre poder y (falta de) libertad según Oppenheim, conviene recurrir a su definición explícita de «poder social» de Political Concepts en la que estipula: P tiene poder sobre R con respecto a la no-realización de x por parte de R (wrt his not doing x) si y sólo si P tiene influencia en la no-realización de x por parte de R (over R’s not doing x), o impide que R haga x, o hace punible para R hacer x.38
34
«Social Freedom and...», ob. cit., p. 404.
La letra R con la cual designa a la otra parte de una situación de no-libertad social viene de la palabra inglesa respondent. Nótese que esto no siempre es así: por ejemplo, Norman («Talking “Free Action” too Seriously», en Ethics, 101:3, abril 1991, pp. 505-520) y Kristjánsson (ob. cit.) usan las mismas letras, pero al revés y sin relacionarlas con algún significado. 35
36
«Social Freedom and...», ob. cit., p. 406.
37
El propio Oppenheim invoca «la situación típica de “la bolsa o la vida”» (Political Concepts, ob. cit., p. 15) como un ejemplo de aquel tipo específico del ejercicio de poder que se realiza a través de una «amenaza coactiva». 38
Ibídem, p. 21.
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Pero, dado que, como acabamos de ver, impedimento y punibilidad son las dos formas en las que, según Oppenheim, un agente puede hacer que otro sea no-libre para una acción, su definición de poder, reformulada en términos de libertad, se transforma precisamente en la siguiente: P tiene poder sobre R con respecto a la no-realización de una acción x si y sólo si, o bien P tiene cierta influencia sobre R,39 o bien P hace a R no-libre para hacer x. Entendidas así, las relaciones de poder y las relaciones de restricción de libertad entre dos agentes no son, pues, totalmente interdefinibles: puede haber situaciones de poder que no son situaciones de no-libertad. Sin embargo, toda relación de no-libertad implica (conceptualmente) una relación de poder. Ello significa que todas las situaciones presentadas por Oppenheim de la restricción de la libertad de un agente R por otro agente P equivalen a situaciones de poder de P sobre R.
DISCUSIÓN Hasta aquí la presentación de las nociones de libertad social y poder social, y la relación entre ellas, según Felix Oppenheim. Veamos ahora algunas implicaciones de esta concepción. a.
Primero, una observación con respecto a la relación entre poder y libertad. Como acabamos de ver, desde el punto de vista de Oppenheim, hay dos categorías fundamentalmente distintas de situaciones en las que cabe hablar de poder social: por un lado, la categoría de las situaciones de influencia y, por otro, la de las situaciones de restricción de libertad, es decir, de «no-libertad». La cuestión de la definición de «influencia» es un tema que, por supuesto, no puedo tratar dentro de los límites del presente trabajo; sin embargo, en otro lugar40 he intentado mostrar que no es aconsejable concebir las situaciones de «influencia social» como una subcategoría de las situa-
39
Caso que no me interesa considerar aquí. Cfr. R. Zimmerling, «El concepto de influencia», en El concepto de influencia y otros ensayos, Fontamara, México, 1993. 40
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ciones de «poder social» —entre otras razones porque ello significaría un apartamiento innecesario del uso común de estos términos: en el lenguaje ordinario, por lo general, parece que no estamos dispuestos a atribuir «poder» a toda persona que consideramos «influyente».41 Pienso que es más plausible concebirlo al revés: que el concepto de influencia es el más amplio, y que las situaciones de poder son casos especiales de influencia. En el presente contexto, ello es interesante por la siguiente razón: si eliminamos —como creo que es deseable— de la concepción de Oppenheim las situaciones de influencia como subcategoría de las situaciones de poder, entonces, ceteris paribus, nos quedamos con un concepto de poder social que en cuanto a su extensión resulta ser totalmente equivalente al concepto de no-libertad social.42 La única diferencia restante en cuanto a su intensión sería entonces que cada uno de ellos dirige la atención a otro «extremo» de la relación en cuestión: «no-libertad» es un atributo de algún R si y sólo si (y en la medida en que) «poder» es un atributo de algún P.43 41
Como ejemplo al respecto pueden servir los científicos sociales. De vez en cuando, de algunos (pocos) de ellos se dice que tienen «influencia» política; pero nadie diría que, por ello, son «poderosos». Para mencionar un ejemplo concreto, podemos pensar en el caso del politólogo de inclinaciones comunitaristas Amitai Etzioni a quien en los últimos años la prensa alemana ha atribuido reiteradamente cierta influencia, tanto sobre algunos miembros de la administración Clinton como también sobre varios dirigentes socialdemócratas europeos; pero no me acuerdo haber visto nunca la aserción de que Etzioni, por lo tanto, tiene «poder». Lo mismo vale para filósofos políticos con cierta presencia pública como, por ejemplo, Jürgen Habermas en Alemania o Ronald Dworkin en Estados Unidos. 42
La tesis de que la mejor manera de interpretar «las locuciones “R ejerce poder sobre P” y “R restringe la libertad de P”» es considerarlas como «extensionalmente equivalentes» es defendida explícitamente por Kristjánsson (ob. cit., p. 264) quien para una fundamentación de esta tesis remite a su propio trabajo de 1992 («“Constraints on Freedom” and “Exercising Power Over”», en International Journal of Moral and Social Studies, 7, 1992, pp. 127-138) el cual, lamentablemente, todavía no me ha sido posible consultar. 43
Desde el punto de vista descriptivo, los dos atributos nos informan, por así decirlo, sobre aspectos distintos de la correspondiente relación: el primero, sobre algo que no puede hacer R; y el segundo, sobre algo que puede hacer P.
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b.
Obviamente, la identificación de las situaciones de poder con las de una restricción de libertad tiene consecuencias para nuestra cuestión inicial acerca de la evaluación de tales situaciones: bajo esta interpretación, un juicio positivo sobre una determinada relación de libertad social implica necesariamente un juicio negativo sobre su negación, y ello quiere decir: sobre la correspondiente relación de poder social, y viceversa. Pero desde aquí conviene andar con cuidado y no sacar conclusiones apresuradas. Porque no hay que olvidar que la interdependencia de las evaluaciones de libertad y de poder vale tan sólo para cada relación triádica concreta entre un P, un R y un x. Por cierto, desde este punto de vista, un juicio negativo sobre una determinada relación de poder entre P y R con respecto a x equivale a un juicio negativo sobre la restricción de la libertad de R implicada por esta relación de poder. Pero, por supuesto, no determina de ninguna manera la respuesta a la pregunta acerca de si R debería ser libre de cualquier restricción para hacer u omitir x. Y, viceversa, un argumento en contra de la libertad de algún R con respecto a alguna acción x tampoco es un argumento en pro del poder de cualquier P sobre R con respecto a x: los juicios de valor sobre relaciones de poder o de no-libertad pueden cambiar con cada uno de los tres elementos de estas relaciones distinguidos por Oppenheim.
c.
Pero además, hay un cuarto elemento que puede adquirir relevancia en el contexto de la evaluación de una relación de poder o de no-libertad. Me refiero a las diferentes bases de la no-libertad distinguidas por Oppenheim en su definición. Así como puede ser interesante para fines descriptivos distinguir entre una relación de no-libertad basada en el impedimento y otra basada en la punibilidad de una acción, así también puede ser relevante distinguir entre ellos para propósitos normativos. Sin embargo, la concepción oppenheimiana de la punibilidad, y sobre todo de su vinculación con la no-
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libertad, me parece todavía algo oscura, razón por la cual pienso que vale la pena volver a los cuatro casos presentadas más arriba, de las posibles combinaciones de punibilidad y amenazas. Una de las diferencias entre los dos modos de no-libertad se ve claramente si se compara la no-libertad en el caso 1 —amenaza eficaz sin punibilidad— con la no-libertad en el caso 4, es decir, la punibilidad sin amenaza eficaz: la no-libertad resultante de una amenaza eficaz, según Oppenheim, consiste en que R ya no puede realizar la acción en cuestión —donde esta imposibilidad es una «imposibilidad práctica», es decir, la imposibilidad de R de asumir la motivación necesaria para realizar la acción. A diferencia de ello, lo único que R no puede hacer —es decir, lo único en lo que P «lo hace no-libre»— en el caso de la mera punibilidad de una acción, es que R no puede evitar que una consecuencia de su acción sea la imposición de la respectiva sanción por parte de P. En palabras de Oppenheim: «P, al hacer punible para R realizar x, le imposibilita a R hacer x sin ser castigado [...]».44 Una segunda diferencia importante se percibe si se compara el caso 2 con los casos 3 y 4: una amenaza ineficaz no afecta en nada la libertad del agente. Por el contrario, aunque en el caso 2 la punibilidad sea «ineficaz», en el sentido de que no se produce el castigo porque no se realiza la acción (ya que está impedida por la amenaza), sin embargo afecta la libertad de R, en el sentido de que tiene consecuencias contrafácticas. Dicho de otra manera, la punibilidad (como ya lo indica la palabra)45 puede ser entendida como una propiedad disposicional de una acción —es decir, una propiedad que existe aun cuando no sea manifiesta, y que sólo se manifiesta bajo determinadas circunstancias—. Según la concepción de Oppenheim, la no-libertad está vinculada con la punibilidad en tanto propiedad disposicional de una acción (y no tan sólo con su manifestación en un castigo).
44
Political Concepts. A Reconstruction, ob. cit., p. 57.
45
Como es bien sabido, las palabras construidas a base del morfema «-bilidad/-ble» suelen expresar propiedades disposicionales.
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Finalmente, pienso que una tercera diferencia relevante entre la punibilidad de una acción y una amenaza de castigo, no mencionada por Oppenheim, es que la existencia de una amenaza presupone un acto comunicativo, mientras que la punibilidad de una acción solamente presupone una decisión, que puede ser tomada por el agente que impone la pena sin que sea necesaria su comunicación al agente que sufrirá la pena. Más generalmente, se puede decir que el impedimento de una acción —es decir, el acto de convertirla en estrictamente o prácticamente imposible— requiere siempre una «acción natural» (que puede ser un acto comunicativo, como en el caso de una amenaza, o algún otro acto que, por lo demás, ni siquiera tiene que ser necesariamente intencional en tanto acto de impedimento). En cambio, la punibilidad presupone para su existencia una «acción normativa», ya que la vinculación de una acción con una consecuencia punitiva no es otra cosa que la creación de una norma punitiva (acción que, dicho sea de paso, es inconcebible sin la correspondiente intención).46 En vista de estas tres diferencias, la concepción de Oppenheim según la cual punibilidad significa siempre no-libertad y, por lo tanto, también la existencia de poder, tiene varias implicaciones cuestionables que se perciben más fácilmente con base en algunos casos ejemplares: a.
Supongamos, primero, que P hace punible para R realizar x. La punibilidad de x es un hecho que no depende
46
Para la distinción entre acciones naturales y acciones normativas, cfr., por ejemplo, Redondo (La noción de razón para la acción en el análisis jurídico, cap. I, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1996). Nótese, sin embargo, que, por ejemplo, según Von Wright (Norman and Action, Routledge and Kegan Paul, Londres, 1963, pp. 116 ss.) un acto normativo es siempre un «acto verbal». Según esta concepción, pues, la creación de una norma punitiva no se agota en la mera decisión de algún dador de normas de convertir una determinada acción en punible, sino que requiere también la comunicación lingüística de la «amenaza» correspondiente a su(s) destinatario(s). Ello es plausible si se toma en cuenta que hay buenas razones para defender la concepción según la cual las normas regulatorias de comportamiento no existen sino en la medida en que efectivamente guían el comportamiento de las personas, y que pueden guiar el comportamiento sólo si son conocidas. En este sentido, la punibilidad por sí misma no puede tener ninguna relevancia práctica si se mantiene «secreta». Pero esto es un tema que no puedo perseguir aquí.
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de que R tenga conocimiento de él; por lo tanto, supongamos también que R no sabe que P lo castigaría si realizara x. Además, la punibilidad, en tanto propiedad disposicional de x, es un hecho continuamente latente, es decir, se da aun cuando R no realice x (y, por lo tanto, no sufre el castigo correspondiente). Entonces, supongamos además que, por su propia voluntad, cada vez que tiene la oportunidad y pudiera hacer x, R decide no hacerlo. Tenemos, pues, un caso en el que R iii.
siempre hace lo que quiere (nunca quiere hacer x),
iii.
nunca sufre un castigo por parte de P (ya que nunca hace x), y
iii.
ni siquiera sabe que sufriría un castigo si realizara x.
Para R, en este respecto, el mundo es ideal: se siente perfectamente libre para hacer o no hacer x; el hecho de que x, efectivamente, es punible no cambia su vida de ninguna manera (es decir, no afecta ni sus acciones ni tampoco su estado mental o síquico). Y sin embargo, según Oppenheim, en un caso tal, la libertad de R para hacer x o no-x está restringida, a causa de la punibilidad de x por parte de P.47 b.
Segundo, supongamos ahora que el caso es igual que antes, pero que, en un momento dado, R, inconsciente del peligro de la pena, decide hacer x. Lo hace, sin impedimento ni obstáculo, y consecuentemente sufre el castigo previsto por P para este caso. Según Oppenheim, en cuanto a la libertad de R para hacer x, este caso no se distingue en nada del anterior: diría que con respecto a P, R no es libre para hacer x —y ello aunque, efectivamente, R realiza x sin ningún problema (su «pro-
47
Oppenheim insiste explícitamente en que «... una persona que se siente libre puede no ser una persona libre» («Social Freedom and...», ob. cit., p. 415, n. 7) y rechaza aquellas concepciones de libertad (por ejemplo, las de Arneson o Gray) según las cuales en los casos en que «solamente se hace que [una persona] sea no-libre para hacer lo que en cualquier caso no quiere hacer» la libertad de esta persona no está restringida (ibídem, p. 415).
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blema», por así decirlo, empieza solamente después de la realización de x)—. c.
Supongamos, tercero, que P ahora le comunica a R el hecho de la punibilidad de x, diciendo algo así como «Quiero que sepas que si haces x, te castigaré con y». Sólo entonces, el hecho de la punibilidad puede empezar a jugar algún rol en las deliberaciones de R acerca de cómo actuar y, posiblemente, «convencerlo» a renunciar a la realización de x. Desde el punto de vista práctico, todo ello pone de manifiesto que la única manera cómo la punibilidad puede afectar el comportamiento de una persona es a través de su comunicación, es decir, a través de una amenaza (ya que, como se ha observado más arriba, una amenaza no es otra cosa que la información anticipada del hecho de que cierta acción es punible).48 Dicho de otra manera: cualquier efecto que pueda tener la punibilidad de una acción en las deliberaciones y decisiones de un agente es siempre un efecto indirecto que sólo deriva de la amenaza necesariamente vinculada con la información acerca del hecho de la punibilidad.
d.
Finalmente, supongamos que R, a pesar de que ahora sabe de la punibilidad efectiva de x por parte de P, no se deja impresionar por la amenaza y realiza x cada vez que se le da la gana. Supongamos, además, que R no puede —y sabe que no puede— evitar el castigo y que, sin embargo, decide conscientemente aceptarlo, porque le parece despreciable en comparación con el placer que le proporciona la realización de x. Otra vez, Oppenheim tendría que decir que con respecto a la libertad de
48
Nótese que el correspondiente acto «comunicativo» no necesariamente tiene que ser un acto verbal: como se sabe, es perfectamente posible comunicar informaciones por vías no verbales, por ejemplo, por algún comportamiento regular y observable. En este sentido, la punibilidad de una acción puede ser comunicada —e inevitablemente se comunica— simplemente a través de su punición pública y consistente.
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R, no ha cambiado nada, comparado con los casos anteriores: R sigue siendo no-libre para hacer x, simplemente a causa de la punibilidad, sin que haya impedimento alguno. Con respecto a la no-libertad de R por la punibilidad de x, la implicación que deriva de estos cuatro casos ejemplares parece ser la siguiente: se trata de un tipo de «no-libertad» que, en realidad, no tiene ningún efecto apreciable en la relación entre R y sus acciones, ya que se da con total independencia del comportamiento de R y, sobre todo, de si el sufrimiento o no-sufrimiento del castigo es provocado por una decisión conciente de R o no. En este sentido, la «no-libertad» vinculada con la punibilidad parece tener mucho en común con la «no-libertad» implicada por ciertas relaciones causales naturales. En el peor de los casos, la punibilidad de x me hace «no-libre» para evitar el castigo vinculado con la realización de x, más o menos de la misma manera como el hecho de que está lloviendo me hace «no-libre» para evitar mojarme si salgo. Pero en ambos casos, la acción en cuestión (salir bajo la lluvia, o realizar una acción punible) sigue siendo «elegible»; es decir, la punibilidad —como la lluvia— no afecta a la persona en tanto agente, sino tan sólo en tanto «víctima» pasivo de una consecuencia. Por lo tanto, la vinculación de la punibilidad de una acción con la no-libertad del agente afectado significa, en última instancia, el abandono de la idea de que la libertad de una persona se refiere básicamente a su capacidad (fáctica o motivacional) para actuar. Puede ser que para determinados objetivos una concepción tal tenga sus ventajas. Pero, en todo caso, parece aconsejable entonces abandonar también la noción, mantenida por Oppenheim, de las relaciones de libertad o no-libertad social como relaciones triádicas entre dos agentes y una acción. Por último, veamos la implicación de los casos ejemplares con respecto a la otra parte de la supuesta relación de no-libertad social, es decir, con respecto al poder de P: por cierto, la punibilidad efectiva de una acción x por parte de P implica un «poder» de P, en la medida en que significa que P realmente «puede» infligir un castigo a R si éste realiza x. Sin embargo, este «poder» difícilmente puede ser interpretado como un «poder social», ya que en
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ninguno de los casos presentados podemos decir que la punibilidad de x le proporciona a P algún «poder sobre R» en el sentido de que P logre controlar o guiar alguna (decisión de) acción de R. Con la punibilidad, en lugar de una capacidad de intervención en las acciones (o decisiones) de R, P tiene tan sólo una capacidad de reacción a ellas. Más bien podríamos decir que en el caso «d» es R el que tiene cierto poder sobre P a causa de la punibilidad de x, ya que con sus decisiones de realizar o no realizar x, puede «controlar» el comportamiento de R con respecto a la acción punitiva. Parece, pues, que también desde el punto de vista del supuesto «detentador de poder», la relación propuesta por Oppenheim entre la punibilidad y la no-libertad, y por ello también el poder social, no contribuye a la claridad y consistencia de los conceptos implicados. Por todo ello, a diferencia de Oppenheim, creo que conviene eliminar la punibilidad de una acción de las definiciones tanto del poder social como de la libertad social.
CONCLUSIÓN A pesar de las observaciones críticas que acabo de presentar, sigo pensando que con sus propuestas conceptuales, Oppenheim ha presentado una contribución sumamente valiosa a las ciencias sociales, en general, y a la politología, en particular. No obstante las perplejidades y dudas señaladas, sus esfuerzos para desenredar la maraña alrededor de los conceptos de libertad y poder, su clara distinción entre la variante social y otros posibles versiones de estos conceptos y sus observaciones acerca de las relaciones conceptuales entre poder social y (no-) libertad social lograron aumentar el grado de madurez de algunos conceptos claves de nuestra disciplina. Pero más importante que el progreso que su propia concepción significa sobre concepciones anteriores es, quizás, el progreso futuro que ha hecho posible con ella. Con su obra, no sólo ha preparado el terreno para la revisión, precisión y corrección de cualquier teoría o enfoque existente que se valga de los conceptos analizados. Como espero haber logrado mostrar, sus reflexiones, con su ejemplar transparencia y sistematización, también constituyen una verdadera invitación al examen crítico; suministran,
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pues, por así decirlo, el «motor» para la continuación del proceso de maduración conceptual. Por ello, teniendo en cuenta el criterio de Julia Barragán mencionado al comienzo, pienso que el trabajo conceptual de Felix Oppenheim ha enriquecido doblemente la historia de la ciencia política.
BIBLIOGRAFÍA
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¿QUÉ ES EL ESTADO DE DERECHO? UN PUNTO DE VISTA LIBERAL
RODOLFO VÁZQUEZ Instituto Tecnológico Autónomo de México (México)
«NO TODO ESTADO es estado de derecho», incluso más, «no todo Estado con derecho es un estado de derecho».1 Una de las características de los estados modernos es, precisamente, su organización a partir de un sistema jurídico que delimite funciones y que permita la resolución de conflictos en el seno de la propia sociedad. Sin embargo, esta vocación de legalidad puede ser perfectamente compatible con estados dictatoriales o autoritarios. La mera existencia empírica de un ordenamiento jurídico no garantiza ipso facto un estado de derecho. Para que éste sea posible se deben satisfacer cuatro condiciones internas que resumiría en las siguientes: 1. primacía de la ley; 2. respeto y promoción de los derechos fundamentales; 3. control judicial de constitucionalidad; y 4. responsabilidad de los funcionarios. Todas ellas condiciones necesarias y, en su conjunto, suficiente para que exista un estado de derecho, y no cualquier estado de derecho, sino lo que intentaré justificar como un estado liberal igualitario de derecho. Dicho lo anterior, en las páginas que siguen me propongo analizar brevemente cada una de las condiciones señaladas con el doble objetivo de delimitar sus contenidos conceptuales, por un lado y, por el otro, de explicitar los principios normativos —desde un enfoque liberal igualitario— que las justifican: principio de 1
E. Díaz, «Estado de derecho: exigencias internas, dimensiones sociales», en Sistema, nº 125, Madrid, 1995, pp. 6 y ss.
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imperatividad de la ley, principio de autonomía personal, principio de independencia y principio de publicidad, respectivamente. Mi propósito se enmarca, entonces, dentro del campo de la filosofía —en este caso, jurídica y política— y no en el de la descripción y el análisis de las condiciones sociales, políticas o económicas que permitirían garantizar la permanencia de un estado de derecho —o en su caso, implementarlo—, que sería el campo propio de las ciencias empíricas. En otros términos, me situaré en el punto de vista del «contexto de justificación» y no en el del «contexto de descubrimiento» (o de explicación), para usar la conocida distinción de Reichenbach.2
PRIMACÍA DE LA LEY Y PRINCIPIO DE IMPERATIVIDAD Con respecto a esta primera condición cabe decir, por lo pronto, que no todo Estado en el que exista una primacía de la ley es un estado de derecho, pero no puede concebirse este último sin la condición necesaria de la primera. El estado de derecho es el Estado cuyo poder y actividad vienen regulados y controlados por la ley. Un gobierno de las leyes que hace posible la seguridad y la certeza jurídicas. Lo anterior es correcto. Sin embargo, hay que entender que la primacía de la ley no agota su justificación en el principio de legalidad; sus exigencias van más allá de la mera existencia de las normas jurídicas, requiere del llamado principio de imperatividad o de imperio de la ley. Este principio, en palabras de Francisco Laporta, «Constituye un postulado metajurídico, una exigencia ético política o un complejo principio moral que está más allá del puro derecho positivo»3 y que nos dice no cómo es sino cómo debe ser el derecho. 2
Sobre el origen y la importancia de esta distinción en el campo de la filosofía práctica y de la filosofía jurídica en particular, véase A. Nettel, «La distinción entre contexto de descubrimiento y de justificación y la racionalidad de la decisión judicial», en Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, nº 5, Instituto Tecnológico Autónomo de México y Fontamara, México, octubre 1996. 3
F. Laporta, «Imperio de la ley. Reflexiones sobre un punto de partida de Elías Díaz», en Doxa, nos 15-16, Alicante, 1994, p. 134.
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Contrario a la opinión de Laporta, Joseph Raz reduce la idea de estado de derecho al principio de legalidad. Para este autor no habría inconveniente en aceptar que: Un sistema jurídico no democrático, basado en la negación de derechos humanos, en una gran pobreza, en segregación racial, en desigualdad sexual y en la persecución religiosa puede, en principio, conformarse a los requerimientos del estado de derecho mejor que cualesquiera de los sistemas jurídicos de las más ilustradas democracias occidentales. Esto no significa que este sistema sea mejor que aquellas democracias occidentales. Sería un sistema jurídico inconmensurablemente peor, pero sobresaldría en un aspecto: en su conformidad al estado de derecho.4
Pienso que la posición de Raz es incorrecta. La expresión «estado de derecho» demanda hoy día, en su uso lingüístico común, un contenido ético que el autor le niega pero, más allá de su connotación lingüística, el principio de imperatividad de la ley, como se verá, implica una serie de exigencias internas que presuponen el respeto a la autonomía y dignidad de las personas y, consecuentemente, el rechazo de la idea de un estado de derecho «basado en la negación de los derechos humanos». Desde otro punto de vista, Gustavo Zagrebelsky critica la noción de estado de derecho, precisamente por sus connotaciones legalistas, para proponer alternativamente la de derecho constitucional. Este autor reconoce que la expresión «estado de derecho» hace referencia a un valor que consiste en ... la eliminación de la arbitrariedad estatal que afecta a los ciudadanos. La dirección es la inversión de la relación entre poder y derecho que constituía la quintaesencia del Machstaat y del Polizeistaat: no una rex facit legem, sino lex facit regem,5
pero este valor surge en un contexto histórico determinado que se sitúa en el siglo XIX, con secuelas en el XX, y que no es otro sino el que está ligado a la teoría del positivismo jurídico, es decir, «a 4 J. Raz, La autoridad del derecho (trad. de Rolando Tamayo y Salmorán), Universidad Nacional Autónoma de México, 1985, p. 264. 5
G. Zagrebelsky, El derecho dúctil, Trotta, Madrid, 1995, p. 21.
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la reducción de todo lo que pertenece al mundo del derecho —esto es, los derechos y la justicia— a lo dispuesto por la ley».6 Para evitar este reduccionismo hay que sustituir la expresión decimonónica de «estado de derecho» por la de «derecho constitucional» que, según el autor, da cuenta más adecuadamente de las exigencias de nuestro siglo: mayor injerencia de la administración pública en la actividad privada de los individuos, reconocimiento de la diversidad de grupos y, por lo tanto, de la necesidad de una diferenciación de tratamientos normativos, gran heterogeneidad en el contenido de la ley, etcétera.7 Bajo el principio de constitucionalidad se garantizaría el objetivo de unidad política y jurídica sin dejar de reconocer la heterogeneidad normativa. De esta manera, la rigidez legalista del estado de derecho sería sustituida por el carácter dúctil o flexible del estado constitucional. Contrario a Zagrebelsky, no creo que la crítica a la concepción positivista del derecho deba conducir a un abandono de la expresión «estado de derecho» para sustituirla ahora por la de «derecho constitucional». Como espero mostrar, ya desde este primer apartado, no se necesita hacer una fractura con la concepción original del estado de derecho sino, más bien, estirar la noción hasta sacar sus consecuencias últimas y, cuando sea el caso, destacar sus limitaciones y sugerir propuestas complementarias. Si existe un núcleo básico en la idea del estado constitucional de Zagrebelsky éste no es otro sino el que se puede desprender de la idea misma de estado de derecho. Con respecto a la estructura interna del principio de imperatividad de la ley, éste impone a las normas jurídicas las siguientes exigencias:8 a.
En cuanto a la autoridad que emite las normas, debe hallarse facultada para hacerlo por una norma jurídica de competencia. Esta exigencia cancela, sin más, la posibilidad de los gobiernos de facto y la actuación ultra vires de cualquier autoridad.
6
Ibídem, p. 33.
7
Ibídem, pp. 34 y ss.
8
Cfr. F. Laporta, ob. cit., pp. 139 y ss.
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b.
Las normas jurídicas deben ser generales, es decir, sus destinatarios deben ser identificados mediante rasgos generales y no mediante aspectos particularizados o definidos. La generalidad de las leyes se justifica mediante un principio ético fundamental, el de la imparcialidad, entendido al menos en el sentido que un filósofo como John Rawls asigna al término fairness.9
c.
Las normas jurídicas deben ser prospectivas y no retroactivas; estables pero no inmutables en el tiempo. La prohibición de la retroactividad cumple con la exigencia de justicia de que el individuo no sea objeto de un reproche o una sanción por una conducta anterior en el tiempo y que, por tanto, no es ya posible reconsiderar. La estabilidad es una condición indispensable para guiar la conducta del destinatario que no debe sujetarse a modificaciones de la ley por circunstancias irrelevantes.
d.
Las normas jurídicas deben ser claras y transparentes. La claridad excluye el uso deliberado de expresiones de gran vaguedad, tipos penales abiertos o conceptos indeterminados que sólo contribuyen al incremento desmesurado de la discrecionalidad potencialmente amenazadora de la seguridad ciudadana. De igual manera, el principio de transparencia de las leyes es requisito indispensable para el desarrollo de un proyecto de vida personal confiable. Como afirma Joseph Raz, acertadamente en este punto: «El derecho tiene que ser abierto y adecuadamente publicitado. Si está hecho para guiar a los individuos éstos tienen que estar en posibilidad de encontrar lo que el derecho es».10
Si aceptamos estas cuatro exigencias, entonces podemos aceptar que el principio de imperatividad de la ley, finalmente, debe descansar sobre una exigencia ética más radical, a saber, 9 Cfr. J. Rawls, A Theory of Justice, primera parte, cap. I, Harvard University Press, Cambridge, 1971. 10
J. Raz, ob. cit., p. 268.
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que los individuos, los destinatarios de la ley, deben ser tomados en serio; es decir, deben ser considerados como seres autónomos y dignos.11 No es difícil imaginar, entonces, de qué manera se puede vulnerar el estado de derecho si no se satisface el principio de imperatividad de la ley. Un ordenamiento jurídico que contemplara la creación y aplicación de normas jurídicas discriminatorias, retroactivas e inestables, secretas y confusas, no podría más que afectar los proyectos de vida elegidos libremente por los individuos. Dicho ordenamiento terminaría por considerar a las personas no como fines en sí mismas sino como medios al servicio de intereses oscuros e ilegítimos. Las consecuencias no podrían ser más trágicas: se deslegitima el sistema político, se destruye el profesionalismo, se impide la planificación, no hay previsibilidad sobre lo que va a ocurrir y segrega y desanima a los individuos honestos. Ahora bien, aceptar que los individuos deben ser considerados como seres autónomos y dignos es aceptar que el estado de derecho requiere ser entendido no sólo desde un punto de vista formal sino también sustantivo. La noción de estado de derecho implica algo más que la sola primacía de la ley justificada en el principio de imperatividad. Exige una toma de conciencia lúcida por parte de los servidores públicos, pero también de la misma ciudadanía, de la importancia y necesaria promoción y protección de los derechos humanos.
DERECHOS HUMANOS Y PRINCIPIO DE AUTONOMÍA PERSONAL No existe ni puede existir estado de derecho cuando se asiste a un reiterado y, en ocasiones, delirante, repudio de los derechos. Nunca como en nuestra época se ha estado tan conciente de los
11
Nadie mejor que Kant para enunciar el principio de dignidad de acuerdo con su segunda formulación del imperativo categórico: «obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio», en Foundations of the Metaphysics of Morals, Macmillan Publishing Company, Nueva York, 1987, p. 47.
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derechos humanos pero, en la misma proporción, nunca se ha sido tan sofisticadamente brutal en su violación. Lo cierto es que pocas personas podrían cuestionar hoy día la existencia de los derechos humanos plasmados en la Declaración Universal, en las convenciones sucesivas y en las legislaciones de la gran mayoría de los estados modernos. Los mecanismos de protección se han multiplicado y todo ello, sin lugar a dudas, es un signo positivo y esperanzador de los tiempos que vivimos. Quizás el problema no se encuentre en el defecto —en la carencia de derechos o de garantías, si se prefiere— sino en el exceso de los mismos. Se habla ya de una tercera y hasta una cuarta generación de derechos y no se vacila en hacerlos extensivos hasta abarcar un derecho de los animales, de los robots y de las rocas. Esta proliferación obliga a pensar que: Cuanto más se multiplique la nómina de los derechos humanos menos fuerza tendrán como exigencia, y cuanto más fuerza moral o jurídica se les suponga, más limitada ha de ser la lista de derechos que las justifique adecuadamente.12
La cautela impone ser muy exigente en cuanto a la fundamentación de los derechos y evitar así un desgaste innecesario del término y del concepto toda vez que no han faltado teóricos clásicos, como es el caso de Jeremías Bentham, o contemporáneos como Alasdair MacIntyre, que han negado sin más su existencia reduciéndolos a simples ficciones. No es el propósito de este apartado proponer una fundamentación detallada de los derechos humanos pero sí al menos señalar algunas líneas teóricas de actualidad y dar cuenta de aquella que me parece más consistente. Una primera línea teórica parte de la existencia de los derechos humanos tal como se enuncian, por ejemplo, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. No niegan su existencia pero consideran inútil cualquier intento de fundamentación, bastaría con un consenso fáctico para validarlos. Esta es la posiF. Laporta, «Sobre el concepto de derechos humanos», en Doxa, nº 4, Alicante, 1987, p. 23.
12
N. Bobbio, «Presente y porvenir de los derechos humanos», en Anuario de Derechos Humanos, Madrid, 1982, p. 10. 13
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ción de Norberto Bobbio para quien el problema de los derechos humanos no es filosófico sino político, es decir, hay que garantizarlos buscando que se respeten de manera eficaz.13 Una segunda línea piensa que no es suficiente un consenso fáctico y se requiere de uno contrafáctico. Este es el caso de filósofos como Jürgen Habermas y su propuesta de una acción comunicativa bajo el postulado de una comunidad ideal de hablantes, o de John Rawls y su hipótesis de una posición original, bajo un «velo de ignorancia», como condición necesaria para la formulación de sus conocidos principios de justicia y de los derechos que de ellos se derivan.14 Una tercera piensa, creo que con razón, que los derechos humanos existen y que requieren de fundamentación,15 que no es suficiente un consenso fáctico, que se puede prescindir por ficticio de un contrafáctico, y que su fundamentación descansa en el reconocimiento de necesidades básicas y en la postulación de ciertos principios formales, como los de racionalidad y universalidad; y materiales, entre los que destaca el principio de autonomía personal. Principios estos que no pueden negarse sino a condición de afirmarlos, como sucede con los formales, o de caer en absurdos, como la posibilidad de una sociedad de suicidas o de una comunidad de amos y esclavos, tratándose de la negación
14
Cfr. J. Rawls, ob. cit., primera parte, cap. II.
15
Para una crítica a la postura de Bobbio y la propuesta de un estado de derecho a partir del reconocimiento y fundamentación de los derechos humanos, véase A. Pérez-Luño, Derechos Humanos, estado de derecho y constitución, Tecnos, Madrid, 1984. Contra la posición de Bobbio, piensa Pérez-Luño, cabe objetar: ... que la violación actual de los derechos humanos muestra la falta de arraigo y la precariedad de esas convicciones generalmente compartidas; y la consiguiente necesidad de seguir argumentando a su favor. De otro lado, basta cotejar la disparidad que ofrecen los presupuestos filosóficos e ideológicos que subyacen al estatuto de los derechos y libertades en los diferentes sistemas políticos que, de algún modo reconocen, para que se disipe la ilusión de un fundamento común y generalmente aceptado. [p. 133.] Véanse, especialmente, E. Garzón Valdés, Derecho, ética y política, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993; y C. Nino, Ética y derechos humanos, Astrea, Buenos Aires, 1989 (segunda edición ampliada y revisada). 16
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de la autonomía personal. Esta es la línea de pensadores como Ernesto Garzón Valdés y Carlos Nino.16 El principio de autonomía personal, que justifica los derechos a las libertades fundamentales, se enunciaría siguiendo a Nino, en los siguientes términos: ... siendo valiosa la libre elección individual de planes de vida y la adopción de ideales de excelencia humana, el Estado no debe interferir en esa elección o adopción, limitándose a diseñar instituciones que faciliten la persecución individual de esos planes de vida y la satisfacción de los ideales de virtud que cada uno sustente e impidiendo la interferencia mutua en el curso de tal persecución.17
Sin lugar a dudas, un estado de derecho que haga valer el principio de autonomía personal es un estado liberal de derecho. Sin embargo, hay que tener mucho cuidado de reducir el significado de la expresión «liberal» a connotaciones propias de esquemas libertarios o exageradamente individualistas. La exigencia de no interferir en el «coto privado» de los individuos no implica, necesariamente, la negación del valor de la igualdad y, por lo tanto, de la aceptación de la presencia activa del Estado para garantizar dicha igualdad. El reclamo de que un estado liberal de derecho atenta contra la igualdad se ha apoyado en la idea de que frente a la tensión entre los valores de libertad e igualdad, el liberal otorga prioridad al primero argumentando que la idea de autonomía individual es antagónica con exigencias de apoyo solidario a los más necesitados. Pienso que la respuesta a este reclamo consiste en mostrar que no existe una tensión entre libertad e igualdad si se reconoce que ambos valores responden a estructuras diferentes pero complementarias. La libertad es un valor sustantivo cuya extensión no depende de cómo está distribuido entre diversos individuos, ni incluye a priori un criterio de distribución. En cambio la igualdad es en sí misma un valor adjetivo que se refiere a la distribución de algún otro valor. La igualdad no es valiosa si no se predica de alguna situación o propiedad que es en sí misma valio17
C. Nino, ob. cit., p. 204.
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sa. Esto sugiere la posibilidad de combinación de ambos valores: la justicia consiste en una distribución igualitaria de la libertad bajo el criterio de que las diferencias de autonomía pueden estar justificadas si la mayor autonomía de algunos sirve para incrementar la de los menos autónomos (los más necesitados) y no produce ningún efecto negativo en la de estos últimos. Si se acepta lo anterior, entonces es exigible del Estado deberes positivos para promover la autonomía de los más desprotegidos. Por lo tanto, el liberalismo lejos de ser un adversario de los derechos sociales y culturales —como los derechos a la salud, a una vivienda digna, a un salario justo, a la educación, al acceso al patrimonio cultural, etcétera— éstos son una extensión natural de los derechos individuales. Sería inconsistente reconocer un derecho referido a la vida o a la integridad física y no admitir que ellos son violados cuando se omite otorgar los medios necesarios para su goce y ejercicio. De esta manera, para una concepción integral del liberalismo no existen sólo los derechos negativos sino también los positivos y, correlativamente, no existen únicamente los deberes negativos por parte del Estado sino también los positivos. El desarrollo de la autonomía personal demanda la satisfacción de las necesidades básicas. Desde este punto de vista, la propuesta de un estado de derecho debe incluir la referencia tanto al valor de la libertad como al de la igualdad. En este sentido sugeriría que una visión menos estrecha y, por supuesto, más sustantiva del estado de derecho debería adjetivarse para concluir con la propuesta de un estado liberal igualitario de derecho. Dicho lo anterior, no está de más enfatizar lo que me parece algo obvio pero de ninguna forma intrascendente: de nada sirve sostener la supremacía de la ley justificada por el principio de imperatividad sin la debida defensa de los derechos humanos, tanto por lo que hace a los derechos liberales como por lo que hace a los culturales con primacía de los primeros sobre los segundos en caso de conflicto;18 pero la inversa también es correc18
Cfr. R. Vázquez, «Derechos y tolerancia», en L. Olivé y L. Villoro (comps.), Homenaje a Fernando Salmerón. Filosofía moral, educación e historia, UNAM, México, 1996, pp. 229-244.
