Eugenio Torrecilla. La vida por la letra

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© Luna de Abajo Transcripción del manuscrito y corrección ortotipográfica a cargo de María-Fernanda Poblet Diseñado por Pandiella y Ocio <http://www.pandiellayocio.com> Compuesto en Adobe Sabon

La edición en papel se imprimió en Gráficas Apel (Gijón) y se encuadernó en Bilen (Bilbao) d. l.: As-6472/2009 isbn: 978-84-9704-479-0


¡Libro, afán de estar en todas partes en soledad! juan ramón jiménez Piedra y cielo


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El lector Es un viejo lector gravemente afectado por la letra, que se goza en su herida y procura que nunca cicatrice. Estas desviaciones comienzan en la infancia. ¿Será tara heredada esa rara manía, imposición de un gen que le esclaviza al texto mientras la vida pasa fuera de su ventana? Aquel niño que leía es el viejo de ahora y el libro ya no encaja en la mano cansada. Con frecuencia en sus ojos se emborronan las letras y ha de captar la frase de manera intuitiva. Mas no nos engañemos a cuenta de los años. Niño, joven o viejo, ¿quién es uno? Se viven tantas vidas al leer, que la propia queda despaginada y vale poco. Es vida hecha a retazos con lo que se nos cuenta. Sobre la historia de otro se intercala la nuestra y la experiencia ajena ayuda a descifrar la confusión de nuestro sentimiento. Leer y comprender a ese trasluz la vida; mejorarla también, darle un sentido nuevo, gustarla doblemente, ensayar variaciones aliviando en un verso la frustación del día. La vivencia y la frase, esa promesa abierta que nos lleva anhelantes por la página escrita para darnos un quiebro en el punto y aparte. Gustoso acoplamiento del lector con el texto, intimidad completa, silabeo y susurro, aunque nunca se alcance la saciedad debida y sea necesario buscarla en otro libro.


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Hacia allá va el lector, y a medida que atraviesa las páginas sediento de horizontes, como el explorador esclarecido, descubre continentes y su mundo se ensancha. Hoy el lector sale de su heredad con un libro en la mano por toda compañía, y se interna en un camino umbroso abierto con los años que conduce al ribazo donde fluye la fuente de las letras. Es la tierra —o el cielo— en que conviven todos los personajes preferidos: Hans Castorp, Ana Ozores, el príncipe Bolkonsky, Marcel, Saschka… Nos atraen de lejos las cumbres de sus lares. Nieves perpetuas, ilusiones perpetuas… Y desde allí ha de verse el entero transmundo. Las horas y las hojas van pasando en una suerte de encantamiento. Pero el lector termina por regresar a casa —es hombre de costumbres—, y trae, como siempre, el libro ya ultimado y una rama florida. Al entrar en sus cuarto deja en reposo al libro, amigo generoso, con la rama sobre él, y esas pequeñas flores nunca se marchitan. Por eso puede hoy ofrecerlas aquí.


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i El inquilino del primero izquierda

Después de los compases anteriores supondrán al lector bien instalado en una hermosa torre de marfil repleta de libros (una torre aislada, cerca de la costa, o a media altura de una montaña, ¿qué menos?), mientras ha de atenerse a su modesto piso de cierta población provinciana carente de relieve, entre los ruidos ambientales y las intemperancias de los vecinos. Tal es la distancia que separa el idealismo poético de la seca prosa de la vida. Véanle en el precario reducto de un primero izquierda, una salita abierta al vestíbulo, a un paso de la puerta que da a la escalera. Está sentado ante una mesa camilla muy estable (¡menos mal!), en la que los brazos encuentran apoyo, y sobre la superficie circular de cristal que sujeta el tapete tiene un libro, claro. Por más que las ventanas aprovechen la anchura total de la pared exterior del cuarto, no hay suficiente luz natural en la pieza. Los edificios fronteros crecieron con los años y la especulación del suelo urbano, y un primer piso antiguo se ha hundido a su sombra. Cuando se habla de torres de marfil, pensamos en la gran claridad que embeberán sus amplios interiores. Aquí la luz no llega. Quizás por ello el hombre tarda en abrir el libro, limitándose a mantener contacto con él a través de la mano, y vuelve la cabeza hacia la ventana para otear la franja de cielo que corona el tejado de la casa de enfrente, un cielo que acostumbra a estar ceñudo en estas latitudes. Parece que ese cielo pesa mucho sobre el hombre que busca allá un escape. ¿De qué quiere escapar? ¿De la carga del tiempo, los condicionamientos de la vida o de su propio cuerpo? Tal


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vez desee evadirse del planeta que le cayó en suerte, aspiración frecuente de los habitantes de nuestra galaxia. Sube de la calle el rumor del paso de los coches, que a veces se incrementa al obstruirse el flujo. Entonces suena un claxon, secundado en seguida por bastantes más, y el inquilino amante del silencio se rebulle inquieto en el asiento; pero, cosa curiosa, no ha separado la mano del libro, y en cuanto el atasco se resuelva lo abrirá. Y si, por suerte, aclara un poco el cielo en ese instante y un reflejo de sol consigue introducirse en la salita, le veremos sonreír complacido mientras se entrega a la lectura. Un cambio se produce al punto. ¿Qué encontrará en el texto para animarse tanto? ¿Estará formado por símbolos sugerentes del tipo de los ideogramas orientales, que utilizan la gracia del dibujo para activar la imaginación? No, en absoluto. Son las letras de nuestro alfabeto, las comunes de cualquier hoja impresa que se limitan a cubrir los renglones sin levantar la voz ni hacer una pirueta. ¡Qué poco es, materialmente, una palabra escrita! ¡Y qué amazacotados resultan a la vista los párrafos! Basta con desviar unos centímetros la hoja que los contiene del alcance de la acomodación para que sus frases se mezclen, haciéndose ilegibles. Quizá algunas personas tengan esa visión confusa de los textos, y el pasaje leído con esfuerzo se emborrone en su mente desprovisto de significado. ¿Dónde están aquellos colores que irradian desde el lienzo y nos atraen? Las letras yacen muertas, y es la solicitud del lector habituado quien las resucita. ¿Será ese avivamiento del escrito la causa de que el hombre abatido de hace un momento sonría ahora? No se ha producido ningún cambio en las circunstancias que pesaban sobre él, esos condicionantes persisten, en el aire, pero ya no le oprimen. ¿Tanto puede un poco más de luz solar, tan grande es el poder de las letras? ¿Contendrá la página algo extraordinario? ¡Ah, bueno sería topar con el arte al abrir cualquier libro, así, a la primera! No, quien se acercara a echar una ojeada por encima de su hombro al texto en cuestión no encontraría nada


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especial en él, fuera de la fluencia narrativa que basta por sí sola para entonar al lector que la sigue, pues es el simple hecho de leer, el acto mismo de fijar la mirada en unas líneas bien compuestas, dejándose llevar por las palabras, lo que satisface la adicción adquirida. Aunque el lector formado pueda entretenerse, según vemos, con obras menores, busca por instinto lo auténtico y tiene preferencias. Nos hemos presentado de improviso en su casa, entrado sin que se enterase, y no puede vernos por ser ajenos a este libro, pero, de anunciarle la visita, habría escogido mientras esperaba un título selecto de su biblioteca para quedar mejor con nosotros. Seguro que más adelante, en los capítulos siguientes, si se suelta a hablar de sus lecturas —como nos tememos—, jugará con cartas marcadas, si bien nunca llegue a despreciar las restantes, porque en su vida todas cuentan y unas obras enlazan con las otras. Y es que los grandes títulos dejan en la memoria huellas hondas, y sobre esas rodadas se deslizan los que son inferiores beneficiándose de ciertas semejanzas o reflejos, y si se suman fugaces aciertos, resulta que no hay libro malo. Y de quedar insatisfecho, el lector se consuela pensando que al leer abre un camino que solo a su final, e incluso ya pasado algún tiempo, descubre el lugar adonde conducía; en cambio, los entusiasmos momentáneos no garantizan la excelencia. Un libro no acostumbra a darse por entero al primer contacto. Es preciso mantener sostenida relación con él para que nos revele lo que guarda, y eso exige a veces relecturas. Un texto puede interpretarse de diversas maneras, y de acuerdo con su sagacidad cada persona hace su lectura. Por ejemplo, el lector del que hablamos siempre se ilusiona con un libro nuevo buscando entre líneas un mensaje cifrado. Vean con que ansia clava las uñas en el borde de la hoja queriéndola pasar antes de tiempo, por creer que a la vuelta le espera una revelación muy importante. Asusta un poco esa fe irreductible, que sin duda viene de la infancia, cuando los


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cuentos abren expectativas formidables y narran prodigios, o del tiempo en que el joven indaga el posible sentido de la vida y piensa que la clave ha de estar en un libro. Quizás persigue la palabra básica, la que engloba todas las demás, como los monjes tibetanos de aquel relato de Arthur C. Clarke combinaban sin cesar las letras para dar con el verdadero nombre de Dios, que en cuanto fuera pronunciado por ellos haría estremecerse a las montañas. Aparte de contar con ese estímulo, el hombre satisface en los libros las apetencias del conocimiento —conocimiento del mundo y de sí mismo, comprensión a la vez de los otros, congéneres suyos—. Por ello sigue fiel a la narrativa, que le introduce en la corriente humana y entre personajes de épocas distintas, múltiples variables con igual destino. Sería un error que por moverse entre entes de ficción, arquetipos muy representativos de nuestro linaje, se le tachara de elitista o lo tuvieran por un disidente. El peligro se debe al apartamiento que exige la lectura. Habrá quien vuelva a hablar de torres de marfil, cuando la realidad es tan distinta. ¿Qué quieren que haga? ¿Que deje de leer? ¿Quién ganaría con eso? ¿Que se lance a la calle con el libro en una difusión peripatética? ¿Conseguiría algo, además de las burlas merecidas? Mejor que lea a solas, como siempre, que al menos uno lea por los que no lo hacen, pero sin pretender actuar en exclusiva. ¿Ha llegado la hora de transmitir sus experiencias, aunque sea en parte, hasta donde pueda? El lector ha perdido contacto con el libro y queda abstraído. La mano se le va hacia la estilográfica con la que toma notas de los textos y escribe comentarios, archivados después celosamente. Hoy tendría que abordar de forma abierta sus relaciones con la literatura, mirar atrás y ver cómo despuntan los lectores, incluso desde el deletreo, allá, en el parvulario, y los pasos que llevan con el tiempo hacia los libros, descubriendo el goce de la lectura


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que se enraíza en la vida y la define al darse un intercambio, un transvase constante entre vida y letra. Encaja bien la pluma entre los dedos: con el pulgar la oprime, el índice marca la dirección, y quien la carga a cuestas es el dedo medio, llamado corazón en el lenguaje coloquial, tono adecuado para este soliloquio. ¿Cómo empezar? Recuerda aquella invocación de Nabokov en uno de sus títulos: «Habla, memoria»…



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ii Signos y sonidos

El placer de leer; el gusto que encontramos al seguir las líneas de un texto, avanzando palabra por palabra sin saltarnos una, atentos a su ambivalencia y a las opciones de su significado para ensartar con ellas una frase tras otra, tal como las dispuso el autor para nosotros —y cuanto más hermosa la frase, mejor, pues ilumina así con su fogonazo la página entera—; la necesidad de tener siempre un libro a mano, de dialogar con él y salir de paseo o de viaje llevándolo con uno, de acostarse sabiendo que permanece cerca, como comprobaremos al dar la luz en el transcurso de la noche y repasar rápidamente cierto pasaje que se había introducido en nuestro sueño y necesitábamos con urgencia aclarar, para cerrarlo luego ya tranquilos, en espera del día que apunta y a cuyas horas dará trascendencia, aunque las tareas cotidianas nos impidan abrirlo fuera de algún momento propicio, porque con lo leído hasta ahora tenemos suficientes reservas para cruzar cualquier desierto; ese impulso constante en nuestra vida, práctica que no cansa, vuelo en parapente que nos muestra la variedad del mundo y el envés de las almas, ¿no tuvo su punto de partida en el encuentro con el alfabeto, cuando tras las primeras etapas del aprendizaje —los balbuceos iniciales, la articulación de las palabras— por el pequeño ser, el contacto de las primeras letras lo integró, ya por encima de la naturaleza, en el grupo humano? La complacencia en dar vida a las letras al mirarlas y extraer su sonido, y a la palabra escrita su mensaje, para penetrar a su través «en un vasto dominio», ¿no arranca de la escuela,


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donde descubrimos boquiabiertos qué guardaban dentro de sus rasgos aquellos garabatos del cuaderno, esto es, su tañido, y la capacidad para agruparse en sílabas y palabras y dar nombre a todo? Si en ese trance participa un gen propiciatorio para que el niño encuentre goce en ello, esa atracción súbita por la letra ¿no marca ya al lector futuro? Fue un momento importante de la vida que hemos olvidado y convendría hoy reconstruir. Si prestamos oído a aquel rumor lejano del parvulario donde nos formamos («Una tarde parda y fría / de invierno. Los colegiales / estudian. Monotonía / de la lluvia en los cristales»), ¿no vemos, más allá de la lluvia en la que se detiene la mirada de Antonio Machado, cómo se las arregla un rayo de sol para convertir durante cierto instante el aula, cuartito sombrío, en la nave de un templo donde se inicia a los más chicos en el secreto de la tribu al enseñarles a vocalizar las palabras escritas, ineludible punto de partida para cualquier avance hacia el saber? Es la revelación del valor de la letra, cuando de pronto los signos mudos del abecedario toman nombre propio, un nombre que estalla en la boca del niño por medio del maestro entre el regocijo general. Luego empiezan las combinaciones: «La ele con la a, la», repite el maestro, y ellos no entienden qué quiere decir, viendo esas letras muy separadas en el cuaderno por pertenecer a distinta familia, vocal una y la otra consonante (¿qué será eso?), y no esperaban su fusión oral. Ya a primera vista la a les cayó bien, sobre todo en su forma mayúscula, con la cresta alzada, tal como encabezaba la lista. Además, resultaba tan fácil pronunciarla con solo abrir la boca y dejarla salir con el aire espirado…, mientras que a la l, una letra remisa, había que buscarla con la punta de la lengua en el paladar, donde se escondía. L, por un lado, y A, por otro, cada una en su sitio del cuaderno y quietecitas, como debían estar los niños en clase, y hete que ahora las obligaban a confluir


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y fundirse. «Se le ocurría cada cosa al maestro…» No es que el niño rehúya entrar en el juego de las pronunciaciones, adiestramiento de loritos según le parece, pero se le escapa la razón de este y tarda en comprender qué es una sílaba; eso exige un esfuerzo parecido a dar el primer paso para soltarse a andar, a lo que le forzaron cuando más disfrutaba gateando por el suelo. ¿Dónde querían llevarle con aquellos pasos? Afuera, a la calle, y luego, con engaños, a la escuela. ¡Con lo tranquilo que se estaba en casa! Allí, al llegar la noche, una voz leía cuentos al niño como premio por irse tempranito a la cama. En principio, cuando le separaron del cuarto de sus padres, le dejaban a oscuras con el miedo. Pasados muchos días, a fuerza de llorar, consiguió que una aparición viniera con una temblorosa lamparilla de aceite a sentarse cerca; él se hacía el dormido, y la presencia abría entonces un libro comenzando a leer por lo bajo. ¡Qué voz tan dulce y expresiva! Al niño le sonaba a la de una mujer bien conocida, pero mejor imaginar que no era de la casa, sino de aquel país maravilloso descrito en el cuento, a no ser que el libro hablara por sí solo al recibir la misteriosa luz, quién sabe, y él nunca lo supo con certeza por no abrir los ojos. Eso le perdió, pues una noche se durmió de verdad y en adelante nadie vino al cuarto, borrándose el camino que llevaba al reino de las hadas, lejos, lejos… ¿Qué habría sido del príncipe sugerido allá, al fondo, en su caballo? «Un caballo alazán», señalaba la voz. Alazán… ¡vaya palabra hermosa! (¿Qué tendría aquel caballo?) Personajes y voz han desaparecido de su vida. Quedan los cuentos, sí, los libros del armario, al lado de la cama, y el armario está abierto, nunca tuvo llave, pero el quid del relato se encierra en las hojas, entre los dibujos, en la forma abstrusa de un conjunto de letras, y él no sabe leer. ¡Ah, pero ahora está aprendiendo a hacerlo aquí, en la escuela! ¡Vaya, de eso se trata con esa complicada producción


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de sonidos! «Haberlo dicho antes…» La agitación del niño se transmite al pupitre donde está sentado y al compañero, que anda perdido. «La ele con la a, la, bien, de acuerdo, ¿y qué más viene luego?» El camino se le antoja largo, teniendo que activar sílaba a sílaba de una serie tediosa. ¿No podrían acortarlo y hacer la conversión automáticamente, como cuando en el aula encienden la luz? Así desvelarían de un golpe los textos, sin dar ese rodeo que lleva por los campos donde la l y la a corren una hacia otra, se juntan un instante con el fin de hacer la, y ahí queda en el aire una sílaba suelta que no parece tener razón de ser. Y, sin embargo, ¡vaya sorpresa! «Sabes adónde vamos a partir de esa la?» El compañero de pupitre niega con la cabeza. «¡Pues volvemos a casa!», porque a continuación de la, que por lo visto es un artículo, así les dicen, viene una composición de cuatro letras, dos de las cuales, mira qué bien, son la a de antes, siempre reconocible, baza segura en este juego (¡y cuántas aes por todas partes!), enlazándose ahora, en vez de con la l, con la c y la s, consonantes de talla reducida, peones de brega, dando una palabra fácil de pronunciar que por fin dice algo (¡dice mucho!): casa. ¡Nos sacaron de casa para enseñarnos a regresar a ella pronunciando la casa, leyendo la casa! Así da gusto jugar a componer sílabas y palabras, y hacerse con el nombre de las cosas —y de las casas. Son nombres conocidos de oídas, los que les enseñaron de pequeños para designar personas y objetos, todo aquello que había alrededor provisto de nombre, y que el niño pronunciaba con inseguridad, provocando la risa de los familiares, que le corregían volviendo a repetirlo para fijarlo bien en su memoria, pero que ahora muestran en el papel donde están registrados las letras exactas que les corresponden, sin las imperfecciones que sufrían al formar parte del lenguaje común. Ya no cabe quedarse con la mitad de las terminaciones en la


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boca, recortando el vocablo, o trastocar algunas consonantes: la letra escrita obliga a ser reproducida exactamente al leer en voz alta, les obliga a hablar bien. Esto no llegan a entenderlo algunos chicos (y entonces la clase se escinde en dos grupos que van a separarse a partir de ahí), porque no reconocen los nombres escritos, pues desde el principio, entre los suyos, los oyeron mal y en su lenguaje han venido soltándolos de cualquier manera. Por eso, ahora, se revuelven inquietos al chocar con las aristas de la palabra escrita, y les irrita la exigencia con que esta pide ser pronunciada, recordándoles a ciertas personas a las que consideran llenas de pretensiones y deudoras de un trato que ellos no saben ni quieren dar. Va a costarles mucho leer de corrido, tropezarán a cada paso, nunca disfrutarán de la lectura por encontrarla plagada de palabras superfluas (todas las que ignoran), y solo acudirán con los años a un texto en busca de algo útil para sus intereses, por ejemplo, una información. Pero los demás niños avanzan confiados por el camino abierto, ya que al hallar en el papel nombres conocidos y verlos tan bien formulados, creen descubrir por segunda vez el mundo en que se mueven, y ahora plenamente, de una manera ya definitiva. Ver dispuesto el nombre de las cosas con limpieza tal, investido de todos sus signos y accesible a la pronunciación, hace que el niño crea abarcar esas cosas en su integridad y, a la vez, en su esencia. El nombre, piensa el niño a su modo —un chispazo de luz más que una idea— no solo designa, sino que define. Cuando, tiempo adelante, descubra que una misma cosa tiene nombres distintos en los otros idiomas, puede desconcertarse. Si aquí encerramos al sol mismo, bola de fuego, en el centro de su nombre escrito, donde la o es un disco radiante, la u central de sun en el inglés muestra en su lugar un apagado cráter de cenizas. Entonces, con unos años más, comprenderá que los nombres únicamente sirven para entendernos de primera mano: señalan los objetos, no aluden a la esencia. Esta


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la intuye el pensamiento por su cuenta al escuchar el nombre, que es la simple señal hecha con el dedo, el botón que pulsamos para reproducir en el cerebro la imagen deseada. Los niños leen a coro en voz alta, o por mejor decir, silabean. Ganan cada palabra conquistando las sílabas con tal esfuerzo que el vocablo tras la masticación resulta ya irreconocible, y la frase, carente de sentido. No hay conjunción en el coro de voces, sino ruido y furia, y allá siguen por la línea adelante, poniendo su cuidado en llegar al extremo para saltar después a la siguiente sin confundirse de renglón, mientras pierden de vista la unidad de los párrafos. ¡Imposible cumplir tantas obligaciones como impone la prosa! Son soldados que luchan cuerpo a cuerpo, pero ajenos al plan del Estado Mayor para esa batalla. El maestro les deja trotar a su aire, por estar en la fase de conversión oral y no en la clase llamada de lectura. Esa vendrá más tarde, en el curso siguiente. «Si ni siquiera los alumnos mayores…», se confiesa el maestro, que hace lo que puede. Será con el transcurso de los meses cuando el coro gane en armonía. Suene el conjunto bien o mal, lo importante es el cambio que experimenta cada niño en el trance. Desvelar cada letra, insertar cada sílaba dentro de la palabra, arrancar una frase del papel donde está consignada como si se tratase de un enigma y revelarlo con su pronunciación, da al niño gran confianza en sus fuerzas, haciéndole sentirse potente. Así, al menos, le pasa a ese que mejor conocemos y nos sirve de protagonista. Él está a punto de gritar: «¡Ábrete, Sésamo!», expresión, suponemos, procedente de un cuento de aquellos que escuchó metido en la cama, por parecerle que con sus compañeros, confinados como están en la escuela, van pronto a echar abajo la pared del fondo, muro sin ventanas, y por esa abertura podrán salir al campo. ¡Y que campo más maravilloso! No hay nada comparable por los alrededores: es una tierra inédita, florecida de letras y sólo para


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ellos, quizá eso que llaman la tierra prometida. ¡Ah!, si encontrasen una senda entre las altas hierbas y largas palabras que les traban el paso, escaparían al país de los cuentos combinando vocablos. Y tras cruzar el bosque donde muchos se pierden, lograrían subir al castillo… Pero no hay que olvidar la cartilla de la que brota todo: es necesario valerse de los signos.



