La ciudad sin lengua (ensayos)
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COLECCIÓN ÍCARO dirigida por Rafael Arráiz Lucca
Tanto Dédalo como su hijo Ícaro escaparon del laberinto de Creta gracias a unas alas de cera que les permitieron el vuelo. Pocas metáforas más esclarecedoras de la tarea del escritor que la del vuelo. De allí que esta colección, abierta a todos los géneros literarios, esté signada por el impulso sagrado de la libertad creadora. Habitarán en ella tanto el relato como la novela, recibirá la luz del ensayo y el rayo iluminador de los mejores poemas. Como sucede con la posible inmensidad del vuelo, no habrá otros horizontes que el de la ansiada excelencia, que no conoce fronteras.
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La ciudad sin lengua (ensayos) FEDERICO VEGAS
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LA CIUDAD SIN LENGUA (ENSAYOS)
FEDERICO VEGAS © Federico Vegas © Fondo Editorial Sentido Caracas, 2001 Edificio El Tejar, nivel de oficinas 1, oficina 108. Parque Central, avenida Lecuna. Caracas, Venezuela. Teléfono (58-2) 571.9978. Telefax (58-2) 577.3058 Correo electrónico: www.editorialsentido.com Producción general: Eleonora Silva Preprensa: ProduGráfica, C.A. Impresión: Imprenta Nacional Impreso en Venezuela / Printed in Venezuela
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«Dos o tres cosas que sé acerca de ella»
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de un cuarto de siglo, el Embajador Viloria me recitó unos versos apropiados para cuando Tito Rodríguez canta: «Están cerrando el bar y allá en la calle habrá que despertar». Esa misma noche de tragos y parranda quise aprender a recitar aquellas estrofas fascinantes, pero cambiamos de tema. Los bares incitan evocaciones pero poco ayudan a ejercitar la memoria. Aunque poco queda de un poema sin sus propias palabras, les cuento lo poco que recuerdo. Se refería a esas ocasiones cuando la mujer más bella, más desnuda y de piel más sugerente no logra conmover nuestra apatía; y a esos otros instantes, cuando el simple roce de los dedos con una fruta, una tela o el pomo de una puerta nos estremece y confunde. ACE MÁS
En esos tiempos de plena juventud mal podía yo entender sobre posibles apatías; aún no terminaban aquellos años de excitación localizada y perenne. Cualquier sinónimo de dolor es útil para definir los continuos padecimientos de los dieciocho años: agitación, fiebre, frenesí, inflamación, ardor, ansia, efervescencia, encendimiento; en fin, todo aquello que se resuelve en la aventura de una sexualidad omnipresente Hoy comprendo mejor aquel poema, y atesoro sus vestigios. Mis estados de ánimo son ahora más versátiles, mi sensualidad más diseminada, mutable y dispuesta a tratar con las cosas. Digamos que hoy mis placeres son más esféricos que cónicos. Puedo
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hablar con pasión desaforada de una tarde que persiste en un muro, o de un pedazo entero del Ávila que se escurre por una brecha entre los edificios de la ciudad, o de dos samanes que se saludan desde aceras opuestas. Puedo incluso garantizarle a cualquier turista exigente, estremecimientos similares a los míos si logro hacerlo coincidir en los mismos lugares de la ciudad, a la misma hora y con la misma luz. He leído, volviendo al tema de las edades y de la fogosidad incesante, que el hombre alcanza su esplendor sexual —según la disciplina cuantitativa del número de orgasmos— a los dieciséis años. La mujer, en cambio, alcanza su plenitud —según esa medida cualitativa que en ellas es el afán de conocer su realidad— a los treinta y seis. Tanta precisión y tanta diferencia en estas edades debe disimular alguna injusticia; pero en todo caso, y enfocando en la ciudad estas mediciones sexuales, ¿cual será la edad ideal para obtener el clímax en una pasión urbana? No lo sé, pero al igual que para la natación y el alpinismo debe haber una edad ideal para recorrer la ciudad y amarla. Una edad con las fuerzas necesarias para conocer todos sus extremos, y a la vez, con suficiente sabiduría para servir de guía a los demás hombres. Supongo que en ese nivel de madurez deben concurrir las intensas pasiones con las doctas pausas, los deseos irreprimibles con los sosiegos propicios a una acertada selección. Unas veces pienso que, para cumplir esta tarea, aún no estoy en mi mejor época; otras veces presiento, con cierta angustia, que se están alejando esos óptimos instantes. Cien veces he soñado con una gran excursión por la ciudad, a la que luego invitaré a todo el que conozca; y de tanto postergarla, decidí hacerla por encargo. Hace un año, en un curso del Instituto de Urbanismo, le propuse a un grupo de arquitectos una expedición que se llamaría: «El atajo más largo». Calculamos que el viaje de un extremo a otro de la ciudad —desde Petare hasta Catia—, a buen paso, tomando en cuenta las inesperadas bifurcaciones, tomaría unos seis días. Este transformar algunas de las calles que hemos recorrido mil veces en ruta enigmática, garantizaría un absurdo creciente,
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una perplejidad que nos revelaría lo que está oculto a los ritmos usuales y cotidianos de nuestras vidas. Enfrentaríamos misterios que, desgraciadamente, ya han dejado de fascinarnos. Aprovechando mis privilegios de profesor me limité a caminatas de entrenamiento; breves ejercicios de quince minutos con destinos apetitosos que siempre culminaron en los restaurantes de La Candelaria. Mis alumnos sí que partieron todos juntos del punto de partida, y, para mi sorpresa, casi todos llegaron a la meta. Le pedí a Dios que los cuidara de asaltos, de extravíos, de falsas esperanzas, de imágenes preconcebidas, referencias mal digeridas, juanetes, frigidez urbana o de una sensualidad descontrolada. La tarea encomendada fue anotar todo lo que observaran y atisbaran en cada jornada: las especies biológicas, los escenarios, las perspectivas, lo que se gesta y lo que agoniza, los lugares sin plaza y las plazas sin lugar, las brechas a vadear, las zonas de calma y de fastidio, los hallazgos y las razones de su valor, las sombras generosas y las denegadas, los recodos y los meandros, los cantos de sirena, las seducciones fatuas, las especies que nacen y las que se extinguen, lo que reocurre por inercia, las sensaciones inexplicables, las zonas de desastre, los sitios donde creemos estar en otra ciudad y, por supuesto, los restaurantes buenos y baratos. Después de una semana regresaron como alumbrados, con el extravío y el brillo que suelen tener las retinas profusamente impregnadas. Me decían emocionados, como si vinieran de Egipto: «¡Gracias profesor! ¡Este viaje maravilloso ha cambiado mi vida!». Cumplieron bien las instrucciones. En cada cruce meditaban: «¿Cual opción preferiría un paseante sensato?» Y así, aquellos turistas de su propia realidad, marcaron en su ciudad periplos semejantes a electrocardiogramas. El símil es casi exacto: la intensidad de las dudas hacían más profundas y conscientes las ondas que dejaban los recorridos. Se adentraron al norte y al sur del Guaire, rozaron los galpones de Boleíta y las casas de Los Chorros, la plaza Altamira y la de Chacao, el Jardín Botánico y unas ruinas en Santa Rosa, las calles abarrotadas y abandonadas del viejo centro y la intimidad del Callejón Sanabria. Subieron y bajaron, siempre buscando el poniente. Los dibujos y las anotaciones de este primer viaje nos incitaron a continuar la tarea y pron-
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to la euforia tomó cuerpo. Decidimos hacer una guía de Caracas y por dos meses el proyecto pareció incontenible. Ahora parece querer detenerse como un caballo cansado. A Pessoa, quien escribió una bella guía de Lisboa, debe haberle resultado fácil la empresa. Cuando un hombre llega a escribir con la puntería propia de un buen poeta, podemos exigirle que no escriba estupideces. Cuando Pessoa dice: «Lisboa: o que o turista deve ver», sabemos bien que ese «ver» va en serio. A cualquier simple frase como «O Terreiro do Paço é um dos sitios onde atracam barcos para cruzar Tejo», la antecede la fe que tenemos en su verbo, y uno puede imaginar el río y los barcos que aguardan en el Tejo, aún sin haber estado nunca en Portugal. Este fin de semana, para tratar de revivir aquellos nobles sentimientos, revisaré los Viajes a las regiones equinocciales de Humboldt, y los diarios de Colón y de Miranda. Para hacer ejercicios de entrenamiento puede ser de gran ayuda el libro del matrimonio Rouche: Los caminos del Ávila. Esta hermosa guía tiene la ventaja de hacernos sentir culpables: ¿Cómo es posible que estén descritos, señalados, organizados, hilvanados y comentados los caminos, las veredas, los refugios y vistas del Ávila, antes que los de esta ciudad? Espero que nunca perdamos esos desatinos infantiles y esos descalabros de hombre maduro que animan a dar paseos interminables. Y, al mismo tiempo, logremos la sensatez que requiere hacer una verdadera guía de una verdadera ciudad.
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Dos tipos de amor
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de los años ochenta las telenovelas brasileñas amenazaron con robarle toda la audiencia a las telenovelas venezolanas. En una entrevista sobre el tema, la veterana actriz Amalia Pérez Díaz ofreció una de las posibles causas. En su opinión, nuestras telenovelas habían colocado por demasiado tiempo el epicentro de la trama en una pareja de jóvenes. A estos protagonistas, recién salidos de la adolescencia, los rodeaba siempre una trama de secretos, de traiciones, madrastras, viejas cargadoras, sordomudos, abogados, padres moribundos, y tías sin escrúpulos. Estas ristras de personajes y sus pequeñas historias eran siempre tangentes a la joven pareja central, siempre ensimismada en su amor. Los brasileños, en cambio, habían iniciado una estrategia que consistía en mover el epicentro varias décadas: la pareja central eran casi abuelos. Esta inversión del árbol genealógico abría el campo focal y las posibilidades de la trama, ya que el amor entre adultos resulta más inclusivo que el de los jóvenes. A medida que pasan los años aumenta nuestra carga de antiguas amantes, de herencias, cuñados y deudas, hijos, sobrinos y hasta nietos. En la pareja joven el amor es en esencia excluyente. La actitud que asumen los amantes en la carrera de obstáculos hacia el esplendor del matrimonio está resumida en aquella suspirada, incesante y famosa frase de las primeras telenovelas: «¿Qué será de mí?». Ambos protagonistas con sólo descubrir la propia piel junto a la piel amada, ya están colmados de sensaciones y repletos PRINCIPIOS
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de información. No pueden, ni quieren, saber de otra cosa que no sea ellos mismos. El aparente idealismo con que afrontan la vida es en realidad una posición maniqueísta y epidérmica. En la pareja adulta las trabas y desventuras forman parte indisoluble de la relación amorosa. Esta circunstancia facilita una multiplicidad de pequeñas historias con una carga afectiva mejor distribuida. Los años enseñan que ese asunto de «buenos» y «malos» es un problema de bando y punto de vista. En estas nuevas telenovelas brasileñas de meollos maduros, los personajes suelen ser como los hijos en una verdadera familia: ninguno tiene un papel secundario. Nuestros tiempos impiden la vuelta a telenovelas con nombres de niña buena, a menos que sea a través del tamiz de la ironía. En la película de Lelouch, Vivir por vivir, Anne Girardot describe como perdió su inocencia matrimonial, y comenzó a dar ese paso terrible, y delicioso, a un segundo tipo de amor. Pero, resulta que justo en esa etapa, su marido, Ives Montand, se ha marchado con una colega periodista. Sin histerismos ni amarguras Anne Girardot le cuenta a una amiga sobre los inicios de su matrimonio: las primeras ilusiones, los primeros besos, los incesantes descubrimientos. Confiesa también que ahora esperaba compartir y disfrutar el segundo capítulo de la relación. No recuerdo sus palabras exactas, pero creo que «vicio», «perversión» y «deterioro» estaban incluidas en su monólogo. Para ella, existía un misterioso placer en compartir la tragedia de envejecer. Era tan romántico encontrar un ser para iniciarse en el misterio de la vida como para escudriñar en su final. Estas reflexiones me han servido para revisar mi relación con la ciudad. En ese inexorable y lento despertar de la inocencia he ido descubriendo pasiones que mi formación de arquitecto ocultaba. Fuimos educados para percibir a la arquitectura, en el mejor de los casos, con las ilusiones de un primer amor, cuando se supone que el bien y la felicidad no son alicientes sino metas. Eramos súbditos de lo nuevo, de lo reluciente y lo preciso, del descubrimiento y la invención, de los héroes, de la unicidad y la omnipotencia. Eramos semejantes a los impolutos protagonistas de las telenovelas del primer tipo: nuestra pareja romántica era una obra que deseábamos realizar luchando contra el mundo y
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sus adversidades. Normas, clientes, historia, y todo derredor, eran obstáculos y villanos; rara vez llegaron a ser confidentes y apoyo en la aventura personal de satisfacer nuestra personal urgencia. Ahora encuentro más sosiego y multiplicidad, menos asombro y más comprensión. Sé bien que nuestras convicciones no son más que opiniones y fragmentos biográficos que hemos decidido venerar. Hoy tengo más irreverencia hacia lo extraordinario y más respeto por lo ordinario, una sensualidad más lenta y más profunda. En este amor adulto por la ciudad del cual la arquitectura pasa a ser un medio y ya no un fin, la obra tiene más posibilidades de fundirse y de nutrir, las virtudes y los defectos se convierten en una misma cosa, y las señales de que la vida se inicia y se descubre son tan hermosas como aquellas en que se doblega o se extingue. Las necesidades de crear son tan justas como las de perdurar. Mientras intento definir este segundo amor paseo por la ciudad con una visión más comprensiva y dócil. En todo rincón, lectura y conversación encuentro una clave, una posibilidad y una referencia. He leído o escuchado sobre aquellos que tratan de guardar a su amada en una virginidad contenida para que no descubra su voluptuosidad, y de otros que luchan contra una melancolía que puede ser fugaz o persistente. Conozco algunos cuya única angustia es no gustarle a una persona, y otros cuyo orgullo es que no les gusta nadie. Hay amores con vocación de vencido, amores con debilidades ancestrales, amores que invierten la secuencia y conocen en la adolescencia el amor de la vejez, y viceversa; amores que se fastidian hasta el delirio, amores que se devoran y continuamente descubren otras partes aún más deliciosas, amores ordenados y serios que se mantienen bajo la amenaza de una sorpresa descomunal. Y a cada una de estas maneras de amar comienzo a encontrarle una ciudad que le corresponde, o una calle que no sólo es el escenario de un tipo de amor, sino incluso su personificación. Existen situaciones donde el deseo de fundirse con una ciudad domina todas las otras emociones. Joseph Brodsky en su libro Marca de Agua, dice que en Venecia: «La belleza que nos rodea es tal que, instantáneamente, se concibe un incomprensible deseo animal de emularla, de ponerse a su par».
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Otros veces sufrimos por la imposibilidad de alejarnos. Juan Nuño explicaba que vivía en Caracas por dos razones. La primera es que aquí estaban sus amigos, la segunda, es que no soportaría irse y al poco tiempo empezar a sentir melancolía y tristeza por una ciudad tan absurda. En el libro de Hemingway A moveable feast —título pésimamente traducido como París era una fiesta— hay un capítulo llamado Una falsa primavera. Trata sobre un día cualquiera en París. Hemingway es joven, ha ido con su esposa a las carreras, han apostado y ganado, han comido, bebido y hecho el amor, y sin embargo, él aún siente un extraño vacío. Al final del capítulo nos cuenta: «París era una ciudad muy vieja y nosotros éramos jóvenes y nada era simple, ni siquiera la pobreza, ni el dinero repentino, ni la luz de la luna, ni el bien ni el mal, ni la respiración de alguien que durmiera a tu lado». Es en esos instantes cuando se nos abre una perspectiva que jamás nos aburre. Estamos entre dos amores y percibimos la relación entre ambos. Intuimos, aun no entendemos, que estos dos amores se refieren a dos tiempos de nuestra vida que quizás algún día lograremos conciliar: un amor íntimo que se inicia y un amor infinito, para los cuales la ciudad puede servir de intermediario y finalidad. Ojalá en Caracas los amores jóvenes al madurar no se pudran, ni se extingan en la peor de las aberraciones: una casta indiferencia.
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El Valle y la trama
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ACE UNOS quince años escuché a mi padre decir: «Caracas es una ciudad atacada por sus habitantes, y defendida por su topografía». Comenzaba entonces la época en que sus opiniones no estaban destinadas a señalarme el camino correcto, sino a compartir el que cada uno había tomado; se iniciaban los tiempos maravillosos en que padre e hijo conversan. En esos mismos años yo empezaba a buscar un sitio donde vivir y trabajar, y estas dos tareas, para un arquitecto, guardan una inexorable relación. Un odontólogo, por ejemplo, entre el consultorio y su casa no ve una sola muela; cualquier idea concreta sobre un tratamiento de conductos, o amplísima, sobre el flúor en los acueductos, es pura teoría mientras se dirige a su hogar. En cambio, el arquitecto, encuentra más arquitectura en la calle que en su propio lugar de trabajo. Se mueve por la ciudad sumergido en ella, presiente que la arquitectura es indetenible, ineludible, omnipresente. Es por eso que asomarnos a la posibilidad de realizar arquitectura en la ciudad en que se vive, resulta tan obsesivo, tan embriagante. La frase de mi padre, sobre esa topografía que se resiste a morir, me acompaña siempre en mis recorridos por la ciudad. Puedo sentir a los valles y quebradas luchando por no desdibujarse, y algunas veces venciendo. Siento al Ávila como un fuerte hermano mayor, una reserva infinita en la defensa de sus colinas menores; a los árboles como peones de avanzada y retaguardia.
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Hay unos que viven sofocados, de rodillas; pero hay otros que logran desplegar triunfantes sus ramas a la brisa y la luz, y entonces la tierra se anota otro triunfo. Esta eterna batalla merece algunas explicaciones y anécdotas. El acto de fundación de Caracas y de toda ciudad hispanoamericana, incluía el rito de cortar un arbusto con una espada. Aquellos incipientes dameros, aquellas mínimas abstracciones rodeadas de una naturaleza infinita, eran entonces los atacados. Un descuido, y las ramas entraban por las ventanas; otro descuido, y desaparecía un muro completo. La primera escaramuza se dio contra el cují, abundante en las pendientes al este y al sur de la ciudad originaria. Fue suficiente que se le creyera causa de alguna epidemia para declararlo enemigo público y por varios siglos perseguirlo sin éxito. En la historia colonial de este enfrentamiento entre ciudad y naturaleza nadie supera al gobernador Francisco Cañas y Merino. Arístides Rojas lo califica de «cruel, feroz, asesino, voluntarioso, vengativo, codicioso y corrompido». En 1713 Cañas y Merino mandó a talar todos los árboles de Caracas. Su campaña sanitaria insistía contra el citado cují, pero también se talaron aguacates, plátanos y naranjos. Un pequeño ejército entraba en cada patio de cada casa y los dejaba pelados, lisos, llenos de sol. Esto explica porqué Humboldt se preguntaba, un siglo después, por qué no habían árboles seculares en Caracas. Otra reflexión que quiero compartir se la escuché a Alejandro Alcega, el arquitecto del Hotel Los Frailes. Nos contaba que Caracas es una ciudad cóncava; un valle rodeado de una gran montaña al norte y un cerco de colinas al sur, y en esta gran olla las pasiones se quedan rebotando con ondas imprevisibles. Al contrario de las ciudades planas donde el viento barre los vestigios de amor y de rencor, en Caracas los sentimientos permanecen dando tumbos con ángulos sorpresivos. Al final daba ejemplos, chismes perfectos de rara geometría; dramas que al seguirlos dibujaban una red sentimental superpuesta y similar a la urbana. Alcega era un hombre con una gran sensibilidad para lo pasional y lo arquitectónico; esto siempre ayuda: sin estas claves que unen los sentimientos de la ciudad a su geografía, nada de ella se entiende.
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Hay tres hombres que examinaron con detenimiento esta lucha entre topografía y habitantes, entre pasión y concavidad. Tenían medios suficientes para escoger los mejores sitios de la ciudad, los mejores observatorios para contemplar el drama y la geografía caraqueña. En los años cincuenta González Gorrondona decidió mirar la ciudad desde el Norte y en un saliente en el borde del Ávila edificó una casa diseñada por Richard Neutra; desde allí podía divisar la ciudad entera, pero, por supuesto, sin el Ávila. Borges Villegas prefirió ver a Caracas desde el este, y en las colinas de Petare construyó una casa, que para efectos de esta historia, diremos que la iba a diseñar Frank Lloyd Wright, quien ya viejo envió un discípulo. Armando Planchart, seleccionó lo que luego sería el centro geográfico de la ciudad. Desde su terreno en el tope de las Lomas del Mirador podría ver al norte, al sur, este y oeste. Armando y su esposa, Anala, buscaron su versión del mejor arquitecto del mundo y así conocieron a Gio Ponti quien tuvo un año de absoluta libertad para diseñar desde la implantación de la casa hasta los ganchos de ropa. El cariño que siento por Armando Planchart y su esposa me hace suponer que su acierto fue fruto de la sabiduría y no de la casualidad; porque de las tres opciones la de ellos fue la que tuvo mejor suerte. Caracas dio su lucha, la concavidad vibró alrededor de esta colina por decenas de años, pero la casa diseñada por Ponti permaneció envuelta de verdor y serenidad. Estos tres hombres riquísimos que meditaban sobre donde pasar el resto de sus vidas han debido tomar sus decisiones en base a sus imágenes personales de la ciudad. Pero, ¿qué cosa es una ciudad? ¿Puede algo que integran tantas partes constituir una realidad única, o más bien esta realidad nunca podrá asumir la suma total de sus apariencias y representaciones? La primera imagen que conocemos de Caracas es parte de un informe prodigioso que mandó a elaborar Felipe II. En la segunda mitad del siglo XVI, desde El Escorial, se envió un cuestionario con 49 preguntas a todos los gobernadores de provincia. El rey quería saber, quería conocer las cualidades de cada región de América. Una de las preguntas en el cuestionario requería: «El
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sitio y asiento donde los dichos pueblos estuvieren, si es en alto o en bajo, o en llano, con la traza y diseño en pintura de las casas y plazas y otros lugares señalados, como quiera que se pueda rasguñar fácilmente, en que se declara que parte del pueblo mira al mediodía y al norte». Francisco Pimentel, gobernador de Caracas en 1576, dio respuesta al cuestionario con un dibujo a pluma. Pimentel gobernaba una incipiente ranchería y, al mismo tiempo, una ciudad prefigurada e ideal. Ambas ideas se perciben en el damero de 25 manzanas, acompañado de una frase sencilla e invitante: «De esta suerte va todo el pueblo edificándose». El sencillo esquema cuadriculado, acompañado de esta frase, semeja el tablero y las reglas del juego que iba a iniciarse; un juego de razón, de azar y de cordura. En este dibujo, el escenario del encuentro entre habitantes y topografía también es evidente, por los cuatro puntos cardinales el valle está rodeado de montañas; aparecen incluso los promontorios que luego seleccionaron Gorrondona, Borges y Planchart. Desde entonces, la ciudad cóncava está presente en las descripciones de todos los viajeros, quizás sus mejores cronistas. El que está de paso en una ciudad lleva a veces alguna ventaja: lo ordinario puede resultarle insólito y lo describe, ve lo que nadie cuenta y cuenta lo que nadie ve. En cuanto al valle de Caracas la descripción de Humboldt es la más global y conmovedora: «La poca extensión del valle y la proximidad de los altos montes del Ávila y la Silla dan a la posición de Caracas un carácter tétrico y severo, sobre todo en esta parte del año en que reina la temperatura más fresca, o sea en los meses de noviembre y diciembre. Las mañanas son entonces de gran belleza; durante un cielo puro y sereno se ven patentes las dos cúpulas o pirámides redondeadas de La Silla y la cresta dentada del cerro del Ávila, mas por la tarde la atmósfera se carga, las montañas se empañan; regueros de vapor se ven suspendidos sobre sus cuestas siempre verdes y las dividen en zonas superpuestas entre si. Poco a poco se confunden estas zonas, y el aire frío que desciende de La Silla se sume en el valle y condensa los vapores ligeros en grandes nubes espesas». En el dibujo de Pimentel de 1577, hay algo que hasta ahora no ha formado parte de este ensayo. Los trazos del Guaire, y las
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quebradas de Caruata, Catuche, Anauco y Caurimare tienen en el diseño tanta importancia como el damero y las montañas. Estos cursos de agua definían los límites del damero, alimentaban fuentes y cultivos; eran visibles, presentes. De allí en adelante, estas frondosas quebradas serán otra de las constantes en las crónicas, mientras, lentamente, comenzaban a desaparecer bajo la trama. Ofrezco un solo ejemplo, un fragmento de los comentarios de Robert Semple en 1812: «Después de cada gran aguacero todas las calles descargan un torrente pantanoso en el Guaire y en el Anauco, pero en pocos momentos vuelve a quedar seco el piso y la ciudad recobra un aspecto de rigurosa limpieza, que no tendría otra ciudad carente de la misma topografía». Se trataba de un sistema autolimpiante de montañas, quebradas, río, valle y damero. Treinta años tarde, en 1843, Ángel Jesurún levanta un plano de la Caracas republicana. En un éxtasis patriótico se le da a las calles nombres como Ricaurte, Cedeño, Fraternidad, Triunfo, etc. El plano de Jesurún es la imagen de una ciudad abstracta, perfecta, de cuadrados idénticos. Los ejes de las calles semejan un sistema de meridianos y paralelos los cuales se extienden a la naturaleza circundante, incluyendo en la retícula los vacíos sin construir, los campos y montes, como anunciando y advirtiendo que su destino es ser damero. Hay una frase semejante en propósito a la de Pimentel, dice: «Las esquinas que no están marcadas es que aún no tienen nombre». Era una exaltación de la trama llevada a un clímax gráfico. La geografía yacía dominada por un esquema urbano cartesiano, riguroso y decidido. Transcurren otros cien años y Eduardo Rhöl publica un plano que invierte la imagen de Jesurún. Lo titula: Plano de Caracas y sus alrededores. El dibujo fue realizado en base a una foto aérea y aparecen todas las montañas de la Caracas metropolitana. El damero de la ciudad colonial está circunscrito a un pequeño valle, parte de un valle mucho mayor donde hay pueblos a punto de ser englobados, nuevas urbanizaciones con tramas disímiles que se ignoran unas a otras, y sobre todo, amplios territorios que la ciudad está ansiosa de conquistar. A diferencia del plano de 1843, aquí se exalta la geografía, los accidentes, los llenos y vacíos, los
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relieves y las sinuosidades. Sentimos que los lugares y los sitios aguardan a la ciudad, la preceden, ella es sólo, o va a ser, el contenido de un recipiente. El plano de Eduardo Rhöl me recuerda las cobijas que de niño arrugaba los domingos en la mañana, hasta encontrar una forma que sirviera a mis juegos. Esta imagen puede sernos útil: he escuchado que los diseñadores de modas comienzan por seleccionar la tela y conciben sus diseños según el tejido sea pesado o sutil, fibroso o terso. ¿Cuál es la textura de la tierra de Caracas, a qué invita, qué oportunidades otorga y de qué imposiciones reniega en silencio? Siento que tanto le hemos superpuesto que ya resulta difícil palpar los designios que nos anteceden. Puede que haya errores tan profundos que ya nadie los advierte, y aciertos tan obvios y sencillos que podemos perderlos para siempre. La arquitectura es la tierra convertida en una naturaleza distinta. No es un arma, ni un emblema de ataque, sino un instrumento de comprensión y resguardo. La Arquitectura debe ofrecer las razones de su nacimiento y los argumentos para su permanencia. Y lo más importante, las claves de su ruina, cuando regrese a su punto de partida, cuando sea de nuevo naturaleza. El primer hombre en subir a La Silla de Caracas fue Humboldt, nadie antes tuvo el interés y la curiosidad. Pienso que ya solo en la cumbre, vio, o sintió, a lo largo de nuestro valle una ciudad; era tan lógico, tan factible, tan propicio, tan fácil. Vista así, desde lejos, cada necesidad es una posibilidad perdida y cada posibilidad una necesidad evitable. Cada tanto debemos alejarnos de lo inmediato, de lo específico, y volver a reflexionar sobre el plano original, para lograr que la última de nuestras imágenes guarde alguna relación con la primera.
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La lengua y el ojo
SOBRE LA LENGUA Y LA COMIDA
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texto que leí sobre sistemas constructivos y resistencia de materiales fue Los tres cochinitos. Quizás mi atávico escepticismo ante los techos de paja y mi respeto por el ladrillo proviene de la contundencia del llamado factor «lobo» —feroz representante de la civilización occidental—. La segunda experiencia fue gracias a «Hansel y Gretel»; apenas leí sobre aquella choza embrujada de paredes de turrón y ventanas de caramelo quedé poseído por la sospecha de sabores ocultos en la vieja casa de mis abuelos. El blanco que me encandilaba en los muros parecía azúcar, y las vigas de madera eran de un chocolate oscuro que amenazaba con derretirse en las tardes calurosas. Gracias a los hermanos Grimm la arquitectura ha quedado para siempre integrada a mi paladar. Aún se me hace agua la boca ante un buen edificio. El poder evocativo del chocolate está resurgiendo. En una de sus novelas, García Márquez nos recuerda cómo el chocolate también ha merecido el apelativo de vicio y de droga. En El amor y otros demonios, Judas convence a Bernarda de probar el chocolate de Oaxaca, «una materia sagrada que alegraba la vida, aumentaba la fuerza física, levantaba el ánimo y fortalecía el sexo». Las dos películas latinoamericanas más exitosas de los noventa lo usaron como título: Como agua para chocolate y Fresas y chocolate. Este L PRIMER
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redescubrimiento de la comida como protagonista o contexto cinematográfico no es un fenómeno aislado. El cine se ha ido aferrando cada vez con mayor apetito al universo de la comida. Las grotescas paradojas gastronómicas que inició Buñuel con el Discreto encanto de la burguesía y continuó Marco Ferreri en La gran comilona, han dado paso a un culto y una veneración casi mística por la cocina y sus rituales. La codorniz en sarcófago de El festín de Babette, abrió el camino a otros ingredientes que triunfaron en el cine, desde pétalos de rosa hasta finas tiras de papaya verde. En tiempos de un cinismo pragmático la comida es el último refugio de la identidad, de la certidumbre y las tradiciones. La cultura nace con la comida y a ella se aferra cuando está por desaparecer. «Saber» y «sabor» tienen la misma raíz etimológica. El sabio es el que «sabe a que sabe». De allí viene nuestra frase: «Más brío que el que se comió el primer aguacate»; es cierto, hacía falta ser valiente para intentarlo, ya que los pájaros jamás se atreven a picar este fruto. Esta sabiduría del comer tiene sus admiradores incondicionales. Hay quienes piensan que la capucha en el hábito del monje no sólo servía para aislarse en oración sino también para retener los vapores y fragancias de los cocidos. Yo mismo doy más importancia y testimonios diarios de fe, a la herencia monástica de licores y digestivos, que a la Summa Theologica y otras disquisiciones. George Orwell escribió importantes textos sobre el fascismo, sobre la guerra y el futuro de la humanidad, sin embargo, su artículo más famoso se titula Una buena taza de té. Orwell propone once pasos para alcanzar la taza perfecta. De su lista recuerdo la tetera de porcelana, las proporciones de seis cucharaditas colmadas de té por litro de agua, el veto al té chino, y el rechazo a cualquier dosis de azúcar. La comida siempre es precisa. Cuando unos amigos iniciaron la Fundación de la Hallaca, me pasé toda esa Navidad inventándoles calumnias. Les decía que la Fundación había amonestado al tesorero por haberse comido en una tarde las cuatro hallacas donadas por Scannone, que el único registro de las hallacas había sido realizado con tenedores. Partiendo de la frase de Bertolt Brecht: «Para que robar un banco si podemos fundarlo», les acu-
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ñé un slogan: «Para que hacer hallacas si podemos crear una fundación». En realidad los admiro y aprovecho la ocasión para rendirle homenaje a esta fundación hermosamente exacta. Hay elementos que son claves para entender una cultura, y, ¿qué estudio puede ser más necesario en Venezuela que conocer el origen de nuestros guisos? Ninguna sobrecubierta de libro guarda tanto de nuestra historia como esas hojas de plátano ahumadas y atadas con pabilo a la usanza de los viejos manuscritos. SOBRE EL GUSTO Y LA VISTA
Otra cualidad de la comida es que al mismo tiempo que nos une a la historia, nos cuela por entre ella hasta hacerla imperceptible. Joseph Brodsky, en un ensayo llamado Homenaje a Marco Aurelio, nos dice: «La antigüedad existe para nosotros, pero nosotros, no existimos para la antigüedad». Brodsky continúa con dos ideas: «La característica más definitiva de la antigüedad es nuestra ausencia», y «La antigüedad es sobre todo un concepto visual». Esto es cierto frente a la frialdad del mármol, pero la comida no entra en esta categoría; el olfato y el gusto no conjugan en pasado. El olfato y el gusto ocupan en la memoria un lugar especial que sólo cree en presentes y en presencias. Ambos sentidos intuyen que no puede haber sustituto para lo ya una vez olfateado o saboreado, y aguardan —a veces pacientes, a veces ansiosos— por la reaparición del hecho real. En la gastronomía no existe lo antiguo. El vino y el pan, son siempre pan y vino. El gusto cuenta con un músculo húmedo y oculto que tiene enormes responsabilidades. La lengua se pasa los días y las noches cómoda y despreocupada en sus tibios predios. Suelta y fija en su pequeño valle juega entre los dientes adosados y en hilera. La lengua es la voluptuosidad, sus dientes y muelas el rigor. Esta combinación suele funcionar sin conflictos, pero cada tanto, especialmente en la niñez, los dientes muerden a su propia lengua. Es un mordisco sorpresivo e inolvidable, íntimo y vergonzoso. Entonces la lengua se estremece y decide reconocer la arquitectura que la rodea. Se pasea por la boca cerrada sintiendo entrantes, salientes, filos, durezas, y asombrada se pregunta cómo el
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reciente accidente no le sucede más a menudo. Unos creen que morderse la lengua es síntoma de estar engordando y hacen dieta para protegerla. Otros padecen la paranoia de tenerla demasiado grande y hablan con murmullos tensos e incomprensibles. A las lenguas perplejas conviene darles cada tanto mordiscos leves y cariñosos, y así ayudarlas a entender que de nada sirve una valentía demasiado consciente. Aparte de estas exploraciones internas, la lengua tiene otras responsabilidades más cívicas: debe probar y juzgar sabores, encontrar y discernir lo delicioso; dominar, por ejemplo, la más importante de las sapiencias urbanas: saber donde se come bien en su propia ciudad. Pero hay una tarea aún más compleja y ciertamente más urbana: la lengua puede juzgar lo que vemos. ¿Cómo se relacionan el gusto y la vista? En la expresión clásica del que saborea, los ojos se cierran levemente durante el susurro aprobatorio. ¿No estará la lengua involucrada en algo más complejo y profundo? ¿Por qué decimos de quien sabe elegir visualmente lo adecuado y lo justo, que tiene «buen gusto»? ¿No será que la lengua puede, aún desde su oscura guarida, juzgar lo que no puede lamer? ¿No intuirá en silencio un contenido mientras el ojo observa el contenedor? García Márquez nos asoma a estas habilidades de la lengua al preguntarse: «¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cereza que sabe a beso?» Lo cierto es que lo visual ha ido ganando terreno en los propios templos de la lengua. La máxima post-moderna: «Parecer es ser», prevalece en más de un sentido. La ciudad ha comenzado a favorecer más al ojo, distante y superficial, que a la lengua, introvertida e infalible. La comida se ha ido presentando a la ciudad mediante portadas, letreros, imágenes, ofertas y anuncios luminosos de nuevos restaurantes que se anuncian estrepitosamente a través de fachadas delirantes. Estos alardes implican, no sólo perversiones gastronómicas, sino que demuestran además como la apariencia va dominando el contenido, como lo visual predomina sobre el gusto. La ciudad va temiendo ese palpar directo y revelador de la lengua y prefiere al ojo, con sus reacciones inmediatas y pésima memoria.