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ta: de nada sirve exigir el respeto de los derechos humanos sin la imperatividad de la ley. De esta manera, si esta última pone el acento en el aspecto formal del estado de derecho, el primero lo hace en su aspecto material. Parafraseando a Kant, diría que forma sin contenido es vacía pero contenido sin forma es ciego. El estado de derecho exige de ambos. ¿Qué tan vulnerable es esta exigencia de los derechos en el ámbito jurídico tanto nacional como internacional? Basta con abrir los ojos para percartarse un poco de que es uno de los problemas más sensibles del estado de derecho. Y ante esta realidad no cabe más que una receta: la lealtad y el respeto a los sistemas normativos por su pretensión de corrección o de justicia,19 tanto por parte de la ciudadanía en general como de los funcionarios públicos en particular. Finalmente, un estado liberal igualitario de Derecho debe tomarse «los derechos en serio» como recomendara Ronald Dworkin20 o bien, en el contexto de los estados democráticos contemporáneos, tomarse «la constitución en serio».
CONTROL JUDICIAL DE CONSTITUCIONALIDAD Y PRINCIPIO DE INDEPENDENCIA
Una de las características centrales del estado liberal igualitario de derecho consiste en la facultad que tienen los jueces para controlar la constitucionalidad de las normas jurídicas —leyes o decretos, por ejemplo— que dictan los órganos democráticos — congreso o ejecutivo—. Sin embargo, a pesar de su relevancia, esta facultad de los jueces ha sido severamente cuestionada poniendo en entredicho su imparcialidad y, por consiguiente, la necesidad de su independencia. El principal argumento aducido en contra del control judicial de constitucionalidad es el conocido como «la dificultad con-
19
Cfr. R. Alexy, Derecho y razón práctica, Fontamara, México, 1993, pp. 50 y ss.
20
Cfr. R. Dworkin, Talking Rights Seriously, cap. 7, Harvard University Press, Cambridge, 1978.
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tramayoritaria». El constitucionalista estadounidense Alexander Bickel advirtió esta dificultad en los siguientes términos: La dificultad radical es que el control judicial de constitucionalidad es una fuerza contramayoritaria en nuestro sistema... cuando la Suprema Corte declara inconstitucional una sanción legislativa o una acción de un Ejecutivo electo, ella tuerce la voluntad de los representantes del pueblo real de aquí y ahora... ella ejerce control no en nombre de la mayoría prevaleciente sino en su contra. Esto, sin connotaciones místicas, es lo que realmente sucede. El control judicial pertenece del todo a una pecera diferente de la democracia, y ésa es la razón de que se pueda hacer la acusación de que el control judicial es antidemocrático.21
Por su parte, el filósofo del derecho, Genaro Carrió, ha expresado la dificultad con las siguientes palabras: Cómo es posible que una ley sancionada tras amplio debate por los representantes del pueblo democráticamente elegidos, quede sometida o supeditada, en cuanto a su validez constitucional, al criterio de los integrantes de un grupo aislado, no elegidos por procedimientos suficientemente democráticos, no controlados en su actuación por los representantes del pueblo y, en la práctica institucional efectiva, no responsables ante ellos.22
Ahora bien, si se parte de la idea de que el juez sólo se limita a aplicar la ley o la constitución sin valorarla, la falta de legitimidad democrática del juez parecería no ser relevante. Su actividad sería la de un técnico o científico, y los científicos no son seleccionados por el voto mayoritario. Pero si se acepta que la tarea del juez es sustancialmente valorativa —ponderación de los principios básicos de moralidad social y en los distintos pasos de la interpretación jurídica— surge la siguiente pregunta: ¿quién 21
A. Bickel, The Least Dangerous Branch. The Supreme Court and the Bar of Politics, citado por C. Nino en Fundamentos de derecho constitucional, Astrea, Buenos Aires, 1992, p. 675. 22 G. Carrió, «Una defensa condicionada de la Judicial Review», en Fundamentos y alcances del control judicial de constitucionalidad, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1991, p. 148.
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es un juez para sustituir al pueblo en general y a sus órganos más directamente representativos en tales valoraciones? Llegados a este punto tiene sentido preguntarse si el juez y especialmente la Corte Suprema deben jugar un papel relevante en una sociedad democrática. ¿Qué razones justificarían un papel activo de los jueces en el contexto de un estado liberal igualitario de derecho aun aceptando la fuerza de la dificultad contramayoritaria? Pienso que un primer argumento en favor de una participación activa de los jueces es la de ser custodios de la autonomía de los individuos. El argumento descansa sobre el mismo valor epistémico de la democracia. Este valor está dado principalmente por la tendencia inherente hacia la imparcialidad que tiene un procedimiento de discusión amplio y con posibilidades de participación igual. Si aceptamos, además, que existen dos tipos de principios morales posibles: los intersubjetivos (públicos y sociales), que valoran una conducta por sus efectos en los intereses de otros individuos; y los autorreferentes (privados y personales), que valoran una acción por los efectos en la propia vida de acuerdo con ideales de excelencia humana, entonces, el principio de imparcialidad y, por lo tanto, el valor epistémico de la democracia, no se aplica con respecto a las acciones autorreferentes o privadas, dado que la validez de un ideal de excelencia humana no depende de que sea aceptable por todos en condiciones de imparcialidad. Siendo así, los jueces no tienen razones para observar una norma jurídica de origen democrático que esté fundada en ideales personales. Por lo tanto, los jueces deben revisar y, si es el caso, descalificar las leyes y otras normas democráticas de índole perfeccionista que pretendan imponer ideales de virtud personal. Esta es la protección judicial de la autonomía personal. Nótese de paso que esta defensa incondicional de la autonomía personal supone una posición activa por parte de los jueces muy lejos de la pretendida pasividad que defienden los liberales a ultranza. El segundo argumento en favor de una participación activa de los jueces es el de constituirse en controladores del mismo procedimiento democrático. Una concepción dialógica de la democracia en el marco de un liberalismo igualitario maximizará su
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capacidad epistémica si se cumplen algunas condiciones como, por ejemplo: la amplitud de participación de los afectados por las decisiones o medidas que se discuten, la libertad para expresarse en el debate y en la discusión, la igualdad de condiciones con que se participa, la exigencia de justificación de las propuestas, etcétera. Las reglas del proceso democrático deben asegurar que se den estas condiciones en el mayor grado posible. Ahora bien, son precisamente los jueces quienes están obligados a determinar en cada caso si se han dado las condiciones que fundamentan el valor epistémico del proceso democrático, de modo que la ley en cuestión goce de una presunción de validez que permita al juez poner entre paréntesis, a los efectos de justificar una decisión, su propia reflexión individual. Los jueces, como afirma John Ely, se convertirían entonces en una especie de referee del proceso democrático. Cumplirían con una función de «limpieza de canales» para hacer posible el cambio político y facilitar, entre otras cosas, la representación de las minorías.23 Si, finalmente, alguien preguntara por qué son mejores los jueces que los órganos democráticos para corregir y ampliar el proceso democrático, la respuesta sería que si el proceso democrático está viciado, él no puede tener la última palabra acerca de su corrección porque, como resulta obvio, carecería de valor epistémico. Que los jueces pueden equivocarse, no hay duda alguna. Pero el efecto de un control judicial de índole procedimental es el de promover las condiciones que otorgan valor epistémico al mismo proceso democrático. No sería función de los jueces imponer valores sustantivos, que conducirían irremediablemente a un «perfeccionismo judicial», contrario a los principios de un liberalismo igualitario, como ya se dijo. Su función, reitero, sería la de preservar y promover el proceso mismo de participación democrática. Por las razones anteriores, la independencia del poder judicial no debe confundirse con la neutralidad. Es cierto, como sostiene Raz, que: 23 J. Ely, Democracy and Distrust. A Theory of Judicial Review. Véase C. Nino, Fundamentos de derecho constitucional, ob. cit., pp. 694-695.
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Las normas que se refieren a la independencia del poder judicial —métodos de designación de jueces, garantía de inamovilidad, procedimientos de fijación de salarios y otras condiciones de su función— están hechas para garantizar que los jueces estén libres de presiones extrañas y sean independientes de toda autoridad salvo de la autoridad del derecho. Dichas normas son, por tanto, esenciales para preservar el estado de derecho.24
Pero, si bien tales normas son esenciales, no son suficientes para entender cabalmente la idea de independencia judicial. Ser imparcial e independiente no es abstenerse de cualquier valoración o asumir un punto equidistante entre las partes. No se trata de que los jueces queden «libres de presiones extrañas» para asumir una actitud aséptica frente a los conflictos. Supone, por el contrario, un activismo en favor de la defensa de la autonomía personal y del proceso de deliberación democrática.25 El papel de los jueces debe ser el de preservar la desconcentración del poder, indispensable en una democracia liberal, y evitar los desbordes de un poder ejecutivo centralizado en desmedro de los derechos fundamentales. Por esta razón, si en la actividad de los jueces se quiere ver al derecho en su fuerza aplicativa, vale decir entonces que es también en ellos donde el estado de derecho adquiere toda su función dinámica.
RESPONSABILIDAD DE LOS FUNCIONARIOS Y PRINCIPIO DE PUBLICIDAD
De acuerdo con Victoria Camps: La responsabilidad tiene que ver con la libertad o autonomía del individuo así como con su capacidad de comprometerse 24
J. Raz, ob. cit., pp. 271-272.
Cfr. R. Vázquez, «Constitucionalidad y procedimiento democrático», en Theoría, nº 3, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, México, marzo 1996. 25
26
V. Camps, Virtudes públicas, Espasa Calpe, Madrid, 1990, p. 66.
O. Guariglia, «¿Qué democracia?», en Punto de vista, nº 17, abril-junio 1983, p. 16. 27
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consigo mismo y, sobre todo, con otros hasta el punto de tener que responder de sus acciones. Esa relación de compromiso, de expectativas o exigencias hace que la responsabilidad sea una actitud esencialmente dialógica.26
Por su parte, agrega Osvaldo Guariglia, «la responsabilidad, a su vez, implica que todo agente debe hacerse cargo de las consecuencias de sus actos libremente elegidos y decididos».27 La autonomía personal resulta ser una condición necesaria de la responsabilidad, de la capacidad de comprometerse consigo mismo y con los demás. La exigencia de responsabilidades supone compromisos claros y fuertes. En este sentido, si aquéllas están bien definidas, no parece difícil establecer el nexo obligaciones-responsabilidades-compromisos. Los códigos de ética profesional —del abogado, del contador, del médico— son un buen ejemplo de exigencias y determinación de compromisos, aunque resulta más difícil determinar cuáles deben ser las obligaciones si pensamos en un buen político, en un buen educador o en un intelectual comprometido. No es que no existan obligaciones en estos últimos —y en todo estado de derecho deben positivizarse lo más claramente posible— pero la variedad con la que se presentan al momento de su realización es un poco más difusa. Los principios generales que norman sus conductas deben adecuarse a circunstancias fácticas que exigen lo que los antiguos llamaban la virtud de la prudencia, el saber cómo actuar aquí y ahora; el desarrollo de un sano sentido común que sólo puede adquirirse a través de una experiencia más o menos prolongada. De no existir ésta las obligaciones tienden a debilitarse y, por consiguiente, los compromisos respectivos. Las obligaciones sustantivas terminan reduciéndose a obligaciones formales: el «buen» político terminará siendo el que sabe mantener contentos a sus electores o el que no cae en corrupciones demasiado evidentes.28 La responsabilidad exige, entonces, convicciones firmes y éstas sólo pueden fundamentarse desde posiciones objetivistas. El absolutismo moral y su correlato en posiciones dogmáticas no demandan responsabilidad sino sumisión, de la misma manera 28
Cfr. V. Camps, ob. cit., p. 69.
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que el escepticismo sólo puede generar actitudes de franca indiferencia. Entre la sumisión y la indiferencia, actitudes que en sus extremos se aproximan, una ética de la responsabilidad exige compromisos sólidos fincados en los valores de objetividad y veracidad guiados por principios normativos imparciales y universales. Ahora bien, para acceder a normas morales intersubjetivas válidas, es decir, aceptables desde una perspectiva de imparcialidad, racionalidad y objetividad, se requiere de un procedimiento deliberativo público que las garantice. Como afirma Wiggins: ... a lo que apuntan estos preceptos (imparcialidad, universalidad) como aspiración de una moral discursiva es nada menos que a la objetividad y publicidad que son propiedades de la verdad.29
Lo que implica que no es suficiente con la objetividad, sino que también se requiere que los hombres de acción —legisladores, jueces, gobernantes en general— sepan adecuar sus actos a los principios, es decir, que actúen con coherencia y que sus acciones sean conocidas por la comunidad. En otros términos, no pueden existir responsabilidad ni compromisos reales si los principios normativos y las decisiones no terminan siendo públicas. Violar el principio de publicidad es atentar contra la propia naturaleza del estado de derecho y sujeta al gobernante al descrédito por parte de la propia ciudadanía. La caracterización de la publicidad de los actos de gobierno en un estado de derecho es una de sus exigencias internas más relevantes. La delimitación pública de lo justo y lo injusto, de lo permitido y lo prohibido, es el fundamento de la misma seguridad jurídica ya que es ella la que permite a los ciudadanos prever las consecuencias deónticas de sus acciones. Como señala Ernesto Garzón Valdés:
D. Wiggins, Needs, Values, Truth, 2a ed., Blackwell, Oxford y Cambridge, 1991, p. 84.
29
30
E. Garzón Valdés, «Acerca de los conceptos de publicidad, opinión pública, opinión de la mayoría y sus relaciones recíprocas», en Doxa, nº 14, Alicante, 1993, p. 77.
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... nada más peligroso para la existencia del estado de derecho que la reducción de la publicidad de las medidas gubernamentales, sea dificultando el acceso a la información, sea mediante la práctica de la sanción de medidas secretas o de conocimiento reservado a un grupo de iniciados, tal como suele suceder en los regímenes totalitarios.30
Por ello, en un estado liberal igualitario de derecho, todo ciudadano debe tener acceso a la información que le permita ejercer el derecho de control de los funcionarios públicos y participar como verdadero elector en el gobierno. Justamente porque la publicidad es un principio normativo, puede servir como criterio para juzgar acerca de la calidad democrática de un sistema político: cuando está presente se habla de razón de derecho, cuando está ausente, de razón de Estado.31 Es claro que el deber de publicidad de las medidas gubernamentales, así como el derecho de acceso a la información por parte de los ciudadanos, se enfrentan en la realidad con situaciones que hacen dudar de su fecundidad axiológica y normativa. Con relación al principio de publicidad Norberto Bobbio ha señalado que una de las promesas de la democracia propuesta por los grandes pensadores ilustrados fue, precisamente, la de erradicar el poder invisible (mafia, servicios no controlados, protección de delincuentes...) y dar lugar a la transparencia del poder, por consiguiente, a la obligación de la publicidad de los actos gubernamentales y al adecuado control por parte de los ciudadanos. Pero esta promesa, señala Bobbio, ha sido una falsa promesa. Si se parte del supuesto de que quienes detentan el poder no sólo cuentan con información privilegiada sino con los avances tecnológicos más sofisticados, inaccesible al común de los ciudadanos, entonces se revierte el proceso democrático: del máximo control del poder por parte de los ciudadanos al máximo control de los ciudadanos por parte del poder.32 Conforme las sociedades pasa31
Ibídem, pp. 82-83.
32
Cfr. N. Bobbio, El futuro de la democracia (trad. de José Fernández Santillán), Fondo de Cultura Económica, México, 1986, pp. 22-24. 33
Ibídem, pp. 26-27.
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ron de una economía simple a una más compleja, agrega Bobbio, se requirió del desarrollo de más capacidades técnicas. Del gobierno de juristas se ha pasado al gobierno de los técnicos; pero tecnocracia y democracia son antitéticas. La democracia supone como principio que todos pueden tomar decisiones sobre todo, por el contrario, la tecnocracia supone que las decisiones las toman los pocos que entienden de tales asuntos.33 Por lo que hace al derecho de acceso a la información, también el ideal ilustrado era el de una ciudadanía informada y razonante como garantía de freno y contrapeso de las decisiones gubernamentales. El desarrollo de una prensa crítica, o de cualquier otro medio informativo, se constituye como una premisa básica de cualquier estado democrático y liberal. A mayor racionalidad mayor democracia y a menor racionalidad menor democracia. Sin embargo, este ideal choca con lo que Jürgen Habermas ha llamado la «refeudalización de la opinión ciudadana». Según él, en sociedades complejas como las actuales el ejercicio del derecho de acceso a la información tiende a disminuir. La información lejos de ser veraz, objetiva e imparcial se impone bajo el velo de una política secreta de los interesados: se halla ideologizada.34 Por otra parte, si para tener un control efectivo de los actos de gobierno se espera que los ciudadanos adopten una actitud racional, parece que no es difícil inferir que en sociedades complejas dichos ciudadanos prefieran reducir su información al máximo. Surge, entonces, un conflicto entre la pretensión de ser racional y el mismo ejercicio del derecho de acceso a la información: un ciudadano racional que pretendiera maximizar su bienestar y minimizar los costos —informarse hoy día representa un costo elevado— preferiría no informarse y asumir concientemente los riesgos de la manipulación.35 Esta sería, ciertamente, una actitud diametralmente opuesta al ideal ilustrado. Sin lugar a dudas las críticas al ideal de un estado de derecho fundado en los principio de publicidad y de accesibilidad a la 34
Cfr. E. Garzón Valdés, ob. cit., p. 86.
Véase a este respecto el libro ya clásico de A. Downs, The Economic Theory of Democracy, Nueva York, 1957. 35
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información merecerían un estudio muy minucioso que rebasa las pretensiones de este trabajo. Sólo dos comentarios que podrían arrojar alguna luz sobre estas paradojas de la democracia. El primero es que ninguno de estos dos principios pretende tener — como en general sucede con cualquier principio normativo— un carácter absoluto. Su validez es prima facie. Ante un conflicto de valores o de principios, la preferencia por alguno de ellos se determinará de acuerdo con las circunstancias concretas de cada sociedad. En democracias altamente consolidadas las tensiones tienden a disminuir. El segundo comentario es que los riesgos de manipulación o de ideologización se minimizan en proporción a la calidad educativa de la ciudadanía. A este respecto, mi propuesta se inclina por un tipo de educación liberal igualitaria.36 Conciente del vacío que queda por llenar en esta materia no quisiera cerrar este apartado, y con él este ensayo, sin apelar a la intuición del lector más allá del debate académico. Regreso a una cita de Kant para este propósito: Son injustas todas las acciones que se refieren al derecho de otras personas cuyos principios no soportan ser publicados... Un principio que no pueda manifestarse en alta voz sin que se arruine al mismo tiempo mi propio propósito, un principio que, por tanto, debería permanecer secreto para poder prosperar y al que no puedo confesar públicamente sin provocar indefectiblemente la oposición de todos, un principio semejante, sólo puede obtener la universal y necesaria reacción de todos contra mí, cognoscible a priori, por la injusticia con la que amenaza a todos.37
El estado de derecho exige que el principio de publicidad —y también el de imperatividad de la ley, el de autonomía personal y el de independencia o imparcialidad— se realicen en el grado máximo de sus posibilidades normativas con la conciencia clara de que las comunidades reguladas por los mismos no están integradas por seres angélicos sino por lo que Unamuno llamaría seres «de carne y hueso». 36
Cfr. R. Vázquez, Educación liberal. Un enfoque igualitario y democrático, caps. I y III, Biblioteca de Ética, Filosofía del Derecho y Política, nº 56, Fontamara, México, 1997. 37
I. Kant, La paz perpetua, Madrid, 1985, pp. 61 y ss.
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LA VOLUNTAD GENERAL Y LA DECISIÓN POLÍTICA
JOSÉ MONTOYA Universidad de Valencia (España)
LA POLÍTICA entendida no en el sentido más simple, a saber, el tomar decisiones que afecten a un grupo por parte de un hombre, o de una junta, con poder absoluto de decisión, sino en el sentido, más complejo, de tomar decisiones vinculantes tras un proceso de discusión, argumentación y, finalmente votación, es —se admite generalmente— un invento griego.1 Todavía más seguro es que es igualmente griego el invento de la filosofía política, es decir, la reflexión sobre cómo se pueden justificar, no decisiones políticas concretas, sino el método de tomar decisiones políticas en general. El problema central de la filosofía política clásica, desde Aristóteles hasta Jean Bodin, ha sido la opción entre el método que asimilaba la toma de decisiones públicas a la de decisiones individuales (es decir, la monarquía) o, por el contrario, el que la asimilaba a un proceso de agregación de elecciones individuales por medio de votación. (El tercer método clásico, la aristocracia, es tratado claramente como un sistema mixto, aunque con una cierta inclinación a la monarquía —como si se tratara de una monarquía colectiva— al utilizar típicamente el consenso, y no la votación, como método de decisión.) Así pues, el dilema en la filosofía política clásica es si confiar las decisiones políticas a la razón de un solo hombre extraordina1
M. Finley, El nacimiento de la política, Crítica, Barcelona, 1986, pp. 71-94.
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rio (que ha de procurar, desde luego, buscar el bien común) o bien a las luces de una multitud de individuos, que habrán de llegar a una decisión a través de un proceso de discusión y de votación. El criterio que habrá que emplear es la mayor probabilidad, de uno u otro de los métodos, de conducir al descubrimiento y realización del bien común. Como es conocido, Aristóteles, aunque no sin vacilaciones, se inclina por el segundo.2 La tradición posterior, sin embargo, se inclina más bien por el primero. En ambos casos, sin embargo, se introducen elementos correctivos (la politeia o democracia restringida de Aristóteles, el rex cum notabilibus de la filosofía medieval), que muestran la dificultad teórica que los pensadores experimentan ante el problema. Todas estas discusiones en el seno de la filosofía política clásica están enmarcadas por un doble supuesto que para nosotros entraña grandes dificultades. En primer lugar, el juicio sobre los méritos respectivos de cada método reposa en la mayor o menor probabilidad de llegar al conocimiento de un bien común, que se supone único e idéntico para la ciudad y el ciudadano. Dicho de otra forma: para cada problema político que se plantee hay una única solución que es sumamente beneficiosa para la ciudad y, en consecuencia, también máximamente beneficiosa para cada ciudadano. Se trata de encontrar y adoptar el método mejor para encontrar ese tipo de soluciones. En segundo lugar, y quizá ello sea todavía más importante, se supone que la toma pública de decisiones tiene lugar dentro de un marco fijo de normas invariables, que se teorizará como «justicia» por Aristóteles y como lex naturae por la filosofía medieval. Las decisiones públicas no pueden afectar a este marco, que es la condición que hace posible la adopción de decisiones legítimas: el nomos que hace legítima la thésis, en terminología de Hayek, autor de una interesante reinterpretación de aquella doctrina. Si nos ceñimos al desarrollo de la línea general y prescindimos de matices individuales, puede decirse que la filosofía clásica estima que la toma pública de decisiones ha de estar regida por 2
Política, III, 11, 1281 a 42 - b38.
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dos condiciones, mutuamente complementarias: la dictadura y la tradición. (No es preciso recordar que ambos métodos pueden ser, según Arrow, perfectamente racionales, en el mismo sentido que puede serlo cualquier individuo.) Tradicionalmente se atribuía mayor importancia a la observancia de la segunda condición, la tradición, lo que, al menos desde el punto de vista teórico, contribuía a limitar las posibles consecuencias negativas del principio de dictadura, y hace plausible el intento de algunos historiadores de buscar en la Edad Media el origen de la libertad política.3 Las interferencias entre ambos principios, sin embargo, han crecido a medida que aumentaba el poder político y disminuía el del Papado, que se atribuía el derecho de interpretar la ley natural, y culminan en las controversias entre el Imperio y el Papado que dominan el siglo XIV.4 Mientras la idea de lex naturae ha seguido vigente, aunque fuera en la reinterpretación propuesta por Hobbes y los iusnaturalistas de los siglos XVII y XVIII, el problema de la racionalidad de una toma dictatorial de decisiones públicas no se ha vuelto acuciante. (Hablamos, evidentemente de la racionalidad substancial, es decir, en cuanto a sus efectos probables; no de la racionalidad formal, que, como hemos indicado, no ofrece problemas.) Aunque la observancia de la ley natural no fuera ya, al menos para Hobbes, una condición indispensable de la legalidad de las decisiones políticas, seguía siendo una condición de la legitimidad moral, puesto que la función principal del soberano, aquello en vistas a lo cual se instituía la soberanía, era precisamente el enforzamiento y la aclaración de la ley natural. Sin duda el soberano podría incumplir aquella función sin caer en ilegalidad, mientras cumpliera con las formalidades de la legislación; pero con ello ponía en peligro su propia posición, que se basaba en la aceptación por parte de los súbditos de su papel de decisor. Mientras la creencia en la posibilidad de dar un contenido preciso a la idea de «ley natural» ha estado vigente entre los teóricos, puede afirmarse que la combinación de dictadura y tradición 3 A. Carlyle, La libertad política, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1982, pp. 23-36. 4
F. Hinsley, El concepto de soberanía, Labor, Barcelona, pp. 45-110.
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ha resultado ser un principio aceptable de decisión pública. Con Rousseau se plantea por primera vez el problema de cómo pasar de las preferencias individuales (voluntades particulares) a una preferencia colectiva (voluntad general) que las recoja o agregue, de una manera radical: es decir, sin apoyarse en el principio tradicionalista ni en el de dictadura. Su respuesta, sin embargo, está lejos de ser clara y está probablemente penetrada por convicciones metafísicas que resulta difícil compartir. No carece con todo de interés histórico y resulta muy instructivo el intentar comprenderla. El problema que se plantea a Rousseau tiene su origen en su doctrina, largamente argumentada en el Discurso sobre la desigualdad y que no repetiremos aquí, de la profunda desnaturalización del hombre en virtud de su inmersión en una vida social caracterizada por la desigualdad y la oposición de intereses.5 Esta desnaturalización entraña que el hombre ha perdido la capacidad de sentir de acuerdo con su naturaleza y, en consecuencia (y dado que el sentimiento natural es una condición necesaria de ese tipo de conocimiento), de conocer el orden natural o, lo que es lo mismo, de captar la ley natural. Rousseau no duda en absoluto de que exista un orden de la naturaleza, y de que todos los problemas morales y sociales hallarían su solución en el conocimiento y la realización de ese orden. En el Traité de Morale de Malebranche, ese infatigable forjador y propagador de conceptos morales y religiosos, ha podido leer Rousseau que «nous sommes raisonnables, notre vertu, notre perfection, c’est d’aimer la Raison, ou plutôt c’est d’aimer l’Ordre». Es ese orden de la naturaleza, que en la existencia humana se manifiesta como ley natural, el que debería manifestarse y concretarse en las leyes civiles: tal era la doctrina clásica, no sólo de los escolásticos sino también de los moderni, de cuya corrección, por así decir ontológica, Rousseau está completamente convencido. Pero la dificultad estriba en que ese orden no resulta ya reconocible para el hombre desnaturalizado, que es incapaz de encontrar «en su corazón dividido» los principios que deberían inspirar las relaciones entre los hombres. No queda pues otro recurso sino 5 J. Montoya, «Rousseau», en V. Camps (comp.), Historia de la ética, tomo II, Crítica, Barcelona, 1992, pp. 248-268.
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apelar a un sucedáneo de aquel conocimiento natural: la voluntad general. Recurso sin duda deficiente e incompleto, pero en todo caso el único posible para el hombre «civilizado». Para comprender mejor este deslizamiento de la ley natural a la voluntad general, es conveniente examinar el significado de la expresión «voluntad general» en el texto del que ha partido la reflexión de Rousseau: el artículo «Droit naturel» de Diderot, en la Enciclopedia. La expresión misma es, desde luego, anterior. Los estudios de Postigliola y Riley, entre otros, han mostrado que era ampliamente utilizada en el contexto de las discusiones teológicas del siglo XVII francés para designar una característica esencial de la voluntad divina: la de no moverse sino por consideraciones de tipo general acerca del bien de un conjunto, y no por las del bien de los elementos individuales, cuando resulten opuestas a aquél. Las conclusiones de estos estudios son obviamente sugerentes e iluminadoras para comprender de manera más completa el trasfondo de la idea de voluntad general, pero no podemos desarrollarlos aquí.6 Volvamos pues al texto de Diderot.7 La voluntad general es, para él, el criterio de los deberes y los derechos morales, «un acto puro del entendimiento que razona en el silencio de las pasiones sobre lo que el hombre puede exigir de su semejante y lo que su semejante tiene el derecho de exigir de él». Adelantando fórmulas roussonianas, afirma que «las voluntades particulares son sospechosas, pues pueden ser buenas o malas, mientras que la voluntad general es siempre buena; jamás ha engañado, jamás engañará». Sin embargo, y contrariando en cierto modo la definición de la voluntad general como «acto puro del entendimiento», Diderot no parece que la conciba como el resultado de un proceso individual de razonamiento, sino de la deliberación de una especie de asamblea general del género humano. Sólo a ella tocaría decidir la naturaleza de lo justo y de lo injusto, pues su única pasión es el bien de todos. Que se trata aquí de una consideración simplemente metafórica, resulta con claridad cuando Diderot se pregunta dónde se 6 P. Riley, The General Will Before Rousseau: The Transformation of the Divine into the Civic, Princeton University Press, 1986. 7
Oeuvres Complètes, tomo XIII (ed. Assézat), pp. 297-301.
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encuentra «el depósito» de esa voluntad general, dónde cabe ir a consultarla. Su respuesta es confusa: ... en los principios del derecho escrito de todas las naciones civilizadas; en las acciones sociales de los pueblos salvajes y bárbaros; en las convenciones tácitas de los enemigos del género humano entre ellos, e incluso en la indignación y en el resentimiento [ante la injusticia]...
No alcanzo a ver aquí sino una reposición, en forma retórica, de la doctrina del consensus gentium, que, como subraya Bobbio,8 constituía la base de la doctrina clásica de la ley natural. Así se comprende también la definición de la voluntad general como «acto puro del entendimiento, etc.»; pues la coincidencia entre el consensus general y la conciencia ha sido también un elemento esencial en aquella doctrina. Resulta evidente que Rousseau, después de haber profesado su creencia en el proceso desnaturalizador del hombre a través de la historia, no podía consentir en la interpretación de Diderot. La voluntad general no puede resultar de un proceso de razonamiento del individuo; menos todavía, de aquella hipotética asamblea general del género humano, que no hace más que reflejar la engañosa sociabilidad de los individuos desnaturalizados. No puede equipararse a la auténtica conciencia, sino que la sustituye (imperfectamente, como veremos). Entendamos bien los términos de esta imposibilidad. Un hombre al que se hubiera educado correctamente, manteniéndole al margen de ese proceso histórico de desnaturalización que se prolonga en las sociedades actuales, Emilio (llamémoslo por su nombre), encontrará las leyes de la naturaleza ... escritas en el fondo de su corazón por la conciencia y por la razón; a ellas debe someterse para ser libre[...] La libertad no está en ninguna forma de gobierno, está en el corazón del hombre libre, que la lleva consigo a todas partes.9 N. Bobbio, «El modelo jusnaturalista», en Estudios de historia de la filosofía, Debate, Madrid, 1985, pp. 73-149.
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9 Citaremos a Rousseau por la edición de B. Gagnebin y M. Raymond en Bibliothèque de la Pléiade. O. C., t. IV, p. 857.
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No se trata, por tanto, de una imposibilidad lógica, sino sociológica: el hombre desnaturalizado, el «burgués de nuestro tiempo» debe contentarse con algo inferior a la conciencia y a la ley natural, con un verdadero sucedáneo: la voluntad general. La inferioridad de la voluntad general frente a la conciencia es notable de manera especial en dos aspectos. En primer lugar y por lo que toca a la seguridad de sus conclusiones, la voluntad general siempre está afectada en amplia medida por la incertidumbre; pues «aunque la voluntad general es siempre correcta», no es menos cierto que «el juicio que la guía no siempre es ilustrado»,10 ni existe una manera inequívoca de comprobar el grado de ilustración de esos juicios que sirven de guía a la formación de la voluntad general. En segundo lugar, en lo que se refiere a la extensión de su validez, mientras que la conciencia se refiere a la relación con todos nuestros semejantes y funda por lo tanto una moral universal, la voluntad general es el resultado de las deliberaciones de un grupo real y determinado, y sólo da lugar a una moral de grupo, a lo que Bergson denomina como «moral cerrada». Si en algún texto ocasional Rousseau ha enfrentado la posibilidad de una voluntad general que abarcara a toda la humanidad, pronto ha caído en cuenta de que esa extensión de la noción entrañaría volver a la idea de Diderot acerca de la coincidencia entre el consenso universal y la reflexión individual, y con ello a la idea de un conocimiento generalizado de la ley natural. No es preciso decir que ello entrañaría una oposición completa a las tesis del Discurso sobre la desigualdad. Pienso que las consideraciones que anteceden no son irrelevantes para la interpretación correcta de la noción de «voluntad general» en Rousseau, y que muchas de las dificultades que surgen a propósito de esa interpretación proceden del desconocimiento del contexto completo en que se coloca la noción. Intentaré por tanto discutirla sin perderlo de vista. Quiero antes que nada advertir que no trataré de un tema que aparece en Rousseau estrechamente ligado con el de la voluntad general: el tema de la libertad. Se trata de un tema demasiado com10
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plejo como para poder ser tratado de manera sumaria y, también lo he expuesto ya con cierto detenimiento, ignoro si con fortuna, en otro lugar.11 Me limitaré por lo tanto a examinar cómo se puede explicar la formación de la voluntad general a partir de las voluntades generales. Sería difícil, si hiciéramos una lectura muy literal de varios textos del Contrato, descartar una interpretación de la voluntad general roussoniana que la aproximara a la «voluntad substancial» de Hegel.12 Rousseau, por ejemplo, habla de «un cuerpo moral y colectivo», que surge del contrato y que recibe de él «su unidad, su yo común, su vida y su voluntad».13 Pero Rousseau ha insistido en que las palabras deben ser interpretadas en su contexto concreto14 y es claro que, en el texto anterior, el acento va sobre la palabra «moral». A pesar de no ser jurista, Rousseau hace en el Contrato un uso amplio de un vocabulario que ha aprendido sin duda en los teóricos modernos del derecho natural y que no escasea en fictiones iuris, o metáforas jurídicas, como «cuerpo moral», «miembro del soberano», etcétera, que se basan en cierta semejanza funcional con el cuerpo humano. Se trata sin embargo de simples metáforas, cuyo alcance conviene no exagerar. Si tomamos los textos en su conjunto, resulta a nuestro entender evidente que Rousseau no piensa en la voluntad general como una voluntad en sentido propio, como una voluntad única y distinta, sino como el resultado de la agregación de las voluntades particulares bajo determinadas condiciones.15 La célebre distinción entre «voluntad general» y «voluntad de todos» se refiere, pues, más a las 11 J. Montoya, «Rousseau y los derechos del hombre», en Anuario de Filosofía del Derecho, t. VI, 1989, pp. 33-43.
«...der offenbare, sich selbst deutliche, substantiellle Wille, der sich denkt und weiss und das, was er weiss und insofern er es weiss, vollführt», Grundlinien der Philosophie des Rechts, § 257.
12
13
O. C., t. III, p. 361.
14
O. C., t. IV, p. 345.
15
Cfr. J. Plamenatz, Consent, Freedom and Political Obligation, Oxford University Press, 1968, pp. 26-32. Cfr. también B. Mayo, «Is there a Case for the General Will?», en P. Laslett (comp.), Philosophy, Politics and Society, t. I, Blackwell, Oxford, 1975, pp. 92-97.
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circunstancias de las tomas de decisiones que a ninguna diferencia, si se me permite la palabra, «ontológica»: A menudo hay gran diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general; ésta no considera más que el interés común, aquélla mira al interés privado, y no es sino una suma de voluntades particulares: pero quitad de estas mismas voluntades los más y los menos que se entredestruyen, y queda, como suma de las diferencias, la voluntad general.16
Sin duda el lenguaje matemático es torpe, pero se ve la idea: la voluntad general es la agregación de las voluntades particulares según un procedimiento que elimine las particularidades de los puntos de vista individuales y que consistiría fundamentalmente en la participación informada de todos los ciudadanos, de manera individual (es de suponer que por votación), en la elaboración de las leyes que han de regir la vida común.17 Para Rousseau no es tan importante el mecanismo electoral como las condiciones de la discusión (es decir, la participación individual informada) que logra que prevalezcan las consideraciones acerca del bien común: Lo que generaliza la voluntad no es tanto el número de los votos cuanto el interés común que los une: pues en esta institución cada uno se somete necesariamente a las condiciones que impone a los otros[...], lo que da a las deliberaciones comunes un carácter de equidad que forzosamente se desvanece en la discusión de cualquier asunto particular.18
Ciertas precisiones son sin duda necesarias para entender mejor las ideas de Rousseau sobre esta «generalización» de la voluntad en el proceso de deliberación común. Para ello echaremos mano de algunas nociones desarrolladas en la discusión acerca de la elección colectiva. ¿Qué entiende Rousseau por «voluntades particulares»? Podríamos intentar interpretar la «voluntad particular» de A simplemente como la preferencia de A con respecto a una determinada 16
Contrato, t. II, p. 3; O. C., t. III, p. 371.
17
J. Montoya, «Rousseau y los derechos del hombre», ob. cit., pp. 272-274.
18
Contrato, t. II, p. 4; O. C., t. III, p. 374.