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iii Al pie de la letra

Al romper a leer, cuando el niño salió de la escuela por la puerta de los demás días (la pared del fondo nunca se vino abajo), fue a encontrarse no dentro de un cuento, sino con algo más inesperado: un mundo real distinto del conocido. No descubrió castillos por ninguna parte, pero sí multitud de letras y letreros que antes no veía. Un sistema de signos y señales, presentes allí y hasta entonces pasados por alto, cobró sentido en cuanto sus ojos comenzaron a deletrear lo que se les ponía por delante. Se hizo de golpe con las claves que regían el espacio visible, mas, lejos de gozarse en ello, quedó desconcertado leyéndolo todo. Rótulos, muestras, indicaciones gráficas de múltiples tipos aparecían ahora por doquier con una profusión abrumadora. Pensó que alguien había dispuesto tal despliegue para retarle a leer de corrido o eran deberes para realizar fuera de las horas de clase, así que convenía descifrarlos a gritos, acreditando bien la suficiencia. Pero según iba leyendo, el mundo conocido dejaba de serlo y escapaba a su comprensión al desprenderse de los nombres antiguos. La sidrería de la esquina quedó reconvertida en bodegón; el estanco, en expendeduría (¡vaya trabalenguas!), y la botica pasó a ser farmacia. Hasta el comercio de la plaza donde siempre le daban caramelos, al ver que se llamaba ultramarinos, se le hizo extraño y hasta peligroso, y evitó desde entonces volver a entrar en él, cambiando de acera. Mas lo peor le esperaba en su calle, pues al leer el nombre que tenía en la correspondiente placa esmaltada, antes invisible, sufrió


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una decepción de la que nunca llegó a recuperarse. Resulta que la calle no era suya, ni siquiera «nuestra», es decir, propiedad de la familia, como daba por cierto, y se la adjudicaban a un usurpador del que nada sabía. Las explicaciones que le dieron en casa no le convencieron; encontraba a sus padres muy acomodaticios y él no estaba dispuesto a ceder sus derechos. ¡Ay!, a partir de entonces tuvo que ceder mucho. Las dimensiones del pueblo natal, evidente centro del universo, se redujeron a un espacio estricto entre dos postes de la carretera que indicaban su nombre, única cosa que lo diferenciaba de los pueblos vecinos. Y el proceso menguante afectó luego a la región, a la nación y al mismo planeta, que al ser nombrados se empequeñecían, como partes de un inmenso conjunto aplastadas por la serie de nombres. Nombres, por otro lado, irrebatibles, puesto que se ofrecían a la vista escritos, y lo escrito, ya fuese en una placa o en cualquier papel, y no digamos en una hoja impresa, había que aceptarlo tal como constaba. Las palabras habladas podían ser discutidas —él mismo casi nunca estaba de acuerdo con los amiguitos de la calle respecto a lo dicho—, pero lo escrito adquiría a sus ojos la contundencia de verdad revelada. «Estaba escrito», oía decir al suceder algo inevitable; y era un axioma aquello de que «lo escrito, escrito está», que un gran personaje soltaba nada menos que en un dramático episodio de la Historia Sagrada. Poncio Pilatos fue al menos justo en eso, al confirmar la validez del texto. Aunque la palabra que viniese escrita provocase tantos desencantos, el niño acató sus dictados como base segura del conocimiento. La realidad era inapelable: no había vuelta de hoja. Pero, por otra parte, sí la había gracias a las letras que quitaban y daban, permitiéndole en compensación de aquellos malos tragos leer cuando quisiera sus libros de cuentos. ¿Cuando quisiera? Eso creía él, hecho a los manuales escolares, apropiados para irse soltando a través de unas frases


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muy simples que se referían sin ninguna ilación a «la casa del niño» y «la pipa de mi abuelo». ¡Qué diferencia con el libro que sacó del armario un día que salió de la escuela dispuesto a devorarlo! No esperaba encontrarse con tan denso despliegue tipográfico, casi desprovisto de huecos por donde introducir una cuña, y compuesto por larguísimos párrafos que a saber adónde llevarían. Repasó la entradilla: «Érase que se era…», impresa en caracteres mayores y bien perfilada. «Érase que se era…» ¿Qué cosa sería? ¿Una leyenda? ¿Una fábula? El niño imaginaba sucesos fantásticos a partir de los puntos suspensivos. ¡Pero qué apabullante sucesión de frases venía luego! Mejor dejarlo para otro día en que estuviese más preparado. Ese día llegó pronto, pues el libro lo reclamaba desde el momento en que entraba en su cuarto y de noche inducía pesadillas. ¿Dónde meterse para que no le vieran hacer extraños gestos con la boca, propios del párvulo que tritura palabras, y además tiene que pronunciarlas para captar su significado por el oído? En el desván, bajo la claraboya, sentado en el suelo, abrió el tomo y antes de nada puso un dedo sosteniendo la línea por la que se lanzó, pues sin tal fiador la vista resbalaba página abajo como quien estrena unos patines. Casi sin darse cuenta pasó hoja (¡qué triunfo!), aunque notaba que al ir tomando forma la historia, las palabras oponían creciente resistencia a su marcha, siendo trampas dispuestas a saltar si se equivocaba en una letra de las que contenían. La enorme diferencia, vamos a poner, entre un caballo y un cabello (la lógica o lo absurdo del relato) dependía de sus labios, y la suerte de los personajes se jugaba en el deletreo. ¿Y por dónde quedaba enredado entre tanto el hilo del asunto? La tarea resultó penosa, aunque el niño no quisiera aceptarlo. A trancas y barrancas llegó al final del cuento y se felicitó por la proeza, sin preguntarse si lo había entendido. Pero otro niño más exigente que alentaba en él, y para el cual leía, protestó por


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lo bajo; seguramente este recordaba aquella diestra voz que sonaba en el cuarto en otros tiempos, y de la que debían olvidarse para ganar autonomía. Posteriores intentos fueron más efectivos, como si el libro madurase con los meses. ¡Cuántas sugerencias brotaban entre líneas al progresar la conversión de frases en ideas e ir conociendo mejor las palabras! Incluso las más extrañas de estas, escollo en las lecturas anteriores, chinas en el zapato, iban haciéndose casi inteligibles por la relación que tenían con las otras, las de andar por casa; porque allí había de todo, palabras de uso diario y de día festivo, mezcladas democráticamente al servicio de la narración. Aparte de los libros, y fuera de casa, leer le permitió explorar nuevos campos, por ejemplo la sala de cine (que entonces era mudo), abierta en su calle cuando todavía él no iba a la escuela y apenas salía. Desde que pusieron un timbre a la puerta para anunciar el comienzo de las sesiones, el niño imaginaba que dentro del local se desarrollaría una fiesta ruidosa, pero al fisgar un día a través de las cortinas del vestíbulo, por deferencia del portero, no oyó más que el chirrido de la máquina manejada por el proyeccionista. Las imágenes prendían la atención por su movilidad y hechizaba la luz de la pantalla, pero el entendimiento, como el niño asomado a la sala por una hendedura de la tela, se quedaba fuera. Acompañado de un pariente entró otro día al patio de butacas, y sentado a su lado siguió boquiabierto el desarrollo de la cinta completa. Tampoco entonces comprendió gran cosa; se movían, sí, los personajes en constantes idas y venidas, gesticulando exageradamente, pero se le escapaban los motivos de tantos sucesos. El quid debía de estar en los textos que cortaban la acción cada pocos minutos. —¿Qué dice ahí? —preguntó al familiar. —¿Quiere a la chica o va a matarla?


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—Ya te lo explicaré —contestó el otro, aunque luego no lo hizo. Nunca se sintió más pequeño y perdido que en aquella butaca. El silencio es oro, tituló René Clair muchos años después una de sus películas sonoras en la que recreaba la falta de sonido. «¡Qué pobre es el silencio!», pensaba en cambio el niño. Pasado un tiempo fue con otro chiquillo a ver «una del Oeste» —término para él desconocido y que lo intrigaba—. Las cabalgadas resultaban explícitas y bien diferenciados los buenos de los malos, mas, cuando apareció el primer letrero desvelando el asunto y el niño lo captó de manera automática, porque entonces ya leía, dejó la acción de lado para atenerse al texto. «¡Ah, vamos! —exclamó— ¡Ahora está clarísimo!» Y se puso a explicarle al amigo la razón de las correrías. Los siseos arreciaron en torno y no hizo ningún caso, puesto que la protesta no venía por escrito. Repanchigado en el asiento enlazaba la acción con los letreros, sin perdonar palabra, y si el amigo le pedía nuevas aclaraciones, se esponjaba hasta el punto de resultarle estrecha la butaca. Estaría bien, pensaba al salir de la sala y comparar lo visto con la vida real, que también en esta apareciese de vez en cuando un oportuno letrero aclaratorio de ciertas situaciones no comprensibles para un chico pequeño. Mientras las letras cobraban tal valor fuera de la escuela, allí dejaron de ser alegre juego para adoptar un porte didáctico y ponerse al servicio exclusivo de la enseñanza, como simple instrumento de trabajo. Eso defraudó mucho a quienes las querían por sí mismas, tal como eran, mientras aquellos que las miraron siempre de reojo se cargaban de razones contra ellas. «¿No os lo decíamos? —soltaban despechados—. Era todo una treta del maestro.» Y, en efecto, ahora se trataba de algo más que leer: tenían que estudiar varias materias partiendo de lo leído


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y extraer conceptos de las frases agrupadas en temas llamados lecciones. Las gustosas clases de lectura, donde las palabras conservaban su papel narrativo, quedaron relegadas a algunas horas sueltas para cubrir los huecos del ciclo escolar. Acostumbraba a ser hacia el final de la jornada, cuando la actividad del aula decaía, la hora de los bostezos. El maestro quedaba ensimismado con la cabeza vuelta a la ventana y una mano sobre la mejilla. ¿En qué pensaba aquel hombre solitario mirando a lo lejos? De pronto se erguía, daba una palmada y dos de los alumnos mayores subían al estrado a recoger los tomos del Quijote guardados en un armarito. Una vez repartidos por las filas primeras, se iniciaba la lectura en voz alta hasta un punto y aparte, cuidando de dar, según pedía el maestro, «la necesaria entonación»; luego se pasaba el libro al compañero. El ambiente cobraba animación en cuanto aparecía el viejo hidalgo montado en Rocinante y comenzaba a soltar parlamentos recargados de frases, que en la voz de los chicos adoptaban el soniquete especial de la escuela. La mayoría embestía los párrafos para quitárselos de encima, y muchos se atascaban en medio hasta abrirse salida por un desgarrón. Aquel penoso anticoro de voces demolía la estructura del texto, apenas sostenido a intervalos por algún lector que daba contenido a las palabras; pero, contra viento y marea, don Quijote lograba mantener su dignidad sobre el flaco rocín, mostrando la enorme resistencia de la literatura a la erosión externa. Para remate, alguno de los mayores soltaba una risa burlona a modo de adecuado comentario de los pasos de un loco. Desde la última fila, el niño que esperaba su vez con cierta ansiedad estudiaba la expresión del maestro ante esas reacciones, pero este, con un dedo en alto cuando no con la regla, se ocupaba en dar paso a los turnos y marcar el compás del relato, cuya secreta música solo escuchaba él. Y, como de costumbre, el reloj dio la hora sin que los más pequeños pudieran demostrar


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sus progresos de lectores nuevos, lo que los hizo salir malhumorados y ninguno se quedó a jugar. El niño, que acusaba algo más que agravios personales, los vio alejarse por distintos caminos, menudas figuras bajo el cielo de plomo. Luego trotó un rato sobre un caballo imaginario —otro Clavileño— hasta que, deteniéndose, pensó: «¿Serán tan gigantescos los molinos de viento?». Otro era el gusto de la lectura en casa, donde al hacerla «para sí» no había que guardar turno ni sufrir las torpezas de sus compañeros. Al empezar veía las palabras dispuestas en las líneas, surcos en el campo que seguía caminando al paso, para enseguida quedar atrás mientras la mirada se lanzaba. Apenas susurraba ya; el niño interior, asomado a sus ojos, leía con él en sincronía. Ahora el desdoblamiento se producía hacia fuera y leer implicaba proyectarse en el texto. Cualquier reino descrito en el relato le atraía irresistiblemente. ¡Cómo destellaban en la lejanía los pináculos de aquellas ciudades! Por alta que fuese la muralla que los defendía, el niño se colaba dentro, pues no existen barreras para los soñadores. Las calles hervían de animación, siendo escenario de mil incidencias propias de los tiempos fabulosos en que todo resultaba posible. Cuando el protagonista —de preferencia un héroe o un príncipe— se corporeizaba, el niño pasaba a ser su sombra y muy pronto él mismo. La identificación se completaba bordeando el final. Esa era la ventaja de leer «para sí»: la inmersión en el cuento. Tras la experiencia quedaba tembloroso. Un tanto despojado también: ¿dónde estaban la espada o la corona? Poco a poco, al atenuarse el brillo de la página, las paredes del cuarto restauraban sus lienzos hasta tapiar el escenario de cuyo seno regresaba la mente. Por un instante, el niño contemplaba dos planos al desenfocarse su mirada, y no admitiendo que uno de ellos anulara el otro, concertaba un arreglo: el libro era la crónica de un mundo distinto, aunque tan real, o más, que el


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conocido, y cada cuento, parte de la historia del país entrevisto, donde pronto entraría para quedarse allí definitivamente, en cuanto dispusiera de la varita mágica citada en los relatos. Un toque de varita —cosa fácil— y las puertas doradas se abrirían para él, cerrándose luego a sus espaldas. Solo había que buscar el sencillo instrumento. Fuese por la dificultad que supone encontrar en nuestro mundo algo perteneciente al de las hadas o bien debido a que el niño creciera, un día abandonó esa búsqueda y los libros de cuentos cayeron de sus manos. No se produjo el hecho por casualidad; los libros nunca rehúyen a quienes beben la vida en ellos, y para que la ley de la gravedad imponga su peso tiene que producirse antes entre libro y lector cierto distanciamiento. Leía esa tarde en su cuarto con el gusto habitual, o así se lo decía para animarse un poco, cuando el pequeño tomo resbaló a la alfombra. Al parecer, se había distraído: la trama resultaba muy ingenua. «¡Historias para críos!», soltó, cansado, y la tristeza lo embargó, porque la gravedad seguía actuando. Comprendió que jamás lograría introducirse en el país soñado. ¡Adiós, engaño de los primeros cuentos, que atraes a los niños hacia otro planeta para abandonarlos luego en tierra! Si quedaba un rastro de aquellas lecturas era la memoria de un pasado, no por ficticio menos ennoblecido, que lo distanciaba de sus compañeros, parecido al eco de una orquesta lejana. Pero ahora estaba reducido a sí mismo y aislado en el cuarto, mientras afuera se extendía llena de incitaciones la tarde de verano. Por la ventana abierta llegaban las voces de los chicos del barrio, congregados en un patio vecino para exprimir a su manera el día. Un silbido especial vino a advertir que lo esperaban. Últimamente desoía las llamadas; su camaradería agobiaba un poco. ¿Acaso lo entendían cuando les transmitía alguna referencia de los cuentos, los ideales de los paladines o el poder de los magos? El brillo de los ojos en su torno —«sigue, sigue…»,


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pedían sin palabras— se apagaba a destiempo con una vacua broma de cualquiera y una carcajada colectiva. ¿No estarían burlándose de él? Y ahora, además, al dejar de creer en aquel mundo del que fue mensajero ya no tenía nada que contarles, y era mejor dejar que se extinguiese por sí solo el ardor de la tarde. A sus pies seguía el libro, quieto en la alfombra como muerto. Pensó que los cadáveres exigen una digna sepultura, y al agacharse a recogerlo descubrió enfrente, en la luna del armario, otro niño que lo miraba con igual desconcierto. Allí estaban los dos, a gatas en el suelo, al fallar el soporte en el que se apoyaban. Había en el cuarto una cómoda, en cuyo compartimento inferior guardaba sus tesoros, los álbumes de cromos y algunos juguetes que lo hicieron feliz en la primera infancia. Se abría el cajón con dificultad por no encajar bien la madera, reforzando su carácter privado. Depositó el tomo en el fondo, empujó hasta cerrar con un chirrido y le pareció que clausuraba una época. Confiaba en que pronto, quizá en su cumpleaños, fecha muy adecuada, otro tipo de cuentos reemplazasen a estos para mostrarle campos inexplorados. ¿Hacia dónde le llevarían? Resultaba excitante imaginar tierras por descubrir, historias nuevas… Pero el tiempo pasó sin que sus esperanzas cristalizaran en un libro concreto, porque alguien decidió que ya había superado la edad en que los niños se entretienen con cuentos. Hora era, pensaban los mayores, siempre tan juiciosos, de que el escolar pusiese su atención en la resolución de temas prácticos, dejándose de vanas fantasías. Y se acabaron las lecturas. Mas la corriente, por un cauce distinto, continuó fluyendo, y desde la calle vendrían hasta él, por el intermedio de los otros chicos (aquellos que antes no leían), nombres y libros nuevos; mejor dicho, nombres de autores nuevos, como el de Salgari, y libros destrozados por el uso común y el maltrato, incluso con las hojas desgarradas. Ni el modo de leer ni el fácil entusiasmo —fuego de pajas— que tales novelitas provocaban


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en sus descubridores complacían al niño, que participaba en su seguimiento con muchas reservas. Le gustaban, sí, los mares descritos, la estela que dejaban los navíos, las islas cubiertas de palmeras, pero el relato se quedaba corto, no le convencía. ¿Iban a ser así todas las obras que en adelante le esperaban? Con esos materiales ideaba él historias distintas, alentadas por su imaginación, que retocaba sin cesar los textos, y es que los grandes libros de aventuras son tan necesarios a ciertas edades que, cuando faltan, nos los inventamos, prefigurándolos instintivamente, y el insatisfecho lector de Salgari, con su personal voluntad de aislamiento, anticipa la figura de Robinson Crusoe antes de conocer el nombre de este. Es el momento en que los chicos, aún sin haber leído Las minas del rey Salomón o Arthur Gordon Pym, pongamos por caso, ensayan la aventura por su cuenta, y mientras dan cien vueltas a su cuarto vagan por el desierto o llegan por mar hasta el límite mismo de la Tierra, donde las aguas se vierten al abismo, aunque al faltarles sustento narrativo acabarán, como todos los náufragos, atormentados por el hambre y la sed. Hambre y sed de lecturas del niño que no encuentra los libros ansiados, de los que nadie le habló nunca y cuyos títulos ignora, pero que espera como don del cielo sin haber entrado en una librería, ni menos en una biblioteca pública, inexistente entonces en los pueblos. Privación que dejará marcado al hombre por mucho que más tarde lea, empujándole hacia cualquier lugar donde vea unos tomos agrupados que ha de hojear de modo compulsivo, esperando siempre lo mejor en ese que abre ahora —uno cualquiera—, de pie ante el anaquel como amante arrimado a la reja, para extraer de él lo que quizá no tiene, a la caza de una improbable frase definitiva. Viejo afán que le hará introducirse de rondón en las secciones infantiles de las bibliotecas, atraído por los largos estantes donde lucen ediciones espléndidas de aquellos títulos que a él no llegaron cuando tenía la edad de los chicos que hoy,


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cegados por los video juegos en este tiempo técnico y vacío, pasan ante los libros sin verlos. Como destello que despierta la fe en un tesoro presentido, el niño tuvo alguna vez la suerte de rozar la inasible materia del deseo. Fue en una quinta alejada del pueblo, una casa encantada (no podía ser menos), cierto día, y lo que comenzó en un paseo de la mano de un familiar llegado de la capital para cumplimentar una visita, terminó en un descubrimiento. El familiar usaba sombrero y lo hacía rodar entre sus manos, ante la muda admiración del niño, mientras explicaba a los parientes la razón de su viaje. Había recibido una carta, hecho importante, de cierta señora conocida de antiguo y con problemas de salud ahora. En nuestra casa estaban al tanto: «¿Algún asunto de testamentaría?». Todos mostraron interés, pero nada más dijo —algo se guardaba en el sombrero—, y ya puesto en pie preguntó al niño con suma cortesía si quería acompañarlo. La quinta clareaba a media ladera mientras caminaban; luego el follaje se interpuso. No había pisado nunca el pequeño aquel camino protegido por doble hilera de árboles, entre los que pasaron en suave transición del monte al jardín. Desde la galería alguien les avistó y una joven fue pronto a su encuentro: la visita era muy esperada. Dio cuenta del estado de la madre con pocas palabras y un significativo oscilar de cabeza. La sala donde los recibieron se abría a la galería, hacia la que subían ramas cuajadas de grandes flores blancas. La joven llevó al niño ante un piano, y entonces supo él de dónde había partido la llamada armoniosa que escuchó entre los árboles y en principio creyó que era la voz del bosque. Aunque lo animaban con una sonrisa, no se atrevió a rozar las teclas, y en cuanto pudo se apartó del piano, instrumento dotado de mágicos poderes al que tenía temeroso respeto. Cuando la señora, apoyada en el brazo de otra hija mayor, entró en la sala y saludó al amable amigo que había venido tan


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pronto a verla, se sorprendió por la presencia silenciosa del niño, sentado ahora en una silla baja y absorto ante las porcelanas diminutas que cubrían una redonda mesa de cristal. «¿Es el hijo de…?», la oyó preguntar en un aparte. «¡Cuánto tiene de ella!» Y aún más interesada: «¿Es cierto que ese matrimonio…?». El niño se escondía entre las porcelanas como quien advierte que lo ven desnudo. ¿No vino el tío a tratar otras cosas? Pero la joven, siempre en todo, supo sacarlo de la sala con una propuesta: «¿Quieres que te enseñe los libros de Juan Luis?» —al parecer, este era el chico de la casa, hijo de la hermana mayor, que pasaba el verano en una colonia de la costa. El cuarto del estudiante estaba al final de la galería, y él se ufanaba entre sus pertenencias en una foto con marco de plata, colocada en una repisa, vestido con traje marinero y un libro en la mano, seguramente uno de los tomos alineados al lado, con hermosas tapas ilustradas. ¡Qué colección aquella! La muchacha repasó los títulos, miró al niño —«Tú ya lees, claro»— y escogió por él con instinto certero un volumen, que abrió en seguida sobre el escritorio. «Siéntate aquí», invitó gentilmente, ofreciéndole una butaquita. «¡Ánimo, a navegar!» ¿Por qué lo diría? Quedó solo en el espacio ajeno, bajo la mirada de Juan Luis, sin moverse, pero dueño de la luz y la hora, mientras el sol, ya en el poniente, se demoraba en cruzar la raya del día, llenando la pieza. ¡Gloria del verano! Y con un libro a su disposición… ¡Qué reservados resultan los libros cuando tienen tanto que contarnos y escasea el tiempo! Y no digamos un tomo tan grueso… ¿Cuánto tardó Juan Luis en leer esta obra? ¿Varias semanas? ¿Meses? ¿Y qué cabía hacer en el corto rato que se le concedía? ¿Contentarse con ver los grabados? Algo era. Por lo pronto el volumen mostraba, tal como lo dejó ella en la mesa, un magnífico dibujo a plumilla que hablaba por sí solo y el niño contempló con avidez. Una embarcación desconocida, con quilla de cristal, surcaba el fondo de los mares


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entre peces y plantas de fantásticas formas. El apretado texto cubría las páginas siguientes, de las que se quedó, al pasarlas deprisa, con el nombre del capitán: Nemo. ¡Extraño tipo! Otra ilustración posterior enfocaba las zonas abisales. La profusión de datos técnicos mareó pronto al niño, al que el libro le venía un poco grande, por lo cual prefirió abandonarse a los vaivenes de la embarcación, en tanto el capitán interpretaba al órgano una composición misteriosa, inaudible, que el piano de la sala sonorizó muy oportunamente, y al escucharla tuvo la impresión de haber leído el libro por completo. No tardaron en ir a buscarlo, y el tomo fue devuelto a la repisa, sin poder captar más que a distancia los títulos restantes, todos del mismo autor: Julio Verne (convenía retener ese nombre). Desde su foto, el marinerito sonreía con benevolencia. «¡Qué afortunado eres!», le dijo el niño con la vista al salir del cuarto. El familiar ya se había despedido y esperaba al pie de la escalera. Cruzaron el jardín acompañados por la joven, que luego se quedó en el camino con su vestido blanco agitando la mano en la media claridad, mientras el niño volvía la cabeza —como se vuelve ahora quien escribe hacia aquella figura recordable, luz en la arboleda—. Si le fuera posible recorrer los accesos del monte para hacer una escapada un día… Porque, a partir de entonces, ¿quién se conformaba con un libro cualquiera? Pero se iba satisfecho, pues la incursión vino a demostrar la existencia real de una clase de obras hasta esa tarde solo imaginadas.



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iv Los paseos de don Armando

Tiene tantos sugestivos accesos el territorio de la literatura, que después del encuentro con el gran Julio Verne, memorable suceso que nos dejó marcados, y cuando solamente pensábamos en él y en la manera de alcanzar sus obras (aquel estante de la habitación al final de la galería, con el sol encendiendo los lomos de los libros, nos quitaba el sueño, y hacía concebir algunas noches audaces planes de escala y abordaje a partir del jardín apenas entrevisto), se cruzó por en medio la menuda figura de Palacio Valdés y no pudimos menos de seguirle los pasos, para volver así, por el camino abierto entre el follaje de una de sus novelas, a la región de donde nos habían apartado. Pues nuestra vida dio bruscamente la espalda al mar, esa inquieta extensión propicia a la aventura por donde confiábamos en que apareciera el Nautilus cualquier verano próximo, y la familia se internó tierra adentro sin que contase para nada la protesta de un niño. Y en el nuevo lugar de residencia, una zona minera a pequeña escala perdida en los primeros repliegues de la montaña leonesa, las novelas de Palacio Valdés localizadas en Asturias supusieron durante cierto tiempo un alivio para el desterrado. Años después, el joven que sucedió al niño y que por entonces cursaba la carrera en una capital de la meseta tuvo ocasión de ver una película española donde se presentaba a un escritor anciano con barbita postiza que, apoyado en un bastón y con agilidad impropia de la edad, recorría los caminos de los alrededores de su mansión norteña, ávido de captar todo lo que


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surgiera por allí, visto o imaginado, para transcribirlo a unos cuadernos, mientras los figurantes que iban a encontrase con él, con esa falta de espontaneidad de las cintas mediocres —demasiados campesinos, uno tras otro, desfigurados por el maquillaje y las ropas prestadas del vestuario— saludaban a coro: «¡Adiós, don Armando! ¡Buenas tardes!», puesto que se trataba de mostrar a un presunto don Armando Palacio Valdés entre los suyos, las gentes de su tierra, convertidas por él en personajes de La aldea perdida, novela que inspiraba la película, aunque a esta prefirieron cambiarle el título, quizá porque el autor, ya desaparecido, no pudo oponerse. Con mayor simpatía que la de los falsos campesinos, y hasta cierta emoción, acogió el estudiante al doble del escritor desde su butaca del cine: «¡Buenas tardes, don Armando! ¡Encantado de volver a verlo!», porque su compañía, a través de los libros que dejó, había animado un duro período de la vida del niño, y fue su limpia pluma, además de la sencillez y el buen talante, lo que permitió a un chico ansioso de lecturas, pero inexperto catador de novelas, penetrar fácilmente en el nuevo terreno. Nada sabía del autor, aparte de su nombre, que me sonaba de algo, cuando llegué a aquel pueblo y por todos los medios trataba de mantener viva la primacía del valle natal. ¡Ah, si en las discusiones con los cerriles compañeros de escuela hubiera dispuesto de una obra de Palacio Valdés para abrirles los ojos a un paisaje cuyo verde esplendor no podían siquiera imaginarse! Pero tales libros me eran desconocidos. Supe de su existencia de modo accidental, después de estrenar casa en la hilera de viviendas unifamiliares precedidas de pequeños jardines construida para los empleados de la empresa minera en expansión, y diseñada por sus delineantes con solo una regla y un recto trazo a lo largo de la carretera, frente a un monte sombrío cuya aspereza cortaba la respiración. ¿Quién iba a sospechar que en el rasero de la uniformidad un resistente se mantenía distinto?