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SOBRE LA LENGUA Y LA ARQUITECTURA
Hubo un tiempo cuando cocinar y construir eran una misma cosa. En el Libro de Cándido, Maestro asador de Castilla, se recomienda colocar los ladrillos de canto y jamás utilizar el tipo refractario. Este arte de manejar el calor que asa corderos, es parte de la misma sabiduría que refrescaba las casas de patio en la vieja Caracas. El libro de Edgar Pardo, Las casas de los caraqueños, contiene una receta también referida a los calores. Pardo recomienda alternar dos patios, uno de baldosas y otro arbolado, así la diferencia de temperaturas genera corrientes de frescura que transitan a través de los corredores y el zaguán. Por muchos siglos los tratados de arquitectura incluyeron utilísimos recetarios, semejantes a los culinarios. Hoy pocos buscan en Vitruvio sus fórmulas de pavimentos, frisos y colores. En el libro VII encontré trucos y fórmulas útiles a cualquier albañil. Explica como clasificar el polvo de mármol para las diferentes capas de friso, como seleccionar la mejor tierra roja para el almagre, como preparar el azul, el amarillo, el negro humo, la púrpura y el ocre; y lo más importante, como macerar la cal, base ineludible de todo buen enlucido. Los venecianos la dejaban podrirse por años, gracias a lo cual no hay una sola grieta en los enormes pavimentos del Palacio Ducal. En Venezuela se usaba hasta en el dulce de lechosa; el secreto de la diferencia entre la costra crocante y el tierno interior, se logra añadiendo una mínima dosis de cal. Uno de los personajes que ha unido de manera notable las artes culinarias y arquitectónicas fue Antonin Careme, artista «quemado a la vez por la llama de su genio y el fuego de sus hornos». Fue cocinero de Talleyrand, del Zar Alejandro y del barón de Rotchschild. En su obra, L’ art de la cuisine au XIX siècle, reunió en cinco volúmenes toda la cocina de su tiempo. Su otra disciplina la resumió en dos libros: Recueil d’architecture y sus Projets d’architecture, este último contiene sus propuestas para San Petersburgo. Una de sus frases más célebres proponía: «Las bellas artes son cinco, a saber: la pintura, la escultura, la poesía, la música, y la arquitectura, la cual tiene como rama principalísima la pastelería». No propongo edificios como pasteles, sino a lo culinario como
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una sana y oportuna referencia para la arquitectura. En oposición a la fundación de la hallaca, nuestras instituciones arquitectónicas abarcan mucho y amarran poco. Recuerdo a la que más he amado: Instituto de Arquitectura Urbana, y me pregunto, ¿qué habríamos realizado con una fundación del ladrillo y la teja, o de la tapia y el adobe, o del patio y la plaza? Las escuelas de cocina se prestan para conservar las tradiciones y el buen juicio. Tanto alumnos como profesores deben tragarse sus errores y sus éxitos. Es lo opuesto a las escuelas de arquitectura donde el debate se mantiene y se regodea en el papel. Y el papel aguanta todo: sueños, innovaciones, experimentos, vanas ilusiones. En la cocina el estudiante de arquitectura puede aún encontrar los secretos del frío y el calor, de lo crudo y lo cocido, la química y la alquimia, y sobre todo, tiene que enfrentar la responsabilidad de costear una obra y de tragarse las consecuencias. En esta silenciosa batalla contra el ojo disoluto, nada ayuda tanto a darle valentía, juicio y disposición a la lengua como la buena comida. Sólo el comer bien puede despertar este músculo e integrarlo a la labor de construir una mejor ciudad. Cuando Dalí analizaba el modernismo catalán describía: «las primeras casas comestibles, los primeros inmuebles erotizables donde la existencia verifica esta función tan urgente y necesaria para la imaginación amorosa: poder comer, lo más realmente, el objeto del deseo». Para Dalí, «La belleza será comestible o no será». Las actuales dificultades para cumplir con este requisito no deben llevarnos a olvidar las responsabilidades de nuestras lenguas.
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La fiebre y el amuleto
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LFONSO EL S ABIO en su prodigiosa recopilación, Las Siete Parti-
das, incluye «Qué cosa es amistad». Cuenta este Rey que el amor no sólo «hace al hombre amar a las cosas que lo aman sino más aún a las que lo desaman». Así explica lo que sentimos ante las piedras preciosas, o por el ser amado que se torna frío e indiferente. La amistad no tiene estos problemas: «El amor puede venir de una parte solamente, mas la amistad conviene que venga de ambos dos». Puede haber amor sin amante, pero nunca amistad sin amigo. Esta exigencia bilateral de la amistad se debe a que su dulzura envolvente es permisiva. No verse tanto como antes, o incluso, no ser ya tan amigos, es algo que se reconoce y admite. Hay amigos que entienden, sin decírselo, que el secreto de su amistad consiste en no encontrarse, o en verse poco, y disfrutan tanto de los encuentros como de las separaciones. El amor en cambio es dolorosamente preciso y exigente. El proverbio establece: «Una mujer enamorada le perdona a un hombre todo sus defectos, la que no lo está, no le perdona ni siquiera sus virtudes». La frase: «Te amo menos», es inaceptable, revela estruendosamente que ya no se ama. Incluso lo opuesto: «Te amo más», compromete peligrosamente la relación al insinuar que antes no se amaba del todo. Podemos decir que el amor es algo que ocurre y la amistad un
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lugar donde suceden cosas. Me pregunto si esta diferencia entre elemento y contexto, entre ser contenido y contener, se repite en otros binomios, y si existe alguna regla o denominador común que podamos deducir. Una noche que pensaba en este tema, mi hijo se despertó aturdido por una fiebre alta y como si escuchara mis pensamientos, me preguntó: —Papá, ¿por qué la fiebre es una mujer? No sé que vio en sus pesadillas, que apariencia tomaron sus cuarenta grados de fiebre, pero su pregunta me reveló que los géneros femeninos y masculinos existen y actúan sobre las cosas, las ideas y los sentimientos. Quizás el género surge de algo más que de una simple casualidad o de convenciones arbitrarias. Quién viene del inglés al español se tropieza no sólo con la compleja conjugación de los verbos sino también con la persistencia del género. Después de haberse expresado mediante un idioma donde los artículos y los nombres comunes rara vez se separan en masculinos y femeninos, se enfrenta perplejo a un idioma donde casi todos los objetos y cualidades exigen esta opción. Hablé sobre el tema con un estudioso de nuestro idioma. Le pregunté si no habría en el origen de nuestras palabras algún acuerdo antiquísimo de donde parten las leyes que establecen el género de lo inanimado. El experto me explicó que no había nada masculino o femenino implícito en los objetos, y comenzó a demostrarlo enumerando varios sinónimos que tienen distinto género. Ofreció varios ejemplos: el césped y la grama, el muro y la pared, la ruta y el camino. El argumento era contundente. Me dediqué a explorarlo en un diccionario de sinónimos y me di cuenta de que tenía razón... Quizás demasiada. La diferencia de género no sólo era cierta en los sinónimos, sino además casi constante: Atrevimiento e insolencia, descenso y bajada, error y equivocación, narración y relato, persona e individuo, hogar y morada, plaza y ágora. Esta persistencia me llevó a preguntarme si los objetos no tendrían dos formas de ser considerados, dos maneras de abordarlos. Quizás las cosas no tenían un género a priori, y el lenguaje era el que nos
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daba dos opciones, una alternativa que se ajustaba según la tendencia que predominara en nuestra visión. Italo Calvino define a la ciudad como un lugar donde indecisos entre dos personas que amamos siempre aparece una tercera que se convierte en nuestro verdadero amor. Partiendo de esta regla, en los pueblos no habría más remedio que elegir, y en las aldeas que conformarse con un único amor. Esta trilogía: la ciudad, el pueblo y la aldea, plantea una cadena de escalas y complejidades, pero también una sucesión de distintos géneros: «la», «el», «la». La femenina ciudad y la femenina aldea tienen en común lo impreciso de la elección que plantea Calvino; en la ciudad por su multiplicidad y en la aldea por su inexistencia. En cambio, la elección es bastante precisa en el masculino pueblo. Lo dice el dicho en los pueblos andinos: «Quien se despecha dos veces, es soltero seguro». Abundan los ejemplos de estas secuencias de contenidos que van alternando lo masculino y lo femenino, una y otra vez. Describo la que tengo más cerca mientras escribo: El brazo, la mano, el dedo y la uña. Pareciera que el todo y la parte también comparten géneros, como el escalón y la escalera, la columna y el pórtico, el marco y la puerta. No es mi intención —aunque imagino que algún prejuicio transpiro— definir qué es feminidad y qué es masculinidad. Leí en un ensayo que si bien no había dudas sobre las diferencias entre el hombre y la mujer, nadie tenía el derecho a definirlas, y menos aún, a esgrimirlas a su favor. Acepto esta actitud que al mismo tiempo reconoce un hecho y lo deja existir tranquilo. Es suficiente con aceptar la «generosidad» de encontrarnos, y sentirnos, rodeados de una sensualidad latente, de una tensión entre las cosas rebosante de afinidades íntimas y hasta inútiles; un drama que persiste durante nuestra ausencia, como en esos cuentos de niños en que dialogan los muebles y los juguetes en las noches. Esta feminidad y masculinidad que se alberga en la relación contenido y continente, en los sinónimos y en las secuencias, nos circunda con tal vehemencia que ante ella sólo podemos estar inmunes o ebrios. Quizás el huir de estos dos extremos nos llevó a considerar el género de las cosas como un fruto del azar.
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Ante la supuesta neutralidad de este azar, Gastón Bachelard nos propone una opción más estimulante: lo onírico. En su ensayo, el Soñador de palabras, nos cuenta cómo los «inacabables ensueños alientan los valores matrimoniales de su vocabulario». Dice Bachelard que toda palabra, apenas se posa sobre las cosas, sobre el mundo y los sentimientos, va en busca de su compañero o compañera, como la luna y el espejo, la hoja y el árbol, el llanto y las lágrimas. «Imagino que las palabras sienten pequeñas felicidades cuando se les asocia de un género a otro, y también pequeñas rivalidades en los días de malicia literaria». Bachelard nos explica que un libro es todos los libros y por ello carece de individualidad, de sexualidad. Pero si retrocedemos a nuestro primer libro, a ese primer encuentro, hallaremos un objeto familiar, único y privado. Y de lo familiar amado es fácil pasar a lo sagrado personal, y así el primer libro se convierte en un amuleto que nos ofrece una ayuda paternal o maternal. Todo amuleto está henchido de sexualidad, luego «el nombre de un amuleto no tiene derecho a equivocarse de género». Ninguna actividad es más propicia a convertir los objetos en amuletos femeninos y masculinos que la arquitectura. Si revisamos los tratados encontraremos en el origen de los elementos arquitectónicos continuas referencias al género. Dice Vitruvio que los griegos «para la invención de dos columnas tomaron prestada la belleza varonil, desnuda y sin ornamento para una; y para la otra el adorno, delicadeza, y las proporciones de una mujer». Es factible encontrar otras alusiones anatómicas y fisiológicas en la fundación de los pueblos, en la distribución de las casas, en las proporciones y secuencias de sus espacios. Jean Pierre Vernant ha explorado los reinos que en el hogar y en la calle se reparten Hestia y Hermes. Hestia como Diosa de lo inmutable, de lo permanente, del nodo, del punto inicial de la orientación y el arreglo del espacio, del centro de los asuntos domésticos. Y Hermes como Dios de lo mutante, del perímetro, los bordes, las conexiones, de lo impredecible e incontrolable. Pero quizás no sea una revisión de las mitologías lo que hoy nos resulte más provechoso, sino partir de esos pasados míticos hacia un descubrimiento personal y viviente de la sexualidad que resi-
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de velada por el tiempo y la costumbre en nuestra arquitectura, un descubrimiento que debe reiniciarse en los objetos que hemos amado por demasiado tiempo sin confesarlo. Bachelard inicia su ensayo con una estrofa de Alain Bosquet: Al fondo de cada palabra Asisto a mi nacimiento. Sólo aquellos que estén atentos al delirio de renacer en cada una de sus experiencias lograrán recrear la atmósfera donde se aman las palabras y las cosas, las cuales «como todo lo que vive, han sido creadas hombre y mujer».
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El contenido rebelde
EL BALZAC DE BROOKLYN
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N EL M USEO DE BROOKLYN se encuentra uno de los estudios de Rodin para su Balzac. Tiene la misma escala, la misma expresión del rostro y posición de las piernas que la versión definitiva; sólo le falta el manto que cubre el cuerpo del escritor. Este Balzac de Brooklyn está desnudo, y se sujeta el miembro con las dos manos, no superpuestas sino contiguas, lo cual implica una dimensión considerable. La actitud del cuerpo no sugiere lujuria; pareciera más bien que se trata de una erección mañanera; de un hombre que henchido de ideas y dichosos recuerdos, se dispone a escribirlos, pero antes, se dirige al baño a realizar sus abluciones. Este modelo previo explica el abultamiento que notamos a la altura de la entrepierna en el manto de la versión definitiva. Yo antes atribuía esta prominencia a un rollo de manuscritos oculto, ahora se que se trata, utilizando una imagen de Updike: «A current from beyond that burns out the wire». Rodin estaba obsesionado con este proyecto. Llegó a pedirle al sastre de Balzac un traje con las medidas del novelista. El escultor no intentaba conocer las proporciones de Balzac, sino literalmente sumergirse en ellas, vestirse con la ropa del escritor, sentir su cuerpo en los vacíos y desajustes de la tela, concebirlo sobre su propia epidermis. Este afloramiento de lo interior en la piel era la obsesión de
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Rodin. Su definición de «carácter» lo explica: «Es una doble verdad, porque es la verdad de adentro traducida por la de afuera». A esta «verdad de adentro» Gunter Grass la llama «el inevitable rebelde», el pretexto para la forma. Para Grass la forma es algo que se lleva como una bomba en el maletín; sólo se requiere de un detonador que puede ser la historia, una anécdota, un tema o también un contenido, para finalmente ejecutar el atentado planificado por largo tiempo. LA DESNUDEZ COMO DETONADOR
La estrategia que Rodin utilizaba para encontrar su propio detonador era irresistible y seductora. Paul Gsell, en la crónica de sus visitas a Rodin, nos explica el peculiar sistema de trabajo del escultor. Cuenta Gsell que al entrar al estudio se quedó asombrado; esperaba encontrar una modelo posando para el maestro, y consigue una docena de hombres y mujeres que pasean totalmente desnudos por el taller. Circulan, descansan, conversan, juegan cartas, comen. La escena semeja una calle cualquiera en un día cualquiera, la única diferencia es una dosis generosa e inusitada de piel. El escultor observa la libertad de sus modelos a la búsqueda de gestos inesperados que atrapa en pequeños bocetos de arcilla. «Rodin les paga para que le proporcionen en todo momento la imagen de una desnudez que se mueve con la libertad de la vida». El visitante le dice al maestro que en otros estudios ha visto al escultor montar a la modelo inmóvil en un pedestal, e incluso doblarle el brazo o las rodillas en extrañas posiciones. Rodin le responde: «Mis colegas violentan la naturaleza, tratan a las criaturas humanas como a muñecos, y corren el riesgo de producir obras artificiales y muertas». En palabras del visitante: «El desnudo, que para los modernos es una revelación excepcional, para Rodin se ha convertido en una visión habitual». Paul Gsell queda impresionado ante tanta piel, expuesta con tanta franqueza: «La mayoría de los hombres consideran al rostro como la única exteriorización de la vida espiritual, cuando en realidad no hay un solo músculo del cuerpo que no revele nuestra interioridad». Esta explicación me recuerda un cuento sobre un explorador que avanza por las montañas con un guía indio. Como el guía no parece inmutarse por el viento, el explorador le
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pregunta si no tiene frío. El indio le responde: «¿Usted tener frío en cara?» El explorador responde que muy poco, y entonces el indio le explica: «Yo soy todo cara». La estrategia de Rodin consiste en la búsqueda de un pasado cuando todo el cuerpo era rostro, un tiempo pleno de «verdades de adentro», de «inevitables rebeldes», de sempiternos detonadores. En su estudio Rodin intentaba recrear a la Grecia que entendía los cuerpos, que los observaba diariamente en el gimnasio, en los juegos y en la guerra. Rodin no claudica ante las condiciones de su época, no acepta su contemporaneidad como un patrón, sino como un reto. Comienza por crearse un universo ideal; toma de la tradición clásica no sólo algunos métodos y técnicas, sino incluso la atmósfera, la manera de percibir el derredor, de situarse ante el cuerpo humano, y desde esta base perceptiva se incorpora a los problemas de su propio tiempo. EL PUNTERO Y LOS POROS
Además de recrear en su taller condiciones ideales para una experiencia genuina, Rodin investiga esas transmutaciones entre los recursos y las limitaciones que trae consigo, o genera, la invención de nuevos instrumentos. Una noche el escultor iluminó para Gsell el vientre de una antigua estatuilla. Gsell cuenta que percibió sobre la superficie aparentemente lisa del mármol, cantidades de salientes y leves depresiones que jamás hubiera sospechado. Rodin lo invita a que mire las ondulaciones infinitas del plano curvo que une el vientre con el muslo, y le comenta: —¡Parece modelada con besos y caricias! En realidad no era solo con besos y caricias, y Rodin lo sabía. En el libro La escultura: procesos y principios, Rudolf Wittkower nos explica las técnicas que se utilizaban para esculpir cinco siglos antes de Cristo. Para entonces, los útiles de bronce no permitían golpear el mármol oblicuamente debido a que su débil aleación los hacía resbalar; se utilizaba el puntero, que obligaba a golpear la piedra en un ángulo de 90 grados. Cuando Wittkower describe las superficies de una estatua de esa época, nos explica la sensación a la que alude Rodin: «Ello se debe no solamente a las características del mármol griego, sino también, y sobre todo, al proceso de trabajo que se empleó en ella. Las infinitas muescas
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producidas por el puntero, aunque luego se les suavice por medio de abrasivos, crean por así decirlo, una serie de vibraciones bajo la superficie, que evocan la sensación de una piel palpitante...» En ese mismo libro Wittkower hace hincapié en la importancia que tienen los instrumentos en la historia del arte: «Estoy casi totalmente convencido de que la continuidad de un estilo descansaba en cierta medida en los juegos de útiles que en los talleres pasaban de una generación a otra». Con la aparición de mejores aleaciones, que permitieron el cincel plano y el golpe diagonal, fue posible quitar de un solo golpe mayor cantidad de mármol con más seguridad y sin requerir tanta destreza. Esta facilidad de ejecución venía acompañada de una disminución del vigor y quizás también de la calidad del resultado, por lo menos en lo concerniente a la vibrante epidermis. Todo recurso trae a cuestas sus propias limitaciones. ARCILLA VS. COSTILLA
La arquitectura comparte varias técnicas con la escultura. El escultor del 500 a.C. dibujaba en las cuatro caras del bloque y comenzaba a trabajar con el puntero simultáneamente en los cuatro lados. Razonaba en parte como un delineante. Su punto de partida era un dibujo, pero éste también era su enemigo, especialmente cuando las cuatro fachadas tendían a confluir unas en otras en ángulos rectos de aristas achaflanadas. Con la invención del trépano y la máquina de trasladar puntos de un modelo previo al bloque de mármol, el escultor encontró una técnica que lo liberaba de lo bidimensional, de lo plurifacial. El sistema del trépano consiste en una armadura, un andamiaje, en medio del cual se coloca el modelo a reproducir. Mediante una serie de varillas sujetas a la estructura es posible obtener un sistema de coordenadas las cuales permiten establecer con precisión la profundidad a que el trépano deberá penetrar en el mármol. Pero este recurso también traía consigo algunas trampas. Según Wittkower, el siglo XIX abusó del trépano, y la mecánica de la traslación prevaleció sobre el acto creativo; el medio dominó al resultado. Como consecuencia, los artistas del siglo XX retornarían a la talla directa, rechazando cualquier sistema mecánico de traslado.
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Hay otra división fundamental en las técnicas de escultura, más ancestral que la oposición entre el trépano y la talla directa. Wittkower nos habla de la dicotomía entre el tallado y el modelado; describe las diferencias que existen entre extraer secciones de una materia dura o agregar masa a una materia blanda. Las implicaciones de estas dos posibilidades no han sido suficientemente exploradas por los arquitectos. Pienso que es una dualidad ya planteada en la creación del mundo; no es casual que el hombre surja de un puño de arcilla que recibe un soplo y la mujer de una costilla extraída del hombre. El puño de arcilla sugiere masa, volumen, sólidos. La costilla sugiere estructura, cubierta, nervios, armaduras. UN TESTAMENTO PARA ESTUDIANTES DE ARQUITECTURA
Las conversaciones de Rodin con Paul Gsell terminan con un testamento. En el enunciado se ofrece a los jóvenes escultores que quieran ser oficiantes de la belleza el resumen de una larga experiencia. Es también el testamento ideal para un arquitecto que se disponga a penetrar, a combatir, a esculpir y moldear en un mundo cada vez más unidimensional y asexuado. «Establezcan claramente los grandes planos de las figuras. Recalquen vigorosamente la orientación que le den a cada parte. La fuga bien destacada de las líneas, permite sumergirse en el espacio y apoderarse de la profundidad. Cuando los planos están decididos, ya se ha encontrado todo. Los detalles nacen y se disponen luego por sí mismos. Cuando modelen, no piensen nunca en superficie, sino en relieve. Que su mente conciba cada superficie como el extremo de un volumen que la empuja por detrás. La vida surge siempre de un centro; luego germina y se despliega de adentro hacia afuera». Estos consejos nos ayudarán a descubrir el «contenido rebelde» de la arquitectura y de la ciudad, la arcilla malgastada, las costillas flotantes, los poros que se asfixian. Podremos así quitar el manto, la costra de la mirada que claudica, y observar la verdad desnuda, la verdad de adentro oculta por la arquitectura que hemos pretendido erigir por fuera.
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Caminata a través de Chacao
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VIAN inicia su novela El otoño en Pekín, con una enigmática receta para caminar por la ciudad: «Amadís Dudu seguía sin convicción la estrecha calle que constituía el atajo más largo para llegar a la parada de autobús». Yo siempre busco ese atajo más largo que abrevia lo que extiende, que aleja la necesidad del final acentuando el placer de la aproximación. Al pasear uno busca que la ruta tenga más sentido que la destinación, el tramo que la meta, el andar que lo andado; así obtenemos una suerte de pequeña revancha ante lo inexorable y ante lo perecedero. El mejor vehículo para un paseo es la caminata, la cual debe ser, ante todo, divertida. «Divertido» viene de «divertere», que quiere decir: «apartarse». Según esto, pasear consiste en dar una serie de «pasos que nos apartan». Divertirse viene a ser casi el opuesto de aproximarse; por consiguiente, una caminata verdaderamente «divertida», es aquella en que jamás se llega. La melancólica estrofa de una famosa canción, «So close, and yet so far,» define bien estos íntimos distanciamientos. Desde la antigüedad clásica se ha celebrado esta condición efímera y deliciosa de «Andar siempre indiferente y siempre buscando nuevos objetos con infinita curiosidad». Puede pensarse que esta tarea, dedicada más a la especulación que a sus posibles resultados, es un ejercicio fácil e irresponsable, pero en realidad ORIS
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es agotador. Acumular continuas sorpresas y descubrimientos requiere de buen soporte y mejor digestión. Hay diferentes versiones sobre las condiciones ideales para una caminata. Algunos no admiten la costumbre de caminar y hablar a la vez; según ellos, si en el camino tenemos que explicar a un compañero nuestras observaciones, el placer sutil se convierte en esfuerzo concreto; y de leer el paisaje pasamos a traducirlo. Así ocurre que la divagación se transforma en descripción, los sentimientos en recuentos, el vuelo en simulacros de aterrizaje. Algunos ensayistas proponen que andar paraliza el cerebro. Virginia Woolf ofrece en Street Haunting, una explicación menos extrema sobre este verbo: «Caminar nos hace flotar apacibles a favor de la corriente; entre pausas y descansos, quizás el cerebro duerme mientras mira». Yo creo que ocurre lo opuesto: al caminar pensamos demasiado, lo que viene a ser una manera de no pensar. Con los cambios de lugar cambian nuestras ideas, nuestras opiniones y sentimientos. Se requiere tanta capacidad de memoria como de olvido para retener lo que vemos y archivar lo ya visto, para hacer y deshacer escenarios continuamente, enfocar sobre nuevas imágenes mientras las anteriores se esfuman. A la búsqueda de un estilo propio para mis paseos he adoptado dos claves japonesas. Una actitud apropiada para iniciar la caminata se llama «Tsurezuregusa»; significa, hacer algo «con nada mejor que hacer». Para el recorrido empleo el sistema utilizado por algunos pintores japoneses, el llamado «Zuihitsu», o actitud de «seguir al pincel». Es decir, uno no dirige a sus pasos, son los pasos los que señalan; el caminar es quien conduce. En su ensayo Walking, Henry David Thoreau plantea dos interesantes etimologías; ambas inciertas, ambas útiles. Una traducción al inglés de «pasear» es «sauntering». Según Thoreau el término proviene del francés, y se aplicaba a quienes vagaban sin destino en la Edad Media con la excusa de que se dirigían «à la Sainte Terre». De aquí, a ser paseantes, o hombres «sans terre», no hay sino un paso. Thoreau se emociona con su descubrimiento y promulga que todo caminante estará para siempre comprometido a reconquistar la Tierra Santa de manos de los infieles. Cualquier tierra, sagrada o profana, sirve a esta causa justa y eterna. Otra reflexión se refiere a la ciudad. Para Thoreau, «villa»
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viene de «vía». La villa es el ensanchamiento de la vía, el bulbo, el lugar a donde todo va y de donde todo viene. Este llevar y traer no siempre ha sido inocente, y ha generado palabras como «vil» y «villano» para calificar aquellos que caminan pendientes sólo de su provecho. El «Sans terre», o caminante puro, viene a ser el otro extremo. Cuando la caminata transcurre en la ciudad, debe carecer de dirección y objetivo: toda ruta puede resultar posible y apetecible. Al igual que el Orlando de Virginia Woolf patinando en el Támesis, o el Casanova de Fellini en una Venecia también congelada, el caminante debe buscar la diagonal, lo esférico, el deslizamiento. Todo es penetrable: el pasaje, la puerta secreta, la cuadra, el muro. Llega a entrar sin invitación a un hogar desconocido sólo por conocer el patio. Nada le es doméstico y todo lo público le resulta domesticable. Es siempre un cruzado, un peregrino, un «flaneur» y un paseante. No importa que su ruta conduzca a Santiago de Compostela, a Jerusalén o a una parada de autobús, siempre transita con la misma noble actitud, siempre perplejo, siempre atento, siempre absorto. La trama que la ciudad propone al caminante no es sólo de calles y edificios, existe sobre esta trama urbana una secuencia de eventos, una serie de incidentes, un «plot». El caminante avanza por una arquitectura y un teatro; la trama del espacio está unida a una trama del tiempo; la ciudad geográfica y la ciudad histórica participan y se confunden una en la otra. No hacen falta grandes acontecimientos ni accidentes notables para que el recorrido sea intenso. Pueden aparecer recuerdos infantiles que nos llegan sin explicación, o pequeñas molduras que observamos con pasión minuciosa. Las grietas en un muro nos atraen tanto como una curva enorme o una casualidad prodigiosa. El caminante no divide ni jerarquiza, ya tendrá tiempo de catalogar, de concluir, de rumiar; por ahora, tanto lo conmueve el origen de la ciudad como el destino de un solo peldaño o de un árbol solitario. El caminante experto en ciudades sabe además estar rodeado de gente. Acepta y entiende con digna humildad que su condición epicéntrica es circunstancial y secreta. El caminante es un rey vestido que pasea rodeado de una corte desnuda. Una sola debilidad se le permite y un solo tema se digna a compartir con
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un eventual acompañante: ¿Donde almorzar? Y así se acerca soñando con recetas y vinos al lugar que por dos horas habrá de ser su hogar. El día que imaginé este ensayo fue en un pequeño local en Chacao llamado «La tasca de Juancho». De esta casual meta nada les cuento; este ensayo no es una guía, sino apenas una invitación.
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La rosa y el meridiano
LA SERVILLETA
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mesa de ocho sobreviene un silencio, el arquitecto se siente responsable y sufre buscando un tema. Si en un carro con seis a bordo alguien pregunta donde se va a comer, el arquitecto tiene que decidir. Lo persigue su entrenamiento, su arte de llenar vacíos, y de encontrar lugares adecuados a toda actividad. Esta condición de vigía urbano nos obliga a mantenernos alertas. El equipo que cargamos a diario en el inconsciente debería incluir un plano de la ciudad con unos puntos que se encienden intermitentes apenas alguien pregunta en una noche de autopista: Y por fin, ¿a dónde vamos? Todos llevamos a cuestas un plano personal inadvertido y difuso de nuestra ciudad. Trate usted de explicarle a un amigo imaginario cómo es Caracas. En una servilleta de papel dibuje los rasgos más relevantes y ubique los sitios claves. La experiencia es desalentadora. El tema nos resulta tan familiar y difícil de dibujar como puede serlo un autorretrato, o las líneas de nuestra mano izquierda. Con esfuerzo se logra una caricatura escuálida que más bien revela una ignorancia, un desinterés. Aparece un Guaire recto, un Ávila flácido y muchas líneas este-oeste de avenidas, Metro y autopista. Sin embargo, por más feo e infantil que sea nuestro intento, si lo superponemos a los infinitos planos imaginados por I EN UNA
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todos los que hemos habitado en este valle, obtendríamos el plano de la ciudad percibida, la suma de nuestra memoria urbana. Para el arquitecto, este pequeño esquema no es un juego de sobremesa; su dibujo debería ser la síntesis de su visión, el mapa de sus aventuras, la comprensión de un territorio del cual él es víctima y victimario. Su dibujo personal debe tomar en cuenta las abulias, las pasiones, coincidencias y constantes de ese gigantesco plano colectivo que ya citamos. LA NAVEGACIÓN
Los mapas personales son especialmente útiles en las noches; es entonces cuando se reconoce a los pilotos con habilidades cartográficas, a los vaquéanos conocedores de lugares insólitos y rutas insospechadas. Ellos aceptan con estilo y entusiasmo esa oscuridad que nos invita a fluir por una versión acuática de la ciudad que vimos durante el día. Esta navegación tiene dos opciones. Una, se basa en los llamados mapas portulanos; en estos se mide la distancia entre dos puntos conocidos, A y B, y desde el punto B se ubica un tercero y se determina la distancia entre B y C, y así obtenemos un triángulo que nos permite calcular la distancia entre C y A. Esto hacía España durante la conquista americana: un punto era un pueblo, dos una ruta, y tres un territorio o un mar dominado. Con este método nosotros podríamos ir cubriendo la ciudad con una malla triangulada. Hemos visto este tipo de mapa en las películas de piratas, siempre adornados en la esquina con una rosa de los vientos. Tienen, por cierto, una limitación: por más exhaustivamente que se aplique esta técnica, por más que se enriquezca la red de puntos conocidos, sólo recopilaremos experiencias ya realizadas, distancias ya recorridas y algunas conclusiones trigonométricas. Actuamos por sumatoria, no se prefigura una totalidad. El segundo sistema se basa en la utilización de meridianos y paralelos. Fue el método de la antigüedad clásica. Ptolomeo en su Geografía explica sus ventajas: «Es posible conocer la posición exacta de los diferentes países, saber como están integrados unos respecto a otros, y cómo se encuentran situados en relación a la
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totalidad del mundo habitado». Primero se hace una estimación de la esfera terrestre, luego se crea una retícula que envuelve esta esfera. Este ordenamiento total del espacio, que precede a las mediciones parciales, nos permite una visión global. Un punto no se mide en relación a otros puntos, sino por su ubicación en la trama de meridianos y paralelos. Se parte de una concepción que parte de la totalidad hacia lo particular. LOS CAPITANES
Toda ciudad, o toda etapa en la historia de una ciudad, se presta mejor a uno u otro método. Los constructores de imperios concibieron sus asentamientos en base a un sistema similar al de meridianos y paralelos. El castrum romano y el damero español también emplearon una retícula que precedía a la ciudad. El dibujo se ubicaba sobre un vacío que las cuadras, plazas y calles iban luego llenando. En ellas cualquier grupo de amigos perdidos en la noche sabía donde se encontraba con sólo ubicar un punto y referirlo a la trama. Todo ciudadano conocía, tanto su casa y su cuadra, como la estructura de la cual éstas formaban parte. Era posible manejar a un mismo tiempo la parte y el todo. La trama de la retícula a veces desaparece y emerge de nuevo la red de triángulos. El orden geométrico basado en dos grandes ejes perpendiculares que definió a cientos de ciudades romanas dejó de ser utilizado en la Europa de la Edad Media. La ciudad medieval se caracterizó por lo estrecho y lo tortuoso, por el ángulo imprevisible, por una red configurada por el uso y la costumbre, y ya no por una geometría totalizante. Gradualmente, con el anhelo o la necesidad de un nuevo orden, las iglesias sirvieron de centro para redibujar la ciudad. Ellas fueron los puntos claves de recorridos y procesiones que al acentuarse, originaron una figura curiosamente similar a la de un mapa portulano. La evolución de Caracas a través de sus planos es otra evidencia de la mutabilidad en los sistemas de navegación. Es fácil advertir cuando y donde cesó una imagen predeterminada por una retícula, y se inició una sumatoria azarosa, un organismo mutante sin conciencia de sí misma, sin capacidad de explicarse. Los arquitectos usamos hoy en Caracas el método triangular, el
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de referencias parciales y opciones sucesivas. Dependemos de múltiples puertos, somos capitanes de cabotaje. Hemos perdido la ciudad de la trama y buscamos camino en la ciudad de la red. Es urgente ubicar en un nuevo plano de Caracas las guarimbas y los puestos de avanzada, dar sentido y encanto a las nuevas y viejas rutas, ofrecer indulgencia a los adefesios que no tienen mala intención, bondad y protección al pasado, mesura y escala a las fantasías, astucia y salidas ingeniosas a la maldad, consuelo a los náufragos de oficio, instrucciones a los extraviados y perplejos, buenos negocios al rico, roles protagónicos y delirios de gloria a la autoridad, celo protectivo a las especies en extinción, criterio abierto a las ideas de los demás y odio eterno al que combata lo fundamental de nuestros propósitos. Sólo así lograremos encontrar sentido en esa malla estrafalaria, y retejer en ella una figura comprensible. EL CABALLO
Hoy contemplo la pequeña servilleta donde una vez más he tratado de dibujar a Caracas con pocos trazos. La ciudad ya no parece, como siempre, una mano abierta; ahora es un caballo recostado contra el Ávila. El hocico muerde a Catia, una pata delantera se alarga al oeste y su casco pisa Antímano, el otro casco avanza hasta El Valle. De las traseras, hay un casco en Baruta y otro que se esfuma hacia El Hatillo. El caballo tiene a Petare en los testículos y a El Marqués en el culo. La cola se alza como si galopara señalando a Guarenas. Justo en su corazón reside la vieja trama colonial y la plaza Bolívar. Como buen herbívoro, guarda en el estómago al Parque Los Caobos y al Jardín Botánico. Al contemplar este caballo que parece unas veces correr y otras esfumarse cansado, siento que resta poco tiempo para entender sus metáforas. Sus órganos y arterias podrían configurar una imagen colectiva e integrar en algo nuestros millones de pequeños e instintivos dibujos, hasta crear la conciencia de un itinerario y una aventura común. Pero el caballo no será siempre caballo, el tiempo pasa y como una nube lentísima la ciudad ofrecerá otras figuras, otros anhelos, otros tejidos que sólo entenderá quien dibuje y navegue guiando a sus vecinos.