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situación social futura que le afecte de alguna manera. Pero esta interpretación no nos sacaría de la incertidumbre, puesto que «preferencia» puede al menos interpretarse en dos sentidos claramente distintos. John Harsanyi, por ejemplo, ha distinguido entre «preferencias subjetivas», que definen la función de utilidad de cada individuo y que expresan sus preferencias «reales» (en el sentido de espontáneas, naturales), y, por otro lado, las «preferencias éticas», que definirían lo que podemos designar como «función social de utilidad» de cada individuo y que expresarían «lo que el individuo prefiere sólo en aquellos momentos, posiblemente escasos, cuando se impone a sí mismo una especial actitud imparcial e impersonal».19 Aunque la distinción no carezca de dificultades (pues podría pensarse que las preferencias éticas, en la medida en que no coincidan con las subjetivas, son irreales o imaginarias), parece responder a muchas situaciones personales en las que la realización de las preferencias éticas aparece como posible sólo a largo plazo y en una conexión relativamente laxa con las preferencias subjetivas: un empresario puede preferir, desde el punto de vista ético o social, el socialismo a la libre empresa, de la misma manera que un pacifista puede defender la guerra en situaciones particularmente graves. En todo caso, es claro que para Rousseau las «voluntades particulares» se asemejan más a las «preferencias éticas» que a las «preferencias subjetivas». Cuando los ciudadanos emiten su voto en la asamblea ... lo que se les pregunta no es precisamente si aprueban o rechazan la proposición [de ley], sino si es conforme o no con la voluntad general, que es la de todos ellos; cada uno, al emitir su sufragio, dice su opinión sobre ello, y del cálculo de los votos se saca la declaración de la voluntad general.20
19 J. Harsanyi, «Cardinal Welfare, Individualistic Ethics and Interpersonal Comparisons of Utility», en Essays on Ethics, Social Behaviour, and Scientific Explanation, Reidel, Dordrecht, 1980, pp. 13-23. 20
Contrato, t. IV, p. 2; O. C., t. III, p. 441.
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Esto seguramente coloca bajo una nueva luz la formación de la voluntad general. Si se tratara de agregar preferencias subjetivas, y dado que, en ausencia de hipótesis metafísicas acerca de la naturaleza humana, no podemos estar seguros de que exista una medida suficientemente amplia de consenso entre aquéllas, la decisión colectiva siempre sería insegura y probablemente respondería más a la prepotencia de algunos que al interés común. Cosa muy distinta sucede, según Rousseau, cuando se trata de agregar las voluntades particulares, es decir, las preferencias éticas o sociales de los diversos individuos. No es, desde luego, que esas preferencias no estén afectadas por las preferencias subjetivas, es decir, si recordamos las tesis del Discurso, por las diversas situaciones de desigualdad que afectan a los individuos. Ahora bien, la influencia práctica, en términos de fuerza o de poder político, queda eliminada por la realización, en el contrato social mismo, del derecho a igual libertad que constituye, por así decir, la forma de todos los derechos del ciudadano.21 Por lo que toca a la influencia ideológica, que tan determinante resulta en el pacto social espúreo del Contrato, no puede resultar determinante en el tipo de asamblea legislativa que Rousseau imagina: una asamblea de individuos libres, independientes y bien informados. De por sí, no puede dar lugar más que a petites différences. Sólo puede hacerse peligrosa cuando los ciudadanos dejan de votar como individuos independientes para formar asociaciones parciales, partidos, «brigues». La reducción del pluralismo conduce a la polarización de opiniones y a resultados menos generales: ... si, cuando el pueblo suficientemente informado está deliberando, los ciudadanos no tuviesen comunicación entre ellos, del gran número de pequeñas diferencias resultaría siempre la voluntad general [...] [Cuando se forman asociaciones parciales] las diferencias se hacen menos numerosas y dan un resultado menos general. Finalmente, cuando una de esas asociaciones es tan grande que sobrepasa a todas las otras, ya no 21
J. Montoya, «Rousseau y los derechos del hombre», ob. cit., pp. 40-41.
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tenemos como resultado una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única. Ya no hay voluntad general alguna.22
Sin duda, en estas líneas Rousseau coquetea con las ideas del cálculo infinitesimal, que conocía como buen amateur de las matemáticas; pero lo que quiere decir tiene un alcance más general. Puesto que el conocimiento de la ley natural y de la justicia no nos son ya dados intuitivamente, sólo queda acercarnos a ella a través de una especie de hooling de las opiniones de un grupo de expertos.23 Los ciudadanos, por su aceptación del derecho de igual libertad de todos, y por su decisión de pensar en términos de interés social y no de interés individual, se sitúan en la condición de expertos morales. En esta situación, y sobre la base del consenso básico implícito en el reconocimiento de la igualdad de todos, resulta claro que, cuanto mayor sea el número de expertos, tendremos más probabilidades de evitar que domine en la decisión aquello que sea puramente idiosincrático de algunos, y de llegar a un consentimiento promedio acerca de lo que es equitativo decidir en este tipo de casos. El punto esencial, por lo tanto, en la teoría de Rousseau acerca de la voluntad general es, me parece, que los individuos no toman en cuenta en el debate únicamente sus gustos, sino que hacen, por así decir, juicios de deseabilidad o de valor acerca de las propuestas. La naturaleza del debate no se asemeja por tanto a la de una negociación sino más bien a la de una discusión en la que cada uno intenta tomar en consideración los juicios de valor de los otros. Es de esperar, por lo tanto, que la decisión final recoja en cierta medida todas esas influencias mutuas.24 Esta interpretación de la idea de Rousseau hace de ella un método hasta cierto punto empírico y claramente distinto, por su rechazo de la dictadura y de la tradición, de las doctrinas precedentes. Es cierto, sin embargo, que en Rousseau hay algo más, y ese algo ya no es tan aceptable para una mentalidad naturalista. 22
Contrato, t. II, p. 3; O. C., t. III, pp. 371-372.
Cfr. K. Arrow, Social Choice and Individual Values, Wiley, Nueva York, 1966, pp. 81-86.
23
24 Cfr. J. Griffin, «Contra el modelo del gusto», en J. Griffin, et. al., Ética y política en la decisión pública, Angria, Caracas, 1993, pp. 11-38.
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En varias ocasiones, Rousseau habla de la voluntad general como algo que es «siempre constante, inalterable y puro», como algo que está siempre en nosotros, aunque podamos eludirlo.25 No es imposible interpretar estos textos, así como aquellos en los que habla de que la verdadera libertad consiste en la aceptación de la voluntad general, en un sentido aceptable; a saber, en referencia a nuestra voluntad «de segundo grado», implícita en el contrato social, de aceptar como regla de nuestra conducta las resoluciones adoptadas tras la deliberación común, cualesquiera que sean. Es sin embargo más probable que Rousseau esté apelando aquí a «some mystical standard of right and wrong».26 A quien lee la obra completa de Rousseau, y procura penetrar el entusiasta lenguaje metafórico por el que Rousseau se deja llevar con frecuencia, le resulta difícil evitar la conclusión de que, por debajo del lenguaje procedimentalista, existe una visión moral claramente objetivista, la del orden de la naturaleza que se refleja en la conciencia: Si la voluntad general expresa infaliblemente el bien común, no es tanto porque sea el resultado de un procedimiento equitativo de decisión, sino porque revela, a través de este procedimiento, la búsqueda del orden de la conciencia. El desgaste, como por frotamiento, de las voluntades empíricas hace que el efecto de oscurecimiento del amor propio sobre la conciencia desaparezca, y que ésta se manifieste como inclinación hacia el orden general en torno a Dios.27
Es claro, si esta interpretación es correcta, que nos encontramos en un mundo de ideas ajeno al nuestro (al menos cuando pensamos sobriamente). Hasta qué punto el aspecto procedimentalista de la doctrina roussoniana puede ser separado de su base metafísica, y conservado como algo teóricamente valioso (como creo que hacen los teóricos de los «intereses generalizables») es algo sobre lo que no puedo pronunciarme aquí pero sobre lo que, si se me permite esta pequeña confesión final, permanezco escéptico. 25
Contrato, t. IV, p. 1; O. C., t. III, p. 438.
26
I. Little, «Social Choice and Individual Values», en C. Rowley (comp.), Social Choice Theory, t. I, E. Elgar, Aldershot (Hants.), 1993, pp. 87-93. 27
J. Montoya, «Rousseau y los derechos del hombre», ob. cit., pp. 274-275.
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Parte III
Decisiones en el campo del derecho MANUEL ATIENZA PAOLO COMANDUCCI HORACIO SPECTOR REINHARD ZINTL PEDRO FRANCÉS JUAN VÁZQUEZ
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A PROPÓSITO DE LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA
MANUEL ATIENZA Universidad de Alicante (España)
1. LA FILOSOFÍA DEL DERECHO en lengua castellana —en especial la de orientación analítica— ha conocido en los últimos años un considerable desarrollo, lo que ha traído también consigo un buen número de polémicas. Uno de los temas más controvertidos ha sido el de la argumentación jurídica (o, si se quiere, el de la justificación de las decisiones jurídicas —en particular las judiciales—), con la discusión acerca del papel que la lógica y la moral han de jugar —o juegan de hecho— al respecto. Y aquí, las dos posturas enfrentadas, que marcan también una especie de división interna a la iusfilosofía de inspiración analítica, estarían representadas, paradigmáticamente, de un lado, por Eugenio Bulygin —digamos, el caposcuola de la dirección formalista, logicista— y, de otro lado, por Carlos Nino, para el cual la argumentación jurídica —para decirlo con la terminología de Robert Alexy que Nino hizo suya en alguna ocasión— sería esencialmente un caso especial de la argumentación moral. En varios de sus trabajos,1 Julia Barragán ha defendido una concepción de la argumentación jurídica que la sitúa en la segunda de las posiciones mencionadas —donde también yo me ubico—, lo que resulta especialmente interesante teniendo en cuenta 1
Por ejemplo, J. Barragán, «La respuesta correcta única y la justificación de la decisión jurídica», Doxa, nº 8, 1990, pp. 63-74; y «La decisión judicial y la información», en Isonomía, nº 1, 1994, pp. 99-109.
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su formación lógico-matemática y su interés por desarrollar sistemas jurídicos expertos y por aplicar en el derecho los métodos y el aparato conceptual proveniente de las teorías de la decisión racional. Espero por ello no equivocarme al suponer que las páginas que siguen —dedicadas a criticar la primera de esas concepciones— coinciden en lo esencial con lo que Julia Barragán piensa sobre el tema. Si así fuera —esto es, si estoy en lo cierto—, quizás pudiera encontrar aquí alguna sugerencia que, sin duda, ella sabrá desarrollar en forma más rigurosa —y práctica— que lo que yo lo hago. 2. La polémica a la que anteriormente hice referencia ha tenido diversos episodios, desarrollados en escenarios distintos, y ha conocido —como decía— una variedad de protagonistas. Uno de los últimos —o, quizás, el último, por el momento— de esos episodios lo constituye el reciente libro de María Cristina Redondo, La noción de razón para la acción en el análisis jurídico,2 que probablemente representa también la más completa exposición de las tesis que antes he llamado formalistas. Lo que María Cristina Redondo defiende en su libro —y que ya había anticipado en un artículo escrito conjuntamente con José Juan Moreso y Pablo Navarro—3 es, por un lado —y básicamente— la separación entre el derecho y la moral y, en particular, la tesis de que la justificación de las decisiones judiciales no implica necesariamente el uso de normas y principios morales; y, por otro lado, la primacía de la justificación de carácter lógico-deductivo (en aquel artículo se insinuaba como tesis de la «suficiencia» de la lógica) frente a la justificación de carácter sustantivo. El blanco principal —pero no único— de la crítica lo constituye, inevitablemente, la obra de Carlos Nino a quien acusa, entre otras cosas, de no haber distinguido satisfactoriamente los diversos significados de «razón» y de «razón para la acción»,4 así como de defender 2
M. C. Redondo, La noción de razón para la acción en el análisis jurídico, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1996. 3
J. Moreso, P. Navarro y M. C. Redondo, «Argumentación jurídica, lógica y decisión judicial», en Doxa, nº 11, 1992, pp. 247-263. 4
M. C. Redondo, ob. cit., p. 259.
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tesis iusnaturalistas («iusnaturalismo ideológico» lo llama Redondo5 y un esencialismo conceptual, respecto a los conceptos de deber, de corrección y, sobre todo, de razón para la acción.6 Esas críticas —formuladas con una notable profundidad filosófica— son, en mi opinión, básicamente injustas y se basan —creo yo— en una incomprensión de fondo de la obra de Nino y, en general, de la concepción iusfilosófica a la que éste pertenece. No voy a entrar aquí a analizar estas cuestiones ciertamente complejas. Concedo además que en la obra de Nino hay ciertas oscuridades al ocuparse de los conceptos de justificación o de razón para la acción. Pero lo que María Cristina Redondo —y, en general, los partidarios de esa tesis— no parecen tener en cuenta —o no están dispuestos a aceptar— es que se puede, por ejemplo, distinguir conceptualmente entre razones explicativas y razones justificativas (o entre el discurso descriptivo y el normativo), pero pensar también que entre ambas puede haber ciertos nexos. Que se puede ser objetivista en moral y considerar que la justificación en sentido genuino de una decisión implica siempre una justificación moral, sin que por ello un autor sea iusnaturalista, esto es, sin considerar que por ello sea irrelevante, respecto a su corrección, «el hecho de que una decisión se derive de las normas del sistema jurídico».7 Y que analizar los conceptos jurídicos o morales de manera que ellos nos permitan reconstruir lo que son nuestras prácticas jurídicas y morales no tiene nada que ver con el esencialismo conceptual. Hay muchos textos de Nino que podrían aducirse en favor de esas tesis. Uno de los que me parecen más claros es su intervención en el simposio que celebramos con algunos representantes americanos del movimiento «Critical Legal Studies» en Madrid, en junio de 1992, y que se publicó como texto póstumo en la revista Doxa.8 En esa ocasión, Nino consideraba como característico del método analítico la distinción entre tres tipos de proposiciones: conceptuales, descriptivas y normativas. Remarcaba en 5
Ibídem, p. 236.
6
Ibídem, p. 251.
7
Ibídem, p. 236.
8
C. Nino, «Derecho, moral y política», en Doxa, nº 14, 1993, pp. 35-46.
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particular la importancia de distinguir entre lo descriptivo y lo prescriptivo, con la que se corresponde «una distinción que creo es fundamental para la filosofía analítica [...] entre razones o justificación y motivos o causación», pero añadía que «por supuesto» «un filósofo analítico puede admitir también que haya puentes entre lo descriptivo y lo normativo».9 «La filosofía analítica —decía Nino— se autoconcibe como empezando por un análisis conceptual generalmente muy cuidadoso y preciso», pero —aunque a más de uno pueda parecerle sorprendente— «es básicamente una actividad de tipo normativo».10 Respecto a su visión del derecho, lo que consideraba central era la necesidad de «conectar el derecho con la política a través de la moral».11 La controversia tradicional entre positivismo y iusnaturalismo la consideraba como algo por disolver, pues en buena parte responde a «una confusión conceptual»; «lo que la motiva es un esencialismo en materia conceptualista al suponer que hay una sola posible definición de derecho».12 Por el contrario, lo que él consideraba como «la pregunta crucial de la filosofía del derecho» es «si las proposiciones jurídicas o normas jurídicas [...] constituyen por sí mismas y en forma independiente y autónoma razones para justificar acciones y decisiones». Mi respuesta —añadía— es que si el derecho se entiende en términos puramente descriptivos como lo propone el positivismo, la respuesta es negativa [...] simplemente por la distinción entre lo descriptivo y lo normativo. La imposibilidad de pasar de hechos —porque en definitiva acá se está identificando el derecho existente, el derecho positivo, con ciertos hechos— a razones que justifiquen acciones o decisiones.13
Ahora bien, la necesaria dependencia del derecho respecto a la moral plantea un par de paradojas. Una de ellas (la otra sería la de
9
Ibídem, pp. 36-37.
10
Ibídem, p. 37.
11
Ibídem, p. 38.
12
Ibídem, p. 39.
13
Ibídem, pp. 39-40.
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la indeterminación radical del derecho) es la de «la irrelevancia moral del derecho», que viene del hecho de que ... si en todo razonamiento justificatorio como el que hacen los jueces es necesario acudir en última instancia a razones morales para justificar las prescripciones jurídicas, la pregunta es ¿por qué necesitamos esas prescripciones jurídicas? ¿Por qué no nos quedamos con las razones morales y se terminó?14
Para superar esa paradoja, Nino advierte que es preciso superar también el individualismo metaético que supone que «los principios morales se refieren a acciones individuales; y esto —añadía Nino— en buena medida, y en casi toda la medida en lo que hace al derecho, al plano jurídico, creo que es un error».15 El derecho es una gran acción colectiva que transcurre en el tiempo [...] una práctica social [...] quiere decir que el juez que tiene que decidir un caso, no tiene que decidir como si estuviera sólo en el mundo y tomar la mejor decisión [...]. El razonamiento jurídico justificatorio de un juez se da en un plano escalonado, digamos: un primer nivel en el que el juez tiene que ver si la práctica jurídica en su conjunto es una práctica moralmente justificada [...] luego pasa a un segundo nivel de análisis en que tiene que ver si su acción está o no justificada de acuerdo a esa práctica.16
En el plano epistémico de la moral —añadía todavía Nino—, ... hay una tradición que supone que si alguien no es subjetivista en materia moral en lo que cae, como el iusnaturalismo tradicional, es en una especie de individualismo epistémico en materia moral. Esto es lo que voy a atacar: la idea de que uno llega a principios morales válidos aun en el plano intersubjetivo por su propia reflexión individual aislada.17
Todo esto, Nino lo decía con el propósito de caracterizar la iusfilosofía analítica —o el método analítico— en relación con la 14
Ibídem, pp. 40-41.
15
Ibídem, pp. 41-42.
16
Ibídem, p. 42.
17
Ibídem, p. 43.
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concepción de quienes allí asumían el punto de vista de las teorías críticas del derecho (los «Critical Legal Studies»). Lo curioso del caso es que esa manera de entender el método analítico y la filosofía del derecho —con la que básicamente estoy de acuerdo— resulte hasta tal punto divergente con respecto a otras concepciones iusfilosóficas pertenecientes también a la tradición analítica, y de la que forma parte el libro de María Cristina Redondo. Esa discrepancia en cuanto al fondo —o sea, en cuanto a los presupuestos, a los intereses de conocimiento, a la forma de entender la teoría del derecho, etcétera— es tan profunda que muchas veces, discutiendo con algunos de sus representantes —argentinos y españoles—, he tenido la impresión de que se trataba, en realidad, de una discusión estéril, en la que todo estaba ya dicho y ninguna de las dos partes tenía la menor posibilidad de modificar la postura de la contraria. Para volver al tema de la justificación de las decisiones judiciales, a mí me parece simplemente descabellado pensar que la justificación jurídica sea independiente de la justificación moral, esto es, que no exista —en algún sentido— una conexión esencial entre la argumentación jurídica y la moral; y todavía más descabellado, que esa justificación consista exclusiva o fundamentalmente en una justificación de tipo lógico-deductivo. Por lo demás, he discutido esas dos tesis a propósito del artículo de Navarro, Moreso y Redondo al que antes hacía referencia,18 y no es cuestión de repetir ahora esos argumentos (pues, por mi parte, se trataría de repetirlos, ya que la postura de María Cristina Redondo en su libro es esencialmente la misma que había defendido anteriormente). Aquí elijo, por ello, una estrategia de aproximación al libro —y a la dirección de iusfilosofía analítica que representa— distinta y que consiste en centrarme en lo que, en principio, me parece más prometedor y compartible: su análisis del concepto de argumento.
18
M. Atienza, «Lógica y argumentación jurídica», en J. Echevarría, J. de Lorenzo y L. Peña, Calculemos. Homenaje a Miguel Sánchez, Trotta, Madrid, 1994, pp. 229-238.
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3. Lo fundamental de ese análisis parece poder resumirse así: a.
Dejando a un lado la razón como facultad o capacidad humana teórica o práctica, existen básicamente tres nociones distintas de razón: como premisa de un argumento, como motivo y como justificación. Entre esas tres nociones existe una separación clara y es un error suponer que existe o que puede construirse un único concepto de razón o de razón para la acción. Ello es así porque cada uno de esos sentidos cumple una función distinta que está determinada también por condiciones distintas: Las condiciones que debe reunir algo para ser una razónpremisa, capaz de justificar en sentido formal una conclusión, las establece la teoría de los argumentos, por ejemplo la lógica. En este sentido, la condición esencial es que sea un enunciado o proposición. Por su parte, las condiciones para que algo pueda ser considerado una razón capaz de explicar una acción dependerá de las teorías de la acción y de la explicación que se adopten. Del mismo modo, las condiciones para que algo pueda ser considerado una razón que justifica una acción, en sentido sustantivo, dependerá de la concepción normativa (religiosa, política, jurídica, ética, etc.) que se escoja.19
b.
19
Dada la conexión existente entre la noción de razón y la de argumento, no existe tampoco una única noción de argumento, aunque cabría decir que el argumento por antonomasia es el argumento en sentido lógico, o sea, «una secuencia de proposiciones o enunciados entre los cuales uno de ellos se deriva de los restantes en virtud de la aplicación de cierta regla de inferencia». Pero de argumento práctico se habla no sólo en este sentido lógico, sino también en cuanto noción teórico constructiva y en cuanto noción normativa. En estos dos últimos casos, los argumentos hacen alusión también a conjuntos de enunciados, pero que no guardan entre sí una relación de tipo lógico. Además, en los tres
M. C. Redondo, ob. cit., p. 79.
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casos debe distinguirse entre los «modelos abstractos» de razonamiento y los «procesos psicológicos o verbales de argumentación» con que se vinculan y que también se denominan «argumentos prácticos»: El argumento entendido como estructura lógica, puede tomarse como patrón para calificar el procedimiento que sigue un individuo cuando argumenta.20 Por ejemplo, si un juez, al fundamentar su decisión, no se adecua a alguna estructura deductiva, su justificación debe considerarse inválida y descartada como argumento lógico. Por el contrario, el esquema abstracto de argumento práctico que se utiliza en la reconstrucción de la acción, podría ser descartado si se mostrase que no permite entender como acciones aquello que una idea intuitiva identificaría como tales, o si no es útil para formular hipótesis o predicciones adecuadas. Por último, en el caso del argumento en sentido normativo, la falta de adecuación con los procesos reales de argumentación justificaría un reproche por no realizar una conducta debida, pero no un abandono de los modelos.21
(Precisamente porque aquí los modelos son normativos, no pretenden reconstruir lo que alguien hace cuando argumenta.) c.
En relación con la justificación judicial, lo anterior lleva a distinguir tres sentidos y funciones de los argumentos prácticos: ... a. el que reconstruye los pasos deductivos de la justificación, b. el que representa el proceso psicológico del juez y c. el que pretende garantizar una justificación sustantivamente correcta. Los tres esquemas de «razonamientos prácticos» guardan relación directa con las distinciones apuntadas respecto a los significados de «razón». Todo argumento práctico, en sentido lógico, menciona razones-premisas. Todo argumento práctico en sentido teórico-reconstructivo, aplicado
20
«Desde un punto de vista funcional o pragmático, el argumento práctico en sentido lógico tiene un uso característico como patrón para juzgar la validez de los razonamientos reales». [p. 113.] 21
M. C. Redondo, ob. cit., p. 115.
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a una acción, menciona razones explicativas. Por último, todo argumento práctico en sentido normativo establece cómo se deben evaluar las razones sustantivas.22
d.
Dado que el segundo de los anteriores sentidos (teórico-reconstructivo) cumple una función explicativa, quedan dos sentidos de justificación aplicables a la reconstrucción de una sentencia judicial. La justificación en sentido formal y objetivo (basado en la existencia de una razón o justificación, no en la creencia o la aceptación de algo como una razón: este último sería el sentido subjetivo)23 le parece a Redondo incuestionablemente exigible y que no plantea demasiados problemas, dado que «los parámetros de la lógica permiten controlar la justificación de la sentencia en este sentido».24 La justificación sustantiva, en sentido subjetivo, no puede considerarse una condición necesaria de la justificación judicial (el compromiso con una creencia moral no puede exigirse, puesto que las creencias son involuntarias y puesto que, además, ese compromiso podría simularse). La justificación sustantiva en sentido objetivo sólo puede exigirse si existe un consenso en torno a una teoría normativa, teoría de la que dependen la existencia de esas razones objetivas. La garantía de «objetividad» será siempre con relación a esa teoría. Si quienes controlan y quienes son controlados en su tarea de justificar no sustentan una misma teoría normativa, la discusión acerca de la corrección de la justificación no es racional.25
22
Ibídem, p. 256.
23
Ibídem, p. 255.
24
Ibídem, p. 258.
25
Ídem.
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4. En el libro de María Cristina Redondo que he tomado —e insisto en ello— como modelo de una orientación iusfilosófica ampliamente difundida en Argentina y también —aunque en menor medida— en España (el profesor Vernengo diría seguramente que por nuestro iusnaturalismo «endémico»), hay muchas distinciones y análisis incuestionablemente valiosos (no sólo los antes reseñados) para una reconstrucción adecuada del concepto de razonamiento y de razonamiento jurídico. Pero cuando se reflexiona sobre todo ello surgen —o, al menos, me surgen a mí— estas dos cuestiones. La primera es si ese análisis contiene todos los ingredientes necesarios para dar cuenta del razonamiento, o bien deja fuera elementos de importancia crucial o que, al menos, pueden considerarse de interés. La segunda es si el haber trazado todas esas distinciones, o el ser consciente de la importancia de las mismas, lleva inexorablemente a negar que pueda haber también algún tipo de unidad entre ellas; por ejemplo, que pueda existir algo que una de manera esencial las tres nociones distintas de argumento —o de argumento práctico— que hemos visto. a.
Con respecto a la primera pregunta, lo que me parece falta en el anterior análisis es, fundamentalmente, la argumentación en cuanto práctica. Es cierto, como hemos visto, que ahí se distingue entre los «modelos abstractos de razonamiento» y los «procesos psicológicos o verbales de la argumentación». Pero al respecto cabría decir: en primer lugar, que la distinción se hace precisamente para no ocuparse de esos procesos; y en segundo —y fundamental— lugar, que esa práctica no consiste meramente en un fenómeno psicológico, individual, sino que es también —que ha de verse también como— una práctica social. En otro lugar26 he distinguido entre una concepción formal, material y pragmática o dialéctica de la argumentación, cada una de las cuales se corresponde, me pare-
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ce, con una situación distinta en que, se diría, surge una necesidad de argumentar. La primera situación tiene lugar cuando alguien tiene que resolver un problema a partir de ciertos datos —ciertas premisas— ya dados, haciendo abstracción del posible contenido de verdad o corrección de los mismos, y utilizando ciertas reglas —reglas de inferencia— también previamente determinadas. Un ejemplo característico de ello sería el tipo de razonamiento requerido para resolver los ejercicios propuestos en un libro de lógica. Ese razonamiento puede efectuarlo un individuo aislado y no tiene, naturalmente, relevancia social en sí mismo, aunque sí mediatamente, como entrenamiento para embarcarse en numerosas prácticas sociales —en todas aquellas que tengan alguna pretensión de racionalidad—. b.
La segunda de esas situaciones se plantea frente a problemas que podemos llamar sustantivos, esto es, que hacen referencia teórica o prácticamente al mundo, de manera que no cabe hacer ya abstracción del contenido de verdad o corrección del punto de partida, de las premisas. Los problemas de carácter científico (por ejemplo, cómo explicar la actual configuración de Marte), técnico (cómo optimizar los recursos hidráulicos en una zona semidesértica como Alicante) o moral (¿se debe prohibir —o se debe prohibir siempre— la clonación de seres humanos?) serían casos paradigmáticos de situaciones que desencadenan procesos de argumentación de este tipo. Su relevancia social es obvia, pero aquí podría decirse todavía que una cosa es la argumentación que desarrolla un individuo (que se enfrenta con un problema de alguno de los anteriores tipos), y otra la repercusión social que ello pueda tener. Hay, sin embargo, un tercer tipo de situación, en la que no cabría efectuar esta distinción entre el plano de lo individual-psicológico y el de lo social; o, mejor dicho, situaciones en las que argumentar consiste propiamente
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en una interacción social. Se trata de situaciones en las que interactuamos con otro (o con otros) para lograr que ellos (o terceras personas) acepten ciertas tesis (respetando ciertas reglas, y a partir de algunos presupuestos comunes). Los debates políticos o muchas «discusiones de café» en los que todos nos embarcamos de cuando en cuando serían ejemplos de ello, como también cierto hábito social existente en la Atenas clásica y que parece haber sido el «contexto real» en que se inserta la doctrina que Aristóteles construye (o, mejor cabría decir, reconstruye) en los Tópicos y en las Refutaciones sofísticas. Ese hábito social consistía ... en la celebración de debates públicos bajo la presumible vigilancia de un árbitro, en que dos discutidores (dialektikoi), profesionales o aficionados, con fines instructivos o de mero entretenimiento, proceden a asumir, respectivamente, los papeles de sostenedor e impugnador de un juicio previamente establecido [...]. El impugnador se esforzará, mediante preguntas lo más capciosas posible, en probar, a partir de las propias respuestas del adversario, la afirmación de lo que el juicio previamente establecido negara [...] o la negación de lo que afirmara. El sostenedor, por su parte, responderá lo más cautamente posible a fin de no conceder nada de lo que pudiera desprenderse lo contradictorio de lo que sostiene. Ambos han de proceder de buena fe en esta competición, absteniéndose de recurrir a «marrullerías» [...], como negarse a responder ante preguntas correctamente formuladas o seguir preguntando lo mismo con pequeñas diferencias cuando la respuesta ha sido lo suficientemente inequívoca y clara... El debate parte de un problema [...]. El problema es una interrogación disyuntiva del tipo: ¿es o no verdad que tal cosa es así? El sostenedor toma entonces partido por uno de los miembros de la disyunción y se inicia el proceso [...]. Teniendo en cuenta, ante todo, que el problema escogido ha de ser una cuestión «discutible» o «debatida»... Ahora bien, la elección del problema es sólo el primer paso: inmediatamente después, el que responde asume [...] uno de los dos miembros de la disyunción...
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Acto seguido, el que pregunta acomete su tarea planteando al adversario una serie de cuestiones en forma, también, de proposiciones que, sin ser necesariamente verdaderas, cuenten a su favor con un cierto grado de credibilidad [...]; estas proposiciones han de ser tales que su concesión o su rechazo por el que responde las constituya en «premisas» (afirmativas o negativas) de un razonamiento (syllogismós) que concluya o parezca concluir la contradicción de la proposición defendida por el que responde, con lo que éste sale derrotado del combate. Si, por el contrario, este resultado no se alcanza en un lapso de tiempo fijado previamente, la victoria corresponderá al que responde.27
Pues bien, este último contexto de la argumentación (o este tipo de práctica argumentativa o enfoque de la argumentación) cae, me parece, claramente fuera de las tres nociones de argumento que se distinguían en el libro de Redondo. Obviamente, tiene mucho que ver con el concepto lógico de argumento, pero no puede reducirse a razonamiento lógico (por lo menos, si se entiende la lógica en el sentido en que lo hace Redondo: como lógica formal deductiva). Ni tampoco, al razonamiento en sentido teórico-reconstructivo o normativo; aquí no se trata propiamente de explicar ni de justificar sustantivamente algo. Ahora bien, dado que las otras prácticas argumentativas se conectan claramente con modelos o tipos de racionalidad bien definidos (la racionalidad lógicoformal, la racionalidad científica, la racionalidad técnica, la racionalidad moral) cabría hacerse la pregunta de si esta última cae fuera de la idea de racionalidad (o es una forma «degenerada» de alguno de los anteriores tipos; por ejemplo, de la racionalidad técnica). Si fuera así, quizás pudiera justificarse que queden también fuera del análisis de Redondo que, al fin y al cabo, procede a distinguir esas tres nociones de argumento a partir de otras tantas nociones de razón. La respuesta —creo yo— es que la tercera de las nociones o de los contextos de 27
M. Candel, Introducción a los Tópicos, Gredos, Madrid, 1982, pp. 82-84.
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argumentación se conecta con un tipo de racionalidad que cabría llamar procedimental. Pero no se trata de una racionalidad procedimental en un sentido débil, en el sentido en que podría decirse que la racionalidad de la modernidad es procedimental (frente a la racionalidad sustancial de las interpretaciones religiosas o metafísicas del mundo), ni tampoco en un sentido fuerte, según el cual sería procedimental una teoría de la racionalidad como la de Habermas (en la que —como se sabe— el consenso obtenido respetando las reglas de un procedimiento racional es el criterio de la verdad o corrección de los enunciados), sino en un sentido que cabría llamar intermedio, lo que Gianformaggio denomina teoría procedimental de «las reglas del juego» y cuyo modelo estaría dado por las reglas de la democracia, y especialmente por las reglas del juego parlamentario: Es un procedimiento racional, más que una razón procedimental; y se distingue del procedimiento científico esencialmente porque las reglas de que se compone no se entienden como válidas para fundamentar en el contenido, o sea, en la sustancia, el resultado del propio procedimiento, sino solamente para intentar ponerlo preventivamente a resguardo de los ataques de los disidentes. El resultado del procedimiento no es visto, por lo tanto, como la conclusión de un procedimiento, sino que sigue siendo el fruto de una decisión que viene tomada, sí, respetando las reglas, pero no siendo en absoluto, en sentido sustancial, el producto de la observancia de esas reglas.28
5. La segunda de las preguntas que antes me hacía era la de si entre estas distintas concepciones de los argumentos existe algún elemento o alguna relación que las dote de una cierta unidad. Y la respuesta, en principio, parecería ser que entre estas tres concep28
L. Gianformaggio, «La nozione di procedura nella teoria dell’argomentazione», en Analisi e Diritto, 1993, p. 155 (trad. cast. de Juan Ruiz Manero, «La noción de procedimiento en la teoría de la argumentación jurídica», en Doxa, nº 14, 1993).
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ciones que he distinguido (y que no se corresponden del todo con las de Redondo) pueden encontrarse tanto elementos comunes como elementos divergentes: analogías y diferencias. Así, en primer lugar, lo que desencadena la argumentación es, en los tres casos, un problema, aunque de naturaleza distinta: formal, sustantivo (teórico o práctico y, en este segundo caso, de carácter técnico o moral) y político (puesto que de lo que se trata en el tercer supuesto es de dirimir una controversia mediante una decisión). Además, en segundo lugar, en los tres casos cabe hablar de premisas y de conclusiones, esto es, de aquello de lo que se parte y aquello a donde se llega, y del paso de un lugar a otro. Sin embargo, la naturaleza de las premisas y de la conclusión es distinta en cada supuesto. No hay duda de que, en la concepción formal, las premisas y la conclusión son enunciados. Sin embargo, en el caso de la concepción material, la naturaleza de las premisas y de la conclusión es una cuestión debatida. Raz29 entiende que las premisas —las razones— son hechos (entendidos en el sentido muy amplio de «aquello en virtud de lo cual los enunciados verdaderos o justificados son verdaderos o justificados»),30 al igual que lo sería también la conclusión (la conclusión de una razonamiento práctico sería, para él, que hay una razón para que un agente realice una acción o para que un agente deba hacer tal cosa.31 Pero me parece que esa idea se puede expresar con menos problemas diciendo que se trata de contenidos proposicionales que, de alguna forma, hacen referencia al mundo (o que tienen la pretensión de ser verdaderos o correctos). Y, en relación con la concepción pragmática o dialéctica, las premisas y la conclusión serían hechos convencionales o, mejor, proposiciones que reflejan esos hechos (el hecho de que tal contenido proposicional es aceptado por la otra parte o por cierto auditorio). Puede decirse así que, en los tres supuestos, el lenguaje es fundamental, o sea, que la argumenta29
J. Raz, «Introducción», en el volumen colectivo J. Raz (comp.), Razonamiento práctico, Fondo de Cultura Económica, México, 1986. 30
Ibídem, p. 17.
31
Ibídem, p. 28.