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Las familias llegadas de fuera se presentaban a las ya establecidas, algunas de las cuales llevaban años en la localidad y ahora se trasladaban a estas nuevas viviendas, mucho más confortables, de acuerdo con los planes de la empresa para transformar todo el entorno. Fue al final de tales contactos, y para no dejar —según oí— «ningún cable suelto», cuando mi madre me llevó con ella a saludar a un matrimonio asentado en el pueblo antes que nosotros y cuya vida había sufrido, por lo que sabíamos, un grave contratiempo. Yo distinguía la casa, contemplada con cierta prevención desde la verja, cuando pasaba hacia la escuela, como «la guarida del enfermo» (luego fue para mí, incluso tras la muerte de este hombre, «el hogar del lector», un espacio sagrado). ¿Quién era el habitante misterioso, al que nunca veía? Vino, contaban, de una ciudad lejana para dirigir las oficinas de la sociedad al comienzo de «los nuevos tiempos», cuando al querer doblar la producción buscaron personal cualificado y él acreditó una formación superior a la de los restantes empleados. Esperado y temido por estos, se hizo a su alrededor un vacío que prefirió ignorar, pero que en cambio agobiaba a la esposa, acostumbrada a mejores relaciones sociales. Supo activar la administración removiendo rutinas sin prescindir de nadie, y aun así suscitó bastantes resquemores. Poco más pudo hacer, al caer enfermo; entonces se recluyó en casa (acababan de trasladarse a la situada en nuestra misma hilera) y su horizonte quedó cerrado por el monte que teníamos enfrente, el cual, durante buena parte de los meses del año, a los situados bajo su dominio no nos mostraba más que su embozo de niebla y el entrecejo helado. Para atenuar esa visión debió de comenzar a rodearse de libros. «Le da por leer novelas», comentaban los vecinos, con la curiosidad malsana de los pueblos, agudizada aquí por el resentimiento que la persona despertaba en quienes se creían preteridos. Y dado que para ellos «siempre fue algo raro», podía esperarse lo peor, incluso la locura, pues se


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mostraban así de implacables. De ahí que al saber el niño que el enfermo leía hasta la madrugada a riesgo de desvariar, acordándose de don Alonso Quijano instaba a su madre a realizar la prevista visita. Una tarde grisácea de invierno empujamos la portilla de madera para entrar al jardín quemado por la escarcha. «¡Cuánto lo han descuidado!», escuché a mi madre, y es que la enfermedad iniciaba allí su labor destructora. Nos recibió la mujer más hermosa que yo viera nunca, literalmente la princesa de un cuento. ¿Por qué no hablaban de ella los vecinos, atentos siempre al menor movimiento producido en la casa? El comedor, pieza de recepción de la serie de viviendas gemelas, resplandecía con el fuego de la chimenea, y sentado a la mesa, el dueño, absorto en una labor manual, se sobresaltó al vernos entrar, antes de enderezar el escuálido cuerpo. Era un hombre muy alto para la habitación construida a otra escala, la de sus convecinos. Saludó sonriente, pero sus ojos volvían sin querer hacia los útiles del trabajo artesano que había dejado desperdigados sobre el amplio tablero. «Le entretiene encuadernar sus libros —explicó la esposa, encantada de tener con quién charlar—. Así pasa estas tardes tan largas del pueblo.» ¿Tardes largas aquellas invernales demasiado cortas, mordidas en los bordes por la noche que afilaba las armas en el monte frontero? Una tan distinta medida del tiempo me hizo temer haber entrado en un mundo aparte. «Sigue con lo tuyo, anda, enséñale al chico» —sugirió la mujer, que advertía mi interés, y él, dócilmente, reanudó la tarea—. El libro, manejado por sus hábiles manos, iba adquiriendo forma más compacta y un empaque nuevo: la materia se dignificaba. La animación puesta en su labor y la mirada dirigida a la esposa parecían indicar que si aquel hombre descuidaba el jardín era por preferir cultivarlo a su modo dentro de la casa.


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¡Cómo brillaba el lomo de cuero con las cercanas llamas, mientras troquelaba en su curvatura las letras del título con un fondo dorado! Al marcar luego, arriba, en menudos caracteres el nombre del autor, estiré el cuello porque vi completarse letra a letra algo muy familiar: A. Palacio Valdés. «Este es paisano tuyo —me alentó, sonriendo—. ¿Sabes de quién se trata?» «Es una calle» —contesté rápido—, y él se echó a reír. Mi recuerdo no pasa de ahí, quizás no volví a verle, y murió pronto. El entierro sí dejó memoria por tener que abrir paso para él entre la nieve de la carretera. Desde las ventanas de la escuela pudimos seguirlo, en tanto el maestro mascullaba un confuso exordio sobre los hombres incomprendidos que ninguno de nosotros llegó a entender. La viuda no tardó en abandonar el pueblo y regresar a la provincia de donde procedían. La vi una tarde en el jardín, como rosa de invierno, mientras dos hombres apilaban a ambos lados de la puerta varios embalajes con sus pertenencias. Una casa reducida a unos cuantos bultos: yo sabía algo de eso. Era de suponer que se llevasen también aquellos libros tan amorosamente encuadernados, y puede que el cajón de madera arrastrado ahora entre los dos con mayor esfuerzo los contuviese todos. ¿Habrían protegido bien las tapas de cuero? Inquieto como estaba, no podía separarme de la verja exterior y la señora hizo un gesto invitándome a entrar, pero no me atreví, porque un niño no acierta a expresar con palabras sus preocupaciones. Al día siguiente la vivienda vacía esperaba a cualquier eventual inquilino. Las ventanas, desprovistas de visillos, dejaban traslucir una gran oquedad; no habría tampoco fuego en la chimenea. ¿Qué señal queda de quienes se van? Algunas huellas de pisadas en la hierba aplastada sobre la tierra húmeda fue lo que descubrí, entre restos de paja de embalar. Pero algo más se dejaron aquí, si bien no lo supe hasta meses más tarde, pues los libros no salieron del pueblo.


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El casino local, modesta sociedad subvencionada por la omnipresente empresa minera, y que agrupaba un centenar de socios, contaba con algo parecido a una biblioteca, si merece tal nombre un hueco abierto en la pared de la sala de juegos con una puertecita de cristal, donde se enmohecía una edición ilustrada del Quijote (por algo la entidad se titulaba, según es costumbre, cultural y recreativa) con otros varios libros muy deteriorados. En realidad, el mínimo espacio con aspecto de ventana tapiada o de simple alacena tenía de biblioteca lo que de casino aquel café de pueblo. Yo conocía el pequeño escondrijo, pero al tratarse de «libros para mayores» no me atraía gran cosa. Llevaríamos un año viviendo allí cuando un día entré en el local a buscar a mi padre y, ya a distancia, vi que la alacena estaba más nutrida. Al acercarme a examinarla, sorteando las mesas donde los contertulios jugaban la partida, reconocí las encuadernaciones —¡eran los preciosos tomos dados por perdidos, idénticos en volumen y hechura al que cobraba cuerpo en las manos de su dueño una tarde para mí inolvidable!— y con los dedos sobre el cristal seguí toda la hilera, vigilado por los jugadores, que me miraban de reojo. Resultaba difícil deletrear los títulos al tener que ponerme de puntillas y a la vez torcer la cabeza, pero lo hacía con gusto suponiendo que estaría entre ellos aquel que encuadernaba arrimado al fuego, pues el nombre de Palacio Valdés lucía en el lomo de varios, y ese nombre ya sabía a quién correspondía. Es largo plazo un año en la maduración de un niño que pregunta y se informa sobre la identidad de una persona, y la razón de que en la tierra natal se le dediquen calles. Además, una foto del periódico que recibía mi padre me mostró al novelista de cuerpo entero, con su barbita cana bien recortada y expresión apacible. Alguno de los contertulios hizo un comentario acerca de los críos entrometidos, y como allí no había otro que yo, decidí retirarme por prudencia. Era de notar su actitud tensa y el


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forzado modo de sentarse lo más lejos posible de la biblioteca que permitían las mesas vecinas, marcando netamente distancias entre aquella y sus sillas. ¿Les molestarían los libros, además de los críos? Corrí a casa para comunicar el gran descubrimiento y resultó que todos lo sabían sin haberme dicho nada. ¡Qué poco en cuenta se tiene a los niños! Estaba muy dolido, pero cuando durante la comida se ocuparon del tema no dejé de prestar atención, aunque no levantara la cabeza del plato. La iniciativa del presidente del casino para adquirir la colección, contaba mi padre, encontró primero resistencia en la viuda, que sentía desprenderse de algo tan importante para su marido, y luego en los socios, opuestos a cualquier desembolso. Si ella terminó por acceder, fue pensando que él lo hubiera aprobado. «Confiaba tanto en el poder de un libro…», parece que dijo al presidente. «No sé qué esperaría que hiciese una novela», apostilló mi padre, dejándome frío: yo de una novela esperaba mucho. Pero los libros, por lo pronto, algo consiguieron: la remoción de la directiva. Ahora me explicaba la actitud recelosa de los jugadores. Cuando creyeron verse libres de un hombre ante el cual se sentían inferiores, los libros que le representaban aparecían allí con su misma prestancia para desbaratar la agradable partida, pues los triunfos que él mostraba en las manos —los lucientes tomos de la biblioteca— superaban con mucho las pobres cartas que ellos tenían. Así se entiende que la colección permaneciera intocada bajo llave durante largo tiempo, y a la vez —pienso hoy— ejerciese una sutil acción a distancia, porque quienes no leen terminan por creer que los libros encierran un secreto valioso del que obtienen ventajas los expertos. ¿Qué habría descubierto en esas novelas aquel hombre singular?, podemos suponer que se preguntaban muchos de los socios en mudas reflexiones, cuando en las tardes malas el vino de su vaso se les vuelve amargo o


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aburre la pesada compañía, y con ganas de escapar de allí, ya que no pueden huir de sí mismos, los ojos se les van hacia el hueco en el muro de la biblioteca, que parece filtrar un poco de luz a la sala de juegos. «¿Estará ahí lo que él sabía y le hacía destacar?» Y creen verle levantar la cabeza y contemplar las nubes, como si de estas le llegase la fuerza. ¿Qué guardan esos libros a los que nadie se atreve a acercarse? Los taciturnos socios ignoran que la colección estaba integrada por autores de segunda fila y de vuelo corto, que prometen siempre más de lo que dan, y únicamente alguien que se sienta muy solo o un niño a quien le baste oír hablar de la tierra natal pudo encontrar en ella, maná del desierto, suficiente alimento. Debió de ser mi padre quien, a mi petición, atendida por fin al llegar el verano y las vacaciones en la escuela, sacó uno de los libros de Palacio Valdés de su encierro forzado. Hubieron de cumplirse ciertos requisitos: hablar primero con el bibliotecario, que nunca tenía la llave a mano; rellenar luego un volante de préstamo y, seguramente, justificar ante los circunstantes «que lo llevaba para el chico». La puertecita de cristal fue abierta y vuelta a cerrar después de extraer un tomo cualquiera del autor asturiano; los restantes volúmenes del grupo, piezas del mismo cuño, siguieron manteniendo en el tablero su perfecta formación, prestos a resistir los años que fuera marcando distancias con la inepcia ambiental. Ellos, en cambio, permitieron al niño ascender un peldaño en la escala formativa; por eso los recuerda hoy. Cuando aquel primer título llegó a su poder y se vio dueño temporalmente de una novela destinada a personas mayores, casi no lo creía. Le daba vueltas al sólido tomo admirando sus ángulos duros y el corte de las hojas; luego pasó el dedo por el lomo repetidas veces para notar la suavidad del cuero, y una partícula de polvo dorado o quizás de oro puro, vaya usted a saber, quedó adherida un momento a la yema. Tanto le agradaba el objeto en sí, el bloque como tal, que en principio ni se le ocurrió explorar su


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interior, ver lo que guardaba; no parecía propio tomarse esas confianzas. Al pensar lo importante que el libro iba a ser para él, ayudándole a entender el mundo y conocer aspectos de la vida velados por sistema a los chicos pequeños (esos crudos asuntos que los grandullones de la escuela comentaban aparte y en voz baja durante la hora de recreo), apretaba cada vez más sus tapas y tardó en comprender que no era el mejor modo de apropiarse de su contenido. Lo pertinente, pues, era leerlo, pero no se atrevía. Terminó por entreabrirlo un poco y lanzar dentro una rápida ojeada, como a la luz de un rayo, para descubrir lleno de asombro que las novelas de los mayores estaban compuestas, mira tú, con las mismas letras de los cuentos, sin utilizar ninguna nueva más directa o explícita para tratar las cosas, digamos, a lo vivo. Pero mejor así: la lectura resultaba más fácil. Y entonces decidió comenzar en seguida. «Si algún día venís a la provincia de Asturias…», proponía don Armando en la primera línea del texto. ¡Vaya manera sugerente de dirigirse a uno! «Si por mi fuera, iría ahora mismo», contestaba yo, aunque me encontrase en tal instante iniciando el libro muy feliz en el jardín de casa a la sombra de un árbol, uno de aquellos jóvenes ejemplares plantados a la vez en la barriada nueva que iban creciendo a la par que los niños. ¿Hacia dónde trataba el autor de llevarnos? «Figuraos que camináis por una alta meseta de la costa… Desparramados por ella vais encontrando blancos caseríos, medio ocultos entre el follaje… Un arroyo serpea por el medio… Delante tenéis la gran mancha azul del Océano; detrás, las cimas lejanas de algunas montañas…» Aquel ensanchamiento de la perspectiva en torno al lector, aquel despliegue del paisaje resultaba nuevo para mí, que me sentía elevado a un lugar prominente desde donde contemplaba el mundo a vista de pájaro. Las descripciones de los cuentos eran más sumarias: un boceto de fondo —el campo abierto, un


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castillo o la casita al borde del bosque— basta para situarnos. Aquí se utilizaban más recursos, señalándolo todo: «Mira ahí, mira allá», y el lector, por reflejo, casi sin darse cuenta, va girando el cuerpo en el asiento por ese movimiento envolvente de la prosa. Cuando el texto aludió a «las cimas lejanas» colocadas detrás, y mentalmente me volví a mirarlas para acabar de contemplar el círculo, por poco caigo de la silla. Pero hasta entonces conservaba cierta estabilidad al situarse todo alrededor; peor fue cuando comenzó el descenso en picado. «Cerca ya de la mar comenzáis a descender rápidamente, siguiendo el arroyo, hacia un barranco negro… este barranco se halla cortado en forma de hoz, y ofrece no pocos tramos y revueltas antes de desembocar en el Océano…» A partir de ese punto el larguísimo párrafo literalmente se despeña y yo, perdido el pie, iba sin control por la página abajo. «Calle y arroyo van haciendo eses…» y exactamente así marcha uno también, viendo las casas sueltas por la ladera y «otro montón de casas colocadas unas encima de las otras en forma de escalinata», sin encontrar más asidero que el inseguro asiento de la silla hasta llegar al lugar donde dice: «Por fin, al revolver de una peña os halláis frente al mar». Tuve que cerrar mareado los ojos, mientras me preguntaba si sería ese el peaje exigido para transitar por una novela, incluso de aquella que se titulaba simplemente José. «¿No es mucho libro para ti, chaval?», apuntó un vecino acodado en la verja que separaba nuestros jardines. Este hombre socarrón, siempre al acecho, venía a confirmar mis aprensiones, pues, en efecto, yo temía que la edad me impidiera seguir a don Armando en sus alardes panorámicos, precisamente cuando ponía ante mí las recordadas «cimas lejanas» de las montañas de Asturias, y quedarme plantado ante ellas con la misma impotencia que delante de esos grandes árboles que descubrimos en el campo y atraen desde lejos la mirada del niño, pero a los que luego no podrá subirse al no ser su tronco fácil


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de abarcar. El arbolito que me daba sombra, compañero de juegos del jardín, al que trepaba cuando quería, ¿no era tan asequible, en cambio, como un cuento? Pero los cuentos eran agua pasada y ahora el cuerpo pedía otra cosa, porque al crecer cambia de talla. ¡Que se fuera al cuerno el vecino burlón, un atorrante que jamás leía! El libro de Palacio Valdés me correspondía por derecho propio y solo precisaba de alguien que me orientase un poco. Y si, días atrás, un chico del pueblo algo mayor que yo me descubrió en el monte de enfrente la senda que llevaba a la cumbre sorteando la maleza, y desde allí señaló con la mano una gran llanura extendida al fondo a la que dio el nombre de Castilla, aclarándose entonces mis ideas sobre el territorio, ahora necesitaba otra clase de guía para abordar el libro a través del espeso matorral de frases, y que al llegar a coronar el texto indicara con un sencillo gesto y dos palabras su sentido. ¡Cuánto echa de menos, a veces, un niño una mano adulta que le muestre lo que él no acierta a ver! Yo, en aquel momento, deseaba tanto que esa mano viniera a descifrar el sesgo del relato que creí se acercaba ya volando hacia mí, pues la mano tiene algo de pájaro que se descuelga desde la altura para rozar un hombro amigo, y en la enramada del jardín oía moverse y cantar a los pájaros. Me mantuve muy quieto; quizás aletease cerca ya. Pero esos dones escasean y pronto comprendí que en aquel trance estaba solo. El libro, abierto, esperaba todavía, y, para seguir en contacto con él, decidí utilizar un dedo mío, única guía que tenía a mano (nunca me pareció el dedo más pequeño), y conducir al ojo por el texto hasta donde pudiera buenamente llegar. De pronto el dedo se detuvo ante una raya casi imperceptible que subrayaba el párrafo de cierre de esa caída libre en el pueblo marinero que viene a ser el prólogo de la novela; trazo de lápiz reclamando atención sobre un corto pasaje que ingerí entero y ahí queda:


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«En este rincón, como en todos los demás de la tierra, se representan comedias y dramas, no tan complicados como en las ciudades, porque son más simples las costumbres, pero quizá no menos interesantes.»

La impresión me cegó: ¡aquí estaba la señal esperada! Y es que al tener tan próximo el mundo de los cuentos mi pensamiento acudía a la magia para explicar las cosas, hasta que la razón imponía su criterio, y ella, eterna aguafiestas, no tardó en sugerir que el subrayado era obra, sin duda, de quien compró el libro para su personal uso y disfrute, pudiendo permitirse con él lo que quisiera, y si marcó la raya fue por el deseo de hacer constar su coincidencia con el autor en aquel punto, acuerdo confortante para un solitario. A partir de ahí, ambos marchaban juntos. «Nos hemos entendido»: eso significaba la rayita. ¿Cómo iba a saber él entonces la suerte que sus libros correrían y dejar la señal para un desconocido? La voz de la lógica era irrebatible, pero la conclusión no me importaba, pues ahora leía con gran facilidad propulsado por aquellas señales y sintiéndome bien acompañado. Un poco por delante de mí, en la línea siguiente y a lo largo de todas las páginas, me parecía ver avanzar al autor y al hombre que enlazaba con él cuando los subrayados igualaban sus pasos, para acentuar una reflexión o detenerse ante un panorama («¡Hermosa vista!» «¡Ya lo creo!»), y yo, al llegar allí, suscribía el acuerdo pasando por encima suavemente la uña con todos los sentidos volcados en el texto. Fue un momento de gran intensidad, que tiende a repetirse cuando empiezo un libro y tengo árboles cerca, pudiendo la memoria entrelazar las ramas y volver a llevarme hasta el jardín. Entonces cobro impulso y entro en la narración como en un mundo a mi medida, ganando en un instante las primeras páginas hasta invadir un amplio espacio, un capítulo entero,


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donde me muevo libremente. Por cierto, el día de estreno con Palacio Valdés el movimiento era muy real, ya que la excitación me hacía botar en la silla y el tomo palpitaba en mis manos, agitando las hojas, como si quisiera echarse a volar. Para evitar que se escapara, lo cerré, y sin soltarlo traté de dar salida a la tensión corriendo alrededor de los árboles, con gran asombro del vecino. Ahora estoy muy lejos del jardín y los días son grises, pero basta el recuerdo para que en torno a mí se renueve el verano y el primer libro de Palacio Valdés vuelva a incitarme a la lectura. Sobre las hojas de papel, que aún no se sosiegan, otras hojas inquietas, las del árbol, vienen a proyectar sombras danzantes en cuyos bordes los dardos del sol queman cuanto alcanzan. El libro estaba vivo y era materia ardiente. «Así leería él a la luz de las llamas», pensaba yo, evocando siempre a quien tomaba por modelo, mientras procuraba no perder palabra del autor que abría la marcha y accedía a poner su relato al alcance de mis entendederas. ¡Qué sencillo y afable se mostraba don Armando ahora! Las dificultades del comienzo terminaron al pisar tierra firme, y para aclarar aquella descripción y situarme mejor en la novela me proponía releer el pasaje cuando hubiera ganado suficiente ventaja y el libro no pudiera escapárseme. Por el momento lo sujetaba bien: el escenario me atraía, la historia era muy simple («Esto lo entiende un niño», supuse que se habría dicho mi padre), y los personajes gentes del común moviéndose en el mundo real, bastante reducido respecto al de los cuentos. Aquí no destellaba ninguna maravilla, e incluso parecía faltar algo. ¡Vaya con las novelas de mayores! El niño fantasioso que pervivía en mí era quien se quejaba. «Vamos, hombre —le decía yo—, no nos desanimemos. Es necesario hacerse a un universo de estas dimensiones. Las cosas, por lo visto, son así; la magia ya no cuenta. Pero, mira, ahí tenemos el mar…» «Es un mar sin marinos —replicaba él—, un mar de pescadores que no salen


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a buscar la aventura, sino su sustento. Prefiero el mar de Julio Verne.» Ahí me dolía, y al ser difícil convencerse a uno mismo, me alejé cabizbajo, eludiendo la interior controversia. Ya no apetecía lanzarse a correr y decidí dar un paseo con las manos atrás, como acostumbraba a hacer mi padre para aligerar sus horas en casa. Dejé el libro en la silla e imité las zancadas que marcan los adultos en sus soliloquios. Convenía adaptarse a la vida doméstica. Y cuando me llamaron por ser hora de sentarse a la mesa, pedí que me midieran en la escala arrimada a la pared donde anotaban el progreso de mi crecimiento. Aquel verano con Palacio Valdés lo viví, sin salir del jardín, casi en Asturias, y a distancia aprendía a conocer una región que hasta entonces no pasaba de ser para mí un sentimiento. Siguiendo a don Armando escalé montañas y penetré en bosques que conservaban su hechizo primitivo. Era hombre al que llamaban las alturas, y desde ellas Asturias parecía un bloque de piedra volcado en el mar. Me enseñó a gustar de la matizada luz de unos cielos distintos al radiante que yo tenía encima, y con él aprecié la suavidad de tonos de la niebla. Sus descripciones iban creando un mundo con palabras nuevas para el niño, a las cuales yo daba tantos significados que llegaba a perderme entre tal variedad como quien se interna en una selva, pero seguía adelante confiado por saberme dentro de mi tierra. Si hoy releo esos libros puedo quizá sonreír con suficiencia, mas entonces colmaron mis expectativas. Lo registrara o no la escala, creo que crecí, y mi padre debió de notar algún progreso, pues cambió de voz al hablar conmigo, y llegado el tiempo de volver a la escuela continuó trayéndome, sin siquiera pedírselo, nuevos tomos de aquella colección, todos iguales en su apariencia externa y semejantes por su tema asturiano, debido a lo cual yo pensaba que don Armando no había escrito otras obras —ni falta que hacía. El horario escolar limitó la lectura a ratos sueltos, que ante el avance del otoño pasó del jardín al interior de casa, aunque


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procuraba situarme cerca de una ventana abierta a aquel espacio preferido. Pronto el frío obligaría a cerrarla, dejándome cada vez mas reducido a posiciones defensivas. Llegaron días malos: mi padre tardaba en renovar los títulos y yo no podía exigirle algo debido solamente a su benevolencia. Temí que la reserva se agotara y procuré apurar lo que tenía entre manos, extrayendo a las páginas hasta el último jugo; eso hace que conserve de muchas una memoria bastante superior a su contenido. Leía con ansiedad, apostándolo todo a cada frase, como si la vida me fuera en ello (postura que mantengo, aunque ahora no me falten los libros). Durante unas semanas conocí el sabor de las tardes vacías. Detrás de los cristales contemplaba el jardín, que se iba cubriendo de hojas secas, y al rememorar las recientes lecturas creía ver, en cambio, el dorado follaje desbordando los montes de Asturias; a falta de otra cosa más tangible, eso me confortaba. Pero aún llegaría un nuevo tomo, el mejor de la serie. «Aquí tienes», dijo un día mi padre al entrar en casa, alargándome un libro con un gesto especial y una advertencia no bien comprendida. Deduje que sería ya el último y me lo presentaba como un reto o la culminación de una experiencia, lo que me hizo cogerlo con temor, mas al examinarlo por encima el corazón dio un vuelco: era el que vi encuadernar al dueño. No quise decir nada, pero estaba seguro. Sí, él estampaba aquella tarde las tres palabras que formaban el título y devolvían un reflejo del fuego, un artículo, un nombre, un adjetivo —La aldea perdida, exactamente—, palabras que yo había perdido también y recobraba ahora, alborozado. Fue lectura de invierno, es decir, realizada junto a la chimenea, mientras los troncos siseaban entre ellos viejas historias de los bosques. Sobre ese fondo de chisporroteos, y a la luz de otro siglo, me interné en la comarca natal en los albores de la explotación minera, explotación en todos los sentidos.


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Incluso hoy me emociona la invocación de la primera página: «Muchos días, muchos años hace que camino lejos de ti… ¡Y aún no te he cantado, hermosa tierra donde vi por primera vez la luz del día!». ¡Quién hubiera podido escribir aquel libro! Algo así tuve que pensar a mis pocos años, puesto que me atreví a dejar por lo menos la huella de mi paso en una de las páginas, subrayando una frase. Sentí la tentación ya en el mismo comienzo, cuando el Nalón aparece en el fondo del valle, ante los mozos que van por los montes hacia peña Mea. En cuanto don Armando consigna su nombre me apeteció ponerle una raya debajo para que luciera, y más al ver marchar al río vega adelante «soberbio y silencioso reflejando los plantíos de maíz», esos dos adjetivos —soberbio y silencioso—, que daban la sensación de una gran fuerza contenida, tiraban de mi mano para ser realzados como se merecían y que nadie los pudiera pasar por alto. Gracias que no lo hice, pues de empezar así hubiera subrayado todo el texto. Luego, cuando Nolo, el fornido aldeano a quien sorprendemos cortando leña en una corralada, es comparado con el dios Apolo en sus años de pastor en Tesalia, iba a señalar la enigmática cita, primera referencia de tal divinidad que me llegaba, aunque terminé por dejarla a un lado para no complicar una lectura tan entretenida. Y sería ya avanzado el libro, en el capítulo titulado «El desquite», cuando la mano obró por su cuenta. Fue al ver cruzar con afán vengador por Entralgo a los mozos de Villoria. Escribe don Armando: «Mi corazón infantil palpitó, y desde el corredor emparrado de mi casa os grité: —Nolo, ¿vais a zurrar a los de Lorío? ¡Llévame contigo!». «¡Llévame contigo!», pedía a mi vez también, mientras trazaba una raya bajo la exclamación con pulso tembloroso, por lo que me salió un poco torcida, pero no dirigía el ruego al personaje, sino al novelista. ¿No es eso lo que todos pedimos a un


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autor al comenzar una novela? «¡Llévame contigo, hazme participar de la aventura!» Y quizás puse tanto en el trazo que don Armando tuvo a bien escucharme. Por eso, años más tarde, al verle aparecer en la pantalla, aunque fuese encarnado por un mal actor, el joven con memoria le saludó cariñosamente desde su butaca. Paseaba él entre los aldeanos a quienes hizo héroes de sus obras, y yo casi creía haberle acompañado de niño en aquellos paseos, como siguen los chicos a cualquier forastero destacado que cruce por el pueblo. Muchos recuerdos de sus libros se despertaron mientras vi la película y me propuse releerlos cuando volviera a casa en vacaciones. Allí estaban, en el lugar de siempre, y aparentemente no habían sido tocados, pero al coger el primero de ellos se entreabrió por sí solo, al estar distendido por el uso el cosido de la encuadernación, y el mismo forzamiento mostraban los restantes. Huellas de dedos ilustraban los bordes de las hojas, y en los surcos de estas encontré briznas y cenizas de tabaco. Olían a humanidad, aunque nadie admitiera haberlos leído. Del bibliotecario, nuevo entre los socios, no pude obtener más que negativas. Cuando le hablé del hombre que adquirió los libros para dedicarles el final de su vida, me miraba con escepticismo. «El lote creo que se compró en la librería de la capital donde tenemos cuenta. Ahora precisamente van a llegarnos otros más actuales, porque esos ya no tienen salida.» Pero aun en suelo tan adverso una semilla germinaba, y por el pueblo comenzó a extenderse algo parecido a una leyenda respecto a la belleza de la viuda del lector olvidado. ¿Cómo explicar el tardío rebrote en la memoria colectiva? Puede que los secretos rastreadores de libros se sintieran tentados a idear su novela, y este indirecto acto de desagravio venía a restablecer la escala de valores que antes habían negado.