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Narciso y la fatalidad
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ENGO UN amigo que es en verdad un hombre prodigioso. Su capacidad de comer, de conversar y sorprenderme se expanden mes a mes. Lo rige aquella máxima de Wilde: «La mejor manera de dominar una tentación es cometerla». Cuando va a una cena, antes del banquete se detiene en una fuente de soda y pide dos merengadas de chocolate; así es capaz de hacer una entrada apacible y, rodeado de bandejas suculentas, selecciona con elegante indiferencia un solo pasapalo. Antes solía llegar hambriento, y la voracidad le impedía coordinar sus ideas mientras percibía los aromas de los manjares. Era de los que se guarda tequeños en el bolsillo y daba empellones cuando llamaban al banquete. El truco de las merengadas es una de sus recetas para disfrutar de los placeres y sortilegios del apetito sin las angustias y la agresividad del hambre; una fórmula para mantenerse en los predios de lo posible y justo al borde de la ciega necesidad. Esta curiosa relación que promulga mi amigo entre lo posible y lo necesario me ha hecho reflexionar y asomarme a una frase que quiero ofrecerles como base de este ensayo: «Toda necesidad es una posibilidad perdida». Marx lo decía de otra manera: «La necesidad es ciega en la medida que no es entendida». Al menos en la arquitectura lo posible tiende a disminuir con nuestra indiferencia, desinterés e incomprensión. En cambio, lo necesario, ante las mismas actitudes, aumenta. El reino de lo posible es difuso e imaginativo, relativo y cambiante, no está signado por el acoso y la urgencia. Posibilidad viene de poder, pero se refiere a un tipo de imperio con facultades sosegadas y amables, donde se vive en una tranquila contingencia y en la disyuntiva de
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hacer o no hacer. Toda posibilidad habita entre alternativas igualmente atractivas y factibles. Cuando decimos: «No hay alternativa», es porque hemos abandonado los predios de lo posible para adentrarnos en el rigor de lo necesario. Este segundo reino, el de lo necesario, es en cambio constante, forzoso y preciso. Consiste en un estado en el cual no podemos ser distintos a lo que somos, una inmersión total en nuestra propia condición, en una lógica aplastante llena de verdades ‘a priori». La Real Academia define «necesidad» como un impulso irresistible que hace a las causas inclinarse infalibles en una sola dirección. Su origen lo explica: necesidad proviene del latín «necessitas», sinónimo de fatalidad, de inevitable. En el caso de una ciudad la disyuntiva: Possibilitas-Necessitas, se magnifica. A mediados de este siglo aún era posible plantear en Caracas un crecimiento en base a la retícula que le dio origen. Versiones y variaciones de esta idea han podido extenderse por el valle, de manera que la comunicación y los servicios entre las diferentes urbanizaciones fluyeran con facilidad. Pero entonces no se consideraba necesario. Hoy la ciudad está limitada e impedida para interrelacionar sus partes y servicios, por haberse desarrollado en compartimientos autónomos. También era posible iniciar en Caracas un sistema de parques siguiendo el curso del Guaire y las quebradas que bajan desde El Ávila a lo largo del valle, desde Catia hasta El Marqués. Amplias y generosas franjas verdes en las márgenes de este sistema hidrográfico conformarían un serpenteante tejido recreacional, deportivo y peatonal por toda la ciudad. Y ahora, cuando más lo necesitamos, la Ciudad secó, contaminó e incluso pretende borrar, aún más, las huellas de sus aguas. Estos dos ejemplos pudieran culminar con la frase «Pero ya no es posible», y sin embargo, sí que lo es. Ocurre que nos hemos ido sumergiendo peligrosamente en la lógica de lo necesario y esta nos gobierna con su objetividad abrumadora. Nuestras instituciones, especialmente las dedicadas al destino de nuestras ciudades, se enfrascan en alimentar ese monstruo ineludible e insaciable de lo necesario; mientras tanto, lo posible ha ido perdiendo terreno, presencia y vocación, ilusión y vigencia. Lo posible no conoce límites y ha originado desde la antigüe-
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dad acontecimientos e intervenciones urbanas que pasaron de ser inconcebibles a cotidianas. Recuérdese la Roma de Sixto V, el París de Haussmann, o la Barcelona de Cerdá. Nosotros también podemos descubrir en nuestras actuales necesidades la magnitud y belleza de nuestras posibilidades perdidas, sólo así podremos asir lo posible y ya jamás dejarnos adormecer por su ensueño. En su ensayo titulado El punto Ciego, el arquitecto Leo Krier nos asoma a un abismo: Una humanidad cuya finalidad ya no es mas la búsqueda del placer, sino la omnipresencia de la necesidad debe encontrar irónicamente su único placer en su propia destrucción, en el reconocimiento de su inutilidad. Un estado de placer es también un estado de contemplación de nuestro propio ser y hacer. Narciso está en calma y contiene la respiración para no confundir la reflexión de su propia belleza. Si ser y hacer no son sino una mera necesidad, el momento de contemplación ha dejado de ser un momento de satisfacción para convertirse en uno de urgencia. En esta perspectiva, la meticulosa auto destrucción de la humanidad se convierte obviamente en un momento de descanso, un descanso de la urgencia inaguantable frente a la fealdad y una inútil agonía.
De todas estas imágenes de Krier concentrémonos en Narciso inmóvil frente a su propia imagen, deseoso de abrazar aquello que no puede poseer. Hay que estar prevenidos contra una autocontemplación excesiva, sobrealimentada, capaz de desinflarse ante sus propios retos. Ahora bien, si Narciso representa la posibilidad voluptuosa, la reflexión intensa sobre nuestra capacidad de ser y hacer; y si al mismo tiempo, Narciso esconde la trampa del ensimismamiento ¿Cómo asumir su actitud con equilibrio y lucidez? Sospecho que hay dos condiciones a tomar en cuenta. Bachelard nos recuerda que, al contemplarse, Narciso no está solo, se encuentra rodeado por la naturaleza, por árboles, pájaros y nubes que también se reflejan en el agua. De igual manera su imagen no yace sobre un espejo, se integra a una materia que fluye infinita: el agua del río. Estamos ante un hecho abierto en ambos sentidos, una realidad en la cual tanto el sujeto como la imagen
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se expanden. La alusión es diáfana. Podemos, y necesitamos, concurrir a la superficie insondable que es la ciudad y vislumbrar las posibilidades que quieren emerger tanto de su fondo como de nuestro interior, sólo así evitaremos las necesidades ciegas, o aquello que abre demasiado nuestros ojos con su urgente auto destrucción.
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La ciudad de las pequeñas casas
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casas, es la única arquitectura que sé hacer. Mi récord es bueno: en las casas que propicio nadie se divorcia, por lo menos en el plazo de siete años que atañe a mi responsabilidad profesional. Para diseñarlas primero imagino una familia ideal que se deleita en un amor tenso y recurrente. El escenario adecuado lo sugiere Ben Ami Fihman en un bello cuento titulado simplemente Casa: «Las habitaciones, cada una provista de bidé y de mujer, al igual que los insectos que tienen los huesos por fuera y la carne por dentro, se encontraban en lo que podríamos llamar la periferia. La fachada sólo era visible desde el salón principal. El patio con el que tropezábamos a cada rato estaba en el centro y en cualquier parte, en todas y en ninguna, desperdigado». En los años 80 tuve una revelación, sobre mi generación cayó una frase de Alberti sencilla y contundente: «Una ciudad es una gran casa, y una casa es una pequeña ciudad». Este fragmento no incitó acciones profundas, pero al menos alertó en nosotros imprecisos sentimientos de culpa: Las casas imaginadas, que proyectábamos y deseábamos en esos años, no imaginaban, ni proyectaban, ni deseaban una ciudad. Según Alberti, la arquitectura propicia una sucesión infinita de contextos y elementos, donde todo lo que contiene es a su vez contenido. Nuestras llamadas «quintas» consideraban concluida esta relación entre las partes y MO LAS
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el todo, dentro de los predios de su propio lote. A partir de los linderos nada existía. Yo pude conocer bien los sortilegios de una quinta. Mi infancia concluyó en la urbanización Chuao. Allí conocí sembradíos de postes que circundaban parcelas vacías. Vi aparecer casas aisladas que jugaban a ser distintas, mientras formaban calles idénticas y tediosas con los mismos timbres y las mismas mangueras. Vi tractores prefigurar un santoral que incluyó a Santa Marta, Santa Sofía, San Luis y Santa Paula, y ninguno de estos sacros episodios bendecía una ciudad o tan siquiera un pequeño pueblo. Esta historia de casas sin ciudad se había iniciado con el siglo. Hasta entonces la carne del damero caraqueño fue siempre la casa: una vivienda que ocupaba un cuarto de cuadra, dispuesta a crecer y dividirse, ansiosa de ser ciudad y poseedora de la fórmula para hacerlo. La casa, con el patio y el muro, tenía los recursos y los límites para desarrollarse en armonía con su cuadra, con su calle y su trama urbana. Pero a comienzos del siglo XX las tierras de Caracas fueron sembradas con una nueva especie. La primera cosecha ya anunciaba un pretencioso espejismo: «El Paraíso». De la ciudad partió un puente, un tranvía y comenzó una nueva aventura de quintas aisladas, deseosas de campo y con la pretensión evidente, casi agresiva, de jamás ser ciudad. El urbanismo, la arquitectura contemporánea, la legislación urbana y hasta algunos boleros («yo tengo ya la casita, que tanto te prometí») celebraron esta actitud de aislamiento gramíneo. Enormes porciones del valle fueron recubiertas con quintas rodeadas de vacíos. Antiguas haciendas de caña y café, como La Floresta, La Vega y La Urbina, se urbanizaron en racimos aislados de quintas indiferentes unas de otras, sin soñar en integrarse, ignorantes de que tarde o temprano, aquella lejana Caracas del centro las alcanzaría con densidades y presiones jamás imaginadas. Como toda palabra, la quinta guarda en su origen sutiles sorpresas. El «Quinto» era una sistema árabe de arrendamiento que consistía en entregar al dueño de una finca la quinta parte de los frutos; y «quinta», sería luego esta misma finca empleada por el dueño
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como lugar de recreo. En Caracas, a mediados del siglo, todos querían vivir rodeados de frutos, o por lo menos, de grama. Este afán suburbano fue exacerbado por Hollywood. La imagen de un «pantry» integrado a un jardín impecable era más poderosa, y más accesible, que cualquier castillo encantado. Una anécdota lo explica: En 1938 Eric Hodgins trabajaba para la revista Fortune. Había llegado a vicepresidente de Time Inc y sobrevivido a la Gran Depresión. Era el momento de huir de Manhattan y construir la casa de sus sueños. Encontró el lugar en una colina de Connecticut y con un presupuesto de 11.000 dólares inició su versión de una casa ideal. Lo consiguió, pero a un costo de 56.000 dólares. Hodgins estaba quebrado. Vendió la casa y escribió una novela sobre su fracaso llamada Mr Blandings Builds his Castle. El libro lo hizo rico y su primera decisión fue recuperar su hogar. Ofreció 200.000 dólares por su vieja casa, pero ya ésta era tan famosa que no tenía precio. El mismo Hodgins había alejado de sus posibilidades su propia creación. Al año siguiente el libro se llevó al cine con Cary Grant y Mirna Loy. La película fue un éxito, tanto que los planos utilizados para la escenografía se vendieron a cientos de familias que construyeron versiones de la casa Hodgins desde California hasta Massachusetts. En los años treinta comenzó a hacerse universal esta versión de «La Pequeña Casa de la Pradera». El cine norteamericano presentaba con naturalidad y desenvoltura una vivienda que tenía en la cocina y los baños lo más adelantado de la tecnología, y al mismo tiempo estaba rodeada por los cuatro costados de jardín. Era un reino doméstico, democrático y repetible. En las ofertas a sus clientes Frank Lloyd Wright establecía con claridad: «Acreage indispensable», es decir, si quiere una casa, búsquese un acre como mínimo. Esta suerte de «acritud» anglosajona tiene fundamentos religiosos. Desde sus inicios la América inglesa había concebido a la ciudad como un centro de acopio y distribución para el campo, mientras la América hispana subordinaba el campo a la ciudad. La visión protestante de la ciudad-pecado, opuesta a la noble y sana campiña, predominó en el siglo XX sobre la visión católica de la ciudad sacra rodeada de una naturaleza profana. Estar aisla-
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do, con todas las comodidades, se consideró mejor que vivir integrado a la ciudad. Hispanoamérica partió de lo opuesto: la ciudad era el epicentro de la religión y del orden. De aquí proviene el afán por fundar pueblos y el arte de hacerlos bien. No es casual que después de la Independencia en Venezuela no hayamos fundado más de una docena de poblados, cuando durante la Colonia se fundaron cientos de ellos. Muchos de nuestros más pequeños caseríos aún guardan la posibilidad y la fórmula para convertirse en ciudad. En Estados Unidos ocurrió lo contrario. Allí la Independencia precede a la mayor parte de la Conquista y de la Colonización del territorio, y la principal herramienta utilizada para poblar fue la carreta y la «pequeña casa de la pradera». Es fácil imaginar los dos mitos que surgirían de esta gesta: el carro y la quinta han sido los paradigmas de la expansión continua, del progreso, del standard, de la prodigiosa suburbia norteamericana. En Caracas, a partir de la segunda mitad del siglo XX, se adoptó también el modelo del carro y la quinta aislada, lo cual muy pronto se comenzó a convertir en una trampa. Cuando nuestra ciudad pretendió ser una niña desarrollada se encontró con un extraño cuerpo atomizado. La ciudad se sintió desorientada. Sus hectáreas planas y bien servidas aún están llenas de casitas, de «viviendas unifamiliares aisladas» —una entidad cuya propia definición niega lo urbano—. De la vivienda unifamiliar se suele pasar a la propiedad horizontal, y en esta secuencia los cambios sólo pueden ser cuantitativos. El valor de la tierra se traduce en masa, en pisos. Es inevitable la erupción de torres súbitas y absurdas igual de aisladas y tan ignorantes de su propia ciudad como lo ha sido la quinta en su lote. No tenemos piezas dispuestas a unirse, a equilibrar interior y periferia; jugamos con piezas que sólo pueden relacionarse con el exterior y requieren de cuatro fachadas para existir. Si antes la casa del damero implicaba un anhelo de lo urbano, la actual quinta unifamiliar, semilla de nuestro nuevo urbanismo, contiene orgullosa el germen del rechazo a la ciudad, de su desconcierto e incertidumbre. Esta circunstancia de aferrarse a un modelo que está en lucha con nuestro propio desarrollo urbano
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no ha sido confrontada, y aún se ofrece a la quinta aislada como paradigma del buen vivir, como un ejercicio apetecible de arquitectura. Aristóteles nos ofrece una referencia, o quizás un imperativo: «Por naturaleza, la ciudad es anterior a la casa y a cada uno de nosotros, ya que el conjunto es necesariamente anterior a la parte». Hay otro párrafo del mismo filósofo que debe orientar estas relaciones entre la parte y el todo: «La ciudad tiene su origen en la urgencia del vivir, pero subsiste para el vivir bien».
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El helicoide de Babel
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ni sus constructores tienen buenos inicios o buena fama en la Biblia. En el Génesis, Caín mata a Abel y luego funda Enoc (la primera ciudad bíblica). A fuego y azufre son arrasadas Sodoma y Gomorra. La Torre de Babel es suspendida por irreverencias y confusión. De estos tres casos el más desconcertante ocurre en Babilonia. La Biblia cuenta: «Todo el mundo era de un mismo lenguaje e idénticas palabras. Venían del oriente y se establecieron en una vega del país de Senaar. Apenas llegar se pusieron a fabricar ladrillos y a cocerlos al fuego. Después dijeron: “Vamos a edificar una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos, y hagámonos famosos”». La torre cumpliría tres funciones que los historiadores también asignan a las pirámides de Egipto: el deseo de perpetuar un nombre, impedir que los habitantes sin trabajo y sin propósito se rebelen y dispersen, ofrecer un punto de referencia para guiar a los viajeros y ubicar a los agrimensores. Pero Dios no entendió estas razones: «Bajó Yahveh a ver la ciudad y la torre que habían edificado los hombres, y dijo: “Todos son un solo pueblo con un mismo lenguaje, y éste es tan solo el comienzo de su obra. Ahora nada de cuanto se propongan les será imposible. Bajemos y confundamos su lenguaje, de modo que nadie entienda el de su prójimo”. Y los desperdigó Yahveh por toda la faz de la tierra, y dejaron de edificar la ciudad». I LA CIUDAD
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Se repetía el caso de Adán y Eva, pero si en el paraíso la rebelión había sido individual, en Babilonia fue colectiva. El primer escenario fue la naturaleza, esta segunda vez era lo urbano. En el primer conflicto el germen del mal fue la manzana, le había llegado el turno a la ciudad, una suerte de «big apple». Para algunos, tanto lo de Adán y Eva como lo de Babel, fueron dos actos de soberbia; otros piensan que la soberbia fue de Dios. El cuadro de Brueghel que representa a la torre de Babel nos muestra el esfuerzo sobrehumano y el desastre eminente: los encofrados conviviendo con las grietas, las bóvedas con las grutas, los obreros preparando huertos en las terrazas. Cuentan que un albañil necesitaba un año para subir a la última plataforma, y si caía desde lo más alto, se lloraba la carga mas no al hombre. Cerca ya de la cúspide y el vértigo, patrullas de arqueros disparaban flechas al cielo, y al verlas brotar ensangrentadas de las nubes, daban gritos de triunfo: «¡Estamos llegando!». Según el antropólogo George Frazer esta torre que asciende infructuosa hacia el cielo existe en otras mitologías. Los ashanti fabricaron un enorme andamio de palos, y cuando casi llegaban a su meta celestial se quedaron sin madera. Pidieron consejo al sabio más viejo y éste les propuso: «Es muy sencillo: tomen las varas que están abajo y colóquenlas arriba, y así continúen hasta llegar a la morada de Dios». Nadie entendió la burla e hicieron el intento. La gran pirámide de Cholula, la más grande de Méjico, fue construida por unos gigantes desgarbados. Les gustaba tanto drogarse con amaneceres y ocasos que se dividieron en dos grupos, unos marcharon hacia el este para encontrar el eterno amanecer y otros al oeste para ver una puesta de sol infinita. Al tropezar unos con el Atlántico y los otros con el Pacífico se devolvieron, y en el punto de encuentro decidieron fabricar un podio tan alto que de un lado siempre se vería el sol naciendo y del otro un mismo atardecer. Nada nos dice la Biblia sobre cual era la lengua común previa al caos de Babel. Hace siglos que los eruditos dejaron de insistir en el hebreo y declararon el tema abierto. Ante la posibilidad de esta fantasía idiomática surgieron cientos de teorías que se extendieron a otros episodios de la Biblia. Un autor propuso el holan-
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dés, otro el vasco, un tercero aseguraba que Adán y Eva hablaban en persa, la serpiente en árabe, y el arcángel Gabriel en turco. Este afán de convertir simpatías y antipatías en dogmas es evidente en la dualidad de la palabra Babel. Si su etimología la basamos en el hebreo, significaría «confusión»; pero según inscripciones encontradas en la propia Babilonia el significado sería «bab»: «puerta» e «il»: «Dios». «Confusión» viene a ser la versión resentida del pueblo dominado y llevado a la fuerza hasta Babilonia; y, «Puerta de Dios», la del dominador. La animadversión de los hebreos hacia Babel perseveró entre los cristianos. Desde el Génesis hasta el Apocalipsis la Biblia se dedica con ahínco a despotricar de esta ciudad incitante y compleja: «la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra». Babilonia será siempre la necesaria antítesis de Jerusalén. Algo había de cierto. Herodoto cuenta que toda mujer de Babilonia debía ir al templo de Afrodita y unirse por una vez con un desconocido. Las bellas lograban marcharse al segundo día, pero las había tan feas que tenían que esperar hasta tres y cuatro años. El mismo zigurat, que suponemos sirvió de inspiración al mito de la Torre de Babel, tenía en su última terraza un pequeño templo donde una devota aguardaba en un altar blando la llegada del Dios Marduk. Las crónicas insisten en el adjetivo blando para diferenciarlo de aquellos altares duros donde los sacrificios son más sangrientos. Este zigurat de Babilonia, llamado «casa del basamento del cielo y de la tierra» era una pirámide envuelta por una rampa ascendente. Tenía 90 metros de altura, y una planta de 90 por 90 metros. Es parte de un gran complejo religioso cuya planta media 450 por 550 metros. Fue reconstruido por Nabucodonosor; mejor constructor que conquistador. Los arqueólogos se han cansado de conseguir ladrillos sellados con su nombre. Babilonia era una ciudad incitante, múltiple, llena de colores, ideas y espectáculos. Era mayor que Tebas, Menfis, Ur y Ninibé. Herodoto la describe dispuesta en una retícula que bordeaba el Eúfrates. Diez mil hebreos traídos desde el desierto se sorprendieron de las avenidas rectas, murallas altas, y por supuesto, de los jardines colgantes que Nabucodonosor construyó para complacer una concubina que añoraba las colinas arboladas del pueblo persa
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donde nació. Imagino que sería una ciudad difícil de abandonar, de odiar y olvidar. Desde muy temprano los profetas la asociaron a la corrupción y a los anhelos fatuos; era la única manera de fomentar ilusiones y unir voluntades en favor del regreso a Jerusalén. Sin embargo no es tan fácil achacar mala intención a los escritores de la Biblia: toda puerta de Dios trae implícito su propio infierno. He leído que en el sitio donde estaba ubicado el Zigurat de Marduk ahora existe un hueco, ¿Cómo explicar que la ruina de una torre se convierta en agujero? El Dios Marduk era asociado con el sol; lo cual explica la torre como observatorio. Por otro lado, al actual vacío podemos asociarlo con uno de sus poderes más conocidos y temidos del Dios Marduk, y de la historia: hacer aparecer y desaparecer las cosas. Hay otra explicación: Gerard de Nerval en Aurelia, se refiere al simbolismo de la torre y nos dice: «Me hallaba en una torre, tan honda en sus cimientos, hundidos en la tierra, y tan alta en su vértice, aguja del cielo, que ya toda mi existencia parecía obligada a consumirse en subir y bajar». Revisando un diccionario de esoterismos apareció este texto de Nerval; allí también encontré una reflexión interesante sobre la palabra Babilonia. El término simboliza también el mundo denso o material, a través del cual se producen los movimientos involutivos y evolutivos del espíritu, tanto el entrar en la vida de la materia como el brotar de esta vida. Este aproximarse y alejarse nos asoma a la profunda sabiduría de aquellos ciudadanos que exigían a sus mujeres entregarse, por una vez, a un total desconocido, a la pura materia, como medio para conocer la verdadera significación de lo espiritual. ¿Cual de todos estos mitos, historias y alegorías puede sernos útil? ¿La eterna y ambigua tentación de lo vertical? ¿La dispersión de arquitectos que no se entienden unos a otros? ¿Entender que la pérdida de un lenguaje común tiene su causa y su propósito? En Caracas, en la cima de la Roca Tarpeya, existe un zigurat helicoidal, una rampa continua en espiral, una torre de Babel que finalizó en infortunio y desconcierto. Por décadas los arquitectos le han rendido culto a su destino errante, proponiendo siempre rematarla con un uso distinto a lo imaginado por los arquitectos precedentes. Se ha tratado de hacer comercios, oficinas, museos,
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ministerios, cuarteles, y —la mejor propuesta— un cementerio. Con estos proyectos los arquitectos se han hecho ricos y pobres. Han formado sociedades y las han disuelto. Han engañado a otros y a sí mismos. Han dibujados planos para envolver el helicoide con varias cubiertas de papel. Nadie ha entendido su valor como la ruina más bella, más enigmática, más llena de eternidad y simbolismo de todo nuestro valle. Debería ser declarada Patrimonio Nacional; expurgada de tabiques y bombillos, y presentada como paradigma de los sueños imposibles; como recuerdo de Babilonia y Jerusalén; como un homenaje a Piranesi y Nabucodonosor; y a todos los creadores que han sacrificado, como los ashanti, su propio sustento por elevarse, por contemplar mejor nuestra luz. Nuestro helicoide es bien capaz de testimoniar que la materia, desconocida, inútil y desprovista de toda actividad, puede ser tan espiritual como cualquier otro templo. Propongo cubrirla de helechos, palmas y trinitarias; y luego crear un fondo que permita a generaciones de arquitectos hincharse de individualidad, soñar y proyectar, al menos una vez en su vida, una idea para el helicoide que jamás se construirá. Así sabremos tanto como las mujeres de Babilonia; así tendremos verdadera conciencia de nuestra dispersión. Así entenderemos que nuestra confusión puede también, alguna vez, congregarnos.
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«Apariencias sin audiencia»
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Ermitaño en París, Italo Calvino describe sus paseos por el París que tanto amó. Cuenta Calvino que al principio caminaba imbuido y dominado por las imágenes de Dumas, de Baudelaire, Balzac y Zola; transitaba por el París de la literatura, a través de una gigantesca enciclopedia de situaciones ya concebidas por otros escritores. Dice Calvino: «Antes que una ciudad del mundo real, París, para mí como para millones de otras personas de todos los países, ha sido una ciudad imaginada a través de los libros, una ciudad de la que uno se apropia leyendo». Con el tiempo el paisaje parisino comenzó a apaciguarse, los lugares ya no resaltaban con anécdotas célebres, se le iban haciendo formas donde el escritor podía posar sus propios recuerdos y prefiguraciones. Calvino comenzó a concebir su apartamento en el centro de la ciudad como una casa de campo de la cual partía a explorar. Paseaba invisible y solitario por un paisaje natural que ya no necesitaba explicaciones. Había encontrado un estilo apropiado para recorrer una ciudad dominada por la historia, un estilo que le permitía pensar en sus propios cuentos. Ahora podía escribir sobre cualquier ciudad, con la excepción de París. El mismo lo explica: «hasta ahora, esta ciudad no aparece nunca en las cosas que escribo. A lo mejor para poder escribir sobre París debería alejarme de ella, si es cierto que siempre se escribe partiendo de una carencia, de una ausencia». N UN ENSAYO TITULADO
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Albert Camus describe a su adorada Argel con imágenes que ayudan a comprender el caso opuesto a París; es decir, esas ciudades donde lo geográfico predomina sobre lo histórico. En su Pequeña guía para ciudades sin pasado, cada una de sus reflexiones se podría también aplicar a Caracas: «Estas ciudades nada ofrecen a la reflexión, pero lo ofrecen todo a la pasión (...). Tienen una manera insinuante de retener a aquellos que se demoran en ellas, primero los inmoviliza privándolos de aflicciones y luego los adormece (...). La luz resplandeciente es al principio algo sofocante. Uno se abandona a ellas y advierte que ese esplendor no da nada al alma y que no procura otra cosa que un goce desmesurado. Se abren al cielo como una boca o una herida (...) y en ellas se puede amar aquello que todo el mundo percibe». Vivir en ellas largo tiempo es «comprender lo que puede tener de esterilizante un exceso de bienes naturales (...). Este país no tiene lección que dar. Ni promete ni deja entrever. Se contenta con dar, pero profusamente. Se entrega del todo a los ojos y se le conoce desde el momento en que se le goza. Sus placeres no tienen remedio, ni esperanzas sus alegrías. Lo que exige son almas clarividentes, es decir inconsolables. Pide que se haga un acto de lucidez como se hace un acto de fe. ¡Singular país que, al mismo tiempo, da al hombre que nutre su esplendor y su miseria!». Camus nos está asomando al drama de la omnipresencia del lugar, al continuo resplandor de lo evidente. Lo que percibimos diariamente es eterno porque es geográfico, y la geografía no comulga ni necesita del pasado ni del futuro. Como proclama Fernand Braudel, la geografía es el inicio de la historia. En Caracas lo maravilloso también es inmediato y por lo tanto está fuera de la historia. Su naturaleza es inevitable. Si en Argel es el mar, en Caracas son las montañas y sus valles quienes no admiten competencia. La arquitectura nace subyugada. El ciudadano, sin darse cuenta, compara lo construido con el paisaje y va perdiendo la esperanza de lograr hacer un sitio mejor al que encontró. Cuando dice: «Adoro Caracas, a su aire, a su luz, a El Ávila,» está exaltando cualidades que preceden a todos los fundadores y constructores. Así se ha ido conformando una maldición creciente: mientras más arquitectura más resalta la superioridad de la naturaleza, y más se estructura el desprecio a la idea
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de ciudad. Comprender que en Caracas la geografía es el verdadero protagonista podría otorgarle a nuestra arquitectura un justo, sereno, «clarividente e inconsolable», segundo lugar. Pero es difícil hacerle justicia a lo geográfico. Solemos alimentar y hasta disfrutar de las confusiones entre naturaleza y artificio, entre lo natural y lo fabricado. A las flores y a las frutas verdaderas se les celebra exclamando: «¡Parecen de mentira!»; y a las artificiales diciendo: «¡Parecen de verdad!». Esta inversión de cualidades es parte de una confrontación aún más ancestral e inadvertida entre el tiempo y el espacio. En un pequeño libro llamado: La cultura y el alma animal, el sicólogo James Hillman examina el desequilibrio con que hemos percibido la relación entre lo temporal y lo espacial, especialmente en el caso de América. Para Hillman, nuestra entrada a la historia oficial se inició con un espíritu de novedad. La civilización estaba harta de envejecer cuando logró recomenzar gracias a la fantasía de un Nuevo Mundo. Pero, por más que lo decrete la historia, la geografía nunca es nueva, ni novedosa. Hillman culmina con un axioma: «La novedad continúa siendo la prisión de las Américas». Según Hillman, el tiempo europeo «descubrió» nuestros lugares y luego los «recubrió» de historia. Incluso los reportes geográficos eran presentados como fragmentos de tiempo. Se les llamaba «viajes» y «diarios», como el célebre Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente. Estos anunciaban con el título la presencia del paso de los días junto a las descripciones. En la historia del «antes» y el «después», América fue concebida como una especie de anterioridad posterior e inferior. En otro capítulo de su libro Hillman se adentra en la estética animal e incluye a lo animal en lo geográfico, ya que también lo animal está apartado de la historia. Hillman utiliza las investigaciones de Adolf Portmann. Este zoólogo suizo ha demostrado que los animales al proyectar su imagen no están solamente realizando una función con un fin ulterior dirigido al exterior; hay algo más, algo que es anterior y más trascendente. Para el animal la apariencia es una característica esencial, es una necesidad que no se limita a causar un efecto. «Ser es ser visto». «Ser visto es tan genérico como ser». «La ostentación de cada animal es su fantasía
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de si mismo». Esto quiere decir que en lo animal la estética no necesita explicación, sino que es sencillamente inevitable. Esta cualidad animal se entiende aún mejor en lo geográfico. Las montañas y los valles, los mares y los ríos poseen una estética propia que no requiere de justificación o de pasado, ni de lectura. La frase clave de Portmann es seductora: «apariencias sin audiencia». Volcarnos sobre las apariencias sin audiencia de una ciudad no es tan insensato. Tomar a lo geográfico como asidero puede ser útil justo ahora cuando la historia sufre una de sus crisis recurrentes. La desconexión con el pasado y con el futuro, por omisión o histeria, característica del final del siglo XX está bien descrita por Andy Warhol cuando se concibe a sí mismo como una grabadora con un solo botón, el de borrar. Todo lo grabamos para no recordarlo. Camus ya nos anunció en su ensayo sobre Argel el sabor de esta actitud en que el afán histórico borra el presente: «¿Qué significan aquí las palabras porvenir, bienestar, posición? ¿Qué significa el progreso del corazón? Si obstinadamente rechazo todos los «después» del mundo, es porque trato de no renunciar a mi riqueza presente». «Todo lo que se me propone tiende a descargar al hombre del peso de su propia vida». En la arquitectura de este siglo las actitudes ante la historia han sido conscientes y extremas. A principios de este siglo el espacio trató de dominar al tiempo, pero lo hizo creándose un presente autónomo, lo que equivalía, no a separarse de la historia, sino a pretender conjugarla sólo en futuro. Luego el tiempo reaccionó contra el espacio y la arquitectura, lejos de encontrar un equilibrio, sucumbió al historicismo, a una inflamación de lo histórico. A estos dramas amorosos es necesario añadir una variable, reconocer a la geografía como un invitado relegado, como un convidado de piedra y tierra que habíamos pretendido obviar. Se discute si la arquitectura debe responder a lo geográfico, y el problema es más profundo. La arquitectura es geografía, con la misma fuerza, deber y derecho que es historia. La atención excesiva y exclusiva a la relación entre arquitectura e historia ha convertido a ésta en enemiga de la solución y cómplice del problema. Darle su justa medida a lo histórico, al incluir a lo geográfico, es la indagación que propongo.
