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Famoso soneto del poeta Cruz Salmerón Acosta, “Mirándonos”, dedicado a su novia Conchita Bruzual Serra

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Fuente de amargura CRUZ SALMERÓN ACOSTA

Prólogo y recopilación de

Dionisio López-Orihuela

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REPÚBLICA BOLIVARIANA DE VENEZUELA Hugo Rafael Chávez Frías Presidente MINISTERIO DE AGRICULTURA Y TIERRAS Elías Jaua Milano Ministro Juan Carlos Loyo Viceministro de Formación y Desarrollo Popular Ada Rizzo Directora General de Formación y Desarrollo Elio Hernández Coordinador de la Unidad de Comunicación y Tecnología Formativa

Fuente de amargura, 1952 Ediciones gratuitas Línea Aeropostal Venezolana Esta edición: Fuente de amargura, 2006 Ministerio de Agricultura y Tierras

Primera edición:

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Presentación

“HAY VIDAS en que las dificultades alcanzan el prodigio” esta frase, le-

jana a los horizontes y las playas de Manicuare, se ajusta perfectamente a la figura del poeta Cruz Salmerón, cuya vida y obra son impensables sin el infortunio extraordinario que las marcó: enfermedad, prisión, duelo, soledad, pero precisamente por estos infortunios, o desde ellos, el poeta destiló una vida cuya riqueza, cuya persistencia, rivalizaba con la magnitud de las amarguras, una vida fugada de la descompocisición del cuerpo que habitaba, de la reclusión de ese cuerpo y de la soledad que signaba esa reclusión, por obra de la poesía. Cruz Salmerón transformó la condena impersonal de la enfermedad que padecía y las terribles circunstancias que la rodearon en una forma de ascesis, en una disciplina de creación y expiación que sólo terminaría cuando muriese, dándole a su pueblo el don del agua. Lo que Salmerón hizo de esa vida que el llamó “fuente de amargura” fue destilarla en creación, en poesía, más allá de la tristeza o el rencor por los infortunios, el dolor se convirtió en la energía de algo sublime que ciertamente trascendió la existencia del poeta. Hermanado con el azul

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celeste se convirtió él mismo en el intercesor de su tierra magnífica y el lenguaje con que hizo poesía. En su obra, Cruz Salmerón no sólo muestra lo excepcional del poder creador del pueblo y aporta un patrimonio cultural inalienable, sino que expresa lo que es una creación soberana, propia, definida por la singular naturaleza e irrepetibles circunstancias de su pueblo, su región y la Venezuela de ese entonces. Sin duda, las grandes luchas y conquistas que forman a un pueblo o una nación no sólo se dan en los campos de batalla, o en la arena política, sino en la lucha que los creadores entablan consigo mismos y con las limitaciones que así como los oprimen los definen. En este sentido, los poetas son luchadores y libertadores, auspiciadores de los pueblos a los que donan un cantar único, propio y soberano. Con esta edición queremos hacer un modesto homenaje a Cruz Salmerón, y con él a todos los poetas y creadores que han ido conjurando una Venezuela mejor y más hermosa. Elías Jaua Milano Ministro de Agricultura y Tierras 10 CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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Prólogo a la primera edición Poeta, héroe y santo Cruz María Salmerón Acosta SI FUESE JUSTO y me estuviese dado analizar como crítico la obra

poética de Cruz María Salmerón Acosta, caería en la tentación de inscribirla bajo el signo del movimiento literario creado por Rubén Darío. Por fortuna este análisis no interesa. Cruz María se evade muy pronto de las posibilidades de un juicio literario. Está más allá de la Estética. Por eso no la podemos encontrar en su poesía. A partir de 1914 –tenía veintidós años– toda la poética de Salmerón estará necesariamente sometida al marco doloroso de su vida, juguete de un destino inescrutable. “Fuente de amargura” escribió en algunos poemas, como referencia a una obra literaria en vías de realización, y ese título define, en forma absoluta, la calidad de su inspiración y limita su contenido al ámbito de su propio sufrimiento. En su caso, habría sido vano el empeño de superar, primero la angustia de sus negros presentimientos y luego su infortunio, en un intento de liberación que, por imposible, habría re-

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sultado cuando menos inútil. Por otra parte, y tiene esto una importancia suma, jamás afloró ni a su mente ni a su espíritu ese intento, que habría desvirtuado la santidad de su resignación y de su humildad. Todo él, después de la fecha ya anotada, va a ser su propia pena inconsolable. Está condenado a vivirla como su única vida posible: no puede elegir. Y esto de no poder elegir es salir de la órbita de lo humano. El destino lo fija en el límite extremo de la más terrible de las situaciones: la de aceptar, de someterse y al mismo tiempo conservar su libertad. Transformar la resignación en un acto libre es el resplandor, la aureola de la fe. Su vida logra de ese modo ser vida de él, creada por él. Al final ha realizado el milagro, el de elegir, dentro de la aceptación, un alma que es eso y sólo eso: fuente de amargura. Por ello asiste a la tragedia de su vida, no como simple espectador, sino creándola, haciéndola posible; una vida que, sin embargo, no puede ser cambiada. Es el triunfo sobre la paradoja, y en esa actitud reside su grandeza, la elevación natural, privilegiada, de su espíritu. Cruz María tenía poca cultura humanística clásica. Es seguro que leyó el Libro de Job; pero es probable que no estudiara los ensayos interpretativos del gran libro. De los fundamentos filosófico-religiosos del pensamiento clásico, tenía un conocimiento imperfecto, casi superficial. Ni la filosofía ni la religión podían, pues, ayudarlo. Fue un héroe sin conocer a sus predecesores: Job, Pascal, Kierkegaard. En los momentos de

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prueba, fue, sin saberlo, el caballero de la fe, descrito por el teólogo danés. Un mes antes de su muerte creía en el milagro de su curación. Constituiría una ausencia absoluta del misterioso drama que se desarrollaba en su alma, atribuir esa actitud, que se prolonga hasta la última hora, a la vana y consoladora ilusión de una “infundada esperanza”. En esa actitud latía un sentimiento de sobrecogedora potencia, que lo legaba a la más sutil y perfecta vivencia de lo divino que haya podido experimentar el alma humana. No fue el dolor el que hizo de él un héroe. Ese dolor hizo su aparición en el mundo, y luego se hizo carne y espíritu, porque en la tierra de los hombres se había producido un corazón capaz de soportarlo. Cualquier otro habría sucumbido a los primeros golpes de aquella espantosa fatalidad y aquel caso único no habría existido. ¡Héroe y luego santo en la mudez del arcano impenetrable que cobijó con su silencio de muerte la desgarradora vibración de su último quejido! * * * Sin embargo él fue poeta, como los otros, porque él fue, aunque por muy corto tiempo, el que va de 1910 a 1914, un hombre también, como los otros.

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Quizás interese al historiador literario conocer este período de su vida, y sorprender para los años de su niñez, en Cumaná, donde discurrió su adolescencia, la aparición de toda una pléyade de jóvenes poetas modernistas, cuyos nombres estaban destinados a figurar entre los representantes de nuestras letras, artes y ciencias. Para la fecha, 1904, Cruz María tiene doce años y asiste ya al Colegio Federal de Cumaná. En los bancos donde se sentaba, podía leer, grabados a punta de navaja, ritual de los estudiantes de la época, los nombres de la promoción anterior, de aquellos modernistas a los que ya hice referencia. El de Matías Acosta su primo y el de José María Salazar Aranguren, ambos desaparecidos en temprana edad para pérdida dolorosa de nuestras letras; el de Andrés Eloy de la Rosa1, el más caracterizado del grupo, dentro de la nueva forma, autor, pocos años más tarde, de un volumen de versos que hizo época: Carnes y porcelanas, prologado por don Rufino 1

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Andrés Eloy de la Rosa debía después distinguirse en la diplomacia. Murío embajador en Montevideo. La suerte me deparó la dolorosa oportunidad de pronunciar unas palabras, en nombre de mi ciudad natal que era la suya, ante su ferétro, en Tierra de Jugo. Vi con mezcla de dolor y de orgullo, cómo el gobierno de un pueblo libre y culto le rendía el más grande homenaje póstumo a que puede ser acreedor un ciudadano.