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v El asedio de Troya

Cuando dejaron de llegarle las novelas de Palacio Valdés, el niño que flotaba en una nube inició un lento aterrizaje. Durante cierto tiempo se notó colmado, mientras rumiaba todo lo leído. Primero párrafos enteros, luego frases sueltas le venían a la boca en regurgitaciones, como al que está empachado. En casa le encontraban raro, y temían que incubara alguna enfermedad eruptiva; hubo quien apuntó que convenía purgarle. El proceso mental de fijación continuaba entre tanto, lanzando intermitentes destellos que de pronto le hacían soltar para sí con sonrisa embobada: «Y cuando Nolo dijo… Y cuando ella…». Poco después el goteo cesó y se encontró en el mismo lugar de donde había partido, con el monte delante más fosco que nunca. Andaba desganado, y al cabo de los días notó que su apetito aumentaba sin tener un libro al que hincar el diente. Entonces comenzó a buscar algo legible, y en el cestillo de labores que las mujeres dejan en cualquier parte, terreno ajeno que antes evitaba, encontró un sucedáneo con trazas de novela rosa muy escondida bajo un pañuelo. Al mostrar el hallazgo y preguntar por su propietario escuchó rotundas negativas, incluso de la misma muchacha cuyas mejillas se habían encendido, y puesto que ninguna supo explicar la presencia de la novela allí, dedujo que el calor del cestillo, siempre lleno de menudas prendas y ovillos de lana, pudo haberla incubado de rechazo, a fuerza de intentar hacer lo mismo con el estéril huevo de madera guardado en sus profundidades y que se utilizaba para ser embutido en los calcetines que iban a zurcirse.


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Tampoco nadie reconocía pagar la suscripción de los folletines que de manera regular, generalmente al anochecer, introducía una mano misteriosa por debajo de la puerta de casa, novelas por entregas de las que el niño se apoderaba en cuanto su oído alerta percibía el sigiloso roce de los cuadernillos sobre el suelo, para devorar en el mismo lugar de los hechos, junto a la puerta que nunca quiso abrir por respetar la necesaria reserva del reparto, aquellos episodios inductores de intensa taquicardia en los cuales jóvenes seducidas y críos sin padre sufrían —cita literal— «los rigores del más cruel destino», viniendo a resultar tales relatos el envés de las otras novelitas rosa, su decoloración irremediable, la consecuencia natural de tantos arrumacos y juramentos a la luz de a luna. Deglutido a toda prisa el texto, volvía a dejar el cuaderno en su sitio, y minutos más tarde ya no estaba allí. ¿Dónde irían a parar los sucesivos rimeros de fascículos destinados a formar gruesos tomos, cuando llegase el ansiado final en el que las paternidades se desvelarían, entre lágrimas de reconocimiento? No hay más que darle, según decía el abuelo, tiempo al tiempo, pues una vez agotada la entrega aparecían los tomos perfectamente encuadernados ya en alguna alacena, entre paquetes de legumbres y conservas caseras guardadas para la invernada, y uno se preguntaba cómo habrían conseguido alcanzar aquel alto estante unos folletos llegados tan al ras del suelo. Estas lecturas de ocasión, mendrugos que mantienen despierto el apetito, nunca le llenaban, y el ansia reclamaba algo más sustancioso. Los libros del casino, al entreabrir el horizonte, le hicieron ventear una ínsula nueva sobre la que creía tener derecho de conquista, pero aquel continente ahora seguía sumergido, y era desesperante pensar que en alguna parte un libro le esperaba, porque ellos, a su vez, quieren ser leídos, quieren darse, y si pudieran, forzarían su encierro en los armarios e irían en derechura hacia los lectores como aves migratorias, razón por la cual el niño escrutaba esperanzado los confines del cielo.


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Quienes llegaban a diario por tierra eran los compañeros de la escuela en las tardes libres, proponiendo juegos disparatados, por ejemplo, patear una pelota. Solo si sugerían subir a la peña se animaba a seguirlos, pues el risco venía a ser un buen escenario para un relato de aventuras que entre todos tramaban a lo rudo. Formaban partidas de bandidos rivales, persiguiéndose encarnizadamente; luego, al doblar un repecho, abandonaban sus identidades para cambiar de nombre y pasar a ser indios —Ojo de Halcón, Viejo Comanche— a medida que ganaban altura, y una vez arriba se convertían en salvajes que encendían una hoguera para tiznar su rostro y danzar entre gritos. Aún creo estar viéndoles, distanciado del ruidoso coro, en el momento en que anochece y las llamas se elevan, y al contemplar las montañas del fondo siento que se me escapan en las sombras mientras busco en ellas un refugio mejor, más atractivo cuanto más lejano, con la misma ansiedad que me llevaba hacia una gran lectura, pues aquel niño equiparaba la grandeza de un libro con la de una montaña, y el balbuciente instinto literario, al intensificar las percepciones, ya casi adelantaba la lectura y hacía audible la voz de la montaña. Tanto deseaba el libro —así, en abstracto y remarcado— que terminó por concretarse en un hermoso tomo, y aunque por mis medios nunca hubiera llegado hasta él ni a la montaña, fue el libro —la montaña— quien vino hacia mí. ¿Cómo entró Homero en un hogar donde su nombre era desconocido? Los eruditos dudan de la existencia real del poeta; en nuestra casa, por no decir que en todo el pueblo, se le ignoraba simplemente. ¿Y qué podía saber de autores clásicos el niño que soñaba con grandes lecturas? A pesar de ello, Homero traspasó la puerta de madera del jardín, recorrió la cinta de cemento tendida entre los arriates de flores y consiguió introducirse en la sala, lo que implica gran habilidad tratándose de un ciego. Claro que no venía solo.


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Las circunstancias empañan el halo de los acontecimientos memorables al darles una explicación; por eso ahora, sintiéndolo mucho, debemos descender a la menudencia de los hechos y contar cómo se produjeron. Alguien que había tenido ciertas diferencias con mi padre a través de unas cartas cruzadas en un diario provincial, a cuenta de un suceso donde intervino un minero del pueblo, a quien se descalificaba en la noticia subrayando su origen asturiano (la sombra de Plutón, el personaje de La aldea perdida planeaba todavía sobre aquella comarca), después de disculparse por haber hecho juicios basados en prejuicios regionales quiso zanjar la polémica con una visita amistosa. El oponente se presentó el día concertado, un domingo a la hora del almuerzo, en forma humana de anciano sacerdote de una parroquia montañesa (otra aldea perdida) donde ocurrió el hecho violento. Era un hombre menudo y simpático, de apariencia nada peligrosa, que al parecer sólo desenfundaba cuando escribía al periódico por estar en juego el honor leonés. A nuestra casa llegó desarmado, y cuando introdujo la mano y hasta medio brazo en las profundidades del bolsillo de su sotana fue para sacar un libro, ofrecido a mi padre como prenda de paz. Aceptado el obsequio, mi padre leyó en voz alta, sin hacer comentarios, las dos palabras —Homero, Ilíada— inscritas en la tapa del tomo con letras doradas, dio un vistazo a la dedicatoria, se mostró complacido y dejó el libro a un lado para llevar al invitado a la mesa. Y ahí habría acabado la incursión de Homero si un niño ávido de grandes lecturas no hubiese cogido enseguida la obra por su cuenta. Se trataba de un volumen encuadernado en tela roja, perteneciente a la colección Los Grandes Poemas (¡grande, grande, esa era mi medida, lo que yo esperaba!), publicado por la editorial Ibérica, de Barcelona, y la versión castellana se debía al académico Manuel Vallvé, datos que transcribo por seguir teniendo el libro en mi poder, sin soltarlo casi desde entonces. Eso no quiere decir que lo leyera por lo pronto y en crudo, como


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hacía con los folletines, pues de entrada, cuando pude cogerlo, no logré pasar de la primera línea, y fue precisamente la resistencia encontrada en la frase inicial, empalizada dispuesta a traición para el lector bisoño, la que me mantuvo durante muchos días mordiendo el freno al pie de los muros de Troya, o, para ser exactos, a una prudente distancia de ellos, recluido en la playa donde los aqueos agrupaban sus naves al borde del «estruendoso mar». ¡Tanto desear un libro importante, permaneciendo siempre a su espera y aparte de los demás chicos, cuyos juegos primarios desdeñaba la individualidad demasiado exigente, tanto buscar en las cumbres lejanas mi lugar apropiado, para atascarme en la primera frase del primer gran poema que caía en mis manos! ¡Ah, rebuscado verbo del académico don Manuel Vallvé, si la traducción ofrecida allí hubiera sido más legible, dónde no hubiera llegado uno! Porque si en la mentada línea que iniciaba el texto se leyera «Canta, oh diosa, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo», como en otras versiones consultadas unos años después, y no «Canta, oh diosa [hasta aquí va bien], del pelida Aquiles la desastrosa cólera», colocando ese abstruso término de pelida, modo de señalar un patronímico que el niño no podía entender y al ser lector meticuloso se quedaba ahí, dándole vueltas al vocablo, mi particular guerra de Troya se hubiera resuelto más rápidamente. Pero al chocar a cada nueva animosa embestida con obstáculo tal, la autoestima se resquebrajaba, las ínfulas alimentadas por los abordables libros del casino veníanse abajo y uno era rechazado igual que los aqueos. Si por aquello del «pelida Aquiles» yo no pasaba, en cambio la alusión a su cólera me hizo en seguida recordar que Palacio Valdés titulaba «La cólera de Nolo» el primer capítulo de La aldea perdida, y pensé si sería posible establecer alguna relación entre ambas obras viendo planear al dios Apolo sobre las líneas siguientes del texto. ¿No comparaba don Armando a Nolo de la Braña «por su actitud noble y tranquila, su belleza imponente» al mismo Apolo,


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cuando este «desterrado del Olimpo, sirvió de pastor en casa de Admeto, rey de Tesalia»? Pero no podía andar ya dando saltos en la primera página, por más que la mirada quisiera, sin solventar antes la cuestión del palabro pelida, baldón pendiente sobre el nombre de Aquiles que era el protagonista de la Ilíada, pues el poema empezaba —recordémoslo— pidiendo que una diosa cantase la cólera del héroe. (Un momento: ¿qué diosa? Nueva dificultad, y seguíamos sin pasar de la primera línea.) Pretender entrar en la obra de Homero sin conocer de nombre más que a Apolo, y eso por una simple referencia, resulta temerario para el principiante que no tenga a quien pedir orientación alguna, ni siquiera la posibilidad de consultar una sencilla enciclopedia, útil presente hoy en los hogares aunque sea por razón decorativa, pero que entonces no se había difundido y se aludía tan solo al Espasa como autoridad incontestable, situada por encima de los hombres comunes. ¡Y cuántas cosas querría preguntar el desconcertado lector de la Ilíada! Para empezar: ¿quién era el tal Aquiles?, ¿y quién Agamenón? ¿De dónde llegan los aqueos? Y, en fin, vamos a ver: ¿qué origina esta guerra? Interrogantes sin respuesta que sumen al niño en un mar de dudas. Acostumbrado a que los personajes fueran presentados detalladamente cuando aparecen en una narración, contemplaba perplejo este súbito vuelco de tantos seres vivos y activos sobre el escenario, todos desconocidos para él pero reconocibles —barruntaba— por los destinatarios del canto de la diosa, que no se dirigía a cualquier lector, y menos a un chiquillo entrometido, eso estaba claro, sino a quienes guardaban el recuerdo de una vieja historia. Troya no era un lugar como los construidos de un plumazo en los cuentos, tuvo seguramente base real —así deducía yo—, unos cimientos cubiertos por los siglos y que el poema rescataba. ¡Canta, oh diosa, canta lo perdurable, lo que sobrevive a la ruina de la piedra y no podrá jamás borrar el tiempo desde el momento en que tú lo cantas! Tal vendría a


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ser lo que pedía el autor al ponerse a escribir, figurando quedar en la penumbra, mientras la diosa tañía la lira. Aturdido y confuso entre la multitud de héroes sueltos, donde cada uno tiraba por su lado, comencé a intuir la importancia de la obra antes de lograr avanzar por ella. Y dado que no pasé en los primeros días de las invocaciones iniciales, tanto las repetí cantando yo también por lo bajo, con mucho sentimiento, que rehice el pasaje y lo convertí en una petición en toda regla: «¡Canta, oh diosa, canta lo que sabemos —lo que saben algunos, entre los que no estoy—, cuéntalo tú de forma hermosa, haz del cuento un gran canto y permite a este que llegue hasta mi torpe oído y lo comprenda bien!». Parece que la diosa no era insensible a la voz de los niños, porque el texto se reblandeció entreabriendo un resquicio en su amazacotada estructura y pude introducirme dentro de él, aunque fuese de lado y a riesgo de sufrir aplastamiento. De no haber sido así, aquel niño se hubiera retirado del campo de batalla herido en su ego, buscaría a los amigos para jugar a lo que propusieran, evitando posteriores contactos con obras de altura, y en vez de estar yo ahora escribiendo estas notas con el tomo de Homero en la mano (el mismo llegado por azar a casa y único resto de ella), me encontraría en el casinillo de aquel pueblo leonés echando la partida con los compañeros de trabajo, uno más entre ellos. Pero la empresa resultó muy ardua. El libro, como Troya, era un bastión de difícil conquista, y si los aqueos atacándola en grupo y bien armados no consiguieron nada en nueve años de asedio, ¿cómo iba uno a escalar la muralla en pocos días por su sola cuenta, sin las armas del conocimiento ni más impulso que un rasgueo de lira? Yo acudía a la batalla, bien tempranito, todas las mañanas de aquel largo verano, disponiendo de todo mi tiempo, en cuanto mi padre marchaba al trabajo. Con paso de furtivo merodeador de libros bajaba la escalera desde mi dormitorio, un nuevo espacio en la parte posterior de la casa concedido


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al chico en vacaciones para que gozase de mayor libertad, y me colaba sin ser visto por nadie en el comedor, pieza de recibir que a diario no se utilizaba y donde el tiempo parecía estancarse entre semana. Al entrar, cerraba con sigilo la puerta y quedaba aislado en la oscuridad, con oído atento a los ruidos de la cercana cocina en la que ya, a esa hora primera, comenzaba a trajinar la asistenta a la espera del ama que habría de disponer pronto la comida, basada siempre entonces en lentas cocciones. Me mantenía quieto, sin dar un paso para no tropezar con una silla o topar con la mesa, que debía de expandirse durante la noche, pues por todos los lados la encontraba si caminaba a ciegas. Transcurridos algunos minutos, pautados por los golpes de mi corazón, la insinuante presencia de la luz exterior en los intersticios de la ventana venía a orientarme, y la mano extendida podía alcanzar uno de los postigos que abría un poquito, lo estrictamente necesario para que el sol de julio introdujese la punta de su dardo y permitiera leer. ¡Qué prometedora resultaba aquella claridad! El día me parecía enteramente mío, una jornada decisiva en el asedio a Troya. A través del visillo, oteaba el jardín y hasta puede que el mar más allá, muy al fondo —un mar antiguo, donde cabeceaban las naves aqueas—, mientras la rama de un arbusto florido que rozaba el cristal me mantenía en el día presente. En seguida, con la mesa por medio —la mesa, realidad insoslayable— me volvía hacia el armario para comprobar si, como de costumbre, el departamento donde mi padre había dejado el libro tenía la llave puesta; era el lugar en el que guardaba una caja de puros para sus invitados y pocas veces lo cerraba. Allí, olvidado, esperaba Homero al lector que reclama todo texto para salir de sí y poder propagarse, y a falta de su destinatario, que andaba ocupado en otras muchas cosas, las correspondientes a un responsable cabeza de familia, el libro tiraba del chico de la casa, por pequeño que fuera. Yo sentía ese tirón, ¡y de qué manera! Lo sentía y lo temía, al conocer el potencial del libro


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para estallar como una bomba en cuanto osase abrirlo. Estallar y cegarme, porque la fuerza irresistible que me llevaba a él, haciéndome tender los brazos en actitud de entrega personal y sumisión a una ley tan dura para el entendimiento, se volvía contra mí escupiéndome al rostro la primera línea en que acertara a poner la mirada. Entre el chico y el texto se interponía un obstáculo mayor que la mesa: la falta de cualquier información acerca de aquel mundo de donde le llegaba de súbito un ramalazo cegador, y para todos los efectos era como si pretendiese leer directamente en la cara del sol o, vamos a decir por lo contrario, antes de haber entreabierto el postigo. El tomo, ahora cerrado, permanecía inmóvil sobre la superficie de la mesa como si la cosa no fuera con él, y yo contemplaba un poco de lejos sus llamativas tapas rojas. El título —Ilíada— constituía de por sí un enigma, puesto allí, en la portada, para desorientar al asaltante. Cuanto más estudiaba las seis letras, menos entendía su significado, y si las repasaba muchas veces, mi ánimo de lector se venía abajo, por lo que decidía probar suerte de nuevo volviendo a cogerlo para buscar en las primeras hojas el nombre de la colección, que era más atractivo —nada menos que Los Grandes Poemas—, un enunciado estimulante que me vigorizaba. Pero al tratar de leer a la carrera perdía la ilación, de pronto no sabía dónde estaba y entre una línea y otra veía un foso profundo. Retrocedía entonces para encontrar terreno firme desde donde partir con ciertas garantías, y terminaba por volver al principio: «¡Canta, oh diosa…!». Ahí me acantonaba, ya que otro paso atrás me situaría fuera del poema y no estaba dispuesto a abandonar el campo. En tales condiciones, cada página supone una pugna de la que uno sale muy maltrecho. Si comenzamos por desconocer el lugar y el siglo en que hemos de situarnos, la ejecutoria de los protagonistas y las razones del conflicto, ¿cómo seguir leyendo con las ideas medianamente claras? Con ellas muy oscuras insistía en continuar mi trabajoso


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avance al sentir de cerca el aliento del texto, esa potencia que lo singulariza y de la cual, sin haber oído nunca hablar de la épica, gustaba su sabor inconfundible. La disputa de Aquiles con Agamenón, al obstruir la entrada en el tema impidiendo que la acción progrese, me trastornó mucho, y las intervenciones de Apolo y Minerva —emisaria de Juno— proyectando sobre los humanos designios pasionales procedentes del cielo, hicieron tambalearse las ideas infantiles sobre aquellas esferas. ¿Quiénes eran estos dioses nuevos —nuevos para mí— y a santo de qué se enzarzaban tan ardientemente en las disputas de los hombres? Por cualquier parte que abriese el libro, el zumbido producido por las huestes divinas se abatía sobre el texto englobando a los combatientes en una masa bullidora y ciega que cruzaba el espacio, como años atrás pasó sobre nuestro jardín un enjambre de abejas para sobresaltar a un niño entregado a sus tranquilos juegos, hasta posarse en la rama de un árbol y continuar vibrando sin descanso en ella. Un campesino llegó con un saco para llevarlo a su colmena, pero el enjambre incansable del tomo persistía en cada hoja amenazando arrastrarme con él hacia la confusión más espantosa. Por fin, una mañana, cuando ya me rendía, conseguí alcanzar casi sin resuello el final de la rapsodia i, que así se designaban los capítulos, para más desconcierto. Y allí, en el reducto situado por encima del mundo donde se retiran los dioses al llegar la Aurora, que tenía nombre propio y figura de doncella a la que imaginaba llevando en las manos una tenue luz, me encumbré yo también, confortado por la lira de Apolo y las voces de las musas. ¡Todo por completar una rapsodia de las veinticuatro que formaban la obra! Desde tal atalaya tuvo el lector la visión de conjunto necesaria para no tropezar con los detalles. Como cuando la bruma que cubre la costa se evapora en un soplo en cuanto sale el sol, la tierra apareció a sus pies y pudo deslindar mejor los campos. La rapsodia siguiente enumera las huestes aqueas y muestra a los


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jefes —Néstor, Ulises, los dos Áyax…— al frente de los pueblos, con lo que el relato se clarifica más, y señalizaciones como «la inmensa playa» hacen abrir los ojos y volar con el viento por la extensión de arena, apurando las páginas. Y al leer que «la divina Aurora subió al Olimpo anunciando la luz a los inmortales», el chico barruntó que también para él al fin amanecía. No voy a alardear de haber ganado la batalla de Troya a una edad temprana, pues eso, en todo caso, lo consigue mucho más tarde el hombre después de estudios laboriosos y de largas lecturas para delimitar el área de la plaza hasta llegar a descubrir un día, quizá en la madurez, sus antiguos sillares —el alcance del poema— junto a los cuales verá emerger de la arena héroes y dioses revestidos de mármol, casi vivos, aunque a sus pupilas ya las vele el tiempo. No, aquel libro no era una novela de Palacio Valdés, y únicamente quiero dar cuenta aquí del asedio a que la ciudadela fue sometida por un niño tenaz, y cómo a fuerza de arañar sus muros terminé por rehacerlos dentro de la cabeza, aprovechando algunos materiales de los castillos de mis primeros cuentos. Leía, releía y tanto repetí ciertos fragmentos para entenderlos siquiera fuese a medias que los memoricé sin digerirlos, y la ingestión laboriosa del día pasaba a convertirse durante la noche en guión de los sueños. Luces y sombras compusieron así una especial Ilíada que infundió al chico temple de lector contra viento y marea (¿no se cubre Patroclo con las armas de Aquiles?) y le dio el empujón definitivo para emprender la larga marcha que, de libro en libro, nos ha traído aquí a esta hora tardía y me mantiene desvelado ante el tomo de Homero. Ahí tengo el volumen encuadernado en rojo, objeto destellante bajo la luz de la pantalla que me encierra con él en un círculo mágico, donde estoy a cubierto del acoso nocturno y hasta de los embates de la edad. Contemplo ese volumen con la misma ansiedad que en aquellas lejanas mañanas del comedor enlazado al jardín por un resquicio de la contraventana,


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sabiendo que en el libro posado con tanta suavidad sobre mi mesa de hoy, en ese bloque de papel cubierto de signos traducidos de una lengua muerta, se encierra una capacidad formidable para evocar una época del mundo. Libro ganado a pulso en lucha cuerpo a cuerpo, y que aún nos incita en cuanto lo entreabrimos. Ya no es un niño quien busca en él algo que satisfaga su sed de lecturas, pero la atracción despertada no cede y viene a repetirse cada vez que abordamos un título nuevo. Porque al haber partido tan temprano, casi al amanecer, con las naves aqueas, ese insaciable afán de navegar narración adelante preside nuestra vida. Las líneas en la página de un libro se suceden como olas en la extensión del mar, y uno las salva acompasando el embate del agua en la quilla del barco con el ritmo de la respiración. ¿Qué nos espera en la página siguiente? Siempre cree el hombre volver a cruzar aquel mar primitivo y ver entre la bruma, sobre una costa incierta, una ciudad amurallada tan sugestiva como las de los cuentos, aunque, por tratarse de Troya, su conquista exija más sangre. Basta con abrir al azar nuestro tomo: Agamenón, hiriendo con su lanza en el pecho a Pisandro lo derribó en el polvo y cuando su hermano saltaba del carro lo mató cortándole los brazos y el cuello, haciéndolo rodar como un tronco entre la multitud […]. Idomeneo alcanzó a Erimante, y la lanza de bronce penetró hasta el cerebro, rompiendo los huesos, y todos los dientes fueron arrancados y ambos ojos se llenaron de sangre […]. Como las llamas devoran una selva y caen los árboles bajo la acción del fuego caían las cabezas de los troyanos […]. Y Alcatoo, erguido como una columna o un elevado árbol, recibió en medio del pecho la lanza enemiga, cuya punta se revolvió en su corazón hasta que el rudo Marte hubo agotado la fuerza de la lanza […].