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Curiosamente el verbo «indagar» significa en su origen latino «seguir la pista a un animal». En la antigüedad, al indagar en el cielo, se le adjudicaron a las estrellas formas animales. Esta audaz transposición del alma animal a lo cosmológico no era un mecanismo literal, sino una forma de apropiación, de congregarse alrededor de una visión que podía ser íntima y colectiva. Nuestra imaginación puede aún palpar y transponer su alma animal a la ciudad y a la arquitectura, con la ayuda justa y comedida de la geografía y la historia. Estas conexiones entre lo biológico, entre «el peso de nuestra propia vida» y las artes, generan interesantes posibilidades. El mismo zoólogo Portmann cita los famosos planteamientos estéticos de Woelffin, sobre cómo las proporciones y las formas que proponía el arte clásico se legitimaban en la racionalidad de la naturaleza. Según esta teoría la naturaleza determina ciertas concepciones de belleza que el artista lleva implícitas en su alma, éste sólo tiene que descubrirlas, o exteriorizarlas, a través de la observación del reino animal (recuérdese a Durero estudiando las proporciones del caballo). Dice el propio Woelffin: «La naturaleza nos ofrece el privilegio de participar en una existencia más amplia y más pura». Esta oportunidad se ha ido perdiendo. La simbólica interpretación de la naturaleza como reflejo de una espiritualidad ha dado paso a un cientificismo, donde toda forma debe obedecer a una especie de funcionalidad morfológica. Ahora interpretamos a los organismos ajustando nuestro sentido de las proporciones para que éste satisfaga una explicación funcional de las formas: lo de adentro tiene que determinar a lo de afuera, o el famoso: «la forma sigue a la función». Este afán unidireccional nos limita, y hemos dejado de estudiar los misterios de la apariencia. Nunca debemos olvidar que la forma, aparte de relacionarse con una función, es, en sí misma, expresión. Hay quienes exploraron estas fusiones entre forma y función, entre alma animal y arquitectura, de una manera menos racional. Le Corbusier le preguntó una vez a Dalí si tenía alguna opinión
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sobre arquitectura. Dalí respondió que él tenía opiniones para cualquier tema, y ahí mismo le largó: —La arquitectura debe ser blanda y peluda. Dalí escribió un artículo titulado: De la belleza terrorífica y comestible de la Arquitectura del modernismo. Lo que Dalí quería resaltar era «esa función tan urgente y tan necesaria para la imaginación amorosa: poder comer, lo más realmente, el objeto del deseo». Y nada mejor para explicar este apetito que la obra de Gaudí. Como buen hijo y prolífico padre de Barcelona, Gaudí observó con pasión minuciosa los acontecimientos y accidentes de su ciudad, el origen de las calles y de cada peldaño, de cada promontorio, grieta, hendidura o vestigio. El era paseante y protagonista de una de las ciudades más históricas de Europa. Según Javier Marías, la más presumida, segura de sí misma, enigmática, reservada y esquiva. Aún así, o gracias a esto, Gaudí y sus compañeros de generación tenían alma y tiempo para entender a lo urbano como naturaleza y a la naturaleza como alimento de la arquitectura. Uno lo siente al presenciar el paralelo entre la cresta de los lagartos del zoológico de Barcelona y las cumbreras de la Casa Batlló, entre los picos rocosos de Mont-Saltvage y los campanarios de la Sagrada Familia, entre las hojas de las palmeras mediterráneas y sus rejas y barandas. La arquitectura de Gaudí se nutría de la historia Catalana, y también de los reinos animal y vegetal. Hay un tercer reino, también fascinante, el mineral. Cuentan que para diseñar la reja de entrada de la Casa Milá, Gaudí sostuvo una lámina de vidrio verticalmente y luego la dejó virar y caer contra el suelo; así pudo observar el dibujo que generaba el material al fracturarse. Este súbito dibujo, que surge en una naturaleza transparente, revelaba a un mismo tiempo el diseño de la reja y los trozos de difíciles cortes curvos que luego encajarían a la perfección en el aleatorio dibujo. Gaudí lograba, de un solo golpe, el contexto, los elementos y las leyes que articulan la relación entre ambos. Este ejemplo nos asoma a mecanismos racionales capaces de generar las formas que Dalí describía en su ensayo como «una casa según las formas del mar, representando un día de tempestad», o con «las aguas tranquilas de un lago», o «Escultura de reflejos crepusculares en el agua».
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El ejemplo de Gaudí nos señala que también en el reino mineral hay un alma que aguarda. La clásica pregunta de Kahn a su ladrillo, «¿Que quieres ser?», adquiere en el caso de Gaudí una posibilidad más penetrante: «Le pregunté al vidrio en que dibujo quería convertirse». Esa fractura es geografía, y es, a la vez, el inicio de una estética y de una historia. Lo urbano también se fractura y genera formas legibles que pueden, si las comprendemos, alimentar un diseño que permita a sus segmentos encajar con naturalidad. Requiere pasión, concentración y muchas láminas de vidrio conseguir el estallido ideal, para lograr así establecer contactos tan íntimos, tan ligados a los orígenes como los que propone Gaudí. No es fácil reconocer y asumir el vacío que nos ha lanzado de bruces en la historia como única posibilidad y como única imposibilidad. Mientras tanto, la naturaleza se nos va haciendo decorado y la materia material, cuando materia y naturaleza deben ser nuestra primera referencia. La historia nos necesita, la Geografía, en cambio, sencillamente nos aguarda. En uno de sus últimos ensayos: El camino de San Giovanni, Italo Calvino nos revela su obsesión geográfica; comienza advirtiéndonos: «Una explicación general del mundo y de la historia debe, antes que todo, tomar en consideración la manera en que nuestra casa estaba situada en un área que alguna vez se llamó “La punta francesa”, ubicada en las últimas pendientes al pie de la colina de San Pietro, un sitio al borde de dos continentes». Su esposa cuenta que Calvino escribió este texto de memoria, y, yo presumo, que en París.
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El eslabón y el fetiche
LO TECTÓNICO EN EL CARIBE
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ACE MÁS de una década Kenneth Frampton presentó en Caracas una conferencia sobre lo tectónico. Ante la crisis del descontructivismo, y varios otros «ismos», Frampton proponía recuperar el arte de construir bien. Le daba a la palabra «tectónico» el significado de unión, de juntar, y ciertamente construir es unir un material con otros. Frampton intentaba llamar la atención sobre el deterioro del lenguaje arquitectónico, y daba como ejemplos una serie de notorios edificios dedicados a ilustrar con acierto una teoría, pero, que estaban mal construidos y pobremente detallados. En esta conferencia Frampton presentó una sola diapositiva. Se trataba de un dibujo de Gottfried Semper sobre una vivienda caribe ubicada en la Guayana Británica. En 1851, Semper observó en la «Great Exhibition» de Londres un modelo de esta cabaña y decidió utilizar su imagen como paradigma, como primera evidencia de la esencia tectónica de la arquitectura. El dibujo de Semper evidencia el piso elevado, el techo soportado por columnas y las paredes de esterillas trenzadas. No se trataba de una construcción imaginaria sino de un ejemplo real, vigente. Algo similar a lo planteado por Vitruvio en tiempos de Cristo para defender sus argumentos: «El que las casas se originaron como he escrito, lo podemos ver con nuestros propios ojos
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en las casas que aún hoy están construyendo las tribus extranjeras, como en la Galia, España, Portugal y Aquitania». Un siglo después de la exhibición en Londres, Frampton traía de vuelta al Caribe la imagen de la cabaña de Semper. Este retorno me fascinó. Frampton había sido parte de una larguísima digestión, iniciada con el diestro y bien intencionado bocado de Semper, la cual repatriaba nuestra versión local de la Casa de Adán en el Paraíso. Desde el principio la visión del Caribe en Europa, ha estado envuelta en contradicciones. Colón exclama en su primer viaje que «Otra cosa más hermosa no he visto», pero ya en las crónicas del segundo viaje aparecen salvajes por entre ese paraíso, «ellos dicen que la carne de hombre es tan buena que no hay tal cosa en el mundo y bien parece, porque los huesos que en estas casas hallamos, todo lo que se puede roer lo tienen roído». En idílicos paisajes cada tanto aparecen «indios ensartados en asadores para solaz de la gula». Esta imagen del indígena abría el camino tanto para su incorporación a las más diversas fantasías, como para su exterminio. La palabra «Caníbal» sugiere un origen remoto. Uno esperaría encontrarla en la Historia Natural de Plinio y hasta en Herodoto, pero es de origen reciente. Se incorpora al español en el siglo XVI a partir de la segunda visita de Colón. El dialecto caribe ofreció gran cantidad de palabras a Europa, como canoa, huracán, barbacoa; una de las más sugerentes proviene de «caniba», o «canbalos», o «canabalos», diferentes maneras de llamar a los guerreros más temidos del mar al que dieron nombre. En su ensayo, Sobre los caníbales, escrito a finales del XVI, Montaigne da como prueba de la inteligencia de los caribes las palabras que dirige una víctima a sus captores antes de que se lo coman: «Esta carne y estas venas son vuestras. ¿No podéis ver que la sustancia de los miembros de vuestros ancestros todavía están en ellos? Pruébenlos cuidadosamente y encontrarán el sabor de vuestra propia carne». En 1611, influenciado por el ensayo de Montaigne, Shakespeare escribe La tempestad. En esta obra entra a escena el primer personaje teatral de origen Caribe con el alusivo nombre de
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Calibán. Se trata de un esclavo salvaje y deforme. Próspero llegó un día a su isla, y después que Calibán le dio a conocer las propiedades de su tierra, los frescos manantiales y los terrenos fértiles, Próspero se dedicó a halagarlo, a corromperlo, hasta quitarle todo lo que tenía. Ahora Calibán vive desterrado en una roca desnuda donde se queja: «Estoy sometido a un tirano, a un hechicero, que con su ciencia me ha despojado de esta isla». En este mismo escenario un recién llegado llamado Gonzalo propone una especie de anti-civilización: «dispondría todas las cosas al revés de como se estilan. Porque no admitiría comercio alguno, ni nombre de magistratura; no se conocerían las letras, nada de ricos y pobres y uso de servidumbre, nada de contratos, sucesiones, límites, áreas de tierra, cultivos, viñedos...» Shakespeare ha calcado la descripción sobre la sociedad caribe que había hecho Montaigne en su ensayo. Del paraíso americano se extrae al mismo tiempo una utopía y un salvaje indigno de ella, por más que en el último acto Calibán aparezca exorcizado y en vías de recuperación al aceptar: «que séxtuplo asno era, al tomar por un Dios a este borracho e inclinarme ante este idiota lúgubre». Así se incorporó a la civilización occidental este nuevo Mediterráneo de bordes desiguales y mitos contradictorios. A partir del siglo XVIII el mar Caribe será un caldo de cultivo para las más diversas propuestas europeas. Los españoles se van replegando al continente mientras los ingleses, franceses y holandeses inician otras recetas para dominar, transformar e interpretar el paisaje de las islas creando, entre otras cosas, diversas versiones de la casa ideal. Es difícil encontrar una geografía con tantas respuestas culturales a un mismo problema; incluyendo las indígenas que preceden a las fórmulas europeas y las vernáculas que las interpretan. El huracán, el mar, el zancudo, la humedad y la piratería serían las determinantes de diseño que darían carácter, fuerza y belleza a las diversas soluciones. Sin embargo, para Semper, la que reflejaba con más elocuencia los principios de la arquitectura, era la cabaña caribe.
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LA MORALIDAD DE LO TECTÓNICO
Las contradicciones permanecen. El Caribe aún es sinónimo de paraíso, de atracción turística; pero también se utiliza con frecuencia como un término despectivo. Especialmente entre nosotros, «Caribe» puede ser sinónimo de desorden, de laxitud y provisionalidad. Este espectro tan amplio que ofrece el paraíso caótico descrito por Montaigne y Shakespeare, dificulta todo discurso sobre lo tectónico, partiendo de una cabaña Caribe. En el Caribe uno siempre está pisando un terreno difícil, lleno de complejas implicaciones morales. Esta última palabra nos lleva a otro tema. Esa misma noche que Frampton dictó la conferencia, Carlos Gómez de Llarena le preguntó si el arte de construir, o lo tectónico, no tenía implícito un contenido moral. En ese momento recordé, sin entender entonces por qué, una imagen de la Capilla Sixtina: La creación del hombre. Recuérdese la escena: Del lado izquierdo está Adán; sus proporciones son perfectas, reposa armonioso e indolente, apenas estira el brazo, su mano desciende en una plácida curva a partir de la muñeca, parece que fuera a tomar la última uva de un racimo. Del lado derecho llega Dios en su nube rodeado de varios ángeles. Es un viejo vigoroso, en forma, tanto que es él quien se estira, quien tiene los músculos en tensión, el dedo recto y firme, quien está interesado y decidido a unir su índice al de Adán. Estas diferentes actitudes entre Dios y Adán son comprensibles. Dios se propone insuflar al hombre la voluntad y el deseo; convertirlo a su imagen y semejanza, hacerlo un eslabón de su cadena creativa. Adán sencillamente espera, sin saber lo que le viene encima. Miguel Ángel los sitúa en un mismo plano. Ambos, creador y criatura, se necesitan mutuamente. Me tomó un buen tiempo entender la súbita aparición de esta imagen después de la conferencia de Frampton. Hoy comprendo que es un ejemplo de unión tectónica lleno de significación moral y religiosa. Pocos días después mi padre me comentó que no entendía porqué Frampton había limitado su charla a lo tectónico, cuando tenía en el prefijo de «Arqui-tectónico» un complemento sugerente y necesario. Mi padre creía recordar que «Arqui» proviene
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de «jerarquía». Arquitectura según este complemento significaría: «Unir de acuerdo a una jerarquía». Una serie de ideas y sensaciones empezaron a tomar forma y asentarse: Lo tectónico, la unión, la moral, Dios y Adán. Esbocé una primera conclusión: «Somos parte de una cadena que comienza en Dios. Al unir dos elementos estamos extendiendo la creación divina, y ésta es la moral de nuestra actividad tectónica». Pero aún persistía una duda: ¿Cómo se articulaban los dos orígenes del termino compuesto: «arqui-tectónico». En los diccionarios encontré que «Tectónico» viene del griego «Teckton»: «obrero, carpintero». Y «Arqui», de «Arkho»: «Soy el primero». Al continuar con la búsqueda etimológica la definición se hizo más dialéctica y cíclica: «Teckton» viene a su vez de «Tikto» que significa «produzco», y, más importante y revelador aún, «dar a luz». Aquí finalmente estaba el secreto, la vuelta, el giro, el punto en que la culebra se muerde la cola. En la cadena creativa cada eslabón, cada «teckton», puede a su vez «dar a luz», puede, a un mismo tiempo, ser obrero y creador. Arquitecto, según esto, es el primero de aquellos que dan a luz. Los arquitectos creemos tener el privilegio de iniciar un proceso que transmitimos a otros. Solemos olvidar que siempre existe una «creación» que nos antecede, que ya está manifiesta en la cultura, en las costumbres, tradiciones, técnicas, maneras, estilos. Queremos desconocer que la creación nos precede, o mejor aún, que nos incluye en un sentido teológico. Esta génesis, aun cuando es aceptada, suele resultar elusiva y difusa, otras veces dogmática y fría, rara vez operativa y enriquecedora. LA MORAL DE LOS ÁNGELES
¿Como se manifiesta esta relación entre Dios y los hombres? ¿Como instrumentarla? Utilicemos, como intermediarios y explicación, a los ángeles que acompañan a Dios en su nube durante la visita al indolente Adán. En su novela El libro de la risa y el olvido, Kundera describe dos tipos de risa, la del ángel y la del diablo. Una es fuerte y decidida: «Cuando el ángel oyó por primera vez la risa del diablo, quedó estupefacto. Aquello ocurrió durante algún festín en
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el que todos se fueron sumando, uno tras otro, a la risa del diablo que era fantásticamente contagiosa (...). El ángel comprendía con claridad que esa risa iba dirigida contra Dios y contra la dignidad de su obra. Sabía que debía reaccionar pronto (...) pero se sentía débil e indefenso. Como no era capaz de inventar nada por sí mismo, imitó a su adversario». Ambas risas se compensan: «Mientras la risa del diablo indicaba lo absurdo de las cosas, el grito del ángel, frágil y tenso, aspiraba a regocijarse de que en el mundo todo estuviese tan sabiamente ordenado, tan bien pensado y fuese bello, bueno y pleno de sentido». Kundera propone que la dominación del mundo deben compartirla ángeles y demonios. La creación divina no soporta tener demasiado sentido, pero tampoco puede perder toda significación racional. Bienvenido pues el equilibrio, pero, ¿como distinguir la risa original e inevitable, de la justa y necesaria búsqueda del regocijo? Es difícil situarse ante los objetos y las situaciones; pareciera que cada día aumenta el divorcio entre la evolución de nuestra sociedad y la superficie directamente perceptible de esa evolución, entre lo que realmente sucede y lo que se ofrece ante nuestros ojos, entre la realidad real y la realidad que queremos ver, ¿Como entonces saber en medio de esta ambigua dualidad quién ríe y con que intención? Cuando la arquitectura se aleja de las verdaderas necesidades y anhelos de los hombres está construyendo fetiches, y estos, al ubicar una versión de la imagen divina en un vacío, rompen la cadena de la creación y hacen cada vez más difícil reflexionar sobre el origen divino de los actos humanos que producen las cosas. Estos eslabones sueltos, indiferentes a su cadena, inconscientes de su origen y propósito, terminan ocultando y disfrazando a la ciudad con un ropaje falso de arquitectura. Especialmente en ciudades tan llenas de encuentros, carcajadas, ángeles y demonios, como las del Caribe. Kundera nos advierte que existe también otra risa, la risa de la risa. Advierte que ángel y demonio pueden quedarse por siglos frente a frente con la boca abierta. Es tentador participar en este juego angelical y diabólico, contemplativo y semántico, repleto de los «ismos» y paroxismos que tanto preocupan a Frampton.
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Pero no por demasiado tiempo: el arquitecto debe continuar construyendo la obra de Dios. ¿Cómo hacerlo? En esta última pregunta reside una fuente de humildad y de alegría que no depende de la risa.
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El Gallo Bueno
LA APUESTA
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apostador del hipódromo le comentaron que en las peleas de gallo se jugaban fortunas entre campesinos ignorantes. Se fue a la gallera y observó por un buen rato quién lucía con más experiencia. Se dio cuenta que la gente se acercaba a un viejo arrinconado y mal vestido a pedirle consejo. El apostador lo abordó con su acostumbrada simpatía y preguntó en tono de confidencia: —¿Cuál es el bueno? El viejo le respondió generoso: —El bueno es el blanco. Después que el gallo negro destrozó al gallo blanco, el apostador se quejó con amargura: —Usted me dijo que el bueno era el blanco y yo le aposté todo mi dinero. Entonces el viejo le aclaró algunas cosas del mundo de los gallos: —El bueno era el blanco, pero el negro es el maluco. UN HÁBIL
LA GALLERA
La arquitectura de nuestra ciudad ha adquirido características de gallera. En una economía que se alimenta de la contradicción y que avanza a la deriva sin leyes de juego, es previsible que existan
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desacuerdos en la fabricación de los objetos. Abundan los ejemplos de buenos edificios, bien detallados y construidos, que se vendieron bien a clientes satisfechos, que aspiraron a premios, o que incluso fueron premiados, y sin embargo, son profundamente malucos. Ellos, sin aceptarlo, introducen en la narrativa urbana un desajuste, una desazón que puede llegar a lo maléfico, asustar a los niños, desorientar al peatón, humillar y encandilar al vecino. Existe también el caso contrario, edificios anodinos, olvidados, inéditos, despreciados a veces, casi imperceptibles, y sin embargo son amables y bondadosos, y en definitiva, son los que dan la cara por la ciudad, los que protegen y acompañan a su trama. LA GALLINA
La palabra «buena», suele debatirse en una femenina dualidad según se le anteponga el verbo «ser» o «estar». El «está buena» llega a veces hasta ser contradictorio del «es buena», y puede calificar a dos mujeres casi opuestas, cuando todo lo que «está» debe necesariamente «serlo». Esta percepción equívoca de lo femenino se repite en la apreciación de la arquitectura. Hemos dejado de considerar al objeto arquitectónico un ente integral, una esencia duradera, para celebrar e insistir en una apariencia pasajera y superficial, que satisface a uno de los cinco sentidos. La legendaria trilogía de Vitruvio «Firmitas, utilitas, venustas», hoy se traduce como «Bueno, bonito y barato». REGLAS DE JUEGO
Todas las condiciones están dadas para que «existir» prive sobre «ser»: La enseñanza de la arquitectura insiste en utilizar lo bidimensional. Las publicaciones celebran el reino de la imagen y propician una saturación de ejemplos y paradigmas fotográficos que jamás se huelen, ni se tocan, sopesan o penetran. El omnipresente desbalance entre nuestra realidad urbana hispanoamericana, mediterránea y caribeña, y la andanada de modelos y referencias sajonas, ya no impresiona. La perplejidad inicial ha
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dado paso a una sólida cultura del desajuste. Estamos acostumbrados a vestir la camisa de fuerza de una normativa y legislación que celebra el aislamiento y el valor reflejado en cantidad y no en calidad —a más caro el terreno más pisos, mas masa—. Tenemos un cuerpo de leyes urbanas que afecta, abarca, o considera, a menos de la mitad del territorio urbano y de sus habitantes; por lo tanto, más de la mitad está al margen de estas leyes. Existen profundas, admitidas y crecientes contradicciones sociales, con la consiguiente ruptura entre el pensamiento arquitectónico y la realidad social. Ya no se trata de hacer de la arquitectura una bandera política, sino de evitar que se siga instrumentando arquitectónicamente el terror a reconocer lo que somos. Nótese cómo el capital y la arquitectura se han ido invirtiendo en las recetas más costosas, mientras el resto de las opciones comienzan a secarse. Se está estructurando una paranoia hacia lo público, al libre acceso, a la calle, a la plaza, hacia la vivienda de la mayoría. La ausencia de utopías y teorías se explica por la sobrevaloración de lo realizado, del hecho arquitectónico concluido, de lo «existente». Intereses altos, inflación y desconfianza en el futuro van creando una noción instantánea y angustiosa del tiempo, donde predomina la respuesta vertiginosa y no la pregunta, la realización sobre el pensamiento, la fórmula sobre el principio, el prototipo sobre el arquetipo, la solución sobre la idea, el continente sobre el contenido, la complacencia sobre el carácter, la acrobacia sobre el equilibrio, el afán sobre la serenidad, el rastreo sobre la indagación, la confusión sobre la alternativa, la demanda sobre la oferta. Véase cómo los recubrimientos se han ido haciendo cada vez más etéreos, frágiles y superpuestos. Pretenden ser «pretextos» en el sentido que le daban los griegos: «poner un bordado o tejido delante de algo», pero en realidad coinciden con el sentido actual de la palabra: «Motivo o causa simulada que se aparenta para hacer una cosa o para excusarse de no haberla ejecutado». EL GALLO MALO
Aún está por darse un paso adicional. Una vez que los ideales mueren, el bien deja de ser un plan vital, una meta para trascender
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y se convierte en procedimiento, en posibilidad conveniente, en instrumento legal. Un niño que hoy en día quiera ser político es tan sospechoso y extraño como uno que desee ser odontólogo. La política es un rol desprestigiado, o quizás, precisado. Ser médico, ingeniero, abogado o arquitecto eran sinónimo de carro, apartamento, y la posibilidad de hacer un mundo mejor. Las tres ofertas se esfuman día a día. Estudiar arquitectura es hoy una posibilidad tan romántica y relevante como un curso de electrónica por correspondencia. Negados los ideales del bien como vía para expandir la condición humana, como campo para el espíritu, los misterios del mal siempre constituyen una oferta, una alternativa. La frase de Groucho Marx, «Nunca pertenecería a un club que acepte un tipo como yo», explica esa tentación de salirse de lo establecido, de reafirmar la individualidad a través del cinismo, de crear una normativa propia. El problema es que el club ya existe y está lleno de aparentes buenas intenciones y de descarados estatutos. EL APOSTADOR
De acuerdo con San Agustín, «demonio» viene de sabio. Sabemos que «Ángel» proviene de «mensajero». En La Ciudad de Dios, San Agustín plantea que el demonio posee los mismos conocimientos de Dios pero sin caridad. El ángel es el encargado de propagar esta sabiduría; el demonio de ocultarla, de hacernos perder tiempo, dinero, y enormes trozos de ciudad. Pretender que la corrupción política y económica no tiene su correspondencia en lo más profundo, competente y dinámico de nuestra arquitectura, es apostar a ciegas. Sólo reunificando lo bueno a lo bondadoso tendremos chance de ganar partidas justas y verdaderas.
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El manantial y las ranas
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Progressive Architecture. Parece que la desaparición de la revista se debió a una suerte de «vanguarditis», o inflamación de la vanguardia. El crítico de arquitectura del New York Times explica que la revista sucumbió a consecuencia de la misma crisis que pretendía diagnosticar, e ilustra su artículo con una imagen de El manantial, una película que glorificaba al arquitecto como jinete encabritado del progreso. La película se basa en una novela de Ayn Rand muy de moda en los años cincuenta. La trama está plagada de arquitectura, pero más que una novela para arquitectos lo era para novias de arquitectos. Con sólo leer las 734 páginas, la prometida más escéptica se convertía en la abnegada esposa de un héroe incomprendido que luchaba por construir el edificio ideal. El protagonista, Howard Roark, es una suerte de Frank Lloyd Wright exponenciado y reforzado con amplias dosis de romanticismo. Ya en el primer capítulo se describe su constitución en términos arquitectónicos: «Desnudo, al borde de un risco, su cuerpo se recortaba contra el cielo... Era un cuerpo de líneas y ángulos rectos, pues cada curva se quebraba en planos». En el último capítulo el risco se transforma en rascacielos; está encaramado en el edificio más alto de Nueva York mientras su amada Dominique lo divisa a lo lejos. El arquitecto la saluda con la mano, y, «Después ya no hubo más que el océano, el cielo y la figura de Howard Roark». A MUERTO
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Para llevar la novela al cine se buscaron al actor con la estructura facial más ósea y angulosa de Hollywood: Gary Cooper, quien terminó de añadir los entrecejos y gestos, la soberbia y el convencimiento que se podía permitir la modernidad hacia finales de los cincuenta. No todo le fue fácil a este héroe. En la página 14 el decano le anuncia al joven Roark que ha sido expulsado de la Facultad por irreverente. Aunque este encuentro no cuadra con la vida de Wright (ni él, ni Mies Van der Rohe, ni Le Corbusier asistieron a escuelas de arquitectura), al novelista le sirve para situar al lector en el conflicto que se cocinaba a inicios de este siglo entre academia y modernidad. En esa lucha generacional el decano lleva la peor parte, por lo menos en términos novelísticos. Lo curioso es que ahora, ese decano regordete e institucionalizado suena actual y razonable, y Roark es quien parece trasnochado y dueño de una fastidiosa exaltación. De estos duelos generacionales rara vez quedan vestigios. Cuando Freud expuso por primera vez su teoría del subconsciente, un viejo profesor cerró el acto diciendo: «El joven Freud ha dicho cosas muy ciertas y cosas muy novedosas. El problema es que las ciertas no son nuevas, y las nuevas no son ciertas». De este crítico de Freud hoy no queda más que esta irónica relación entre certidumbre y novedad. Los encuentros generacionales más cruentos son los consanguíneos. En el proverbio español: «Nada une tanto a una familia, como un hijo poeta», se intuye que se unen todos en su contra. Un tío banquero de Heinrich Heine decía de su sobrino: «Si ese tonto hubiera aprendido algo, no habría tenido que escribir libros». Heine escribiría más tarde con amargura: «No hieras con tu tono frío al adolescente que viene hacia ti menesteroso y como un extraño; a lo mejor es un hijo de los dioses». Otro caso notable, y de nuevo universitario, es el enfrentamiento del joven Nietzsche con los profesores de la Universidad de Basilea. A los veinticuatro años Nietzsche es un prometedor catedrático de Filología clásica. Sus amigos y devotos esperaban que su tesis doctoral acabaría con las habladurías sobre su falta de madurez. No fue así, la reacción universitaria ante su segunda conferencia: Sócrates y la Tragedia, fue pasando del silencio total
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a insultos y ataques histéricos. Un profesor escribió en un panfleto: «Exijo que Nietzsche se atenga a lo que dice, que vaya de la India a Grecia, pero que baje de la cátedra». Había terminado la carrera del joven profesor, comenzaba la del genio solitario. La famosa conferencia de Nietzsche iba directo al grano: «La Tragedia pereció de manera distinta a los otros géneros; acabó de manera trágica». Nietzsche ilustra su análisis con parlamentos de una comedia de Aristófanes llamada Las ranas. Era una comedia la encargada de explicarnos la agonía de lo trágico. En Las ranas, el teatro se examina a sí mismo. Dionisio se lamenta de las malísimas tragedias que se presentan después de la muerte de Eurípides, y decide descender al infierno a buscar un buen poeta. Llega justo cuando Eurípides y Esquilo sostienen una disputa, también generacional, a ver cual de los dos es mejor autor trágico. Eurípides, el más joven, se opone a un teatro limitado a héroes y semidioses, y explica que él le ha enseñado al pueblo: «el arte de servirse de reglas, de escuadras para medir los versos, de observar, de pensar, de ver, de entender, de engañar, de amar, de caminar, de revelar, de mentir, de sopesar (...) Yo he representado la casa y el patio, donde todos nosotros vivimos y tejemos, y por esto puedo decir que me he entregado a vuestro juicio, pues cada uno de ustedes, conocedor de estas cosas, ha podido juzgar mi arte». Eurípides tenía una buena receta para combatir el distanciamiento creciente entre público y dramaturgo: «Todo tiene que ser comprensible, para que todo pueda ser comprendido». El joven Howard Roark, al enfrentar a su decano, propone lo contrario: «Me importa un bledo lo que la gente piense de la arquitectura o de lo que fuere. ¿Por qué tengo que tomar en cuenta lo que pensaron sus abuelos?». La novela culmina con la histérica frase de la página 725: «He venido aquí a decirles que soy un hombre que no existe para los demás». En los cincuenta el personaje del decano sonaba a letargo juicioso; hoy habría que prestarle atención: «Tenemos que aprender a adaptar la belleza del pasado a las necesidades del presente. La voz del pasado es la voz del pueblo. El proceso creador es lento, gradual, anónimo, colectivo, y en él cada hombre colabora con los otros y se subordina a las normas de la mayoría».
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Este eterno enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo, entre el individuo y la colectividad, alimenta la necesaria tensi贸n entre las generaciones, alimenta esa vida que genera otra vida. Los bandos pueden alternar sus banderas, y estas pueden ser precisas o ambiguas, siempre y cuando sean intensas y sinceras. En nuestros tiempos, el conflicto generacional m谩s grave es precisamente la ausencia de un conflicto, o por lo menos la ausencia de una coherente elocuencia, de una genuina expresi贸n, verdadera novedad y certeza. Somos una generaci贸n sin vanguardia ni retaguardia, lo cual es terrible al bajarnos desconcertados de ese viejo caballo llamado progreso.