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ción se da siempre en un lenguaje, pero, en cada caso, se destaca un aspecto o un eje distinto del lenguaje: en el primer caso, lo que se privilegia es el aspecto sintáctico, puesto que se hace abstracción de las relaciones del lenguaje con el mundo y con los usuarios; en el segundo caso, sería el lado semántico, el contenido de verdad o de corrección de las premisas y de la conclusión; y en el tercero, el pragmático: la aceptación por parte de los usuarios y destinatarios de la argumentación. Por otro lado, cabría también decir que en la concepción formal el énfasis se pone en la inferencia, en el paso de las premisas a la conclusión; mientras que en la concepción material estaría más bien en las premisas; y en la dialéctica estaría el énfasis en la conclusión, esto es, en alcanzar un determinado resultado. En tercer lugar, prescindiendo de los fines concretos —ocasionales— que puede(n) perseguir quien(es) argumenta(n) en cualquiera de esas tres situaciones, hay también ciertos fines abstractos que definen a cada una de ellas. En el caso de la concepción formal, se tratará de mostrar qué inferencias son válidas. En el de la concepción material, en qué se debe creer o qué se debe hacer (qué es lo que alguien debe o no hacer o qué medio es el adecuado, dadas ciertas condiciones, para obtener tal fin). Y en la concepción pragmática o dialéctica, cómo lograr que otro u otros acepten determinadas tesis. Finalmente, en los tres supuestos hay ciertas reglas, ciertos criterios, que muestran de qué manera ha de procederse para alcanzar esos fines. En la concepción formal se tratará de las reglas de la deducción (de alguna teoría de la lógica). En la concepción material, en cada caso, de las reglas (teorías) científicas, técnicas o morales disponibles. Y en la concepción dialéctica, de las reglas del juego aceptadas previamente. El resultado al que se ha llegado hasta ahora —la contestación a las dos anteriores preguntas— podría, quizás, resumirse así: las tres nociones de argumento distinguidas por Redondo son, sin duda, relevantes, pero parecen dejar fuera aspectos importantes de nuestras prácticas argumentativas, de las distintas formas de entender la argumentación, y en las que cabe distinguir tanto elementos divergentes como elementos comunes. Ello, a su vez, mueve
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a hacerse una tercera pregunta, a saber: ¿cómo explicar ese tipo de planteamiento? O sea, si mi análisis anterior es correcto, ¿a qué se debe ese alejamiento —o falta de interés— por los procesos reales de la argumentación y esa tendencia a remarcar los elementos diferenciadores de cada concepto de argumentación, en lugar de buscar algún tipo de elemento unificador? En este último sentido, resulta llamativo —o a mí me resulta llamativo— que Redondo no se haya planteado, por ejemplo, que sus tres nociones de argumento podrían —por lo menos, hasta cierto punto— reunirse en torno al esquema del silogismo subsuntivo: la argumentación normativa sería la que lleva a establecer la premisa mayor; la argumentación teórico-reconstructiva estaría obviamente vinculada con la de la premisa menor (y no tanto, o no sólo, con la reconstrucción del proceso psicológico del juez); y la argumentación lógica con el paso de las premisas a la conclusión. En mi opinión, la explicación se halla en una sobrevaloración del papel de la lógica y en un no-cognoscitivismo en materia moral (tesis, esta última, que subyace a todo su discurso, aunque no esté abiertamente tematizada). Pero se diría que lo que hay aquí es, en primer lugar, el intento por reducir la argumentación jurídica a lógica —o lógica formal deductiva— sin más; y, en segundo lugar, la aceptación a regañadientes de ciertos elementos impuros, cuyo reconocimiento no debe llevar a mezclarlos con los propiamente lógicos. De aquí resulta, por cierto, una concepción de la lógica que puede ser discutible en cuanto María Cristina Redondo parece atribuirle una capacidad de reconstrucción de la práctica real de la argumentación (frente al carácter normativo, que ella subraya, de la argumentación moral) que no está claro que tenga; desde luego, no está claro que lo tenga la lógica deductiva estándar a la que ella parece referirse. Alchourrón, en uno de sus últimos trabajos32 subrayaba que el leit motiv de la mayor parte de las lógicas divergentes parece encontrarse en la necesidad de construir lenguajes artificiales, lenguajes formales que reflejen la «lógica» interna incorporada a nuestros lenguajes naturales. Pero esto no puede lograrse del todo: C. Alchourrón, «Concepciones de la lógica», en Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, vol. 7, Lógica, Trotta, 1995. 32
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En un sentido importante —escribe— no hay una lógica coherente con el lenguaje natural. El lenguaje corriente no sólo está plagado de ambigüedades, vaguedades y toda suerte de imprecisiones significativas que justifican apartarse de él en los procesos de reconstrucción racional, sino que acumula en su seno intuiciones incompatibles que no pueden superarse más que reformándolo, abandonando intuiciones que pueden ser muy sólidas [...] cualquiera que sea la lógica que terminemos privilegiando, ella tendrá que apartarse de las intuiciones básicas incorporadas al esquema de conceptos de los lenguajes corrientes. Esto implica abandonar una idea reconstructiva con pretensiones de resultados unívocos.33
Esa sobrevaloración de la lógica, unida al no-cognoscitivismo en materia ética es, por cierto, signo distintivo del jefe de filas de esa dirección formalista en la que se inscribe el trabajo de Redondo. En efecto, enfrentado al problema de la interpretación, Eugenio Bulygin34 tiende a verlo exclusivamente como un problema semántico, en el sentido de que para él la interpretación es el proceso a través del cual se explicitan las reglas semánticas de un lenguaje. Básicamente, existirían dos situaciones en las que se necesita recurrir a esa operación y que Bulygin denomina, respectivamente, subsunción genérica y subsunción individual. Existe un problema de subsunción genérica cuando no está claro si la extensión de un determinado predicado está incluida en la de otro. Por ejemplo, se dispone —digamos, como material en bruto— del enunciado que establece que «los contratos sacrílegos deben ser anulados» (Bulygin toma aquí un conocido ejemplo de Dworkin) y nos preguntamos si un contrato celebrado en domingo es o no sacrílego. Para resolver esa duda, el intérprete necesita construir una regla semántica que establezca, por ejemplo, que la extensión del predicado «celebrado en domingo» está dentro del predicado «sacrílego». Una vez establecida esa regla, el enunciado «los contratos celebrados en domingo son sacrílegos» es analítico, o sea, su verdad depende exclusivamente del significado de «sacrílego» y «celebrado en domingo». 33
Ibídem, pp. 46-47.
34
E. Bulygin, «Sull’interpretazione giuridica», en P. Comanducci y R. Guastini (comps.), Analisi y diritto, Giappichelli, Turín, 1992, pp. 11-30.
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Los problemas de subsunción individual se plantean cuando se trata de aplicar una norma universal a casos individuales. En esos supuestos, aparece —según la terminología quizás no muy clara de Alchourrón y Bulygin—35 una laguna de reconocimiento si en la norma, en la premisa mayor, existe un término vago, de manera que no se sabe si un determinado caso, un determinado individuo lógico, cae o no bajo el alcance de ese término. Por ejemplo, Tim y Tom celebraron un contrato en un día festivo, pero no domingo, y no está claro si la norma que establece que «los contratos celebrados en domingo son sacrílegos» incluye también los celebrados en otros días festivos; esto es, no está claro cómo haya de entenderse «domingo». La resolución de la duda pasa también en este caso por la construcción de una regla semántica que diga, por ejemplo, que «“domingo” es —o se entiende por “domingo”— el día de la semana que precede al lunes». Una vez establecida esa regla, el enunciado «quien celebra un contrato en un día que no sea domingo, aunque sea día festivo, no lo celebra en domingo» sería también obviamente analítico (no sería analítico, sin embargo, el enunciado «Tim y Tom no celebraron su contrato en domingo», porque la verdad del mismo depende también de una cuestión empírica: de que efectivamente hubieran celebrado un contrato en tal y cual día, etcétera). Bulygin realiza, en el trabajo al que me estoy refiriendo,36 un par de afirmaciones que pueden parecer sorprendentes: una de ellas es que, en su opinión, aunque la interpretación sea muy importante en el derecho, sin embargo no hay aquí problemas que sean específicamente jurídicos; la otra es que los enunciados interpretativos (por ejemplo, «los contratos celebrados en domingo son sacrílegos») no expresan un juicio de valor, aunque se basen en juicios de valor. Pues bien, ambas afirmaciones son inobjetables, pero siempre y cuando se reduzca el problema de la interpretación del derecho a los límites en que lo plantea Bulygin y que supone prescindir (prescindir, en el sentido de que eso queda 35 C. Alchourrón y E. Bulygin, Normative System, Springer, Verlag, Viena, 1971 (trad. cast.: Introducción a la metafísica de las ciencias jurídicas y sociales, Astrea, Buenos Aires, 1974). 36
E. Bulygin, ob. cit.
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fuera del marco de referencia de su concepción de la interpretación) de los llamados criterios o cánones de la interpretación (los que señalan cómo establecer esas reglas semánticas) y de las teorías de la interpretación (por ejemplo, la discusión que plantea Dworkin entre modelo intencionalista y modelo constructivo de interpretación). El problema de entender así la interpretación es, simplemente, que no puede dar cuenta —quizás no se pretenda tampoco— de lo que los juristas entienden por interpretación y de lo que hacen cuando interpretan. Vuelvo de nuevo a los tres modelos básicos de argumentación. Cada uno de ellos —como decía— puede entenderse como ligado esencialmente a cierta práctica argumentativa, pero todas o casi todas nuestras prácticas sociales complejas que exigen una argumentación (lo que Toulmin37 llama «empresas racionales»: el derecho, la ciencia, el arte, los negocios, la ética) suponen tomar en cuenta esas tres dimensiones. Quizás esté aquí la explicación de que, en efecto, no exista una noción general (una clase) de argumento del que las otras sean especies; no cabe, por ello, buscar una unidad en abstracto, sino que la «unidad» vendría dada por la forma característica en que cada una de esas empresas combina los elementos de esas tres concepciones. En el caso del derecho, mi opinión es que una teoría adecuada, o plenamente desarrollada, de la argumentación jurídica tendría que contener elementos pertenecientes a esas tres dimensiones e integrarlos adecuadamente. Éste constituye, cabría decir, uno de mis proyectos intelectuales, en el que estoy embarcado desde hace años, y no es, desde luego, cuestión de entrar aquí en detalles. Tan sólo quiero señalar que la pluralidad de contextos argumentativos en el ámbito jurídico puede hacer que, en cada uno de ellos, predomine alguna de esas tres concepciones. Así, es comprensible que, desde la perspectiva de un teórico del derecho que analiza una sentencia judicial en cuanto resultado de un proceso en el que él no pretende entrar, la argumentación jurídica se le pueda aparecer esencialmente como una argumentación de tipo lógico, en cuanto él puede dar cuenta, hasta cierto punto, de ese resulta37
S. Toulmin, The Uses of Argument, Cambridge University Press, 1958.
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do a partir de la concepción lógica. Pero desde la perspectiva del juez —o del legislador— lo que importa, claro, no es eso, sino cómo llegar ahí: por qué aceptar como probado un determinado hecho o cómo interpretar tal norma; para ellos, lo esencial —al menos, en los casos algo complejos— es la construcción de las premisas, la concepción material de la argumentación. Finalmente, es también comprensible que el abogado tienda a ver la argumentación jurídica desde la tercera de las concepciones: cómo lograr que el juez (o la otra parte en un proceso de negociación) acepte ciertas tesis. Hay, por lo demás, una razón que me parece bastante obvia y que explica por qué el derecho no puede prescindir de ninguna de esas tres concepciones (insisto: el que según la perspectiva adoptada predomine una u otra concepción no significa que las otras desaparezcan sin más). Se debe a que el derecho en cuanto práctica racional, y en particular el estado de derecho, el estado constitucional, presupone —o implica— no sólo valores de tipo formal (ligados con la idea de previsibilidad), sino también de tipo material (vinculados a las nociones de justicia o de verdad) y de tipo político (conectadas a la noción de aceptación). 6. Antes de terminar, y dado que en lo que antecede he mostrado una actitud contraria a lo que he llamado concepción formalista o logicista, quiero remarcar que mi concepción del derecho —y, en particular, de la argumentación jurídica— no es en absoluto antilogicista y, según como se entienda, ni siquiera antiformalista. No sólo es que considere que la perspectiva lógica, el análisis lógico, es una dimensión absolutamente indispensable para una teoría de la argumentación jurídica. Sino que me parece, además, que al respecto hay mucho trabajo por hacer. En buena parte, ello es debido, en mi opinión, a que los analistas lógicos del derecho suelen partir de una tipología de los enunciados jurídicos demasiado pobre, lo que lleva inevitablemente a limitar indebidamente las formas —los esquemas formales— de los argumentos jurídicos. Ello puede verse, por ejemplo, en la obra de Alchourrón y Bulygin a la que —tal y como lo ha subrayado Ruiz Manero—38 subyace la 38
J. Ruiz Manero, «Algunos límites de la teoría del derecho de Alchourrón y Bulygin», inédito.
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tesis implícita (y otro tanto cabría decir en el caso de María Cristina Redondo) de que todos los tipos de enunciados jurídicos relevantes pueden reducirse a dos categorías: reglas de conducta o normas regulativas y definiciones o reglas conceptuales. En un libro publicado hace algunos meses con Juan Ruiz Manero,39 que es el resultado de bastantes años de trabajo conjunto (y en el que la mayor influencia observable es, precisamente, la de Alchourrón y Bulygin), hemos tratado de presentar una tipología más rica y capaz, nos parece, de dar cuenta de la variedad de enunciados jurídicos en que consiste el derecho considerado como lenguaje (digamos, como lenguaje legislativo). Aplicado a la obra de Alchourrón y Bulygin, el resultado que arroja sería, por un lado, ... que el modelo de correlación caso/solución a través del cual [Alchourrón y Bulygin] presentan la estructura de las normas regulativas tan sólo da cuenta de un subtipo de las mismas [las reglas de acción] y deja de lado importantes y numerosos ejemplos de normas jurídicas regulativas que, bien por el lado del antecedente [los principios en sentido estricto], bien por el lado del consecuente [reglas de fin], bien por ambos [directrices] no se ajustan al modelo propuesto.40
Por otro lado, bajo el rótulo de «reglas conceptuales», en la obra de Alchourrón y Bulygin «se encuentra indebidamente asimilados tres tipos distintos de enunciados jurídicos: las definiciones, las reglas que confieren poderes y las [...] reglas puramente constitutivas».41 Si mucho no me equivoco, en la obra de Julia Barragán puede advertirse también esta misma actitud frente al papel de la lógica en el derecho, en la argumentación jurídica. Como escribiera en uno de sus trabajos: Todo parece indicar que las teorías que tratan de fundamentar la aceptabilidad de un argumento acerca de las decisiones judiciales sólo sobre la base de la coherencia deductiva, de-
39
M. Atienza y J. Ruiz Manero, Las piezas del derecho, Ariel, Barcelona, 1997.
40
J. Ruiz Manero, ob. cit., p. 4.
41
Ídem.
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jan huérfanos de justificación aspectos demasiado importantes de la decisión como para ser ignorados; y como consecuencia de ello, dichos aspectos quedan potencialmente librados a evaluaciones de aceptabilidad extremadamente frágiles.42
BIBLIOGRAFÍA
ALCHOURRÓN, Carlos: «Concepciones de la lógica», en Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, vol. 7, Lógica, Trotta, Madrid, 1995. ALCHOURRÓN, Carlos y BULYGIN, Eugenio: Normative System, Springer Verlag, Viena, 1971. Trad. cast.: Introducción a la metodología de las ciencias jurídicas y sociales, Astrea, Buenos Aires, 1974. ATIENZA, Manuel: «Lógica y argumentación jurídica», en ECHEVERRÍA, DE LORENZO y PEÑA, Calculemos. Homenaje a Miguel Sánchez, Trotta, Madrid, 1994, pp. 229-238. —: Derecho y argumentación, Universidad Externado de Colombia, Serie de Teoría Jurídica y Teoría del Derecho, nº 6, 1997. ATIENZA, Manuel y RUIZ MANERO, Juan: Las piezas del derecho, Ariel, Barcelona. 1997. BARRAGÁN, Julia: «La respuesta correcta única y la justificación de la decisión jurídica», en Doxa, nº 8, 1990, pp. 63-74. —: «La decisión judicial y la información», en Isonomía, nº 1, 1994, pp. 99-109. BULYGIN, Eugenio: «Sull’interpretazione giuridica», en P. COMANDUCCI y R. GUASTINI (comps.), Analisi e diritto, Giappichelli, Turín, 1992, pp. 11-30. CANDEL, Miguel: Introducción a los Tópicos, Gredos, Madrid, 1982. GIANFORMAGGIO, Letizia: «La nozione di procedura nella teoria dell’argomentazione», Analisi e Diritto, 1994. Trad. cast. de Juan Ruiz Manero: «La noción de procedimiento en la teoría de la argumentación jurídica», Doxa, nº 14, 1993, pp. 157-169.
42
J. Barragán, «La decisión judicial y la información», ob. cit., p. 104.
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MORESO, Juan José, NAVARRO, Pablo y REDONDO, María Cristina: «Argumentación jurídica, lógica y decisión judicial», Doxa, nº 11, 1992, pp. 247-263. NINO, Carlos: «Derecho, moral y política», Doxa, nº 14, 1993, pp. 35-46. RAZ, Joseph: «Introducción», en el volumen colectivo J. RAZ (comp.): Razonamiento práctico, Fondo de Cultura Económica, México, 1986. REDONDO, María Cristina: La noción de razón para la acción en el análisis jurídico, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1996. RUIZ MANERO, Juan: «Algunos límites de la teoría del derecho de Alchourrón y Bulygin». Inédito. TOULMIN, Stephen: The Uses of Argument, Cambridge University Press, 1958.
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PRINCIPIOS JURÍDICOS E INDETERMINACIÓN DEL DERECHO
PRINCIPIOS JURÍDICOS E INDETERMINACIÓN DEL DERECHO
PAOLO COMANDUCCI Universidad de Génova (Italia)
INTRODUCCIÓN QUISIERA EN PRIMER LUGAR declarar cuáles son mis presupuestos metodológicos (si queréis: mis prejuicios metodológicos) y el objeto de mi trabajo. La necesidad de una aclaración previa sobre la metodología usada deriva no sólo de mi personal simpatía por el imperativo metacientífico weberiano, según el cual en las ciencias sociales, en aras de lograr un enfoque lo menos valorativo posible, siempre el científico tiene que declarar sus valores y sus opciones de partida, también las metodológicas. Deriva sobre todo de la convicción de que mis conclusiones sólo tienen sentido, y quizás puedan resultar acertadas, si adoptamos los presupuestos metodológicos que ahora voy a indicar. Presupuestos en favor de los cuales, por falta de tiempo, no presentaré ningún argumento explícita y extensamente. Se trata, en efecto, de dos presupuestos bien conocidos y que encuentran respaldo, en mi opinión firme aunque no unánime, en la literatura contemporánea de teoría del derecho. El primer presupuesto está constituido por la distinción entre enfoque teórico y enfoque de política del derecho, que es análoga, aunque más elaborada filosóficamente, a la distinción, común entre los juristas, entre consideraciones de iure condito y de iure condendo (o bien entre consideraciones de lege y de sententia lata, por un lado, y de lege y de sententia ferenda, por el otro). Mi
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enfoque será teórico, a diferencia de los enfoques que, en mi opinión, comparten autores como, por ejemplo, Dworkin o, en menor medida, Alexy, que calificaría como de política del derecho. Un enfoque teórico pretende, en palabras de Bobbio,1 dar cuenta del derecho como es y no como debería ser. El segundo presupuesto está constituido, en el interior de un enfoque teórico, por la elección de un punto de vista externo moderado (en el sentido de Hart, así como interpretado por Bulygin)2 y no de un punto de vista interno en la descripción de los fenómenos jurídicos. Este segundo presupuesto está estrictamente conectado al primero, en el sentido de que ambos son afectados por la tesis central del positivismo metodológico, según la cual la descripción del derecho es algo distinto de su evaluación y de la propuesta de su modificación, y no tiene necesariamente por qué estar afectada por juicios de valor, morales o políticos, o bien por un sentimiento de adhesión frente al derecho del cual estamos dando cuenta. Respecto al objeto de mi trabajo, procederé de esta forma: primero, identificaré los principios jurídicos, y analizaré la supuesta diferencia entre principios y reglas, criticando la tesis de la separación fuerte y defendiendo la utilidad heurística de la tesis de la separación débil; luego, me ocuparé de la noción de indeterminación del derecho, ofreciendo algunas precisiones al respecto; y, al final, trataré de las relaciones entre los principios jurídicos y el fenómeno de la indeterminación del derecho.
PRINCIPIOS JURÍDICOS: NATURALEZA, FUENTE, CLASIFICACIÓN NATURALEZA Bajo el rótulo tradicional del problema de la «naturaleza» de los principios, se encuentra más sencillamente el problema de una 1
Cfr. N. Bobbio, Giusnaturalismo e positivismo giuridico, 2ª ed., Comunità, Milán, 1972, p. 105.
2 Cfr. E. Bulygin, Norme, proposizioni normative, e asserti giuridici, 1982, ahora en Norme, validità, sistemi normativi, Giappichelli, Turín, 1995, especialmente pp. 101-110.
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definición conceptual de los principios. Creo que, al menos hoy en día, hay un acuerdo bastante amplio, detrás de las diferentes definiciones y detrás de la variedad de los términos empleados, en considerar los principios como una clase de normas: respectivamente, los principios jurídicos como una clase de las normas jurídicas, y los principios morales como una clase de las normas morales. En particular, los principios han sido individualizados diferenciándolos de las reglas de conducta. Cabe agregar, sin embargo, que estas dos clases (principios y reglas) no son exhaustivas del conjunto de las normas: a aquellas clases muchos teóricos añaden las normas constitutivas y/o las normas conceptuales y/o las definiciones y/o las normas de competencia y/o los valores y/o las directrices, etcétera. Si se admite que los principios son una clase de normas, entonces parecería razonable ofrecer de los principios (y respectivamente de las reglas) una definición per genus et differentiam. Se define primero el genus (las normas), y luego se identifica la differentia específica de principios y reglas de conducta. Esta definición, en el nivel teórico, no puede ser más que de tipo estipulativo (mejor dicho: una redefinición), pues una definición léxica tendría muy poca utilidad, ya que recogería sencillamente la pluralidad de usos, al menos parcialmente contradictorios, de los respectivos términos. Aunque, en la literatura, no se haya prestado demasiada atención al problema, me parece importante decidir si cuando hablamos de «normas», de «principios» y de «reglas» estamos haciendo referencia a enunciados todavía no interpretados o bien a enunciados ya interpretados, es decir, a enunciados que son producto o resultado lingüístico de una previa interpretación. Al respecto quisiera subrayar que, en mi opinión, lo que generalmente se entiende como «interpretación» de enunciados es, desde un punto de vista conceptual, más bien una actividad, un proceso, que un acto singular. Cabe por lo tanto distinguir, en lo que se refiere a nuestro sujeto, entre diferentes etapas de una secuencia interpretativa: la primera etapa está constituida por la identificación del enunciado como entidad de un lenguaje (podríamos llamarla identificación lingüística del enunciado); la segunda etapa está constituida por la identificación del enunciado como una
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norma, en virtud de su carácter prescriptivo (podríamos llamarla identificación pragmática del enunciado); la tercera etapa está constituida por la identificación de la norma como principio o como regla (podríamos llamarla configuración de la norma); y la cuarta etapa está constituida por la identificación del sentido de, o —como yo prefiero decir— por la atribución de sentido a, la norma, o sea al principio o a la regla (podríamos llamarla interpretación stricto sensu de la norma, del principio o de la regla). Esta cuarta etapa, como es bien sabido, puede a su vez ser dividida en varias subetapas, que consisten en eventuales relieves de los significados previamente atribuidos al enunciado (por la dogmática o por otras autoridades normativas, especialmente jurisdiccionales), en reinterpretaciones sucesivas del principio o de la regla a la luz del sentido atribuido a otros principios o reglas, pertenecientes al mismo sistema, y que concurren con el principio o la regla objetos de interpretación a la solución de un caso, o de un conjunto de casos. Ahora bien, si las cosas están así, después de las primeras dos etapas (identificación lingüística y pragmática), ¿es o no necesaria la tercera etapa? ¿Ya tenemos, por así decir ictu oculi, principios y reglas, o hace falta una etapa de configuración de la norma para identificar si es (o expresa) un principio o bien una regla? Me parece que hay dos razones fuertes para convencerse de la necesidad de la etapa de configuración: a.
Primero, en el marco jurídico, nadie, ni siquiera los formalistas más duros y puros, estaría dispuesto a afirmar que sólo deben ser considerados principios aquellos que así son llamados por el legislador. Generalmente se opina que, por un lado, unos supuestos «principios», así llamados por el legislador, no son efectivamente tales, y, por el otro y sobre todo, que muchos enunciados jurídicos son (o expresan) principios, aun si el legislador no lo dice explícitamente. En otras palabras, el nomen iuris de «principio» no es condición ni necesaria ni suficiente para identificar un principio jurídico.
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b.
En segundo lugar, este criterio sintáctico nominalista no encuentra, por supuesto, ninguna aplicación en el marco moral, y por lo tanto no tiene un alcance general.
Cabe entonces concluir que para poder distinguir, en el conjunto de las normas, entre principios y reglas hace falta una etapa de configuración de las normas: principios y reglas son, desde luego, enunciados ya interpretados. Con mayor precisión: la identificación de un enunciado como norma (en lugar, por ejemplo, que como aserción), o como principio (en lugar, por ejemplo, que como regla), o como regla (en lugar, por ejemplo, que como principio), es siempre dependiente de la interpretación. En mis términos, es dependiente, en el primer caso, de la identificación pragmática, en el segundo y en el tercero de la configuración. Volvemos al problema de la definición per genus et differentiam de los principios como clase de normas. Esto se ha convertido ahora en el problema de la configuración de una differentia específica de los principios en el marco de las normas y, en particular, frente a las reglas de conducta. No quiero, por razones de brevedad, problematizar aquí la definición del genus (las normas). Asumimos una definición genérica según la cual las normas son enunciados con función prescriptiva, que tienden a afectar la conducta de los hombres. Por supuesto, estoy conciente que la definición de «norma», y de «norma jurídica» en particular, y la identificación de un enunciado como norma levantan una multitud de cuestiones teóricas. Estoy, por lo tanto, sencillamente dejando de lado el problema de la identificación del genus (por medio de una definición genérica de «norma»), para concentrarme en el de la identificación de las species. Ahora bien, el problema que aquí se plantea me parece el siguiente: ¿la configuración de las normas como principios o como reglas es una actividad cognoscitiva o (al menos parcialmente) discrecional? Hay dos respuestas contradictorias. Si existieran características, estructurales o funcionales, de algunas normas que las diferenciaran de las demás —que tendrían características estructurales o funcionales distintas—, entonces (primera tesis) la actividad de configuración podría ser concebida
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como sencillamente cognoscitiva, y podríamos decir que una configuración es verdadera y otra falsa, o bien que una es correcta y otra incorrecta. Si en cambio (segunda tesis) se niega que existan esos rasgos con independencia del sujeto que opera la configuración, entonces la configuración resultaría dependiente del sujeto que la opera. Un mismo enunciado, identificado como norma, sería un principio o una regla según la elección hecha por el sujeto. Hay, sin embargo, en el marco jurídico, sujetos que son socialmente considerados más aptos o más influyentes en la actividad de configuración, y cuyas configuraciones son aceptadas por todos o por muchos en la sociedad: el legislador (cuando, por ejemplo, caratula expresamente una norma como principio), los órganos de la administración, los jueces, la dogmática. Para los partidarios de esta segunda tesis habría una compleja interacción entre estos sujetos institucionales que puede contingentemente determinar que en algún momento se configuren, de manera unánime o casi, unas normas como principios y otras como reglas, aunque puedan quedar zonas de penumbra o de contraste respecto a un tercer conjunto de normas (que no se sabe o se disputa si son principios o reglas). Pero esto no quiere decir que, aun cuando el acuerdo está generalizado, la distinción entre principios y reglas sea necesaria y no contingente. Para los partidarios de esta segunda tesis, cualquier configuración, también la más firme y compartida, podría en abstracto ser cambiada por algún sujeto institucional, e incluso por todos. Y esto sería así porque, como veremos, la configuración sería siempre relativa con respecto a otras normas, así que también lo que ahora se considera un principio general podría ser configurado después como una regla frente a otro principio más general, o bien lo que ahora se considera una regla específica podría ser considerada después como un principio frente a otra regla más específica. Veamos desde otra perspectiva estas tesis contrapuestas que, en la literatura contemporánea,3 son llamadas a menudo respec3 Véase por ejemplo, L. Prieto, Sobre principios y normas. Problemas del razonamiento jurídico, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1992.
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tivamente tesis de la separación fuerte y tesis de la separación débil entre principios y reglas. Según la tesis de la separación fuerte, la diversidad en la tipología de las normas entre principios y reglas es condición necesaria y suficiente de la diversidad en la interpretación y aplicación de principios y reglas, de la diversidad en la argumentación a partir de principios o a partir de reglas, y de la diversidad en la solución de los conflictos entre principios y entre reglas. Estas últimas diferencias son variables dependientes de la diversa tipología de las normas. En cambio, según la tesis de la separación débil, la diversidad en la tipología de las normas entre principios y reglas es una variable dependiente de las diversidades en la interpretación y aplicación, en la argumentación y en la solución de los conflictos. Estas últimas diferencias son condiciones disyuntivamente suficientes, pero quizás no necesarias,4 de la diversa tipología de las normas. En la primera tesis, la tipología parece presuponer una ontología de las normas, así que una norma, desde el comienzo (desde su producción si es una norma jurídica), o bien es un principio o bien es una regla. Cada norma es necesariamente o un principio o una regla (o un tertium quid, si se admite que la pareja principios/reglas no agota el universo de las normas). En la segunda tesis, la tipología no parece presuponer una ontología de las normas: las normas son (configuradas como) principios o reglas en función de la manera de su interpretación y aplicación, en función de la manera de argumentar a partir de ellas, o de solucionar los conflictos entre ellas. Cada norma es contingentemente o un principio o una regla (o un tertium quid, si se admite que la pareja principios/reglas no agota el universo de las normas), o puede ser un principio, en un tiempo y con referencia a un caso, y una regla, en otro tiempo y con referencia a otro caso. Por lo tanto, según la tesis de la separación débil, la diferencia entre principios y reglas sería: 4
Cfr. L. Prieto, ob. cit., p. 54.
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primero, es relacional (es decir, relativa y no absoluta), ya que un enunciado sólo puede ser configurado como un principio frente a otros enunciados que son configurados como reglas; y
b.
segundo, es gradual (y no tajante), ya que es dependiente de la mayor presencia de características que también las reglas poseen (como la fundamentalidad, la importancia, la generalidad, la vaguedad, etcétera).
Por consiguiente, la configuración de una norma como principio o como regla es generalmente, en el marco jurídico, sucesiva a la producción de la norma y conectada con su uso por parte de los operadores del derecho y de la dogmática. Distintas versiones de la tesis de la separación fuerte han sido presentadas por autores como Ronald Dworkin,5 Robert Alexy,6 Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero.7 En mi opinión esta tesis, en todas sus versiones, aun las más refinadas, no logra defenderse de los ataques a los cuales en los últimos años ha sido sometida por autores como Luis Prieto,8 Riccardo Guastini,9 Juan Carlos Bayón,10 Letizia Gianformaggio,11 José Juan Moreso12 y otros. Por razones de brevedad, y como se trata de asuntos bien 5 Cfr. sobre todo R. Dworkin, Talking Rights Seriously, Harvard University Press, Cambridge, 1977. 6 Cfr. sobre todo R. Alexy, A Theory of Legal Argumentation. The Theory of Rational Discourse as Theory of Legal Justification, trad. por R. Adler y N. MacCormick, Clarendon Press, Oxford, 1989. 7
Véase ahora M. Atienza y J. Ruiz Manero, Las piezas del derecho. Teoría de los enunciados jurídicos, Ariel, Barcelona, 1996. 8
Cfr. L. Prieto, ob. cit.
Cfr. por ejemplo R. Guastini, Distinguendo. Studi di teoria e metateoria del diritto, Giappichelli, Turín, 1996, especialmente pp. 115-145. 9
10 Cfr. J. Bayón, La normatividad del derecho. Deber jurídico y razones para la acción, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1991.
Cfr. por ejemplo L. Gianformaggio, Studi sulla giustificazione giuridica, Giappichelli, Turín, 1986.
11
12 Cfr. J. Moreso, «Come far combaciare i pezzi del diritto», en P. Comanducci y R. Guastini (comps.), Analisi e diritto, Giappichelli, Turín, 1997.
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conocidos, me limito aquí a hacer reenvío a esta literatura y a ofrecer lo que me parece un resumen sintético, pero adecuado a mis fines, de la falsación de la tesis fuerte. Podríamos decir que la tesis de la separación fuerte, concebida como tesis teórica, no parece superar el test de la verificación empírica, ya que no siempre aquellas normas que son configuradas como principios por los partidarios de la tesis fuerte presentan las características (estructurales y/o funcionales) que se le atribuyen, y, al revés, a veces incluso aquellas normas que son configuradas como reglas por los partidarios de la tesis fuerte presentan las características (estructurales y/o funcionales) que se atribuyen a los principios. La tesis fuerte, si no es aceptable en el plano teórico, podría, ya lo veremos, ser reinterpretada, sin embargo, como una tesis de política del derecho. Dejada de lado la tesis fuerte, en el nivel teórico, quedamos con una alternativa: negar la distinguibilidad entre principios y reglas, o bien aceptar la tesis de la separación débil. Me parece preferible la segunda opción, pues creo que, al menos en el marco jurídico, la tesis débil tiene una útil función heurística: permite, en efecto, dar cuenta de los distintos usos de las normas en la fase de la aplicación, en la fase del razonamiento jurídico, y especialmente en la interpretación y en la argumentación de la interpretación. En resumen, según la tesis de la separación débil, los principios jurídicos pueden ser definidos, per genus et differentiam, como aquellas normas jurídicas que están configuradas como tales, sobre la base de una elección valorativa, en la fase de producción del derecho (por el legislador que atribuye a algunas normas el nomen de principios), o en la fase de la aplicación del derecho a casos concretos (generalmente por los jueces), o bien en el razonamiento jurídico (por los jueces y por la dogmática). Esta configuración, en la aplicación del derecho y en el razonamiento jurídico, está generalmente motivada: es decir, el órgano de la aplicación o el intérprete justifican la configuración de una norma como principio sobre la base de la supuesta presencia de características diferenciales (de tipo estructural y/o funcional) de aquella norma frente a otras reglas del sistema. (Si la configuración es firme en el tiem-
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po, generalmente la motivación falta, y se hace implícitamente reenvío a la justificación ofrecida por otros en el pasado.) Ilustraré esta conclusión desarrollando unas rápidas observaciones ejemplificativas. No obstante, quiero antes subrayar que, en el nivel conceptual, y como consecuencia de los presupuestos metodológicos mencionados al comienzo, el empleo de la noción «principio», en el interior de una teoría descriptiva como la que estoy procurando presentar, es distinto del empleo en el interior de los procedimientos de producción, aplicación e interpretación dogmática del derecho. Mientras que, en el primer caso, la noción «principio» sirve, como dije, para dar cuenta de los distintos usos de las normas jurídicas, en el segundo caso la noción tiene empleos eminentemente prácticos y no teóricos: es un instrumento de política del derecho, usado contingentemente por el legislador y por los operadores. Sólo haciendo referencia a estas motivaciones prácticas de los actores institucionales del juego del derecho —es decir, sólo prestando atención a las creencias y a las actitudes, al punto de vista interno, de los operadores—, la teoría puede intentar ofrecer un cuadro realista del derecho vigente. Vamos ahora a presentar unos ejemplos. Por lo que se refiere a la fase de producción del derecho, podemos observar que, al menos en Europa continental desde la posguerra hasta hoy, se asiste a un aumento constante de la formulación de normas expresamente designadas como principios por el legislador, o, de todas maneras, a un aumento de la producción de normas que fácilmente pueden ser configuradas como principios por los intérpretes. Esto no depende sólo de la promulgación, en todos los países, de constituciones ricas en principios expresos, sino, más bien, de aquel procedimiento que ha sido llamado de «constitucionalización» de todo el derecho. Se trata de un procedimiento generado por la obra combinada del legislador, de los tribunales constitucionales, de una parte de la jurisdicción y de sectores importantes de la dogmática. El procedimiento, una vez llevado a cabo completamente, conduce a concebir la legislación (primaria y secundaria) como actuación y concretización de los principios constitucionales, que así realizan una presencia penetrante en cada rama del derecho. Ya que la administración y la jurisdicción están también concebidas como actividades de actua-
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ción y concretización de la legislación, y, por lo tanto, directa o indirectamente, de los principios constitucionales, todo el sistema jurídico está caracterizado por una fuerte presencia de elementos estáticos, al lado de los tradicionales elementos dinámicos. Si se representa el derecho como un sistema (también) estático, en el cual las relaciones dominantes entre las normas que lo integran son de contenido, es fácil entender que se pueda hablar de un derecho «principialista»: en un sistema estático cada norma superior —superior desde el punto de vista de cualquier jerarquía axiológica— es configurable como principio frente a las normas inferiores. En abstracto, cualquier norma, a parte aquellas de grado ínfimo, es potencialmente configurable como un principio. Y cada fuente de producción de normas sería, a la vez, limitada en su competencia normativa por principios superiores, y limitaría, a través de la producción de principios, la competencia normativa de las fuentes subordinadas. Si a esta representación del sistema jurídico, hoy en día muy común al menos en una parte de la dogmática y de la jurisdicción, agregamos algunas premisas adecuadas —relativas a la fuente de los principios fundamentales en una moral objetiva, y a la específica función de los principios en la interpretación del derecho—, es fácil llegar a la conclusión, que Dworkin ha hecho célebre, de que en un derecho «principialista» la indeterminación desaparece, y los órganos de aplicación podrían encontrar para cada caso la única respuesta correcta, o al menos la mejor posible. En la última parte de mi exposición discutiré esta conclusión. Por lo que se refiere a la fase de la interpretación (y de su argumentación), se puede observar que la configuración de una norma como principio, por parte del intérprete, es generalmente funcional a la utilización de técnicas interpretativas y argumentativas que se consideran justamente persuasivas si son empleadas sobre los principios y no sobre las reglas, y, al revés, la no configuración de una norma como principio es funcional al rechazo de técnicas interpretativas y argumentativas que no se consideran «aptas» para los principios sino sólo para las reglas. Un único, y bien conocido, ejemplo: la configuración de una norma como principio sirve para favorecer interpretaciones «adecuadoras» del dere-
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cho, y a desacreditar las interpretaciones «literales». No configurar la misma norma como un principio tiene efectos exactamente opuestos. Cabe, sin embargo, confirmar que las diversidades observables en la interpretación de normas, previamente configuradas como principios, frente a la interpretación de normas, previamente configuradas como reglas, son de tipo cuantitativo y no cualitativo: es decir que no son utilizables como parcial verificación empírica de la tesis de la separación fuerte entre principios y reglas. Por lo que, al final, se refiere a la fase de la aplicación, la configuración de principios desarrolla normalmente un doble papel: por un lado, el papel de permitir una aplicación «ponderada» o «balanceada» de cada norma configurada como principio frente a otras normas configuradas en la misma manera; por el otro, y por consiguiente, el papel de evitar la emersión de antinomias del tipo total-total o total-parcial entre las normas así configuradas.13 Aun si es empíricamente falso lo que afirma la tesis de la separación fuerte —es decir, que todos y sólo los principios se aplican a través de una ponderación, mientras que las reglas se aplicarían a la manera del «todo o nada»—, es estadísticamente verdadero que, sobre todo en la jurisprudencia constitucional, la configuración de principios en la fase de la aplicación es funcional al uso de la técnica de la ponderación. Podríamos quizás añadir que, mientras que en algunos casos es posible detectar una antinomia entre reglas sólo sobre la base de sus formulaciones, generalmente esto no es posible con los principios: podríamos decir, extendiendo ahora el discurso más allá del marco jurídico, que para averiguar la presencia de una incompatibilidad entre principios es preciso examinar la justificación de los mismos principios, en el interior del sistema al cual pertenecen. Me explico: Me parece que la incompatibilidad entre principios puede ser distinguida entre fuerte y débil. Hay incompatibilidad fuerte si los dos principios son opuestos, en el sentido de que no es posible brindar de ambos una justificación coherente, es decir no es 13
Cfr. R. Guastini, ob. cit., pp. 142 y ss.