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Pero el niño continuaba leyendo, igual que Ulises y Diomedes en su inspección nocturna del campo contrario «avanzaron como dos leones a través de las sombras, los cadáveres y la negra sangre», sin que nada pudiese detenerle ya, por saber que en la torre más alta de la plaza sitiada estaba Helena, protegida de Venus, cuya belleza venía a explicar las luchas de los hombres. Y vio luego a Patroclo correr hacia la muerte con sus caballos inmortales que llorarán por él, hasta hacer lamentar a Júpiter haberlos regalado: «—¿Acaso os dimos para que sufrieseis los dolores humanos? Porque el hombre es el más desgraciado de todos los seres que respiran sobre la tierra […]». Y cuando vuelvan a ser enganchados al carro por Aquiles para vengar a su joven amigo acabando con Héctor, y uno de los caballos, Janto, adquiere el don de la palabra y advierte al héroe que aunque ese día van a salvarle en otro ya muy próximo no podrán hacerlo, y Aquiles le replica desafiando al destino, el pequeño lector se sintió dentro del cuento más apasionante que jamás leyera, entre nobles animales que hablaban y hombres que sabían dialogar con ellos, y una ola de emoción le llevó por lo alto hasta la última página. Iba ya tan lanzado que no hizo caso de la palabra fin que cerraba el texto, y saltó sobre ella decidido a seguir adelante, pues la muerte de Héctor a mano de Aquiles no resolvía la indecisa guerra. Mas hete aquí que la hoja siguiente estaba en blanco y a continuación solo había otra que ofrecía el índice de la obra. El corte resultaba tan brusco que el chico quedó absorto, la mirada perdida, como en este momento en que apago la luz y trato de penetrar la hondura de la noche. El tomo de tapas rojas, exprimido hasta el fondo y ya cerrado, no contaba el final de la historia. Buscó entonces la hojita suelta olvidada por las primeras páginas, una cartulina comercial donde anunciaban los títulos restantes de aquella colección, lista que fue siguiendo con el dedo: la Odisea, la Eneida, la Divina Comedia, El Paraíso perdido…


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imponente conjunto de letras mayúsculas, mientras se preguntaba si alguna de esas obras completaría la crónica troyana. ¿Sería quizás la literatura una relación de continuidad, un sucesivo fluir, comparable a un gran río? Un río en el que pudo bucear un buen trecho por gracia de los dioses —aquellos poderes recién conocidos— y debía dejar irse cauce abajo, sin esperar ahora que tras su encuentro casual con la Ilíada una casualidad mayor fuese a traer volando por el aire el libro que ofreciera lo que en ella faltaba. Y así quedó sin resolver en la vida del niño la batalla de Troya. Cuando volví a la escuela al final del verano, ya sabía, por estar al tanto de los conciliábulos familiares sobre mi futuro, que pasados unos meses habría de dejar aquella luminosa aula de grandes ventanales, «la escuela de la Empresa», situada en línea con las casas de los empleados, entre las cuales estaba la nuestra. Lo que vendría luego no se me alcanzaba, aunque un raro término (bachillerato, o algo parecido) comenzó a llegarme, por más que mis padres hablasen de este asunto en voz baja. Dando vueltas a la palabreja di en relacionarla con una especie de academia llamada el Colegio, sostenida también por la empresa minera, que ocupaba un piso sobre los soportales de la plaza, con balcón corrido a la altura de las copas de los árboles que sombreaban esta, y donde daba clase un maestro veterano, de barba entrecana, conocido como el Profesor. Acostumbrábamos los chicos a ir a la plaza durante el recreo para beber en los caños de la fuente, y por entonces, al trepar al reborde de piedra del pilón y antes de aplicar la boca al caño, yo no dejaba de lanzar una ojeada hacia el balcón tratando de ver algo del interior del aula, sin descubrir la menor cosa a través de la puerta vidriera, con frecuencia entreabierta. Me intrigaba lo que harían en las horas de clase aquellos estudiantes que no tenían recreo y debían de tratar graves cuestiones.


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Seguro que todos estaban al tanto de la suerte de Troya, pensaba al regresar deprimido a la escuela. Pero en cuanto ocupaba mi sitio en el pupitre y cruzaba unas palabras con el compañero, me sentía tan a gusto, tan encajado dentro del espacio conocido y hecho a nuestra medida, la escala de los niños, que ya no me atraía el colegio de la plaza. Ajenos a esas preocupaciones, los demás chicos se agitaban inquietos por resultarles estrecha la escuela tras la libertad que supuso el verano, y un sordo rumor se extendía por la clase. El maestro, joven y tolerante, un hombre que no nos merecíamos, procuraba hacer agradable el redil proponiendo tareas creativas y concedía salidas por los montes cercanos bajo su dirección, a las que llamaba paseos escolares. Los caminos de nuestras recientes correrías no parecían los mismos que seguía ahora el grupo con su conductor, entre endrinos cuajados de frutos maduros y árboles cuyas hojas iban clareando. El maestro nos hacía ver todo con ojos distintos, la variedad de arbustos, la forma de las hojas, y hasta los lagartos que sorprendíamos dormitando al sol pasaban a ser ilustraciones del libro de ciencias, y su salvaje traza verde veteada de gris, como la roca a la que se adherían, se convertía en «mimetismo». Estas observaciones eran acogidas por los chicos mayores, siempre a la contra, con risas solapadas y muecas burlonas. «Mimetismo», repetían, dándose con el codo, y dos o tres de ellos que estaban a punto de dejar la escuela para entrar en la mina y siempre andaban juntos presumían de faltarle al respeto. El otoño venía tan benigno que uno de los paseos fue más largo y cruzamos un alto cordal hasta descubrir el curso del río en el trayecto de varios kilómetros. Los pueblos ribereños, diminutos desde tal altura, centraban las vegas. Al oír citar sus nombres, y entre ellos el de aquel que teníamos casi a nuestros pies, un montón de tejados en torno a la iglesia, recordé que de allí era párroco el sacerdote que sabía zanjar disputas ofreciendo a su contrincante, con una sonrisa, un libro de Homero.


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«¿Y por qué escogería precisamente una obra como esa?», iba yo preguntándome mientras bajábamos en picado hacia el río: desde que leía libros de mayores me daba por pensar por mi cuenta. «¿Quizá quiso mostrar hasta dónde pueden llevar las disputas? ¿O bien para dejar en poca cosa, por contraste con tanta violencia, las diferencias con mi padre?» «No vamos a llegar a esos extremos —vino a decir en un rasgo de humor, y con otras palabras al dedicarle el libro—. Hagámonos amigos.» Y de pronto, parándome un momento en un resalte de la dura pendiente, decidí ir a saludar al simpático anciano; seguro que mi padre lo celebraría. El maestro propuso acampar en una chopera a orillas del río, sin llegar al pueblo, y cada cual sacó del bolsillo su parca merienda. Mi compañero de pupitre se prestó a acompañarme y nos acercamos a pedir permiso al maestro, sentado aparte, aunque vigilado por aquel grupo que se le rebelaba y venía a ser su sombra. «¿Conoces al párroco?», preguntó bien dispuesto. Y al decirle que había estado en casa y había regalado a mi padre un libro valioso, quiso saber de cuál se trataba, y su sonrisa era condescendiente. Pero en cuanto oyó el título el gesto se le congeló, clavándome los ojos temerosamente, como hacíamos nosotros en clase cuando él nos disparaba alguna pregunta. ¿Acaso le cogía yo ahora en falta? Después de unos segundos —demasiado tiempo para él— le oímos recitar con un hilo de voz: «La Ilíada y la Odisea son dos obras de Homero», quedándose ahí, sin poder añadir ni una palabra más. Aquel de los mayores que había estado a la escucha hizo una seña a los otros, como si dijera «Este no sabe nada», y ellos asintieron riendo a escondidas. Me alejé en silencio con el compañero. Disponíamos de una hora de permiso, y camino del pueblo, tras rodear por el puente, comimos la merienda a paso vivo. Para encontrar la vivienda del cura hay que dirigirse hacia la iglesia, y esta no tiene pérdida, al verse desde lejos. Para más


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señas, la humilde rectoral mostraba una cruz grabada en el dintel de piedra de la puerta. No sé si me excedí golpeando el aldabón, pues la mujer que salió a abrir nos miró de mal grado. «¿Quiénes sois y de dónde caéis?», soltó con aspereza; en las aldeas se mira con recelo a los forasteros. Yo le di mi nombre y el de nuestro pueblo, bien conocido en la comarca por sus minas, y al punto llegó del interior una voz cascada mandando pasar. El compañero no se atrevió a hacerlo y prefirió esperarme sentado en un tronco, junto a la leñera. A un lado del angosto zaguán, donde tropecé con unas almadreñas, estaba la cocina, y cerca del hogar ya encendido había un camastro de campaña; incorporado en él, un anciano casi irreconocible —solo identifiqué su bonete— espiaba la puerta. «¿Cómo os enterasteis de que estaba enfermo?», preguntó de entrada. Y al no saber qué contestar, él, que continuaba mirando la puerta, se volvió hacia mí: «¿Dónde quedó tu padre?». Por no decirle «en casa», yo seguí mudo y bastante cortado. Sabía que cuando se visita a un enfermo suele llevársele algún presente (más de una vez acompañé a mi madre en tales ocasiones), y, por tener ahora las manos vacías, me las puse a la espalda, quedando en postura lamentable. El cura se hacía cargo de todo y supo agradecer mi fortuita presencia. Tuvo un recuerdo para su visita a nuestra casa y el momento en que me conoció. Luego me invitó a sentarme al pie del hogar y a manejar el fuelle que animaba el fuego. «Ya se pone frío», dijo, ignorando el magnífico tiempo que teníamos fuera, como si él no fuese de allí y viniera de muy lejos, de latitudes cálidas («quizá de Troya», se me ocurrió con una sacudida). ¿Quién sabe si no era el mismo Crises, el sacerdote padre de Criseida que conjura a Apolo contra Agamenón y tiene un destacado papel en el arranque de la Ilíada? Todo esto lo pensé dándole al fuelle mientras ardían mis mejillas. «No vayas a pasarte soplando —me advirtió—. Cada cosa tiene su medida.»


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¿Sería la voz, tan persuasiva, la posibilidad de aprovechar sus conocimientos o la confianza que suele inspirar un hombre ordenado? Lo cierto es que decidí activar otro fuelle interior, vencer la timidez y plantear las cuestiones que pesaban sobre mi conciencia. —Don José —dije sin volverme, como quien se acerca a un confesionario y desvía la cara—, yo leí el libro que usted llevó a mi padre con una dedicatoria, el tomo de Homero, ya sabe. Debió de sorprenderse, porque carraspeó. —¿Cuántos años tienes? —tardó en preguntar. Sopesó la cifra que le di. —Mucho te adelantaste, hijo: para esa guerra todavía no han llamado a tu quinta. «Mal empezamos», pensé yo, con las mejillas cada vez más rojas. Entonces el lector se impuso al penitente y alzó la cabeza: ¿no era esta la ocasión pintiparada de aclarar tantos puntos oscuros del texto de Homero? Cara a cara, como los valientes, solté a bocajarro: —¿Dónde está Troya, que no viene en los mapas? ¿Siguen en el Olimpo todos aquellos dioses? ¿Quiénes son los aqueos? ¿Y sabe usted quién ganó la guerra? Me detuve al verle alzar la mano. —Bueno, bueno… ¡Qué fogoso eres! Se tomó un tiempo para respirar. Estaba fatigado. —Dime, hombre: ¿no vas a dejar pronto la escuela? De algo de ello me habló tu padre. Pues en el colegio de segunda enseñanza será el momento de tocar esos temas, y al estudiar historia te mostrarán los mapas donde aparecen las ciudades perdidas: Troya, Babilonia, Nínive… Conserva para entonces el deseo de saber, tan necesario si quieres llegar alto. —Aquí levantó, con solemnidad, sus delgados brazos, y recobrando la dignidad de párroco se ajustó el bonete para endilgar una cita apropiada.— «Muchos son los llamados, pocos los escogidos.»


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Había agotado sus reservas y se dejó caer sobre la colchoneta. Una llama tardía vino a resaltar la cal de las paredes, y el resplandor me hizo pensar en el invierno, con la casa y el pueblo aislados por la nieve. Pero mi atención volvió hacia el enfermo, que murmuraba algo por lo bajo: —Diez años… —le oí decir—. A esa edad tanteábamos las primeras traducciones del griego en la preceptoría donde nos preparaban para ingresar en el seminario. Fragmentos de la Ilíada, diez líneas, una hora… Había que transcribir palabra a palabra y luego articularlas con el verbo en una frase que tuviera sentido. Al menor descuido el párrafo se convertía en un galimatías, y cuando mostraban la versión correcta, nos asombraba la exactitud del texto, ajustado a la acción que relataba y a la vez a la norma literaria, con su limpia belleza frente a nuestras retorcidas redacciones. Siguió un largo silencio, en cuyo fondo parecía marcarse el ritmo de Homero. Ya más seguro, volví a insistir en que había leído el libro completo, y él señaló: —La primera lectura rotura nuestra mente, igual que el arado hiende la tierra. Eso facilita la siembra posterior, y al volver a leer crecerá el trigo de manera ordenada cubriendo los campos. La cosecha la recogerás cuando el grano madure. Y, como despedida: —Preguntabas quién ganó la guerra. En esa clase de batallas quien lucha sin descanso es el lector, que alternativamente es Aquiles o Héctor, todos los combatientes uno por uno, y al final la victoria por fuerza será suya. De regreso hacia el río me parecía alcanzar solo con extender los brazos los montes circundantes, aproximados por la luz otoñal. Así, quizás, se ofrece el mundo a los conquistadores. Para evitar el rodeo del puente, los dos amigos, cogidos de la mano, abordamos el vado, mientras los grandullones se divertían viéndonos resbalar sobre las piedras. Pero no les dimos el gusto de caer, y sus risas se agriaron.


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—Ya es tarde, chavales; vamos con retraso —apuraban cuando nos calzábamos.— ¿Creéis que no tenemos nada mejor que hacer que esperar a los pelotilleros? —Y emprendieron la marcha por su cuenta. Al ganar delantera comenzaron a cantar una copla procaz. Todos miramos al maestro, que caminaba cabizbajo. «Muy pronto dejaré la escuela», pensaba yo, ahora ilusionado por saber que llegaba por fin el tiempo de las revelaciones —la «segunda enseñanza» anunciada por el cura—, y daba tales zancadas que el compañero no podía seguirme.


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El autobús que enlazaba al pueblo minero con la capital de la provincia salía a primera hora y regresaba al final de la jornada, devolviendo a sus casas a los pocos viajeros que partieron desde la cabecera de la línea, pero aquel día de octubre el más joven de ellos, un muchacho de doce o trece años, llevaba solamente billete de ida, por disponerse a ingresar, en vísperas del comienzo del curso, en el internado de un colegio regido por una orden religiosa dedicada a la enseñanza. Hasta entonces había hecho sus estudios en el pueblo, pasando de la escuela al colegio de segunda enseñanza sostenido por la empresa para facilitar la iniciación en el bachillerato a los hijos de sus empleados, un reducido número anual de alumnos de primaria que se trasladaban muy ufanos el día señalado al aula de la plaza, como quien va hacia el templo de la sabiduría. En este centro, dirigido por un maestro longevo, se encontraron los nuevos estudiantes con algunos anteriores compañeros de escuela a quienes hacía tiempo no veían y que cursaban ya el bachillerato, razón por la cual les saludaron con el respeto debido. Ellos —¡ahí es nada!— habían conseguido salvar la prueba de ingreso en el instituto de la capital, un examen que los recién llegados iban a preparar ahora. ¿Era muy difícil ser admitido en aquel lejanísimo instituto, único existente en la provincia? ¿Y qué se hacía una vez dentro de él, aprobado el ingreso? —No, dentro no te quedas —contestaron los otros—. Todos los que estudiamos aquí, y vosotros también, somos alumnos libres.


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—¿Y qué es eso? —La palabra lo dice. —¡Cuánto sabían estos camaradas!— Libre es el que estudia por su cuenta, y a finales de curso tiene que examinarse en el instituto para poder pasar al curso siguiente. Y os advertimos que suspenden mucho; se ceban con nosotros, mientras los alumnos oficiales, bien conocidos de los catedráticos que les dan clases diarias, copan las matrículas de honor. Tales noticias les impresionaban. Estudiar como libre suponía, pues, una espinosa carrera de obstáculos, dándose tantas bajas que gran parte de los pupitres del colegio estaban vacíos. ¿Qué fue de aquellos que los ocuparon? Habían pasado a trabajar en la empresa como meritorios en alguna oficina de los pozos, para hacer listados o llevar unas cuentas, o aprendían un oficio en los talleres de las explotaciones (los mineros saldrían, en cambio, de la escuela primaria: aquellos grandullones perdidos ya de vista, y cuya rebeldía —coz contra el aguijón— era bien comprensible). Algunos malogrados bachilleres buscaron un camino más corto y preparaban Magisterio como alumnos libres, debido siempre a razones económicas, ya que la estancia en la capital durante todo el curso resultaba costosa: ahí estaba el quid del asunto y era la primera lección que se aprendía en el colegio de la plaza. Estos aspirantes a maestro daban clase con el profesor fuera de horario, y los chicos, al irse, se cruzaban con ellos en los soportales, donde fumaban un pitillo esperando su turno. —¿Qué tal, pipiolos, vais espabilando? —les decían desde su amargada suficiencia. Al correr los meses desaparecían. ¿Cuántos llegaron a obtener el título? De este campo minado escapaba el muchacho en el autobús aquella mañana en que se decidía su destino sin que tuviera conciencia de ello (quien dispuso todo fue su padre, que le acompañaba). El chico iba atraído por la ciudad, señuelo eterno


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para un provinciano, mientras del internado no podía hacerse idea, puesto que nunca había visto el colegio y únicamente contaba con la información llegada por correo, un folleto ilustrado en cuya portada aparecía una fotografía del gran edificio con su iglesia, y en páginas centrales, la perspectiva del patio de recreo. También les incluían una lista donde se enumeraban las ropas y utensilios de que debía ir provisto el alumno interno, sin faltar un blusón de colegial del color que se determinaba y con el número que le correspondiera bordado en el bolsillo superior, detalle inquietante; asimismo, habían de llevarse ropas de cama, mantas y colchón, y el volumen de este, bien cubierto por una arpillera para mantenerlo plegado, era la señal más ostensible del traslado del pequeño viajero en el autobús, a cuya baca fue izado el bulto junto con un baúl, y sujetados ambos con una gruesa cuerda. La carretera remontaba el valle por una serie de repechos, hasta cruzar una trinchera abierta a otra comarca más agreste, regada por un tranquilo río. El mundo cotidiano quedaba ya atrás, y el estudiante sintió de pronto una desgarradura; entonces se volvió hacia su padre para decirle algo, y al ver que dormitaba se arrimó más a él, hasta apoyar suavemente la cabeza en su brazo al tiempo que cerraba los ojos también. Entre ellos, y por distintas causas, todo quedaba siempre por decir. Como cuando iba en años anteriores con el profesor a examinarse en el instituto, dejó que la memoria repasara algunos temas. «Egipto, según Herodoto, es un presente del Nilo…» Tal era la pauta que seguían: aprenderse los párrafos iniciales de muchas lecciones para poder responder con aplomo, al menos en principio, y evitar balbuceos ante los temidos catedráticos. Egipto, el Imperio romano («Octavio, vencedor en la batalla naval de Actium, tomó el título de Augusto y Emperador…»), Grecia… Pero Troya no venía en el programa, y solo el texto de literatura citaba de pasada a Homero para discutir su existencia. ¿Podría saber ahora algo más del asunto? En el colegio de


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la capital —¿cómo no?— se leería la Ilíada. Y al pensar esto, el chico abrió los ojos y lanzó la mirada hacia delante. Quedaba todavía mucho camino. Media hora después fue el padre quien le despertó. «Ya estamos en la carretera nacional», señalaba. Habían dejado la ruta polvorienta para rodar ligeros por la cinta de asfalto que venía desde el centro de la nación, a centenares de kilómetros, cosa admirable, y divisó la piedra que indicaba que faltaban dos leguas para llegar a su destino. En una de las últimas paradas, cerca de un poblacho situado en un teso, subió una joven campesina enmascarada con un ancho pañuelo, como si acabara de dejar el laboreo en la tierra, donde el clima extremado obliga a las mujeres a protegerse así. Escondida en el fondo del autobús, se hizo invisible para el chico, que se volvía a buscarla, hasta resurgir con otro vestido y ya sin pañuelo, retocando la melena ante un espejito y pintándose los labios como quien prepara la salida a escena, igual que las muchachas del pueblo cuando intervenían en una comedia. ¿Quizás en la ciudad todos representaban un papel, queriendo aparentar lo que no eran? A poco la llanura se desplomó hacia un vallejo muy poblado, por cuyos fondos corría un exiguo río. «Ahí tienes Puente Castro —dijo el padre—, y mira, entre los chopos apuntan ya las torres de la catedral. ¿Las ves?» ¿Quién no advertía aquella extraordinaria blancura detrás de las traslúcidas hojas otoñales? El chico se sintió exaltado ante la radiación de la piedra e hizo la promesa de estar siempre a su altura. Por él no iba a quedar: aquellas torres obligaban mucho. En la terminal de la línea, entre los autobuses apiñados bajo unos tendejones, un mozo de equipajes que disponía de carretón se ofreció a transportar los dos grandes bultos y le siguieron a través de las calles hasta el colegio, una apabullante construcción de ladrillo. Después de acreditarse en la secretaría, un fámulo


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se echó a la espalda en viajes sucesivos baúl y colchón, y por dos veces padre e hijo subieron a su zaga las escaleras hasta un desmesurado dormitorio donde se alineaban camas desguarnecidas. Algunas, ya hechas, indicaban que el colegial estaba en el centro, pero las más esperaban su llegada. «Hay otros dormitorios —explicó el fámulo a los visitantes—. Este es el de los nuevos.» Y con habilidad desgarró los cosidos de la arpillera y extendió el colchón, que mostró entonces dos cobertores guardados en su seno. «Con uno ahora basta; el otro lo ponemos debajo», y fue utilizado para recubrir el somier chirriante. El chico seguía todos sus movimientos. ¿Serían así los frailes, vestidos de puertas adentro con aquella blusa descuidada? Ignoraba qué tratamiento darle. El hombre al terminar le sonrió, pero no se movía. ¿Es que faltaba algo? Cuando vio a su padre contar unas monedas quiso detenerle, sonrojado, mas el otro aceptó la propina. En la secretaría señalaron una hora de la tarde para la recepción del nuevo interno. Hasta entonces volvieron a las calles animadas del centro, con escaparates donde los maniquíes adoptaban afectadas posturas. ¿Eran acaso modelos para imitar, normas ciudadanas? El estudiante se volvía a mirarlos y su padre le urgía: «Vamos, vamos…». Tenían que comprar las últimas cosas, un buen plumier con los correspondientes portaplumas, pero en la tienda donde entraron les atrajo una estilográfica —«modelo cadete», según el vendedor—, y quien pagaba tuvo un gesto generoso. Por ser la primera que el chico cogía, al hacerla rodar entre los dedos se le mancharon en seguida de tinta y fue como el bautismo del neófito. También necesitaban hacer grabar el número del interno en los cubiertos de mesa, y se acercaron a la plaza Mayor en busca del taller de cierto artesano. Era día de mercado y hubo que andar sorteando los puestos. A fuerza de codazos y preguntas dieron con la casa, una de las izadas sobre los viejos soportales. El taller ocupaba un cuartito abierto a la escalera. «¡Aquí tenemos


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otro colegial!», saludó el artesano poniéndose en seguida a la tarea. Aunque aquel número constaba ya en el blusón y varias otras ropas, ahora, incrustado en el metal, era inamovible, y el chico se sintió marcado. ¿No había leído en alguna novela que así señalan a los presos? Al salir del figón donde comieron, situado en los mismos soportales, el reloj del Consistorio viejo, parado desde Dios sabe cuándo, le tranquilizó respecto a la hora de volver al colegio. Puede que allí, intramuros, el tiempo no contara. Dos pasos por delante de su padre, le incitaba a seguir el laberinto de las callejas medievales que envolvían la plaza, abordando estrechísimos pasajes —la antigua judería— donde resonaban sus pisadas en el silencio de la siesta. «¿Podremos salir por ahí?» (No buscaba salida, sino meterse en un callejón que no la tuviera.) Fue un recorrido que muchas veces, en años posteriores, intentó rehacer sin conseguirlo, pues nunca como entonces se sintió más unido al hombre que iba junto a él y que, siendo quien era, representaba además ahora a toda la familia y al hogar, tan lejano. Si se consigue detener el tiempo, el contacto se alarga indefinidamente… Parábanse ante las portadas que ostentaban escudos nobiliarios o permitían asomar la cabeza a patios empedrados, en cuyo centro un pozo perforaba la tierra ahondando en el pasado y parecía guardar un misterio o el rastro de una historia perdida. Pero de pronto varias campanadas caídas de una torre hicieron al padre consultar el reloj y cambiar por completo el rumbo del paseo. Otra vez cruzaron las calles del centro, ya en el siglo presente y entre viandantes que les contagiaron sus prisas, para llegar en seguida al colegio. A la derecha del vestíbulo se abría la sala de visitas, donde un fraile muy alto —el padre director— saludaba a los que llegaban, chicos y familiares, e iba de un grupo a otro preguntando los nombres, estrechaba la mano a los adultos, ganándoselos con unas palabras, y a los pequeños les daba un golpecito


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en la cabeza de efecto milagroso que convertía en sumiso al más rebelde, y así los integraba en la congregación. Había que dejar un depósito en la secretaría; el chico quedó a la puerta mientras su padre resolvía aquel trámite, cuando un lego que andaba al acecho le cogió por un brazo y se lo llevó, a cuenta de que estaban repartiendo la merienda. Introducido de un empujón en el refectorio, alguien puso en sus manos un bollo y una pera. «¿Qué hago con esto», se preguntó, perplejo, mientras un grupo de muchachos embutidos en largos blusones —¡los internos, vaya! ¡Estaban aquí!— vinieron a acosarlo: «¡Un novato, un novato!». El más atrevido le arrebató la pera, y otro, condescendiente, se interesó por el lugar de donde procedía, y puesto que eran de la misma comarca decidió protegerle, terminando por pedirle el bollo «si no vas a comértelo». Cuando pudo salir y corría hacia la secretaría, un fraile autoritario se interpuso: «¿Cómo andas así? Tienes que cambiarte de ropa en seguida». Rápidamente trepó por las escaleras hasta el dormitorio, donde abrió su baúl y se enfundó la blusa que le permitía moverse sin cortapisas por todo el colegio. Bajó en un vuelo y consiguió llegar al vestíbulo tras extraviarse por un pasadizo que conducía a la iglesia. Se detuvo, agotado, en el umbral de la secretaría, sin poder hablar. El secretario, solo entre los papeles que cubrían su mesa, levantó distraído la cabeza, se encajó las gafas e hizo que el balbuciente se identificara, mientras comprobaba una lista de nombres. —Sí, bien —dijo— ya estás. «¿Y mi padre?», acertó a preguntar con voz quebrada. Al advertir el fraile su desconsuelo, tuvo a bien concederle una posibilidad que, a la vez, se lo quitaba de encima: «Mira en la sala de visitas». Pero allí no estaba. Quiso entonces asomarse a la calle por si lo veía, y el lego de antes, ducho en el oficio de guardar el redil, volvió a aferrar su brazo bruscamente. Tuvo que regresar vencido al dormitorio, para derrumbarse en el