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Blanco Fombona; el de José Fernando Núñez, bohemio sin rescate, orador como lo fue su ilustre padre, muerto entre las brumas de sus paraísos artificiales; el de Juan Miguel Alarcón, el bardo de las Rimas de oro, romántico excelso en cuya alma se juntaban el heroico padecer entrañable de Cyrano y el satírico ingenio trágico de Larra; el de Rafael Bruzual López, a quien le deben las juventudes de hoy la estatua de bronce que muestra al pueblo la figura enjuta y atormentada del hombre que prefirió irse a morir de hambre a un país libre, a vivir contagiado de esclavitud en su patria encadenada; el de Pedro Elías Aristeguieta Rojas, el caballero sin tacha, alma entre blancuras, que legó a la posteridad el gesto del sacrificio supremo, en la última de nuestras contiendas civiles; y los nombres de José Santana Bruzual, Pedro de la Cruz Milá González, Luis Teófilo Núñez, Salvador Córdoba, Julián de la Rosa, Rafael Varela, Marco Tulio Badaracco, Joaquín Silva Díaz, Andrés Felipe Alarcón, Domingo Serpa Prada... Y el de Antonio Rafael Machado. De propósito he aislado el nombre de este hombre singular, aún no estudiado, digno de un cuidadoso análisis. El doctor Antonio Rafael Machado se destacó como escritor vigoroso, satírico, polemista, librepensador. Su pluma acerada rasga y cauteriza con implacable precisión, calando en lo más hondo el error de su contrario, y, al mismo tiempo, es capaz de ser sutil, fino; de manejar la ironía y el buen

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humor con una gracia que a veces es cervantina, a veces queirociana, pero siempre deliciosa, y sencillamente noble. Desde hacía mucho tiempo no daba Cumaná un escritor de su talla. Con él perdió un pensador de relieve y, su pueblo, el más abnegado y generoso de sus protectores. Asombra que a un mismo tiempo y en unos mismos bancos se hayan sentado tales hombres. Ellos crearon a Broches de Flores, una revista que fue en Cumaná, aunque por corto tiempo, lo que El Cojo Ilustrado para Caracas. A esa hora y en ese medio abre la empinada adolescencia de Cruz María, los ojos asombrados. Las voces nuevas resuenan en sus oídos afinados por el murmullo del mar, y vienen de todas partes: desde España, en el morisco encaje del modernizado soneto de Villaespesa; desde la brumosa Colombia y con profunda resonancia, en la poesía nocturnal de Silva; de Nicaragua, en el arpegio de cristal, seda y oro de Darío... Cruz María en ese corto período de su vida seguirá la corriente modernista. Por lo pronto, Darío es su maestro. Luego, se apasionará de Martí, cuyos discursos y pequeños poemas recitará de memoria. Martí será para él, después de Bolívar, el más grande ciudadano de América. Leerá con deleite a Valle-Inclán. Sentirá admiración por los grandes estilistas: Rodó, Díaz Rodríguez, D’Annunzio. Admira a Alfredo Arvelo-Larriva, a quien le dedica un poema. Pero yo he dicho que esto no tiene importan-

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cia. Repito que Salmerón Acosta está más allá de lo estético. Intentemos encontrarlo y veremos que sólo el intento descubre la verdad de nuestro aserto. * * * La infancia es raíz de nuestro ser. La vida toda del hombre gira alrededor de ella, y está penetrada por las imágenes deslumbrantes que el niño crea, sueña y teje con ayuda de sus elementos innatos y que el medio desarrolla y modifica. Las ideas del mañana son en gran parte las emociones de los primeros años y parecen definir la personalidad. Cuando nos propongamos descubrir un hombre, debemos buscarlo en su infancia; es posible que lo encontremos allí. Mientras más delicada y recia sea la personalidad, más necesaria es esa clase de búsqueda. Es el caso de Cruz María Salmerón Acosta. Tenemos que estudiarlo en su niñez y en su medio. Raras veces se ha dado un hombre como Salmerón Acosta. Yo no he podido librarme del pecado de la tentación de compararlo con los hombres con quienes me he tropezado después. Nadie ha hecho latir en mí con más pureza e intensidad ese sentimiento inexpresable de la amistad sin pliegues y sin penumbras. Digo que una parte de ese gran milagro de

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la personalidad, en él tan profunda y misteriosa, es explicable. He invocado el medio, la forma en que se desliza la infancia, el tesoro de posibilidades que el hombre trae al nacer, tan distinto en calidad y cuantía. Hablemos un poco de todo esto. * * *

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Lo primero, es dejar bien asentado que Salmerón Acosta no es el poeta que hay en sus versos doloridos. Hay otra faz de su persona que exige una atención especial, casi exclusiva. En él se realiza un tipo humano de excepcional pureza y fuerza y además genuinamente nuestro. Él posee, física y espiritualmente, en alto grado y en forma armoniosa, las virtudes que van a hacer posible en los últimos años de su vida aquella gloriosa transfiguración que hizo de él no un mártir, sino un héroe y un santo: valor personal, sereno y noble, como condición primaria indispensable; orgullo e hidalguía, unidos dentro de un sentimiento de humanidad casi místico de fraternal alianza; concepto de la dignidad exaltada de ideal caballeresco; amor al bien y a la justicia; rebeldía ante todo lo que representase falsedad y bajeza. Y, además, artista: mesurado y musical el decir; fino el andar y el ges-

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to. En sus labios, por la emoción y el acento de su voz, se transformaban las palabras. Todas parecían melodiosas y bellas, llenas de un significado extraño, nuevo. Las escogía, además; las combinaba maravillosamente, con sobrado deleite. Añádase una hermosura varonil, una arrogancia sin afectación que inspiraba respeto y también adhesión y cariño. Tal era el hombre. ¿De dónde venía? Su padre, el bueno de don Antonio, era un pescador, un lobo de mar. Alto y duro como un acantilado. Curtido de alga y ola; de viento. Revolucionario impenitente, visionario; con un ideario político esfumado, vivía entre los fantasmas creados por su fantasía ingenua y pueril. Aquel gigante era, sencillamente, un niño. Su madre, doña Ana Rosa, ¡su madre, era una santa! Los Salmerón y los Acosta son descendientes de españoles y de indios, dos razas que se cruzaron en esas playas de Araya, Cubagua y Margarita desde la conquista a sangre y fuego de la sal y las perlas de esos lugares. Hombres de ojos azules, de piel rosada, casi roja, de pelo rubio tostado, con señales de inadaptabilidad en los labios pelados por el sol y por la sal del mar y del viento, se encuentran aún por esas costas. Al lado de ellos el indio de piel de bronce y de cabellos caídos y negros como noche cerrada, de tormenta; los ojos sigilosos, el cuerpo muscu-

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loso, atlético. Todavía viven en una que otra de las chozas que pueblan los dispersos caseríos de pescadores, descendientes de aquellos bravos indios. Hoy son formidables trabajadores del mar y dan al viajero contemplativo la visión melancólica de una raza extinta. * * * Cruz María nace en el año de 1892, en Guarataro, la ensenada donde está la hacienda de su padre, a unos centenares de metros del pueblecito de Manicuare y a pocos pasos del mar. * * *

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El viejo Mano Catire se lo lleva a los puestos de los vigías, sobre las cumbres de las colinas que bordean el Golfo. El trayecto está poblado de sorpresas. Las piedras son como de ceniza y cal. Los pájaros son mudos, de color blancuzco, grisáceos. Entre ellos, sólo el cardenal reluce bajo su encendido manto rojo y la paraulata suelta la seda de su canto. Las plantas están cubiertas de gruesas espinas; algunas, adornadas con una flor extraña, grande, sin olor y sin brillo, de colores amortecidos, de pétalos

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gruesos y duros como raíces peladas. También una liebre, y, de vez en cuando, la visión escalofriante de una cascabel. ¡Y desde la cumbre cómo se mira el mar y el cielo! Es clara, de cristal, el agua azul y verde; el ojo se afina y distingue los peces que bajan de aguas arriba hacia el Caribe. Las olas son como finos rizos de espuma a la distancia y parecen inmóviles. El sol agota la gama de los colores en la sintonía colosal de sus crepúsculos... El Niño se sienta en una piedra al borde del acantilado. Mano Catire lo vigila y le cuenta... Su voz es seca y alta, como para rechazar el viento y superar los rugidos del mar: —Un día... Fue en el bajo de Araya. Habíamos salido de viaje en el Santa Cruz: el mismo botecido de donde te ibas a ir al agua, el otro día, que si no te agarro tan ligero por el pescuezo... El Niño interrumpe: —¿Y qué? —Bueno –contesta el viejo–, no es que te hubieras ahogado, pero hubieras tenido que nadar duro mientras virábamos en redondo. —Pues bien –continúa–, estábamos buceando al ojo. Se miraban claritas las conchas. Y bajito: tres brazos cuando más. Habíamos botado al agua unas cabezas manidas y eso atrae al pez. Yo estaba disponiéndome para zambullirme cuando en esto, veo venir una tintorera con una tortuga entre los dientes. Yo hago mi cuenta, y me le zumbo encima, de costado

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para hacer más ruido. La tintorera sorprendida suelta su presa. ¡Lo que yo quería! Pero el animal se devuelve buscándome con la bocota abierta. Pero ¡qué va! Yo ya estaba trepado sobre la paneta. A remazos la hicimos huir. —¿Y la tortuga? —Nos la camimos esa noche. La subimos a bordo entre dos, aguantando el resuello uno, mientras el otro salía a flote a coger aire. El sol encendía ya en el horizonte, el mar y el cielo. El Niño mira, y sueña... Su figura se recorta sobre aquel fondo maravilloso. —Vámonos –dice el viejo–. Vámonos. Pero antes de descender. —¿Qué es aquello negro que se ve allá en el valle? —Son zamuros. Desde hace días vienen por bandadas y vuelan en círculo sobre el Cerro Muerto. —¡Qué raro! —Nada de raro tiene. Don Antonio ya nos lo dijo ayer: lo que es la guerra ahora sí que la tenemos encima. El Niño se queda pensativo y repite: —¡La Guerra! * * *