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posible subsumirlos en el interior de un mismo sistema ético (moral o jurídico). Hay incompatibilidad débil si los dos principios son divergentes, en el sentido de que, aun si es posible brindar de ambos una justificación coherente, es decir subsumirlos en el interior de un mismo sistema ético, las consecuencias de su aplicación práctica son, entre ellas, a veces contradictorias. En este caso, para solucionar el conflicto, haría falta recurrir a la jerarquía interna del sistema ético al cual pertenecen, siempre que haya una. Este último sería el caso del conflicto entre principios jurídicos, según la opinión de muchos tribunales constitucionales y teóricos del derecho. Los principios jurídicos fundamentales, en efecto, serían a menudo incompatibles en sentido débil entre sí, y puestos en el mismo nivel jerárquico. La actividad de ponderación, desde luego, se desarrolla caso por caso, sobre la base de una jerarquía entre los principios que sólo es relativa al caso en cuestión, y está decidida por el órgano de aplicación, o por el intérprete, «a la luz de los intereses en juego», es decir, para una teoría realista, sobre la base de las opciones valorativas de quien decide la aplicación o la interpretación. Esto será un elemento de gran importancia en la parte final de mi exposición, relativa a la conexión entre configuración de principios e indeterminación del derecho. FUENTE Para acabar esta visión panorámica sobre los principios jurídicos, me queda por decir algo sobre los debatidos problemas de la fuente (o de las fuentes) y de la clasificación de los principios. Respecto a la fuente, me interesa sólo tratar brevemente una cuestión. Para la vulgata positivista, la fuente de los principios jurídicos no representa ningún problema, ya que no puede ser más que el mismo derecho: los principios o son el significado de una disposición de derecho válido, o bien son sacados, por medio de una generalización, de un conjunto de disposiciones de derecho válido. El desafío al positivismo, propuesto por Dworkin y otros, consiste, en cambio, en afirmar que la fuente última de los princi-
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pios jurídicos (al menos de los principios fundamentales) es la moral y no el derecho. Con una doble consecuencia, supuestamente teórica: que derecho y moral, a través de los principios fundamentales, formarían un sistema único; y que el positivismo jurídico, con la caída de uno de sus aspectos centrales, lo de la separación entre derecho y moral, no sería más una postura teórica defendible ya que no sería capaz de describir en forma acabada lo que justamente pretende que es su objeto, o sea el «derecho como es». En otra ocasión he sostenido14 —y en los mismos términos se ha expresado Bulygin—15 que este desafío al positivismo no da en el centro del blanco. En efecto el positivismo metodológico, el único defendible en mi opinión, a diferencia de la vulgata positivista, sólo afirma aquella que llamaría la tesis de la no conexión identificativa necesaria entre derecho y moral: en otras palabras, la tesis según la cual no hace falta que el teórico, para identificar el derecho, asuma un punto de vista moral. Para el positivismo metodológico, siguiendo a Kelsen, es la teoría que debe ser pura, no el derecho, que de hecho puede tener y tiene muchas conexiones con la moral. Por ejemplo, un positivista metodológico puede admitir sin dificultad que hoy, en la praxis de los tribunales, especialmente de aquellos constitucionales, se recurre a principios morales. Esta praxis está estimulada por los partidarios de la tesis de la separación fuerte, la cual, probablemente, más que como una teoría, es interpretable como una doctrina normativa que sugiere, entre otro, a los jueces, según la expresión del último Dworkin,16 una «lectura moral de la constitución». Pero, desde el punto de vista del positivismo metodológico, aun si en la praxis de los tribunales constitucionales se realiza a veces la que podríamos llamar conexión justificativa entre derecho y moral, esta conexión no se realiza siempre: no es necesaria, si bien contingente. En cambio, en las organizaciones jurídicas Cfr. P. Comanducci, «Diritto, morale e politica», en Materiali per una storia della cultura giuridica, XXVII 2, 1997, pp. 365-378.
14
15
Cfr. E. Bulygin, «Is There a Conceptual Connection Between Law and Morality?», en A. Aarnio, K. Pietilä, J. Uusitalo (comps.), Interests, Morality and the Law, University of Tampere, Tampere, 1996. 16
Cfr. R. Dworkin, Freedom’s Law, Oxford University Press, 1996.
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contemporáneas, todavía hoy en día es necesario, aun cuando se usan en la argumentación algunos principios morales, hacer referencia explícita a una fuente de derecho válido. Ninguna decisión sólo está justificada por referencia a unos principios morales: ellos, desde un punto de vista jurídico, sólo son instrumentos retóricos empleados para fundamentar una decisión, que es generalmente reconocida como jurídica sólo por el hecho que fue tomada por órganos del Estado. CLASIFICACIÓN Un argumento ulterior que ha sido presentado (sobre todo por Guastini)17 en general en contra de la tesis de la separación fuerte, y en particular en contra de Dworkin, es aquel de la heterogeneidad de los principios. En efecto, si examinamos la jurisprudencia y la dogmática, es fácil darse cuenta que se reúnen, bajo el nombre de principios, normas que tienen distinta estructura lógica y que desarrollan funciones diferentes. Desde luego, las supuestas características comunes, que tendrían que distinguir los principios frente a las reglas, son en realidad propias, según los casos, sólo de algunos de ellos, y no de los demás. La pluralidad y la heterogeneidad de los principios, sin embargo, plantea también el problema de su clasificación. Pero no quiero aquí ocuparme de esto. Me limito a señalar, como especialmente fecundas desde el punto de vista teórico, las clasificaciones basadas sobre la función, el alcance y la fundamentalidad de los principios.18 Como siempre pasa con las clasificaciones, sin embargo, su utilidad es directamente dependiente de los fines por los cuales están elaboradas. No tiene sentido, por lo tanto, comparar entre sí dos distintas clasificaciones si son diferentes los fines para los cuales han sido cons-
17 Cfr. por ejemplo R. Guastini, Dalle fonti alle norme, 2ª ed., Giappichelli, Turín, 1992; Le fonti del diritto e l’interpretazione, Giuffrè, Milán, 1993; «I principî di diritto», en Il diritto dei nuovi mondi, CEDAM, Padua, 1994, pp. 193-207; Il giudice e la legge. Lezioni di diritto costituzionale, Giappichelli, Turín, 1995; «Principi di diritto», en Digesto, 4ª ed., vol. XIV, UTET, Turín, 1996, pp. 341-355. 18
Cfr. N. Bobbio, Principî generali di diritto, 1966, ahora en Contributi ad un dizionario giuridico, Giappichelli, Turín, 1994, pp. 257-279.
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truidas (por ejemplo, una para fines teóricos, la otra para fines prácticos), y si son diferentes sus usos.
INDETERMINACIÓN DEL CONTENIDO DEL DERECHO Pasamos ahora a presentar una sencilla noción de determinación/indeterminación del derecho, para concluir después con un análisis de cómo la configuración de principios afecta la determinación/indeterminación del derecho. Reitero que, en coherencia con los presupuestos metodológicos enunciados al comienzo, he tomado frente a la cuestión un punto de vista externo moderado, que tiene que ser cuidadosamente distinguido del punto de vista práctico (por ejemplo de un juez que tiene que justificar una decisión). Ahora bien, me parece que el problema de la determinación/indeterminación del derecho es el problema epistemológico relativo a la cognoscibilidad/incognoscibilidad de las consecuencias jurídicas de las acciones. El contenido del derecho está determinado frente a una acción si son cognoscibles las consecuencias jurídicas de aquella acción, y está totalmente determinado si son cognoscibles las consecuencias jurídicas de cada acción; al revés, el contenido del derecho está indeterminado frente a una acción si no son cognoscibles las consecuencias jurídicas de aquella acción, y está totalmente indeterminado si no son cognoscibles las consecuencias jurídicas de ninguna acción. Desde luego, el derecho está parcialmente determinado (o, lo que es lo mismo, parcialmente indeterminado) si son cognoscibles las consecuencias jurídicas de algunas acciones, pero no de otras. Son dos los momentos conceptualmente relevantes: el primero es anterior al cumplimiento de una acción (o, en abstracto, de cada acción futura); el segundo es sucesivo. Respecto a estos dos momentos, podemos individualizar una determinación/indeterminación ex ante y una ex post. El contenido del derecho está determinado/indeterminado ex ante si son seguramente previsibles/no previsibles las consecuencias jurídicas de acciones futuras; está determinado/indeterminado ex post si se pueden/no se pueden reconstruir las consecuencias jurídicas de acciones pasadas.
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Por supuesto, el problema interesante aquí es lo de la determinación/indeterminación ex ante. Kelsen y Hart, como todo el mundo sabe, han afirmado ambos la tesis de la parcial indeterminación ex ante del derecho: el primero ha puesto el acento sobre la estructura dinámica del sistema jurídico, que lleva el derecho a desarrollarse en el tiempo, sobre la base de actos de voluntad cuyo contenido no es completamente previsible; el segundo ha puesto el acento sobre la open texture del lenguaje jurídico, que deja un margen de discrecionalidad a los jueces en la solución de los casos difíciles, generando, de nuevo, la parcial imprevisibilidad de las decisiones judiciales. El contenido del derecho está, desde luego, al menos parcialmente indeterminado ex ante, aun si es determinable (y por lo tanto generalmente determinado ex post). Es más: en las organizaciones jurídicas modernas, los jueces tienen la obligación de determinar el contenido del derecho, frente a una acción o a un conjunto de acciones sometidas a su juicio. Para los jueces, entonces, y para los que adoptan un punto de vista interno, el derecho no sólo es determinable, sino tiene que serlo. Pero este punto de vista no es aquello, externo, detached, de la teoría. Insisto: no tenemos que confundir la actividad cognoscitiva, en este caso predictiva, de la teoría, con la actividad práctica de quien, en una cultura todavía impregnada por la ideología positivista, tiene que determinar el derecho, y motivar su actividad, y por lo tanto tiene que actuar como si el derecho fuera completamente determinado ex ante. Las causas, bien conocidas, de la parcial indeterminación del derecho son, fundamentalmente, aquellas (estructurales y lingüísticas) indicadas por Kelsen y Hart. Quizás a éstas podríamos añadir una causa, por así decir, «subjetiva»: el legislador, pero también las jurisdicciones supremas,19 formulan a menudo las normas de una manera que hace indeterminable ex ante su contenido. Y esto no pasa sólo por incapacidad técnica, o por razones de acuerdo político: a veces se trata de una elección conciente, que tiende a delegar en otras instancias normativas el poder de reducir la indeterminación. Cfr. por ejemplo G. Parodi, La sentenza additiva a dispositivo generico, Giappichelli, Turín, 1996. 19
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PRINCIPIOS E INDETERMINACIÓN Ha llegado el momento de combinar lo que dije sobre los principios jurídicos y la noción de indeterminación, y de preguntarse de qué manera la configuración de algunas normas como principios afecta la indeterminación del derecho. Como es bien conocido, y como he mencionado antes, Dworkin afirma la tesis de que un derecho formado, además de reglas, por principios fundamentales que tienen su fuente en una moral objetiva, es, o puede tendencialmente llegar a ser, totalmente determinado (es la famosa tesis de la unidad de solución justa, o correcta, criticada, entre otros, por Aarnio). Me parece que así Dworkin no distingue ni entre determinación ex ante y ex post, ni entre el problema teórico de la cognoscibilidad de las consecuencias jurídicas de las acciones y el problema práctico de la justificación de las decisiones judiciales. Desde el punto de vista teórico, que es lo que he escogido, y dejando a un lado la cuestión de la determinación ex post, el único problema interesante es lo de la determinación ex ante: ¿cuál es el efecto de la configuración de principios en la determinación/indeterminación ex ante? Desde esta perspectiva, la respuesta de Dworkin es inaceptable, ya que la configuración de los principios, que son una species del genus normas, no puede eliminar totalmente las causas estructurales, lingüísticas y subjetivas de la parcial indeterminación del derecho. Pero podemos preguntarnos si podría disminuirla. Creo que la indeterminación podría quizás disminuir si se dieran al menos estas condiciones: a. si existiera una moral objetiva, conocida y cumplida por los jueces (o, lo que es lo mismo, si existiera una moral positiva, conocida y cumplida por los jueces); b. si los jueces siempre cumplieran con las prescripciones de Dworkin (o de Alexy), y construyeran un sistema integrado de derecho y moral, internamente consistente, de modo que, con la ayuda de los principios, pudieran escoger para cada caso la única solución justa, o correcta, o al menos la mejor. Bajo esas condiciones la promulgación de principios, hecha por el legislador, o la configuración de principios, hecha por los
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jueces y la dogmática, podrían disminuir la indeterminación ex ante del derecho. Pero, en la realidad, estas condiciones no se dan. Y esto es así no tanto por discutidas razones metaéticas, que afirman la inexistencia de una moral objetiva, sino por razones fácticas. En efecto: a.
aun si existiera, la moral objetiva no está conocida o compartida por todos los jueces;
b.
no existe, en nuestras sociedades, una moral positiva compartida por todos los jueces (nuestras sociedades, cada día más, se caracterizan por un pluralismo ético);
c.
los jueces no son coherentes en el tiempo con sus decisiones, ni construyen un sistema consistente de derecho y moral para solucionar los casos;
d.
los jueces no siempre argumentan y deciden racionalmente (cualquiera sea el sentido, aun el más débil, de esta palabra).
Bajo condiciones reales, y no ideales, la configuración de principios puede ayudar a los jueces a encontrar siempre una justificación ex post para sus decisiones, pero no parece disminuir sino aumentar la indeterminación ex ante del derecho. Y esto me parece que es así por tres razones principales: a.
porque uno de los rasgos más comunes de las normas que están configuradas como principios es su mayor vaguedad frente a las otras normas, y por lo tanto este rasgo incrementa en vez de disminuir la indeterminación ex ante;
b.
porque, y por consiguiente, la promulgación y la configuración de principios, en ausencia de una moral común, aumenta la discrecionalidad de los jueces, que pueden decidir los casos haciendo referencia a sus propias, y subjetivas, concepciones de la justicia, y esto también, por supuesto, acrecienta la indeterminación ex ante;
c.
porque la peculiar manera de aplicar las normas configuradas como principios, es decir la ponderación de los principios caso por caso, en ausencia de una jerarquía
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estable y general entre los principios, aumenta, ella también, la discrecionalidad de los jueces y la indeterminación ex ante del derecho.
CONCLUSIÓN De lo que he dicho no quisiera que se saque la conclusión de que no hayan buenas razones para promulgar principios, o para configurarlos o ponderarlos. Creo que hay buenas razones para hacerlo. Pero lo que no creo es que, en la situación actual, promulgar o configurar principios sean actividades que persiguen directamente (como parece creer Dworkin) el valor de la seguridad jurídica. Estas actividades persiguen, en mi opinión, otros objetivos, quizás igualmente o más valiosos: como la adecuación del derecho a los cambios sociales, la toma de decisiones «al por mayor»,20 el proporcionar pautas generales a los órganos inferiores, el establecer objetivos de reforma social, la delegación del poder de determinar el contenido del derecho, o sea, generalmente, la hétero y/ o la autoatribución a los jueces de una parte del poder normativo, etcétera. Lo que he dicho hasta aquí, adoptando un punto de vista teórico, por supuesto no responde a la pregunta central que se plantean los operadores del derecho y los participantes: ¿qué hacer? En particular, ¿qué hacer con los principios?, ¿tenemos o no que configurarlos?, ¿cómo debemos interpretarlos y aplicarlos? etcétera. Pero espero que ofrezca instrumentos conceptuales y elementos empíricos que puedan servir al momento de tomar decisiones jurídicas. Quizás todo esto parezca muy poco para quienes esperan de la teoría del derecho soluciones prácticas, pero creo que esto es todo lo que una teoría no valorativa puede ofrecer, si no quiere perder su estatus teórico, y hacer, además a escondidas, política del derecho.
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La expresión es de M. Jori, Il formalismo giuridico, Giuffrè, Milán, 1980, p. 5.
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HORACIO SPECTOR Universidad Torcato Di Tella (Argentina)
LOS ENUNCIADOS JURÍDICOS COMO ENUNCIADOS INTERPRETATIVOS
LOS ENUNCIADOS JURÍDICOS pueden admitir dos lecturas diferentes: o bien como juicios normativos o bien como enunciados descriptivos. En ambos casos, los enunciados jurídicos se refieren a una conducta calificándola de permitida, obligatoria o prohibida. Según el análisis descriptivo, los enunciados jurídicos informan sobre los contenidos de un cierto sistema jurídico; por ende, así interpretados, los enunciados jurídicos responden al esquema: en el derecho S, la conducta C es permitida, obligatoria o prohibida. Los enunciados jurídicos también pueden tener un significado normativo. En las sentencias judiciales, por ejemplo, los enunciados jurídicos deben tener carácter normativo, porque si no hay alguna premisa valorativa entre los fundamentos de la decisión del juez, su decisión no podría deducirse lógicamente. La razón de esto es una regla lógica, a veces llamada «principio de Hume», según la cual ninguna conclusión normativa puede deducirse de un conjunto de premisas que por lo menos no incluya un enunciado de contenido normativo. El análisis normativista de los enunciados jurídicos sugiere que cuando una persona emite un enunciado jurídico expresa sus propias valoraciones y preferencias. Esta sugerencia sería natural
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en el marco de un análisis no cognitivista (emotivista) de los juicios normativos. Sin embargo, parece extraño interpretar al jurista, abogado o juez que dice que el derecho positivo establece tal cosa en términos de un hablante que expresa sus propias preferencias, como cosa diferente de transmitir lo que el derecho positivo establece. Parecería que los enunciados jurídicos tienen la pretensión de reflejar de alguna manera lo que el derecho positivo dice y es por eso que su apariencia lingüística sugiere un análisis descriptivista. El problema que se le presenta al análisis normativista es que no explica la referencia que los enunciados jurídicos parecen hacer al derecho positivo. El problema señalado se manifiesta de otra forma. Si un enunciado jurídico fuera un juicio normativo, ¿por qué debería atenerme al derecho positivo al emitir un enunciado jurídico?, ¿por qué debería decir, por ejemplo, que el derecho argentino prohibe (excepto en los casos de aborto terapéutico o de aborto para interrumpir el embarazo derivado de una violación), en lugar de afirmar que el derecho permite, todo tipo de aborto, si mantuviera una postura abortista? Recordemos que, por hipótesis, el enunciado jurídico es tan sólo un juicio normativo que expresa las valoraciones del hablante. En otras palabras, ¿por qué tendría que emitir un juicio normativo diferente de aquel que expresa mis convicciones morales? El análisis normativista no explica adecuadamente la pretensión de ajuste o de concordancia con el derecho positivo que típicamente tienen los enunciados jurídicos. El análisis descriptivista tiene otra paradoja diferente y es que normalmente encontramos enunciados jurídicos, ampliamente aceptados, que afirman que el derecho positivo establece X y, sin embargo, no encontramos X en ninguna norma del sistema. De hecho, esta es la situación más común, puesto que la mayor parte de los enunciados jurídicos no aseveran lo que las normas literalmente interpretadas dicen, sino lo que ellas expresan después de haber sido sometidas a un proceso exegético o interpretativo. Por ejemplo, podemos encontrar que la gran mayoría de los civilistas argentinos sostienen que el patrimonio es la prenda común de los acreedores. Ningún artículo del Código dice esto; sin embargo, todos los juristas lo afirman. Pero entonces, ¿qué describe este enunciado jurídico?
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Podríamos salvar la interpretación descriptivista sugiriendo que el derecho positivo tiene dos caras, una explícita o visible, y la otra implícita, oscura. Así, podríamos sostener que algunos enunciados jurídicos describen la cara visible del derecho positivo y otros describen la cara oculta. Esto último —continúa la sugerencia— es lo que hace el enunciado jurídico: «El patrimonio es la prenda común de los acreedores». El mismo análisis se podría aplicar al enriquecimiento injusto e, incluso, al abuso del derecho —antes de su incorporación al Código Civil Argentino, que tuvo lugar en 1968—. Casos similares se presentan en la interpretación constitucional enmarcada en el llamado «activismo judicial». En el caso «Sejean», decidido en 1986, la Corte Suprema argentina estableció, antes de que el Congreso dictara la ley de divorcio vincular, la inconstitucionalidad de la disposición legal que prohibía el divorcio vincular. La corte sostuvo que la constitución argentina establece el derecho al divorcio y, con base en este enunciado jurídico, concluyó que el juez de primera instancia debía revocar su denegatoria de autorización para volver a contraer matrimonio. En realidad, no hay ningún artículo de la constitución que se refiera al divorcio, o a un supuesto derecho al divorcio. Puesto que la metáfora de las dos caras del derecho no es sostenible, es preferible abandonar el análisis descriptivista. Además del análisis normativo estándar, está el análisis normativo «desde un punto de vista» propuesto por Joseph Raz. Tratando de reconstruir la teoría kelseniana sobre la normatividad jurídica, Raz sugiere que Kelsen puede combinar una tesis sobre el carácter normativo de los enunciados jurídicos con una tesis sobre el carácter valorativamente neutral y no comprometido de la ciencia jurídica. Afirma que la fuerza normativa de los enunciados jurídicos es «no comprometida», lo cual significa que el emisor de un enunciado jurídico ocupa el punto de vista del «hombre jurídico» sin aceptar por ello la validez moral de las normas que describe.1 Bulygin ha criticado la tesis de Raz en dos aspectos. Primero, mantiene que los enunciados no comprometidos son equivalentes a enunciados normativos condicionales y, por consi1 J. Raz, The Authority of Law, Clarendon Press, 1979, pp. 153-159; y «La pureza de la teoría pura», Análisis Filosófico, vol. I, nº 1, 1981.
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guiente, no dan lugar a una clase especial de juicios normativos; segundo, sugiere que un juicio normativo no comprometido tiene un aire de contradicción no menor que el que afecta a las proposiciones normativas valorativamente neutrales de Kelsen.2 Una tercera crítica fue formulada por Nino.3 Los juicios normativos hipotéticos no pueden justificar las decisiones reales de los jueces; para ello hacen falta razones categóricas. En consecuencia, es erróneo analizar los enunciados jurídicos que figuran en los razonamientos judiciales como juicios normativos no comprometidos. Kelsen mismo no estaba centrado en el análisis de los enunciados jurídicos que se utilizan en los razonamientos judiciales sino de aquellos que constituyen las aserciones teóricas formuladas por la ciencia jurídica de tradición romanista. Pero —como señala Nino— puesto que la ciencia jurídica realiza un trabajo de construcción normativa a partir de los materiales brindados por la legislación, es dudoso que ni siquiera los enunciados jurídicos «científicos» puedan ser objeto de un análisis no comprometido. Ahora bien, uno puede dudar del análisis descriptivista de los enunciados jurídicos por dos razones diferentes. La primera es que, cuando son usados por abogados y jueces, se comportan como «enunciados internos», según la terminología de Hart. Esta razón, vinculada con lo que Austin llamaba la fuerza ilocucionaria de los enunciados jurídicos, nos lleva a pensar que los enunciados jurídicos son normativos. La otra razón es que los enunciados jurídicos hacen referencia a normas que no pueden ser identificadas a la manera positivista, es decir, por haber sido promulgadas por determinadas autoridades. Esto sugiere que es incorrecto analizar los enunciados jurídicos como enunciados que describen normas socialmente existentes. Carlos Nino sostiene que, si las proposiciones jurídicas han de justificar la decisión del juez, ellas deben proveer razones operativas, lo cual implica que deben ser moralmente cargadas. Las proposiciones jurídicas son conclusiones de razonamientos deductivos que tienen dos clases de premisas: juicios normativos que es2
E. Bulygin, «Enunciados jurídicos y positivismo: respuesta a Raz», Análisis Filosófico, vol. I, nº 2, 1981.
3
C. Nino, Derecho, moral y política, Ariel, 1994, p. 127.
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tablecen la obligación moral de obedecer las prescripciones de una cierta autoridad (juicios normativos puros); y enunciados que describen que la autoridad convalidada moralmente por el juicio normativo puro que figura en la primera premisa ha emitido cierta prescripción (juicios constatativos de prescripciones). A las conclusiones de estos razonamientos Nino las llama juicios normativos de adhesión.4 Así, el juez embarcado en el razonamiento jurídico justificatorio concede su adhesión moral en razón del origen de la norma. El juez, por ejemplo, puede comenzar su razonamiento justificatorio con un principio que establece la legitimidad moral de obedecer las normas promulgadas por un legislador democrático. La posición de Nino es que las proposiciones jurídicas teóricas que figuran en el razonamiento de los jueces son proposiciones moralmente cargadas porque su aceptación deriva de principio moral sobre la legitimidad de la fuente de la norma. Una posición diferente de las anteriores es la que considera que los enunciados jurídicos son interpretativos. Esta es la posición, por ejemplo, de Ronald Dworkin.5 Él parte de la observación de que hay desacuerdos «teóricos» en el derecho, que no serían explicables si supusiéramos que todos los juristas y jueces están de acuerdo en cuáles son las fuentes del derecho (es decir, si aceptan una regla de reconocimiento en el sentido de Hart). Esta «posición de hechos llanos» —como Dworkin la llama— mantiene que el derecho es una cuestión de hecho histórico y no de moral y va de la mano de la idea de que jueces y juristas usan la palabra «derecho» según criterios generales compartidos que es posible explicitar dando lugar a «teorías semánticas», como el positivismo jurídico. En contra del enfoque semántico, Dworkin sostiene que «derecho» es un concepto interpretativo acerca de una práctica social, y que las controversias «teóricas» sobre el derecho no son seudodisputas ni desacuerdos acerca de lo que el derecho debe ser —como sería 4 C. Nino, La validez del derecho, Astrea, 1985, pp. 52-62, 137-143; Derecho, moral y política, pp. 57-59, 122-127. Para una síntesis de la posición de Nino: J. Malem, «Carlos Santiago Nino: A Bio-Bibliographical Sketch», Inter-American Law Review, nº 27, 1995, 68-78. 5 R. Dworkin, A Matter of Principle, cap. VI, Harvard University Press, 1985; Law’s Empire, Fontana Press, Londres, 1986, pp. 3-11, 33-35.
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natural que fueran si pensáramos que hay un acuerdo previo sobre los criterios de uso de la palabra «derecho»—, sino desacuerdos interpretativos. En lugar de las teorías semánticas tradicionales —positivismo, realismo e iusnaturalismo— Dworkin replantea la filosofía jurídica en términos de teorías interpretativas correlativas: convencionalismo, pragmatismo y «derecho como integridad». Estas teorías buscan dar una respuesta interpretada —escéptica en el caso del pragmatismo— a la pregunta por las condiciones en las que se puede afirmar que un esquema de derechos individuales y responsabilidades que «fluyen» de decisiones políticas anteriores permite o exige el uso de la fuerza monopolizada por el Estado. Más específicamente, las teorías interpretativas contestan tres preguntas: ¿se justifica la conexión entre derecho y coerción?, ¿qué sentido tiene requerir que la fuerza pública se utilice en consonancia con decisiones políticas anteriores? y ¿qué interpretación de «fluye» sirve mejor a ese sentido?6 «Derecho como integridad» contesta la primera pregunta por la afirmativa; la segunda respuesta es que la integridad como virtud de una comunidad política fraterna justifica tomar en cuenta las decisiones políticas anteriores para establecer el uso de la fuerza pública hoy; finalmente, los derechos que derivan de las decisiones políticas anteriores no son meramente los que se deducen de su contenido explícito, ni siquiera los que se pueden construir con base en cánones de interpretación jurídica generalmente aceptados, sino los que vienen establecidos por los principios de moral política que mejor justifican el conjunto de las decisiones políticas habidas en el área o «departamento» jurídico en cuestión. Es difícil dar una definición precisa de «interpretación», pero sí es posible señalar los dos rasgos más generales que comparten todas las interpretaciones, sean jurídicas, literarias o de otra índole. Los procesos interpretativos tienen dos rasgos: pluralidad de concepciones y «efecto acordeón».7 En cuanto al primer rasgo, 6
R. Dworkin, Law’s Empire, ob. cit., p. 94.
7
Joel Feinberg utilizó esta expresión con un sentido diferente para aludir a la característica del lenguaje de acción de poder ser más o menos abarcativo de las consecuencias causales de las acciones. (Doing and Deserving, Princeton University Press, 1970).
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desde Gallie en adelante es común sostener que los conceptos esencialmente controvertidos dan lugar a diferentes posiciones que pugnan entre sí por ser las «mejores» o «verdaderas» interpretaciones del concepto. Por ejemplo, hay diferentes interpretaciones de la cortesía, la Biblia, la democracia, la libertad e, incluso, de conceptos tan básicos como el de ser humano. Los procesos interpretativos, por definición, dan por resultado una pluralidad de concepciones alternativas que están en permanente discusión. El segundo rasgo de los procesos interpretativos es que las interpretaciones se pueden alejar o acercar al objeto interpretado; hay interpretaciones extensivas o restrictivas. Un ejemplo claro es la disposición sobre protección de la libertad de culto que típicamente aparece en las constituciones liberales. Desde una interpretación literal estrecha, hasta una interpretación constructiva amplia, hay una variada gama de grados de cercanía o distancia del material interpretado. Es difícil negar el carácter interpretativo de los enunciados jurídicos. Supongamos que alguien dice que podemos tener un enunciado jurídico que no sea interpretativo, que se limite estrictamente a representar lo que el derecho establece. Esta pretensión sólo puede ser aceptable en un sentido muy acotado. Tomemos, como ejemplo, el artículo 79 del Código Penal Argentino, que dice: «El que cometa homicidio deberá cumplir una pena de 8 a 25 años de prisión». Hay dos enunciados jurídicos diferentes que puedo imaginar como representaciones literales de esta disposición. El primer enunciado afirma: «El artículo 79 del Código Penal dice: “El que cometa homicidio deberá cumplir una pena de 8 a 25 años de prisión”». En este enunciado el contenido de la disposición representada aparece transcrito y el enunciado entero está expresado en un metalenguaje. Estos enunciados metalingüísticos, que podemos llamar enunciados «entrecomillados», se refieren a normas expresadas por escrito en un sistema jurídico y no son de carácter interpretativo. Aun cuando los enunciados entrecomillados sugieren la posibilidad de enunciados jurídicos no interpretativos, no creo que debamos abandonar la tesis general de que todos los enunciados jurídicos son interpretativos. En realidad, los enunciados entrecomillados no pueden servir de premisas en los razonamientos que conducen a la toma de
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decisiones. Por ser enunciados metalingüísticos, no se refieren a comportamientos y decisiones, sino a palabras y oraciones. Distinto es el caso del enunciado en apariencia similar: «El Código Penal argentino establece una pena de 8 a 25 años de prisión para quien cometa homicidio». Este enunciado ya es interpretativo, aun cuando utilice casi las mismas palabras que el artículo representado. En efecto, ¿qué garantía tenemos de que el jurista está utilizando las mismas palabras que el legislador usó en el artículo 79?, ¿qué garantía podemos tener de que el jurista, al usar la palabra «homicidio», le asigna el mismo significado que le asignó el autor del Código Penal? Por ejemplo, ¿cae la eutanasia dentro del concepto de homicidio en el sentido del artículo 79? Todo enunciado jurídico en sentido estricto (no entrecomillado), incluso aquellos que se limitan a reiterar las palabras que utiliza una norma escrita del derecho positivo, entraña un proceso interpretativo.8 Para Ronald Dworkin, no existe la distinción que yo he insinuado entre el derecho positivo y su interpretación; lo único que tenemos es la interpretación. La ley como tal, sin interpretación, no existe; está construida por un proceso interpretativo. Transportando este aserto al campo de la interpretación literaria, deberíamos decir, por ejemplo, que el Martín Fierro, como obra artística, es el resultado de sus interpretaciones. Alguien puede decir que es obra de su autor, José Hernández, y que las interpretaciones aparecen con posterioridad. ¿Cuándo está un autor creando y cuándo interpretando? En algún sentido, Hernández interpretaba al gaucho que personificó Martín Fierro. Efectivamente, Dworkin sugiere que el autor escribe lo que su personaje está diciendo, puesto que éste va tomando vida propia. El autor dice lo que el personaje quiere decir; es el personaje el que habla por sí, y el autor interpreta lo que él mismo le ha hecho decir en páginas anteriores. La metáfora de la novela en cadena le sirve a Dworkin como ilustración de su teoría de la creación-interpretación de la obra (jurídica o literaria).9 8
Con un propósito diferente, Hans Kelsen también distingue entre «enunciados sobre normas» y «enunciados que citan normas»; sin embargo, defiende un análisis descriptivista de ambos tipos de enunciados (General Theory of Norms, trad. por Michael Hartney, Clarendon Press, Oxford, 1991, pp. 187-188). 9
R. Dworkin, A Matter of Principle, ob. cit., pp. 158-160.
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Me parece que las observaciones de Dworkin no son suficientes para rechazar una distinción entre interpretación y objeto interpretado. En primer lugar, Dworkin mismo utiliza la noción de objeto interpretado cuando habla del material jurídico en un nivel preinterpretativo. En segundo lugar, aun cuando sea cierto que la creación de X (por ejemplo, el Martín Fierro como obra literaria) implique la interpretación de Y (el gaucho pampeano), esto no quiere decir que la creación de X implique la interpretación de X. Para negar la distinción entre interpretación y objeto interpretado, Dworkin tendría que argüir que la creación de X implica lógicamente la interpretación de X. En la metáfora de la novela en cadena, el autor necesita interpretar los capítulos anteriores para escribir cada capítulo nuevo; no obstante, una cosa es interpretar los capítulos anteriores y otra, diferente, interpretar la novela entera, concluida. Para Dworkin, las proposiciones jurídicas están teñidas por la moral, ya que su justificación deriva de la mejor teoría moral capaz de justificar el material jurídico existente (las decisiones anteriores de los jueces y el derecho legislado). A diferencia de Nino —que acude a un concepto de legitimidad moral de origen—, Dworkin se maneja con un concepto de justificabilidad moral sustantiva o de contenido.10 Además, debemos advertir que Dworkin piensa en la justificabilidad de las normas del derecho privado. Estas normas se expresan típicamente en términos de derechos subjetivos: derechos in rem en el caso del derecho de la propiedad, y derechos in personam de reparación y derechos in personam de cumplimiento contractual, en el caso del derecho de daños y del derecho de los contratos, respectivamente. Por lo tanto, resulta natural que Dworkin conciba la teoría moral justificatoria del material jurídico positivo —la que a su vez forma algo así como la superestructura del derecho— como un esquema de derechos y obligaciones, es decir, como una teoría moral deontológica. Aun cuando en principio podría pensarse que una teoría consecuencialista (como la versión normativa del análisis económico del 10
Para una reseña de las posiciones de Hart y Dworkin en relación con la conexión entre derecho y moral puede verse F. Salmerón, «Sobre moral y derecho», Isonomía, nº 5, 1996.
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derecho) puede constituir la teoría justificatoria que Dworkin menciona, su tesis de que las unidades constitutivas de tal teoría son principios implica que él debe descartar una teoría consecuencialista. Los enunciados interpretativos tienen una pretensión normativa acotada a un discurso que parte de ciertos supuestos no discutidos. En lugar de tener un vuelo normativo «libre», como los juicios morales, están sujetos por el material normativo que buscan interpretar. Pero, por otra parte, la sujeción no es tan fuerte como en los enunciados descriptivos. Aunque es analíticamente impreciso, podemos decir que los enunciados interpretativos se sitúan de alguna forma entre los juicios normativos y los enunciados descriptivos. En la sección siguiente analizaré si la tesis sobre el carácter interpretativo de los enunciados jurídicos nos compromete con alguna teoría jurídica general, en particular, con la teoría del derecho como integridad, y daré una respuesta negativa.
ENUNCIADOS JURÍDICOS Y TEORÍAS JURÍDICAS No es posible considerar si la tesis sobre la índole interpretativa de los enunciados jurídicos es compatible con el positivismo jurídico sin antes aclarar qué tesis están incluidas en esa posición. Bobbio traza una distinción interesante entre el positivismo como: a. aproximación al derecho, b. teoría del derecho y c. ideología.11 Para el positivismo en el primer sentido de Bobbio, llamado por Nino «positivismo conceptual» o «metodológico», la definición de «derecho» es moralmente neutral, lo que significa que el definiens no incluye predicados morales o valorativos. Esta es una posición semántica que apunta a distinguir conceptualmente entre el derecho y la moral. Jules Coleman identifica la misma noción cuando dice que la «tesis de la separabilidad», mantenida por lo que él denomina positivismo negativo, afirma que puede haber normas jurídicas que no sean identificadas como tales en términos de la 11 N. Bobbio, El problema del positivismo jurídico, EUDEBA, Buenos Aires, 1965, pp. 39 y ss.
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verdad de ciertos principios morales.12 El positivismo negativo de Coleman, así como el positivismo como aproximación de Bobbio, rechazan una conexión necesaria entre derecho y moral. En el cuadro siguiente, pueden observarse las correlaciones entre las clasificaciones de Bobbio y Coleman: NORBERTO BOBBIO
JULES COLEMAN
Positivismo como aproximación
Positivismo negativo (Tesis de la separabilidad)
Positivismo como teoría jurídica
Positivismo positivo del derecho como «hechos duros»
Positivismo como ideología
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En segundo lugar, está lo que Bobbio denomina el «positivismo como teoría», o la «concepción estatal del derecho», que sostiene que la totalidad del derecho «está a la vista». Más específicamente, esta concepción sostiene las siguientes tesis: a. toda decisión judicial se apoya (debe apoyarse) en normas jurídicas preexistentes; b. todas las normas jurídicas son creadas por el Estado, y c. el sistema jurídico es completo y coherente, lo cual significa que genera automáticamente soluciones para todos los casos particulares.13 En el análisis de Coleman, el «positivismo como teoría» es una variante de la teoría del derecho como «hechos duros» (que para este autor es una variedad de positivismo positivo). Aquí el positivismo sostiene que la identificación de las normas jurídicas excluye la apelación a criterios morales. Más que una posición semántica, esta forma de positivismo es en realidad una postura epistemológica que reclama la aplicación del principio weberiano de Wertfreiheit al estudio del derecho. También puede interpretarse como una teoría normativa que exige, merced al ideal político del estado de derecho, que los hechos constitutivos del derecho sean cognoscibles y determinables por medio de pruebas que no sean objeto de controversia. 12 J. Coleman, «Negative and Positive Positivism», en Markets, Morals and the Law, Cambridge University Press, 1988. 13
N. Bobbio, ob. cit., p. 45.
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La clasificación anterior también se puede graficar apuntando a la necesidad o posibilidad de la conexión necesaria entre moral (M) y derecho (L). En este sentido, la proposición «M ⇒ L» significa que la regla de reconocimiento incluye juicios morales sustantivos entre las condiciones de legalidad:14 Necesario (M ⇒ L)
Necesario (No M ⇒ L)
(Iusnaturalismo, Dworkin)
(Positivismo positivo de «hechos duros»)
Posible (M ⇒ L)
Posible (No M ⇒ L)
(Positivismo positivo de la convención social)
(Positivismo negativo)
La concepción estatal del derecho definida por Bobbio es una posición formalista extrema. Las soluciones que derivan del sistema jurídico son, para el formalista extremo, unívocas y no contradictorias. De ahí que el formalista extremo conciba la función de los jueces como meramente mecánica. Vale decir que el juez no toma decisiones, sino que se limita a particularizar las soluciones que provee el derecho. En otras palabras, reproduce lo que establece la ley positiva. La teoría del derecho de Hart coincide con el formalismo extremo en que la totalidad del derecho «está a la vista»: son las normas que se identifican gracias a la regla de reconocimiento, pero admite que el derecho pueda tener lagunas, punto en el que difiere del formalismo extremo. Cuando hay lagunas, el juez resuelve en forma discrecional, creando derecho. Por esta razón, propongo tomar a Hart como ejemplo de formalismo atenuado; en esta concepción, cuando hay lagunas, ya no hay derecho, de modo que es el juez quien debe crear la solución jurídica.15 14
No se considera en este cuadro el carácter normativo o social de la validez de la regla de reconocimiento, cuestión que sí se analiza más adelante. Las únicas relaciones que se representan en el cuadro son las de implicación lógica (⇒), pero es claro que se podrían también representar las de contrariedad, subcontrariedad y contradicción, puesto que estamos ante una mera aplicación del cuadro de operadores modales. 15 Kelsen sostenía que el derecho no puede presentar lagunas. Cfr. Teoría pura del derecho, UNAM, México, 1979, p. 254; General Theory of Norms, ob. cit., pp. 131-133.