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colchón donde hundió la cara y, al menos, encontró el olor residual de su casa. La vasta sala iba quedando en sombras, mientras afuera se encendían las primeras luces, aquellas que le habían atraído a la capital. «Era esta la ciudad con la que tú soñabas», repetía mordiendo la colcha, y sin embargo a poco le dio por pensar si no podría ver desde un piso tan alto las torres de la catedral. Una a una recorrió todas las ventanas sin alcanzar más allá de los tejados fronteros, tras los cuales cerraba ya la noche. Quizás las torres, que no eran de este mundo, hubieran levitado. Alguien tosió desde una cama del fondo haciéndose notar. Era un niño más pequeño que él, a juzgar por la voz, que dijo estar enfermo desde hacía unos días. «Hoy ya no tengo fiebre, pero no me dejaron levantarme.» Siendo nuevos los dos en el colegio, por un instante se sintieron próximos, aunque al venir de lugares distintos dentro de la extensión de la provincia y no coincidir tampoco sus cursos, de escasos temas podían hablar, y ni siquiera se distinguían las caras. En los días sucesivos, al encontrar el chico a tantos otros por los pasillos o en las escaleras, pensaba si sería alguno de ellos aquel amigo de la primera noche o qué habría sido de él, puesto que en el fondo del dormitorio abundaban las camas vacías. Pero evitó hacer indagaciones: el crío pudo oírle llorar, y eso convenía que no trascendiera. Se prometió que jamás volvería a mostrar signos de debilidad mientras permaneciese en el colegio. Las normas resultaban duras y había que acatarlas; quienes se rebelaban eran golpeados sin ningún miramiento. Muchos de los internos parecían buscarlo como un desafío, destacando entre ellos uno de los mayores, que tenía un ojo de cristal y la impavidez de un autómata. Los demás le admiraban, sin dejar de temer sus reacciones: «Este es capaz de incendiar el colegio». Unas palmadas al amanecer obligaban a saltar de la cama para espabilar en las duchas tiritando convulsivamente. El chico,


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mal despierto, prolongaba la última pesadilla en aquella espesura de cuerpos desnudos que se abrían sitio bajo el agua helada con sordos exabruptos, forma tajante de acreditar la hombría en la promiscuidad del aseo colectivo. En esa hora primera se odiaban a muerte; luego, ya vestidos, el rebaño de blusas se amansaba escaleras abajo mientras era conducido a misa, oficiada para los internos en un voladizo de la gran nave del templo, espacio que quedaba fuera de su vista, y del altar mayor no divisaban más que su remate, donde fulgía la imagen de «la Patrona» con el niño en brazos, delicado relieve de color cuyo ancho marco de cristal ambarino tenía siempre la luz interior encendida. Faltaba una semana para que el instituto abriera sus puertas iniciando oficialmente el curso. Entre tanto no salían del colegio y debían contentarse con otear la ciudad por las ventanas. Para cubrir las horas tenían un programa de escaso contenido, pues los libros de texto, renovados cada año por los catedráticos que los firmaban —un pequeño negocio de quienes iban a ser sus profesores—, tardaban en llegar de la imprenta. Decepcionan al chico las clases colegiales de esos primeros días, encerronas de desbravamiento para encuadrarles en la disciplina. Desde su posición a retaguardia, sin dejar de atender la cháchara del padre de turno, estudia las caras atezadas de los compañeros de internado: rudos, sin desbastar, forman una tropa provinciana, hijos de campesinos en su mayoría, seguramente los ricos del pueblo (villorrios del secano descubiertos desde el autobús). Agazapados sobre los pupitres como cazador al acecho, clavan los ojos en el fraile, enemigo a batir, y rezongan entre ellos. No eran los estudiantes que esperaba encontrar aquí, en un colegio de renombre. ¿Dónde estarían aquellos, los previstos? Tratando de darles cuerpo real para atenuar su aislamiento, sacaba la pluma estilográfica y mejoraba todo en una situación inventada. Los otros compañeros, los que imaginó desde casa, llegaron pocos días después, como si fueran obra de su pluma. La


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primera mañana del curso, una fecha señalada de octubre, cuando estaban formados en el patio y el padre director se disponía a lanzar una arenga, aparecieron ellos, «los externos», el grupo selecto enviado por la ciudad cada año a estas aulas, burguesitos de agradables maneras presentados allí con sus trajes de calle como quien ha salido a dar un paseo, y viendo abierto el portón del gran patio decide acercarse a saludar a los frailes, extendiendo el saludo también, por cortesía, a los internos conocidos de cursos anteriores, a quienes miran con cierta suficiencia. Y fue igual que cuando la oficialidad se incorpora al batallón poniéndose a su frente y el orden natural reina en las filas. Al entrar en clase se sentaron aparte, cada uno emparejado con su amigo. Había la expectación de los comienzos. Frailes desconocidos para el chico, lo mejor de la comunidad, tomaron a su cargo las asignaturas. Los recursos del púlpito les prestaban brillo, y el nuevo alumno se dispuso a escuchar grandes conceptos sobre el arte y las ciencias. ¡Había llegado el momento crucial en que todo se haría comprensible! Pero tras varias frases bien preparadas para la ocasión, la clase adquirió pronto una tonalidad gris, predominante ya en lo sucesivo. Quienes destacaron en seguida fueron precisamente los externos, que por la forma de expresarse daban la impresión de dominar los temas a poco que supieran, al sacar partido de cada enunciado. En cambio, aquellos que llevaban blusa luchaban con las frases como quien habla un idioma extraño, y algún zumbón decía por lo bajo cuando acababan: «¡Ahora, traduce!». En esos primeros escarceos entre el profesor y los alumnos le llegó el turno al chico, que procuró dar a su respuesta un sesgo original, ensayando un juego de palabras; entonces el perfil aguileño de uno de los externos se despegó del cuello para husmear el aire en busca de una emanación desconocida, aunque sin dirigirle una mirada.


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En el instituto ambos grupos se sentaban juntos, por proceder del mismo colegio, pero a la salida los externos hacían vida aparte con sus amigos de la ciudad, yéndose por las calles que les pertenecían en animada charla, mientras los internos regresaban deprisa al colegio por seguir sometidos a su horario. El chico marchaba a la zaga, sin poder escaparse siquiera a la plaza de la catedral que estaba ahí, a un paso, y a la vez lamentaba que tampoco aquel día hubieran tenido «la lección magistral» esperada desde que en el pueblo alguien le anunció: «Ya verás con aquellos catedráticos…». Pero estos se atenían a su propio texto palabra por palabra, y él ya desesperaba de aclarar cuestiones pendientes, como la de Troya, nombre apenas citado al enumerar títulos de Homero, cuando quería sobrepasar los títulos y asaltar por fin la fortaleza. El catedrático de literatura, un caballero circunspecto y ronco que entre golpes de tos comentaba aspectos del Quijote, cayó enfermo, y durante un mes ocupó su puesto la auxiliar, señorita de melodiosa voz que no tosía. Ella redujo la obra de Cervantes a unos esquemas fáciles de copiar, y apurando el programa llegó al período del Romanticismo, sobre el cual decían que estaba componiendo su tesis. Gustavo Adolfo Bécquer, como antes el ingenioso hidalgo, comenzó a planear en el aula, pero sin lanza y con chalina. Los alumnos tuvieron que escoger dos leyendas y hacer un comentario personal de ellas. Fue la única lectura de un texto literario en aquel curso, la inmersión en las fuentes después de haber memorizado tantas fechas y títulos en seco. «Les pido un comentario, entiendan, no un resumen», siendo esto —el resumen— lo que casi todos presentaron. Acostumbrada a tales fiascos, no dio malas notas, pero quiso resaltar algunos ejercicios «como ejemplo de lo que se les pide», y citó un par de nombres —uno fue el del chico—, haciéndoles ponerse de pie mientras ella leía sus trabajos. En las inflexiones de la voz femenina comprobó el muchacho que el escrito alcanzaba altura superior a su limpia simpleza. Aquello al menos sonaba muy bien


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y la leyenda destelló un instante como los ojos verdes en el fondo del agua. Al sentarse entre risitas solapadas de sus compañeros, el más próximo inquirió por lo bajo de qué conocía a la señorita, mientras desde el otro extremo del banco el perfil aguileño se volvió esta vez para hacer una señal aprobatoria. A la salida, como de costumbre, no le esperó nadie, e incluso ese día los otros internos lo dejaron varios metros atrás al volver al colegio. Las clases colegiales llenaban las tardes y la ciudad quedaba afuera. Para aliviar el tedio de una de esas horas, el protagonista de nuestro relato se entretuvo escribiendo en la hoja de un cuaderno otro relato imaginario con protagonista bien distinto; la historia ocupó las dos casillas, y al no dar con un título adecuado, decidió hacerla circular por el aula en petición de que se lo pusieran. Era la primera vez que no guardaba para sí un escrito, por lo que siguió la marcha de la hoja de un pupitre a otro. Algunos compañeros la leían, sorprendidos por la novedad; los más se limitaban a pasarla al vecino. Finalmente, llegó a quien él esperaba y ahí se detuvo. Cuando la hoja regresó a sus manos pudo ver que en el espacio en blanco de la cabecera un fino plumín de dibujante había encajado una bonita greca, con el título exacto que convenía al relato en su mismo centro. Desde entonces, y sin mediar palabra, repitiose el juego varias veces. Aunque la creación saliera ya con título, pues por lo general el texto lo segrega, dejaba espacio para una ilustración que diera cuerpo a sus personajes. De modo natural, como brotaban en el papel los cuentos, la colaboración fue consolidándose entre miradas de inteligencia sin otras aproximaciones. A veces, después de la comida, el interno aprovechaba el rato de asueto para subir a la azotea del colegio, excelente atalaya, y contemplar las torres de la catedral, que destacaban sobre el caserío. Era el único sitio desde donde podía verlas, y necesitaba apoyarse en ellas, saber que allí seguían como caídas del cielo.


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En una de estas ocasiones, cuando se retiraba sintiendo renovadas sus fuerzas, vio en el extremo opuesto de la extensa azotea al dibujante, que, situado de espaldas, trasladaba a una hoja de papel apoyada sobre su carpeta un distinto sector de la ciudad, el del ensanche próximo al colegio. —Ya sé que andas tú por ahí —dijo sin volver la cabeza—. Los dos buscamos las alturas. Pronto estuvieron frente a frente: el provinciano, un poco encogido; el otro, dueño de la palabra. —No quise molestarte al ver lo embelesado que estabas con las torres. Yo las he pintado muchas veces, sin quedar nunca satisfecho de lo conseguido. Son superiores a nosotros y hay que reconocerlo. «¿Por qué dirá esas cosas?», pensaba el chico, que jamás había oído hablar así a alguien de su edad. ¿Pero no se expresaba él igual en sus ensayos circulantes? Ahora le proponían un diálogo entre pares como confirmación de un entendimiento. Más seguro de sí, se irguió, y la ciudad abajo le pareció abordable. —Mira —continuó el otro, mostrando la hoja donde dibujaba—. Quería enfocar desde aquí mi casa. A vista de pájaro todo se modifica. No conocía la forma del tejado: fíjate que remate más airoso tiene. Señaló el edificio, uno de los llamados chalés, por no llegar a palacetes —el ensanche no daba para tanto—, que rodeados de un pequeño jardín ocupaban algunas parcelas de aquella zona en crecimiento, por donde el chico deambulaba en sus escapadas solitarias cuando veía abierto el portón del patio. —Hace poco que nos trasladamos. Antes vivíamos en la parte antigua, cerca de los abuelos, casi a la sombra de la catedral. Instintivamente los dos se volvieron hacia ella, testigo adecuado para las confidencias que tenían necesidad de hacerse una vez roto el hielo. El nuevo amigo habló de su padre, conocido abogado que dirigía un diario liberal, intervenido al estallar la guerra civil.


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—Ha tenido que rehacer su vida, no se rinde, y en esta casa abrió un nuevo bufete. Aquella ventana es la de su despacho, una pieza espaciosa donde puede ordenar por fin todos sus libros y va formando una gran biblioteca. El chico, impresionado, miraba la ventana como queriendo atravesar sus celosías. «Una gran biblioteca…» ¿Tendría muchas secciones? No iban a ser solamente textos de derecho. Si se atreviera a preguntar, sin mostrar su ignorancia en la materia… —¿A tu padre le gusta la literatura? ¿Clásicos o modernos? —soltó por las buenas, y luego se mordió la lengua. El amigo asentía con agrado. —Todos entran en nuestra biblioteca, aunque ocupan lugares distintos; los clásicos cubren los estantes de la izquierda según entras al despacho, y empiezan por Homero —aquí el chico pretendió decir algo, pero el otro seguía—, luego van los trágicos griegos. Todavía ayer los pusimos por orden, con Esquilo en cabeza. El teatro es la debilidad de mi padre desde sus años de estudiante. El lugar de honor, detrás de su sillón, ya supondrás a quién lo reserva. ¿Calderón? No, aunque le aprecie mucho: Segismundo, ya sabes. —El chico sabía poco, disparaba a ciegas.— Su preferido es Shakespeare, lo tiene completo. Al oír el estallido de aquel nombre cuya pronunciación correcta se le resistía, quedó frío. «¡Ya salió el tal!» dijo entre dientes. ¿Cómo hablar de él sin conocer nada de su teatro ni poder repetir el apellido con la seguridad con que el otro lo hacía? Era uno de los grandes, quizá el mayor, según oyó siempre, que tampoco fue tanto lo oído, alusiones sueltas captadas por sus finas antenas. A su edad y en su medio, ¿qué se sabe de Shakespeare? Solo había tenido un momento en las manos un libro referido a este autor, aunque escrito por otro: el de cuentos basados en sus obras, ganado como premio por un niño en la escuela. Todo esto se lo dijo al amigo de un borbotón, atropelladamente. Podía burlarse de él si quería,


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dejarle en evidencia ante la clase. No había leído a Shakespeare, pero lo deseaba con tal intensidad que llegó a conmover al compañero. —No te pongas así. Yo te hablaré de él, lo leeré para poder contarte, será nuestro tema, un apartado propio en la asignatura, una especialidad a la cual dedicarnos. ¿No asistió mi padre a un congreso en Stratford? Stratford-upon-Avon, sabes, era su pueblo. No creas que yo sé mucho más, aparte de algún dato oído en casa, como lo de la corte isabelina. En la biblioteca, entre sus obras, tenemos también un busto suyo que hace de guardián, porque los libros están bajo llave. No me dejan leerlos, dicen que eso más tarde, cuando comprenda su grandeza poética, ¿qué te parece? Sin embargo, leí a escondidas Romeo y Julieta la misma noche que vi la película, pues sé dónde guarda la llave, y lo entendí todo. Hermosas parrafadas, pero realismo puro. ¿Era el ruiseñor quien cantaba o la alondra mañanera? Y entretanto, los novios encerrados en la alcoba. Ahora ando a la caza de Hamlet en busca de Ofelia, porque en un tomo de arte descubrí un cuadro que la muestra muerta, flotando en las aguas. Si hoy después de cenar va mi padre al café, podría leer durante una hora. Ya te diré mañana. La azotea rebosaba frases cordiales, y al fondo las torres parecían a la escucha. Se trataba de no perder palabra, y a partir de ese día los dos amigos ocuparon en clase pupitres contiguos, iniciándose con plena eficacia la transmisión de la literatura de una boca a un oído (la boca semioculta por la mano para burlar la mirada del fraile situado, ojo avizor, en el estrado, y el oído muy atento). —¿Sabes quién era Hamlet? —preguntó el chico por lo bajo aquella noche al compañero de la cama cercana, uno de los pocos internos tratables, estudiante aplicado de sexto. —Hamlet, príncipe de Dinamarca, ese es el título completo de una tragedia de William Shakespeare. ¿Me sigues?


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—Sí, claro, hasta ahí llego. ¿Y qué puedes contarme de Ofelia? —¿Ofelia, dices? De Ofelia no sé nada. —Y, como si quisiera justificarse:— ¡Qué cosas se te ocurre preguntar a la hora de dormir! ¡Déjame en paz! Pero era muy considerado y luego siseó: —Ya buscaré en el texto de literatura. El chico se durmió con la esperanza de soñar con la joven, siempre que fuera antes de morir ahogada, pero a su edad se sueña más de día. La mañana siguiente esperó inquieto la llegada del amigo externo, que entró retrasado, cuando la clase comenzaba. —¿Qué tal anoche? —inquirió a media voz—. ¿Te hiciste con el libro? El otro tenía tanto que decir que solo pudo asentir en silencio. Al profesor de física, hombre autoritario, le gustaba que tomasen apuntes y todos se inclinaron sobre sus cuadernos, menos el amigo, que, abstraído, debía de andar aún por Dinamarca. Al fin abrió el cuaderno y se puso a contemplar la hoja como si quisiera descifrar algo no escrito en ella. Era su actitud habitual, que antes llamaba ya la atención del chico al observarle desde lejos, y ahora que estaba al lado pudo ver la extraña renglonadura de las hojas, una trama de cinco líneas paralelas equidistantes entre sí y bien separadas del grupo siguiente. En ese cabalístico enrejado dejaba prendidos al azar signos en vez de letras, patas de mosca por lo que parecía. ¿Patas de mosca? ¡No, qué va! El amigo sembraba el papel de notas musicales. ¡Sorprendente! En el corto intervalo entre dos clases le contó: estaba obsesionado por lo leído la noche anterior, una gran tragedia, el príncipe Hamlet ve a su padre difunto, Sombra que surge en las tinieblas y cruza la explanada del castillo exigiendo venganza por su muerte alevosa. —¿Quién le mató?


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—El hermano, ahora rey, que se ha casado con la viuda. —¿La madre de Hamlet? ¿Y qué dice este? —Jura vengarle, y para lograrlo se hace el loco. —¿Y por dónde anda Ofelia? —Al creer a Hamlet trastornado, ella enloquece de verdad y marcha por los prados cantando; pero en el libro viene solo la letra de la copla y falta la melodía… Rápidamente, el chico sacó sus conclusiones: —Y tú acabas de poner música a la letra. —¿Cómo lo adivinaste? —el amigo le miraba asombrado. La tragedia completa fue transmitida de manera coherente en los días que siguieron. El narrador dominaba ya sus emociones; el oyente escuchaba. Shakespeare era otra Sombra que a él se le aparecía todas las mañanas. También conoció a Ofelia en un dibujo hermoso que el amigo quiso dedicarle: «La dulce Ofelia, la razón perdida…» (coronada de flores silvestres, la muchacha bordeaba un regato). Exprimido ya Hamlet, le habló de Julieta y luego del rey Lear, otro loco entrañable. En el silencio de la clase, si era en el instituto, o bien durante la hora de estudio colegial, aquellos personajes nacían de un susurro, ocupaban el centro de un gran escenario allá por los trasfondos de la mente, expresaban en frases memorables el goce de vivir, el deseo amoroso o su ansia de alcanzar un poder absoluto, cantaban su canción y luego, hacia el final, caían fulminados. Ahí está el cadáver del propio Julio César, ante el cual Marco Antonio pronuncia un alegato que enciende a los romanos y el amigo copió en su cuaderno para que el chico lo leyera, y al venir en un papel pautado, aunque faltasen las notas musicales, dejaba oír a través del discurso una potente melodía. La literatura cobraba cuerpo real en aquellos apartes, mientras se reducía en las clases del curso a especulaciones sobre los movimientos literarios, sucintos datos de una serie de autores a cuyas obras no tenían acceso, bastando con recitar los


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títulos de estas y situar al autor en la época y escuela que le correspondiera para aprobar la asignatura. ¿Consistiría en eso el conocimiento literario? Fuera de aquellas leyendas de Bécquer, ¿qué más habían leído? Alguna novela ejemplar de Cervantes, una comedia de Lope de Vega… El chico insistía: —¿Cómo es que un colegio tan grande no cuenta, al menos, con una pequeña biblioteca? —Desde que falta el padre Gilberto esto se convirtió en una caverna —explicaba el amigo. El nombre de ese padre ya lo había oído a los internos veteranos, cuando rememoraban tiempos mejores: —Era un poeta —repetían, puestos por una vez de acuerdo todos. —Ninguno de los frailes se le acerca… —¡No, ni de lejos! —Te llevaba al encuentro de los clásicos como quien va contigo hasta la catedral y luego te anima a subir a la torre… —Y es que a la torre nos llevaba también —puntualizaba otro cualquiera—, y una vez en el campanario le hubieras seguido pináculo arriba, hasta la veleta. —A lo que vamos: te hacía tomar el gusto a Gracián, y a fray Luis de León es que lo tocabas… Sin pretender llegar a esas intimidades, bien hubiera querido tener un profesor así. —¿Y qué fue de él? —preguntó una noche a su vecino del dormitorio. —Desde la guerra lo postergaron con la disculpa de su enfermedad y dejó de dar clase, para terminar llevándoselo a El Escorial casi en secreto. —Sería por los aires de la sierra —dijo con sorna alguien desde otra cama. —Sí, sí, los aires… —apuntó un tercero. Así mantenían viva en la oscuridad la leyenda del padre.


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Ahora el amigo le hablaba mucho de él cuando paseaban por el patio de recreo, señalando la ventana de su habitación en el ala ocupada por la comunidad, y daba pena ver la ventana cerrada. Una tarde lluviosa, para huir de los pasillos atestados, embocaron el largo corredor que se internaba en la parte conventual del colegio, y en la tercera puerta el amigo se detuvo. «Era esta», dio a entender con un gesto. El chico temía que apareciese un fraile y los tildara de invasores. Llegaba poca luz exterior y únicamente al fondo lucía una bombilla. El otro, decidido, puso la mano en el pomo de la puerta y probó a girarlo: el engranaje no ofreció resistencia. La habitación estaba en sombras. Un empujón y adentro. Ahora la mano entreabrió un postigo. —Yo venía a verle muchas veces —musitó el amigo—. Si estudio en el colegio fue por él, que era íntimo de nuestra familia; de otro modo mi padre no me hubiera traído. El chico estaba demasiado asustado para poder soltar palabra, limitándose a recorrer con la mirada la celda que ocupó el religioso, el armario de puertas de cristal repleto de libros, la mesa escritorio, el sillón de cuero, el lecho, sobre el cual, en la pared, quedaba la huella de una cruz. —Se llevó el crucifijo: es lo único que veo en falta. No han tocado nada de las demás cosas, respetan su ausencia, no se atreven… Los libros están todos, aunque ahí encerrados, y no al alcance de la mano, como siempre los dejaba él. ¡Cuánto sabía extraer de ese tomo de mitología! Si le oyeras hablar de Prometeo o del vuelo de Pegaso… A uno le nacían alas, sintiéndose capaz de acometer grandes hazañas, salir en busca del Vellocino de oro… Parado ante el armario, golpeaba los cristales con el dedo: —Ahí tienes tu Ilíada y aquí, sentado junto al padre en este taburete, yo me veía en Troya, te lo juro. Me expuso las razones del bando perdedor, resaltando el arrojo de Héctor, su nobleza:


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«Un guerrero desnudo —así decía— sin las armas prodigiosas de Aquiles, luchando solo como un hombre». Y otra vez señalaba el texto de mitología: —¡Libro inagotable! «Háblenos de los dioses del Olimpo», le pedíamos en clase. «Pertenecen a una esfera distinta del Dios al que rezamos —explicaba—, no debéis confundiros. Ellos no habían creado el universo ni dispuesto las leyes de la naturaleza; eran, por el contrario, hijos de esta y encarnaban sus fuerzas. Tenían un punto flaco: las pasiones humanas, pero gozaban de eterna juventud». Guardó silencio, como si esperase que la voz del padre se hiciera audible para edificación de quien no llegó a conocerle, y a su través hablasen los libros. Pero en la pausa oyeron el ruido de unos pasos aproximándose por el corredor. ¿El director, que justamente tenía el despacho al lado? Los dos amigos no alentaban. Las pisadas rebasaron la puerta y luego se perdieron a lo lejos, por donde el corredor doblaba a zonas escondidas. Ahora había que salir de allí, cuidando antes de cerrar el postigo, y rastrear el pasillo en toda su extensión de una ojeada. Finalizado el curso en el instituto, los alumnos oficiales recogieron sus notas sin grandes sobresaltos, al evaluarse el trabajo del año y la asistencia a clase en menoscabo de las pruebas finales, mera formalidad para los catedráticos. Por otra parte, las dos o tres matrículas de honor eran ya fijas: quizá más tarde, en la Universidad, se revelaran nuevos valores ante otras exigencias. Pero en cuanto se fueron los oficiales, comenzaron a llegar al centro los estudiantes libres, en pequeños grupos conducidos por sus profesores, maestros o clérigos en su mayoría, modestos trabajadores de la enseñanza, para jugarse en una hora todo el curso a una carta. Los medrosos rebaños recorrían los pasillos de un instituto que les venía grande, por donde se


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perdían, hasta encontrar el aula destinada al examen, una sala inmensa para los provincianos que entraban en ella como en el matadero y veían al fondo, en un plano más alto, al tribunal dispuesto tras una larga mesa. Y dado que un bedel cerró la puerta, se desconoce lo que allí pasó. En el colegio fijaron una fecha para dar suelta a los internos, y las familias fueron avisadas. La última tarde el chico hizo su baúl y subió a la azotea para despedirse de las torres. Estaba ilusionado, pues en tal hora comenzaban sus vacaciones y todos los goces prometidos por estas parecían a punto de estallar en el aire. Contemplaba con gusto la ciudad que ya era un poco suya al convertirse en el paisaje urbano de su adolescencia, la base del recuerdo para años futuros. Adonde quiera que ahora fuese llevaría consigo las dos torres: junto con los picachos de la tierra natal, su primera vivencia, estas hermosas torres. Las cimas de la cordillera apuntaban en la lejanía; las torres las tenía casi a la mano, limpio trazo en el cielo. El chico recorría la terraza con los sentidos bien despiertos, sintiendo el alentar de la tarde. El verano, por distintos caminos, se aproximaba a la capital mandando por delante a sus emisarios, los múltiples insectos que avanzaban a favor de vaharadas cálidas, y bandadas de grajos cuyo áspero graznido rozaba los tejados y arañaba las tejas. Cuando distendían la órbita del vuelo, un piano se dejaba oír bastante más cerca. ¿Retendría el piano al amigo que prometió venir a buscarle? Podía estar a la escucha o bien tocarlo él mismo, ya que esperaba desde días atrás, cuando les dieron las notas del curso, que su padre cumpliera una antigua promesa —«es lo que me falta en el estudio», decía—, el estudio de la segunda planta donde pintaba en un caballete, un mundo aparte que el chico trataba de situar al mirar el chalé desde lo alto, como ahora, volcado sobre el resalte que circundaba la azotea. —No vayas a tirarte después de haber aprobado —dijo una voz risueña a sus espaldas—. Ya te vi desde casa haciendo de vigía.