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Ya el Niño sabe las peripecias de la pesca. Tiene diez años. Es un consumado nadador. Conoce las corrientes traicioneras. Y sabe evadir la embestida de las olas, colándoseles por debajo en el momento preciso. Se aplica a manejar el timón del bote cabullero. Es amigo del viento, del sol. En las noches de enero, “tan claras como el día”, escucha de labios de los peones, cuentos y consejas, y una que otra vez la canción melancólica de la luz embrujada de la luna inspira a los que nacen a la orilla del mar. Los peones lo adoran, y los más viejos se lo disputan para enseñarle todas sus artes. Aprende de memoria sus malagueñas y corríos, y los canta él también en los velorios de cruz, en el “Mayo de la Virgen” y de las muchachas quinceañeras. Maneja el arpón, el canalete y el anzuelo, el garapiño y el remo. Sabe tejer las redes, y lanzar la atarraya y juega a las cartas, caída, truco, sobre una cobija, de noche, a la intemperie, bajo la luz amarillenta del vendaval de la hacienda los viejos lo adiestran en la lucha. Sus nietos son los entrenadores. Reciben orden secreta de no tumbarlo, de no pegarle, si es necesario de dejarse pegar. Pero pronto será capaz de pelearlos de verdá verdá. Por otra parte no conoce la ruindad ni la mentira. Su mentor las desconoce en absoluto. No sabe llorar, porque los hombres no lloran. Es valiente sin saberlo. Lo han enseñado a vencer los peligros, a encarar las si-

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tuaciones difíciles. Él es el Niño, y esto lo inviste de una responsabilidad gravísima. Él debe, debe siempre. Crece bajo ese signo. Él debe ser superior a los otros, ser más generoso, más abnegado, más fuerte, más valiente. Mano Catire lo pone adelante siempre, para que sea el primero, aunque vayan al encuentro de la muerte. Así crece el “niño” Cruz María. Es la educación de un príncipe, ¡de un príncipe indio! * * *

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Y una mañana... —Cruz María tiene diez años, tenemos que mandarlo a la escuela, a Cumaná. Ya está decidido. En la piragua “Santa Ana”. Mano Catire ha pedido llevarlo, ir de patrón. Con la fresca saldrán el día siguiente. ¡Cumaná! No se acuerda muy bien. Ha ido dos, tres veces. Pero no recuerda nada. Ah, sí, se acuerda del río Manzanares. Cuando crece pasa por el patio de su casa. Y se acuerda de aquella cerca de gruesas estacas que sirven para coger costo a los muchachos de la otra banda. Sí, a eso lo llaman el

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“Puerto de los Salmerón”. Un día se zumbó desde las estacas. La corriente lo arrastró, pero cogió puesto en el playón de enfrente. No podía regresar. Jesús, el hermano mayor, lo trajo nadando al remolque. ¡Cumaná! De noche sus luces se distinguen desde Manicuare. El Niño se queda hasta tarde mirándola desde la orilla del mar. Le daba miedo, presentirla allá del otro lado del Golfo, esperándolo. ¿Cómo iba a ser su vida en aquella misteriosa ciudad? * * * Un hombre bueno, el maestro Cedeño, va a ser su maestro. ¿Tendría cincuenta años? ¿Más? Imposible recordarlo sin los cabellos blancos como sus pensamientos. Había dulzura en mi pueblo entonces. Verdad que se hacía la guerra. La guerra es afán de hombres, duro afán creador. ¡Y era bella la guerra!; ¡y terrible como un deber! Pero se daban junto con ella hombres como el maestro Cedeño. ¿No es bastante? Los puestos de estos hombres bondadosos y puros están vacíos. En cambio, ¡la guerra ha desaparecido! Tal como era, no podría hacerse sin aquellos hombres de corazón bravo y

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noble: Morales, Herrera, López, Córdova, Fernández, Rodríguez... Fuera de la escuela, esos nombres suenan en los oídos, tanto como las lecciones de don Pedro Luis. La casa de los Salmerón está en la calle Arismendi. Esta calle bordea al río y termina en la Boca del Monte. La llaman la calle Margariteña. La confirmaron así porque en ella sufrió cierta vez, cruenta derrota, una tropa de soldados de la Isla. El general Carlos Herrera vive en el extremo de esa calle, en la propia Boca del Monte. Del otro lado del río, casi enfrente el general Manuel Morales, su enemigo. Revolucionario éste, gobiernista aquél. Estamos en 1902. A la guerra jugaban los muchachos de entonces. Se dividían en filas contrarias, y se procedía al “avance de piedras”. ¡Algo sensacional! En él tuvo Cruz María su bautizo de sangre. Los contrarios tenían cogida una punta de monte frente a la sabana. Se habían retirado allí para guarecerse tras de las matas. Había que darles un corte, pero sosteniendo los fuegos desde el descampado. Para esto se escoge a los más pequeños. Los demás dan el largo rodeo, sorprenden a los contrarios por la espalda, entre dos fuegos. Cruz María cae herido. Los dos bandos se reconcilian y se lo llevan a la botica. “No es nada, un rechazo –dice el jefe–. Mañana será otro día”.

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* * * Ya es alumno del Colegio Federal. Allí pasamos juntos seis años. Nos graduamos en agosto de 1910, junto con José Antonio y Miguel Ramos Sucre, Roberto Martínez Centeno, Félix Serpa Prada, Ramón Gómez Ortiz, Juan Bautista Mariña Liccioni, Ramón Antonio Mata Andrade, Agustín Aza Gil. Casi todos nos vinimos a Caracas, a seguir estudios. Cuando comenzábamos el tercer año, Gómez cerró la Universidad. Continuaron años después y se doctoraron José Antonio Ramos, Mariña y Aza Gil, los primeros en derecho, el último en medicina. El recuerdo del Colegio Federal de Cumaná ha sido siempre para mí un recuerdo doloroso. Gravitó por muchos años sobre mi adolescencia y juventud como algo pesaroso y obscuro. No quiero recordar aquello. Tampoco vale la pena. Sé que los conceptos que emita escandalizarían a los tímidos o a los que ignoran o temen la verdad. Pero sé también que tendrían secreta aceptación en la conciencia de muchos. Cruz María no era un estudioso de primer rango. Soñaba. Su carácter no podía armonizar, ni con aquel ambiente, ni con los métodos que allí se usaban. Por eso sostuvo siempre una actitud casi huraña, en defen-

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sa de su propia dignidad. ¿Cómo pudo sostener ese equilibrio? Se dio el gusto, que no pudimos darnos los demás, a excepción de José Antonio Ramos Sucre, que fue otro espíritu superior: de salir de allí sin haber sido castigado, humillado. Estoy seguro que nadie, ni el director, ni los profesores, ni los porteros, ni mucho menos los alumnos de los cursos superiores, le alzaron la voz. Entre nosotros, él era el único que amaba, por eso era intocable. El amor llega tarde a algunos seres. Él conoció el amor desde la infancia. Por eso no fue nunca egoísta, ni conoció el rencor ni la envidia. Por eso también respetaba, respetaba siempre, y sin esfuerzo aparente se hacía respetar, como resultante de su carácter firme y sereno, de su tacto exquisito, y de la gracia y la fuerza con que sabía revestir sus palabras y sus actos. ¿Creéis acaso que no era un ser excepcional? ¡Sólo un alma como la suya podía haber sido elegida para la prueba suprema de encerrar en ella todo el dolor del mundo! Cuando hay dolor sobre la tierra, los hombres deberían hacerse interrogaciones angustiosas. El dolor es una ruptura con la vida, es la antesala de la muerte. Y la interrogación sobre la muerte es ya la aceptación del misterio. Aceptar el misterio es ser humilde, y esa humildad nos salva de aquella sabiduría “quae est stultitia apud Deum”, según reza el anatema de San Pablo. Es el albor de un día nuevo para un nuevo hombre.