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COMPLETITUD
INCOMPLETITUD
DERECHO LEGISLADO («A LA VISTA»)
Formalismo extremo (Escuela de la exégesis)
Formalismo atenuado (Kelsen, Hart)
DERECHO
Constructivismo extremo (Dworkin)
Constructivismo atenuado (Jurisprudencia de conceptos)
IMPLÍCITO
El constructivismo abandona la tesis de que todas las normas jurídicas están a la vista; sostiene sin embargo que pueden ser «extraídas» del derecho visible por el jurista, entrenado en destilar el derecho implícito a partir del derecho explícito. De esta forma, el constructivista tiene una concepción bifronte del derecho: el derecho tiene una cara visible y una cara oculta, pero las normas jurídicas brindan solución para todos los casos presentados. Detrás de la pretensión de completitud, como generalmente se señala, está el deseo de respetar la división de poderes, por la cual el juez no puede crear derecho sino aplicar el derecho creado por el legislador. Esta explicación es sólo parte de la verdad. Puede pensarse que el legislador crea el derecho explícito, pero no el derecho implícito, al menos no intencionalmente. Si el legislador tuviera la intención de crear una cierta norma, ¿por qué habría de hacerlo implícitamente, en lugar de explícitamente? Una norma implícita, que figura en la «cara oscura» del derecho, sólo puede ser una creación en un sentido no intencional; pero, en tal caso, ¿por qué habríamos de respetarla?, ¿por qué un efecto no intencional de un acto legislativo habría de merecer mayor consideración que una decisión deliberada del juez? La completitud, a costa de admitir una cara oculta del derecho, puede servir para justificar el aserto de que el juez aplica el derecho, pero no para justificar que el legislador crea el derecho; en realidad, su consecuencia lógica es que el juez aplica derecho que proviene de alguna fuente no legislativa. Así, la única posición que garantiza el cumplimiento del principio de división de poderes en un sentido estricto es el formalismo extremo, posición que, en otros aspectos, es difícilmente sostenible. En el gráfico siguiente se ilustra cómo aumenta la discreción judicial desde el «derecho como integridad» y el formalismo extremo hasta el realismo (y la llamada escuela del «derecho libre»):
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DISCRECIÓN JUDICIAL Dworkin Formalismo extremo
Hart
Realistas «Derecho libre»
Coleman muestra que, al estudiar el positivismo jurídico, es menester distinguir dos niveles de análisis. El primero concierne al contenido de la regla de reconocimiento, es decir, a la índole de los hechos que otorgan validez a un cierto enunciado jurídico. En tanto que el positivismo negativo afirma que puede no haber hechos morales en el conjunto de hechos otorgantes de validez jurídica, el positivismo positivo sostiene que es necesario que no haya hechos morales en dicho conjunto. El positivismo positivo es equiparable a la concepción social del derecho de Raz, que dice que la única prueba para identificar el contenido del derecho y determinar su existencia depende exclusivamente de hechos de conducta humana capaces de ser descritos de una manera valorativamente neutral.16 Sin embargo, Coleman no acepta el positivismo positivo de «hechos duros» como una adecuada representación del positivismo jurídico, puesto que objeta comprometer al positivismo jurídico con una determinada concepción epistemológica. Piensa que aceptar el positivismo de hechos duros es como modelar el concepto de derecho a partir del ideal de ciencia jurídica que uno prefiere, es decir, cometer un error parecido al del iusnaturalista, que confunde el concepto de derecho con el concepto de derecho justo o ideal. Coleman sugiere que se puede caracterizar al positivismo jurídico según las restricciones que impone a la regla de reconocimiento, es decir, a la regla que establece las condiciones de validez jurídica. Distingue entre dos tipos de restricciones: las primeras son restricciones internas en el sentido de que limitan las condiciones de juridicidad, y las segundas, que podríamos llamar externas, limitan las posibles fuentes de normatividad de la regla de reconocimiento. El positivismo de hechos duros establece restricciones del primer tipo. Coleman sugiere interpretar el positivismo jurídico como una teoría que establece una restricción externa, a saber, que la fuente de normatividad de la regla de reconocimien16
J. Raz, The Authority of Law, ob. cit., cap. 8.
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to es de índole social o convencional. Esta posición, que Coleman denomina positivismo positivo de la convención social, afirma que el derecho puede consistir en argumentos morales sustantivos, es decir, ser de naturaleza controvertida, pero ello no obsta a que sea visto como un fenómeno social. En el gráfico siguiente clasifico una variedad de teorías jurídicas generales según la lectura que hacen de la regla de reconocimiento: Por su origen: Hart, positivismo positivo de hechos duros
Social
Por su contenido: Positivismo positivo del derecho como convención
REGLA DE RECONOCIMIENTO:
Estándar Normativa
No comprometida
Por su origen: Positivismo ideológico Por su contenido: Dworkin Por su origen: Kelsen Por su contenido: ?
En otro trabajo, he sugerido un análisis similar al de Coleman.17 Distinguí allí entre la naturaleza del derecho y el contenido del derecho. El iusnaturalismo y el positivismo discrepan principalmente sobre la naturaleza del derecho, es decir, sobre el tipo de hechos que están conectados semánticamente con los enunciados sobre el derecho. De acuerdo con Raz, las pruebas para identificar el contenido del derecho y establecer su existencia dependen exclusivamente de hechos concernientes a la conducta humana susceptibles de ser descritos en términos valorativamente neutra-
17
H. Spector, «Acerca del presunto carácter esencialmente controvertido del concepto de derecho», en Comunicaciones al Segundo Congreso Internacional de Filosofía del Derecho, vol. I, La Plata, 1987.
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les. Como afirma David Lyons,18 la tesis social fuerte es ambigua acerca de si las «pruebas» son hechos conectados contingentemente con el fenómeno jurídico —en cuyo caso la regla de reconocimiento es verdaderamente un criterio epistemológico para determinar la verdad de las aserciones jurídicas—, o en cambio hechos relacionados semánticamente —y, por tanto, en forma necesaria— con los enunciados jurídicos —en cuyo caso la regla de reconocimiento tiene carácter semántico, es decir, es en realidad una definición—.19 Restringiendo la tesis social fuerte —como tesis básica del positivismo jurídico— a los hechos que, semánticamente, constituyen el fenómeno jurídico, sugerí en el trabajo citado que la teoría de Dworkin es compatible con el positivismo jurídico. Por ejemplo, se podrían ... identificar los hechos constitutivos de derecho con actos de aceptación de normas por parte de los operadores de un aparato coactivo monopólico, en la línea seguida por Alf Ross,20 y al mismo tiempo mantener que, en relación con un determinado sistema jurídico, algunos hechos «hacedores» de derecho [es decir, relacionados contingentemente con las proposiciones jurídicas] pertenecen al campo moral.21
Del examen del positivismo jurídico precedente podemos concluir que la tesis sobre el carácter interpretativo de los enunciados jurídicos no nos compromete con una teoría iusnaturalista o con la teoría dworkiniana del derecho como integridad. En la medida en que la autoridad normativa de la apelación a consideraciones morales sea de naturaleza social (por ejemplo, convenciones sociales sobre los deberes de los jueces cuando administran
D. Lyons, «Moral Aspects of Legal Theory», en Midwest Studies in Philosophy, vol. VII, 1982. 18
19
La posibilidad de interpretar a la regla de reconocimiento en forma semántica ha sido subrayada por Eugenio Bulygin («Sobre la regla de reconocimiento», en Derecho, filosofía y lenguaje. Homenaje a Ambrosio L. Gioja, Buenos Aires, Astrea, 1976) y Jules Coleman («Negative and Positive Positivism», ob. cit.). 20
Alf Ross, Sobre el derecho y la justicia, EUDEBA, Buenos Aires, 1963.
21
H. Spector, «Acerca del presunto carácter esencialmente controvertido del concepto de derecho», ob. cit., pp. 357-358.
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justicia), y no moral, no habremos renunciado a una concepción positivista del derecho.
INTERPRETACIÓN CON BASE EN RAZONES PÚBLICAS Finalmente, deseo sugerir que las consideraciones normativas extrajurídicas en la que se basan los jueces cuando emiten enunciados jurídicos no necesitan ser de carácter moral. Autores como Rawls,22 Nagel23 y Greenwalt24 han teorizado sobre una esfera normativa extrajurídica y no moral, que tiene como eje la idea de legitimidad política liberal. Los principios que se invocan dentro de esta esfera práctica no son morales, aun cuando la motivación que lleve a las personas a adherirse a ellos pueda originarse en teorías morales. Las razones públicas son consideraciones que tienen que resultar razonables para todas las personas, aun cuando puedan mantener, y de hecho mantengan, muy diferentes concepciones morales y filosóficas. En esta sección, voy a sugerir que las razones públicas extrajurídicas que subyacen a los enunciados jurídicos en una sociedad democrática pueden pertenecer a tres tipos diferentes: consideraciones consecuencialistas o agregativas, consideraciones basadas en derechos subjetivos (por ejemplo, el derecho a la vida, el derecho a la propiedad privada, etcétera) y consideraciones mayoritarias o democráticas. CONSIDERACIONES RELATIVAS A FINES SOCIALES La interpretación de una disposición jurídica puede promover mejor que otra un determinado fin social. Es típico encontrar profundas controversias con respecto a los fines que debe perseguir la sociedad. Algunos dirán que lo más importante es el bienes22 J. Rawls, «The Idea of Public Reason», en Political Liberalism, Columbia University Press, Nueva York, 1993. 23 T. Nagel, «Moral Conflict and Political Legitimacy», Philosophy and Public Affairs, nº 16, 1987. 24 K. Greenwalt, Private Consciences and Public Reasons, Oxford University Press, Nueva York, 1995.
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tar social; otros señalarán la igualdad; aun otros dirán que es la eficiencia económica. Estos son fines muy generales, muy abstractos, pero debajo de ellos hay otros más concretos, por ejemplo, disminuir la tasa de criminalidad. Los fines sociales son agregativos. Para determinar el grado en que se alcanza un fin agregativo hay que sumar la repercusión de ese fin en cada persona individual. Cuando nos planteamos un fin social en forma agregativa, nos interesa un estado de cosas global, independientemente de cómo se distribuya entre diferentes individuos o grupos de individuos. CONSIDERACIONES BASADAS EN DERECHOS A diferencia de los fines agregativos, las consideraciones distributivas tratan la posición de diferentes personas en forma separada. Aquí el centro de atención está en la protección de intereses individuales considerando a cada persona por separado. Por ejemplo, sostengo el derecho a la vida y me encuentro con un asesino que amenaza con matar a cinco personas con total certidumbre si yo no mato a una. Si me planteara el no matar como un fin social agregativo, tendría que aceptar la amenaza, ceder al criminal, matar a uno y así evitar que mate a cinco. Pero si respeto el derecho a la vida no puedo hacer un cálculo agregativo; tengo que considerar el interés a la vida de cada persona por separado y entonces concluir que esa consideración basada en el derecho a la vida implica un deber de que yo no mate, aun cuando ello tenga como consecuencia que otro mate a cinco. Las consideraciones basadas en derechos son consideraciones distributivas, porque considera los intereses de las personas cada una por separado; no puedo meter los intereses de diferentes personas en una bolsa y tratar de maximizarlos conjuntamente. Cuando se plantea la interpretación de una cierta norma, puedo pensar en términos de la promoción de un fin social agregativo o en términos del respeto de un derecho individual, es decir, la protección de intereses fundamentales de las personas. En las sociedades democráticas los intereses que se admiten públicamente bloquean el cálculo agregativo; son, por ejemplo, la vida, la salud, la libertad, la educación. El derecho a la libertad no nos permitiría esclavizar a diez personas para de esa manera conseguir la liberación de cien.
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CONSIDERACIONES MAYORITARIAS O DEMOCRÁTICAS En rigor de verdad, estas consideraciones no deberían intervenir independientemente, sino a través del derecho legislado democráticamente. La razón extrajurídica que tienen los jueces y juristas para emitir enunciados jurídicos que corresponden a las normas legisladas es que ellas han sido promulgadas de acuerdo con los procedimientos democráticos. Podría aducirse que las consideraciones mayoritarias o democráticas son morales, pero yo no lo creo. La fuerza justificatoria de la democracia no reside en ninguna teoría moral sino en una construcción política liberal que toma en cuenta, por un lado, la conexión entre el gobierno democrático y la promoción de fines sociales públicamente razonables y el respeto a los derechos individuales, y por otro lado, la elaboración procedimental de un ideal de justicia política. La democracia es un régimen político razonable más allá de las diferencias que podamos tener en materia ética o moral. Cada vez que tenemos una discusión jurídica, podemos encontrar que se invocan razones públicas pertenecientes a las tres categorías mencionadas. Lo primero que cabría hacer es agrupar las razones invocadas según su tipo. Hecho esto, tenemos por delante la determinación de qué haremos cuando las consideraciones en cuestión tiran en direcciones opuestas. El balanceo entre consideraciones pertenecientes a los tres grupos depende de la argumentación pública disponible en el ámbito del sistema jurídico en el cual se presenta la cuestión y no puede ser contestada de un modo general. En los países de tradición romanista, es común que se otorgue prioridad al derecho legislado democráticamente, excepto que ello sea muy costoso en términos de fines sociales y respeto a los derechos individuales. En los países del commonlaw, el desarrollo del derecho privado ha estado guiado tradicionalmente por consideraciones relativas a fines sociales (por ejemplo, la riqueza social) y a derechos. En términos generales, cada sociedad fija a través de sus prácticas jurídicas e instituciones políticas un equilibrio entre los tres tipos de razones públicas que pueden apoyar extrajurídicamente los enunciados jurídicos defendidos por jueces y juristas.
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REINHARD ZINTL Universidad de Bamberg (Alemania)
REGLAS COMO RESTRICCIÓN EXTERNA LAS REGLAS LEGALES formalmente establecidas así como las normas sociales no escritas tienen como finalidad restringir la conducta de las personas. Las reglas son relevantes sólo cuando hacen una diferencia, por ejemplo, si ellas previenen que la gente tome decisiones que seguramente éstas tomarían en su ausencia. Cuando tratamos de averiguar algo acerca del trabajo de las reglas o de los sistemas de reglas, usualmente nos encontramos con la convencional ficción del reforzamiento adecuado de normas, bien informadas y sin costos, como una aproximación de primer orden. «Reforzamiento adecuado» de normas es aquel que quien refuerza la regla actúa estrictamente a las normas que guían las actividades destinadas a darle mayor fuerza a una regla, y no está distraído de sus negocios por motivos irrelevantes y no hacen mal uso del sentido de coerción que maneja. «Reforzamiento bien informado» significa que el agente que refuerza la regla conoce todo lo relevante sobre la conducta de los destinatarios de la regla. «Refozamiento libre de costos» es aquel que no requiere que recursos sean desviados de otros usos por los destinatarios para hacer posible que la regla entre en vigor. Cuando nos acercamos a la * Traducido por Víctor Pizani Azpúrua.
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realidad, rutinariamente descartamos el segundo y el tercer enunciado, sin embargo normalmente mantenemos el primero en uso. Es este enunciado el que queremos discutir aquí. La cuestión motivacional de si las reglas son decretadas por una persona o grupo para su propio interés y luego son cumplidas por esta persona o grupo no es un reto teórico para nosotros. Las cosas son diferentes si las personas encargadas de reforzar una regla actúan como agentes de alguien más y no como si fuesen sus propios jefes. Aquí debemos averiguar cómo hacen los jefes para asegurarse de que sus agentes hagan lo que se supone deben hacer, tomando en cuenta el costo de agencia, el riesgo de oportunismo, etcétera. La constelación de jefes y agentes más interesante teóricamente es aquella donde los destinatarios de las reglas son los jefes, aquellos que deben hacen cumplir las reglas. Éste es el caso cuando las reglas en cuestión restrinjen el interés situacional inmediato de los sujetos con la finalidad de promover su interés general o a largo plazo. La figura en la cual esta diferencia es mejor visualizada es en el «dilema del prisionero». «Traición» es lo situacionalmente racional en esta constelación, «cooperación» no es situacionalmente racional y sin embargo es la opción más beneficiosa si es practicada por todos los actores participantes. Por lo tanto, todos los actores tienen interés en las restricciones que los vinculen a todos; y, dado que su interés situacional aún hace atractiva la violación de la restricción, tiene que haber algún respaldo externo de la regla. Esto no excluye la existencia de actores que sigan a las reglas sólo por considerarlas justas y razonables. Únicamente se refiere a que ningún actor puede excluir la existencia de otros actores que bien pueden aceptar la regla en principio, pero que sin embargo están listos para romperla cuando sea posible. La aceptación general de la regla como razonable y justa puede reducir sustancialmente los costos del reforzamiento, pero no hace superfluo el reforzamiento externo. Generalmente, las situaciones donde la gente tiene un interés constitucional en ser restringida en la búsqueda de su propio interés inmediato son situaciones de «cooperación problemática». Las situaciones de este tipo difieren en su estructura. Hay un continuum de problemas de cooperación que los actores deben afrontar, que abarcan desde los problemas de cómo mantener intacta
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hasta el final la interacción del día a día con otra persona bien conocida hasta los problemas de estabilizar el respeto general por el orden legal abstracto. Inclusive si el contenido básico de las reglas se dirige a hacer posible la cooperación o reducir los riesgos de la cooperación que pueden ser similares en una gama completa de contextos de interacción, hay diferencias en el contenido específico de la regla adecuada y en las condiciones de su creación y reforzamiento. Antes de poder tomar una visión más cercana de los diferentes problemas que se presentan al reforzar una regla, antes debemos introducir algunas distinciones básicas:
PROBLEMAS BÁSICOS DE LA COOPERACIÓN Los problemas básicos de la cooperación son la eficiencia y la justicia. Ambos problemas pueden ser visualizados fácilmente por medio de dos conocidas figuras de la teoría de los juegos. El problema de la eficiencia por medio de la figura del «dilema del prisionero» y el de la justicia por medio de la figura de la «batalla de los sexos»: «DILEMA DEL B a A
PRISIONERO»
«BATALLA DE
b
LOS SEXOS»
B a
b
a 2,2
0,3
a
2,1
0,0
b 3,0
1,1
b
0,0
1,2
Un dilema existe cuando las respectivas contribuciones a la cooperación no se distribuyen estrictamente al mismo momento y el reforzamiento es costoso, o siempre que la calidad de las contribuciones no puedan ser monitoreadas perfectamente. Ambos actores están interesados en la correcta cooperación (a/a), igualmente, ambos tienen el mismo incentivo para comportarse como oportunistas siempre que puedan. El contenido de la norma en la cual el actor tiene un interés constitucional es obvio: el comportamiento oportunista debe ser prevenido. Si el objetivo de la nor-
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ma relevante es hacer posible y estabilizar el «Pareto» superior de no-equilibrio (a/a), no debe haber disentimiento acerca del contenido general de dichas normas entre actores racionales. Su forma específica diferirá, dependiendo de los tratos específicos de la constelación: en el caso de las constelaciones bilaterales la regla de reciprocidad, también llamada «regla de confianza»,1 está en demanda —el objetivo es asegurar que se van a cumplir las promesas—. Pacta sum servanda es el contenido básico de estas reglas. Los problemas de cooperación multilateral en la mayoría de los casos no son problemas de respeto a lo prometido, sino problemas de free riding: es ventajoso romper algunas normas generales de conducta que obligan a los demás. Ninguna reciprocidad inmediata está involucrada. Las reglas en juego son a veces llamadas reglas de solidaridad, por razones obvias: jugando injustamente una constelación de este tipo usted no rompería un acuerdo con una persona específica y conocida, pero sí perjudicaría a una multitud indefinida de personas con la cual usted no interactúa directamente. El sentido básico es ilustrado por la pregunta ¿qué pasaría si todos actuáramos de esta manera..? Los problemas de justicia existen siempre que las ganancias de la cooperación puedan ser divididas de diferentes maneras. La batalla de los sexos ilustra el problema de una manera simple: ambas partes estarán mejor si cooperan (tanto a/a como b/b), pero cada parte quiere dictar las condiciones de la cooperación. Los jugadores deben acordar sobre quién debe obtener qué (si el juego es jugado repetidas veces, los jugadores pueden tomar turnos en cualquier proporción y luego realizar cualquier división de pagos que sea conveniente). Siempre existe la opción de dividir los pagos de acuerdo al poder de negociación,2 pero esto no podría ser del interés de los jugadores: ciertamente es costoso investigar acerca del poder de negociación en un momento dado; además no todas las características de una situación permanecen estables en el tiem1
V. Vanberg y J. Buchanan, «Rational Choice and Moral Order», Analyse & Kritik, nº 10, 1988, pp. 138-160; «Interests and Theories in Constitutional Choice», en Journal of Theoretical Politics, nº 1, 1989, pp. 49-62.
2
J. Nash, «The Bargaining Problem», en Econometrica, nº 18, 1950, pp. 155-162.
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po; por otro lado, no hay oportunidad para resolver este problema definitivamente. Por consiguiente, es altamente plausible que al final los jugadores que están en continua cooperación observen ciertos principios generales ajustados a situaciones o a divisiones justas.3 Si ellos así lo hiciesen, podrían permanecer en una situación de negociación, pero la negociación no es más que el proceso de revelación de relaciones circunstanciales de poder, en lugar de eso sería un proceso de argumentación acerca de la legitimidad. No existe un tipo sencillo o natural de principios sobre los cuales se puedan fundamentar las legitimidades, existe en cambio un menú —equidad, igualdad o necesidad—. Cuál de éstos debe ser aplicado a una constelación dada no es una historia tan sencilla como lo es la cuestión de seleccionar una regla que asegure la eficiencia, al menos parece haber una cercana conexión entre la selección de un principio y los rasgos de la situación específica envuelta: a mayor claridad de la percepción de los actores de la relación entre los pagos globales y las contribuciones individuales, mayor será el peso que se dé al principio de equidad.4 Los problemas de justicia pueden existir tanto en constelaciones bilaterales como en las constelaciones multilaterales, así como también en el reino de las reglas de justicia podemos hacer la distinción entre la reciprocidad (siendo justo con el compañero) y la solidaridad (exigiendo sólo una justa distribución de un patrimonio común). La estructura global de los problemas es la misma para las reglas de justicia como para las reglas de eficiencia. En ambos casos los jugadores tienen un interés constitucional común (aquí, de acuerdo con la historia del contexto y con las reglas de justicia relevantes; allí, manteniendo la eficiencia), y al mismo tiempo tener 3 D. Kahneman, J. Knetsch y R. Thaler, «Fairness as a Constraint on Profit Seeking: Entitlements and the Market», en American Economic Review, nº 76, 1986, pp. 728-741; S. Lindenberg, «Contractual Relations and Weak Solidarity: The Behavioral Basis of Restraints on Gain-Maximization», en Journal of Institutional and Theoretical Economics, nº 144, 1988, pp. 39-58. 4
S. Masten, «Equity, Opportunism and the Design of Contractual Relations», en Journal of Institutional and Theoretical Economics, nº 144, 1988, pp. 180-195; R. Selten, «The Equity Principle in Economic Behavior», en H. Gottinger, W. Leinfellner (comps.), Decision Theory and Social Ethics: Issues in Social Choice, Dordrecht, 1978, pp. 289-301.
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intereses circunstanciales divergentes (aquí, obteniendo lo más posible a través de la propia interpretación de las reglas, sometiéndose, e incluso rompiéndolas; allí, no cooperando sinceramente). Ahora tenemos una idea del contenido de la eficiencia y de las reglas que preservan la justicia. ¿Cómo se refuerzan estas reglas?
CONDICIONES DE REFORZAMIENTO: LAS RELACIONES PERSONALES Aquí miramos los problemas de reciprocidad y aquellos problemas de solidaridad que surgen en contextos donde los miembros de la colectividad relevante se conocen personalmente. Sumándose a la dimensión del número de actores afectados (configuraciones bilaterales versus multilaterales), nosotros usaremos las dimensiones de la calidad de la información. Discerniremos simplemente dos estados —buena información (en particular información con asimetrías leves) e información restringida (particularmente la información asimétrica)—. La calidad de la información está conectada con el número de actores, pero no perfectamente —si el número de actores es bajo puede ser imposible para ellos monitorear adecuadamente a los demás—. El reforzamiento de normas de eficiencia y justicia en situaciones de cooperación bilateral es recíproca por sí misma, desde que los actores juegan ambos roles, el de reforzador de la norma y el de destinatario de la misma, todo al mismo tiempo: la conducta no-cooperativa es sancionada con la negación de la cooperación o con el retiro de ésta. El mecanismo trabaja mejor si la constelación tiene rasgos de ser un juego consecutivo donde los actores pueden premiar o castigar a la otra parte por su conducta presente en las rondas futuras del juego. Esencialmente esto es lo que dice el «teorema de Folk» de la teoría de los juegos.5 Si la situación tiene rasgos de ser un juego de una sola ronda, las cosas son un poco más complicadas pero no irremediables: los actores ra5 Cfr. sólo D. Fudenberg y E. Maskin, «The Folk Theorem in Repeated Games with Discounting or with Incomplete Information», Econometrica, nº 54, 1986, pp. 533-554; K. Binmore, Game Theory and the Social Contract, vol. I: «Playing Fair», Cambridge, 1994.
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cionales deben invertir en reputación comportándose de cierta manera en otros juegos, los cuales pueden ser vistos por sus compañeros, o siendo miembro de un grupo el cual también tenga la necesidad de tener reputación (todo esto transforma básicamente un juego de una sola ronda en parte constituyente de algún juego interactivo); o encontrando la manera de ligar acuerdos que los mantengan alejados del comportamiento oportunista, por ejemplo, creando un rehén, etcétera.6 El resultado central, el cual puede ser destacado en esta coyuntura, es el hecho de que lo que todos necesitamos es la búsqueda inteligente del interés propio para todos los actores —no es necesario en absoluto algo como la «genuina orientación de la norma»—. Los problemas comienzan tan pronto como nos acercamos a la realidad e introducimos sustanciales y persistentes asimetrías de información en el cuadro. La minoría de los compañeros podría supervisar a los demás, la mayor dificultad está en encontrar instituciones que puedan asegurar la justicia del juego. En limitados casos los actores confían entre sí personalmente o no habría cooperación. Pero, ¿qué significa confianza?, ¿es posible confiar racionalmente? Por un lado, confiar en alguien significa esperar una conducta de otra persona en desacuerdo con su inmediato interés circunstancial. Por otro lado, hacemos la distinción entre confianza ciega y confianza razonable. Sólo la confianza razonable es candidata a la confianza racional, si es que existiese algo así. ¿Cuál es la base sobre la cual podríamos razonablemente construir la expectativa de que alguien restrinja su propio comportamiento sin ninguna presión externa? La única base sobre la cual podemos construir dichas expectativas es evaluando a la persona en cuestión como alguien que tiene la capacidad de reforzar la norma que podría estar en contra de esa misma persona. Si existen personas con estos rasgos, si este rasgo puede ser señalado y si la presencia de este rasgo no puede ser fácilmente simulado, enton6 Cfr. en particular A. Alchian y S. Woodward, «Reflections on the Theory of the Firm», Journal of Institutional and Theoretical Economics, nº 143, 1987, pp. 110-136; O. Williamson, Markets and Hierarchies, Nueva York, 1975 y The Economic Institutions of Capitalism: Firms, Markets, Relational Contracting, Nueva York, 1985.
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ces la cooperación arriesgada es posible aun si el monitoreo está severamente restringido. La posibilidad de la «confianza» como una institución social no descansa en que todos los actores deben ser moralistas en el sentido esbozado. Descansa en el hecho de que existen algunas personas de esta clase y que ellas pueden identificarse. Si ellas no pueden identificarse (o en qué cantidades o si ellas pueden imitarse fácilmente), ellas se extinguirán tarde o temprano, al no haber ventaja por ser honesto, considerando las desventajas de permanecer como en el presente. Si, por otro lado, los moralistas pueden identificarse fácilmente y sin errores, los oportunistas se extinguirán al no poder encontrar cooperación de ningún compañero.7 Ningún extremo se acerca a la realidad. En realidad, la confianza es posible, pero no está totalmente libre de riesgos. El oportunismo es un recurso vital en este mundo porque provee a los actores de la habilidad necesaria para responder flexiblemente a circunstancias cambiantes, la habilidad de comportarse orientado por normas; sin embargo, no es un simple impedimento en este mundo, sino un recurso vital. Lo que vemos hasta ahora es la pura reciprocidad combinada con una buena condición de información hace del reforzamiento de normas una cosa perfectamente externa. Tan pronto como los problemas de información se deslizan, la internalización se convierte en parte de la historia. Las cosas son más complicadas cuando se trata de problemas de cooperación multilateral. La dificultad no es sólo que las reglas de solidaridad pueden tener una base psicológica más débil que la regla de reciprocidad. Aun cuando la regla de solidaridad es generalmente aceptada como una regla de reciprocidad, nunca sustituye el rasgo básico —el reforzamiento recíproco—. Sancionar aquí no puede consistir simplemente en negarse a cooperar. En 7 P. Dasgupta, «Trust as a Commodity», en D. Gambetta (comp.), Trust. Making and Breaking Cooperative Relations, Nueva York, 1988, pp. 49-72; R. Frank, The Passions Within Reason, Nueva York, 1988; C. Sabel, «Studied Trust: Building New Forms of Cooperation in a Volatile Economy», en F. Pyke, W. Sengenberger (comps.), Industrial Districts and Local Economic Regeneration, Ginebra, 1991, pp. 215-250.
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cambio, necesita una acción positiva, basada en la adhesión a una norma sancionada —y es por sí misma una norma de solidaridad—. El rasgo más importante de la situación es el grado de visibilidad mutua de los miembros del grupo relevante. Cuando existe visibilidad mutua de todos los destinatarios de las reglas, estamos básicamente en la misma situación que antes: las reglas de solidaridad trabajarán, siempre que las sombras de la solidaridad cubran la reciprocidad.8 Esto significa: los jugadores por sí mismos tomarán el rol de reforzar reglas más fácilmente. La reputación general es el recurso, al cual todos tienen interés en construir y manipular cuidadosamente. A esta manera de resolver problemas de reciprocidad y solidaridad podemos llamarla solución del «clan».9 Como en el caso de la cooperación bilateral, no tenemos un serio problema teórico. Podemos notar, sin embargo, un rasgo particular de la regla generada de esta manera: la solidaridad fundada en las relaciones personales es necesariamente particularista, desde que descansa en la distinción entre los miembros y los no-miembros de un grupo. Ya que las reglas sostenidas por la visibilidad mutua son la única clase de reglas que tenemos, debemos hablar de clanes en un mundo hobbesiano. En una situación hobbesiana, tenemos tanto caos como clanes; o mejor dicho: hay anarquía entre todas las personas tomadas individualmente, o únicamente entre los grupos de personas pero no dentro de aquellos grupos. Dentro del clan existe la paz gracias a los múltiples acuerdos personales. Respecto al mundo externo, la conducta de los clanes es perfectamente congruente con el estado de guerra imperante —como alianzas defensivas y como coaliciones predatorias—. En un estilo organizado, ellos hacen lo que de cualquier manera sus miembros harían. 8
Cfr. E. Ostrom, Governing the Commons. The Evolution of Institutions for Collective Action, Cambridge, 1990. 9
Cfr. R. Zintl, «Social Relationships and Economic Theories of Clubs», Associations, nº 1, 1997, pp. 127-146; también W. Ouchi, «Markets, Bureaucracies and Clans», en Administrative Science Quarterly, nº 25, 1980, pp. 124-142; Y. BenPorath, «The F-Connection: Families, Friends, and Firms and the Organization of Exchange», Population and Development Review, nº 6, 1980, pp. 1-30.
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Hasta ahora, notamos los siguientes resultados: En el caso de la cooperación continua entre individuos que están personalmente bien relacionados entre sí, los destinatarios y los reforzadores de normas endémicas son lo mismo en un sentido muy concreto. El problema de la motivación de los agentes encargados de reforzar una norma puede ser considerado como irrelevante en este caso. Con tal de que no exista alguna grave asimetría de información, nada más que el homo oeconomicus y la estabilidad de las normas son necesarias para explicar la existencia y estabilidad de éstas. Si existiesen sustanciales asimetrías de información, las cosas se complicarían un poco más respecto a los tratos personales requeridos. Pero estos requisitos no parecen ser tan fuertes como para que la existencia y estabilidad de las normas sean un misterio teórico.
CONDICIONES PARA EL REFORZAMIENTO DE LA NORMA REFORZAMIENTO POR AFICIONADOS Las constelaciones ahora consideradas son aquellas donde los actores no se conocen entre sí personalmente; por ejemplo, las constelaciones de anonimato. En el anonimato los actores conocen algo de los otros miembros de la comunidad directa o indirectamente, pero definitivamente no una parte sustancial. La regla de solidaridad, la cual regula la cooperación, es diferente a aquellas que hemos discutido hasta ahora: el contenido de estas reglas así como sus mecanismos de reforzamiento no son los mismos que en las constelaciones de «clan». El contenido de las reglas refleja que la cooperación es una cosa de dos caras en un contexto de anonimato: todavía hay cooperación concreta entre personas concretas. Pero está instalado en un tipo mucho más amplio de cooperación, la cual consiste en el respeto a las reglas generales que hacen posible la coexistencia de manera ordenada. En cierto sentido, el anonimato es el tema del orden legal: en la medida en que usted pueda confiar en la ley,
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usted no necesita conocer a su posible oponente o compañero personalmente. Las situaciones sociales están reguladas sin tomar en cuenta los tratos personales. Este es el rasgo central de las reglas universales y abstractas que juntas forman un orden legal. ¿Cómo se refuerza esta clase de reglas?, ¿podemos pensar en los mecanismos endógenos de reforzamiento o necesitamos una fuerza externa? Primero veremos el reforzamiento desde adentro o endógeno. Suponemos —como ya hicimos en el análisis de la confianza como institución— que existe una distribución de los tipos de actores donde por un lado están los oportunistas puros y por el otro extremo están los moralistas puros. En consecuencia, algunos actores serán motivados a seguir la norma en cuestión, otros no. Ya que esto es todo lo que podemos decir, no hablaremos sobre las reglas vigentes en nuestra sociedad: sólo están vigentes si externamente restringen también la conducta de aquellos que no sienten placer en aceptarlas. Esta restricción externa descansa sobre sanciones. La probabilidad de ser castigado es entonces decisiva para el grado en el cual la norma es socialmente seguida: si la probabilidad es cercana a cero, sólo los moralistas se comportarán apropiadamente; mientras más cerca esté a la unidad, mayor resultará la adhesión a la norma. Visualizando esquemáticamente: LA REACCIÓN BÁSICA DE
OBEDIENCIA
100% Proporción de obediencia
x
0% 100%
0%
Probabilidad de sanción
El mecanismo endógeno de reforzamiento, el cual valida una norma social, puede ser descrito de la siguiente manera: el grado en el cual la norma está vigente socialmente no depende directamente de la proporción de adherencias intrínsecas de la norma
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(ellas siempre son inframarginales), pero sí de la intensidad del reforzamiento externo.10 Sin embargo, esto no significa que la internalización de la norma no juegue en absoluto ningún papel. El punto decisivo es que tomar un punto de vista interno11 hacia una norma supone una disposición a obedecer la sanción asociada. El rol de la internalización de la norma para su validez social es entonces indirecto: todos saben que existen personas que no sólo tienen disposición a seguir la norma en cuestión, sino que están dispuestas a castigar a otras personas por la violación de la norma. A mayor proporción fáctica de este tipo de personas, mayor es también el riesgo fáctico de ser castigado por la violación percibida de estas personas, y mayor es el riesgo percibido de ser castigado. La dinámica específica del reforzamiento endógeno de una norma depende de las relaciones causales específicas que existen entre la disposición agregada de aplicar sanciones y los costos agregados de aplicar las normas que sancionan.12 La preparación individual para aplicar sanciones depende de los costos o riegos que el individuo enfrenta si actúa de acuerdo con la norma que sanciona. Se ha acordado que el nivel agregado de sanciones es una curva estándar de demanda: el signo de la reacción es negativo (la demanda varía inversamente con los costos); el monto de la sanción a cualquier nivel de costos depende de los «gustos» y circunstancias externas. Por otro lado, los riesgos de la acción, los costos propios, dependen de cuántos actores siguen a la norma que sanciona. Cuando hay más actores activos, menores son los riesgos. Así, los costos son una función del nivel agregado de sanción. Generalmente conocemos el signo de la función pero no su forma específica, la cual depende de circunstancias externas, entre ellas sus características institucionales. 10 Cfr. en particular R. Cooter, «Decentralized Law for a Complex Economy: The Structural Approach to Adjudicating the New Law Merchant», University of Pennsylvania Law Review, nº 144, 1996, pp. 1-50. 11
H. Hart, The Concept of Law, Oxford, 1994.
12
Cfr. T. Schelling, Micromotives and Macrobehavior, Nueva York, 1978; R. Cooter, «Decentralized Law for a Complex Economy: The Structural Approach to Adjudicating the New Law Merchant», University of Pennsylvania Law Review, nº 144, 1996, pp. 1-50.