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La plaza, el patio y la esquina
LA PLAZA
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N UN grueso diccionario de siquiatría encontré esta descripción de un enfermo: «A los 25 años, mientras cruzaba la Plaza de la Concordia, comenzó a tener lo que él mismo luego llamaría “El problema con los espacios”. A mitad de camino sintió una extraña amenaza. Su respiración se hizo rápida, se sofocaba, el corazón le latía violentamente y las piernas se le fueron paralizando. No podía avanzar ni darse vuelta. Bañado en sudor hacía esfuerzos desesperados por continuar, luchaba en vano por alcanzar el otro lado de la plaza. Decidió no volver nunca más. Al poco tiempo la misma sensación de ansiedad le recurrió en el Puente de Los Inválidos, y luego en una calle cualquiera que le pareció cada vez más larga y empinada. “Caminaba”, narraba él paciente, “Como si buscara la tercera margen de un río”. Su dificultad se extendió a la escalera del edificio, al pasillo del apartamento, hasta terminar requiriendo la ayuda de su esposa para trasponer el umbral entre la alcoba y el baño». La enfermedad de este náufrago urbano, que termina encerrado en su cuarto se llama agorafobia. Es similar a otras fobias: el miedo a ruborizarse, a ver las gotas desprenderse del grifo, al sonido de las campanas, a que la rodilla se doble hacia atrás; pero ninguna resulta tan vasta y cercana como el miedo al vacío. Algo en este drama inútil me recuerda las dificultades crecientes del
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habitante para caminar, sentarse y comprender a sus plazas. Nuestras viejas plazas están siendo sometidas a implacables saturaciones de materias secas, lámparas enanas, columnas errantes, pérgolas obsesivas y una epidemia de muritos. Pareciera que están siendo rediseñadas con miedo al vacío. La ciudad entera se extiende agorafóbica. Una cultura de patios y plazas está por claudicar. La expresión tensa en nuestros rostros ya no es sólo ante un peligro exterior, es más bien la señal de una cotidiana ansiedad por los espacios perdidos. Una parte de nuestro espíritu se ha quedado sin escenario y se va enmudeciendo, anquilosándose, hasta rechazar aquello que más necesita. Las ansias de plaza se han transformado en fastidio e indiferencia, en cinismo y hasta en fobia. Cuando esta fobia es compartida se convierte en una paz boba que nos conforta. Aprendemos a caminar por las plazas sin impresiones ni propósito. O peor aún, en súbitas recaídas melancólicas, las visitamos y repetimos eufóricos: «¡Oh una plaza! ¡La plaza es bella y es buena! ¡Deberían haber más plazas!» Y al rato las abandonamos agotados, como viajeros del tiempo más unidos a la historia que al presente. Ciro, Rey de Persia, decía de los griegos: «Nunca temeré al tipo de hombres que apartan un lugar en medio de la ciudad para juntarse y contarse mentiras bajo juramento». Ese vacío era la plaza, y esas mentiras la filosofía griega. Si a Ciro le parecía absurdo tomar el medio de la ciudad y no edificar nada, quiere decir que desde siempre el ágora fue algo prescindible, una creación, una invención. Sin embargo, hoy las concebimos como algo que surgió casualmente, como un accidente de la naturaleza y no como fruto de la más exquisita y sutil de las tareas arquitectónicas: edificar un vacío. Ciro también nos revela que en el ágora se miente y se jura. Él sabía que cuando la intimidad se vierte en el ágora la verdad se separa de la mentira, y ya definidas, la verdad se hace certeza y la mentira fantasía, sólo así encuentran ambas designio y equilibrio. Esto era lo que el déspota despreciaba, y quizás también sea la posibilidad que hoy recubrimos con el mismo miedo. Es comprensible que una ciudad se perciba e identifique desde sus espacios vacíos, especialmente aquellos descubiertos. Sólo
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desde ellos podemos analizar la arquitectura de una ciudad. La disyuntiva de si estos espacios vacíos son alma o residuo, fuente de placer o de miedo, es clave para entender el sentido de lo lleno, de lo edificado. Una última reflexión: Angustia viene del latín angustus «angosto». Si plaza viene del griego platys «ancho», se entiende fácilmente la relación entre agorafobia y la pérdida angustiosa de terreno y escala entre las plazas y la ciudad. EL PATIO
Especie de origen incierto como todo lo fundamental. La posibilidad de su extinción debe haber resultado inverosímil a los cronistas, quienes no trataron de su origen por jamás haberle concebido un final. Al igual que muchos otros elementos y técnicas arquitectónicas el patio tiene fuertes deudas con la agricultura, o más precisamente, con la agrimensión. Se inicia como «pati»: «lugar de pastos», o, para confirmar su origen catalán, como un práctico y rentable: «pastizal arrendado», que más tarde se convertiría por la misma obsesión mercantil en un «solar por edificar». De aquí pasa a Ibiza, donde pierde algo del afán utilitario, al considerarse un «lugar donde no se siembra nada». Coraminas en su diccionario etimológico se asombra de que siendo tan usado aparezca tan tardíamente en nuestro idioma, pero quizás en esta contradicción esté la clave: lo ausente es más relevante que lo presente, lo presente se nombra cuando no se le tiene, o se le tiene muy poco, o en demasía. Las dos citas que ofrece Coraminas para ilustrar la aparición del patio en la literatura, apoyan este argumento. Una viene de la picaresca: «entramos en casa, la cual tenía la entrada oscura y lóbrega, aunque dentro de ella estaba un patio pequeño y razonables cámaras» (Lazarillo de Tormes). La otra la toma de los cronistas de Indias: «dijeron a Cortés que habían visto un patio de una gran casa, chapado todo de plata» (La historia de las Indias y conquista de México, de López de Gomara). Después de esta aparición tardía del termino «patio», hacía falta algo que lo consolidara. Los tratados de Arquitectura se
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encargan en el Renacimiento de definirlo como un tipo arquitectónico. A partir de este momento abandona lo popular y se rodea de columnas académicas, adquiere prestancia y al poco tiempo la «casa de patio» equivale a «casa de autoridad». Desde aquellos días lejanos en que se asociaba al cultivo, ha pasado a asociarse con la cultura oficial. Quevedo le da a «patio», el sentido de «vivienda de estudiantes». En general, comienza a evocar el centro de una universidad o edificio de tribunales. Entre los tratadistas que elaboran sobre el tema del patio, Vitruvio es el más técnico, Alberti el más esquivo y Palladio el más arquitectónico e invitante. Vitruvio los clasifica en cuatro tipos: toscano, corintio, tetrastilo y displuviado. Estos términos nos dan la clave de los diversos factores que concurrían en un patio: estilo, disposición de la estructura y manejo de las aguas. Alberti, en su De re aedificatoria , habla poco del atrio y nada del «cortile», por lo menos según el índice en la traducción de Rykwert. Palladio los cita extensamente y su libro está ilustrado con los magníficos ejemplos que edificó. Para el interesado en el rescate de la especie, Palladio es la referencia a utilizar. Algo en estos tratados ponía en dificultades a nuestro hispano patio. Las palabras italianas atrio y cortile le hacían una fuerte competencia, eran términos más elegantes. Esto generó una tendencia a relegar el término «patio» por demasiado genérico y de procedencia dudosa. Pero un defensor del español como Antonio de Nebrija no se intimidaría con la moda. En su diccionario diferencia el patio de casa, el cual llama «impluvium», del patio entre columnas, que llama «peristylium». Sospecho que uno era el popular y el segundo el culto. Lo que ningún tratado había escrito es que el patio fue un descubrimiento tan fundamental como la rueda. Permitía en las enormes extensiones del campo crear una suerte de pequeño espacio urbano, y en la ciudad dar presencia a la naturaleza, al sol y el agua en el interior de la casa. Gracias al patio era posible adosar las viviendas por tres costados, y así, conformar cuadras, calles y plazas. Esta función se remonta a lo más antiguo de la historia. Apenas los pueblos primitivos empiezan a congregar sus viviendas y a rodear sus hogares de actividades aparece el patio. En el siguiente paso, consolidar una ciudad, el patio será un acom-
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pañante obsesivo e ineludible. Véanse ejemplos en los levantamientos de Babilonia, Baghdad, Medina, Jaipur, Pekín, Atenas, Pompeya, Oslo e incluso Caracas. En esta última ciudad, al igual que en todas las hispanoamericanas, se daba silvestre —un damero sin patio es igual a un damero sin plaza—. Después de este apogeo comenzará gradualmente a perder terreno. En el siglo XX se inicia una labor de erradicación y exterminio del patio, similar a la campaña contra el paludismo. Esta actitud toma cuerpo en los años cincuenta, se elaboraban ordenanzas que dictan su muerte. Un reglamento de retiros laterales y de frente, unido a porcentajes de ubicación lo hará físicamente imposible. Después de haber figurado en aquellos antiguos tratados de arquitectura, hoy queda relegado al único tratado actual que estudia sus proporciones: la gaceta sanitaria; ésta legisla sobre la mínima expresión permitida para iluminar y ventilar una vivienda. El patio ha pasado del análisis arquitectónico al sanitarista. En Caracas subsisten algunos ejemplares de patios distribuidos entre el patrimonio histórico y el post-historicismo; pero, ya no prosperan con la desenvoltura que acompañó a la humanidad en casi todos sus siglos y geografías, ya resulta difícil de encontrar. La familia del hombre que dependió del patio para vivir y congregarse, ha logrado eliminarlo en pocas décadas; quizás sea nuestra especie la que va cambiando. LA ESQUINA
En 1836 Balzac presagia el final de la intriga amorosa para la mujer parisina. Las cartas, que se sellan a la recepción y a la entrega, y el catastro, que numera cada parcela y cada casa, hará imposible el misterio que requiere una aventura. Para Balzac, el catastro generó una catástrofe pasional. A finales del XIX Guzmán Blanco intentó infligir ese rigor civilizatorio de París a Caracas. Véase el plano de 1874 dibujado por Esteban Ricard: los bordes de todas las cuadras tienen un brocado irregular de pequeños rectángulos, que corresponden al frente de cada propiedad. Hasta entonces todos los planos de Caracas habían representado a la cuadra como un ente macizo, expresado en un solo color y una sola textura. Pero ahora se
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evidencia y celebra una sumatoria de lotes medidos y numerados. No es casual que sea precisamente este plano el primero ilustrado con edificios públicos. El Palacio Legislativo, el Templo Masónico y el Museo Venezolano aparecen con sus recién estrenadas fachadas flotando por el perímetro del plano. Se anunciaba a la posteridad que a partir de ese momento cualquier segmento de cuadra, cualquier edificación, podía destacarse del resto y ser un protagonista notorio y autónomo de la ciudad. La iglesia y la esquina dejaron de ser los únicos puntos relevantes que se distinguían en la cuadra. Pero, antes de continuar, examinemos que cosa es una esquina. Cada idioma resalta una faceta de aquello que nombra. «Esquina» en español, «Coin» en francés, «Angolo» en italiano, y «Corner» en inglés, son cuatro maneras de definir lo mismo, o casi lo mismo. «Angolo» es la más amplia y ecuánime. Se refiere, evidentemente, al ángulo que forman dos planos, a la figura geométrica, y abarca por igual a la parte exterior como al interior de la intersección. «Coin» viene del latín cuenus, «cuña». Resalta no el ángulo sino la pieza que incide, que penetra. Quizás por esta razón «coin» suele referirse al espacio interior que la cuña genera. Los niños son castigados en el «coin», y se vive estrecha y solitariamente en un pequeño «coin». «Esquina» y «Corner» han tenido orígenes y destinos cruzados. «Esquina» se trasladó del norte al sur. Proviene del germánico y anglosajón skina. Se usaba para denominar uno de nuestros huesos más sobresalientes y angulosos: la tibia. «Corner», en cambio, subió del sur al norte. Viene del latín cornu, «Cuerno». En ambos casos se trata de protuberancias óseas que sugieren una estructura, un ensamblaje, una anatomía. Pero hay una diferencia notable: El «Corner» sugiere una estructura ósea que está aislada y que es prominente como el cuerno de un toro. En cambio nuestra «Esquina» incluye, como la tibia, a la carne que está junto al hueso que la sostiene. La esquina forma un todo con sus músculos y nervios. Adicionalmente, en nuestro idioma surgiría una influencia que precisó aún más el sentido de «Esquina» como espacio exte-
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rior del ángulo. Del árabe rukun, derivó «Rincón», y desde entonces los niños castigados saben a qué parte del ángulo deben dirigirse. Aunque teníamos la mejor opción, pareciera que terminamos adoptando un exceso de duros y protuberantes cuernos, por lo menos en materia de diseño urbano. Si observamos las cuadras edificadas según los principios urbanos anglosajones que absorbimos a mediados del siglo XX, vemos que están constituidas de innumerables y aisladas cornamentas. Una reglamentación urbana basada en retiros laterales genera demasiadas esquinas, 4 por cada edificación y no 4 por cuadra como ocurría en nuestra ciudad tradicional de bloques continuos. La vieja estrofa: «Esta casa es grande, tiene cuatro esquinas», es decir, que la casa ocupaba toda una cuadra, ahora es válida para cualquier diminuta quinta o gigantesco edificio. La esquina genuina, legítima y urbana quedó desvalorizada, mimetizada, ilegible, y en consecuencia, igual cosa sucedió a la cuadra y a la lectura de la ciudad. Esta multiplicidad de cuernos, esta cornucopia o ciudad cornuda, patrocina aparentes e insustanciales diferencias, no amalgama, se corta como una mayonesa rebelde, y ciertamente se presta a desmembrar las intrigas románticas. De todos los idiomas occidentales, tenemos en nuestra «Esquina» el mejor de los vocablos, la definición más útil, evocadora y urbana; sin embargo, hemos dejado diluir su significado, obviamos el justo equilibrio que establece entre el hueso y la carne. Cómo y por qué en Caracas la base de la nomenclatura urbana fue la esquina y no la calle, será tema de otro ensayo.
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La pupila gustativa
EL PATIO FLAMEADO
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ECUERDO UNOs
niños que antes de jugar en el patio aguardaban a que la abuela rociara con alcohol el piso de cemento y lanzara un fósforo. La abuela les contaba que era necesario esperar a que el fuego desinfectara el piso de baldosas. Con el áspero sol de la mañana apenas se distinguían las llamas que flotaban hasta desvanecerse. A veces, al entrar los niños tanteando el suelo tibio, reaparecía una lengua pálida y azul bailando sola en una esquina y sin intenciones de esfumarse. Siempre envidiaré esos primos que desde cuartos en penumbra y aromas de muro llegaban a ese patio exorcizado y relumbrante. Las nuevas casas de los nuevos niños tienen en todas las ventanas la misma luz eficiente, nada es lúgubre, nada encandila, nunca los sorprende un esplendor, la luz ya no es lenta ni vertiginosa. Las casas de patio van desapareciendo junto a sus valiosos secretos. Edgar Pardo Stolk, en su libro La casa de los caraqueños, explica el sistema milenario que incitaba en la casa colonial urbana el tránsito del aire y la luz. Consiste este sistema en dos patios separados por un comedor de romanillas; el primero está profusa y hermosamente sembrado, el segundo tiene piso de baldosas y algunos potes de hierbas. La diferencia de temperatura entre ambos patios genera una brisa que va de lo fresco a lo cálido, donde el aire asciende, y fluye a través del comedor y los
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corredores de la casa. El mismo fenómeno ocurre entre el primer patio y el pavimento de la calle a través del zaguán. Este fuelle que aviva el aire entre celosías y columnas, que suspira desde un recinto verde a uno seco, nos reitera la realidad física de la arquitectura y la inevitable participación en ella de nuestros poros, papilas, olfato, tímpano, y sobretodo, de la infatigable pupila. EL MÚSCULO Y EL ESFÍNTER
Oscar Carmona me enseñó algunos trucos para complacer a la pupila. Antes de iniciar un proyecto en la playa me resumió su idea central: «No trabajaremos para la retina ya satisfecha con el espectáculo del mar, sino para la pupila cansada por el sol. No haremos una arquitectura para mirar sino para descansar la mirada». Me explicaba que la pupila en el trópico siempre está haciendo grandes esfuerzos. Este círculo diminuto, ávido, permisivo y lujurioso, al enfrentar la luz creciente del día logra cerrarse mediante un pequeño músculo, el cual realiza un esfuerzo equivalente a soportar durante horas un fuerte peso en los brazos. La arquitectura además de cubrir de sombra al hombre harto de sol, debe permitirle contemplar lo sombrío. No sólo los pies y la frente necesitan descanso, también la pupila necesita relajarse y reposar abierta. Esta interpretación fisiológica explica el deleite al caminar en la voluptuosa plaza cubierta de Villanueva, la dulce serenidad en los retiros de la Casa Bottome de Alcock, la gradual inmersión en la Escuela Cristóbal Rojas de Carlos Gómez. Pensando en ese músculo agotado de la pupila que viene de la calle a descansar en el interior de la casa, se creó el corredor de la casa colonial. Por medio de sus columnas se comienza a domesticar la luz del día. El Curtain-Wall, para dar un ejemplo al otro extremo del espectro, no conoce de preámbulos, de instancias para la luz; enfrenta el exterior mediante un ojo sin iris, sin cejas, sin pestañas ni párpados. Pero es importante saber que existe una versión opuesta. A mediados del siglo XVIII, el irlandés Edmund Burke escribió Una Indagación Filosófica sobre los sentidos. En este tratado se examina la naturaleza de la pasión, del terror y el miedo, del olor y el gusto, de la belleza y la fealdad, de las tinieblas y la luz. En la
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sección XVI, titulada: Porqué la oscuridad es terrible, Burke equipara la pupila a un esfínter; comenta que a medida que nos alejamos de la luz la pupila se dilata y las fibras del iris se comprimen, entonces sufren los nervios y sentimos dolor. Continúa: «Cuando estamos envueltos por la oscuridad y abrimos los ojos, hay una necesidad continua de luz, esto se manifiesta en los resplandores y apariencias luminosas que suelen sentirse en este tipo de situación». Burke los llama espasmos producidos por el ansia de luz. Es evidente que existen culturas cansadas de sus dilatadas pupilas, y otras, como la mediterránea y caribeña, de tenerlas contraídas. Platón decía: «Cualquier hombre sensato recordará que dos son las maneras y dos son las causas que producen la turbación de los ojos: una, el pasar de la luz a la oscuridad; otra, el pasar de la oscuridad a la luz». No se trata de optar entre pertenecer a los que sufren por el músculo tenso o a los del esfínter dilatado; no existen límites precisos entre la avidez y la fatiga; entre el placer y el dolor. La tarea es más bien reconocer la distancia y las posibilidades entre ambos extremos, saber transitar el recorrido, reconocer y disfrutar las sutilezas de la luminosidad. Bergman nos legó una extensa lista de las cualidades de la luz que buscaba en el cine: «Suave, peligrosa, onírica, viva, muerta, clara, brumosa, cálida, violenta, fría, repentina, oscura, primaveral, vertical, lineal, oblicua, sensual, domeñada, limitadora, serena, venenosa, luminosa». La arquitectura que hacemos se enseña a base de imágenes y ya no de luz. El estudiante se entrena usando como instrumento la retina y jamás la pupila. Sale a la calle con un ojo plano y pretensioso. Emerson escribió: «El ojo es el primer círculo; el horizonte que este forma es el segundo; y a través de la naturaleza esta figura primaria se repite sin fin». Un poema de Pessoa explica, con promisorias preguntas, cual es la naturaleza que abre y cierra la pupila: ¿El misterio de las cosas? ¿Sé lo que es el misterio? El único misterio es que alguien piense en el misterio. Aquel que está al sol y cierra los ojos Comienza a no saber lo que es el sol Y piensa cosas llenas de calor.
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Si abre los ojos y ve el sol No puede ya pensar en nada Porque la luz del sol vale más que todos los pensamientos De todos los filósofos y todos los poetas. La luz del sol no sabe lo que hace Y por eso yerra y es común y es buena. La arquitectura pertenece a este ir y venir entre adivinar la luz y verla luego derramada. El arquitecto puede examinar el poema de Pessoa y tratar de pensar con los ojos abiertos y cerrados. Debe también encontrar razones y fines en la luminosidad, en todo aquello que existe entre el horizonte y su más profunda oscuridad.
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El parque de los búhos
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de mi cuarto mira al este. Una vez se quedó abierta durante un aguacero furioso y soñé que chapoteaba con unas sirenas más bien feas pero solícitas y competentes. Así sería de tibia la lluvia y de fuerte el viento. La promiscua generosidad de mi ventana se explica por un efecto maravilloso que tiene nombre de arquitecto, «Principio de Venturi»: La brisa al encontrar en su camino una colina acelera su masa de aire para vencer el obstáculo; los aires bajos alcanzan a los altos para pasar juntos sobre el tope. Allí los espera mi ventana indiferente a los papeles que vuelan por el cuarto y a la cortina que se agita como una bandera de puerto. La ladera de la colina baja hasta una quebrada embaulada. El lecho del viejo cauce está acompañado de Bambúes que no se cansan de crecer y arrejuntarse. También diviso las copas de todos los árboles pero es difícil distinguir unos de otros. Es un parque ignorado, sin visitantes, sin dolientes y sin agresores. No ofrezco más datos, sólo doy como pista que sería un buen atajo para el valiente que lo descubra y se atreva a cruzarlo. La quebrada se ha convertido en un santuario de pájaros, cada día aumentan y entran en confianza. Como no he notado cambios en la vegetación sospecho que el secreto del auge de esta quebrada entre los pájaros es una creciente falta de alternativas; ya no tienen donde más ir. La plenitud de trinos ha llegado a tal A VENTANA
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punto que me he convertido en un «Bird Watcher». De niño no entendía a los pájaros, para jugar con ellos había que perseguirlos y varias veces los amenacé con una china y hasta llevo un crimen en mi conciencia. Ahora la tentación de comprenderlos y amarlos se ha hecho lógica y fácil. Para estudiarlos no existe mejor compra que el libro Una guía de las aves de Venezuela, de Phelps y Meyer. Es tan barato que varias veces revisé escéptico las ilustraciones y lo volví a dejar en el estante de la tienda; pero siempre lo retomaba; los pájaros parecían vivos, contentos, verdaderos. En la misma Navidad que compré finalmente aquel libro, un amigo me regaló unos binoculares. Una mañana me levanté muy temprano y vi un cristofué en la rama de una acacia, agarré con la emoción de un cazador los binoculares y el libro. Al pájaro se le notaba la prisa —ahora sé que mientras más pequeños son, más nerviosos—. Después de enfocarlo lo busqué entre cientos de sus paisanos. Coincidió con una imagen impresa en la página 388, allí estaban los colores de su pico y de su plumaje, también resumían su anatomía y los parajes que prefiere. Me pareció un milagro, era como ver un hombre anónimo en la calle y luego encontrarlo retratado en un viejo álbum de familia, donde además te cuentan su vida, lo que le gusta comer y cuales son los bares que frecuenta. Desde entonces me despierto —o ellos me despiertan— a las seis y me asomo en calzoncillos a tomar café y a observarlos con ínfulas de ornitólogo. He tomado notas de cada uno de mis hallazgos. Escribo el lugar desde donde diviso cada pájaro. Debajo del azulejo de jardín, del brujito, del atrapamoscas barbiblanco, del carpintero habado. La anotación es siempre la misma: «Ventana de mi cuarto» y luego la fecha. Dificulto que exista un observador más flojo y mejor recompensado. Hay períodos de esplendor. Hace una semana vi seis guacharacas conversando en una mata de mandarina. Pasan con frecuencia bandadas de loros juerguistas. Un vecino medio chiflado tiene una guacamaya que suelta a volar y siempre retorna a su jaula después de asustar a cuanto niño encuentra. Hace tres noches llegaron tres búhos que se gritan a distancia justo antes de la madrugada, con una intermitencia exasperante. Esto es buena
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señal, todo placer tiene un precio y en medio de mi insomnio me consuelo pensando que algo bueno me augura el trío de búhos. Espero que sea una convención anual, o un viaje de placer, y no una estadía definitiva. Mientras escribo regreso a la ventana a revisar si hay algún detalle sobre mi quebrada que haya olvidado. Es mediodía y los pájaros no se ven, presumo que duermen en las sombras; aún así veo tantos detalles que recuerdo la máxima: «escribir es una forma de olvidar». De regreso a mi texto pienso con emoción en que deben haber otros amigos que exploran en otros parques, estatuas, calles, esquinas, fuentes, fachadas, terrazas, escalinatas, perspectivas y rincones que necesiten también ser descritos, celebrados, comprendidos y protegidos de la agresión, o peor aún, de la indiferencia, de esa turbia y a veces mínima distancia que separa al caraqueño de placeres inconmensurables; placeres que para disfrutar sólo tiene que asomarse a su ventana.
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La trama y la máscara
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la vida es reproducible, recurrente, re-presentable. Desdémona y Ofelia mueren infinitas veces. Un hombre abre una puerta distraído y encuentra a su mujer con otro; a la noche siguiente entra por la misma puerta con la misma tonta expresión para llevarse la misma sorpresa. En el teatro hay sustos que se han repetido por siglos. Tienen permanencia los hechos; los escenarios y el público son los que cambian. En la arquitectura el escenario permanece y los actores y sus dramas son los que pasan de largo. Las emociones que traspasan los umbrales son siempre distintas. El diálogo que se da en el mismo banco de la misma plaza nunca es igual al anterior. Las acciones varían con inicios y desenlaces apenas previsibles, mientras el escenario lucha por permanecer tan sólido y estable como le sea posible. Para comprender mejor las particularidades de la arquitectura conviene revisar un par de listados que han sido desenterrados y comentados por más de veinte siglos. Uno es de Vitruvio, el otro de Aristóteles. Vitruvio trabajó en tiempos de Augusto y de Cristo. Escribió el primer tratado que conocemos sobre teoría arquitectónica. Debe haber estado consciente de inaugurar un género porque en su obra resume todos los temas posibles, desde acústica hasta frisos, desde máquinas de guerra hasta como construir una ciudad. En el capítulo, De que cosas consta la Arquitectura, Vitruvio enumera seis principios: Ordenación, disposición, N EL TEATRO
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euritmia, simetría, decoro y distribución. Esta media docena parece referirse, o evocar, una ciudad inmóvil, sin recorridos, sin devenir, sin diálogos entre sus edificios, sin drama. El otro listado lo escribió Aristóteles tres siglos y medio antes de Vitruvio. En su libro, Poética, nos describe los elementos esenciales de la tragedia. Curiosamente también son seis: Trama, carácter, dicción, expresión, espectáculo y música. La trama es el argumento, la disposición de las acciones, la adecuada sucesión de los eventos. Para Aristóteles, los desenlaces de los eventos en la tragedia y en la comedia eran casi opuestos. La frase de Marx: «La necesidad sólo es ciega en la medida que no es entendida» describe bien la esencia de una tragedia griega. El héroe trágico asume en su aventura los misterios feroces, el destino sin justicia, los dioses malignos y la furia inhumana. La tragedia aceptaba esta ceguera e incluso la popularizó con algunos de sus personajes. La comedia en cambio plantea otro estilo. Marx también la definió: «La comedia es una tragedia que sucede dos veces». El protagonista aprende la lección y se apega a lo posible, se aleja tanto como puede de la fatalidad. La necesidad es una realidad a evitar, a dejar hábilmente de lado, atónita y solitaria. El carácter se pone de manifiesto en las decisiones de los personajes, en su habilidad para reflejar que han ejercido una elección, una opción precisa, un rumbo definido. Para Nietzsche «la tragedia es pesimista, la existencia es horrible, y el insensato ser humano no lucha contra el destino, sino que entra en él con la cabeza tapada». En la comedia el sabio es un pícaro que trata de resolver lo alto aceptando lo bajo, tiene como arma la dialéctica y ésta «es optimista, cree en la causa y el efecto, en la relación culpa-castigo, virtud y felicidad. La desgracia surge de errores de cálculo, faltas de astucia, ardides equivocados». En la tragedia, el pensamiento sólo sirve para hundirse más en las circunstancias trágicas. La Dicción es la manera en que un pensamiento se convierte en algo comunicable, aquello que los actores nos permiten descubrir mediante sus palabras. En Las Bacantes, de Eurípides el coro canta: «Lo que el vulgo más sencillo estima y practica, esto es lo que debo aceptar». Esta estrofa coincide con el principio
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socrático de que todo tiene que ser comprensible, para que todo pueda ser comprendido. La Expresión es la capacidad de decir lo que cada cosa es. En una de las comedias de Aristófanes el fantasma de Eurípides aparece como un personaje que regresa del infierno y proclama: «Yo me he entregado a vuestro juicio, pues cada uno de ustedes, conocedor de estas cosas, ha podido juzgar mi arte». Lo cotidiano se colaba en lo trágico. Según Nietzsche, con Eurípides: «El espejo de lo grande y audaz se hizo más fiel y, con ello, más vulgar». El Espectáculo incluye la escenografía, los efectos espectaculares. Es algo que al principio estaba fuera de la tragedia misma, pero que en tiempos de Roma terminó por prevalecer. En Venecia, Daniel Barbaro explicaría a Palladio: «La escena cómica requiere menos conocimientos de arquitectura que la escena trágica ya que los edificios son de privados y estos se arreglan como mejor pueden». La música, por último, era un arte que parecía aupar el arrebato y el delirio, pero en realidad lo domesticaba con el ritmo, con las secuencias y los silencios. La frase de Goethe, «La arquitectura es música congelada», puede invertirse: «El teatro es música descongelada». Estos seis elementos que propone Aristóteles insinúan, en oposición a los de Vitruvio, movimiento, transformaciones, recorridos, expectativas, dudas, afirmaciones, revelaciones y tensiones. Hay algo de arquitectura pero narrado y descrito de una manera más fluida y penetrante. El mismo Vitruvio se maravillaba con los efectos del teatro en la audiencia: «Los espectadores cautivados por el interés e inmovilizados por el gusto de la representación, a causa de la quietud tienen abiertos todos los poros de su cuerpo». Pero, ¿A que se abrían estos poros? Suponemos que en la tragedia los héroes aceptaban el destino tanto como deseaban que el destino los aceptara a ellos, era un «status quo» que incluía castigos terribles pero también «poder». La comedia era el atajo, el cambio, la treta de quien debe vencer la inercia, lo estático, lo preestablecido. Un género intentaba mantener y el otro, cambiar. Umberto Eco escribió sobre el demoledor efecto de los atajos. En El nombre de la rosa, construye una trama en base a una persecución medieval y religiosa de una supuesta segunda parte
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de la Poética de Aristóteles dedicada a la comedia. El último capítulo está repleto de frases notables. En una el monje que oculta el manuscrito predice que si el común de los mortales llega a leerlo «lo que está en el margen saltaría al centro y el centro desaparecería por completo». En la historia de las ciudades esto ocurre constantemente y es precisamente el desconocer la dualidad comedia-tragedia lo que confunde el propósito de esta inversión. La arquitectura debe buscar en el teatro instrumentos y conceptos para entender el necesario destino y las posibles dialécticas de una ciudad. La máscara de una ciudad es su arquitectura, esta suele deformar lo que cubre, pero otras veces responde a la verdadera realidad del rostro y lo deja respirar y representar con voz y expresión elocuente. Aristóteles describía la máscara de los cómicos como un «rostro feo y torcido, que sin causar dolor al que la lleva resulta ridícula», desde entonces, el temor a esta fealdad suele transformarse en desprecio, en una fealdad aún más terrible, y realmente dolorosa.
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Las tentaciones
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1926 el filósofo Ludwig Wittgenstein estaba tan deprimido que su hermana Margarita decidió aplicarle un tratamiento arriesgado y extremo: le pidió al filósofo que le diseñara una casa. Hace unos veinte años el resultado de esta terapia se publicó en un libro llamado: La arquitectura de Ludwig Wittgenstein. Entre las abundantes fotos y planos podemos ver cómo diseña la manilla de la puerta de un baño un genio obsesionado con las primeras causas y las últimas consecuencias. Los resultados son de una agresiva sobriedad. Wittgenstein decía que la diferencia entre un buen y un mal arquitecto radica en que el segundo sucumbe a todas las tentaciones. Este principio sería su grito de batalla; en la casa de su hermana se sienten sus arduos esfuerzos por no sucumbir. La frase del filósofo es útil para cualquier época, pero tenía un particular sentido después del «esplendor nervioso» de la Viena de fin de siglo. La naturaleza de las tentaciones se entiende mejor examinando al verbo «tentar». «Tentar» significa, a la vez, palpar e instigar. En ambos casos el sujeto no llega a ejercer del todo la acción. El que tienta un objeto no lo toca, sino que apenas lo roza. En el fresco de la capilla Sixtina, Dios, el «tentador» supremo, jamás llega a tocar el dedo de Adán, el «tentado» por excelencia. El aire furtivo del verbo «tentar» recuerda al Dios Hermes. El verbo cuadra con casi todos sus atributos. En una charla titulada: N
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Hermes y la creación del espacio, Murray Stein da una larga lista de las características de este Dios: alado, ligero, mensajero, mágico, guía de los sueños, del comercio y del tráfico. Pero la descripción que mejor explica la naturaleza de este Dios la toma Stein de un libro llamado Hermes el Ladrón: «La morada original de Hermes no se encontraba en el centro sino al borde de las cosas, en la frontera». Así son los ladrones, siempre están al borde, al límite. Una vez que agarran su botín ya no son ladrones, sino propietarios, y cesa la tentación. En ese tenso ámbito que es todo borde merodea Hermes. El se encarga no sólo de fijar los límites entre lo público y lo privado, lo sagrado y lo profano, lo palpable y lo intangible, sino que además le toca estimular el flujo y el reflujo entre estos reinos. El nos incita a experimentar, a probar; nos da a un mismo tiempo la señal y la carnada, la frontera y el acceso, el límite y el borde. Apolo, en cambio, comprende poco al ladrón, más bien lo persigue. Apolo es un sólido y fuerte propietario más interesado en centros que en límites. Con frecuencia se le relaciona con la arquitectura. Es patrono de las Bellas Artes y presidente de las musas, colaboró en la construcción de las murallas de Troya y en su santuario de Delfos se decidía la ubicación exacta de las colonias. A la arquitectura moderna Apolo le resultó propicio. No es el Dios del umbral como Hermes, sino el de las puertas, «el que aparta el mal», él que impide la entrada de la enfermedad a las casas. Si la enfermedad es una manifestación externa de un estado de impureza espiritual, Apolo está dispuesto a conjurarla, pero no como médico sino como héroe purificatorio que se inmola para impedir la entrada del caos. Apolo aceptaría orgulloso la actitud aséptica y los prismas aislados de la modernidad, los esquemas didácticos de Le Corbusier, y todo lo que aflore de un «yo» frente al mundo. El libro de Gropius, Apolo en la democracia, lo terminó de consagrar. Esta heroicidad terapéutica explica por qué la dulce Margarita pretende curar a Ludwig encomendándole una casa, y porqué la casa resultaría con el detallado, el dogmatismo y la frialdad de una clínica. No es casualidad que en 1940 la casa diseñada por Wittgenstein sirviera de sede a la Cruz Roja. Las famosas máximas atribuidas a Apolo: «Conócete a ti mis-
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mo» y «Nada en demasía», pueden relacionarse con el arte, pero también con una buena administración. Hermes es lo contrario: como Dios del encuentro y de la atracción, sus máximas son el reverso de las de Apolo: «Conoce todo lo que te rodea» y «Nada tiene por que sobrar». Si Apolo es la asamblea donde se discute con una finalidad, Hermes es la palestra donde la finalidad es discutir. La relación de la arquitectura con Hermes es menos intransigente, y en algunos aspectos más directa que con Apolo. Hermes deriva de la palabra griega «herma»: montón de piedras. Estos montones, o mojones, ubicaban los caminos y las tumbas. Servían para señalar a los hombres una dimensión horizontal que los ubicaba y conducía sobre la tierra, y otra vertical que los conectaba a lo etéreo y lo subterráneo. «Hermético» no quiere decir cerrado, sino que avanza decidido hacia el misterio, hacia lo desconocido. Murray Stein nos explica que las primeras estatuas de Hermes eran pilares cuadrangulares de unos dos metros apoyados sobre una base cuadrada; en el tope tenían una cabeza barbuda y en el frente un falo erecto. Estos pilares eran símbolos geométricos de ángulos agudos, ideales para ubicar en los linderos. Stein explica cómo Hermes, además de definir espacios, estimula la curiosidad y el deseo de explorar, llama la atención sobre el espacio al que se está entrando o del que se está saliendo, crea nuevas posibilidades para la conciencia y nuevos bordes y confines, simboliza la unión entre una tendencia innata de la psique a crear contornos y el instinto de la creatividad. Hermes es el creador de nuevos espacios, espacios originales, espacios inventivos, y en especial espacios psicológicamente sutiles. Hermes es viento y ladrón (el término francés «voleur», unifica ambas condiciones); pero así como Hermes tiene un lado pícaro que roba, también hay un Hermes creativo que otorga, que comunica, que transfiere, que entrega su lira y su flauta a Apolo, que propicia la tarea esencial del arte: nutrir desde lo privado, desde lo íntimo y lo recóndito, realidades accesibles a la colectividad. Esto atañe a la arquitectura: no hay robo más envolvente que esa galopante y creciente «tentación» arquitectónica de sustraer
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el alma de los espacios pĂşblicos para alimentar a los espacios privados. Cualquier arquitecto deprimido, sin una hermana rica que le encomiende una casa, aquĂ tiene un propĂłsito para curarse, para hacer de Apolo; mientras Hermes, quien al llegar a Roma paso de ser piedra a tener alas en los pies, lo contempla agradecido y siempre escurridizo.
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Lázaro en Petare
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e comenzado un largo cuento que pienso llamar «Lázaro d.C. Aventuras de un Resucitado». Hasta ahora sólo tengo algunas anotaciones: —Se dice que a Lázaro le costó volver a hablar, y es comprensible. Al tercer día el alma ya se ha marchado, y Lázaro resucitó en el cuarto. Hay quienes con sólo cruzar el Atlántico en avión ya se pasan varios días silenciosos y meditabundos. El verbo no tarda en hacerse carne, pero a la carne le toma su tiempo hacerse verbo. —En esta segunda vida Lázaro tenía complejo de hediondo y estaba obsesionado con su aseo personal. Apenas resucitado, comenzó a temer que en la Biblia una sola de sus cualidades quedaría descrita, aquella que notó su hermana Marta, justo antes de remover la piedra del sepulcro: «Señor, que tiene cuatro días y ya huele». —Su fama de mentiroso traspasó los límites de Betania. Si bien algunos le creyeron que había resucitado, nadie aceptaba que se hubiera muerto. Sus hermanas se hartaron de servirle de testigos a su historia. La misma vida cotidiana, el estar vivo día a día, el beber y el comer con apetito, le restó veracidad a su reciente deceso. Sólo cuando amanecía con gripe y frío, pálido y con los ojos hinchados (algo tan recurrente como su alergia a la mirra y el aloe), los visitantes que pasaban por Betania eran más proclives a creerle.