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* * * Durante esos seis años, Cruz María estudia poco. En cambio sueña y ama; viaja aprovechando las vacaciones de julio, de diciembre, de Semana Santa, a las playas de su infancia. El viejo Mano Catire sigue siendo su maestro. Ahora son otros los juegos, y se apasiona por los gallos. Los admira porque son fieros, bellos y nobles. Conoce el Golfo. Gobierna en el timón de los pequeños buques de vela. Pasa días casa de sus parientes de Cariaco. En la hacienda de un tío aprende a montar a caballo. Va de cacería y se ejercita en el manejo de las armas de fuego. Al fin posee un revólver, pero prefiere el puñal; es el arma de los hombres sin miedo; el revólver es para cobardes, dice. Pero, he aquí que, súbitamente, casi sin transiciones, Cruz María modifica su actitud ante la naturaleza y la vida. Adquiere aquella plenitud exquisita, aquel don de elevación sobre las mezquindades del mundo, que hacen de él el prototipo del hombre caballeresco. ¿Quién provocó la milagrosa floración? ¿“La adolescente rubia, de candor angélico, y voz con dulce suavidad de arrullo y alegría de gorgeo, y con unos incomparables ojos azules y tristes como el azul doliente de un país de exilio”? Ya tiene dieciocho años. Es bachiller, y se viene a Caracas añorando su playa y la Cumaná de sus amores y sus sueños. Hay cierta triste-

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za en él, vaga al principio, que se acentúa con el tiempo. En su corazón, como en un sagrado relicario, brilla el rostro de la novia ausente, bella, pensativa, triste... * * *

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En Caracas, ¡la de 1910!, vivirá hasta 1912 de Camejo a Santa Teresa. He nombrado los que vinimos con él. Dos de ellos fueron sus compañeros de pensión: José Antonio Ramos Sucre y Juan Bautista Mariña Liccioni. Ambos fueron sus amigos entrañables. Ramos Sucre vivió un tiempo en su pieza. Fue el primero que descubrió en él al poeta. Nos hablaba de él con entusiasmo delirante. Cruz María no tenía fe en sus poemas: los rompía y José Antonio se desesperaba. Cruz María era un enamorado de la forma; influenciado por Darío, quiso desde el primer momento escribir versos perfectos. Tenía que pasar un año para que escribiese su primer soneto, Cielo y mar, en las vacaciones de 1911, en Manicuare. Este soneto estaba dedicado a Ramos Sucre. En el original, enviado con una carta desde Cumaná, decía: “A mi hermano J.A. Ramos Sucre”. Cruz María se inscribe en aquella Asociación General de Estudiantes de Venezuela, que con el tiempo cambiaría de nombre, conservando

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su originaria ideología, por el glorioso de la F.E.V. Pero no actúa. Una secreta preocupación le ata la voluntad y lo domina. Es un presentimiento, todavía obscuro, de su terrible realidad: ¡siente proyectada sobre él la sombra de una garra cruel, de un destino espantoso! Cuando regrese a Caracas después de las vacaciones de 1911, el mal estará declarado. Para nosotros, sus amigos, ya no habrá esperanza. Él la conservará todavía. No podrá creer en aquella fatalidad tenebrosa. Jamás se ha enfermado. Es fuerte como un atleta. Tiene 1,73 metros de estatura. Pesa 178 libras. Es todo músculos, sin un gramo de grasa. No se fatiga nunca. ¿Cómo no tener fe en aquella fisiología espléndida? * * * Cruz María ha llegado a la Universidad. La cultura no había descendido de su sitial de honor. Era democrática. ¿Cómo podía no serlo a partir de Bolívar? Pero, aún, no había llegado a ser populachera. La Universidad no había perdido todavía su majestad de Alma Mater. Se llegaba a ella con emoción y respeto. Sus bronces abrían sueños de gloria, en el alma de los estudiantes. Los profesores eran ancianos venerables y sabios. Llegábamos a la reverencia y a la apasionada admiración por muchos de

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ellos. Sus nombres sonaban como símbolos del honor ciudadano, de la justicia y de la ciencia. Entrábamos a clase con el corazón apretado y sedientos de sabiduría. Teníamos fe, alegrías, ambiciones, esperanzas. Había una palabra vibrando siempre en las labios: triunfar. Pero triunfar era llegar a ser grande, conquistar la admiración y el cariño de la gente; hacerse célebre por hechos nobles y hermosos; honrar a nuestros padres y a la patria. Toda nuestra conducta cívica quedaba enmarcada en estos sentimientos. * * *

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Cruz María se acicalaba para su primera clase. Peinado hacia atrás el pelo negro abundante, fuerte como una crin. El bozo ya retorcido y fino sobre los finos labios. Vestido gris, sombrero de anchas alas del mismo color, zapatos negros de charol, alto el cuello cerrado y sobre él la corbata de lazo grande y colores alegres. —¿Cómo voy a arreglármelas con estos jovencitos caraqueños, hijos de ricos y mantuanos, y sobre todo con los hijos de los altos empleados de este gobierno? Toda esta gente se va a equivocar conmigo –había dicho cuando los vio por primera vez el día de la inscripción y ponía en el tono y

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en el acento de la palabra equivocar la intención decidida que el viejo Mano Catire sabía poner cuando la usaba. En efecto, el choque iba a ser demasiado brusco, casi brutal. Le era difícil comprender por qué veredas una mayoría de aquellos que iban a ser sus compañeros de estudios, salvaba el escollo que oponía a la dignidad aquel trato irrespetuoso y aquellas maneras vulgares. Sin poderlo evitar se comparaba con ellos. El resultado era un sincero sentimiento de superioridad. Había visto sus juegos: unos se daban palmaditas por la espalda, se lanzaban pequeños pedruscos a escondidas; otros lanzaban gritos burlones con voz aflautada. Los que no hacían esto tomaban una actitud petulante llena de fatuidad, desdeñosa e hiriente. Terminó por disculpar a estos últimos. —Me buscarán –se dijo–, cuando vean que se puede ser altivo, sin fatuidad ni jactancia. * * * Entre un grupo de estudiantes se produce un revuelo de risas, gestos y frases airadas. El profesor amonesta. Reclama compostura y respeto. El

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compañero de banco de Cruz María cambia de puesto. A la salida de clase comenta: —Ese joven fue el de la cochinada. Cruz María al enterarse arde de despecho y cólera. Algunos compañeros tratan de calmarlo. No lo entienden; habla un lenguaje difícilmente comprensible. Su voz no cambia de altura, pero su tono es más agudo. El momento es decisivo. Algunos estudiantes lo rodean. Aquello puede transformarse en una burla, en una rechifla. Está al borde del ridículo, y se propone ser sublime. El estudiante que lo ha ofendido se pasea a poca distancia. Entre los del grupo hay uno, de sonrisa irónica, que comenta en alta voz: —Eso no tiene importancia. Cruz María se dirige resueltamente a él: —Es repugnante oír a un compañero decir que una ofensa personal no tiene importancia. –Y avanzando hacia el que lo había ofendido: —Usted me debe una satisfacción –le dice–, si no me la da, tendré que castigarlo como a un patán. —Yo soy tan hombre y caballero como usted. —En ese caso, venga mañana a las cinco, pero venga armado; si no lo hace es un cobarde y un mal nacido. Y ustedes que nunca han visto estas cosas, vengan todos aquí, frente a la estatua de Vargas, a presenciar un lance de honor.

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Cruz María asistió y muchos estudiantes también. El otro no fue. A las siete, Cruz María sacó su viejo revólver del bolsillo, se colocó de perfil en actitud de disparar y, ante los grupos de estudiantes, dominados ya por la nobleza de su enojo, dijo estas palabras, dirigiéndose al arma, que relucía en su mano fina y sin el más ligero temblor: —Hoy mismo te voy a vender; no te necesito ya; parece que es muy difícil encontrar hombres capaces de colocarse por delante de ti. No podía prever que pocos años más tarde, habría querido tenerlo para “dar a su corazón la última herida”. * * * Abrumado por negros presentimientos regresa definitivamente a Cumaná a principios del año 1913, después de la clausura de la Universidad. Fue la época más atormentada de su vida. La fatalidad le reservaba aún nuevos rigores. El día siguiente de su llegada muere su hermana Encarnación. ¡Tenía quince años! Era bella y dotada de sensibilidad exquisita. Cruz María llora su muerte sin consuelo, porque con ella se va parte de su alma. Meses después es asesinado en Manicuare su hermano Antoñico por el jefe civil, uno de esos monstruos que en esa época de oprobio solían

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gobernar en distritos y municipios de Venezuela. Esa muerte fue vengada por el pueblo. A muchos se les enjuició y persiguió. Cruz María y Jesús fueron llevados presos a Cumaná. Un año largo sufren los rigores de los presidios de entonces. Es una nueva experiencia, insospechada. Durante esa reclusión, Cruz María afirma y fortalece su carácter. Escruta su interior y descubre el cofre de gemas celestiales que es su corazón. Allí se aprende de memoria a Martí, a Darío. Conoce mejor, a través del trato de sus compañeros de presidio, el alma de nuestro pueblo. Hay entre ellos criminales de baja estofa, quizás de instintos primarios desatados. Pero hay otra clase de hombres que llaman su atención y le inspiran sentimientos que no son precisamente de repulsión o desprecio. Los hay a quienes hasta llega a admirar. Son hombres rebeldes, que prefieren la libertad entre barrotes a la esclavitud en campo abierto. ¡Qué hombres conoce entonces y a través de ellos cuántos problemas sociales y políticos sobre los que nunca oyó hablar a sus profesores de la Universidad! Ya no admira mucho a aquellos sabios del derecho que, con monotonía infecunda, derraman teorías sin vivencia sobre los pisos de las aulas, como agua chorreada sobre la vieja cal de las paredes. Un día se abre la puerta del presidio y entra J.B. Mariña Liccioni,