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—Creí oír un piano y me preguntaba… —De ese piano vengo huyendo, no me hables. Tengo una vecina negada, a quien podría dar lecciones de armonía si dispusiera de un teclado. Hoy está la tarde para atacar, no sé, la Marcha turca, enseñar a los grajos y a los incompetentes un canto distinto, mejorar su oído… El mundo necesita una música nueva; con ella cambiaría hasta el color del cielo. El chico escuchaba atentamente. ¿Quién le hablaría así en adelante, a partir de mañana, cuando volviera al pueblo? Solo los árboles en las tardes mejores, o alguna vez el río, aunque en otra lengua. Este era el lenguaje literario, el de los libros que tampoco tenía en el pueblo. Quedaba el recurso de las cartas, si se atreviera a proponerlo. Y de pronto el amigo se arrancó: —A falta de piano para la despedida, y si no tienes nada mejor que hacer, me gustaría enseñarte nuestra biblioteca. ¡Conocer por fin la biblioteca, entrar en la casa! En estos días finales las puertas del colegio estaban abiertas, y salieron sin trabas por el patio de recreo a la parte del ensanche donde el chalé ocupaba su parcela y el cuadrado de césped que le correspondía. De cerca, el edificio resultó más pequeño que visto desde la terraza. ¿Cómo encajar allí un gran despacho para el padre y un estudio de artista? ¿Por dónde iba a entrar el piano, que el chico imaginaba monumental, de cola? Mientras caminaban a la par, pisando tierra, comprobó de reojo la altura del amigo: sí, él por lo menos seguía dando la talla. Bordearon el cierre del jardín hasta encontrar una portilla enfrente de la entrada de servicio. Un banquito volcado en la hierba, junto a un libro con tapas de color. «Cosas de mi hermana», un dato nuevo. El pasillo, en penumbra, cruzaba la casa, dejando ver al fondo el vestíbulo bajo una luz irreal, la de un verano íntimo, velado por cortinas espesas, y más allá la puerta de la calle, cerrada y segura. «Por ahí entran las visitas


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importantes, los clientes del abogado, sus amigos —burgueses liberales, resistentes políticos—», pensaba el chico, sabiendo que en la casa seguían la marcha de la guerra en Europa por las emisiones de la bbc, pendientes de la suerte de cierta lejanísima ciudad llamada Stalingrado. Y en estas, la mano del amigo le detuvo. —Parece que mi padre ya volvió— dijo en voz baja, sorprendido. Estaban junto a una puerta apenas entreabierta —seguramente la del despacho— y dentro se oía hablar a dos hombres. Una voz firme, por fuerza la del dueño de la casa, elevaba el tono: —Pretenden violentar la ley, según su costumbre, cobrarse los derechos de guerra, y hay que llevarlos a los tribunales aunque suponga jugarnos el tipo. La otra voz, temerosa, objetó algo. El letrado insistía: —No podemos rendirnos. ¡Qué más querrían ellos! Los dos amigos se miraban pensando: «Mal momento escogimos». Dentro siguió un coloquio reservado y en seguida el tecleo de una máquina de escribir. Era evidente que no podían entrar, pero el chico sentía tal atracción por la ranura de la puerta que el amigo accedió a desplazar el panel lo necesario para permitir ver de forma progresiva el parqué del despacho, la espalda del cliente, la gran mesa de madera tallada cubierta de papeles, el perfil del abogado —un bien reconocible trazo aguileño— que se inclinaba sobre la máquina dispuesta en un tablero a su derecha, y apuntalando la pared del fondo la estructura de la biblioteca, verdadera muralla a cuyo amparo el profesional tecleaba como quien dispara una ametralladora para defender su posición. El espectacular despliegue de anaqueles con su preciosa carga y en lo alto los remates afilados, pináculos que bien podían pasar por almenas, evocaba los muros de Troya, el bastión acosado a lo largo de los siglos por fuerzas superiores; pero la ciudadela resistía.


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Esa ojeada fugaz le bastó al chico para soñar aquel verano con llegar a tener algún día biblioteca propia. En los cursos siguientes entraría en el despacho, deletrearía con el mayor respeto los títulos famosos y nombres de autores, y después de saludar a Shakespeare, cuyo busto destacaba en vanguardia entre sus obras, subirían al estudio, donde el amigo ya tenía su piano, y en él volcaba una vocación musical que habría de ceder ante planes paternos de sucesión en el bufete, dejando de pensar en el conservatorio madrileño para seguir, en cambio, estudios de derecho. Sufrió entonces un revés de salud y desapareció con la misma premura que se fueron tantos jóvenes por aquellas calendas, tras ensayar prácticas de reposo pronto malbaratadas; enfermedad que el chico contraería también pocos años más tarde, viéndose obligado a abandonar las aulas de la Facultad de Medicina y la marcha junto a sus compañeros durante un tiempo duro en el que viajó solo.


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Un verano, al regresar a casa tras haber superado un curso más de la carrera, cuando las vacaciones comenzaban a dar a manos llenas lo mucho que a esa edad se espera de ellas y apremiamos al cuerpo con nuevas exigencias cada día, me vi obligado a frenar bruscamente. Acababa de cruzar el ecuador de la licenciatura y crucé a nado el río aquella tarde para afirmarme en mis propias fuerzas. ¡Qué frescor traía la corriente, nacida en las montañas donde la última nieve se había fundido pocas semanas antes! El anchuroso valle abierto entre los picos de caliza, las alamedas ribereñas, la extensión de los prados y el resplandor del sol, todo eso se abarca en una brazada mientras se cruza un río. ¿Qué iba buscando en la otra orilla? ¿Un encuentro furtivo? ¿Una fuente? El joven tiene siempre sed. Pero quizá se buscaba a sí mismo, al muchacho del verano anterior, para demostrarle su progreso y desmentir el desfallecimiento sufrido casi al final del curso, una pequeña quiebra no explicada, la insinuación de una febrícula que silencié en mis cartas. («¿Cómo te encuentras?», me preguntaron al llegar en cuanto me vieron. «Adelgazaste mucho.» Parecían intranquilos. ¿Para qué preocuparles cuando esperaba reponerme muy pronto?) Pisé la hierba de la orilla, subí descalzo la ladera hasta la fuente, y en seguida, en tropel, los amigos volvimos al río para cruzarlo en competición, dueños de nuestros movimientos, reyes por un día, que así de crédulos hemos sido todos mientras la juventud que nos posee ha decidido ya dejarnos atrás e irse con la corriente, y aun por delante de ella, en busca de otros cuerpos nuevos.


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Fue aquella misma noche cuando la enfermedad se presentó irrumpiendo en el dormitorio y despertándome de un empellón. ¿Qué es lo que pasa? Que está aquí la sangre, ese fluido vital que anima el organismo y al derramarse fuera de él nos provoca terror y parece anunciar una muerte inminente. La tos obliga al joven que dormía a incorporarse con toda rapidez porque algo asciende hasta su boca viniendo de lo hondo, y con el aire expulsado en un vómito sale un líquido espeso y caliente que al dar la luz se muestra en el embozo de la sábana en forma de una mancha increíble. Si la sangre fuera menos roja… Pero ahí está, excesiva y temperamental, gritándonos la cruda verdad que ahora aceptamos por entero. «Era esto lo anunciado por aquella febrícula…» El debilitamiento, la pérdida de peso: todo encajaba ahora. «La puntilla, el esfuerzo en el río. ¿Dónde querías llegar?» (¡Cómo destellaba el sol en el agua! ¿Quién se resistía?) Y, al acudir un familiar, despertado también por la extraña tos, nos mira con pavor desde la puerta de la habitación, sin atreverse a entrar, súbitamente temeroso, viendo en aquel de quien se despidió pocas horas antes con un tranquilo «hasta mañana» a otro ser distinto, como si alguien le hubiera suplantado, y rememora en un segundo, confundiendo los tiempos, al hermano o al pariente que se vació una noche, muchos años atrás, sobre otras blancas sábanas quemadas luego por temor al contagio. Y cuando hace una inútil pregunta tiene por respuesta otra gran bocanada. Para entonces toda la casa ya está en pie. No tardará en venir un médico, avisado a esa hora intempestiva para que trate, al menos, de contener la hemorragia. Un coagulante inyectado en vena puede lograrlo en breve plazo, alivio momentáneo que deja las cosas en suspenso. Algunos familiares se retiran; uno queda remiso a la puerta; otro, el más allegado —una mujer— ocupa una silla situada fuera del alcance de la débil luz de la mesita, a dos pasos de mi cabecera. Es de esas personas que


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conocen el valor del silencio y, además, ella no necesita hablar para comunicarse conmigo. Creo que está pensando «esto ya lo sabía», y seguro que se lo esperaba desde mi regreso. Cuando trato de girar la cabeza para buscarla en la penumbra, murmura unas palabras: «Procura descansar un poco: aún es muy temprano y mañana nos espera un día largo». «Descansar…» El estudiante sabe lo preciso para barruntar lo que se viene encima: la hemoptisis —nombre que hasta ahora nadie ha pronunciado, lo mismo que mañana y en lo sucesivo nadie hablará de tuberculosis— solo es un accidente llamativo, un toque de atención sobre alguna zona pulmonar dañada que necesariamente tiene que ser extensa para explicar tal hemorragia, y ese daño habrá de restaurarse, si se llega a ello, sin ayuda de la farmacopea. Conoce bien el tema el estudiante, ya les han explicado esa lección: el tratamiento es solo paliativo. «Reposo absoluto», oirá decir al médico la mañana siguiente. No hay nada que objetar, pues el reposo comprende también la emisión de la voz. Reposo indefinido, fiándolo todo a la acción del tiempo. La enfermedad empieza; la vida se detiene: semáforo rojo. El río queda a un lado, lejano, inabordable. Nunca más volverá a intentar cruzar el flujo poderoso, ya jamás lo hará suyo. Si algún día puede acercarse a él habrá de limitarse a contemplar desde lo alto del puente aquel trecho espejeante donde su juventud lo abarcó todo. Fue un instante de triunfo y un reto al destino, mas para el caso es como si la corriente hubiera arrastrado al feliz nadador anegando de golpe sus pulmones. El hombre que está ahí para contarlo es alguien diferente, más cauto y resabiado, que habla de aquel muchacho como quien se refiere a un amigo muerto. «Prometía mucho. Era una gloria verle dar unas cuantas brazadas. ¿Qué no hubiera alcanzado con su empuje?» (¿No guarda cada adulto dentro de sí el cadáver de un joven lleno de promesas a quien ya no se atreve a mirar a la cara?)


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Las etapas de una enfermedad están descritas de manera objetiva en los tratados de medicina, pero el paciente vive la experiencia en forma personal de acuerdo con sus impresiones, que rebasan la mera historia clínica. En mi caso, los primeros días la sensación dominante era el aplastamiento: sentía que me hundía en el colchón por la fuerza de la gravedad, hasta excavar en él un hondo hueco, como el ahogado en el lecho del río. El sueño del ahogado persistió entre la fiebre que siguió a la hemorragia, y luego la ley física que devuelve los cuerpos a la superficie de las aguas me hizo emerger lentamente. Una mañana turbia, mientras la persona que velaba de noche dormitaba en su silla, regresé al dormitorio y a la realidad de mi estado. Tras varias tentativas pude encontrar mis brazos perdidos y por debajo de la sábana hice el esfuerzo que permite al hombre mantenerse a flote. Más ya no pude, pues mi debilidad era extrema. En cuanto vieron que tenía los ojos abiertos me incorporaron para alimentarme. A partir de entonces fui manipulado. Todas las funciones corporales se llevaban a cabo sin moverme del lecho y por intermedio de manos ajenas en la semioscuridad de la habitación. La fiebre cedía posiciones, dejando de retén durante el día unas décimas de grado que inducían gran embotamiento. Los sudores nocturnos, tan significativos en esta afección, libraban, en cambio, de agua al ahogado. Con la cabeza recostada en un almohadón, muy quieto en la cama, me dejaba llevar por la suave corriente del tiempo y por las esperanzas de quienes me rodeaban. Ellos abrieron la ventana para que entrase el soplo del verano, que seguía su curso de gran río tranquilo como si aquí no hubiera sucedido nada. Tras el lapso de paz, que me sumió en vagos ensueños, comenzó una agria lucha a la hora de las comidas, dado que el apetito se ha convertido en su contrario: la aversión hacia los alimentos. Terminan por cebarnos sin contemplaciones como a


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animales que van a ser sacrificados. Las digestiones son penosas y jamás tienen fin, al empalmar con la comida siguiente. Pese a todo, va produciéndose el acostumbramiento a esa forma deleznable de vida que llamamos enfermedad; uno acaba por instalarse en ella y oficiar los ritos cotidianos de comer a la fuerza, comprobar con regularidad la irregularidad de su temperatura corporal y continuar tendido como quien cumple una trascendente misión. Así transcurren las semanas, hasta que poco a poco empieza a preocupar el futuro. ¿No se acercan las fechas de matriculación en la Facultad? ¿Cómo me presentaré ante los compañeros? Preguntas que uno se hace mientras sigue sin moverse de la cama y necesita ayuda hasta para llegar al cuarto de baño. Un renombrado médico especialista de la capital llamado a consulta va a hablar claro, después de percutir mi pecho y auscultarlo minuciosamente para delimitar con el dedo la situación de las lesiones, dibujo que registra en su cuaderno: «Son necesarias varias radiografías para evaluar con nitidez el punto de donde partimos. Las comprobaciones sucesivas indicarán la evolución, que quizá sea larga, pero positiva —a eso nos comprometemos—. El signo de actividad bacilar lo marca la febrícula y mientras esta no ceda es preciso mantener el reposo, que dejará de ser absoluto para pasar a relativo a medida que el enfermo recobre fuerzas. La sobrealimentación resulta imprescindible». Situado en el centro de la habitación irradia autoridad y a la vez despierta confianza, por lo que me atrevo a preguntarle cuándo podré volver a la Facultad. Me mira un poco sorprendido; mira luego a mis padres, que sonríen. ¿Acaso no hemos entendido nada? Coge la silla y viene a sentarse más cerca. «Aquí hay un antes y un después. Estamos al comienzo y ya veremos adónde llegamos. Pon tu voluntad en curarte y evita otras preocupaciones. Colócate al servicio de tu organismo y no interfieras


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el proceso de recuperación. Aprende a respirar: es la tarea que te corresponde. La ventana estará siempre abierta y el aire puro tiene que llegar hasta el fondo de los alveolos. Esa es la lección por aprender, la única asignatura del curso; todo lo demás queda a un lado.» En aquel momento perdí de vista al grupo de compañeros con los que avanzaba carrera adelante. Ellos seguían y no iba a ser posible alcanzarles: me retenía mi cuerpo. Nunca me parecieron tan buenos camaradas, tan valiosos y representativos. El especialista se había retirado para dar algunas instrucciones al médico del pueblo. Mis padres ya no sonreían. Sentí necesidad de pedirles disculpas por defraudar sus ilusiones, pero no encontraba las palabras. Pasados varios días estuve en condiciones de hacer en un coche el desplazamiento al sanatorio provincial, dirigido por el especialista, y situado a una veintena de kilómetros, donde obtendremos las radiografías con imágenes ciertas de lo que se aloja en los pulmones. Guardadas en un sobre las placas, las traemos a casa para custodiarlas como un secreto de familia. No hablaré de ellas ni explicaré mucho del proceso en la carta que escribo al amigo que me matriculaba los años anteriores. En su contestación se hacía cargo: «No te desanimes. Aún tendrás tiempo para incorporarte como libre a lo largo del curso». Era una posibilidad en la que quise creer recordando el pequeño pelotón de retrasados que siempre aparecía por la Facultad a última hora y, mal que bien, conseguía seguir otro año a nuestra retaguardia, camino de la licenciatura. Pero entre tanto yo continuaba igual, no cedía la febrícula, y aquel verano tan prometedor se iba de vacío. No llegaron más cartas de la ciudad universitaria. Cuando anochecía, en la soledad del dormitorio donde guardaba el puesto dentro de la cama como centinela de mí mismo, si alguna luz brillaba afuera me parecía volver a contemplar el


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reflejo en el cielo de los focos de aquella urbe lejana que extendía sus calles sobre una gran llanura cruzada por las vías del ferrocarril, rectas como flechas, y atraídas desde todos los puntos cardinales por la pesada torre de un templo a medio hacer, prisma de piedra roída por el sol de los siglos, que giraba sobre los tejados sosteniendo a pulso una imagen sagrada. Al repasar mi estancia allí descubría lo poco que me había rendido. ¿Sería el precio que pagar por seguir mis estudios de ciencias? Obstruida la vena literaria puesta de manifiesto en el colegio, el exigente ser que todos llevamos dentro no encontraba modo de expresarse, y eso me mantenía siempre en ascuas. Agobiado por los textos del curso, no podía concederme respiro, leyendo solamente en horas perdidas alguna novela policiaca. La época era pobre en todos los aspectos y uno se estancaba en aquella miseria. Mis compañeros, buenos estudiantes, como hallaron en la medicina lo que venían buscando no entendían bien mis inquietudes. A veces, en cualquier comentario, por ejemplo sobre una película, yo alzaba la voz y ellos se interesaban por mi particular visión de las cosas, pero en seguida volvían a sus temas. ¿Estarían en otra Facultad, en Letras o quizá en Derecho, los amigos que me correspondían? Un día me interné por los pasillos de la Universidad con esa idea fija, hasta perderme entre desconocidos que no hablaban, por cierto, en sus grupos de Homero o Virgilio, sino de los asuntos más triviales, incluso de fútbol. Iba con frecuencia a la biblioteca universitaria, alojada en un noble palacio, donde tenían tratados superiores a mis libros de texto, que por ser muy solicitados había de compartir con algún compañero en la mesa bajo la pantalla, y el trabajo común me llevaba a pensar lo bueno que sería leer así una obra de Shakespeare de las guardadas en aquellos armarios, siguiendo en alternancia a media voz el diálogo fastuoso, en vez de aclarar por lo bajo los conceptos oscuros de nuestro libro de consulta. Y antes


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de salir casi nunca dejaba de acercarme al sector de Letras, donde los estudiantes malgastaban el tiempo ante hermosos volúmenes llenos de ilustraciones, con pinturas y fotografías de antiguos monumentos que el interesado contemplaba sin ningún interés, pues para él una obra de arte no era más que el engorroso dato para retener de la lección del día siguiente. ¿Qué cara hubiera puesto de preguntarle con voz emocionada si aquel cuadro era de Boticelli o si la estatua alzada desde el mar a las nubes no sería el mismísimo Coloso de Rodas, de quien ya nos hablaban en la escuela, y cuyas dimensiones exageraba la infantil fantasía? Luego pasaba, necesariamente, ante el bloque de los autores clásicos que custodiaba el empleado desde su cercano sitial, por tratarse de tomos de gran precio y haber sido robados algunos en cierta ocasión, suceso comentado a través de los años hasta convertirse en la leyenda de la biblioteca. Cierta tarde pude dar un vistazo a uno de los libros en la misma mesa del vigilante y bajo su torva mirada, antes de que lo devolviera al armario; se trataba de La Celestina, y estaba tan repleto de notas del responsable de la edición, un erudito desmedido, que no encontré siquiera a Melibea entre la hojarasca. Los rigores del curso se aliviaban un poco con el cine, que ofrecía en sus salas refugio en la crudeza del invierno y aliento a la imaginación. Mis impresiones sobre las películas, confiadas primero a cuadernos personales y pronto reclamadas por revistas universitarias, venían a sustituir a las obras de creación que en condiciones distintas de vida seguramente habría escrito; y por ser sucedáneos, el autor —mejor sería decir el escribiente— necesitaba dar a la materia tratada mayor importancia de la que tenía, invocando aquello del «séptimo arte» para sostener por lo menos el tipo, y siempre se mostraba dispuesto a encontrar en el producto de una industria apoyada en la técnica para explotar el gusto de las masas algo exquisito y minoritario, aunque sólo fuese una secuencia con valor expresivo o el rasgo genial de un director, y buenos directores sí había entonces.


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Horas de gustosa libertad en las tardes de cine. Seleccionada la película en los días previos tras un atento examen de las carteleras, y leídas las gacetillas de prensa donde la crítica y la publicidad andaban de costumbre entremezcladas, llegaba el excitante momento en que uno ponía fin al horario de estudio y salía con elástico paso hacia la sala elegida, por calles contempladas con mirada distinta a la cotidiana, pues ya la proyección parecía venir a nuestro encuentro transformándolo todo: las fachadas, las vidrieras comerciales, las gentes… Y hasta las luces de la tarde y el color de las nubes anticipaban aquello que doraría la vida durante un par de horas, e íbamos silbando para dentro una particular banda musical que eximía a los pies del roce del suelo. El rótulo del local surgía pronto al fondo, ya encendido. En el vestíbulo, junto a la taquilla, algunas jovencitas conocidas de vista del paseo fulguraban bajo los tubos de neón, nimbadas de cosmopolitismo, y sus ojos aún brillaban más al traspasar la puerta ante el portero uniformado, muy puesto en su papel de introductor al templo de la creciente masa de conversos a esta religión nueva, rendidora de culto a las estrellas. Llegaba de la nave a media luz una celestial melodía que nos apresuraba por la alfombrada rampa descendente del patio de butacas, para localizar el número de asiento antes de que el salón quedara a oscuras y comenzasen las apariciones. Los cuerpos bloqueaban el pasillo, con roces imprevistos y balbuceos de disculpa. Ocupada por fin la butaca, encontrábamos en el apoyabrazos el delicado codo de la joven de al lado, que al chocar con el nuestro provocaba un cortocircuito de efecto fulminante, y una sombra espesa nos cegaba. Entonces un rayo venido de atrás, no se sabe si desde la cabina o del séptimo cielo, cruzaba sobre la multitud para proyectar en la pantalla un chorro de imágenes, y con ellas, a golpe de timbal, llegaba galopando también el sonido. Rugía un fiero león exhibiendo sus terribles colmillos. ¡Qué momento salvaje


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y, a la vez, muy bien controlado! Y todo en la película sería así, los brotes pasionales se resolverían mediante convenidas elipsis dejándonos un poco de miel en los labios (hablamos de una época lejana, con creadores imaginativos), y aunque la vecina de asiento respirara con agitación, nunca las cosas irían a mayores, pues al desfallecer la mirada de Greta, un fundido cerraba la secuencia y el guión daba un salto. ¡Extraordinaria sugestión del cine! ¿Qué factores podrían explicarla? El impacto del rayo luminoso sobre el cerebro del espectador, el poder de la música, el ritmo de la cinta, que nos daba cuerda acelerando el latido vital, porque el cine es puro movimiento —por algo la película «se rueda»— y en su marcha imparable arrastraba al devoto hasta un final que dejaba el cuerpo en la butaca como cuando le abandona el sueño. Había que levantarse y salir, vaya fastidio, y allá íbamos poniendo el abrigo sin encontrar al principio las mangas, pues la cabeza seguía en otra parte. Las puertas del recinto, abiertas a traición sobre el calorcito de la sala, no permitían retardos, y el portero, ya sin uniforme y embutido en una gabardina, consultaba ceñudo en su reloj la cercana hora de la cena. Afuera estaba la ciudad de siempre, más vieja y gris ahora de noche, con las hileras de balcones cerrados. Y el rebaño de los aficionados marchaba silencioso, conducido por ideas fijas que eran los flecos de la cinta, sin recobrar aún la personalidad cedida a los actores que vivieron por ellos durante un corto tiempo (corto es, ¡ay!, el tiempo de la vida). Pero al irnos penetrando el frío se despejaba la cabeza, y asumida la medianía propia cada cual volvía a su agujero revestido del sayo provinciano, desprovistas las chicas de glamour y pesaroso el estudiante por haber descuidado sus obligaciones. Las luces del pueblo se apagaban pronto, y en la ventana abierta sobre el fondo nocturno —pantalla velada tras la proyección— el enfermo evocaba sus tardes de cine. Contemplados