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Este Lázaro de Betania, buen amigo de Cristo, me recuerda a nuestros centros históricos, a sus dificultades de comunicación y problemas de verosimilitud, a sus fallas de memoria, al conflicto entre la ruina y el deshecho. En el cuento de Carlos Fuentes, Gente de razón, se tratan estos temas. Uno de los personajes, un arquitecto mexicano con algo de sangre inglesa llamado Santiago Ferguson, explica a su discípulos su posición como maestro restaurador. Cito algunos parlamentos de Ferguson: «México tiene ruinas. Los Estados Unidos tienen basura» (...). Debemos cuanto antes contemplar la modernidad como una ruina. Esa sería su perfección, como lo es la de Monte Albán o Uxmal. La ruina es la eternidad de la arquitectura». Y continua explicando: «para los indios el muro separaba lo sagrado de lo profano, para el conquistador español al vencedor del vencido y para el citadino moderno al pobre del rico. Para los mexicanos del futuro el retorno a la pared (contra el vidrio, el cemento y la verticalidad postiza) debería ser una invitación a circular, a salir y a entrar, a moverse con el horizonte». Y así recuperar «el arco, los soportales, los patios, los espacios abiertos y prolongados por el muro azul, rojo, amarillo». (Supongo que Fuentes tendría en mente a Barragán). Esta posibilidad de penetrar y emerger a través de los muros, me recordó una interesante reflexión del historiador Wilhelm Worringer en su libro El arte egipcio. Según Worringer, Egipto mal puede ser llamado «La tierra de los muertos» ya que es evidente que los egipcios no creían en la muerte sino en la suspensión de la vida. Worringer nos explica que el objetivo de los gruesos muros de una cámara mortuoria no era solamente proteger a la momia y sus tesoros, sino impedir que ésta saliera de su recinto como una especie de Frankenstein. No era miedo a la avidez de los profanadores, sino a la ambigüedad que existe entre el más allá y el más acá. Los muros permiten una serie de transposiciones rituales entre el hogar y la calle, lo sagrado y el mercado, entre la vida y otro tipo de vida llamada muerte. Servir de umbral entre dos mundos le otorga al muro una espiritualidad indispensable para que pueda perdurar como ruina, y más importante aún, para que al construirlos se le conceda esa posibilidad. A partir del terremoto de 1812 Caracas toda fue una ruina. Este paisaje de campanarios fracturados y flores entre las grietas
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llegó a ser una especie de atracción turística por más de medio siglo (semejante al magnetismo de Antigua en Guatemala). Véase el óleo de Bellerman, La Pastora vista desde el puente de Carlos III, o los dibujos de Ker Porter con sus muros derruidos, escenografías de sátiras y «sueños de una noche de verano». Quizás Caracas jamás volvió a ser tan misteriosa e incierta; tan suspendida entre la vida y la muerte, entre la arquitectura y la naturaleza, como en ese largo período de grietas que se extendió por casi todo el siglo XIX. En el siglo XX la ciudad aguardaba con avidez un segundo terremoto, el del progreso. Sé por parientes, o por visitas muy de niño a mis dos bisabuelas, de ese repelente olor a vejez, a cuarto cerrado; ese terror al microbio, esa alergia al zaguán, esos deseos de borrón y cuenta nueva, ese asco soterrado que incitaría al tractor a pasearse a su antojo por la vieja ciudad. He escuchado que la Caracas de antes era pobre, baja y fea, prescindible. No lo creo, pero ya la discusión es inútil. Azorín meditaba un domingo a la salida de misa: «No hay duda que las mujeres de ahora son más bellas que las de antes, basta comparar a esa joven hermosa sentada en la plaza, con aquella vieja que sale de velo negro y aferrada a su paraguas». Hay un extraño poema sobre otro pueblo ya devorado por la ciudad, el cual explica la peculiar manera que tenemos de relacionarnos con nuestra esencia: Chacao, ¡Pueblo mío! Donde los mangos Crecen, florecen Y aquel pepero. Este poema con su ambiguo homenaje a la vida y a los efectos de su continua renovación, revela nuestra ancestral dualidad de celebrar y despreciar lo propio. Queda en este valle una suerte de experimento aislado de incomprensible desprecio, un trozo de tiempo llamado Petare. Comprendí sus cualidades el día que el fotógrafo Sigala me mostró su casa petareña la cual sigue fielmente los principios de Ferguson: «El ideal del arquitecto es tener la habitación que más
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se parece a su sueño, pero también el reconocer su imposibilidad de lograrlo». Mi fascinación por Petare adquiere densidad con la obra de Bárbaro Rivas, un artista que unió el arte por los extremos de lo primitivo y de lo irracional. Aún se siente la presencia de este artista en ese casco perfectamente definido por quebradas, en esa loma redonda con topografía de cuento, en su iglesia y plaza discreta, en su trama y sus esquinas amables, en sus patios y silencios, en los colores y grandes árboles, en los muros que nadie traspasa impune. Petare es una ciudadela asediada por el desconcierto y protegida por la indiferencia. Este tipo de asedio y protección implica una gran fragilidad, lo cual me recuerda un tema del cuento de Lázaro que olvidé contarles. A Lázaro le cuesta dormirse, y por consiguiente, despertarse en la mañana. Su socio en la fábrica de aceite de oliva, harto de esperarlo, va en la madrugada y le grita: —¡Lázaro! ¡Levántate! Lázaro sale del cuarto sobresaltado y regaña a su socio: —¡Nunca más me despiertes así! ¡Casi me matas del susto! Sirva esta alegoría a los nuevos Fergusons y a todos los que pretenden restaurar.
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Mi mamá me mima
LA ESCRITURA Y LAS LETRAS
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NA VEZ escuché decir a Isaac Chocrón que la dificultad de escribir se resume a tener que decidir entre «Mi mamá me mima» y «Me mima mi mamá». Hoy entiendo y celebro el acierto y profundidad de este ejemplo. Una frase tan atiborrada de «emes» retumba a la vez en la razón y en las vísceras, se alimenta de íntimos recuerdos, derriba sin estrépito las barreras de nuestro cinismo, y una vez que se han dado estos primeros pasos el arreglo de las palabras resulta crucial, el orden de los factores si altera el producto. Sabemos que no hay novela sin una primera frase contundente que sirva de invocación, de afinamiento, de anunciación. Cuando releo un inicio penetrante cómo el de Ana Karenina: «Las familias felices son todas iguales; toda familia infeliz lo es a su manera», imagino a Tolstoy en la soledad del estudio, recitando en voz alta otras posibles combinaciones de las mismas palabras hasta decidirse por la versión final. Un amigo que ha tenido la suerte de ver el manuscrito original de En busca del tiempo perdido, me cuenta que Proust superponía sobre las hojas escritas tiras de papel con otras posibilidades. Las tiras formaban ristras similares a gruesos talonarios de rifas. A veces era el ama de llaves de Proust, la abnegada Cileste
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Albaret, quien decidía en la mañana cual frase terminaría en el tope, y en la imprenta. Estas sutiles decisiones, este azar personal e infinito dedicado a buscar la palabra que ha de perdurar, se apoya en otra serie de decisiones olvidadas, un proceso más universal, anónimo y milenario: la búsqueda de las letras, del sonido transformado en una forma precisa, del murmullo Mmmm congelado para siempre en la figura M. Hace decenas de siglos los escribas comenzaron a transformar ideas y sentimientos en dibujos. Comerciantes, sacerdotes y poetas participaron en una búsqueda que se plasmaba en papiros de Egipto, arcillas de Mesopotamia, mármoles griegos, cobre de la India, madera escandinava, seda turca, cueros mejicanos y bambú de la Polinesia. Uno de los múltiples inicios ocurrió, como siempre, entre el Tigris y el Eúfrates, donde los Sumerios y los Akkadios vivían en armonía, pero hablando dos lenguas tan distintas entre sí como el chino y el inglés. Para comerciar necesitaron de una serie de signos, de convenciones que les permitieran enumerar y nombrar las mercancías. La abundancia de arcilla en la zona determinó el sistema de escritura. En su libro, How writing came about, Denise SchmandtBesserat desarrolla una hipótesis que podríamos llamar de los «tokens», o fichas. Explica Denise que el precursor inmediato de la escritura cuneiforme era un sistema de «tokens», de pequeños objetos de arcilla de muchas formas: conos, esferas, discos, cilindros, los cuales servían para significar y contar animales, frutos, mercancías, etc. Estos «tokens» se guardaban en unas bolas vacías, también de arcilla, que Denise llama «envelopes». Para conocer el contenido sin abrir el envase, pronto se estableció la práctica de oprimir el «token» contra la arcilla fresca del «envelope», dejando una marca en las paredes del recipiente. Más tarde los contables se dieron cuenta de que no necesitaban el envase: en una tableta de arcilla podían imprimir las huellas de las fichas. El siguiente paso fue utilizar otros instrumentos más manipulables, más versátiles. Con un palito de punta afilada se podía dejar en la arcilla una marca similar a la de cualquier sólido. Pronto desaparecieron las curvas: era más fácil penetrar en la blandas tabletas de barro marcando rayas y puntos que trazos
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continuos. Los escribas comenzaron a usar instrumentos de cabezas planas o puntiagudas llamados «stylus»; de aquí proviene la palabra «estilo». Esto explica que el verdadero estilo no lo decide el autor, sino que viene dado por los instrumentos a su alcance y por las características del medio en que debe incidir. Otro sistema de escritura lo idearon los egipcios. La falsa premisa de considerar «ideogramas» a los pequeños dibujos de vasijas, búhos, zamuros, culebras, bastones, brazos y manillas, confundió a todos los que intentaron descifrar los jeroglíficos a inicios del siglo XIX. Fue un joven francés quien encontró la clave. Francois Champollion después de haber estudiado latín, griego, hebreo, árabe, siríaco, persa, sánscrito, chino y copto, presintió que esta última lengua se basaba en una versión cursiva y popular de los jeroglíficos, y partiendo de esta hipótesis concluyó que los dibujos no eran ideogramas, sino letras que representaban sonidos. En 1822 escribió un primer informe: Sobre el alfabeto fonético usado por los Egipcios para inscribir los títulos, nombres y sobrenombres de los gobernantes Griegos y Romanos. Para comprobar sus teorías se dispuso a descifrar la piedra Rosetta y lo logró, luego viajó a Egipto para seguir investigando; había tanto por hacer que murió de emoción y fatiga. A partir de Champollion se encontró que además de las 24 letras que representan sonidos existen los «determinativos»; estos son ideogramas que ayudan a precisar el sentido de una palabra que se presta a confusión. Una cruz rodeada por un círculo significa «ciudad». Un cuadrado con el segmento inferior abierto representa «casa». Por lo tanto, todo lo que preceda a un círculo con una cruz será relativo a la ciudad, y lo que antecede a un cuadrado incompleto, al hogar. Los escribas egipcios llegaron a conocer el papel, la pluma y la tinta, lo cual les permitía mayor libertad de expresión. Cada palabra constituía una posibilidad de diseño. Cada letra una tentación. Los diferentes signos tienen distintos tamaños, puede colocarse un búho enorme al lado de una boca superpuesta sobre una pequeña lombriz. También es posible escribir de derecha a izquierda, o viceversa; inclusive en líneas verticales. A veces el escriba decidía añadir efectos sorpresivos y le suprimía las patas a
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una codorniz (sonido U), o picaba a la cobra (sonido G) en dos o tres pedazos; la escritura misma estaba llena de intención dramática. La palabra «traducir» tiene en su etimología algo de «transportar» y en el sonido algo de «traicionar»; los escribas egipcios se sentirían traicionados con sólo mirar en una traducción al español del Libro de los muertos, nuestras frías y disciplinadas letras; tan distintas a las suyas, emotivas y temperamentales. Cuando en el Mediterráneo concurrieron fenicios, griegos y romanos a comerciar y guerrear, el poder dependió más y más de un alfabeto sencillo, comprensible, transmisible, práctico, que se ajustara a los diversos instrumentos y medios disponibles, y, sobre todo, a las distancias. A la larga Roma se impuso. El alfabeto latino favorece el ritmo sobre la cadencia, sus letras parecen hundirse mejor en la piedra que las del alfabeto griego; estas letras, de aspecto profundo e imponente, reflejaban y facilitaban el estilo del imperio. El alfabeto romano era una fórmula depurada, proveniente de milenarias y diversas influencias. Es posible que de una cabeza de vaca surgiera la A (gírela 180º). De los senos brotara la sensual B (gírela 90º). De un hombre orando y elevando los brazos al cielo la estilizada E (gírela también 90º). De la cabeza de un hombre con cuello estrecho la R. He leído que del dibujo de las ondas del agua nació la adecuada M, que por cierto era el ideograma de «agua» (no recuerdo en cual alfabeto). Este último dato añade a la frase: «Mi mamá me mima», la condición de humedad que tiene el amor maternal y todo amor. Recordar el origen de las dóciles e imperturbables letras le otorga a las palabras una sensibilidad oculta bajo su dominante significado. LA ESCRITURA Y LA ARQUITECTURA
Volviendo al sistema de «tokens» y «envelopes» tridimensionales, de elementos geométricos ubicados en un contexto, y de cómo gradualmente se transformaron en información bidimensional, podemos pasar a uno de los textos más bellos sobre la relación entre la arquitectura y las palabras. Lo escribió Victor Hugo: «El archidiácono extendió su mano derecha hacia el libro impreso que
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estaba abierto sobre la mesa y su mano izquierda hacia NotreDame, y paseando una triste mirada del libro a la iglesia, exclamó: —¡Ay! ...Esto matará aquello». Ya el historiador Anthony Vidler reflexionó sobre este crucial capítulo de Nuestra Señora de París. Yo apenas ofreceré algunos fragmentos del capítulo titulado, precisamente, «Esto matará aquello», donde Victor Hugo explica la enigmática frase del archidiácono: Era el presentimiento de que el libro de piedra, tan sólido y duradero, iba a ceder el puesto al libro de papel, más sólido y duradero aún. La arquitectura empezó como toda escritura. Fue, primeramente, alfabeto. Se ponía una piedra de pie, y era una letra, y cada letra era un jeroglífico, y sobre cada jeroglífico descansaba un grupo de ideas como el capitel sobre la columna. Así, hasta Gutenberg, la arquitectura es la escritura principal, la escritura universal. A partir de la invención de la imprenta la arquitectura encontró fuerte competencia: «El libro impreso, ese carcoma del edificio, la succiona y la devora. La arquitectura se despoja, se deshoja, adelgaza a ojos vista. Es mezquina, es pobre, es nula. No expresa ya nada, ni siquiera el recuerdo del arte de otros tiempos. La arquitectura se atormenta para ocultar su desnudez. El gran accidente de un arquitecto genial podrá producirse en el siglo XX, como el de Dante en el siglo XIII. Pero la arquitectura ya no será el arte social, el arte colectivo, el arte dominante. El gran poema, el gran edificio, la gran obra de la humanidad ya no se construirá, se imprimirá.
Victor Hugo tenía razón: en el siglo XV, los «tipos movibles» fueron el eje de un gran cambio. A partir de Gutenberg el ejercito de los libros se multiplicaba y comenzaba a enfrentarse a los edificios. LA ESCRITURA EN HISPANOAMÉRICA
Los inicios de Hispanoamérica coincidieron con este furor por la palabra tanto escrita como impresa. Oviedo cuenta que: «no fue poca maravilla para los indios ver cómo por las cartas los cristianos se entendían; y las llevaban puestas los mensajeros en un palillo, porque con temor y acatamiento las miraban».
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Colón encomienda a Pedro Margarite que por todos los caminos y sendas de La Española, coloque mojones y cruces altas, e incluso ponga «en algunos árboles altos y grandes los nombres de Sus Altezas». Estos fueron sin duda los primeros anuncios publicitarios de América. Pronto el continente descubierto se recubrió de cartas mensajeras, cartas de marear, edictos, leyes y ordenanzas. La América colonial recuerda aquel rey que pretendió hacer unos mapas y planos de su reino tan perfectos y exhaustivos que el palacio, los pueblos y todos los campos quedaron recubiertos y asfixiados bajo inmensos pliegos de papel. La ciudad misma era un gráfico legible. Un manual reproducible de muros, cuadras, plazas y monumentos; un sistema destinado a que pudiera leerse, una trama que debía construirse «de manera que cuando los Indios vean las casas les cause admiración y entiendan que los españoles pueblan allí de asiento y no de paso». Pero aquel sistema riguroso, efectivo y centralizado tenía un enemigo: lo impreso. El libro constituía un factor de expansión, de diversificación, y fue perseguido y controlado tanto por la iglesia como por el Estado. Después de la colonia la ciudad dejó de ser un texto cerrado y se hizo escenario abierto. Como explica Victor Hugo, «las artes rompieron el yugo de la arquitectura, y se fueron cada una por su lado». LA ESCRITURA Y LA CIUDAD
Las ciudades son escenario de varios alfabetos entre los cuales uno prevalece. Hay alfabetos que surgen de circunstancias geográficas, de costumbres, rituales, cultura e instrumentos propios del lugar. Existen también alfabetos urbanos que se imponen sobre otros ya existentes. Estos alfabetos superpuestos basan sus méritos en su universalidad, y pueden dialogar o ahogar y borrar al sistema que lo precede. Las ciudades escritas en íntima relación con sus propias circunstancias suelen ser legibles y aleccionadoras; en ellas la arquitectura cuenta la historia de sus inicios y ofrece las claves de su evolución. Un buen ejemplo es Venecia, donde aún permanecen visibles elementos semejantes a los de los jeroglíficos. Es un idioma cuyas letras tienen forma de «Canal», de «fondamenta», «ca-
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lle», «salizzada», de «sottoportegho», «barbacani», «ponte», «riva», «rio terra», «campo», «campiello», «corte», «pozzo». Los elementos de esta escritura urbana es lo que Chueca Goitia llama «Los invariables». Sobre estos imperativos autóctonos de Venecia, han encontrado lugar y orden otros lenguajes universales: lo bizantino, el gótico, el renacimiento, el barroco y lo neoclásico. Cuando Juan Gil Albert observa que: «Venecia era lo opuesto a esa espléndida insipidez de lo natural a secas, era lo artificial viviente convertido en natural», está leyendo ese proceso por el cual nuevos idiomas se hacen parte de la naturaleza veneciana. Cuando Jean Cocteau se pregunta: «¿Dónde se ha visto laberinto tan lleno de gente que nunca pierde el camino? ¿Dónde tanta balsa convertida en plaza. Tanto Jesús andando por el agua? ¿Dónde se ha visto sobre el mar, urdir un decorado?», es gracias a que intuye la relación entre la tierra, el agua y la ciudad. Cocteau se maravilla de cómo en Venecia la naturaleza se ha convertido en un texto legible. En el caso de Caracas, ¿Cuál alfabeto heredamos y cuál asumimos? ¿Cuáles letras forman nuestras verdaderas palabras, y a que precio? ¿Cuáles son nuestros invariables? ¿Qué es originario y qué es superpuesto? Siento que los arquitectos balbuceamos sin relación alguna con nuestra ciudad madre, sin sintonía con la infelicidad que hace a nuestra ciudad, como dice Tolstoy, distinta a tantas otras.
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Norma
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a la Norma más conocida, a la más famosa, a la Norma de Bellini. La ópera comienza en los bosques sagrados de los druidas durante la ocupación romana de la Galia. Norma es la gran sacerdotisa pero ha quebrantado sus votos, está enamorada del procónsul Pollione con quien ha tenido dos hijos. Pollione ya no la ama, ahora su amante es Adalgisa, una novicia del templo. Norma, a punto de ser abandonada, aún no sabe que Adalgisa es el nuevo amor de Pollione. Será la propia Adalgisa quien revelará el secreto al confesarle su amor blasfemo por un romano. Cuando en la misma escena aparece Pollione, Norma adivina lo que sucede. María Callas, quien desborda el personaje de Norma, debe cantar odiando y amando a Pollione, comprendiendo y celando a Adalgisa. Mientras se desarrolla este drama personal, los galos aguardan una señal de su sacerdotisa para sublevarse contra Roma: ES PRESENTO
A las colinas, Oh Druidas A espiar el cielo; Cuando su disco de plata La nueva luna revele Con la primera sonrisa de su faz virginal.
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Norma los apacigua. Les pide tiempo y buen juicio. Ella predice que Roma no morirá a manos de los Galos: En los volúmenes arcanos En páginas de muerte de los libros del cielo De la Roma suprema está escrito el nombre. Ella un día morirá; mas no por ustedes. Morirá consumida por sus vicios Esperen la hora fatal en que se cumpla el gran decreto. Tiene razón, pero ella, la misma Norma, también está incluida en esos vicios y en la fatalidad de ese decreto. No importa que intente eludir su realidad blandiendo una supuesta virginidad al cantar: Casta Diva que bañas de luz plateada Estas sagradas antiguas plantas Torna a nosotros tu bello semblante Sin nube y sin velo... Templa Dios los corazones ardientes, Templa aún más el ardor audaz, Esparce en esta tierra aquella paz Que gracias a ti reina en el cielo. Al final será la misma Norma quien descubra su traición y su pecado. Los druidas cubrirán su rostro con un velo negro antes de llevarla a la hoguera junto con Pollione. Esta historia se repite mil veces, la de una Norma, tan rigurosa e idealizada que no puede asumir plenamente su relación con Pollione, quien a su vez representa la realidad avasallante y poderosa. Por otro lado está Adalgisa, una Norma más joven, fresca y flexible, más libre y propicia, y aun a tiempo de renunciar a los votos para entregarse al invasor. Recuerdo una Norma, más pedestre, tropical y ordinaria, pero también con su dosis de omnipotencia. En los años sesenta Cherry Navarro puso de moda una canción que decía:
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Desde que te conocí No puedo vivir sin ti Norma mía. Con argumentos más simples Navarro nos señala esa inefable condición de Norma, base de su estrategia y de su tragedia: Una vez que se inicia una relación con ella no hay manera de abandonarla. La Norma que reina sobre Caracas se llama «Normativa Urbana». Esta Norma sin velos, intenta templar los corazones ardientes de la estupidez y los ardores audaces de la avidez, pero hace años que ha perdido la batalla. Se ha ido cruzando en todas las maneras, estilos y posiciones, con diversos Polliones y ha ido engendrado criaturas insólitas, muchas incluso deformes. Pero ocurre que, su supuesta virginidad, ya ni siquiera le permite reconocerlos. ¿Por qué le ha ido a nuestra Norma tan mal? ¿Acaso no llevaría en su vientre el fracaso? Nuestra Norma comenzó por negar su posibilidad de ofrecer luz y belleza, nada de baños con luz plateada, de primeras sonrisas y faz virginal. Desde el principio anunció: Soy frígida y racional, carezco de figura y encanto, no represento una forma, un anhelo, una referencia, un recuerdo, un sueño, una fuente de fe y amor. La Normativa Urbana se proclamaba pura y legal, en ella no había otra cosa que la norma misma: precisa, higiénica, jurídica, que venía a traer más seguridad y definición que paz y armonía. Norma ignoró tanto a sus padres como a sus propios hijos. Despreció «las antiguas sagradas plantas». No tenía ojos para percibir la ciudad que la precedía, ni el valle que iba a poblar, ni las montañas que la circundaban. Ella señaló, indiferente a la historia y a la geografía, una nomenclatura con ínfulas de universalidad, y desde entonces nunca ha querido ver que dos tercios de la ciudad avanzan en el desconcierto y la pobreza, que moran fuera de su tutela. Nuestra Norma es una Atenea tuerta de tanto cerrar el ojo que le conviene. Nuestra Normativa Urbana traía escondida, en su aparente indiferencia, la estética de un fuerte postulado contra la continuidad de la calle. Otorgó una falsa libertad al proyectista al legalizar, con la sucesión de edificios aislados, una discontinuidad. No pedía más que cumplir con cantidades. Las calidades queda-
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ban fuera del abrigo de su ley. La Normativa Urbana no se daba cuenta de que esta ilusión de razón y lógica estaba repleta de azar y de caos, pero no un caos vivo y sugerente, sino amorfo y repetitivo. El esparcir sobre la tierra la paz del cielo quedaba para los crédulos. Norma se desprendía públicamente de su aura de divinidad. De la religión tomaba apenas uno que otro mandamiento, pero sólo como un antídoto para las malas conciencias. Nuestra Norma olvidó, quizás por celos, a su mejor aliada, a esa reina y servidora llamada Arquitectura. Nada preguntó ni dialogó con ella sobre el diseño de espacios, de conjuntos, de remansos, de sorpresas, de excepciones, de propuestas y búsquedas. De esta materia Norma se excusaba mientras se inflaba de justicia, mientras argumentaba orgullosa que lo que es igual no es trampa. Hoy parece finalmente enfrentarse al más dramático de los finales, el de la desidia y la inercia, el existir sin destino y sin razón, el sentir que niega lo que afirma y, sin embargo, desde que la conocemos, como dice Cherry Navarro, ya nadie puede vivir sin ella. En la ópera de Bellini, al comprender las dimensiones de su fracaso, Norma revela su particular concepción del amor al exigirle a Pollione: Jura que huirás de Adalgisa que no la tomarás del altar Entonces te perdonaré la vida Y no te veré nunca más En la ópera que propongo, Norma sobrevive, se pone gorda y vieja, se le recuerda con melancolía, incluso, a veces se le consulta. Adalgisa y otras novicias sin pretensiones virginales son las nuevas Normas, y cada una es patrona de una comunidad, allí viven dedicadas a entender y encauzar los anhelos de sus hijos, a darles sitio y lugar, coherencia y estímulo, mientras fornican sin remordimientos ni falsos tapujos con el Pollione de su preferencia.
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Tres tipos de héroe
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«héroe» tiende a usarse en medio de calamidades e incertidumbre. El diccionario, como advirtiendo sus malos augurios, la tiene ubicada entre «hernia» y «herpes». Pero lo cierto es que cada tanto, estos «más que hombres y menos que Dios», nos hacen falta. En su poema: Thanksgiving for a Habitat, el poeta inglés W.H. Auden cuenta de los viejos héroes y anuncia el reto que espera a los héroes por venir. Primero describe un tiempo que se encuentra «a millones de latidos de corazón»: A PALABRA
Antes del cual no hay un «Después» que yo pueda medir, sólo nos queda un «Había una vez» tranquilo y prehistórico donde todo puede sucedernos. Para ti y para mí, Stonehenge, la Catedral de Chartres y la Acrópolis son todos trabajos del mismo anciano bajo diferentes nombres. Sabemos que hizo, incluso, qué pensó que pensaba, pero no sabemos por qué... El poema continúa. Nos anuncia que ha llegado nuestro turno de crear nuestros propios enigmas, de intrigar a los que están por nacer. Pero Auden no encuentra quien sepa hacerlo; ya no hay arquitectos que sepan construir: «una segunda naturaleza de tumbas y templos».
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En una serie de ensayos titulados: The Enchafed Flood, el mismo Auden entra directamente a tratar el tema de la heroicidad. Comienza por dividir a los héroes en estéticos, religiosos y éticos. El héroe estético es aquel a quien la naturaleza le ha entregado dotes excepcionales. Somos desiguales e inferiores al héroe estético no por falta de voluntad, sino porque carecemos de sus virtudes innatas. Sobre este tipo de héroe hay en política una trampa tendida desde hace siglos por un error de traducción. La célebre frase de Aristóteles: «El hombre es un animal político», nos ha llevado a valorar excesivamente algunas cualidades que a la larga nos resultan inútiles. Según el historiador H.D.F. Kitto, Aristóteles proponía algo distinto; la traducción correcta sería: «El hombre es un animal que pertenece a la Polis». Esta diferencia, entre el «ser» y el «pertenecer» de las dos traducciones, es determinante. El «ser» tiende a lo implícito y egoísta, el «pertenecer» al diálogo y la generosidad. Si el hombre es un animal político, el hombre mejor dotado con «dotes excepcionales» será el mejor de los políticos. Estamos ante la expresión de una etapa que Ortega calificó como «la técnica del artesano». El héroe cree poseer algo así «como un dote fijo y dado de una vez para siempre», «un tesoro definido y sin ampliaciones sustantivas posibles». Este «ser de una manera» se presta a crear un fetiche del político que termina por predominar sobre la política misma. Nuestra historia reciente nos brinda ejemplos clarísimos. Rendimos culto a las cualidades más gráficas del animal político. La vitalidad, la valentía, la capacidad de trabajo, el empuje y el deseo de gobernar llegaron a ser casi míticos en varios personajes cuya heroicidad estética prevalecía sobre su realidad ética. El héroe estético es también el sueño del arquitecto. La estética es nuestro negocio, deliramos por expresar formalmente nuestras cualidades superiores. Contagiados de la traducción errónea de Aristóteles, los arquitectos presumimos de ser un animal arquitecto, y no de ser un animal cuya arquitectura pertenece a la Polis.
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Ortega explica la lucha de Sócrates con la gente de su tiempo para convencerlos de que la técnica no es igual al técnico, sino a una capacidad abstracta que no debe confundirse con un hombre en particular. La prueba de que esta capacidad abstracta puede llegar a ser colectiva, las tenemos en tantas calles y épocas en que todos los edificios son razonablemente buenos. Pero los arquitectos insistimos en realizar una obra «en particular», y allí radica nuestra propia trampa, nuestra angustia por sorprender y seducir, por ser diferente una y otra vez, de obra en obra, de gesto en gesto, hasta fatigar que nuestros alardes generan una suerte de heroicidad estítica. Según Auden, la heroicidad ética, a diferencia de la estética, proviene de una desigualdad accidental y provisional en la relación de los individuos con la verdad universal. El héroe ético es aquel que en un momento dado llega a saber más que los demás... Aquí no se trata de dotes innatas, sino de un remediable accidente de tiempo y oportunidad. El héroe no es aquel que puede hacer lo que otros no pueden, sino alguien que sabe, en este momento, algo que los otros desconocen y pueden aprender. Entre nuestros mitos políticos es difícil encontrar este tipo de líder. Su obra se caracteriza por ser simple, precisa, transferible, comprensible, incluso parece transmitir que, una vez entendido su mensaje, el héroe sería prescindible. Es precisamente en esta misma imagen de desapego —cuando está unida a una secuencia continua de verdades compartidas entre el héroe y la colectividad— donde puede radicar el secreto de su perdurabilidad. Al héroe ético de nuestra arquitectura lo visité ayer. En una tarde de lluvia me tocó buscar el aula 201 de la Escuela de Arte en la Ciudad Universitaria. Recorrí los pasillos llenos de estudiantes. Con las solapas levantadas y los pies mojados vagaba solitario y alerta observando la obra de Carlos Raúl Villanueva. Sus parasoles son más bellos bajo la lluvia. La trama de su ciudad adquiría más sentido mientras más me perdía en ella. Sus edificios guardan un homenaje al sentido común; susurran lecciones que cualquiera podría comprender, y repetir. El espectador agradece esta tranquilidad estética que no requiere una inteligencia
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superior e inalcanzable; y sin embargo, ¿qué extraña ironía? Nadie logra continuar su lección. La heroicidad religiosa, al igual que la estética, no es transferible de un individuo a otro, y al igual que la ética, no proviene de una relación desigual entre los individuos, sino de éstos con la verdad. Pero en la heroicidad religiosa la verdad no es universal, sino absoluta. Por esta razón el héroe religioso tiende a no relacionarse con los demás; no puede transmitir sus conocimientos sino tan sólo su pasión. Y aquí llegamos según Auden a la tercera trampa del tercer héroe: el héroe religioso no puede encontrar la felicidad, excepto la felicidad de su propia entrega, el amor por el amor mismo. La última conclusión del poeta es dura: «Es usualmente la miseria y no la felicidad su verdadera tentación». En nuestra arquitectura Jesús Tenreiro es el genuino ejemplo de un héroe religioso. El logra hacer casas con el espíritu de un templo, y templos con la dulzura de una casa. Su obra, cuentos y hazañas ocuparían más de un ensayo, por ahora sólo quiero decir que este arquitecto asume plenamente la tragedia de su religiosidad, de esa pasión de la cual le resulta imposible deshacerse. Ocurre que la infelicidad no es extraña al héroe religioso: él nació para conocerla. Para el héroe estético la infelicidad es señal de que ha dejado de serlo; para el ético, de que aún no lo logra. Entre la feliz miseria y la infeliz tentación los tres héroes deberán entenderse y buscar su lugar en el mundo. Hay un fragmento de otro poema de Auden, Memorial for the city, que nos previene de las heroicidades equívocas y fatuas: Sabemos sin saber que existe una razón para lo que sopor[tamos, Que nuestra herida no es una deserción, que no debemos [compadecer ni a nosotros ni a nuestra ciudad No importa a quien atrapen los reflectores, o lo que proclamen los altoparlantes, No vamos a desesperar.
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Triunfos histéricos y fracasos históricos
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palabra puede sugerir placer y luego dolor, fe y luego irreverencia, fanatismo y fastidio. Puede producir una sensación en los bordes de la boca o en toda la piel, incitar un recuerdo que se aferra inconmovible, o que se extiende hasta perder toda posible relación con aquello que le dio inicio. Hace poco soñé que cargaba un inmenso «frasco». De repente se deslizó entre mis brazos y se partió sobre un piso de granito pulido; era peligroso e inútil recoger los pequeños fragmentos de vidrio, el estrépito y el desastre eran irreversibles y definitivos. Me quedaba, en el alma y en las manos, una inmensa sensación de fracaso. Al tratar de encontrar significado a mi sueño sentí que había algo en las letras de «frasco» que la emparentaban con «fracaso». Esta relación entre el fracaso y un frasco roto, que comenzó siendo onírica, resultó ser también etimológica. «Fracasar» viene del italiano fracassare: «destrozar», «quebrar ruidosamente, hacer trizas». Y este fracassare procede a su vez del latín quassare «quebrantar». Por otro lado vemos que «Frasco», viene del gótico flasko: «funda de mimbre para una botella». Una de los derivaciones directas de frasco es «fiasco», un reconocido pariente de «fracaso». Lo terrible de llevar a cuestas por la vida un frasco lleno de proyectos y fantasías es la ambigüedad y la incertidumbre que sentimos al rodearlo y sostenerlo entre los brazos. No sabemos si lo protegemos de tropiezos y dificultades externas, o si somos nosotros mismos quienes, en un aparente descuido, podemos aflojar las manos y dejar caer nuestra preciosa carga. ¿Es suficiente NA MISMA
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avanzar con sigilo frente a posibles trampas externas para tener éxito, o debemos también estar prevenidos contra ese íntimo enemigo que se esconde en algún lugar de nuestros codos y muñecas? En otras palabras, ¿llevamos nuestros fracasos a cuestas? El término «Éxito» puede ser considerado como antónimo de «Fracaso». Significa, según el diccionario: «El fin o la terminación de un negocio o dependencia, el resultado feliz de una actuación». La palabra «Éxito» tiene mucho también de ruta al exterior. Recordemos una escena que hemos vivido muchas veces: estamos en la obscuridad de un cine; se acerca el final de la película; corren una cortina, y observamos una puerta negra, entreabierta, con un letrero pequeño y rojo que dice «ÉXITO». Se trata —como bien debe saber todo público en caso de incendio— de la receta universal para el escape, o para la salida afable hacia el cigarro y el estacionamiento. Si «Fracaso» es lo contrario de «Éxito», y si éste puede significar «salida» al exterior, no podemos negarle al «fracaso» el derecho a llevar en sus entrañas algo de «entrada», de acceso a lo interior. O quizás, en vez de «acceso», debemos decir «puerta», ya que esta palabra nos recuerda que las entradas y las salidas no son absolutas, sino referenciales; siempre que entramos a un lugar estamos, al mismo tiempo, saliendo de otro. Estas reflexiones comenzaron a raíz de una conferencia sobre el tema del fracaso dictada por Rafael López-Pedraza. Diez años más tarde volví a soñar, y luego a pensar, en el tema, con la suerte de poder leer, esta segunda vez, un ensayo del mismo conferencista titulado: Conciencia del Fracaso. Plantea López-Pedraza que nuestros tiempos han suprimido la conciencia del fracaso bajo el peso de una actitud triunfalista. El triunfo, convertido en deber, «no necesita estar aparejado a las posibles limitaciones de cada cual ni a ninguna realidad terrena». El triunfo, como meta en sí mismo, se hace irreflexivo, «lo que nos aleja de los patrones básicos de la realidad terrena». Según López-Pedraza, la histeria bloquea el acceso a «la conciencia de fracaso», al sentido y las lecciones que implica fracasar. Jung semejaba la histeria a una plataforma donde rebotan todos los aconteceres impidiendo que estos pasen a formar una vivencia
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psíquica y puedan transformarse en experiencia. Según esto, dice López-Pedraza, «Todo lo que acontece se queda en la superficialidad de esa histeria, no llega a tocar abajo, a los pedazos de la historia personal ni a la historia del hombre sobre la tierra». La histeria, aparte de ser un camaleón mimético, suele producir una sensación —injustamente achacada sólo a la mujer— de sofoco. La mitología la ejemplifica como una madre que protege a su hija de ser poseída por lo misterioso. Deméter intenta defender a Perséfone de los avances de Plutón. Cuando leo otro ejemplo que nos ofrece López-Pedraza de una madre protegiendo, estrechando, sofocando y encerrando a su hija «en una cajita de cristal», recuerdo como en mi sueño yo sujetaba mi propio frasco entre mis brazos, y me doy cuenta de que no protegía al contenido, con el cual no lograba establecer una relación genuina, sino al contenedor, al recipiente. No defendía el contenido del frasco, sino temía al estrépito de ver fracturarse a la frágil estructura con que me había ido separando del contenido. Jung describe la histeria como una repetición infernal rebotando constantemente sobre una plataforma, pero podemos también imaginar un frasco que se va llenando, e hinchando fatuamente, de aquello que no hemos sabido asimilar, el peso de las verdades poseídas sin digerirlas, las experiencias desperdiciadas, los mitos ajenos, la paciencia abúlica. Llega un momento en que el contenido no guarda relación con el continente, y esta desproporción expande el frasco haciéndolo cada vez más insostenible. El miedo nos incita a aferrar desesperados el enorme recipiente y así es cómo sofocamos a nuestra propia historia, una historia que no hemos asumido y que ya es imposible asumir. Sentimos terror de que aquello que contiene lo acontecido se caiga, se quiebre y nos hiera con sus fragmentos. Es entonces cuando, paradójicamente, la única salida es el acto, también irreflexivo, de romper ese frasco. Pero, no tenemos la valentía de lanzarlo al piso, sino que, inconscientemente, lo dejamos caer. Hace diez años, al final de aquella conferencia sobre el fracaso, contamos anécdotas de varios héroes. Babe Ruth tenía a un mismo tiempo el récord de jonrones y de strike-out. El niño que hizo de «The Kid» estaba ya viejo cuando lo entrevistaron sobre
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Chaplin, en su opinión el gran secreto de un comediante consiste en dominar el arte de irse de bruces, el arte de saber caerse. Aristóteles Onassis era famoso no sólo por sus grandes negocios sino por sus grandes quiebras. Los griegos celebran sus triunfos quebrando copas, vasos y platos, llenando el piso de trozos de vidrio como un conjuro, o un desafío al miedo atávico de encontrarse rodeados de sueños rotos. López-Pedraza termina su ensayo con un poema de Rafael Cadenas llamado también «Fracaso». Lamento ofrecer sólo partes de un poema perfecto. El primer trozo apoya una parte de mi ensayo, el segundo revela cuanto nos aventajan los poetas en eso de enfrentar derrotas. Por mi bien me has relegado a los rincones, me negaste fáciles éxitos, me has quitado salidas. Me levantaste a un nuevo rango limpiándome con una esponja áspera, lanzándome a mi verdadero campo de batalla, cediéndome las armas que el triunfo abandona. Me has conducido de la mano a la única agua que me refleja. ¿Cuál será entonces la verdadera identidad del fracaso? ¿Se agazapa en nuestro interior o nos acecha desde rincones que no nos pertenecen. Limpia y es reutilizable, o corta y es irreconstruible. Es una entrada o una mala salida. Merece ser bienvenido y aceptado o sólo es digno de exorcismos y de un alerta rechazo? El fracaso debe ser capaz de asumir todas estas y otras muchas apariencias, el único requisito que debemos exigirnos ante él es no temerle. ¿Cuantas cosechas se han dejado de sembrar, seres de amar, frases de ser pronunciadas, por miedos inexplicables e inútiles?