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quien se había hecho pagar en monedas de sangre y de muerte una deuda de honor. * * * En la cárcel conoce al negro Montoya. Años después, Cruz María le recordaba y hablaba de él con cierta turbación. Le intrigaba aquel hombre. Un día, Montoya le llamó aparte y le dijo: —Yo quiero que sepa que no me he fugado por acompañarlo a usted. No quiero dejarlo solo. Aquí puede pasar algo de un día a otro, y a usted no me lo van a tocar, porque para eso yo estaré allí. A los hombres como usted no los toca nadie en mi presencia. Absuelto Cruz María, no pasó Montoya una semana más en la cárcel. Esperó su turno de botar el pollino. A las dos de la madrugada, con el perol de inmundicias sobre los hombros, Montoya caminaba en dirección al río entre dos filas de guardias. El Manzanares estaba crecido esa noche. Cuando llegaron al puerto de la Popa del Zamora se lanzó a la corriente. Fue cosa de un segundo. Si hubo disparos fue por pura fórmula. El sitio es profundo. Montoya arrastrado por la corriente y empujándose vigorosamente sobre la arena del fondo, ha debido salir muy lejos. Se internó esa

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misma noche por los montes. Meses después se tuvo noticias de que merodeaba por los valles de Aricagua. Era peligroso Montoya. Se le sabía capaz de reunir hombres tan fieros como él y apoderarse de las armas de las pequeñas guarniciones de los municipios. Se ordenó su captura. Era su sentencia de muerte. Las primeras comisiones fracasaron y comenzó la cacería más encarnizada, mejor combinada. Se encontró al hombre capaz de cazar al hombre. Yo lo conocí. Se llamaba Enrique Roxbura. No sé si habrá muerto. Pero Enrique llevará unido siempre a su nombre el crimen de la muerte de aquel negro. Montoya fue sorprendido dormido en un soberado. El ruido de los maúsers al ser colocados en tiro y el ladrido de algún perro lo despertaron. ¡Cómo resplandecerían en la obscuridad del rancho los ojos de aquel tigre! —Baje con las manos en alto –fue la orden. Pero había otra secreta: —Si le disparo con el revólver, lo desbaratan con una descarga. El negro sabía que su vida dependía más que nunca de su agilidad y de su fuerza. Midió la distancia. “Si pierden un segundo –ha debido pensar– me los pego”. Y se lanzó desde lo alto. No llegó vivo al suelo. Sus entrañas se las llevó las descargas y quedaron pegadas al techo. Su machete cola de gallo, no cayó con él: en el rapidísimo instante que precedió a su

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muerte, tuvo tiempo, en el aire, de dejarlo clavado con un grito de rabia, en el horcón mayor. * * * Sobre una colina casi a la orilla del mar, en una casita expresamente construida para él pasa los diez últimos años de su vida. Allá fueron a visitarlo sus amigos, sus admiradores, gente buena, médicos, gente curiosa, su novia también... Postrado, sin poder levantarse del lecho, escribirá, dictará mejor, casi todos los poemas que hoy se ofrecen en este libro, que se imprime merced a la terca y generosa iniciativa del fraterno “Mosquetero Icario” Raúl Carrasquel y Valverde, dinámico director de las Ediciones L.A.V., inteligentemente auspiciada por don Rafael Arráiz, presidente de la Aeropostal Venezolana. Murió en circunstancias extrañas el 30 de julio de 1929. Yo estaba aquí, en Caracas. Antes de venirme fui a verlo. Yacía en su lecho: agotado, destruído hasta un grado inverosímil. Sólo le quedaban la piel y los huesos. No era posible verlo sin desesperación y espanto. Con aquella visión

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dantesca me vine a Caracas. La noticia de su muerte fue para mí un alivio. Lloré y recé... Recordándolo he llorado otras veces. De regreso, fui a visitar su tumba. Fue una dolorosa peregrinación. Alguien me dijo: “Mejor que no hubieras estado; fue horrible”. “No me cuentes”, exclamé desesperado. Pero algo supe después. Desde horas tempranas llovía a torrentes. El entierro no pudo efectuarse al medio día. El cementerio de la aldea está tras la colina, a cierta distancia. Las torrenteras no daban acceso. Y el aguacero continuó todo el día. Ya entrada la noche, aprovechando una pequeña tregua del cielo, se realizan los oficios religiosos. En la obscuridad va el cortejo. Es tal la furia del viento y de la lluvia que apenas puede coronar la pequeña colina. El pueblo todo, marcha, llevando sobre sus hombros, entre el barrial, tropezando con las peñas movedizas, la urna funeraria, que se balancea sobre las cabezas como un buque fantasma. Hay que arreglar la sepultura, el agua cae a torrentes y va llenando el horrible agujero. Hay que impedir aquello. Con encerados se fabrica una especie de techo. Al fin, se logra secar el fondo. ¡Son las nueve de la noche! Arrecia de nuevo el vendaval. El pueblo todo está allí mudo de estupor, inmóvil bajo la tormenta. Y aquellos hombres duros, casi fieros, aquellos viejos lobos de mar, se miran unos a otros y estallan en sollozos semejantes a rugidos: entre las manos crispadas, para cubrir la urna

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que contiene los despojos del más desdichado de los hombres ¡sólo tienen puñados de barro! * * * Creo que me he atrevido demasiado. Tratar de penetrar, de descifrar aquel corazón y el sentido originario de su pena, es una irreverencia. Si él no renegó nunca, si no blasfemó, ni abordó en ningún momento, en alta voz al menos, el tema de su destino, estamos obligados a no decir lo que suponemos pecadoramente que él calló. En el umbral de aquel misterio, un ángel con el índice en los labios nos impide la entrada, nos despide y nos dice: —¡Abstenéos, ese dolor no es de este mundo! Dionisio López-Orihuela Viernes, 13 de junio de 1952

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Cielo y mar A José Antonio Ramos Sucre

En este panorama que diseño para tormento de mis horas malas, el cielo dice de ilusión y galas, el mar discurre de esperanza y sueño. La libélula errante de mi ensueño abre la transparencia de sus alas, con el beso de miel que me regalas a la caricia de tu amor risueño. Al extinguirse el último celaje, copio en mi alma el alma del paisaje azul de ensueño y verde de añoranza; Y pienso con obscuro pesimismo, que mi ilusión está sobre un abismo y cerca de otro abismo mi esperanza.

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De mis andanzas Yo fui Quijote por algunos años y llena el alma de un ensueño hermoso tuve en mi Dulcinea del Toboso los mil encantamiento más extraños. En mis luchas de pérfidos engaños para mí no hubo tregua ni reposo, y, lanza en ristre, arremetí furioso contra molinos y contra rebaños. Aunque más de una vez burlado fuera, sólo me avergoncé por vez primera cuando, como Manchego sin fortuna me encontré sin honor y desarmado a los pies de un barbero disfrazado de Caballero de la Blanca Luna. 48 CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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Mirándonos A Conchita Bruzual Serra

Entre tus ojos de esmeraldas vivas te miro el alma, de ilusiones llena, como entre dos cisternas pensativas se ve del cielo la extensión serena. El colibrí de tu mirada riela sobre el agua enturbiada de mis ojos, y de tus célicas mejillas vuela un crepúsculo rosa de sonrojos. Hilo por hilo la ilusión devana y urde sueños en fina filigrana la araña de mi vaga fantasía. Porque cuando me miras y te miro, sale volando tu alma en un suspiro y embriagada de amor cae en la mía.

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Nueva Andalucía Tiene todo el encanto de una diosa: de Diana, junto al río que besa su casto pecho en flor; de Venus, junto al mar azul y porcelana que la envuelve de espumas, en un largo rumor. En sus espejos líquidos dibújase galana como un paisaje lleno de sideral fulgor; se empurpura de rosas su río en la mañana y su mar en la tarde, se anega de esplendor. Es nereida y es náyade, canta o llora su pena con la triste armonía de una dulce sirena en sus aguas sonoras, con el beso lunar. Y la risa del sol ameniza su hastío: y se aduerme escuchando la sonata del río y despierta loada por el himno del mar. 50 CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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Música de la jaula A Alfredo Arvelo Larriva

Ave cautiva que ve el cielo y como no puede soñar el sueño suave de su vuelo suelta sus trinos a volar. El ala es polvo y se levanta, mas al azul no ha de subir, y la canción que el alma canta muere en el cielo de zafir. Cisne enjaulado que suspira por unos muslos de azahar, en donde el cuello de su lira hizo los nardos enflorar. O ruiseñor que ebrio de luna mira la rosa florecer,

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y rima el beso que dio a una rosa entre labios de mujer. O acaso alondra prisionera que siente el alba sonrojar la faz celeste de la esfera y aun sin querer rompe a cantar. La melancolía del sonido de alegre música de amor, alegre llega hasta mi oído, mas suena triste en mi interior. El ave lírica se encanta en la armonía de rimar, con una rima en la garganta se duerme acaso sin pensar. El alma en flor de primavera de su bizarra juventud se ha marchitado prisionera como un niño en el ataúd.

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Los ojos vagos de Cupido ya se resisten a mirar, porque los cierra convencido que se han de abrir para llorar. Cisne, tal vez cese tu llanto cuando cansado de sufrir, llores a Dios tu Ăşltimo canto en el instante de morir.