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Dos tipos de dinámicas son concebibles dependiendo de las respectivas elasticidades: cuando la sanción agregada (movilización) no es muy elástica (desde el punto de vista de los costos) y los costos no son muy elásticos (desde el punto de vista de la movilización), tenemos una constelación en equilibrio; cuando ambas reacciones son altamente elásticas, tenemos una constelación umbral: CONSTELACIÓN DE
CONSTELACIÓN DE EQUILIBRIO
Costo de acción
C
Nivel de movilización como función de costo
*
Costo
Costo como función de costo movilización
C
ENTRADA (UMBRAL)
Costo como función de movilización
* Movilización Costo de función
A Nivel de movilización
A Nivel de movilización
En el primer caso existirá algún monto definido y estable de movilización, el cual implica alguna probabilidad definida de ser castigado en el caso de violar una norma, la cual corresponde con el monto definido de adherencia social a la norma primaria (dependiendo de la función básica de complacencia de esta norma). En una constelación umbral, ocurrirá tanto una ruptura completa como un nivel máximo de movilización, lo que implica la probabilidad de sanción de cero, donde sólo los moralistas siguen a la norma primaria, o en alguna probabilidad sustancial de sanción (la cual puede alcanzar la unidad o no, dependiendo de las condiciones de información) asociada con un nivel sustancial de adherencia con la norma primaria. Por lo menos cerca del valor del umbral el sistema puede ser influenciado desde el exterior. El resultado que debemos tener en cuenta por su importancia es el siguiente: bajo condiciones de anonimato la estabilización endógena de una norma considerada como una restricción descansa —indirectamente— en la habilidad de los destinatarios de la norma en internalizar esta norma.
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REFORZAMIENTO POR PROFESIONALES Como hemos visto, existe la posibilidad de lograr la estabilización endógena de las normas. Pero también hemos visto que podría no ser suficiente —el nivel de complacencia establecido de esta manera puede ser menos de lo que los miembros de la colectividad aceptarían—. En este caso, ellos tendrían un interés en remplazar o respaldar el control endógeno social por el control exógeno. Ellos contratarán agentes especiales dotados de los medios para poder reforzar las normas. El problema relacionado con esta manera de hacer las reglas es bien conocido: la conducta de los agentes debe ser controlada por ellos mismos. Esto podría hacerse con agentes de segundo orden cuya conducta debe controlarse por agentes de tercer orden y así sucesivamente. Sin embargo, el último agente encargado de implementar las normas, «la última instancia», no puede ser constreñido por esta vía, por razones lógicas. Si no queremos visualizar una consecuencia nihilista, en vez de insistir en ver a las constituciones como la estructura del poder político y no simplemente como un instrumento, entonces debemos considerar dos posibilidades: las constituciones pueden descansar en el autocontrol de aquellos en el poder; o pueden descansar en el control externo sin última instancia. La primera posibilidad no es atractiva por razones obvias: si la validez o estabilidad de una constitución está basada en la internalización de esta constitución por aquellos que ejecutan el poder del Estado, entonces nuestra construcción se vuelve incoherente in toto: ¿qué sentido tiene modelar procesos sociales asumiendo actores orientados por las consecuencias que tienen que restringirse externamente en un grado sustancial y, sin embargo, tirar este modelo por la borda exactamente en el punto donde la tentación de comportarse oportunistamente es mayor y donde la consecuencia del oportunismo es más grave que en cualquier otro contexto?, ¿si Dios da moralidad a aquellos en el poder entonces por qué no lo da a todos?, ¿por qué debemos necesitar la idea de restricciones externas? Entonces lo que queda es la segunda opción, la idea del control externo sin última instancia. Esto suena algo extraño, pero no lo es. La idea (hobbesiana) de que un orden legal debe ser re-
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forzado en una cadena lineal de controles externos (los cuales no tienen bases seguras, empezando por la base del sistema que no está bajo el control propio) es remplazada por la idea (lockeana) del reforzamiento circular: los miembros de la comunidad en su rol de cada día como sujetos están restringidos externamente y de una manera explícitamente institucionalizada por los reforzadores del orden legal institucionalmente autorizados. Por otro lado, los agentes encargados de reforzar una regla están restringidos externamente por la amenaza de resistencia de los sujetos si ellos transgreden sus deberes. Este reforzamiento circular de la norma puede considerarse como estabilizable por sí mismo porque conecta tipos asimétricos de control: la última instancia formalmente institucionalizada de la cadena de control externo es igualmente controlada desde el exterior —pero no por un poder institucionalizado sino por un entorno que es descrito mejor como una soberanía latente pero dispuesta a levantarse—.13 Este arreglo puede ser estable por las siguientes razones: aquellos que controlan el sentido de coerción están permanentemente tentados a abusar de su poder. El abuso del poder es atractivo si se pueden obtener grandes ganancias, pero también pierde atractivo si conduce a una situación que implique graves riesgos —la gente podría verse provocada y quedar fuera de control—. Por otra parte, las personas que poseen el poder último, no estarían tentadas a abusar de este poder: como una coalición, es amorfo y no tiene rutinas en el uso del poder. Es esta vaguedad institucional la que rodea el problema de la última instancia. Ahora, si vemos la dinámica de la resistencia popular como un medio para reforzar normas, inmediatamente notamos la similitud con la dinámica del reforzamiento de normas sociales: primero, hay una norma primaria o sistema de normas (declarando lo que tiene que ser hecho si la norma primaria se viola); segundo, hay una norma que sanciona (declarando lo que hay que hacer si la norma primaria es violada); tercero, la disposición de castigar la violación descansa sobre la internalización de la norma 13
Cfr. B. Weingast, «Constitutions as Governance Structures: The Political Foundations of Secure Markets», en Journal of Institutional and Theoretical Economics, nº 149, 1993, pp. 286-311.
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primaria. La única diferencia entre la estabilización endógena de normas sociales y la estabilización endógena del orden legal abstracto se basa en que la «internalización de la norma primaria» tiene significados diferentes en contextos diferentes. En política no implica una disposición directa de los sujetos a usar el poder del Estado de cierta manera, sino una disposición para juzgar las acciones de aquellos a los cuales se confía el poder del Estado. Idealmente, la función de movilización de resistencias no es únicamente una curva de demanda agregada, la cual refleja los gustos individuales, sino representa la distribución de la prontitud con la cual se transforman los juicios compartidos en acción: los niveles individuales de satisfacción son considerados como irrelevantes para el cálculo de resistencia por la mayoría de los individuos. La pregunta sobre si es válida o no la resistencia —en principio— no es asunto de grado sino de una clara decisión. En la medida en que la constitución no se viole, la demanda de movilización es inexistente, la función de demanda aquí representa nada más que una disposición. Ésta se transforma en la conducta actual sólo en una situación donde la constitución es violada. Aquellos en el poder podrían o no tomar un punto de vista interno de la constitución. Es decisivo para su conducta que ellos compartan el conocimiento común relevante y por consiguiente conozcan que incurren en graves riesgos si violan las reglas (y, por otro lado, ellos saben que están más seguros que en un entorno hobbesiano en tanto que respeten las reglas; esto reduce aun más el atractivo de los excesos). La severidad del riesgo no sólo depende de las preferencias individuales y disposiciones, sino también en hechos sociales, y entre ellos los rasgos constitucionales. Hasta dónde la función del costo sea considerada, es de importancia central tanto si los sujetos en su rol como agentes encargados de reforzar a la constitución actúan en un contexto de bajo riesgo como de alto riesgo. Aquí podemos decir que las instituciones estándar del sistema democrático de las reglas de derecho contribuyen a su propio reforzamiento y estabilización: libertad de pensamiento, libertad de expresión, libertad de asociación, habeas corpus, etcétera, son derechos que ayudan a la soberanía latente a ponerse en marcha si
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surge la necesidad. Si se respetan, ello implica la existencia de una «sociedad civil»14 donde redes pluralistas constituyen un contrapeso al poder central. Esto transforma el control del poder del Estado, basado en la resistencia de un asunto de «todo o nada», en un asunto donde exista una escala de pasos y donde la resistencia puede formar gradualmente un estilo no dramático. Por otra parte, la disposición a la movilización es un fenómeno cultural el cual dependerá en parte del aprendizaje. Es muy posible formar una cultura del patriotismo constitucional, dotado de un juicio común en lo que se refiere a la violación de la regla, y dotado también con la impaciencia comunitaria frente a estos eventos. Las condiciones adecuadas de aprendizaje son por sí mismas un asunto parcialmente político e institucional. La regla general que debe ser adoptada para estabilizar una constitución es contraria a aquellas reglas que sigue un Leviatán sin constitución: si se quiere tener un gobierno constitucional, se debe construir primero el conocimiento común sobre lo que se considera un gobierno inconstitucional y luego debe cambiarse la curva de costos hacia abajo y la curva de movilización hacia la derecha. En este punto es posible un comentario general: la imagen dada no se basa en una idea normativa específica de la soberanía popular. Más bien, el argumento principal es que la «domesticación» de cualquier Leviatán descansa fácticamente en lo que la gente piensa y juzga. Si la idea de la soberanía de la gente es parte de las opiniones compartidas, entonces la situación es ciertamente transparente para los miembros de la sociedad y es especialmente fácil encontrar conceptos y formas de crítica y resistencia (esto es lo que demuestra detalladamente Locke). Pero también, en otros tipos de políticas, la lógica básica es válida: en lo que podemos llamar una política fundamentalista, por ejemplo, la gente obviamente no puede considerarse como un juez superior, pero tampoco pueden ser medidas por la gente contra el «libro», y si fracasan en sobrevivir al «libro», se arriesgan a ser castigados. En una política paternalista, las élites dirigentes deben cumplir sus promesas 14
E. Gellner, «Trust, Cohesion, and the Social Order», en D. Gambetta (comp.), Trust. Making and Breaking Cooperative Relations, Nueva York, 1988, pp. 142-157; Conditions of Liberty. Civil Society and its Rivals, Londres, 1994.
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por la misma razón: los sujetos podrían considerar que las élites conocen mucho mejor lo que es bueno para ellos —pero lo más conveniente es que las élites acierten—. Por supuesto, ellos siempre pueden apoyarse en la fuerza bruta, pero el precio es la destrucción de la pretensión de obediencia y un aumento del riesgo de perder el poder. Cada política es un compendio único y específico de instituciones explícitas, estándares comunes de conducta, conjeturas comunes acerca del origen de ciertas situaciones y también falsas percepciones comunes. La última puede estabilizar o desestabilizar una política.15 Ahora vayamos a la pregunta final: ¿de dónde deben provenir las disposiciones requeridas?
¿PUEDE LA SOLIDARIDAD PERSONALIZADA SER LA BASE DEL ACATAMIENTO DE LAS REGLAS IMPERSONALES? ¿Cuál es la experiencia que podría darle a la gente la oportunidad de aprender el contenido básico de las reglas abstractas y cuál podría llevarla a internalizar estas reglas y las normas punitivas asociadas? ¿Puede la experiencia de la solidaridad personalizada ser la base de la solidaridad anónima y abstracta? En otras palabras, ¿es la solidaridad abstracta no más que la solidaridad personal generalizada?, ¿es el «clan» la piedra fundacional de la cohesión social —no sólo en el mundo de los clanes sino en la «gran sociedad»,16 o la «sociedad abierta»17? Primero, nótese la diferencia entre el imperio de la ley (rule of law) y un mundo de clanes. Un orden legal termina no sólo con la inseguridad hobbesiana, sino también elimina a las islas de confianza personal que implica esta inseguridad. Ambas, tanto la confianza como la inseguridad, son remplazadas por un tipo homogéneo de 15
T. Kuran, Private Truths, Public Lies: The Social Consequences of Preference Falsification, Cambridge, 1995.
16 F. Hayek, The Constitution of Liberty, Londres, 1960; Law, Legislation and Liberty, Londres, 1973; The Fatal Conceit. The Errors of Socialism, Londres, 1988. 17
K. Popper, The Open Society and its Enemies, Londres, 1962.
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relaciones: la paz social ya no es un asunto de orientación de metas comunes. En cambio, la gente es libre de seguir sus propios intereses, los cuales pueden seguir diferentes direcciones, pero ser mutuamente compatibles por las reglas abstractas del juego. La causa común es únicamente el orden legal por sí mismo, pero no tiene un propósito común específico. La transición de la anarquía de los clanes al orden legal, implica tanto alienación como emancipación. Las diferencias estructurales entre los tipos de sociedad están acompañados por diferencias en el carácter de las motivaciones ajustadas de los actores. No es sólo una variante algo más débil de la solidaridad individual original, sino otro tipo de solidaridad, la necesaria tan pronto como entramos en la «gran sociedad». La «solidaridad fuerte»18 es en algunos aspectos inadecuada para este tipo de sociedad y debe ser remplazada por una «solidaridad débil» (una simple ilustración debe ser suficiente: en la sociedad abierta usted escoge como socios para algunas transacciones a aquellas personas con las habilidades más específicas para esa transacción, y no se inclinaría preferiblemente por su «sobrino»; si la solidaridad le insta a hacer lo último, la eficiencia queda en segundo plano). Una sociedad abierta únicamente es posible si no todas las conductas y no todas las transacciones están reguladas por una solidaridad fuerte. Pero si esto es así, entonces la adherencia a las normas universales no debería ser interpretada como basada solamente en algún tipo de extensión de particularismo motivacional. Más bien, podríamos preguntarnos si internalizar reglas abstractas es del todo una posibilidad real. Si nuestra respuesta es negativa, por ejemplo, si sólo la conducta basada en las relaciones personales puede restringir el oportunismo —considerando que el orden abstracto es visto como generador de oportunismo— entonces nos dejamos llevar inmediatamente por la idea de que un orden basado en reglas abstractas no puede sostenerse por sí mismo. Desde esta perspectiva, un orden abstracto existente es visto como basado en una cultura que está construida en un mundo de clanes, como si necesita18 S. Lindenberg, «Contractual Relations and Weak Solidarity: The Behavioral Basis of Restraints on Gain-Maximization», en Journal of Institutional and Theoretical Economics, nº 144, 1988, pp. 39-58.
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se de esta cultura y de su infraestructura social como cinturón de seguridad. En palabras de Gellner, «es precisamente la anarquía la que engendra confianza, o si prefiere usar otro nombre, la que engendra la cohesión social. Es el gobierno efectivo el que destruye la confianza».19 El diagnóstico de la fragilidad inherente a un orden abstracto puede llevarnos a pensar una suerte de coexistencia inestable y oscilante entre el clan y el orden abstracto (podemos llamar a esto el diagnóstico de Ibn Khaldun’s);20 o a discernir acerca de la erosión e inevitable autodestrucción de este último (podemos llamar a esto la sospecha de Schumpeter).21 El orden abstracto en esta visión necesita y al mismo tiempo destruye al mundo de clanes —el «mundo viviente» sustituye al «sistema»—. La terapia necesaria consistiría en proteger al mundo viviente del sistema, pero según Schumpeter esto sería un esfuerzo desesperado. Si no queremos suscribir este diagnóstico, ciertamente no debemos ir tan lejos como para asegurar que la adherencia a las normas abstractas puede descansar únicamente en el razonamiento filosófico y no es necesaria para nada la experiencia (la práctica social). Si admitimos esto, tenemos que ver que la solidaridad fuerte es la única experiencia social en la que podemos pensar. Este no es el caso. Existen efectivamente diferentes tipos de interacción cara a cara y de constitución de grupos. La tesis entonces es que el orden abstracto necesita su propia clase de mundo viviente, grupos basados en normas de vocación universal, y esto no destruye a aquellos grupos sino que los hace florecer. Los grupos que incluyen valores universales deben ser descritos de la siguiente manera: su primer y principal rasgo es su carácter contractual. La entrada en estos grupos debe ser restringida, pero la salida de ellos nunca debe ser prohibida. La gente debe, en cierto sentido, nacer miembro del grupo, pero conservar el inalienable derecho de dejarlo. En otras palabras: las personas no dejan al orden legal que los rodea uniéndose al grupo y conociéndolo. Esto es verdad para todos los grupos, como la familia, 19
E. Gellner, «Trust, Cohesion, and the Social Order», ob. cit., p. 143.
20
Cfr. Ibn Khaldun, The Muqaddimah: An Introduction to History, trad. por F. Rosenthal, Princeton, 1958. 21
Cfr. J. Schumpeter, Capitalism, Socialism, and Democracy, Nueva York, 1942.
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donde se preserva la solidaridad fuerte. El segundo rasgo de los grupos universalísticos es su carácter parcial. La gente es miembro del grupo para algunos roles, no con la totalidad de su personalidad. Los grupos universalísticos respetan la privacidad, sus miembros de turno deben vivir con el hecho de que sólo es posible el total involucramiento de la personalidad en un terreno definido como privado. La solidaridad fuerte de la familia no puede ser un modelo para estas asociaciones. La gente debe aceptar lo que puede ser llamada la modularidad de la existencia:22 no hay un solo grupo donde se obtenga todo, así como no hay ningún grupo donde se pueda dar todo lo que se posea y todo lo que se es. Permítanos contrastar esta imagen con la descripción de aquellos grupos que hemos considerado como particularistas: estos grupos están construidos por el total envolvimiento de sus miembros, y con tendencia a cerrarse en sí mismos contra el resto de la sociedad e igualmente a restringir la salida del grupo. Este es el restablecimiento o la preservación de un clan hobbesiano en el contexto de un orden abstracto. El más conspicuo examen está basado en la religión, una instancia de los órdenes monásticos. Aquí, el objeto de la identificación, así como los instrumentos por medio de los cuales se soporta la identificación (el completo abandono de la vida privada), son particularmente poderosos. La instancia secular más destacable del totalitarismo de los clanes ha sido tradicionalmente el ejército. Ellos también tienen instrumentos de integración de largo alcance, también ofrecen a sus miembros fuertes objetos de identificación. (Típicamente, no es «el enemigo» el que se usa para la transformación totalitaria de un ejército; lo contrario es verdad: donde existe una amenaza externa la cual sea percibida por todos, los ejércitos están abiertos y bien integrados a la sociedad; ellos se transforman en clanes con culturas insulares sólo en aquellos casos donde una sociedad civil es considerada como contraparte. La constelación paradójica que los ejércitos experimentan al sentir desprecio oculto o abierto hacia la sociedad que ellos protegen es la regla, no la excepción.) Ahora, todo esto es asunto de sectores específicos dentro de la sociedad. Pero existen tipos de asociación parecidos a los clanes también en un ambiente donde las consecuencias sociales pueden ser más penetrantes 22
E. Gellner, Conditions of Liberty. Civil Society and its Rivals, ob. cit.
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—en la economía—. Tal es el caso del modelo de firmas convertidas en clanes, como usualmente son consideradas las corporaciones japonesas. El objetivo de aquellos que cargan con las responsabilidades en este tipo de organizaciones es producir el mayor capital humano específico fijo como sea posible. El sentido de esto es transformar a la firma en un mundo viviente.23, 24 Esto ciertamente es colonización, pero no la colonización de un mundo viviente inocente por algún frío sistema, sino la colonización del sistema por un «mundo viviente» impuesto. Es perfectamente posible que —por falta de otras oportunidades— exista amistad, solidaridad y confianza entre los miembros de estos clanes. Incluso, estos clanes representan una forma extrema de uso instrumental de las necesidades humanas elementales. Diferentes tipos de grupos juegan diversos roles en un orden legal: grupos universalísticos pueden ser interpretados como la infraestructura necesaria de cualquier orden abstracto. Que un orden abstracto haga al anonimato posible significa que nadie ni puede establecer lazos personales superfluos ni puede dejar de coexistir con ellos. Por otro lado, clanes particularistas restringen la libertad individual de aquellos que pertenecen a dicho grupo, 23 Cfr. Y. Murakami, «Ie Society as a Pattern of Civilization», Journal of Japanese Studies, nº 10, 1984, pp. 281-363; W. Ouchi, Theory Z. How American Business Can Meet the Japanese Challenge, Nueva York, 1981; T. Peters, y R. Waterman, In Search of Excellence. Lessons from America’s Best-Run Companies, Nueva York, 1982. 24 Los siguientes sentidos pueden ser distinguidos: a. Reclutamiento: tarea específica de captación de habilidades, son la mejor condición necesaria para un empleo, la selección se hace con la finalidad de lograr una homogeneidad máxima también en un aspecto extrafuncional; el reclutamiento de una generación tras otra de la misma familia es el patrón preferido. b. Educación y socialización: el modo de vida en una compañía específica es soportada gracias al adoctrinamiento, la creación de símbolos y la adopción de nuevos seguidores por antiguos miembros. c. Sustitución de la vida privada: hay una provisión de facilidades recreacionales por la compañía; además, actividades sociales obligatorias, vacaciones colectivas, etcétera. d. Expropiación de la vida privada: ataduras fuera de la firma son destruidas por horarios irregulares de trabajo, la rotación de empleados entre plantas, interferencia en la escogencia de amigos. La lista está ordenada según la intensidad de la «colonización». Las prácticas de reclutamiento y socialización constituyen infracciones en la libertad de contrato pero pueden ser consideradas y seguir siendo reconciliadas con una vida privada autónoma; la sustitución y, en cualquier caso, la destrucción de la vida privada son prácticas totalitaristas.
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remplazándola por la esclavitud feudal. Esto choca con el orden legal abstracto no sólo cuando la entrada es forzada, sino también cuando es voluntaria. En la mayoría de las sociedades industrializadas, una amenaza directa al orden legal —como es el caso con muchos ejércitos— no es el principal problema con los clanes particularistas; la amenaza es más indirecta: primero, estas organizaciones pueden ser únicamente un arma dentro de los confines de las reglas del juego. Sin embargo, si ellas confieren una ventaja competitiva y por consiguiente una evolución exitosa, ellas transforman a la cultura general. Esta transformación puede ser bienvenida por muchos de estos sujetos: una sociedad que ve sus propias diferencias sólo en términos de alejamiento y ha olvidado que éste es el precio por la emancipación, lo cual puede conducir endógenamente al regreso de la subordinación feudal. La quiebra de la línea entre la vida pública y la privada destruye tanto lo público como lo privado.25 Existe una potencial crisis consistente no sólo en el debilitamiento o destrucción del «mundo viviente» por la influencia del «sistema», sino también —y posiblemente más— en la invasión de ciertos tipos sustitutivos de «mundos vivientes» concebidos estratégicamente por el «sistema». Es sin ninguna duda lo que necesita urgentemente mayor protección.
COMENTARIOS FINALES Podemos regresar a la pregunta hecha al principio: ¿cuáles son los ingredientes de un adecuado reforzamiento de la norma? Casi por definición, entre actores racionales el reforzamiento debe ser externo. Pero podrá ser adecuado sólo si en algunas uniones críticas en la cadena causal hay alguna internalización de la norma —algunas veces bastante directas como en las constelaciones de reciprocidad, a veces más indirectamente como en el caso del reforzamiento por aficionados, a veces bastante abstracto como en el caso del reforzamiento por profesionales—. No puede haber ningún orden si sólo hay seres orientados exclusivamente por consecuencias. 25
Cfr. R. Sennett, The Fall of Public Man, Nueva York, 1992.
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LA ALTERNATIVA CONTRACTUALISTA
PEDRO FRANCÉS Universidad Complutense de Madrid (España)
UN LARGO DEBATE EL DÍA VEINTISÉIS de enero de 1996, en un salón ordinario de la segunda planta de la Facultad de Filosofía, en la Ciudad Universitaria de Madrid, yo intentaba defender la plausibilidad del contractualismo liberal como teoría moral. La profesora Julia Barragán había viajado desde Santiago de Compostela expresamente para persuadirme de la inviabilidad de esta empresa, y a tal efecto se sentó frente a mí en aquella sala y expuso sus argumentos y objeciones. Eligió muy mala ocasión, porque en el acto académico de defensa de una tesis, casi cualquier cosa puede esperarse del aterrorizado doctorando, excepto que se deje persuadir por alguno de los miembros del tribunal. La discusión que aquí presento es, en muchos sentidos, continuación y fruto de la comenzada aquel día (y continuada, para mi suerte, durante un par de deliciosos encuentros en Caracas). Yo aún no estoy persuadido de que el proyecto contractualista sea inviable. Muy al contrario, las críticas de Julia Barragán me llevaron a profundizar en la teoría de la racionalidad aceptada por el utilitarismo (y en gran parte por la ciencia económica). Y en esa investigación, no sólo no encontré una refutación definitiva de mi postura, sino más bien argumentos en su favor. De todas formas, las críticas tuvieron su efecto: hoy por hoy, me creo incapaz de
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formular, siquiera tentativamente, una historia completa y plausible sobre de dónde exactamente proviene la validez de las normas que mantienen nuestras sociedades (aproximadamente) unidas y ordenadas; pero sí me parece cada vez más evidente que una versión simple de la racionalidad instrumental no puede ser el único elemento de tal historia. Este no es un hallazgo particularmente meritorio. La filosofía crítica hizo de esta denuncia el lema de su entera orientación y la motivación práctica de su estudio. Pero además (y esto es más interesante), se ha observado con frecuencia que, si bien el utilitarismo —acompañado del modelo de racionalidad consecuencialista que asume— cumple aceptablemente su papel como filosofía social y política, resulta incapaz de postularse como filosofía moral con credenciales suficientes.1 Con ello, toda un área de normatividad queda fuera de su alcance y, en la medida en que gran parte de la normatividad social está basada en el respeto hacia los otros como personas morales, ese agujero del utilitarismo amenaza a las restantes regiones del proyecto. Por otro lado, los modelos teóricos de la decisión racional desarrollados por los economistas (que, basados originalmente en supuestos utilitaristas, deberían servir de apoyo a cualquier teoría filosófica normativa de tipo consecuencialista)2 han resultado, en el mejor de los casos, gruesas aproximaciones descriptivas y, ocasionalmente, convenientes herramientas analíticas para resolver problemas prácticos suficientemente bien definidos. Sin negar el rendimiento de tales métodos para esos casos y propósitos, hay que reconocer que en las situaciones más complejas e interesantes, simplemente
1
Esto es de hecho reconocido por algunos teóricos utilitaristas, como por ejemplo Robert Goodin, quien, en una obra reciente, lo expresa así: La tesis de este libro es que hay al menos una teoría normativa, el utilitarismo, que puede ser una buena guía normativa para los asuntos públicos sin ser necesariamente la mejor guía práctica para la conducta personal. [Cfr. Utilitarianism as a Public Philosophy, Cambridge University Press, 1995, p. 4.] 2
Esta es la tesis principal de la versión del utilitarismo ético más reputada, la de John Harsanyi. Cfr. «Morality and the Theory of Rational Behavior», en Social Research, nº 44, 1977, pp. 625-656.
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no reflejan lo que, de hecho, hacen los seres humanos; con lo cual su poder normativo queda también en entredicho.3 Otras tradiciones de filosofía moral se hacen cargo de la parte que el utilitarismo y la teoría bayesiana de la decisión (que actualmente puede considerarse su aparejo técnico por excelencia) dejan inexplicada: la ya mencionada teoría crítica, representada contemporáneamente por la ética comunicativa de Habermas; el universalismo kantiano tradicional (o su versión dialógica, propuesta por Apel); las escuelas intuicionista, emotivista, prescriptivista, etcétera y, por supuesto, el contractualismo. No puedo afirmar que alguna de estas alternativas en particular provea una solución mágica al déficit del utilitarismo, pero sí quiero defender que el contractualismo ofrece un modelo de justificación de normas tanto más abarcante que el utilitarista como no contradictorio con las premisas de éste. Y por ello debería ser el candidato más plausible para guiar la revisión de esta escuela.
UNA DISTINCIÓN PRELIMINAR Para mostrar esto comenzaré distinguiendo entre dos grandes grupos de teorías normativas, según su alcance. El primero compuesto por teorías normativas parciales; el segundo por las teorías globales, o comprehensivas. Las primeras se ocupan de un determinado sistema normativo, y dan por supuestas, o simplemente no cuestionan, otras normas. Esto crea frecuentes incompatibilidades. Por ejemplo, imaginemos una teoría de la normatividad jurídica de tipo consensualista. Su tesis central sería que las leyes obligan porque representan un consenso de todos los afectados. Pero necesitaría una tesis normativa secundaria: que todo sujeto queda obligado por su consentimiento. Ahora bien, como esta tesis secundaria no puede ser consensual —al menos no en el mismo sentido que la tesis principal—, cabe la posibilidad de que el fundamento (probablemente moral) de la misma reste plausibilidad al consensualismo que se trataba de defender. Este tipo de proble3 Cfr. en este sentido H. Simon, Reason in Human Affaires, Stanford University Press, 1983, especialmente p. 14.
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mas está siempre presente en las teorías normativas parciales; tanto las que se ocupan exclusivamente de la normatividad política, jurídica o social, como de las que se fijan en la normatividad moral, o incluso en los aspectos normativos de la teoría de la racionalidad. Las teorías comprehensivas tratan de evitar ese problema ofreciendo una explicación de todas las esferas normativas. El modo de hacer esto es, por un lado, proponer un método de explicación de la normatividad que no haga depender la justificación de un sistema normativo de otro sistema que quede fuera de la explicación misma y, por otro, lograr que el método sea lo suficientemente flexible como para poder justificar la normatividad de cualquier estructura de normas, aunque no haya sido directamente contemplada por la teoría. El proyecto más ambicioso consistiría en, burlando la falacia naturalista, explicar los sistemas normativos en función de verdades de hecho (o de razón) empírica o deductivamente demostrables. Pero este proyecto es, casi con seguridad, imposible; de modo que debemos conformarnos con su mejor alternativa, a saber: la explicación de los sistemas normativos en función de un tipo de normatividad tan básica e indudable que su validez pueda darse por supuesta sin necesidad de mayor justificación. Me parece que el utilitarismo, a pesar de sus esfuerzos por convertirse en una doctrina normativa global, pertenece al primer grupo, y está siempre expuesto a contradicciones del tipo señalado. Es difícil mostrar esto conclusivamente para todas las clases de utilitarismo, dada la variedad y sofisticación de las escuelas contemporáneas. Lo intentaré fijándome en una característica que todas comparten: la visión que podemos llamar «humeana» (aunque matizaré enseguida, para explicar las comillas) de la racionalidad. La idea es mostrar que cualquier teoría normativa que acepte únicamente el modelo «humeano» de racionalidad práctica difícilmente puede ser una teoría comprehensiva. Y como todas las escuelas utilitaristas (especialmente las más modernas) lo aceptan, todas quedan afectadas por esa carencia.
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LA VISIÓN EMPIRISTA DE LA RACIONALIDAD El concepto de racionalidad que he denominado «humeano» es el descendiente directo del que Hume dejó definido en el Treatise, con sus famosas palabras: Reason is, and ought only to be the slave of the passions, and can never pretend to any other office than to serve and obey them.4 It has been observ’d, that reason, in a strict and philosophical sense can have an influence on our conduct only after two ways: Either when it excites a passion by informing us of the existence of something which is a proper object of it; or when it discovers the connexion of causes and effects, so as to afford us means of exerting any passion.5
Las comillas se deben a que esta visión puramente subsidiaria de la racionalidad, no refleja toda la capacidad de la razón según Hume, quien, en la segunda Inquiry, posiblemente su trabajo más maduro, acentúa esta otra labor de la razón: The only object of reasoning is to discover the circumstances on both sides, which are common to these qualities; to observe that particular in which the estimable qualities agree on the one hand, and the blameable on the other; and thence to reach the foundation of ethics, and find those universal principles from which all censure or approbation is ultimately derived.6 4
D. Hume, A Treatise on Human Nature, libro II, parte III, seción III, p. 415 de la edición de L. A. Selby-Bigge, Clarendon, Oxford, 1958: «La razón es, y sólo debe ser la esclava de las pasiones, y jamás puede pretender otro oficio que servirlas y obedecerlas». 5
D. Hume, ibídem, libro III, parte I, sección I, p. 459: Se ha observado que la razón, estricta y filosóficamente hablando, sólo puede tener influencia sobre nuestra conducta de dos modos: cuando excita una pasión al informarnos de la presencia de algo que es el objeto propio de ella; o cuando descubre la conexión de causas y efectos, de modo que nos proporciona medios para ejercitar cualquier pasión.
D. Hume, An Enquiry Concerning the Principles of Morals, Clarendon, Oxford, 1902 (Enquiries, edición de L. A. Selby-Bigge), p. 174 (sec. 138): El único objeto del razonar es descubrir en ambos casos las circunstancias asociadas a estas cualidades; observar ese particular al que se adecuan las
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Sin duda que la tarea meramente inductiva que aquí asigna Hume al razonamiento (y que fue dogma de fe del utilitarismo de Bentham y Mill) no es suficiente para modificar el juicio sobre el papel subsidiario de la razón respecto a los deseos y sentimientos; pero sí para matizarlo en un sentido que la tradición empirista más reciente ha descuidado. La fidelidad de esta tradición a la definición de la razón como «esclava de las pasiones» está en la base de los análisis puramente formales de la racionalidad instrumental, que han llegado a convertirse, como ya señalé, en elemento preponderante de las explicaciones utilitaristas. Sin embargo, esa visión de la racionalidad no debería ser incompatible con su uso (técnico en principio, por cierto) para la investigación de los fundamentos (empíricos) y los principios universales de la ética (tal como mostró el utilitarismo clásico). Más adelante se planteará de nuevo este punto. Por ahora, quiero destacar simplemente el hecho de que la limitada visión de la racionalidad que he llamado «humeana», incorporada en la teoría de la decisión racional, se ha impuesto de modo generalizado en las ciencias sociales, y desde allí ha colonizado casi por completo algunas escuelas filosófico-políticas con pretensiones normativas, tales como la conocida escuela del «Public Choice», ciertos enfoques de la filosofía jurídica, y las versiones más refinadas del utilitarismo (entre las que destaca la de Harsanyi). Esta colonización, que se puede explicar como un capítulo más del paralelismo e influencia mutua entre la economía política y la filosofía moral empírica, ha oscurecido una importante tarea cognitiva del razonar, igualmente relacionada con la práctica, e igualmente reconocida por Hume y el utilitarismo clásico. Olvidado ese papel de la razón como «descubridora del fundamento de la ética», y reducida a esclava de los sentimientos per-
cualidades estimables por un lado, y las reprobables por otro; y a partir de ahí alcanzar la fundamentación de la ética, y encontrar aquellos principios universales de los cuales se deriva últimamente toda censura o aprobación. [Cursivas mías.] Otros lugares dignos de destacar son, sobre el papel de la razón respecto a la utilidad de las acciones y de las cualidades del carácter, ibídem, p. 285 (sec. 234; apéndice I); y una matización sobre los papeles respectivos del sentimiento y la razón, ibídem, p. 295.
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sonales, queda prohibido el juicio filosófico de los fines del individuo. Estrictamente hablando, ningún fin es objetivamente superior a otro. Ni siquiera puede suponerse, como hiciera Hobbes, que cada hombre tiene necesariamente interés en su propia supervivencia y bienestar. Que éste sea un interés muy extendido (y lógicamente antecedente a cualquier otro), no nos autoriza a calificarlo como «necesario», «racional» o «irracional». Desde esta perspectiva, lo único que puede calificarse como «racional» e «irracional» es el modo en que un individuo actúa, es decir, el uso que hace de los medios a su alcance para realizar sus fines, cualesquiera que éstos sean. Como los contenidos de los fines o deseos de la gente escapan a cualquier evaluación, lo único que cabe evaluar es el grado en que esos deseos son realizados por cada persona, y así se llega a la identificación empírica de la racionalidad con la maximización.
EXCURSO: SOBRE EL CONCEPTO DE MAXIMIZACIÓN Se impone aquí una cautela para prevención de un malentendido común entre quienes no están familiarizados con el lenguaje de la economía y la teoría de la decisión. Estas teorías poseen un lenguaje técnico, que no debe confundirse con el uso ordinario de las palabras. «Maximizar» no debe identificarse con «obtener lo máximo» de un bien determinado. El agente maximizador no es necesariamente alguien que acumula todo lo que puede de algo que prefiere. La maximización se refiere al grado en que se realizan las preferencias del agente. No cada preferencia particular, sino una medida conjunta de la preferencia que se denomina (también técnicamente) «utilidad». Maximizar esa abstracción que es la utilidad no equivale a maximizar un bien determinado, ni siquiera el dinero, o el valor monetario de lo que uno posee. La identificación, casi inconciente, del agente maximizador con un avaro egoísta acumulador de dinero se debe a que la teoría de la decisión racional tiene como punto de referencia casi exclusivo un tipo de agente —las compañías industriales y comerciales capitalistas— cuya única «preferencia» se reduce a obtener beneficios medibles en dinero; y a que suele asumir, para simplificar los análisis, que la utilidad es lineal con el dinero (esto es, que una cantidad adicio-
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nal de dinero equivale a esa misma cantidad adicional de utilidad). Esta suposición es tan común que, aun siendo reconocidamente falsa, deforma con frecuencia nuestra visión intuitiva del significado de la maximización.7 La maximización no prejuzga el objeto que persigue el agente maximizador. Éste puede ser dinero, placer, tranquilidad espiritual, bienestar o satisfacción por el deber cumplido. La maximización se refiere al modo en que las acciones del agente se relacionan con su objetivo. Una forma simple de entender el modo de acción en que consiste la racionalidad como maximización es imaginar que somos un agente o factor universal de cierta persona. Los datos que nos da esta persona antes de dejarnos encargados de su patrimonio hemos de tomarlos como (todas) sus preferencias. Imaginemos que todo lo que nos dice ese principal ficticio es que le gustan las flores y que le encantaría ver su jardín lleno de flores. Además de esa vaga instrucción, nos deja una cuenta bancaria con cierta cantidad de dinero, y se marcha por un tiempo. Como agentes suyos, no vamos a cuestionar su deseo, sólo a cumplirlo. Si a su regreso podemos explicarle por qué no está el jardín lleno de flores (por ejemplo, porque se acabó el dinero y no pudimos plantar más, porque pasó un huracán y arrancó las ya plantadas, etcétera), no tiene razón para estar insatisfecho con nuestra gestión, pues hicimos todo lo posible por cumplir su mandato. Pero si no podemos explicar por qué no está el jardín lleno de flores (queda aún dinero en el banco y hemos tenido tiempo sobrado para comprar y plantar flores, etcétera), él tendría toda la razón en estar insatisfecho con nuestra gestión. No valdría el argumento de que «hombre, ¿no ve usted que el jardín está más bello de esta manera, y ha ahorrado usted dinero?», puesto que ese argumento está basado en otros deseos y preferencias (quizá los nuestros personales), no en los suyos. La idea de la maximización debe entenderse como si, al deliberar, fuésemos agentes de nosotros mismos y tuviéramos que poder siempre dar razón de por qué no hemos alcanzado el grado máximo de nuestra preferencia. Siempre hemos de poder rendirnos cuentas en que quede claro que hicimos lo Cfr. J. Harsanyi, Essays on Ethics, Social Behavior and Scientific Explanation, ob. cit., pp. 74-75. 7
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posible por alcanzarlo. Si lo alcanzamos o no, dependerá de otras circunstancias. Así, la racionalidad (maximizadora) de un agente depende de que pueda razonablemente justificar que sus acciones fueron las más adecuadas para la satisfacción de sus deseos, teniendo en cuenta los medios y la información disponibles.8 Dados deseos y preferencias completos, basados en creencias razonables sobre el mundo y sobre uno mismo, y dados los medios habituales de la inmensa mayoría de los habitantes de este planeta, el agente maximizador es básicamente cualquiera de nosotros: personas normales que nos esforzamos en lo posible por realizar el tipo de vida que nos parece preferible, en el marco sociocultural, técnico y económico en que vivimos.9
LA RACIONALIDAD ECONÓMICA Y SUS IMPLICACIONES Hecha esta precisión, retomemos el argumento, que habíamos dejado en la identificación de la racionalidad con la maximización, y la consiguiente supresión de cualquier juicio sobre los fines. En principio, esta identificación puede verse como una conveniente extensión de un razonable enfoque consecuencialista. Entre personas normalmente socializadas y que forman parte de tradiciones morales y culturales más o menos homogéneas y establecidas, tiene bastante sentido interpretar técnicamente la prudencia como 8
Me parece interesante notar que esta imagen del agente maximizador se asemeja bastante a la concepción de la acción mostrada en la parábola evangélica de los talentos (Mateo, 25: 14-30). En esa parábola el señor premia a los criados que invirtieron y multiplicaron los talentos. Y al criado que enterró su único talento lo recrimina no tanto por el hecho de haber actuado así, sino, más precisamente, porque actuó así conociendo el carácter (preferencias, diríamos) de su señor, quien, al parecer, es un hábil comerciante que «cosecha donde no sembró y cobra donde nada se le debe». 9
Esta descripción dejará una extraña sensación, porque he tomado las preferencias como algo inmutable. Lo he hecho así deliberadamente, pues introducir el carácter reflexivo de los agentes nos llevaría demasiado lejos. Sin embargo, me parece que esa es una carencia del modelo del agente maximizador, que debe ser suplementada. De alguna forma, ese es el objetivo general de las teorías que se discuten en este trabajo, las cuales se esfuerzan en mostrar que, además de maximizar (o no) su preferencia, un agente racional tiene muchas veces (aunque quizá no siempre) la posibilidad de transformarla reflexivamente.