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Un pecado nada original
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hemos comenzado a observar a la ciudad con un ojo para los problemas propios y otro para los pecados ajenos. Esta suerte de estrabismo nos integra al resto de los caraqueños quejumbrosos y apocados por tanta culpa sin dueño. Es tiempo de preguntarse que son esas cosas que desde niños hemos llamado «pecados» y, esas otras, que llamamos «problemas». Gaudí dijo una vez: «La originalidad está en el origen». En el caso del llamado «Pecado original» esta relación es abismal. Sabemos que en el Edén ocurrió nuestro primer pecado, y nuestro primer problema. Siempre nos enseñaron que Adán y Eva pecaron por desobedientes y soberbios; hoy creo que fue por aburrimiento. Pascal decía que el problema del hombre es no poder estarse tranquilo en un cuarto; más difícil aún debe ser el aceptar día tras día un mismo paraíso. Cualquier fruta misteriosa habría resultado igual de irresistible para Adán, sin amigos a quien contar sus proezas sexuales; y para Eva, cansada de un marido rutinario y previsible. El escenario estaba concebido para tentarlos: cuatro ríos y en todo el medio un árbol prohibido, apetitoso y de nombre largo y sugerente: «Árbol de la ciencia del Bien y del Mal». Además, la astuta culebra tenía razón: la manzana sí abría los ojos y sí que ayudaba a distinguir el bien del mal: apenas Adán y Eva mordieron la fruta cayeron en cuenta de su desnudez. Al verlos encorvados y tapándose con hojas de parra, Yavé exclamó OS ARQUITECTOS
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indignado: «Miren que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros pues se hizo juez de lo que es bueno y malo». Entonces decidió arrojarlo del paraíso, para evitar que «alargue su mano y tome también del árbol de la vida y comiendo de él viva para siempre». Esto contradice lo que antes les había pronosticado el mismo Yavé: «De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás». Era el fin del paraíso. Al hombre le dijo: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan»; y a la mujer: «Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará». Se iniciaban el trabajo y la tensión sexual. Si a este incidente lo llamamos «Pecado Original» no es por su originalidad. Dios no exclamó: «¡Qué ocurrente e imaginativo me ha resultado este Adán!». Se llama original porque inicia nuestra complicada relación con Dios; pertenece, como decía Gaudí, a nuestros orígenes. Esta trampa inexorable, promovida por una culebra que engaña con la verdad, enfrentó al hombre y a la mujer con su primer dilema. Hay una frase de Einstein que explica las situaciones imposibles y las ambigüedades que se dieron en el paraíso terrenal: «No podemos encontrar la solución a un problema utilizando la misma forma de pensar que lo creó». Es difícil solucionar los problemas del Paraíso, utilizando únicamente una óptica paradisíaca. Igual le ocurre a quien trate de salir de un infierno, de poca ayuda le resultará un punto de vista infernal. El problema de Adán y Eva era, en esencia, un conflicto limítrofe, el primero de nuestra historia. Apenas traspasaron los límites establecidos en el paraíso apareció Yavé y colocó alrededor del árbol un remolino que lanzaba rayos de fuego. Vivimos desde entonces rodeados de fronteras, imbuidos en territorios, parcelas, culturas, lenguajes, conceptos, personas, ciencias, pieles. Nuestros problemas ocurren precisamente a lo largo de estas líneas divisorias. Los conflictos se inician cuando el límite comienza a correrse e invade a uno de los dos entes que antes separaba. Esta tensión, que es usual en el amor, en el hogar y entre países vecinos, adquiere su expresión más compleja en la ciudad. Ella toda es un paroxismo de líneas divisorias. El arquitecto es el encargado de definir estos límites, de evidenciarlos, de darles for-
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ma. Pero hemos perdido la noción de los pecados y de los problemas que organizan estas líneas. Hemos perdido el privilegio de creer en lo sagrado, de pertenecer a los orígenes, de percibir lo fundamental de un problema y de un pecado. Cuando los arquitectos intentamos resolver esa preselección de la realidad llamada «problema» solemos afrontarla provistos de una estrategia que llamamos «el proyecto». Muy pocas veces estamos conscientes de que todo proyecto es también una «proyección» de nosotros mismos. Y algo más importante aún: esta proyección suele servirnos de «protección», al actuar como un sustituto que colocamos delante de nosotros para que nos resguarde o reemplace. Tanto es así que el proyecto incluso puede transformarse en excusa o evasión del problema que pretende solucionar. No es casualidad que la palabra «problema» derive de «emblema», de «escudo», y al mismo tiempo de «barrera». Esta etimología la leí en un pequeño libro titulado Aporías, del filósofo Jacques Derrida. Aporía significa en griego: «dificultad de pasar», y Derrida la define como un «no saber a donde vamos», un estado en que no logramos precisar cuál es el problema y cuál el proyecto. En este tipo de situación los límites se nos van haciendo demasiado porosos, permeables o indeterminados. Muchas veces ni siquiera logramos ilusionarnos con una posible barrera que podamos cruzar, o utilizar para protegernos. Esta indefinición puede llevarnos a la desesperación, a la ausencia de finitud e infinitud, a la confusión entre lo que es posible y lo que es necesario. Al encontrarnos extraviados, y, peor aún, sin querer reconocer este extravío, podemos reaccionar de dos maneras: con un exceso de conciencia, o exhibiendo una pretenciosa ignorancia. Adán y Eva andarían por el Paraíso dando tumbos entre estos extremos. Allí están las causas y los efectos del más original de nuestros pecados. Kierkegaard, quien necesitaba equilibrar sus actividades religiosas con las seductoras, se inventó una clasificación de los pecados más compleja que el usual binomio «venial» y «mortal». Una de sus sofisticadas culpas se llamaba: «El pecado de desesperar sobre nuestros pecados». Esta sutil condición se da cuando
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nuestro pecado sólo desea escucharse y tratar consigo mismo, y así llega a obtener esa perseverancia, esa dureza profana que proclama Macbeth al gritar: «Desde este instante no hay nada serio en el destino humano; todo es juguete». Algo similar ocurre cuando repetimos constantemente: «Caracas es un problema». Sin darnos cuenta incurrimos en un pecado narcisista, protector y muy poco original, fruto de nuestra inútil, inconsecuente y disfrazada angustia frente a los problemas de nuestra ciudad. San Agustín nos advirtió que el pecado surge «cuando se ama en la parte una falsa unidad», cuando se considera a la parte como un todo, cuando se busca el placer sin el dolor, a la ganancia sin el esfuerzo, al amor sin la entrega, la arquitectura sin la ciudad, el «yo» sin el «tú», el «tú» sin el «ellos». El arquitecto, y todo aquel que pretende hacer ciudad, debe comprender que esa tensión que existe entre las partes y el todo, nos incluye. Al enunciar y resolver los problemas debemos examinar si nuestro «proyecto» es más una proyección que una solución verdadera, y en que medida utilizamos este «proyecto» para escondernos de una incómoda realidad. Einstein también decía que su inteligencia radicaba en su incapacidad para entender lo obvio; lo opuesto es nuestra capacidad para olvidar lo obvio, para rehuirlo, para escapar de sus ineludibles preguntas: ¿Qué será lo obvio y qué lo extraordinario? ¿Cuál será la parte y qué será el todo? ¿Cuáles serán nuestros problemas y cuales nuestros pecados? ¿Cuántos de nuestros límites proyectamos en nuestros proyectos? ¿Cuántos de nuestros problemas son una barrera para protegernos?
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Las cuatro estaciones
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niño estuve por años esperando la nieve. Me preguntaba qué maldición tendría esta ciudad, en la que no podía colarse en algún diciembre la sorpresa de unos cuantos copos pasajeros. Algún otro niño, entendido en la materia, me explicó que con una buena nevada, El Ávila tendría las mejores pistas del mundo para esquiar; y yo miraba pasar esas nubes rizadas de las mañanas en que uno abre los juguetes, sin entender tanta indiferencia, tanta reticencia a posarse en nuestra montaña al menos por una corta vacación. Sabía además que la nieve traía otros beneficios. Aquella blancura de sal y azúcar, aquella pureza refrigerada, ofrecía con su extenso e indiviso manto, lecciones morales indispensables a la civilización. Lo decían algunas tías: «Si en Caracas nevara, no habría tanto rancho». La frase era el extracto de un determinismo geográfico a toda prueba: de la nieve salen chimeneas, de la chimenea el hogar, y en el hogar la familia se congrega a comer lo recolectado en el otoño. El ahorro, la solidaridad y el recogimiento eran parte de los bienes que llegaban del cielo con la nieve. Y estas tierras, ajenas a la latitud correcta, sólo podían conocer aquellas virtudes a través de una imitación juiciosa. Pero era difícil: si bien la consagración de un pino nos proporcionaba tres semanas de anglosajones delirios, tarde o temprano le llegaba el turno a otra reveladora ceremonia, UANDO ERA
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cuando el aseo urbano se llevaba el pino seco y desnudo, decretando el fin de una estación que jamás sería nuestra. Cuando por fin vi a la nieve llegar y marcharse, fue como un exorcismo. Los días, cuando es inmaculada y vaporosa, son pocos en comparación a cuando es dura, opaca y resbalosa, o fofa e indecisa. Pronto aprendí una lección indiscutible: la nieve no es urbana. Las ciudades y los árboles no fueron concebidos para la nieve. La exigua belleza invernal de los árboles se basa tan sólo en la esperanza recurrente de volver a tener hojas en primavera. La ciudad nevada es una bendición de minutos seguida de largas maldiciones. Sólo quienes se quedan en casa y miran desde una ventana cerrada a los peatones caminando como garzas en campos de chicle, sienten la felicidad de un saludable sadismo. Así fue como empecé a comprender que la cultura de la nieve no tenía derecho a traspasar las fronteras de esos pueblos donde las mujeres se disfrazan de edredón y oscuras almohadas. Ahora también sé que los pinos no pueden andar con pretensiones y adornos en el reino de la ceiba y las palmeras. La religión me da la razón: el nacimiento de Jesús fue una aventura al sol, y las estrellas que lo acompañaron podían contemplarse en una noche fresca sin la necesidad imperiosa de un techo. Hay otra disciplina solidaria con estos argumentos. Toda la arquitectura clásica nació lejos de la nieve. Lo mejor de Egipto, de Grecia y de Roma surgió, no para protegerse del frío invernal, sino en busca de la sombra y de la mejor brisa. En Caracas podemos, todo el año, observar el cielo y la naturaleza desde corredores y terrazas abiertas, luego es cuestión de fe y perseverancia el que cada tanto aprendamos, o recordemos, algo de aquellas buenas arquitecturas. De la decadencia del Imperio recuerdo la tristeza de Alec Guinness actuando de Marco Aurelio en el gélido frente germano; ese rostro de «¿Qué hago yo aquí?», contaba las desgracias de expandirse en la dirección equivocada. Pero no había remedio, las culturas de la necesidad a la larga dominan a las culturas del bienestar. Los hombres de lo frío y lo desértico habrían de dominar a la civilización de lo cálido. Otra expresión, más serena y plácida, tenían los generales y senadores que andaban por la Hispania. Allí estaban las mejores
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villas del imperio; era un lugar de retiro para disfrutar el recurso más simple y generoso: el aire y la luz. Terminado el dominio de Roma, los árabes se instalaron en aquellas mismas tierras, con invenciones propias dedicadas al placer de escuchar el agua. Siglos más tarde, mientras Europa se debatía entre una personalidad gótica o renacentista, España ensayaría en América una fórmula de ciudad y de arquitectura en unas tierras lejanas, donde muchos andaban desnudos por una razón muy simple: era posible hacerlo. De pronto aparecieron cientos de miles de sitios donde construir una casa y una ciudad, y nada en el derredor, y nada en el tiempo, les era hostil. En uno de esos lugares estamos ahora, en una ciudad propicia a la mejor de las arquitecturas. Pero el bienestar guarda en su misma condición el pasar desapercibido, y nos olvidamos de estar en el paraíso, o nos atropellan con absurdos, forzándonos a participar en el reino de la nieve. Véase el edificio al este de la plaza Altamira. A la plaza más abierta, más doméstica y amable de Caracas, ahora la bloquea un témpano color helado de yuca, que encandila todas las tardes a niños y adultos. Una obra que como único gesto cívico ofrece a la plaza unas gordas rampas de estacionamiento. Una sumatoria de pisos que corona su monótona blancura con curvas que imitan las pistas de los esquiadores; una presencia sin sombras, sin aperturas, sin conciencia de la Tierra de Gracia donde nació. Un edificio que se auto denomina «Four Seasons», en la ciudad de una sola estación, aquella soñada por los mejores arquitectos de Grecia y de Roma.
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La gravedad y el convidado de aluminio
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a los aviones; tanto miedo, que hasta escribir sobre el tema me parece tentar al destino. Entiendo el diagrama que ilustra el efecto ascendente del viento gracias a la curvatura del ala. Entiendo también el principio de Arquímedes que explica por qué flotan las rodillas en la bañera y los barcos en el mar. Pero, lo que en la flotación es manso reposo, en el avión es esfuerzo continuo. La frase de los pilotos: «Velocidad y altura conservan la dentadura», me produce un dolor en las encías y en el alma. En el avión se exacerban mis instintos religiosos. Rezo al despegar, rezo a mitad del vuelo, y al aterrizar ya no rezo porque mi verdadero Dios es la tierra. He probado calmantes y dosis vergonzosas de whisky. De nada ha servido; me atonto ciertamente, pero no cambia mi condición: en cualquier destello de lucidez reaparecen las esencias de mi terror. La única receta eficiente que he probado es media hora antes de subir al avión comerme una ración doble de chuletas de cochino —las de Maiquetía son especialmente grasientas—. Las chuletas recrean en mi cuerpo la gravitación universal, y, ¿cómo temer al vuelo si en mis vísceras prevalece un pesado campo de aterrizaje? No importa la altitud, estoy anclado por dentro; nada es más terrenal que una furibunda digestión. Comprendí gracias a esta valiente y sólida receta que uno no debe esconder lo que teme, sino recrear lo que entiende. ENGO MIEDO
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Hay un tipo de vuelo al cual sí estaría dispuesto, por lo breve y liviano, el del hombre bala. Soñé en mi niñez con ponerme esos trajes de plata con casco puntiagudo y capa de pliegues, para emerger de un estruendo hacia un vuelo de brazos estirados por entre postes y cables de circo. Durante años no supe más de este héroe, hasta hace un tiempo que vi como lo irrespetaban en una caricatura: Aparecía un maestro de ceremonias de un circo anunciando el siguiente espectáculo: —¡Y ahora estimable público... Como el Hombre Bala está con asma... Aquí les va una andanada de enanos! Aquellos enanos serísimos entrando por la boca del cañón, y aquella surrealista imposibilidad de volar con asma, me hicieron reír, pero con cierta melancolía. La desmitificación ha continuado. Ayer vi un documental sobre la historia de los Hombres Bala, donde revelaban todos los trucos del oficio, la evolución del cañón de aire comprimido, la docilidad y transparencia de las redes. En el documental entrevistaban al último de los grandes Hombres Bala. El rostro era más apacible que aerodinámico, y lo más grave, estaba en una silla de ruedas. El documental concluía con la historia del accidente. El último de los grandes Hombre Bala, viajaba a las grandes capitales con su traje, su red, su cañón y un muñeco de goma. El muñeco era su réplica perfecta: tenía la misma contextura, el mismo peso, la misma estatura, el mismo traje con la misma capa, y, por razones quizás fetichistas, la misma expresión tensa y audaz que mi héroe solía tener durante el vuelo. Después de instalar bajo las grandes carpas al cañón en un extremo y a la red en el otro, había que calcular, antes de cada acto, el ángulo justo de la trayectoria, y nada mejor para un cálculo preciso que lanzar aquel alter ego de goma. Todo afecta un vuelo tan delicado, la humedad, cualquier desnivel en la arena, el mismo disparo. El muñeco asumía con estoicismo las continuas pruebas de ensayo y error. Una noche el muñeco se quedó a la intemperie y lo empapó una lluvia suave que la goma seca absorbió de inmediato. Alguien, un payaso celoso, un rival, un bromista o algún idiota hacendoso, frotó el muñeco con un paño y lo sentó en una de las
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sillas del circo. Allí lo encontraron al día siguiente, como un espectador que madruga, secó por fuera pero con las entrañas enchumbadas. Así fue como antes de la función vespertina hicieron la prueba con un muñeco más pesado y, en consecuencia, subieron en unos grados el ángulo del cañón. Cuando le tocó el turno al verdadero Hombre Bala, éste pasó volando sobre la red y fue a dar sobre grandes y chicos. Esta tragedia reafirma que siempre conviene saber quién es el que vuela. A Rafael Moneo le criticaban que había diseñado un aeropuerto donde la arquitectura no respondía a los avances tecnológicos, a la aerodinámica y a los materiales que uno espera en estas tipologías. Moneo sólo respondió: —El que vuela es el avión. Entiendo que mi estética es atávica, celosa, terca, y acepto que absurda. Detesto a los aviones pesados tanto como a esa arquitectura liviana, etérea, y a punto de despegar. Del Centro Pompidou dicen que parece un carro sin la carrocería. Más que la falta de recubrimiento lo que me molesta es ese aspecto de querer moverse, de querer cambiar algún día de lote. Uno puede situar el origen de la arquitectura en lo más liviano, como la cabaña Caribe que plantea Semper, pero siempre estará ese otro extremo que rinde culto a la permanencia y a la más telúrica de las fuerzas: la gravedad. Las pirámides son ejemplo de cómo una limitación: la imposibilidad de generar un gran espacio vacío, se convierte en recurso, al convertir al espacio en paisaje. Italo Calvino, en su ensayo llamado Levedad, propone como imagen para el próximo milenio el súbito y ágil salto de un poeta y filósofo que se levanta sobre el peso del mundo, demostrando que, además de gravedad, posee el secreto de la liviandad. Hay arquitecturas que convierten estos brincos en sobresaltos. El descontructivismo, por ejemplo, ha convertido a la levedad en una rochela formal. Newton establece que la atracción de los cuerpos es inversamente proporcional a la distancia; esto lo sabe quien ha bailado bolero o caminado por las calles de Sevilla. Don Juan, el más leve de los amantes, debe enfrentar en el último acto un Convidado de piedra. Esta sólida verdad nos asoma a que las
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cercanías nunca son livianas; axioma que, la ciudad, como inevitable homenaje a la proximidad, debe asumir. Examinemos ahora otro tipo de gravedad, la de Kundera. En La insoportable levedad del ser, Kundera se pregunta: ¿Es lo pesado deplorable y lo liviano espléndido? Él mismo se contesta explicando que en la poesía amorosa lo femenino añora el peso de lo masculino. Mientras más pesada la carga, más se acercan nuestras vidas a la tierra, más reales y verdaderas se convierten (y más prisioneras). Y al contrario, la absoluta ausencia de peso nos hace más ligeros que el aire, irreales, apartados de lo terrenal, con movimientos tan libres como insignificantes. Lo cierto, volviendo a los aviones y al Hombre Bala, es que sea que se trate de livianos delirios o pesadas realidades, lo importante es saber bien en qué redes y tramas han de caer.
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Memorias en retiro
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L BORRACHO llega al condominio, se para frente al intercomunicador y pulsa un botón al azar. Se escucha una voz femenina: «¿Quién?». El borracho susurra: «Mira... ¿Tu marido está ahí?» La mujer contesta entre curiosa e indignada: «No, mi marido no se encuentra, pero está por llegar». Entonces el borracho contesta, casi implorando: «¿Tú podrías bajar a ver si soy yo?». Mi generación comprende bien este escenario y este extravío. Largos ratos hemos perdido absortos frente a un intercomunicador, o perplejos en un estacionamiento. Para prevenir estos olvidos y desubicaciones los griegos elaboraron diversas teorías. Cicerón comenta que el pionero fue Simónides de Ceos, quien por primera vez planteó un arte de la memoria. Simónides, comenzaba eligiendo una sucesión de lugares, luego hacía imágenes mentales de las cosas que deseaba recordar e iba colocando cada imagen en cada uno de los sitios. La mejor manera de recorrer ordenadamente estos espacios mentales era convertirlo en un paseo por una arquitectura espaciosa y variada. La casa romana se prestaba bien a estas secuencias evocadoras; Quintiliano describe cómo la primera idea debía ser colocada en las «fauces» (zaguán), la segunda en el «atrium» (patio), las siguientes alrededor del «impluvium» (estanque en el patio), y así su-
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cesivamente por espacios diferentes, pero lógicamente integrados. El recorrido podía también ser urbano, lo importante era que los sitios formaran un coro sin vacíos ni dudas. En cuanto a las imágenes, éstas debían ser, según Cicerón, «activas, bien definidas, y con el poder de encontrar y penetrar rápidamente en la psiquis». Este sistema mnemotécnico mal puede aplicarse en una ciudad capaz de olvidarse a sí misma. Los tratadistas advertían que primero debemos asegurarnos de que no habrá dificultad en la travesía; ya que la primera memoria (la arquitectónica) debe estar firmemente arraigada para poder sustentar a la otra (la de los recuerdos). Caracas ofrecía esa posibilidad hace apenas unas décadas, —la casa caraqueña era muy similar a la casa romana—, pero en dos generaciones ha ocurrido que donde sueñan vivir los nietos es radicalmente distinto a donde vivían los abuelos. La idea de patio se transformó en jardín perimetral, la de plaza en área verde, la de casa en quinta, la de barrio en urbanización. Mi padre, protagonista de esos dos mundos, me ha explicado las diferencias. El patio y la plaza congregan, el jardín y el parque disgregan. Con el patio la familia compartía una misma visión, una misma alma; el niño, en sus recorridos por columnatas y corredores, por espacios abiertos y cubiertos, íntimos y comunes, se entrenaba en un escenario similar a la ciudad que más tarde trataría de conquistar. La quinta que conocí de niño no tenía patio. En parcelas de 500 metros la legislación impone retiros laterales que imposibilitan esta invención milenaria. De los retiros laterales mis recuerdos son de grama seca, velocípedos oxidados, cauchos lisos, frisos carrasposos y, en el mejor de los casos, ropa tendida. Mi primera psiquis carecía de epicentro, de ordenador. Estas antimemorias son comunes: a partir de los cincuenta los mejores terrenos del valle, lo mejor servido y urbanizado, se cultivó al son de «Yo tengo ya la casita que tanto te prometí». Se generaron sembradíos de maliciosa vocación urbana con una semilla llamada: «Vivienda Unifamiliar Aislada». Es difícil imaginar una especie de vocación más incompatible con aquellos recorridos integrados, variados, corales, sin vacíos ni discontinuidades, que proponían los tratadistas romanos para el arte de la memoria. Estos aislamientos tuvieron su cosecha de espasmos e hin-
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chazones. Para describir lo que actualmente se considera la mejor manera de vivir en una ciudad, revisemos un lujoso conjunto en Sebucán, al borde del Ávila. Se podría llamar «Villa Magna» o «Bosque de Oro». Consiste, este «habitat» idealizado, en cinco torres donde viven unas cien familias. Esta agrupación de seres humanos equivale a unas cuatro cuadras de la ciudad tradicional donde antes vivían sus abuelos, o a un pequeño pueblo con reina de carnaval, cura los domingos, equipo de bolas criollas, fantasmas, bar, bodega y una sola puta. Tanto la opción del poblado como las cuadras de ciudad tienen una urdimbre de contactos e instituciones más arraigada y múltiple que las cinco torres de Sebucán, donde la única oferta posible al espíritu colectivo es una exitosa junta de condominio. Esta es precisamente la intención de los nuevos nietos: aislarse, limitar el roce, el encuentro, el intercambio. Hoy en día la vivienda unifamiliar aislada —especie que ya no tiene sentido en los valles servidos— continúa siendo protegida por la ley. Si un padre, cuya familia ya creció, quiere compartir la casa con sus hijos, o alquilar una parte, y pretende remodelar y agrandar la casa de 300 metros para sacar 3 unidades de 150, encontrará que la ley, bajo el síndrome de la «unifamiliaridad», lo va a perseguir. Nada de crecer hacia los inútiles retiros laterales: este padre de familia deberá esperar a que la presión y los especuladores, tarde o temprano, inventen una nueva zonificación de edificios, tan aislados como las viviendas precedentes, que acaben con la escala, con las tipologías y los nexos del vecindario. El crecimiento y la transformación gradual de lo suburbano en urbano está prohibido por la misma legislación que debería promoverlo. Lo más insólito, de la trampa que estamos construyendo, es que nuestra memoria es latina, pariente de la de Cicerón —si nos aplican despectivamente el término «latino» tenemos derecho a asumir también las glorias—. Umberto Eco explica en uno de sus ensayos, «La línea y el laberinto: estructuras del pensamiento latino», que nuestra cultura, al ver dos hechos no puede hablar de estos, si antes no ha encontrado algo que los una. «El vínculo no se encuentra después de los hechos, sino que confiere significado a estos». Esta es la esencia de nuestra cultura. ¿Por qué entonces
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hacemos una arquitectura y una ciudad que aĂsla y desvincula, que traiciona nuestra memoria genĂŠtica, cultural y hasta familiar; una arquitectura que imposibilita por igual la memoria de los recorridos y de los recuerdos.
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Dalí, Gaudí, Cerdá
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de la siesta saben bien que la clave está en su duración. La experiencia establece que más de media hora embota, pero, ¿cuál es el mínimo aconsejable? Dalí propone un método en el que la solución está implícita: Siéntese en un sillón de cuero, preferiblemente negro, coloqué en el suelo un pocillo de peltre; justo encima del pocillo sostenga una llave con el pulgar y el índice; abandónese... Lo despertará el sonido metálico de la llave en el pocillo, lo que indica la conclusión de la siesta. Algunos surrealistas catalanes aún defienden con astucia que los sueños de la siesta son más irracionales que los de la noche: «La almohada amortigua, la sábana sofoca, el despertador ahuyenta». Aparte de que es más versátil soñar vestido que desnudo, la siesta catalana cuenta con la ayuda inmediata de las butifarras con alubias, o las carrilleras de cerdo asadas rociadas con vinos de Miguel Torres. Esta combinación de lastre y helio garantiza nivelación, sorpresas oníricas y esa dimensión profunda que otorga la flatulencia en el hombre dormido. Se suele creer que la cosecha de los sueños se recoge al despertar. Cierto, pero hay también buena vendimia cuando estamos a punto de dormirnos, y uno se dice, «Me acordaré cuando despierte», y luego resulta que despertar es olvidar. Los maestros orientales del Haikú recomendaban: «Cuando la luz de una OS FANÁTICOS
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realidad profunda otorga su relámpago, debes al instante fijarla en un verso antes de que su luz se extinga». El contexto del soñar se extiende más allá del sillón y de la cama; la arquitectura es también sustento y escenario, combustible y comburente de los sueños. Dalí, en su ensayo, «De la belleza terrorífica y comestible de la Arquitectura del modernismo», analiza la obra de Gaudí y enumera las cualidades del Modernismo: «Desarrollo de mecanismos inconscientes. Necesidad y sentimiento de lo maravilloso y de la originalidad hiperestética. Realización de deseos solidificados. Estrechas relaciones con el sueño». Y termina ofreciendo un ejemplo: «Gaudí ha realizado una casa según las formas del mar, representando las olas un día de tempestad. En otra ha logrado las aguas tranquilas de un lago... Escultura de reflejos de nubes crepusculares en el agua...» Ambos artistas fueron paseantes y protagonistas de Barcelona, según Javier Marías, la ciudad más presumida, segura de sí misma, enigmática, reservada y esquiva. Barcelona era el lecho ideal para cobijar las visiones de Gaudí. Cuando se conoce su obra en libros, separada de su entorno, se le percibe como un caso único e insólito, pero resulta que su unicidad surge, justamente, de que Gaudí estuvo enraizado, referido, concibiendo y concebido, imaginando e imaginado en la vida cotidiana de su ciudad. A veces lo que sentimos como un elemento inaudito es consecuencia de que éste pertenece profundamente a un contexto. Si uno medita en la frase emblemática de Gaudí: «La originalidad está en el origen»; y luego observa la obra de sus contemporáneos, termina entendiendo que su insólita arquitectura era hija y madre de una gran familia. En 1935 el pintor Marcel Jean describe una de sus caminatas por las ramblas de Barcelona: «la multitud llenaba las terrazas de los cafés hasta tarde en la noche, dando palmadas para llamar a los mesoneros por lo que imaginábamos al pasar que nos estaban aplaudiendo, felicitando». En una de esas noches Marcel Jean dibuja con dos amigos un «cadáver exquisito», uno de los juegos predilectos de los surrealistas. Estas imágenes resultan de dibujar un cuerpo entre tres, sin que ninguno sepa lo que van a dibujar los otros dos. Exquisito viene de «exquirere», rebuscar; y esta
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búsqueda insistente y recíproca sólo puede darse en la ciudad. La llamada «Integración de las artes» comienza en los cafés; esos recintos con un tercio de barra, un tercio de mesas, un tercio de calle. A mediados del siglo XIX, en ciudades como París, Barcelona y Viena, se comenzó a proyectar el ancho de acera que requiere esta exquisitez. El nombre del proyecto concebido por Idelfonso Cerdá para Barcelona, «El Ensanche», no escondía esta intención. André Bretón propone en su manifiesto surrealista utilizar «un automatismo síquico» que exprese «los dictados del pensamiento, en la ausencia de todo control de la razón y fuera de toda preocupación estética o moral». Una vez Octavio Paz lo observó trabajar. Cuando le preguntó qué estaba haciendo, Bretón le dijo que una de sus «escrituras automáticas». Entonces Paz le comentó sorprendido: «Pero, le vi borrar repetidas veces». A lo que Bretón respondió «Es que no era suficientemente automática». Lo surreal necesita de lo real; el inconsciente necesita el abrigo de un espacio consciente para pasear con optimista libertad. Esas ausencias de restricciones racionales sólo tienen sentido en una ciudad ordenada. Benjamín Perét decía que uno necesita un cierto grado de vacuidad para que lo maravilloso condescienda a visitarnos. Estos difusos vacíos pueden concretarse en la ciudad, y adquirir en ella una personalidad tangible. Walter Benjamin lo dijo muy bien: «El padre del surrealismo fue el Dadá, la madre fue una arcada».
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Los ranchos de Chana
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médico se fue a recorrer el interior de Australia. Ya de regreso perdió la cartera y decidió montarse de polizón en uno de esos trenes infinitos que vienen del desierto. Apenas trancó la puerta supo que le había tocado en suerte un vagón de refrigeración; sabía también que la travesía duraría dos días, así que se preparó a morir como un valiente. Sacó su libreta de anotaciones y comenzó a escribir una póstuma contribución a la medicina, describiendo paso a paso como muere un hombre congelado. Cuando el tren llegó a su destino abrieron las puertas del vagón y encontraron al joven muerto con un cuaderno abierto aferrado al pecho. Alguien leyó en alto la dramática última página, y entonces todos se miraron sorprendidos porque el sistema de refrigeración del vagón nunca había estado prendido. Este joven médico puede haber muerto de hambre o de asfixia pero nunca de frío, ni de esos aburrimientos que genera el escepticismo. Una posible moraleja es que podemos ser artífices metódicos y orgullosos de nuestras propias trampas. Yo añadiría, juntando las consecuencias empíricas y morales del cuento, que en esa travesía —que tarde o temprano se nos va haciendo la vida— un grave error es imaginarnos en la atmósfera equivocada. N JOVEN
McLuhan definía al «especialista» como aquel que nunca se equivoca mientras construye la gran falacia. Esta tendencia a elaborar
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sistemas que nos alejan del paraíso tiene orígenes remotos; ya en el Génesis aparece el conocimiento como un posible culpable. Para unos, habiendo tanto mango bueno no hacía falta andar agarrando manzanas que complicaran una grata desnudez. Para otros, fuimos arrojados de un paraíso, pero estuvimos cerca de la vida eterna. Para los agnósticos, no vale la pena creer en un Dios capaz de mentir con tal seriedad. Este recorrido por frutas y vagones nos servirá para conversar sobre una propuesta arquitectónica que se ha popularizado, llamada «Los ranchos de Chana». El que alguien se ufane con pretensiones socioeconómicas de su «rancho» ya es un accidente a explorar. El rancho, la pared de tierra, y el techo de paja eran en la ciudad y en el campo sinónimos de chipos y marginalidad; ahora han pasado a ser signos de status hasta para los más ricos. La precursora de este exorcismo es Chana. Desde Beckhoff no se conocía una influencia tan contundente e innovadora en la propiedad inmobiliaria. Chana descubrió en Margarita un lugar agreste, sin playas, sin servicios, sin vialidad, sin árboles, y lo convirtió en lo más exquisito de la isla. Luego impuso un tipo de vivienda, un sistema constructivo, unos materiales, una decoración, un paisajismo y hasta una manera de vivir. Desde este epicentro la isla entera cambió su oferta y colorido. En las ventas de cocadas y hasta en el techo de algún pent-house comenzó a reconocerse una creciente «chanificación». Chana creó un estilo. El primer cochinito, el de la casita de paja, tenía algo de razón; al menos en Margarita. Además de modas e influencias «Los ranchos de Chana» constituyen uno de los mejores experimentos arquitectónicos que he conocido en el Caribe venezolano —y Caribe tenemos bastante—. Los detractores hablan de imitación; por ejemplo: que las paredes están frisadas de tierra para semejar bahareque. Esta interesada miopía impide ver las ventajas de frisar con tierra —además, hermosa tierra del lugar—. Chana encontró y dignificó las soluciones de los que menos tienen y se las vendió a los que más poseen; sin duda una buena interpretación del «menos es más». La limitación del pobre se convierte así en el recurso del rico; una inversión de la usual ecuación. Chana nos alertó sobre las sencillas posibilidades de la casa en el trópico; son notables sus
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ejercicios en implantación, aperturas, juegos de techos, plantas libres, terrazas y, sobre todo, en el desarrollo y variación de una tipología vernácula. Si usted es arquitecto y duda de estos méritos, intente hacer una casa vecina a las de Chana, así descubrirá su propia rigidez, excesos de consciencia e imprecisión cultural. La aproximación de nosotros los arquitectos hacia estos «ranchos» se dificulta porque ella no se alimenta de nuestro árbol del conocimiento —con más frutas que raíces—. Los arquitectos sabemos movernos con mayor comodidad en el mercado de apartamentos entre Porlamar y Pampatar, donde se organizan civilizadamente todos los que aceptan su expulsión del Edén. Chana se ha montado en su propio vagón y en él se pregunta si realmente siente frío o calor antes de dar veredictos o aceptarlos. Platón explica cómo los conceptos nos ayudan a asimilar la imagen de una silla, y así no andar preguntándonos cada vez que nos sentamos: «¿dónde estamos ahora?» Sin embargo, ¡cuidado!... los conceptos también pueden alejarnos por demasiado tiempo de ciertas realidades, de ciertas preguntas que alimentan una genuina sensibilidad. Wallace Stevens decía: «Vivir en el mundo pero fuera de las concepciones existentes sobre él». Chana se preguntó en el paraíso de Margarita: «¿Qué significa, esta tierra, este mar, este cielo?» «¿Qué ha significado a los que me preceden?» Y dio sus respuestas. Ahora su tarea será más exigente; ya ella mordió la manzana y corre el peligro de quedar atrapada en sus propios hallazgos, hacer mentira sus mejores verdades.