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El mariscal galante En regio baile el Mariscal se apresta a derrochar la luz de su cultura; entre la noble sociedad en fiesta no es menos grande su marcial figura. Es el festejo en Guayaquil. La orquesta canta un aire de amor y de locura, y el paladín de la intachable gesta da el brazo a la más cándida hermosura. En continuo bailar, Sucre corteja la Venus que le sirve de pareja, a quien deja carísimas memorias; Y en prueba de legítimo cariño le prende entre las flores del corpiño el mazo de medallas de sus glorias. 54 CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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Paloma bélica En remotas edades, sobre el mar en bonanza, en la hoja de oliva de luciente verdor, con la paz condujiste la divina esperanza perfumando la brisa con fragancia de flor. Otro tiempo en el mundo tu alba imagen alcanza, por los campos floridos a anunciar el Señor, y más tarde tu vuelo en el céfiro avanza conduciendo azucenas en misivas de amor. Hoy, odioso destino te han confiado en la tierra, pues con vuelo sonoro los mensajes de guerra, entre nubes de humo, sólo sueles portar; Mas yo sueño, ave tierna de las alas sedosas, que en el pico le llevas a mi amada las rosas que a sus plantas mis manos no le pueden llevar. 55 FUENTE DE AMARGURA

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Como el rayo de sol Como el rayo de sol que en la mañana pone en la alondra el cristalino canto, seca en las flores el celeste llanto y en el huerto colora la manzana. Como el rayo de sol que en luz desgrana sus espigas de oro sobre el manto verde del campo y en el camposanto, tiende alfombra ideal de filigrana; Sé alegre, buena, pura, luminosa como el rayo de sol que te hace hermosa y da un matiz de idealidad a todo, alfombra las tinieblas del abismo y dora el fondo del pantano mismo sin mancharse jamás de negro lodo. 56 CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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La siega de tus cabellos Como a una romántica novicia te cortaron la rubia cabellera, cuyo perfume de tu cuerpo, era como tuyo el calor de su caricia. A tus blondos cabellos los dora el sol, de cuya luz son ellos. No es el oro más rico, ni fulgura como la luz de su color de oro, bajo cuyo esplendor triunfa el tesoro del mármol de tu célica blancura. Tu suave cabellera de un olor a rosal en primavera, en haz de espigas que la hoz del hado pudo segar al borde de la huesa que esperaba tu cuerpo de princesa, que hoy de un sueño mortal ha despertado!

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¿Bajo la paz de qué rincón de olvido alumbran todavía tus cabellos? Yo quisiera morir llorando en ellos este llanto que tanto he contenido!

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Perspectiva Un pedazo de mar y otro de cielo y una montaña de un azul profundo, forman la vista que, en mi eterno duelo, contemplo yo desde un rincón del mundo. Por el límpido azul de terciopelo pasa a veces un pájaro errabundo, como por mi perenne ensueño, el vuelo de un tierno pensamiento vagabundo. Esta mañana gris, espesa bruma que el cielo, el mar y la montaña ahuma, me vela mis poéticas visiones; Mas, se disipa sobre el mar en calma, igual que el humo de mis ilusiones en la honda amargura de mi alma. 59 FUENTE DE AMARGURA

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Se va volviendo todo claro el día con el sol que en la cumbre centellea, y en la paz de la inmensa serranía el incensario de una rosa humea. Ya está ebria de azul y poesía mi alma dolida, que volar desea cuando la enseña de la patria mía en el bastión de Cumaná flamea. Como en la lejanía la bandera se me presenta alba toda entera, igual que leve garza blanquecina Que va volando con cansado vuelo, o el ala amorosa de un pañuelo que de decirme adiós nunca termina.

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En tu día de abril Desde que floreciste entre la cuna te ofrenda abril sus búcaros de flores; y te mima cantando la fortuna con el lenguaje de sus mil colores. A tu oído jamás se alce ninguna canción de los humanos trovadores; tú eres cual rosa que se encanta en luna digna del canto de los ruiseñores. Naciste en esa azul hora abrileña en que se ve el crepúsculo y se sueña que Dios sonríe contemplando al niño por el lucero dulce de la tarde; y aunque en tu corazón ya el mirto arde, duerme olor de azahar en tu corpiño. 61 FUENTE DE AMARGURA

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Evocación avileña Caraqueña: recuerdo la ventana entreabierta desde donde cien veces me miraste pasar cuando yo era dichoso y por ti sentía cierta pasión que con palabras no te supe expresar. Todavía mi mente a explicarse no acierta por qué yo ni mi nombre te llegué a revelar, ni en la tarde en que triste me alejé de tu puerta con la vaga esperanza de poder retornar. Cuando leas los versos de esta triste poesía sabrás tú quién he sido y por qué todavía otra vez a tu encuentro no he podido volver. Peso acaso no creas que aún tu ausencia lamento, ni que mientras te escribo, la emoción que yo siento está haciendo la pluma de mi mano caer. 62 CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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Jesús de Nazareth Su venida a los hombres es tan bella que hasta apariencia de milagro toma: a la tierra lo trae alba paloma, lo anuncia en el azul, azul estrella. Luce su frente un nimbo que destella como el lucero que en el Este asoma, y enflora el lirio de más dulce aroma en el sendero que su planta huella. Era sublime, sobrehumano era, y en el Gólgota en Dios se transfigura. Como cuando él murió vertiendo olores, Ya empezaba a nacer la primavera, la tarde que le dieron sepultura la tierra toda se vistió de flores. 63 FUENTE DE AMARGURA

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El dulce milagro Llega Jesús y junto al mar murmura Jairo, y dice: “Señor, mi hija adorada está expirando, pon tu mano pura sobre su cuerpo y me será salvada”. El Maestro a salvar a la hermosura se encamina, en mitad de la jornada una enferma rozó su vestidura y de repente se sintió curada! Jesús halla la niña ya sin vida, mas dice: “No está muerta, está dormida” y al tocar con sus manos a la muerta, la gélida hermosura adolescente, entreabriendo los ojos, dulcemente, como de un simple sueño se despierta. 64 CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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Ofrenda solar Jesús de Nazareth cena una santa tarde en Betania en donde ha tiempo habita Lázaro, sirve Marta la hermanita mayor, y en el hogar la dicha canta. María Magdalena unge la planta del Justo que los muertos resucita, y una fragancia dulce y exquisita llena la casa que la tarde encanta. Después, para limpiar con la melena los pies de Dios, María inclina el busto, en la tierra posadas las rodillas, y el cabello de sol de Magdalena finge al caer ante los pies del Justo, una ofrenda de rosas amarillas. 65 FUENTE DE AMARGURA

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Embriaguez final Al malogrado poeta José María Díaz

Nunca tuvo platónicos amores ni gloria, ni aun legítima alegría; desdeñó de la suerte los favores, y algún pesar su corazón roía. Tal vez sus versos líricos mejores los ensayaba en medio de la orgía; mas, yo no sé qué hiel de sinsabores vertió en el llanto de su poesía. Su vida de poeta vagabundo que lástima inspiróle a todo el mundo, se fue agotando tras de azul quimera. Quién sabe si por burla del destino lo sorprendió la muerta en el divino sueño mejor de su embriaguez postrera.

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Lírica tristeza Baja la tarde al campo. Los rumores con que me arrulla la Naturaleza me infunden una lírica tristeza y despiertan en mí puros amores. Ya la luna, a los pobres soñadores derrocha de su plata la riqueza, y hace olvidar del verso la belleza, la prosa natural de los pastores. Yo no quiero escribir, pero la luna y la tarde me dan a soñar una poesía que me hace sufrir tanto! Que pienso mientras sueña mi alma inquieta, que los mejores versos del poeta son los que escribe con su propio llanto! 67 FUENTE DE AMARGURA

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Rosas y laureles Yo era feliz con mi vehemente anhelo de ceñir un laurel, en mis quereres, y me sentí poeta viendo al cielo tornarse triste en los atardeceres. Un día sufrí un vago desconsuelo, y busqué la alegría en los placeres; mas no lograron disipar mi duelo ni el vino, ni el azar, ni las mujeres. Hoy, hasta la esperanza la he perdido; suspiro más por amoroso nido, que por la gloria vana y el renombre, Pues muy bien sé que de las penas crueles alivian más el corazón del hombre las rosas del amor, que los laureles. 68 CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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Emoción canora Hoy está emocionada el alma mía porque ha vuelto cantando a mi morada el bello pajarillo que mi amada ayer cerca de mí cantar oía. Oyendo del gorjeo la armonía ella gozaba tanto, la mirada fija siempre en el pájaro, que nada osaba oír de lo que yo decía. Hoy al oír el pájaro, he pensado en lo mucho que ella hubo gozado oyéndolo. Avecilla que me encantas Con tu canción mientras el sol destella: enséñame a cantar como tú cantas, para seguir cantando junto a ella. 69 FUENTE DE AMARGURA