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maximización de la utilidad particular (la acción prudente sería aquélla cuyas consecuencias inmediatas y futuras fueran las mejores para el agente). Establecida la incapacidad de la razón para juzgar sobre los fines, nos queda al menos el consuelo de poder someter los medios a una significativa y eficaz crítica. Por otro lado, la tradición moral (frecuentemente expresada en términos jurídicos) a la que los agentes pertenecen, descarta de modo automático ciertos fines. La justificación de estas limitaciones morales y jurídicas no puede ser aclarada, obviamente, desde el paradigma de la racionalidad instrumental. Pero tampoco hay ninguna necesidad de ello. Para Hume, como para Bentham y Mill, no hay duda de que poseemos (y compartimos) ciertos sentimientos morales que no necesitan justificación ulterior.10 Ahora bien, gran parte del triunfo del paradigma instrumental de la racionalidad se debe a un desarrollo que desatiende por completo la presencia de sentimientos morales. Ya he comentado la influencia que tuvo el nacimiento de la economía política en el inicio del utilitarismo. Esta ciencia construyó un marco de análisis consecuencialista de la acción formalmente al margen de cualesquiera implicaciones morales. Desde luego que el funcionamiento de cualquier sistema económico depende del respeto a las reglas del juego (que a su vez depende de la buena fe de los jugadores). Pero, dando esto por supuesto, la economía política se fijó más en otro aspecto del sistema económico: la sorprendente capacidad de algunas instituciones —el mercado (visto inicialmente como una institución natural) y la empresa capitalista (que transforma a los dueños en meros accionistas cuyo único interés consiste en la rentabilidad de sus participaciones)— para poner la persecución individual del beneficio (prudencia individual) al ser10
Cfr. D. Hume, An Inquiry Concerning the Principles of Morals, ob. cit., libro I; J. S. Mill, Utilitarianism, cap. 3; y J. Bentham, Introduction to the Principles of Morals and Legislation, cap. X. En ese lugar, Bentham resume esta convicción con las siguientes palabras: «Los dictados de la utilidad no son ni más ni menos que los dictados de la más amplia e ilustrada (es decir, prudente) benevolencia». En buena medida, Harsanyi hereda esta premisa; en «Morality and the Theory of Rational Behavior» (ob. cit., p. 655) reconoce que el utilitarismo simplemente prescribe «lo que debe hacer cualquiera que desee servir nuestros comunes intereses humanos de un modo racional».
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vicio de la creación social de riqueza y, por ende, de bienestar (fin colectivo que podría considerarse moral, según el utilitarismo). Esta intuición era sólo parcialmente correcta,11 pero sirvió —y sirve— de base ideológica a un enfoque económico-político centrado exclusivamente en la mejora técnica de los mecanismos de decisión individual y colectiva. La idea subyacente es que si la persecución individual del interés privado (sea el que sea) tiene buenas consecuencias colectivas, la maximización individual tendrá óptimas consecuencias para todos. Como este modelo de maximización se entiende ya incorporado a una estructura de interacción (el mercado) que permite que cada uno de los participantes elija sus fines sin ninguna restricción —pues la «moralidad» del resultado no dependerá de que los individuos lo persigan como fin, sino que está «garantizada» por la estructura de la interacción—, el economista puede deshacerse de aquellos sentimientos benevolentes o humanitarios de los que hablan Bentham y Hume. Según la ideología de la ciencia económica, el verdadero humanista es el agente simplemente autointeresado. No voy a discutir aquí el inacabable problema de hasta dónde llega la burda ideología, hasta dónde la ingenuidad, y hasta dónde la evidencia empírica y el pragmatismo en la ciencia económica. Me interesa únicamente explicar de dónde procede el enfoque de la racionalidad instrumental que da lugar a la teoría bayesiana de la decisión racional. Esta teoría, junto con la teoría de juegos, se postulan como el conjunto de descripciones y recomendaciones técnicas más adecuado para lograr la maximización individual (o colectiva) de la preferencia. Ciertamente, estas teorías tienen gran plausibilidad en el ámbito de un marco de interacción bien especificado tanto en su estructura como en la definición del sistema de preferencias de los agentes que participan en el mismo. Y, por otro lado, son herramientas técnicas cada vez más necesarias debido a la progresiva complejización de las interacciones en el mercado, la cual requiere procedimientos de decisión refinados. 11 Para una crítica de esta intuición, cfr. D. Gauthier, «On the Refutation of Utilitarianism» en H. Miller y W. Williams (comps.), The Limits of Utilitarianism, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1982, pp. 144-163.
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En este proceso se acentúa el aspecto procesal y meramente instrumental de la racionalidad, mientras se elimina por completo cualquier consideración de los fines. Se podría admitir que esto es legítimo en economía (y sólo en economía), pues el ámbito de interacción relevante permite reducir todos los fines a la abstracta persecución del beneficio monetario. Lo inadmisible es trasladar acríticamente esa visión estrecha de la racionalidad al ámbito de la filosofía moral. Afortunadamente, el propio análisis de la racionalidad como maximización, proporciona las bases para la crítica de esta extensión ilegítima.
LOS LÍMITES DE LA MAXIMIZACIÓN La teoría de la decisión, establecida como canon normativo de la racionalidad maximizadora, ha de afrontar enseguida dos tipos de problemas —aparte de los problemas técnicos habituales en toda teoría en desarrollo—. Un primer tipo de problemas surge al tratar de aplicar la teoría al comportamiento de las personas concretas. Tal intento se basa en la idea de que una teoría que funciona bien para agentes abstractos cuya preferencia se reduce al beneficio económico, debe funcionar bien —quizá con ligeras modificaciones— para un agente concreto cuya preferencia es, digamos, vivir lo más felizmente posible. Esta suposición se sostiene porque la teoría es formal y, por tanto, generalizable. El hecho de que las preferencias sean unas u otras no determina, como ya hemos señalado, su racionalidad. Sólo la forma de las preferencias (que sean coherentes, ordenadas, no circulares, etcétera) y el modo en que tratan de satisfacerse (la maximización) son relevantes a la hora de decidir la racionalidad de un agente. En todos aquellos casos en que el agente está explícitamente interesado en las consecuencias de sus acciones —una inmensa mayoría de nuestras decisiones vitales importantes—12 debería ser posible (y deseable, según el utilita12
Piénsese que incluso cuando decidimos sobre nuestros fines, sobre aquello que creemos merece la pena perseguir en la vida (decisión ética por excelencia), la deliberación consiste frecuentemente (salvo que exista una fuerte convicción que podemos llamar fundamentalista) en considerar qué consecuencias tendría para nuestra vida (o para las vidas de otros) la elección de los diferentes fines.
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rismo) aplicar la teoría de la decisión para describir su situación y, eventualmente, para prescribir la decisión más racional. Sin embargo, nada de esto sucede. La conveniente simplificación matemática de la teoría de la decisión no logra describir adecuadamente las situaciones ordinarias de elección; mucho menos las situaciones complejas. Pero además, la suposición en que se funda, esto es, la identificación de racionalidad y maximización, resulta no ser empíricamente correcta, al menos a primera vista.13 Y lo asombroso es que esto puede ser mostrado muy simplemente empleando la misma metodología y análisis establecido por la teoría de la decisión.14 Hay una retirada honrosa, sin embargo, para el defensor de la teoría bayesiana. Puede argumentar, primero, que la gente corriente no suele estar suficientemente informada. De hecho hay un nivel de información (relativamente bajo en la mayoría de las decisiones habituales) que no es racional sobrepasar, porque el coste de obtener información adicional excedería los beneficios de una eventual mejor decisión basada en la misma. Así pues, se puede decir que, en nuestra vida cotidiana, hacemos bien en ser razonablemente irracionales en este sentido, pues es lo más eficiente; y por ello la teoría no puede aplicarse a la vida cotidiana. Si mantenemos la presión arguyendo que, incluso con toda la información disponible, el comportamiento de los agentes contradice a veces la teoría, cabe un segundo movimiento (una retirada definitiva de hecho), consistente en reconocer que quizá la teoría bayesiana no es generalizable: ofrece un paradigma norma13
En buena parte, ello se debe a que la teoría bayesiana de la decisión se basa en la definición de una función de utilidad que supone, entre otras cosas, a. que todos los fines de un agente pueden ser comparados entre sí, b. que la preferencia puede representarse como un continuo, y c. que el agente tiene un poder de discriminación absoluto entre preferencias alternativas. Evidentemente, es muy cuestionable que estas suposiciones idealizadas se den o puedan darse en la práctica. Cfr. en este sentido, D. Gauthier, «Reason and Maximization», en Moral Dealing, Cornell University Press, Ithaca, 1990, pp. 209-233. 14
Cfr. M. Allais, «Le comportament de l’homme rationnel devant le risque: critique de postulates et axiomes de l’ecole Americane», Econometrica, nº 21, 1953, pp. 503-546. La paradoja de Allais, hoy un clásico, muestra hasta qué punto las elecciones de los agentes están influidas por la forma en que se plantea la decisión, siendo en ocasiones irrelevante el criterio de la maximización.
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tivo para agentes que, para empezar, quieren realizar sus preferencias eficazmente (tal es, por excelencia, el caso del agente económico); pero no excluye que exista otro tipo de agentes, u otro tipo totalmente distinto de situaciones, a los que ese paradigma no es aplicable en absoluto. Esta retirada deja un vacío de racionalidad, puesto que hemos de recordar que, según la evolución de la visión «humeana», sólo la maximización puede considerarse racional. Lo que queda fuera será, si se quiere, «lo otro de la razón». Se establece así una frontera entre las acciones susceptibles de evaluación desde el punto de vista de la racionalidad (las que pueden ser descritas en términos de la teoría bayesiana de la decisión) y las no susceptibles de tal evaluación. Entre estas últimas no sólo quedan las acciones basadas en caprichos o sentimientos, sino también las realizadas siguiendo principios no consecuencialistas. La rigidez de tal frontera causa previsibles dificultades, que comentaré más abajo. Este problema «de demarcación» de la teoría bayesiana de la decisión era fácil de pronosticar. Después de todo, se trata de una teoría particular de una ciencia particular, ¿por qué iba a poder explicar todo el espectro de la acción y la razón humanas? Para eso están ciencias complementarias, como la psicología y la sociología, que tienen en cuenta los factores reales que influyen en nuestras creencias y acciones. El modelo de la teoría de la decisión puede servir, a lo sumo, como punto de referencia normativo para construcciones metanormativas (por ejemplo, como parte de una teoría moral utilitarista o contractualista), no como código normativo directo fuera de su campo especializado de la economía. Ocurre, sin embargo, que ni siquiera el ámbito especializado de la economía es santuario seguro para la teoría de la decisión racional. Un segundo tipo de problemas pone en cuestión incluso su papel restringido. Se trata ahora de problemas internos y, por ello, más difíciles de eludir que el «problema de demarcación» comentado en primer lugar. De hecho, los problemas internos amenazan seriamente la coherencia del modelo de la racionalidad como maximización de la utilidad individual esperada. La naturaleza de estos problemas es la siguiente: se plantean situaciones bien definidas en las que un número de agentes con preferencias ordenadas y coherentes calculan cuál es la acción o
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acciones que les proporcionan mayor utilidad esperada y la realizan con éxito; sin embargo es evidente, para todos los implicados en la situación, que existe un curso alternativo de acción superior al elegido desde el mismo punto de vista de la racionalidad instrumental, es decir, en términos de maximización individual de utilidad. Ese curso de acción alternativo es factible para los agentes implicados; no supone una modificación de la situación o de la comprensión (o información) que sobre ella tienen los afectados; y no conlleva necesariamente la imposición de coacciones sobre ninguno de ellos. A pesar de todo, es irrealizable para un agente racional apegado al canon de la teoría bayesiana de la decisión. El ejemplo clásico de esta paradoja es el conocido «dilema del prisionero»; pero no es el único. A él se pueden añadir el «puzzle del tóxico»,15 o la «paradoja de la cadena comercial»,16 entre otros. Es importante aclarar la naturaleza de estas dificultades. No se trata de problemas de acción colectiva. En los problemas de acción colectiva hay una correcta percepción por parte del individuo: contribuir no está individualmente justificado desde el punto de vista de una racionalidad autointeresada. Como agente racional, cada individuo trata de maximizar su utilidad, y actúa con esa intención. A veces, llevar a cabo con éxito esa intención resulta en perjuicio de todos. Esto es un problema para la comunidad, mas sólo indirectamente para cada individuo. Las verdaderas paradojas (como las reveladas por los ejemplos aludidos) se muestran en que es el propio individuo maximizador quien sale perjudicado al aplicar el criterio normativo de la maximización. En palabras de Parfit, estos ejemplos mostrarían el carácter individualmente contraproducente de la teoría bayesiana de la decisión.17
ALTERNATIVAS CRÍTICAS Ante la evidencia de que la teoría de la decisión es pragmáticamente ineficaz (ocasionalmente asigna a quienes se dejan guiar por ella 15
G. Kavka, «The Toxin Puzzle», Analysis, vol. 43, nº 1, 1983, pp. 33-36.
Cfr. R. Selten, «The Chain-store Paradox», Theory and Decision, nº 9, 1978, pp. 127-159. 16
17
Cfr. D. Parfit, Reasons and Persons, cap. 1, Clarendon, Oxford, 1984.
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resultados inferiores a los que podrían haber logrado siguiendo otra norma de acción), su defensor no puede legítimamente optar por una nueva retirada.18 Sin embargo, esa es una actitud frecuente porque, a pesar de los problemas, la visión instrumental de la racionalidad aún resulta atractiva, y los casos «normales», en los que un cuidado análisis de las consecuencias nos ayuda a tomar decisiones prudentes, exceden a los «contraejemplos». Pero la ambición filosófica nos impide conformarnos con el pragmatismo de una «racionalidad limitada».19 Afortunadamente, esa ambición es filosófica no sólo en un sentido académico, sino en toda la extensión de la palabra. Así, son muchos los teóricos que desde diversas disciplinas contribuyen a una mejor comprensión y explicación de la racionalidad humana, sin abandonar las premisas empiristas y las pretensiones normativas que han animado tradicionalmente esta tradición. Teóricos como Parfit, Elster, McClennen, Bratman, Nozick o Gauthier representan, en el ámbito de la filosofía académica, el eco de esos esfuerzos conjuntos. Desde distintos puntos de vista y con distintos métodos, estos autores intentan pergeñar un más ajustado concepto de racionalidad, que supere las limitaciones del modelo maximizador simple sin desconocer sus méritos, y que no caiga en la mera descripción de los imperfectos y frecuentemente fallidos sistemas de decisión que, de hecho, empleamos. Es común a estas propuestas el reconocimiento de un ámbito de aplicación de la racionalidad maximizadora o, al menos, su no recusación inicial. Por tanto, la tesis que parece unir a estos enfoques podría formularse aproximadamente así: el modelo maximiza18
Mucho más si se piensa que las críticas al modelo bayesiano de la racionalidad no provienen sólo de sus contradicciones prácticas, sino también de su inadecuación como modelo de racionalidad epistémica. Este aspecto no lo puedo tematizar aquí; remito, sobre el mismo a M. Kaplan, Decision Theory and Philosophy, Cambridge University Press, Cambridge, 1996; R. Koons, Paradoxes of Belief and Strategic Rationality, Cambridge University Press, Cambridge, 1992; R. Nozick, The Nature of Rationality, Princeton University Press, Princeton, 1993. 19
Empleo el término con el que el psicólogo Herbert Simon define su modelo de racionalidad (una descripción más ajustada a las observaciones empíricas que el abstracto modelo bayesiano), aunque no exactamente en el mismo sentido en que su autor lo usa. Cfr. H. Simon, Models of Bounded Rationality, MIT Press, Cambrige, 1982.
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dor simple de la racionalidad instrumental es inapropiado como descripción única de la racionalidad humana, pero contiene en sí mismo la posibilidad de pensar (de construir) un modelo más comprehensivo (y adecuado) de racionalidad. Incidentalmente, el análisis filosófico-práctico querría contribuir mostrando, mediante la defensa de esta tesis-marco, que un concepto comprehensivo de racionalidad posee más fuerza normativa (y, eventualmente, motivacional) que el concepto simple de razón instrumental. Para alivio del bayesiano ortodoxo, estos esfuerzos no han rendido aún una teoría alternativa suficientemente aceptada; de modo que, en general, el paradigma bayesiano mantiene su supremacía normativa, añadiendo más y más hipótesis ad hoc. A pesar de eso, sí se puede distinguir una dirección común en las críticas y en las propuestas (aún tentativas) de los críticos. Por ejemplo, el estudio de la acción individual a lo largo del tiempo (que plantea a la racionalidad maximizadora el problema de la evaluación de deseos y preferencias futuros, y su ponderación en las decisiones presentes) conduce a McClennen, Gauthier y Bratman a resultados análogos. McClennen habla de un «agente resuelto» (capaz de seguir consistentemente sus planes racionales) para describir un modelo de racionalidad pragmáticamente superior al modelo maximizador simple (por muy sofisticado y previsor que imaginemos al agente maximizador).20 Bratman propone una explicación de la racionalidad «en dos niveles» —el nivel de las normas de acción, y el nivel de la decisión sobre los hábitos racionales que determinarán, llegado el caso, esas normas—, de modo que es posible justificar racionalmente las reglas que permiten (o exigen) sacrificios necesarios para el cumplimiento de los planes previos del agente.21 Por último, Gauthier expone un detallado modelo de deliberación racional basado en la idea de «compatibilidad intencional entre acciones», que logra mostrar la racionalidad de 20 Cfr. E. McClennen, Rationality and Dynamic Choice, Cambridge University Press, Cambridge, 1990; L. DeHelian y E. McClennen, «Planning and the Stability of Intention: A Comment», Mind and Machines, nº 3, 1993, pp. 319-333.
M. Bratman, Intentions, Plans an Pracical Reason, Harvard University Press, Cambridge, 1987. Cfr. también M. Bratman, «Planning and the Stability of Intention», Minds and Machines, nº 2, 1992, pp. 1-16. 21
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establecer y cumplir planes, compromisos y, en determinadas circunstancias restrictivas, amenazas; todas ellas acciones que serían consideradas irracionales según la teoría de la deliberación heredada, porque requieren que en algún momento el agente actúe sin tener en cuenta las consecuencias (negativas en términos de su utilidad esperada) de una decisión concreta.22 Estas tres propuestas coinciden, con niveles de sofisticación y enfoque relativamente distintos (e incluso contrarios en algunos aspectos), en la defensa de un concepto de deliberación a lo largo del tiempo que permite considerar racionales acciones que, de hecho, así nos lo parecen intuitivamente (por formar parte de cursos de acción racionales), pero que no admiten una explicación coherente según el modelo bayesiano. Además, las tres representan un enfoque que podemos llamar «creativo» de la racionalidad humana, según el cual la disposición consecuencialista no es un rasgo inalterable. Esta idea es compartida por Nozick cuando escribe que ... aunque nuestra racionalidad es, inicialmente, un rasgo evolutivo —la naturaleza de la racionalidad incluye a la Naturaleza— nos permite transformarnos y trascender nuestro estatuto animal, real y simbólicamente. La racionalidad llega a transformar y controlar su propia función.23
Buena parte de la actividad creativa de la razón se refleja en la posibilidad de establecer o reconocer normas y someter la acción a las mismas. Un enfoque estrictamente individualista de la racionalidad interpretaría esas normas como medios necesarios para el logro efectivo de los fines individuales; y el sometimiento a las mismas como una forma de acción estratégica. Así es como la tradición utilitarista ha entendido el pensamiento de Hobbes. Mas esta interpretación es una petición de principio: el dogmatismo en la concepción (individualista) de la racionalidad conlleva necesariamente la afirmación del instrumentalismo de cualquier norma no derivada de (o perteneciente a) la deliberación individual. Pero tal dogmatismo es injustificado. De hecho, es contrario 22
Cfr. D. Gauthier, «Assure and Threaten», Ethics, nº 104, julio 1994, pp. 690-721.
23
R. Nozick, ob. cit., p. 181.
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a toda nuestra experiencia, pues la razón se da siempre en un marco social normativo.24 Desde esta perspectiva, la normatividad social sería una parte constitutiva de la racionalidad; y la inadecuación del modelo bayesiano se explicaría en parte porque descuida ese componente. En esta idea se apoya la propuesta de Elster —seguida por Koons—,25 tras su reconocimiento de las contradicciones prácticas y epistémicas en que la racionalidad individual se ve atrapada. Aunque no es demasiado explícito, Elster reclama la «reinserción» de la racionalidad en el marco normativo (social) al que originalmente pertenece.
LOS LÍMITES DE LA CRÍTICA Y SUS CAUSAS En general, las críticas de la racionalidad como maximización conducen a una perspectiva que acentúa, por un lado, el carácter autónomo y creativo de la razón, frente al carácter mecánico que supone la maximización y, por otro lado, la posibilidad de defender la racionalidad no meramente instrumental del cumplimiento de normas (tanto «normas» derivadas de planes o compromisos individuales, como normas sociales). Esta perspectiva incorpora al concepto de racionalidad rasgos asociados a nuestra naturaleza ética y política, lo cual no sorprende en absoluto. Sí es, acaso, sorprendente la incapacidad de la mayoría de los críticos para articular estas consecuencias y ofrecer una descripción constructiva (más allá del mero apunte crítico) de la racionalidad. Mi opinión es que esta incapacidad proviene de la admisión tácita de los supuestos de la tradición utilitarista-economicista. La crítica interna de una tradición es siempre más convincente, pero ha de resolver este problema: algunos de los supuestos que hay que aceptar para construir la crítica son un obstáculo para llevarla 24
En un sentido general, ese marco puede identificarse con el «mundo de la vida» (Lebenswelt) tal como ha sido conceptualizado por Habermas. Cfr., por ejemplo, J. Habermas, «Actions, Speech Acts, Linguistically Mediated Interactions and the Lifeworld», en G. Floistad (comp.), Philosophical Problems Today, vol. 1, Boston, 1994, pp. 45-74. Cfr. J. Elster, Solomonic Judgements, Cambridge University Press, Cambridge, 1989; y R. Koons, ob. cit. 25
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hasta sus últimas consecuencias. En este caso, los críticos se alinearon con un concepto de racionalidad económica desvestido de cualquier consideración sobre los fines. Esa desnudez excluye lógicamente la referencia a los sentimientos de humanidad o benevolencia que encontramos en los fundadores de la tradición. Es decir, excluye las facetas ética y sociopolítica de nuestra naturaleza —las que Hume, Bentham o Mill daban por supuestas, al margen de su teoría sobre la racionalidad—. El análisis de esa racionalidad económica desnuda nos devuelve, vía sus contradicciones pragmáticas, a la necesidad de complementar la mera instrumentalidad con la referencia a fines y normas comunes. Pero en ese punto el crítico se detiene porque una apelación a sentimientos pretendidamente universales ya no resulta creíble (ni legítima en una sociedad plural). En ausencia de una tradición ética incuestionada, ninguna pretensión normativa de base emotivista o empírica (en la línea de la tradición utilitarista) puede ser legítimamente defendida como expresión única de una normatividad moral universal. Y las bases racionales para tal normatividad han quedado removidas por la aceptación exclusiva del modelo maximizador, en que se basa la crítica. Se mantiene así un vacío normativo que, en realidad, juega a favor de la visión económica de la racionalidad; porque el falaz «olvido» de los fines ha permitido, de hecho, el imperio de una ética individualista que resiste eficazmente las demandas normativas políticas o morales, ahora sin fundamento aparente. Se da así la paradoja de que la misma lógica que desvela la necesidad racional de una normatividad que trascienda el mero cálculo consecuencialista, imposibilita la fundación de esa normatividad sobre cualquier base que no sea la única disposición racional que podemos legítimamente suponer compartida por todos: el autointerés y la capacidad de cálculo consecuencialista. Es, sin duda, una conclusión desesperanzadora que conduce, explicablemente, a posturas escépticas entre los críticos. Así, la mayor parte de los argumentos acaban difuminados en apelaciones más o menos poéticas al papel de la educación moral y las instituciones sociales.
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LA RAZÓN DEL CONTRACTUALISMO Ya he mencionado arriba la causa remota de este escepticismo: el desarrollo del paradigma de racionalidad basado exclusivamente en la teoría bayesiana de la decisión (y su extensión en la teoría de los juegos no-cooperativos) ha sido tan colosal que ha ocupado absolutamente todo el espectro de lo que puede considerarse racional. Ese desarrollo tiene su origen, desde luego, en la tradición empirista que comienza (en este aspecto) con Hume. Pero sus efectos no se dejan notar entre los primeros «filósofos morales empíricos», porque ellos aún pueden referirse con sentido al papel de los sentimientos morales. Lo que aquellos filósofos no podían tematizar, y nosotros sí —desde la atalaya de nuestra perspectiva histórica—, es que la suposición de los sentimientos morales fue un elemento fundamental en la reclamación (y el ejercicio) de una «teoría moral empírica».26 Sólo en un marco de referencia que no cuestiona la relevancia y capacidad motivadora de los sentimientos morales puede afirmarse que la razón es esclava de las pasiones. Quizá no sea irracional preferir la destrucción del mundo a un arañazo en mi dedo, pero en un ambiente moral sin la certeza de unos valores compartidos (y donde la destrucción del mundo no es un ejemplo ficticio sino una posibilidad real), se hace evidente que lo verdaderamente irracional sería dejar tal decisión en manos de un individuo particular, al margen de las restricciones normativas de instituciones sociales y políticas legítimas. Ahora bien, si la única fuente de normatividad es la deliberación individual, ¿habrá por ello que concluir que las restricciones normativas colectivas son meras convenciones, fruto de un conveniente voluntarismo? Tal vez sí. Pero tal vez no. Y esa es la posibilidad que explora el contractualismo. 26
Es notable que Harsanyi, al tratar de proponer un utilitarismo ético, también presupone la existencia de ciertos sentimientos morales concretos en los agentes (tales como imparcialidad, simpatía, benevolencia). Al reconocer lo ilegítimo de esa suposición, reconvierte su teoría a una forma de contractualismo. Sería muy largo discutir aquí su modelo, y las interesantes razones para su evolución. Una crítica al mismo (que podría entenderse como un debate entre modelos de contractualismo, a pesar de que Harsanyi postula su teoría como una especie de utilitarismo de la regla refinado) puede verse en D. Gauthier, «On the Refutation of Utilitarianism», ob. cit., pp. 150-156.
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El argumento contractualista propone la única crítica al utilitarismo que puede evitar el escepticismo —o, como mal menor, el mero decisionismo— en su conclusión. Porque el contractualismo, en vez de suponer, como el utilitarismo, la presencia de sentimientos morales, parte exactamente de la presuposición contraria: el argumento contractualista se inicia con la hipótesis en contra de la moralidad que supone el estado de naturaleza. Así, lo que en el utilitarismo ha sido un desdichado resultado del desarrollo histórico de la ciencia económica, que ha socavado la credibilidad normativa de la teoría, es la hipótesis de partida para el contractualismo. Dicho de otra forma, el utilitarismo funciona mientras supone que existe una disposición moral en las personas. Pero su lógica empírica (basada en la idea de que la razón es meramente instrumental) le lleva a socavar ese supuesto, de modo que deja de funcionar como teoría normativa (especialmente como teoría moral); mientras, el desarrollo formal de la racionalidad (como «ciencia de la decisión») denuncia enseguida (mediante los contraejemplos mencionados) esa carencia de normatividad como una inadecuación de la teoría. Por el contrario, el argumento contractualista supone hipotéticamente que no existe disposición moral alguna y que, por lo tanto, las acciones realizadas por respeto al deber (acciones morales) han de poder ser justificadas sin apelar a tales disposiciones. Con ello, el contractualismo va a ofrecer una justificación racional de las disposiciones morales; una justificación que no podrá ser socavada por un análisis formal de la racionalidad instrumental, ya que está basada en ese mismo análisis. Por lo tanto logrará complementar el déficit de normatividad que se observa en la racionalidad maximizadora de un modo que resultará legítimo, incluso desde el punto de vista (y en los términos) de la racionalidad maximizadora. Es crucial reconocer dónde radica la posibilidad de una lectura del contractualismo que permita superar efectivamente el escepticismo. Si la presunción contra la moralidad se toma como valor descriptivo, el resultado sólo puede ser la justificación convencional (instrumental) de ciertos órdenes coactivos. Es indiscutible que este tipo de argumento convencionalista explica, con
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base empírica razonable, una parte importante de nuestra organización y normatividad social. Pero jamás podría explicar la normatividad moral en sentido estricto, y no representa una salida auténtica a las dudas sobre la naturaleza imperfecta de nuestra racionalidad. Ahora bien, la tesis contractualista no toma la presunción contra la moralidad en sentido descriptivo, sino hipotético. No es que el contractualista desdeñe la experiencia. Al contrario, la tiene en cuenta en toda su extensión, y lo que observamos en el mundo no son sólo comportamientos autointeresados y maximizadores; sino que hay muchísimos ejemplos de altruismo, abnegación y entrega que resultan inexplicables desde el punto de vista maximizador (excepto que tergiversemos increíblemente la teoría, lo cual es posible sólo a costa de eliminar su significado relevante). Mas, en ausencia de un universo ético compartido, la explicación de esos casos empíricos no admite una apelación simple a sentimientos morales que, como tales, no serían discernibles de meras creencias o caprichos privados. Cerrada esta posibilidad, el contractualista razona así: supongamos, como hipótesis, que no se dieran este tipo de sentimientos, ¿habría algún modo de justificarlos por referencia al único criterio normativo que nos parece indiscutible, es decir, el criterio de la racionalidad deliberativa individual o autointerés? Si ese modo existe, se podrá decir que esos sentimientos no son caprichos individuales. Además, se podrá distinguir cuáles en concreto están racionalmente justificados y cuáles no. Y, si aceptamos que las restricciones autónomas racionalmente justificadas son el tipo de restricciones que configuran (y expresan) la moralidad de un agente, ese modelo de justificación racional puede interpretarse como un criterio moral individual, y como una regla para el juicio sobre la moralidad de las disposiciones, normas y, en última instancia, acciones de las personas en general —o para el juicio sobre la justicia de las instituciones—. El hecho de que el procedimiento o criterio (formal) de justificación de acciones o disposiciones dependa de una noción de normatividad universalmente aceptada de hecho, garantiza la validez universal (es decir, el carácter moral) del criterio normativo así construido. Si el argumento contractualista tiene éxito, mostraría que todo agente capaz de ejercitar la racionalidad instrumental encaminada a realizar sus intenciones, ha de reconocer
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límites racionales absolutos en los modos de su acción en presencia de otros agentes; y en cuanto sus sentimientos morales faciliten el sometimiento a esas limitaciones, los considerará racionales. El no reconocimiento de estos límites, puede considerarse un déficit de racionalidad. Y la falta de respeto a los mismos, un déficit de moralidad o justicia.
CONCLUSIÓN Mi presente argumento sólo alcanza a mostrar una de las razones generales por las que el contractualismo es una acertada crítica al utilitarismo y, según mi opinión, el programa más adecuado para suplir sus carencias. Para intentar demostrar esto, debería desarrollar el argumento contractualista completo, lo cual es imposible, por muy brevemente que quisiera hacerlo. De modo que supondré simplemente que existe tal historia plausible capaz de justificar ante individuos autointeresados la necesidad racional de respetar en la acción ciertas restricciones, con independencia de cualquier posible sistema coactivo establecido para salvaguardarlas. Personalmente, creo que esa historia existe (al menos como posibilidad), si bien quizá no corresponda exactamente al esquema ni a la interpretación del contractualismo clásico. Lo importante es que hay un argumento que permitiría la crítica racional de ciertos modos de acción, de ciertas actitudes éticas y, como consecuencia, de ciertos fines privados. El modo de esta crítica no sería directo, desde luego. La crítica contractualista es procedimental en el siguiente sentido: a.
Si, ante una elección sobre modos de acción socialmente permitidos (incluso sobre fines), un agente adopta el punto de vista normativo interno —es decir, se pregunta no sólo qué es más eficiente hacer sino qué debe hacer—, la idea de un «acuerdo racional hipotético entre todos los afectados» le proporciona un primer criterio moral de acción. Los modos de acción que no podrían haber sido acordados por tal hipotética asamblea corresponden a los cursos de acción moralmente incorrectos (o injustos) en ese caso.
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b.
Si el agente no adopta el punto de vista moral, sino que decide y actúa en vista de su interés, sin restricción alguna, el argumento contractualista permite mostrarle por qué debería haber adoptado un punto de vista normativo interno en esa ocasión;27 es decir, por qué se comportó inmoralmente al no considerar siquiera la posibilidad de que su acción tuviera un significado moral. El argumento tendería a mostrarle que su modo de interacción no podría haber sido aprobado por todos los interesados (incluyendo él mismo) si hubieran tenido que decidir las reglas de esa interacción de mutuo acuerdo (y aun concediendo que cada uno deseara satisfacer su interés particular en la mayor medida posible). La persona habrá de reconocer que se ha comportado en contra de lo que ella misma habría considerado reflexivamente «su propio interés» en esa situación hipotética.
El modelo contractualista permite una crítica significativa (no meramente estética) porque apela únicamente a la racionalidad deliberativa de cada persona. Como criterio racional para el cuestionamiento y justificación de los modos de acción, el modelo contractualista cristaliza en las estructuras legales y políticas en forma de leyes o decisiones que tienden a expresar, en cada momento, el acuerdo de los afectados. Y, por otro lado, es parte de la capacidad crítica subjetiva que nos permite cuestionar esas mismas cristalizaciones —al percibirnos como agentes frente a ellas—, así como recrear conciente y racionalmente la personalidad ética que hemos recibido de nuestra socialización. De este modo, el contractualismo no es sólo una respuesta a los problemas de legitimación de la autoridad política o jurídica, sino que, al establecer una teoría racional de la justicia, proporciona el material necesario para una moralidad universal que tenga relevancia como ética. En este sentido me parece que si el argumento contractualista tiene éxito, restauraría un punto arquimédico para juzgar racionalmente la justicia de las acciones individuales y colectivas, lo 27
Eventualmente, el contractualismo serviría también para imponer ese modo de acción mediante reglas externas contractualmente legitimadas.
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cual era, al fin y al cabo, el objetivo del utilitarismo. El contractualismo es, en mi opinión, la única teoría normativa comprehensiva que quizá pudiera incorporar alguna versión del utilitarismo como filosofía social; y es, definitivamente, la teoría moral más plausible según la ideología y los supuestos ilustrados y empiristas de la escuela.
BIBLIOGRAFÍA
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L A A L T E R N AT I V A C O N T R A C T U A L I S TA
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CONTENIDO
Presentación
7 PRIMERA PARTE
Decisiones en el campo de la ética Razón, moralidad y teoría utilitarista
13
JOHN HARSANYI
Derechos en conflicto
29
JAMES GRIFFIN
Ubicando al utilitarismo en el mapa
51
MARTIN FARRELL
Pensar y actuar 67
Sobre la realizabilidad de los sistemas éticos ROQUE CARRIÓN
Por qué los derechos no son trumps
85
ESPERANZA GUISÁN
En busca de los usos de la razón
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MARÍA SOL PÉREZ SCHAEL
Problemas con el modelo de la elección racional
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GILBERTO GUTIÉRREZ
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PARTE II
Decisiones en el campo del Estado El consenso democrático: fundamento y límites del papel de las minorías
167
ERNESTO GARZÓN VALDÉS
Poder y libertad Observaciones críticas a la concepción de Felix Oppenheim
195
RUTH ZIMMERLING
¿Qué es el estado de derecho? 223
Un punto de vista liberal RODOLFO VÁZQUEZ
La voluntad general y la decisión política
243
JOSÉ MONTOYA
PARTE III
Decisiones en el campo del derecho A propósito de la argumentación jurídica
259
MANUEL ATIENZA
Principios jurídicos e indeterminación del derecho
283
PAOLO COMANDUCCI
Enunciados jurídicos y razones públicas
303
HORACIO SPECTOR
La base interna del reforzamiento externo de las reglas
323
REINHARD ZINTL
La alternativa contractualista
349
PEDRO FRANCÉS
Cómo el lenguaje se ancla en el mundo
377
JUAN VÁZQUEZ
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ESTA EDICIÓN DE DECISIONES NORMATIVAS EN LOS CAMPOS DE LA ÉTICA, EL ESTADO Y EL DERECHO SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EN FEBRERO DE 1999, EN LOS TALLERES DE ITALGRÁFICA, CARACAS, VENEZUELA.
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