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El Maestro Ferro
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espués de hacer el recorrido por la obra siempre me fumaba un cigarro junto al Maestro Ferro. Parecíamos descansar, pero conversábamos sobre temas que de manera tangencial y evocadora tenían que ver con el trabajo. Una vez, viéndome lleno de dudas, el Maestro Ferro me contó de cuando trabajó en la torre de Seguros Orinoco ubicada en las Fuerzas Armadas. El se ocupaba de dirigir la albañilería. El arquitecto Galia iba todos los días a supervisar los detalles. Galia no quería simplemente forrar el edificio con una chapilla de arcilla que imitara muros que no existen, sino revelar el artificio del recubrimiento cambiando el sentido de las tramas al llegar a los elementos estructurales, y esta propuesta siempre generaba sorpresivos y complejos encuentros. Un día ocurrió que el error estaba en lo más alto de la torre, había incluso que treparse en un extractor para poder verlo; cuando Galia decidió rehacer aquel borde inaccesible, el Maestro Ferro le dijo: —Pero arquitecto, eso nadie lo ve. Entonces Galia le preguntó: —Maestro Ferro, ¿supongo que usted tiene los interiores limpios? Ferro respondió: —¡Por supuesto arquitecto!
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Entonces vino la lección de Galia: —Y fíjese que nadie los ve. Yo conocía anécdotas similares, pero basadas en el lema «Dios está en los detalles». Cuando Jesús Tenreiro diseñaba la Abadía de Güigüe debió convencer a los benedictinos sobre un acabado para la cubierta, bello pero costoso. Los monjes dudaban con el mismo estribillo de «pero nadie lo ve», y Jesús utilizó un lógico argumento para aquellos cultos clientes: —¿Y qué hay de los ángeles de quiénes tanto hemos hablado? El caso es que el cuento de Ferro me llegó más hondo. El conocía bien mi naturaleza dada a buscar enseñanzas en lo cómico y ordinario, en «los juegos marginales de la imaginación desordenada», en esos saltos cuando lo que está al margen brinca al centro. El cuento del «interior», como referencia constructiva, me reveló el caudal de intimidad y pudor que exige la arquitectura. Ese primer hogar, que inicia todas las mañanas nuestras vestiduras, tiene mucho que explicar sobre las sucesivas capas que nos envuelven, incluyendo techos, pisos y paredes. Haciendo un obvio juego de palabras, entendí que debía exigirle a mi arquitectura tanto como a mis prendas más íntimas. Esta anécdota no podría circular en libros o aulas, pertenece al reino de los vaciados, de la arena cernida, del cemento aún húmedo, de la duda ante el hecho concreto, o concretándose. Es un diálogo que proviene de una experiencia genuinamente arquitectónica. Este era el sentido de las conversaciones con Ferro. En esa cadena creativa que intenta continuar la obra de Dios, él fue mi maestro de obra. El se encargó de contarme los verdaderos triunfos y dudas, costumbres y métodos de los arquitectos que me precedían; de enseñarme una actitud paciente, alerta y honesta ante ese lento purgatorio que implica el convertir camiones llenos de material en un edificio; de explicarme trucos, recetas, proporciones, y hasta los misterios y conjuros que requiere el arte de construir. Y, por encima de todo, Ferro me enseñó a aceptar mi ignorancia; pero eso sí, a hacerlo con observantes silencios, con breves preguntas más propias de iniciado que de profano. «El que manda, sabe callar», me aconsejaba Ferro. Otro maestro, mi profesor de biología en tercer año, escribió el primer día de clase en el pizarrón: «Lo que leo lo olvido, lo que
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escribo lo recuerdo, lo que hago lo sé.» En nuestra arquitectura el dibujo se ha ido apartando cada vez más del hacer. El arquitecto se aleja de sus maestros de obra, y diseña formas y acabados que él mismo no sabría construir. La primera casa que diseñé pertenecía al mundo del papel, surgió de lecturas recientes convertidas, gracias a las trampas del olvido, en una imaginación fraudulenta. A medida que los planos de la casa se iban haciendo realidad se notaba el origen incierto, la falta de gramática, de léxico, de reposo. Un día, contemplando aquellas incertidumbres que nos rodeaban el Maestro Ferro me dijo: —Me va a perdonar arquitecto pero, ¡Esta casa es rara! Si «crítica» viene del griego «Krisis», aquella exclamación fue la mejor crítica que he recibido en mi vida. «Krisis», por cierto, significaba en griego decisión; esa vez decidí que nunca más haría nada que imposibilitara mi diálogo con el Maestro Ferro. Un idioma puede ser hermético, innovador, especulativo, pero jamás raro. Al diseñar la próxima casa me propuse que quienes la visitaran por primera vez susurraran: «Yo creo haber estado antes aquí, alguna vez, hace mucho tiempo.... Cuando era niño». En esa búsqueda de primeras lecturas un buen Maestro puede ser muy útil. La experiencia de Dios es intransferible, personal y exclusiva (tanto como los «interiores» de la reflexión propuesta por Galia), pero siempre se manifiesta, o se confirma, a través del prójimo. En arquitectura es evidente cuanto necesitan apoyarse en los demás nuestras convicciones especulativas. Aquel Maestro que en su infancia conoció las elegantes y austeras tradiciones constructivas de Galicia, que desde joven construyó por toda Venezuela, que participó junto a los héroes en aquellas décadas legendarias de los años cincuenta, fue un compañero seguro e inolvidable para comprender un imperativo biológico de la arquitectura: «Aquello que hago lo sé».
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Jesús
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conocí tenía un yeso desde el tobillo hasta el fémur. Apareció en el cafetín de la Facultad de Arquitectura; venía, según recuerdo, de una gesta terrible contra el Consejo de Facultad. Era tentador relacionar el yeso con el conflicto, asociar la fractura de aquel profesor alto, fibroso, y con cara de Orlando «El furioso», a una patada prodigiosa. Sin embargo, algo en su expresión no cuadraba con aquella primera impresión; sus movimientos elegantes y contenidos me llevaron a intuir que era un tipo de aventuras espirituales, alguien que concedía a las contiendas físicas apenas el mínimo inevitable. En ese tiempo yo sólo conocía de su obra una imagen del edificio de Edelca en Ciudad Guayana. Era una foto aérea, pequeña, borrosa, que había aparecido en alguna revista de la Facultad; sin embargo, era más que suficiente para justificar su leyenda y mi admiración. Visité el edificio veinticinco años más tarde y me conmovió tanto como la primera vez. Al instante la geometría precisa y legible se apodera del espectador; luego vienen las segundas y terceras lecturas. Esa mañana de mi visita recordé las pirámides y los grabados del templo de Salomón, disfruté del juego y el rigor del diálogo entre el ladrillo y la estructura de hierro, me llené de ideas y sensaciones sobre alma y carácter, frescura y austeridad. Es, sin duda alguna, el edificio de mis contemporáneos (palabra que se expande después de los cuarenta años) que más me ha invitado a pensar. Regresemos al accidente. Fue diez años más tarde cuando UANDO LO
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supe el origen de aquel yeso. Jesús Tenreiro había estado viajando en un velero con unos amigos y pernoctaban en Curazao. Estaba sentado en un muelle tarde en la noche; las piernas colgaban en la oscuridad rozando el mar casi inmóvil. Como todo preámbulo de accidente él recuerda bien detalles de aquella conversación: la sensación de paz, o quizás el esfuerzo placentero que da convertir un pensamiento confuso y profundo en una idea nítida y racional. Mientras los amigos miraban las estrellas, hacían de las suyas el mar y los fondos oscuros. Algún velero mal amarrado se fue acercando lentísimo y, sin avisar, le aprisionó a Jesús la tibia y el peroné contra el borde del muelle. Aquel quiebre sorpresivo era una señal que venía de la aguas ilegibles y lo mordía en medio de su discurso apolíneo. No era una fractura que surgía de la acción, sino de la contemplación. Aldo Rossi explora en su «Autobiografía Científica» el sentido de las fracturas. Cuenta de un terrible accidente, cerca de Belgrado, que lo dejó pensando «en la presencia de las cosas y en su separación de las cosas». El proyecto para el cementerio de Modena lo concibió mientras percibía a su propio esqueleto como una serie de fracturas que debían ser reensambladas. El verbo «contemplar» también tiene mucho que explicarnos. «Templa» era para los romanos la practica augural. Este «templar» sería, en términos más profanos, el arte de prefigurar mientras se observa un espacio. Varrón le da un triple sentido, el natural que se centra en el cielo, el auspicial en la tierra y el analógico bajo la tierra; luego nos da ejemplos, desde «los grandes templos de los dioses celestiales de resplandecientes estrellas salpicados», hasta los «Profundos e infernales templos aquerónticos del Orco». Es difícil mantener una vigilia que nos permita comprender órbitas celestes y corrientes marinas, luminosidad y oscuridad, certezas y misterios, una capacidad de contemplar que alerte nuestro sentido de lo natural, nuestra capacidad de auspiciar y de comprender el drama de las verdaderas analogías. Cuando empecé a dar clases en la Facultad de Arquitectura, entré en el taller que Jesús dirigía. En aquellos semestres comenzaba a ceder la fiebre de un movimiento llamado «renovación». Aquel otoño criollo de un mayo francés terminaba, como todo movi-
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miento que intenta vender a un mismo tiempo dogmas y libertad, en un caos amorfo. En medio de aquel desconcierto todo discurso que tuviera apariencias de coherencia era válido, aún estaba «prohibido prohibir»; mientras más disparatada la propuesta más serios eran los fundamentos, más interminables y profusas las presentaciones. La actitud de Jesús ante aquella perplejidad institucional fue evidenciarla mediante un caos genuino. Caos que, bajo su tutela, sería un estado de gracia y un desconcierto aleccionador. Un alumno tenía un tío que estaba por construir una fábrica de cerveza. El astuto sobrino se presentó con unos planos técnicos recién llegados de Alemania, levemente camuflajeados con Prismacolor. Los profesores nos sentamos a escuchar su disertación inexpugnable a través de rutas de camiones, correas transportadoras, tolvas, y calderas. A medida que avanzaban las ristras de botellas se veía venir el silencio que deja tras de si lo exhaustivo y mediocre. Jesús rompió a mitad de camino el sopor de aquella cadena productiva preguntando: —¿Y de dónde crees tú que viene la cerveza?. El alumno tenía en sus carpetas, todos los datos sobre la fabricación, pero nada de los orígenes; sin embargo respondió con aires cosmopolitas. —Profesor, presumo que de Münich. Jesús comenzó entonces una larga y bella explicación. Se remontó a Egipto, donde Isis, Diosa de la naturaleza, había intentado seducir a Osiris, un Dios hiperactivo. Isis nada lograba, hasta que una vez fermentó cebada y se la dio a beber a Osiris, quien quedó sumido en una perezosa sensualidad. Recuerdo que ésta era la idea central, a la que Jesús regresaba cada tanto con nuevos detalles, pero además nos habló —hasta estremecernos con las ganas de beber y de diseñar en serio— de las propiedades de las aguas del Nilo, de las liturgias fúnebres, de magia y de mieles, de sol y columnatas. Y hubiera seguido hasta llegar a Grecia, pero el alumno logró armarse de valor y lo interrumpió: —Pero Profesor Tenreiro, ¿yo no entiendo en que se relaciona todo eso con mi proyecto? Y Jesús le respondió: —Precisamente, en nada.
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Nuestro idioma
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GOITIA Decía que España nos había entregado un idioma, una religión, y una idea de ciudad. Esta no fue una entrega neutra; lo recibido adquirió en América nuevas formas, nueva vitalidad. Creo que es de Octavio Paz la frase: «España nos trajo el castellano, y nosotros le devolvimos el español». Yo asistí en mala época a ese intercambio. La religión me la enseñaron los jesuitas llenándome de misas, letanías y demasiada curiosidad por el pecado. Vida urbana tuve poca; me crié al sur del Guaire entre suburbanos sembradíos de postes, sin patios ni esquinas, sin cuadras ni mandados a la bodega. Vivíamos en quintas rodeadas de grama, con perro y manguera en los retiros laterales. Este tipo de casas llenaron lo mejor del valle; eran parte de una estrategia de aislamientos alimentados por el sueño de jamás ser ciudad. A las plazas las conocí de turista, y aun hoy, al caminar por ellas, no puedo zafarme de un aire nostálgico y perplejo. Pero es en el idioma, en mi relación con el español, donde mejor evidencio mi desubicación, donde mejor puedo leer la historia de un desprecio a mis raíces que ha sido difícil de entender y superar. HUECA
Nací a mitad de siglo. Todos los héroes de mi niñez, no sólo eran héroes sajones, sino que su misma condición les impedía ser latinos. A un vaquero, o a un detective, un mafioso, un soldado de la
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segunda guerra mundial, un capitán de destructor o de submarino, les era imposible llegar a hablar en español. En el cine esta carencia resultaba contundente: el único y verdadero idioma de los héroes era el inglés; el español era un idioma secundario, un idioma de subtítulos, de letricas en el margen inferior, semejantes a las de las fotos de los reos. Al repetir en nuestros juegos aquellas acciones heroicas de batallas y ametralladoras emitíamos murmullos incomprensibles semejantes a la música de aquellas emocionantes palabras que apenas entendíamos. Hasta las balas y los besos sonaban en inglés: «pum» era «bang», «mua» era «smack»; la onomatopéyica del heroísmo era sajona. Si acaso la película de un matiné era traducida al español el resultado era desmitificador, y hasta grotesco. Recuerdo en una película de mi infancia varios Watuzi que llegan jadeantes y gritan frente a una casa en un árbol: —Señor Tarzán, la señorita Jane se ha caído en la poza. Tarzán responde mientras agarra su liana: —A por ella mis chavales. En labios de Tarzán el español sonaba ridículo, desconcertante. En el mundo de los suplementos la pelea también estaba perdida. Los italianos traducen «Batman» como «Il huomo pipistrelo», igual de absurdo suena nuestro «Hombre murciélago». Finalmente, Batman se tradujo como Batman. El español funcionaba a duras penas en las volutas de letras que salían de las bocas, y cuando alguien gritaba: ¡Diantre! ¡Cáspita! ¡Recórcholis! ¡Zambomba! ¡Atiza! La magia cesaba y el encanto de la historieta desaparecía ante el hechizo de la absurda exclamación. Hasta en la nueva música de los cincuenta nuestro idioma estaba perdido, excluido. El rock, en sus inicios, no le permitía al español el más leve resquicio. El primer cantante que cantó rock en mi colegio se llamaba Antonio Ramos Caldera, nombre que abrevió a «Tony Racall». Una de sus creaciones decía: No se qui pasa con all the jebas Que all are crazy for me.
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En aquellos tiempos España sufría una época durísima; era nuestra madre pobre. Me contaba una amiga española, que a su llegada a Venezuela hacia finales de los cincuenta, mientras buscaba en los clasificados de El Universal leyó una especie de epitafio: «Se solicita “servicio de adentro”, gallegas abstenerse». Se despreciaba a España, y peor aún, despreciábamos el español, el idioma que habíamos ayudado a universalizar. Estas anécdotas no constituían hechos aislados, se sumergían y estructuraban sutilmente dentro de nosotros, e incluso se siguen asumiendo con absoluta inconsciencia. Los resultados han sido gravísimos; toda una generación se formó despreciando su origen, sus herramientas hispanas. En las décadas del cincuenta al setenta, Venezuela vivió una bonanza desmesurada que pronto se convirtió en una trampa cultural. Nos lanzamos opulentos y orgullosos a imitar y a seguir una idea de civilización anglosajona. Creíamos entrar en un mundo de mecanismos, de estados de ánimo, de actitudes, modas, costumbres, procedimientos, técnicas y hasta profesiones, para los cuales el español era un lastre. Kenneth Clark, en sus programas sobre el arte de occidente llamado Civilización, excluía, para horror de Uslar Pietri, a España entera. Más de una vez escuché a mis mayores y a mis maestros, decir que las imposibilidades de nuestro futuro estaban inscritas en nuestra herencia india, negra y española. Ahora, mientras las nuevas generaciones empiezan a entender y amar a España, a ver su cine, a escuchar sus grupos de música, a comprar sus revistas de arquitectura, a admirar sus líderes, ella se nos está haciendo cada vez más distante. La madre pobre se ha convertido en madrastra rica e indiferente. Frente a esta historia de abandonos siempre han persistido los amantes del español —sólo el amor salva un idioma—. No me refiero solamente a nuestros grandes escritores de los sesenta, (por cierto, se les etiquetó con el sospechoso híbrido de «Boom latinoamericano»). Hay otros héroes que han dado una pelea más insólita y más popular; hombres como Buñuel y Almodóvar, Simón Díaz y Giordano, Fito Páez y Mecano, Serrat y Juan Luis Guerra, han llevado el buen español al espectáculo, a la vanguardia. Han ayudado a que el niño y el joven crezcan orgullosos de expresarse
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en el idioma de sus abuelos, a que amen a su propia lengua, a las palabras con que se comunican todos los días en la calle y en la casa. Hay otros abandonos, otros olvidos, otros desprecios. Sabemos bien que el idioma afecta la estructura de nuestro pensamiento, nuestra percepción de la realidad y la manera de relacionarnos unos con otros. Pero, ¿cuánto nos afecta el lenguaje de la ciudad? Más de mil años después de la caída del imperio romano, España conquista y coloniza un inmenso territorio imponiendo, como hemos dicho, además de una religión y un idioma, una misma idea de ciudad. Desde la Patagonia hasta parte de lo que hoy es Estados Unidos se utiliza el esquema muy similar al utilizado por los griegos y por Roma en su proceso de expansión. Es la clásica ciudad de cuadras, plazas y patios. Veamos que le ha sucedido a esta herencia urbana, al idioma original de la ciudad hispanoamericana. Desde 1900 el número de centros poblados en Venezuela ha crecido en un 3%, y la población en un 1000%. ¿Qué indica esta súbita desproporción? ¿Acaso no revela un desprecio, un olvido, un rechazo al arte de poblar, al arte de crear ciudades y pueblos? ¿No es evidente que abandonamos la receta de los «centros poblados» por la de «periferias pobladas»? Y esto, a su vez, ¿no implica que hemos pasado de una cultura centrípeta a una centrífuga? ¿De una cultura que se cohesiona a una cultura que se disgrega? ¿Cuánto de nuestro drama desorientado, inconexo, inoperante y desarraigado, no se debe precisamente al escenario urbano en que se representa? Es tiempo de asomarnos a una paradoja terrible, a la posibilidad de que nuestra arquitectura, nuestra legislación urbana, e incluso nuestro concepto de vivienda, estén en contra, hagan imposible e incluso destruyan la ciudad que heredamos, el lenguaje que aún está vigente en el corazón del 97% de nuestros pueblos y ciudades. Y por herencia urbana no me refiero sólo al damero hispanoamericano como retícula; me refiero también a la idea de orden en la génesis y en el proceso de poblamiento, a la idea de preconcebir la forma urbana y no sólo la función, a esa esencia atenta al espacio público, a la escala entre cuadras y plazas, a la escala entre habitantes y autoridades civiles, a la relación
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entre las leyes y la ciudad, entre la ciudad y su historia, entre la ciudad y su alma. Si hay algo de cierto en el descalabro que describo, en el fracaso cultural que estamos viviendo, debemos hacernos la pregunta: ¿Quiénes están utilizando, revisando, enriqueciendo, actualizando, redescubriendo, amando, ese idioma olvidado que aún hoy podemos llamar: «El lenguaje de nuestra ciudad».
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El monstruo y los deseos
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1906 HARRY K. THAW mató a un hombre por haberse acostado con su esposa. La noticia fue sensacional por varias razones. El asesino era el heredero de un emporio de ferrocarriles y carbón en Pittsburgh, la víctima era Stanford White, el arquitecto más famoso de la época, y otro detalle adicional: la seducción había ocurrido varios años antes del crimen. Fue una reacción de efecto retardado; Thaw no soportaba que White hubiera seducido a su esposa cuando ésta tenía dieciséis años. En el juicio Harry fue absuelto y declarado demente, mientras el difunto Stanford surgiría como el sátiro más carismático de los inicios de este siglo. Noventa años después, cuando los White esperaban que el público sólo recordara al ilustre antepasado por los edificios, una tataranieta ha decidido escribir una nueva biografía, y, malas noticias, incluye los secretos de la familia. N
Suzannah Lessard creció en las tierras de sus antepasados en Box Hills, al sur de Long Island, en medio de «sesenta acres de riesgo y peligro». En su biografía, Stanford White emerge como artista virtuoso y hombre monstruoso. El Don Juan divertido y con gran estilo, que tenía su escondite y altar de sacrificios en la cima del Madison Square Garden, reaparece como un depredador sexual especializado en jovencitas. El arquitecto de los deseos públicos se convierte en el artífice de sus íntimas perversidades.
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El crítico Paul Goldberger hace una brillante presentación del libro, lo resume como una fusión entre sicología arquitectónica y estructuralismo familiar. Es cierto, la autora hace terapia con su propio pasado; cuenta cómo en los predios de Fox Hill, su padre y otro miembro de la familia abusaron de ella; y que este incidente privado se cubrió con un silencio similar al utilizado cuando el gran escándalo de 1906. De manera que la compulsión sexual, los mitos románticos y los grandes secretos forman parte del patrimonio y de la tradición de la familia White. Goldberger se impresiona por la habilidad con que Suzannah logra unir su vida a los espacios donde la vivió: «Yo he llegado a ver la historia de mi familia como algo similar a la arquitectura. Igual que la arquitectura, es silenciosa. Te envuelve, pero no necesariamente llama tu atención... Sin embargo, igual que la arquitectura, puede repentinamente invadir tu conciencia... Uno puede llevar su vida sin pensar en el pasado, y en un instante, como si vinieras de un sueño, descubres asombrado que estás viviendo en su interior». A lo largo del libro el tatarabuelo surge como el epicentro del drama. La autora y una prima recorren su obra extraordinaria mientras tratan de explicar el fenómeno desde sus propias almas. Frente al Bowery Saving Bank comentan: «No podemos conocernos verdaderamente sin saber cuanto hay de terror en la armonía; sin registrar en nuestra médula una frialdad que podría pasar por calidez, o violencias que pueden presentarse como deseos de vivir». En definitiva la esencia de la paradoja radica en el juego entre el héroe y sus demonios. Lo que a las dos primas les fascina y aterroriza es como en Stanford «la obsesión por la belleza existía en un continuo ininterrumpido junto a su capacidad destructiva». Estas dos mujeres han acometido una aventura peligrosa que va del dolor a la pasión. Sólo a través de esta inmersión en los espacios que cobijaron y maltrataron su fragilidad es que puede surgir la perspectiva magnífica de redimir el pasado entendiendo los espacios que éste generó. Debe ser fácil percibir el espíritu vengativo, el furor uterino, mientras las dos primas remontan el árbol genealógico hasta llegar a las raíces del patriarca y del arquitecto genial. Ya la familia
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White se ocupará de defender al padre y al tío, lo que ahora nos importa son las particularidades de estos juicios, de estas sufridas críticas arquitectónicas tan descaradamente femeninas. En nuestro país la feminidad debe tener historias similares de dolor y de pasión, de sumisión bíblica. Desde niño uno observaba cómo el universo de la mujer abarcaba silencioso áreas enormes, cómo fluía sin aparente esfuerzo, pero siempre circunscrito y delimitado. Este potencial comienza a invadir y a dominar todos los aspectos de nuestra vida, pero nadie parece querer analizar este proceso avasallante. Estamos presenciando el fin de lo masculino como modelo de poder, y la aparición triunfante e inevitable de un modelo femenino. Hay costumbres que nos diferencian. El hombre suele recurrir al chiste, a la narración de un hecho insólito y ficticio, sin personajes ciertos. La mujer utiliza más el chisme, donde el mérito de lo insólito radica en su veracidad, en el hecho de que el protagonista sea una persona y no otra. El chiste nos aleja de nuestra condición real, de lo inmediato; el chisme la explora. El libro de Suzannah Lessard es un chisme acucioso sobre sus propios antepasados y, a la vez, nos ofrece abundante material para entender nuestra relación epidérmica con la arquitectura. Este tipo de información ha pasado a primer plano. Hace treinta años nadie habría imaginado que las mujeres de Diego Rivera y de Henry Miller serían importantes por méritos propios. Rivera y Miller representan la clásica masculinidad titánica, voraz y dionisíaca, muy similar por cierto a la de Stanford White. Sus hembras les servían de satélites, de referencia. Hoy se venden más libros de Anais Nin que de Miller, y los cuadros de Frida Khalo son las estrellas en las subastas latinoamericanas. Puede que sea un fenómeno pasajero, pero lo cierto es que la mujer está en la vanguardia y en perenne confrontación. La mujer venezolana tiene la ventaja de iniciar esta actitud. La gran mayoría de las mujeres profesionales no tienen en la madre una tradición que imitar. Las mujeres que las preceden estaban circunscritas al mundo doméstico y familiar, trabajaban y dirigían una intimidad. Estas nuevas hijas, sobrinas, o ahijadas que se preparan a dirigir lo público no necesitan de un modelo, no les hace falta, están conscientes y emocionadas de inaugurarlo.
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En un mundo masculino, ellas al principio fueron tomando puestos fragmentariamente, aprensivas, inseguras, temerosas, y hasta renuentes, a reflejar lo particular y propio de una mujer. Esta aprensión era comprensible pero a la vez lamentable. El síndrome de la igualdad puede anular la posibilidad más interesante, la de crear nuevos modelos, nuevas referencias, nuevos estilos de dirección alimentados por el universo femenino. En nuestro medio la presencia de la mujer se sentía en la retaguardia. La mujer se ocupaba de enderezar el entuerto, de revisar las propuestas, de ordenar, de cuidar. Las mujeres han ido siendo jueces, revisores en las ingenierías, directoras de museos, alcaldesas, y en los casos más notorios de poder, amantes del presidente. Ahora empiezan a ocupar el frente, a dirigir la película, a escribir el cuento, a diseñar el edificio, a decidir las inversiones. Sólo Dios sabe si no llegaremos a tener un Stanford White caribeño y femenino; una arquitecta de los deseos, menos promiscua pero igual de apasionada. Este proceso quizás no genere una nueva arquitectura, pero al menos nos dará a los hombres más sabiduría, y más competencia.
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El escritor y los huéspedes
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a pensar que en la arquitectura lo más importante es el cliente. Eso de «haz bien y no mires a quien» tiene algo de ceguera neutral que poco incita. Yo, muy a mi pesar, sólo hago casas, y he tenido de clientes algún botarata compulsivo y varios pichirres endémicos de hábitos contagiosos; de todos uno aprende algo, o si no enseñan por lo menos divierten. En el otro extremo están esos santos estoicos y sonrientes que te guían como un Ángel de la Guarda llenándote de fe y emoción. A buenos y malos trato de complacerlos; quien te pide una casa no sólo pone en tus manos buena parte de sus recursos, te entrega además su tiempo, sus sueños, la salud de sus hijos y la estabilidad de su matrimonio. Pero advierto que el cliente sólo sirve como punto de partida. Ocurre que las buenas casas son como las pirámides, quien menos las disfruta es el dueño. No sé cuanto tiempo pasó Kaufmann en el «Falling Water» de Wright, o el señor Tugendhat en la casa de Mies, ¿Qué habrá sido del dueño de la Villa Savoya? Cuando veo su célebre baño, me pregunto cuántas veces se enjabonó entre aquellos mosaicos el propietario que pagó por su colocación. Hoy esas casas pertenecen más a nosotros que a sus primeros usuarios. E COMENZADO
En todas estas cosas meditaba mientras paseaba por las murallas de Cartagena, después de empinarme para fisgonear la casa de
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García Márquez. Trataba de adivinar, por los resultados, qué tipo de cliente sería ese héroe que tan cansado estoy de venerar. Quizás, pensé entonces, en ese lote se dio una suma excesiva de promesas: juntar a García Márquez —mi escritor predilecto—, a Rogelio Salmona —el mejor arquitecto de Latinoamérica—, y Cartagena de Indias —la ciudad más bella del Caribe—, es una combinación que aturde. Aquel encuentro entre realismo mágico y arquitectura contemporánea auguraba una suerte de traspiés cultural, de trabalenguas, de incomunicación. Me preguntaba esa misma mañana, ¿a quién se le ocurre buscar un lote vacío para hacer una casa nueva en una ciudad de bellísimas casas abandonadas? Y, en consecuencia, ¿a quien se le ocurre utilizar un lote vacío para hacer una casa habiendo tan poco espacio para otros usos más comunitarios? En ese terreno, al borde del casco antiguo, frente a la muralla y el mar, comenzó a urdirse una trampa insalvable: la casa del escritor está más deseosa de geografía que de historia, tiene más que ver con las casas que Salmona ha diseñado en la Sabana de Bogotá que con la trama de Cartagena. La casa podría existir sin sus muros perimetrales, con los cuales mantiene una ambigua relación que genera una curiosa paradoja: el escritor se queja de que lo miran desde las murallas, y, desde la casa no se observa el mar a plenitud. Ocurre que al tradicional mirador cartagenero, único y sobresaliente, Salmona lo sustituye con terrazas sucesivas, y el cliente no sabe cuando mirar y cuando es observado. Una de estas terrazas fue cubierta con una pérgola, pero el drama del mutuo fisgoneo obligó a rodearla de vidrios opacos, y hoy semeja una especie de curtain—wall erizado. Podría decirse que el arquitecto se impuso a la ciudad en vez de ser cobijado, mimado por su historia; pero yo creo que hay algo más. El secreto que todos en Cartagena me susurraron a coro: «¡Al Gabo no le gusta su casa!», debe tener una razón más profunda que quizá debamos buscarla en el propio cliente. Pero primero déjenme resumirles quien es Salmona, o al menos ofrecer mi versión. Entre la frustración y la frivolidad este arquitecto se refugió en una melancolía de asceta; tiene la ancestral seriedad y la escéptica tristeza de quienes están cansados de reírse. Esto es lo que he visto en su rostro. Su obra respira una
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atmósfera semejante; está llena de sabiduría, de elecciones intensas y cruciales, es por esto que puede enseñarnos tanto, y con tanta precisión y profundidad. Sé de muchos arquitectos que resuelven bien las funciones; de varios que dominan esa función suprema que es la forma, y de unos pocos que comprenden el material y su atmósfera, pero sólo a Salmona le he escuchado hablar de la substancia. Al verlo describir los componentes de sus ladrillos y las vetas donde se consigue la adecuada proporción de arcilla y silicatos, recordé esos famosos párrafos del Génesis sobre el barro y la creación. Mirando desde lejos a la misma Cartagena de Indias está la obra crucial de Salmona, la llamada «Casa de huéspedes ilustres». Aquí los usuarios son hombres de cualquier parte del mundo, invitados de la presidencia que pueden venir de la India, de Bélgica, o de Bolivia. La casa ocupa un brazo de tierra asomado en la bahía de Cartagena, en cuyo extremo persistían las ruinas de un pequeño fuerte. Aquí sí estaría Salmona, literalmente, como en su casa; mucha Geografía y un toque discreto de historia en la punta. En esta península el arquitecto podría ser su propio cliente, sin esposa y sin hijos, inspirado por sus recuerdos de niño, cuando se sentaba en aquel paisaje desolado a dibujar la ciudad histórica y a soñar con una ciudad propia. De la casa de huéspedes sólo diré que es insondable; visitarla es una experiencia mística. Quiero más bien referirme a algo que me dijo Salmona: «Uno sólo resuelve las funciones, incluyendo los requerimientos del contenido poético, el cual lo pone el cliente». ¡Qué mentira tan cierta! Oscar Wilde escribió algo semejante: «El crítico se ocupa no sólo de la obra de arte individual, sino de la belleza misma, y colma de maravilla una forma que el artista puede haber dejado vacía o incomprendida, o comprendida parcialmente». Si sumamos ambas frases tenemos que el cliente es un crítico que debe atenerse a las consecuencias, es decir: vivir en ellas, habitar sus juicios, cubrirse con sus opiniones. Al menos por un tiempo, porque todo cliente, tarde o temprano, no es más que un huésped. En el caso de García Márquez, un huésped ilustre y desconcertado.
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Contenido
«Dos o tres cosas que sé acerca de ella»
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Dos tipos de amor
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El Valle y la trama
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La lengua y el ojo
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La fiebre y el amuleto
27
El contenido rebelde
33
Caminata a través de Chacao
39
La rosa y el meridiano
43
Narciso y la fatalidad
47
La ciudad de las pequeñas casas
51
El helicoide de Babel
57
«Apariencias sin audiencia»
63
El eslabón y el fetiche
71
El Gallo Bueno
79
El manantial y las ranas
83
La plaza, el patio y la esquina
87
La pupila gustativa
95
El parque de los búhos
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La trama y la máscara
103
Las tentaciones
107
Lázaro en Petare
111
Mi mamá me mima
115
Norma
123
Tres tipos de héroe
127
Triunfos histéricos y fracasos históricos
131
Un pecado nada original
135
Las cuatro estaciones
139
La gravedad y el convidado de aluminio
143
Memorias en retiro
147
Dalí, Gaudí, Cerdá
151
Los ranchos de Chana
155
El Maestro Ferro
159
Jesús
163
Nuestro idioma
167
El monstruo y los deseos
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El escritor y los huéspedes
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