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A la cruz Sagrada cruz, yo sí te he profanado entre unas manos de mujer querida, y en el tosco puñal con que he intentado dar a mi corazón la última herida. Mas, cien veces, contigo me he abrazado junto a una tumba, entre otras mil perdida, y con gran reverencia te he llevado en mi nombre, en mi sangre y en mi vida. ¿Qué importa que después, cuando yo muera y acompañes mi tumba, nadie quiera regarnos rosas ni piadoso lloro? Los abrojos que nazcan en mi fosa han de ofrecernos –oblación piadosa– su siempre triste floración de oro. 70 CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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Azul Azul de aquella cumbre tan lejana hacia la cual mi pensamiento vuela bajo la paz azul de la mañana, color que tantas cosas me revela! Azul que del azul del cielo emana, y azul de este gran mar que me consuela, mientras diviso en él la ilusión vana de la visión del ala de una vela. Azul de los paisajes abrileños, triste azul de mis líricos ensueños, que me calma los íntimos hastíos. Sólo me angustias cuando sufro antojos de besar el azul de aquellos ojos que nunca más contemplarán los míos. 71 FUENTE DE AMARGURA

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Desolación espiritual Todo en mi derredor dice alegría, la aurora tras del monte se levanta, el pájaro en la fronda anuncia el día con la flauta que oculta en su garganta. Quiero cantar a tanta poesía que habla a los ojos, y a la mente encanta, pero la alondra de la musa mía aun sin querer solloza cuando canta. Nací del mar en infeliz ribera, y esta aflicción que mi alma desespera cuando empiezo a rimar lo que he vivido, Me hace pensar, por el sufrir inquieto, que acaso llevo en mi interior secreto el paisaje del suelo en que he nacido. 72 CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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Primavera extinta Esta tarde expiró la primavera cuando la luz del sol se adormecía sobre los campos, donde florecía la última flor que Flora me ofreciera. El crepúsculo todo ensueño era y su belleza triste, en agonía, se iba volviendo en mi alma poesía, que yo estaré cantando hasta que muera. Llena el azul crepuscular dulzura que se derrama, en luz, en la verdura que aun perfuma la muerte de las flores; mas de mi corazón, por sus congojas, como en otoño de un rosal las hojas, se van cayendo todos mis amores. 73 FUENTE DE AMARGURA

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Estrella piadosa En mis noches sombrías, una estrella que arde en mi cielo, que de luto viste, me hace soñar con la mirada aquella que sólo para mí siempre tuviste. Quiero que cuando ese astro azul destella pienses en mí, siquiera con el triste amor con que se piensa, mujer bella, en un amado ser que ya no existe. Anhelo hacer de ese lucero el cirio que arda en la obscuridad de mi martirio hasta que el resto de mi vida acabe; Pues en su luz, que de mirar no ceso, tu mirada acaricia como un beso el dolor que en mi alma ya no cabe. 74 CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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Advenimiento Vierte entre las florestas silenciosas un resplandor, su aparición de estrella, y acariciando va todas las cosas su mirada que la hace ser más bella. A su paso deshójanse las rosas, la luz del sol baja a besar su huella, y hasta las mismas flores olorosas quedan por algún tiempo oliendo a ella. Yo la miro perderse entre las flores, y con la voz de todos los amores voy a llamarla, pero me da miedo Verla venir hacia la angustia mía, porque yo, que la sueño todavía, quiero amarla como antes, y no puedo. 75 FUENTE DE AMARGURA

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Infeliz olvido ¿Cómo era su rostro? Lo he olvidado. ¿Cómo eran sus manos? ¡No me acuerdo! ¡Lejos de ella tanto tiempo he estado que ya confusamente la recuerdo! ¿Cuándo fue que me vine de su lado? ¿Hace diez, quince años? ¡No trascuerdo! ¡Tanto, Señor, de mí la has alejado, que la esperanza de encontrarla pierdo! Yo me consolaría si pudiera verla, tres horas, dos, una siquiera, aunque en ese momento de ventura Me cegase la luz de su mirada, pues, después que yo mire su hermosura, Poco me importa no poder ver nada. 76 CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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Corazón otoñal Vuelan de los arbustos otoñales las hojas, como áureas avecillas; la palidez que cubre los rosales destiñe hasta el color de tus mejillas. Un oro muerto dora los viñales, como esas hojas de las manzanillas también en mi alma, por mis viejos males, están mis esperanzas amarillas! En el otoño el campo palidece, pero el campo muy pronto reverdece, y en mi vida, que ayer se marchitara, El último rosal ya no retoña, como si para siempre se mustiara todo jardín del corazón que otoña. 77 FUENTE DE AMARGURA

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Corazón invicto Corazón que sufriste los rigores del cruel Destino, un cementerio eres, donde están ya difuntos mis amores, el olvido de todas las mujeres. Gustaste del Edén, frutas y flores, y si el dolor ahogaste en los placeres también sentiste en el placer dolores, pero cantando tus dolores, mueres. Ya no hay quien por tu tierno sentimiento se apropie mi moral marchitamiento, ¡oh corazón, que siempre eres mi lira! Cuando yo no resista mi quebranto cesarás de latir rimando un canto, o soñando un amor que nunca expira. 78 CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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Martirio eterno Paso mi adolescencia en torbellino, y gozarla no pude lo bastante; y estoy como un cansado peregrino que teme caminar hacia delante. ¡Qué imposible paréceme el camino que me torne a la dicha tan distante! Pienso que este demonio del destino no cesará de herirme ni un instante. Mientras se va mi juventud querida en el duro aislamiento de mi vida, mi pobre alma que la suerte azota Va destilando en lágrimas su pena; pero ¡ay! Ese dolor, que mi alma llena, es como un manantial que no se agota. 79 FUENTE DE AMARGURA

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Infortunio Nunca mi mente acarició el ensueño de vivir solo, frente a un mar bravío, sino en un campo en flor siempre risueño, viendo correr junto a mis pies un río. Por más que en alegrarme yo me empeño, en presencia del mar vivo sombrío tan lejos de la dicha con que sueño como tú estás de mi dolor, Dios mío. Yo sufro ante el verdor de primavera de la eterna visión de la ribera de donde ayer por siempre hube partido. La nostalgia del pájaro enjaulado que desde su prisión ve el ramo amado donde un día, cantando, formó el nido. 80 CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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Amor sin esperanza Allá donde se besan mar y cielo, la vela del navío tan lejano finge el último adiós de tu pañuelo que aleteó, cual pájaro en tu mano. Te fuiste ayer de mi nativo suelo para otro suelo que se me hizo arcano, y sufro todavía un desconsuelo, desesperado de esperarte en vano. A cada vela errante me imagino que a mis brazos te atrae, o que el Destino hacia la playa donde estoy te lanza. De nuevo la nostalgia me tortura, pensar en que tendré la desventura de morirme de amor sin esperanza. 81 FUENTE DE AMARGURA

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Ambición frustrada Quisiera que me amase esta doncella que me visita con piedad cristiana, como un tiempo me amó la dama aquella que ya no alienta mi esperanza vana. Que fuera yo, para esta niña bella, el ser que sueña su alma sobrehumana, y en cambio, para mí, que fuera ella una novia, una amiga y una hermana. Antes, le hubiera hablado de mi anhelo; hoy, aunque siempre el limpio azul del cielo de su mirada en mi ventana radie, A callar mi cariño me resigno, porque pienso, Señor, que no soy digno ni de su amor, ni del amor de nadie. 82 CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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Suplicio Cuando vieron mis ojos tu silueta querida acercarse a la puerta de mi eterna clausura, me creí que volvía para mí la ventura que perdí en los mejores abriles de mi vida. Emoción inefable, dicha nunca sentida, me causó la presencia de tu regia hermosura, y tu sana alegría derramó su dulzura en la inmensa amargura de mi alma dolida. Ante tu despedida un dolor me exaspera: ser para ti tan sólo un amigo cualquiera a quien pueda olvidarse por cualquier otro amigo... Y un profundo sollozo se me escapa del pecho, porque en vano deseo levantarme del lecho en que ha tiempo me angustio, para irme contigo. 83 FUENTE DE AMARGURA

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Mi nueva pena Ya se secó la mata que abrió un día la dalia que en el pecho te pusiste la tarde aquella, en que creer me hiciste que yo amor inspiraba todavía. Me dio dolor mirar, amiga mía, cómo la planta desde que te fuiste se fue poniendo poco a poco triste hasta morir cuando otra flor abría. Dentro del tiesto, donde se ha secado esa planta, otra idéntica he sembrado, y a cada flor que da la planta nueva, Pienso en la flor que tuvo tu corpiño cuando hiciste nacer este cariño, que es una pena más que mi alma lleva. 84 CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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Bienvenida Para el alto poeta Andrés Eloy Blanco

Un pobre poeta, que casi no existe, de los que han quedado, como ayer dijiste, aquí con sus llagas, que no olvida Dios, perfumadas siempre de flor de poesía un tierno e ingenuo saludo te envía que por ser tan triste parece un adiós. Desde mi sombrío y eterno retiro, esta tarde, el buque donde viajas, miro, y sufro mirándote ante mí pasar, pues quiero y no logro dar unas palmadas con mis dolorosas manos mutiladas que ya ni la pluma pueden empuñar. No sé por qué, viendo tu buque, he pensado en el barco en donde me vine abrumado

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de la misma pena que debe sufrir el que para siempre se ha despedido de todas las cosas que más ha querido con una infinita ansia de morir. No creerás que, en tanto tu buque al golfo entra acá en la ribera del Norte se encuentra un bardo que mucho lamenta no estar con el noble pueblo que hoy va a saludarte, para con el pueblo también aclamarte con la voz que nunca habrás de escuchar. Mientras que sus versos ni musa te canta la queja que a veces sube a mi garganta con una sonrisa logro contener; y el corazón mío palpita tan duro, que a mí me da miedo, porque me figuro que dentro del pecho se me va a romper. Yo hubiera querido, hoy en mi aislamiento, hacer, olvidando la pena que siento,

86 CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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lo que en su clausura hace el ruiseñor, que a pesar de su ansia de espacio y follaje trina tan alegre como en el ramaje que oyó sus primeras canciones de amor. Llegas a tu cuna cuando muere el día y nace la hora de la poesía. Cuando más nos pesa del duelo la cruz, y finge el lucero triste de la tarde, en el cielo, un cirio fúnebre que arde, y al sol que agoniza envía su luz. ¡Cómo evoco ahora tu gran “Canto a España” que tanta belleza poética entraña! Yo siento, evocándolo, el goce interior que se siente ante una risueña pradera donde hay mariposas, y por dondequiera un pájaro vuela y se abre una flor. En él las estrofas parecen diamantes y fingen los versos hermosos cambiantes,

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y todo el poema semeja un joyel. No tienen las perlas más ricos fulgores, no pinta paisajes con más bellas flores, la luz que en el lienzo derrama el pincel. Poeta: eterna será tu memoria. Más grandes laureles reserva la gloria para coronarte. Ve de ellos en pos, mientras yo me quedo aquí con el alma ya sin ilusiones y una sola palma: la que da a los mártires la mano de Dios.

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Amor infortunado ¡Pobrecito mi amor!, se está muriendo bajo el golpe fatal de lo imprevisto; agoniza mi amor, triste y gimiendo, solo y tan resignado como un Cristo. ¡Se me murió mi amor! Tan sólo, dijo, el nombre de la amada indiferente. Yo le puse en el pecho un crucifijo, cerré sus ojos y besé su frente. Y envolví su ataúd con lo más bello que a la vista tenía, todo aquello que me gané en la lucha: rosa y palma, Lo bajé de la fosa al negro fondo, y lo dejé enterrado en lo más hondo del triste cementerio de mi alma. 89 FUENTE DE AMARGURA

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Caricia postrera Su balandra que arriba a mi ribera lirios de espuma sobre el mar deshoja, y luce al sol la tricolor bandera cual una llama gualda, azul y roja. Soy feliz cuando me habla la viajera a pesar del pesar que me acongoja, y del llanto que ayer vertí en su espera y del que hoy aún mis ojos moja. La tarde abrió sus múltiples pendones, y ante el adiós de nuestros corazones lloramos juntos como dos hermanos; ¡Mas, me alivié al notar que ella, tan mía, era al fin la mujer que recibía la última caricia de mis manos! 90 CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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Último abril Antes, todos los años, Primavera, engalanabas mi jardín con flores, cuando la juventud para mí era un hada que me hartaba de favores. Como ahora no tengo quien me quiera y ya están mustios todos mis amores, ya no visitas mi jardín siquiera como ayer en mis épocas mejores. Último abril de mis floridos años, vivido entre crueles desengaños. ¡Cuando en la senda del Edén anduve! Haz que florezca hasta el rosal más pobre para depositar sus rosas sobre la tumba del postrer amor que tuve. 91 FUENTE DE AMARGURA

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Piedad No, no era amor lo que ella me tenía; era tal vez piedad, lástima era, porque mi oculta pena comprendía y ella se compadece de cualquiera. Mientras voy recobrando mi alegría animado quizás de una quimera, se va tornando mucho menos mía como si ella ya no me quisiera. Yo sí he formado de mi amor un culto, desde que aquí mi juventud sepulto y la aureola del martirio ciño. No me quites, Señor, mi sufrimiento si es que habré de perder con mi tormento, la conmiseración de su cariño! 92 CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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Mirada fatal Mirome ayer una mujer hermosa y su presencia me causó tortura, vi la herida más honda y dolorosa que he sufrido en mi vida de amargura. Me ha entristecido tanto como aquella mortal tortura que sufrí al hallarme ayer tan repulsivo, ante la bella que a mi retiro vino a visitarme. Todo ese día estuve arrepintiéndome de la hermosura aquella, y prometiéndome por siempre de sus ojos esconderme. Y hoy tengo el corazón más dolorido de vivir vanamente deseando sufrir de nuevo la mortal tortura, de ser visto otra vez por la hermosura que con mirarme ayer me dejó herido y con no mirarme hoy, me está matando.

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Los ojos perdidos Los dos ojos azules que yo había perdido los hallé al fin en otra linda faz de mujer; pero apenas mirarlos un momento he podido, pues lo mismo que antes los he vuelto a perder. Esos ojos celestes para siempre se han ido como todas mis bellas ilusiones de ayer, pues no hará la fortuna que tan mal me ha querido que yo alcance la dicha de volverlos a ver. De sufrir por su ausencia hoy estoy más enfermo; pero yo me consuelo cuando pienso en mi yermo, que después que esos ojos se apartaron de aquí, Desde el mar dirigieron una dulce mirada a la lámpara sola de mi sola morada, se pusieron muy tristes y lloraron por mí. 94 CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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La canci贸n rec贸ndita Nunca te he visto, mas te pienso y siento que llego a ti bajo la dulce tarde y te hallo hermosa cual la estrella que arde ahora en el vistoso firmamento. Mas no habr茅 de cantarte, el sufrimiento obliga a que mi alma el verso guarde; hoy me siento tan triste y tan cobarde que ya ni quiero echar mi canto al viento. Dejo, pues, que otros canten tu hermosura, y que mi verso, estrella de la oscura noche de mi vivir en mi alma irradie, hasta que al fin se muera como esas perlas que mueren en la concha presas 隆sin haberse dejado ver de nadie! 95 FUENTE DE AMARGURA

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El perro A Dionisio López-Orihuela

Cuando me vine para mi destierro un can vino conmigo, y siempre para mí fue un buen amigo y un compañero fiel, el pobre perro. Él, que calles alegres recorría a mi lado, en mis días de ventura, vino también a hacerme compañía en la tan prolongada y tan sombría calle de mi amargura. Largas horas pasó junto a mi puerta echado sobre el suelo, en perenne desvelo y hasta al más leve ruido, siempre alerta.

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Otras veces, después de vana espera el perro se dormía como si por instinto comprendiera que ninguno vendría a consolar mi vida prisionera. Y en las noches tan claras como el día, a la luna lanzaba sus aullidos, mientras yo prorrumpía en versos a sollozos parecidos. Hoy lo he visto morir, y no he llorado por su viaje sin vuelta, ni siquiera una lágrima, y he sufrido pensando cuánto no habría aullado, por un viaje cualquiera que yo hubiese emprendido. Me parece mirarlo todavía fijando en mí con gran melancolía su mirada de enfermo moribundo,

97 FUENTE DE AMARGURA

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cual queriendo decirme que sentía más dejarme en el mundo, que la vida azarosa que él perdía. Ah! Yo habría querido pobre y noble animal, en mis brazos tomarte y cerrarte los ojos tan humanos y cavarte una fosa en mis manos y yo mismo enterrarte. Y enterrándote echar sobre tu frío cuerpo, puñados de tierra, perro mío, con besos y con lágrimas mojados, cual solemos hacer con los despojos de esos humanos seres adorados que enterramos con llanto en nuestros ojos. Mas, como nada de eso yo he logrado hacerte, sobre el lecho donde herido estoy, muy triste un rato me he quedado viendo la playa donde te has hundido.

98 CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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Duerme por siempre junto al mar sombrío, que para mí tanta poesía encierra, en tu lecho de tierra por el cual con placer cambiara el mío. ***

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Contenido Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 por Elías Jaua Milano, ministro de Agricultura y Tierras PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN

Poeta, héroe y santo. Cruz María Salmerón Acosta por Dionisio López-Orihuela

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Fuente de amargura Cielo y mar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47 De mis andanzas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 48 Mirándonos

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49

Nueva Andalucía

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50

Música de la jaula

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51

El mariscal galante . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54 Paloma bélica

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Como el rayo de sol . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 56 La siega de tus cabellos

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57

Perspectiva . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59 En tu día de abril

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61

Evocación avileña

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62

Jesús de Nazareth

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63

El dulce milagro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 64 Ofrenda solar

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Embriaguez final Lírica tristeza

65

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66

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67

Rosas y laureles

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68

Emoción canora

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69

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70

A la cruz

Azul . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71 Desolación espiritual

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72

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73

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74

Primavera extinta Estrella piadosa

Advenimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75 102

Infeliz olvido

CRUZ SALMERÓN ACOSTA

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Corazón otoñal

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Corazón invicto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 78 Martirio eterno

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79

Infortunio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 80 Amor sin esperanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81 Ambición frustrada Suplicio

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82

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83

Mi nueva pena Bienvenida

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84

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85

Amor infortunado Caricia postrera

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86

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90

Último abril . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91 Piedad

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Mirada fatal

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92 93

Los ojos perdidos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 94 La canción recóndita . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95 El perro

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96 103

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