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ahora en perspectiva, aquellos años de la Facultad, ¿no habían sido un guión mal enfocado, un filme deficiente? ¡Ah, si la vida le deparase otra oportunidad y tuviera ocasión de rehacerlos, él sabría dar a la acción el sesgo que sin duda convenía! ¿No se ruedan excelentes versiones de antiguas películas? Estaba dispuesto a poner de su parte todo su empeño en el intento. Solo necesitaba que… Y al llegar ahí se agitaba en el lecho y, a pesar de la incipiente helada exterior, el rostro le ardía. «¡Calma, calma!», se dijo, y recordó: «Respirar acompasadamente, eso es lo primero; no abandonarse a las emociones, permitiendo al cuerpo obrar como sabe. El proceso curativo es largo». ¡Y qué larga es la noche en tales combates entre lo mucho que uno anhela y lo poco que puede! Alguien se acercaba a ultimar el día y disponer la pauta del siguiente, pasos bien conocidos y esperados. Las hojas de la ventana fueron entornadas casi por completo. «Basta así, no hay que exagerar. Si te acatarras, no ganamos nada», decía la voz compasiva, la que traía el sueño. Aquella mujer tenía el poder de tranquilizarme, y sabiéndola cerca no me asustaba lo que pudiera venir, esa amenaza de una complicación que pendía entonces sobre el tuberculoso desarmado. En realidad, la lesión pulmonar solo era el comienzo de una afección errática, fase determinada por la habitual vía oral de contagio, y a partir de ese foco el bacilo, libre de movimientos, podía diseminarse por vía hematógena para alcanzar cualquier punto del cuerpo, las sensibles meninges, por ejemplo, un hecho frecuente según las estadísticas y mortal de necesidad. Tal era el panorama que tenían a la vista muchos jóvenes «que hacían reposo», expresión alusiva a la postura y no a la enfermedad responsable, cuyo nombre sonaba demasiado fuerte. Entre los que resistíamos así por la comarca, ganando el precario día a día de la supervivencia en celdas reservadas en la intimidad de los hogares, se había establecido a través de rumores y noticias una hermandad análoga a la existente entre


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los condenados a la misma pena, de suerte que la evolución de uno cualquiera afectaba también a los demás. Precisamente a esta hora de la noche, y por esta mujer, yo conocía la marcha de «los otros». Después de ordenar algo la habitación, vino a sentarse en el borde de la cama y buscó con la mano el relieve de mis pies bajo las ropas para acariciarlos, como hacía en mi infancia. La tenue luz de la lamparita facilitaba estos contactos y también las preguntas reservadas. —¿Qué tal seguirá Carlos? —quise saber. Carlos era un chico rebelde ante la enfermedad, a quien tras varios meses en el sanatorio devolvieron a casa por su indisciplina. —Carlos nunca supo cuidarse y así le va. Lo siento por su madre, que está desolada; hijos como él son un castigo. —¿Y te enteraste de si el Rana salió del peligro? —Porque aquel antiguo compañero de escuela, un pobre ser a la deriva dentro de una familia desastrosa, había recaído últimamente. Ella guardó silencio e insistí. Entonces la mano se apartó de mis pies, eludiendo el contacto. —Rana murió la semana pasada. Se me olvidó decírtelo. Ya a solas, y en la oscuridad del dormitorio, tuve conciencia clara de mi situación. Dejando a un lado las falsas esperanzas con que uno se engaña al creerse amparado por algún privilegio, ¿qué podía esperar yo? Esta enfermedad no se curaba más que en raros casos: solo había en el pueblo un extuberculoso de la generación anterior que podía contarlo, ¿y cuánto le costó mantenerse vivo después de muchos avatares, protegido por su sobrepeso? No le gustaba hablar de aquello, ni de la hermana muerta a los veinte años; conocíamos la historia por otros familiares, siéndonos señalado como ejemplo a seguir: el hombre que cumplió a rajatabla las instrucciones de los médicos y no movía ni un dedo durante el reposo. ¡Uno entre mil, el gran superviviente! Luego estaban los que pasaron al estado crónico,


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«los tísicos»: el fraile del colegio apodado la Muerte, cuya presencia fantasmal descubríamos a veces por los pasillos apartados, o el profesor de la Facultad que a temporadas regresaba a la cátedra para desarrollar tres o cuatro lecciones con su corto resuello, y en seguida volvía a recluirse en la casita de El Pinar, emboscado entre arbustos. Estos eran los que malvivían, pero del número de muertes sabíamos poco, dada la tendencia de los informadores a ocultar las bajas; se iban de tapadillo, como el Rana. Y los demás seguíamos sin poder hacer nada, abandonados por la medicina, que incapaz de curar ensayaba las prácticas cruentas para colapsar un lóbulo dañado o resecarlo de forma parecida a la empleada contra el cáncer. Inmovilizado e inerme, el enfermo veía extenderse la epidemia sobre una población que arrastraba las carencias de la larga posguerra, y además se sentía marcado, portador de un estigma, aceptando el reposo como la coartada del necesario apartamiento. ¿No podría yo escapar de ese círculo, librarme del cepo? Grande como es el mundo, ¿no habría un lugar en él donde ser tratado con un método nuevo y, a la vez, recobrar la dignidad perdida? La impresión producida por el sanatorio provincial donde me hicieron las radiografías, su aspecto de almacén de pacientes, y la sala entrevista de pasada con la hilera de camas apretujadas en el vasto espacio desnudo no llamaban en esa dirección, y desconocía otras opciones. Así vagó el enfermo en las sombras hasta el amanecer, en que quedó dormido. Y el sueño vino entonces a prestar una base, un asiento de piedra a sus deseos. Un macizo granítico emergió de golpe dentro de la cabeza, pantalla panorámica donde cabe todo, y como las cordilleras en la etapa fundacional del mundo, alzó en bloque unas cimas que estrenaban la nieve. «¡Ahí, ahí!», dijo él, maravillado. Quien subió a despertarlo con el desayuno advirtió algo en la expresión del durmiente que le hizo respetar su descanso y darse la vuelta, gracias a lo cual el soñador pudo alcanzar el pico más alto y desde allí hablar con el Sol. Pocos


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días después le llegó un libro que mostraba la pista hacia aquella escalada: se titulaba La montaña mágica. Un joven se dirigía, en pleno verano, desde Hamburgo, su ciudad natal, a Davos-Platz, en el cantón de los Grisones. Iba allí a hacer una visita de tres semanas. Desde Hamburgo hasta aquellas alturas el viaje es largo […]. Se pasa por diferentes comarcas, bajando luego desde la meseta de la Alemania meridional hasta la ribera del mar suabo, y luego, en buque, sobre las olas […]. Ya en territorio suizo debe uno tomar otra vez el ferrocarril hasta una pequeña estación alpina, donde es necesario cambiar de tren, y por una vía estrecha se inicia una subida que parece no ha de tener fin […] es preciso meterse en la montaña por un camino rocoso y salvaje. Hans Castorp —tal es el nombre del joven— se encontraba solo, con sus maletines, su capa de invierno, que se balanceaba colgada de un rosetón, y con su manta de viaje enrollada, en un pequeño departamento tapizado de gris […].

Al sopesar el consistente tomo, sólidamente encuadernado, creí volver a habérmelas con uno de los libros de texto manejados en los últimos años, pero nada más entreabrirlo y ver cómo los diálogos introducían aireadas cuñas en la densidad de las páginas, mientras los personajes venían hacia el lector mostrando casi todos la fina deferencia de padecer su misma enfermedad, un hondo respiro alivió la presión de mi caja torácica. «En seguida te cambió la cara», me diría luego quien entró con el libro, sin saber lo que este iba a suponer. «Puedes retenerlo hasta el mes próximo, en que pasaré a verte antes de volver a la Universidad», indicaba la nota escrita por el remitente, cuyo nombre aparecía también en una de las primeras hojas del tomo, confirmando a su propietario. Se trataba de un estudiante algo mayor que yo, oriundo de una villa cercana e hijo


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de un amigo de mi padre, que tras una dolencia no especificada que le obligó a dejar los estudios se disponía a terminar su licenciatura, y tuvo la atención —quién sabe si sensibilizado por su propio mal— de acordarse de mí y de mi conocida afición a las letras. Después del largo período de abstinencia, ver entrar en el cuarto una novela de tal categoría y a un autor como el gran Thomas Mann explicaba mi sonrisa extasiada. Por algo aquel día fue memorable y La montaña mágica es el título que uno cita en cabeza a la hora de hacer selecciones. Me veo aún leyendo esa primera tarde, apoyado en un codo por la prisa, muy lejos de encontrar la postura que llegaría a adoptar en la cama las semanas siguientes y supondrá el nuevo acercamiento a la vida gracias a la energía que se extrae de un texto. En el impulsivo desahogo —minutos ganados páginas adelante, mientras quien nos contempla con preocupación teme que nos alteremos demasiado y, a la vez, siente cercenar un placer que, al evidenciársele, enternece sus ojos—, Hans Castorp se me presentó al natural, generoso y sencillo (un poco simple, quizás, también, por qué negarlo), estudiante de ingeniería naval que, antes de entrar en prácticas en unos astilleros, aprovecha el consejo de su médico de pasar una temporada en la alta montaña para visitar a un primo por la rama materna —Joachim Ziemssen—, que hace reposo en cierto sanatorio alpino. Todo eso —el personaje, el tren que traspasa una frontera, el país propio que va quedando atrás y luego aquellas cumbres surgidas a distancia— penetró por mis ojos y me fortaleció en una bocanada. ¡Sorprendentes efectos del clima suizo! Con suma rapidez, solo con pasar hoja, me sentí trasladado a un plano superior y decidí afincarme en él; como eso requería un esfuerzo mental con los ojos cerrados, no necesitaba retener más el libro. «No cojas frío, vuelve a recostarte», instaban, además. «Mañana continúas con él, yo te lo traigo», y aquella voz nunca engañaba. El libro, por supuesto, no lo iban a dejar a mi alcance:


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entraría en la habitación y saldría de ella a las horas reglamentarias, como el tren del relato en las estaciones del trayecto. Pero por vez primera después de tantas semanas de abulia, la noción de ‘mañana’ se hizo deseable. Ese día —«mañana», algo que estaba ahí, al otro lado de las horas del sueño— tenía el aliciente de permitirme continuar el viaje, y este seguiría en días sucesivos, por lo menos hasta el mes siguiente, cuando el dueño del libro viniera a recogerlo; y mientras tanto yo contaba con tiempo para hacer la novela enteramente mía, pues desde ahora, desde su iniciación, ya comenzaba a inviscerarla. Hans miró por la ventanilla. El tren serpenteaba, sinuoso, por un desfiladero […]. El agua murmuraba en las profundidades, y abetos oscuros, entre bloques de rocas, se elevaban en un cielo gris como de piedra […] los túneles iban pasando […] y las grandiosas perspectivas y el amontonamiento del universo alpino se abrían para luego escapar en una curva de la vía […]. Hans Castorp se dijo que debía haber dejado tras él la zona de los árboles con hojas y de los pájaros cantores, y este pensamiento de cesación hizo que, poseído de vértigo, se cubriera durante dos segundos la cara con las manos.

Estaba uno tan débil y era tan vulnerable que las emociones del protagonista le afectaban de lleno, sin interponerse entre nosotros filtro alguno. Hans venía a ser un desdoblamiento del joven que leía, su «yo» ideal, forma elegante de esquivar el bulto cuando no nos gustamos. Algo, al menos, teníamos en común: cada uno por su lado, coincidentes ahora en el vagón del tren como el cuerpo y su sombra, viajábamos solos. Mi viaje solitario partía de más atrás y suponía, tal quise presumir, un mayor riesgo, pero en capítulos siguientes sabremos que él conoció la soledad ya desde pequeño, y la figura del abuelo tuvo que reemplazar en la cadena familiar eslabones perdidos, y evocar ante el niño a los ascendientes mediante ese


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prefijo —«Ur- Ur- Ur-…»— que en la lengua alemana escalona las generaciones «con un sonido oscuro de tumba y de tiempos pasados, expresando a la vez una relación piadosamente mantenida con el presente y la vida propia». Mas no hay que adelantarse en la lectura, como yo hacía en aquellos primeros apurados momentos, porque el tren acaba de pararse al llegar a la página cuarta: Se hizo alto cerca de una pequeña estación; era Davos-Dorf, según Hans oyó gritar. Estaba cerca el término de su viaje. Y, de pronto, oyó la voz de su primo Joachim, que decía: —¡Hola, buenos días! ¡Vamos! ¡A bajar! Y al mirar por la ventanilla, vio en el andén a Joachim en persona, con un capote, sin sombrero y con saludable aspecto. —¡Bueno, baja! Parece que no quieres molestarte. —¡Pero si no he llegado aún! —exclamó Hans, absorto, permaneciendo sentado. —Sí, ya has llegado. Aquí está la aldea y el Sanatorio queda mucho más cerca. Riendo, un poco turbado, Hans saltó al andén para saludar a su primo, saludo que se hizo sin exagerarlo, como conviene entre personas sobrias y rígidas… Joachim era más alto y más ancho que Hans; un modelo de fuerza juvenil y como tallado para el uniforme, uno de esos tipos morenos que su rubia patria produce algunas veces, y su piel había adquirido por el aire y el sol un color casi broncíneo.

Pero Joachim Ziemssen, a pesar de su buen aspecto, lleva seis meses en el sanatorio tras ver cortada su vida militar —¿adivinan por qué?— por una hemoptisis. Conocido esto, mi simpatía se traspasó a él, y bien hubiera querido manifestárselo de manera más efusiva que la empleada por su primo. Con los dos nos vamos hacia el sanatorio, en un coche de caballos que esperaba junto a la estación:


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[…] por un camino en ligera pendiente subían rápidos hacia la vertiente cubierta de boscaje; allí, sobre una meseta, una construcción larga, coronada con una torre de cúpula y cuya fachada aparecía cubierta de terrazas y balcones, acababa de encender sus primeras luces.

Es el Sanatorium International Berghof, así, nada menos. ¿Puede siquiera compararse con aquel sanatorio provincial de mal recuerdo? En este hotel magnífico, pues eso parece, y llegando con quienes lo hacemos, seremos aceptados como iguales por la cosmopolita clientela que conlleva sus respectivas lesiones pulmonares con discreción y el mejor de los tonos. Al entrar vemos los salones vacíos; también está vacío el restaurante, que es «claro, elegante y agradable» si se sigue el texto. Los residentes, a esa hora —explica Joachim— «hacen la cura de reposo» en la terraza de sus habitaciones, abiertas sobre el techo del mundo. ¡Qué vida apetecible, dadas nuestras particulares circunstancias! Pues bien, para quedarse uno aquí tan solo es necesario continuar leyendo sin mirar a los lados, para no resbalar al dormitorio de todos los días, más reducido, sin terraza y con un monte enfrente, como saben, carente por completo de magia. También reposará Hans al aceptar la sugerencia del doctor Behrens, el director del sanatorio, que presentado por Joachim, y tras darle la mano, se tomó la confianza de examinar sus conjuntivas bajando con el dedo los párpados inferiores: Naturalmente, anémico, ya me parecía […]. Hamburgo, su insana ciudad, nos proporciona muchos clientes […]. Permítame un consejo desinteresado: haga usted, mientras esté aquí, todo lo que haga su primo, y viva por algún tiempo como si usted tuviera una ligera tuberculosis. Ello le vendrá bien. Y, por favor, compruebe su temperatura, eso no hace daño.


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Reposo a las horas convenidas y saludables paseos por la montaña. Conoceremos a algunos residentes —el locuaz y brillante Settembrini, la encantadora madame Chauchat, rusa de origen— sin perder nunca de vista a los dos primos. ¿Cómo van nuestras relaciones con ellos? A Hans le miramos con cierta aprensión, moviendo un poco la cabeza y pensando «¡Buena te espera!», porque viene a representar «el que uno era antes», cuando vivía desprevenido, mientras Joachim es «el que somos o quisiéramos ser», pues él defiende los fueros del enfermo que no cede en la planta ni el paso y viene a ennoblecernos a todos; por eso su suerte nos afectará tanto cuando… Mas para entonces estaremos a cubierto al haber vuelto a incorporarnos a Hans, desde que el doctor Behrens descubre en su pulmón izquierdo la cicatriz de una lesión antigua e ignorada (¡vaya, vaya!), cerca de otra «húmeda» reciente. Él es, pues, «de los nuestros», como dice el médico, y compartir sus males compromete menos que hacerlo con Joachim. Hans está en los comienzos, creyéndoselo a medias, y seguirle en sus alternativas permite imaginar que mejoramos, lo que invita a saltar de la cama si alguien de casa ofrece apoyo para dar un paseo por el cuarto. Pero el valor de La montaña mágica superaba este juego de simples transferencias y de alivio de cargas en hombros ajenos, rebasando también su función de escenario donde el paciente se ilusiona con ser tratado convenientemente por la medicina, y mientras avanza hacia la curación al lado de agradables compañeros la enfermedad esconde su cara repulsiva bajo las buenas formas sociales en un marco suntuoso, dentro del cual, y en último término, bien podía uno permitirse morir si la descripción literaria del trance resultaba perfecta. Muy por encima de ello, la magia del libro radicaba en su misma construcción, en la propia valía de su texto, y yo, después de tanto esfuerzo para imbricarme entre los personajes, terminé por hacer lo contrario y salirme de la obra para abarcarla mejor desde fuera, sin pretender ventajas personales aparte de la inmensa de poderla leer. Entonces descubrí


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toda la riqueza de su contenido, y la novela desbordó mis manos y empezó a crecer como lo hacen los árboles hasta adquirir forma y altura, cobrando un sentido mucho más general la reflexión constante en torno de la vida y de la muerte que fluía por sus páginas al modo de savia que brota de la tierra. Así vuelvo los ojos hacia aquella experiencia, como quien admira desde cierta distancia la estructura de una catedral o el perfil de un navío que abandona lentamente el muelle dejando tras de sí un surco en las aguas, que eso es el estilo de los grandes maestros. Fueron unas semanas intensas, gracias a los ratos de lectura repartidos a lo largo del día, igual que se administra un medicamento (a media mañana, después del aseo; de tarde, cumplido el reposo; una hora escasa antes de la cena), que extendían su benéfico efecto a toda la jornada, haciendo que me sintiera entre dos mundos, con lo que mi peripecia personal quedaba en poco y resultaba más llevadera. La lesión pulmonar, desde luego, no acostumbra a ceder a la influencia de las bellas frases, pues los bacilos —¡eso se pierden!— son insensibles a la literatura, pero el estado anímico del enfermo mejora, facilitando el restablecimiento. «Esta temporada tiene buen apetito», secreteaban en casa con el médico. Era el resultado de devorar el libro, y cada día lo hacía más deprisa, al acercarse la fecha marcada en que su dueño vendría a recogerlo. También en el Berghof se leía mucho. Se leía en las salas y en los balcones privados del Sanatorio; sobre todo lo hacían los pacientes nuevos y quienes pasaban allí cortas temporadas, ya que los residentes de más tiempo habían aprendido a destruir el tiempo sin distracciones ni ocupaciones intelectuales y a hacer que este resbalase gracias a un virtuosismo interior.


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Hans Castorp se aficiona a leer «hasta horas avanzadas de la noche en su terraza, por encima del valle invernal y encantado, tendido en su excelente chaise-longue y embutido en un saco de pieles, envolviendo además en torno de ese saco, según el rito del lugar, dos mantas». ¿Qué lee con tanto interés este «paciente nuevo»? Libros de medicina y biología que adquiere por su cuenta, serios tratados «acerca de la materia orgánica y sobre las cualidades del protoplasma y el desarrollo de sus formas. Leía tomando una parte ferviente en la vida y en su misterio sagrado e impuro». Y Thomas Mann nos permite seguir el curso de sus pensamientos. ¿Qué es la vida? Una fiebre de la materia que acompañaba el proceso incesante de la descomposición y recomposición de moléculas de albúmina de una estructura complicada […]. Apenas era siquiera materia y tampoco era espíritu puro, sino algo entre los dos, un fenómeno semejante al arco iris sobre la catarata y análogo a la llama […].

Aquellos arriesgados conceptos aclaraban cuestiones que a mí me atraían tanto como a Hans, y por eso apuraba con deleite una parte de la novela que a otros lectores quizá les abrumara. El autor extiende ante nosotros una suma asombrosa de conocimientos y plantea interrogantes que son verdaderas cargas de profundidad. Da muestras, además, de entender a los tuberculosos en su psicología y reacciones; nada se le escapa. Al parecer, acompañó a su esposa durante la prolongada estancia de esta en un sanatorio, y supo explorar subrepticiamente los recovecos físicos y mentales de los enfermos que le rodeaban, llegando, casi puede decirse, a radiografiar en serie las almas y desvelar lo que en estos pacientes había de genérico. Por eso, al hilo de sus observaciones, yo me leía. La trama novelesca, en cambio, me interesaba menos, o así preferiría creer viendo que no iba a poder terminar el tomo.


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«Dejemos a los simples que lean a la carrera para saber cómo acaba la historia —pensaba a fin de convencerme—. ¿Qué importa lo que le suceda a Hans Castorp?», y llegaba hasta a cerrar el libro. Pero duele cortar un texto a medias; da la impresión de que uno falla. Estas tensiones hacían a la novela más apetecible. Al completar cada capítulo me declaraba satisfecho. «¿Para qué más? Ya me he nutrido suficientemente. De aquí no paso.» La montaña, en efecto, quedaba asentada en el cerebro con la solidez propia de las cumbres: «No nos moverán». Pero comenzaba el capítulo siguiente. Unos días antes de lo esperado se presentó el dueño del libro, y su visita tenía que ser agradecida. «Mira qué sorpresa», anunciaron al hacerle pasar a la habitación (por unos minutos me coge leyendo). Hubo que recibirle como si fuéramos grandes amigos, aunque apenas nos habíamos tratado. Bueno, recordaba un viaje en tren, de noche, a la ciudad donde estaba a punto de iniciarse el curso universitario. Coincidimos en un departamento sin luz y vacío, muy apropiado para hacer el trayecto durmiendo, propósito que cada uno por su parte llevaba y contrarió el encuentro. ¡Qué viaje más pesado! El tren paraba en todas las estaciones, desiertas a esas horas, sin poblado a la vista —quizá un foco perdido a lo lejos—, que parecían producto de un sueño. Semitendidos en el duro bancal, con los ojos cerrados, conversamos de largo en la oscuridad, con pausas obligadas cuando el convoy se desmandaba sobre los raíles. Al tomar la palabra después de dar alguna cabezada, yo hablaba como cuando uno lo hace para sí, dado que el otro guardaba silencio y seguramente se habría dormido. Con esa libertad, y dirigiéndome a la pared, puede que me excediera en las citas de lecturas y enumerando películas vistas en el último curso, con la pasión que siempre ponía en ello. —No sabía de tu gran afición —dijo un rato después la voz inesperada, sobresaltándome—. ¿No crees que en esta edad hay que vivir de forma más realista y sin apoyaturas, vivir a lo vivo?


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Contesté como quien acaba de recibir una ofensa: —Te cambio desde ahora la vida por la letra. (No podía ver él mi rostro encendido.) Paramos luego en otra estación como fuera del tiempo. Un ferroviario pasó ante el vagón con un farol de aceite en alto, y a favor de la luz, en un segundo, a través de los párpados apenas entreabiertos, sorprendí al compañero echando un trago de un frasco en forma de petaca que sacó del bolsillo con la avidez y prisa características de los alcohólicos, guardándolo inmediatamente. «También tú tienes tus apoyaturas», me dieron ganas de soltarle, aunque preferí hacerme el dormido. La conversación no volvió a reanudarse. Ya cerca del amanecer, y antes que la ciudad, fueron apareciendo como boyas flotantes en la niebla luces dispersas por el extrarradio. Fuera de la estación nuestros caminos diferían. —Tenemos que vernos. —Claro, cuando quieras. Hoy era el día, dos años más tarde. Aunque se sentó de espalda a la ventana y apenas distinguía sus facciones, me pareció bastante cambiado, como quien ha sufrido una dura prueba. ¿Residuos de su extraña enfermedad? ¿Síndrome de abstinencia? —¿Qué me dices del libro? —preguntó, y aquello sonaba a «¿Pudiste con él?». —Es una novela de aprendizaje; me ha hecho enfermo consciente. —No estoy seguro de que lo entendiera. Se despidió pronto. Había venido en bicicleta y le urgía regresar antes de la noche. —Ahora los días son tan cortos… Estaba preparando la vuelta a la Universidad: —Quiero terminar de una vez todo. Luego, ya veremos. Algo preocupante arrastraba consigo. Y además de esa carga se llevó el libro, lo que hizo que me sintiera todavía más solo a partir de entonces, lejos del Berghof.



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viii La carrera sobre el hielo

Aquel invierno se prolongó mucho. «¿Habrá entrado la Tierra en un nuevo período glacial?», me preguntaba viendo caer la nieve, porque en mi actitud contemplativa, sentado en la cama y bien abrigado, a falta de algún libro interesante prestaba la mayor atención al espectáculo meteorológico. En años anteriores el estado del tiempo era el telón de fondo sobre el que se desarrollaba la vida activa, una circunstancia que no impedía nuestros movimientos y solo contaba al decidir si saldríamos con abrigo o paraguas. Pero un enfermo, al perder entereza, ya no puede hacer frente a los elementos exteriores, y su estado de ánimo depende de la cara que presente el día. Y aunque no le alcancen la lluvia ni la nieve, pues está a resguardo con el embozo como tapabocas, es suficiente la opacidad del cielo para abrumarlo y hasta hacerle perder el apetito. ¿Qué decir de esas jornadas otoñales traspasadas de agua, cuando el viento aúlla como enemigo que ronda la casa? El mundo ya no es habitable para los seres débiles y hay que conformarse con tan duro destino. Pero si al día siguiente asoma el sol, no mejoran las cosas: él se resistirá a salir a la calle, alegando no encontrarse bien. ¿Qué tiene? Entre los familiares siempre hay alguien que llega a comprender esas oscilaciones. El enfermo, sin duda, teme exponerse a las miradas de los curiosos. (Cuando liberan a un secuestrado, este tiende a cubrirse la cara.) Además, ahora está sujeto a una labilidad emocional desconcertante, e igual que su ánimo registra con fidelidad barométrica los cambios climáticos, y cualquier incidente hace


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subir su temperatura (Joachim sabía que la visita de su primo, siendo tan agradable, implicaría ponerse en los 38 grados en las horas que siguieran), parece que un sismógrafo haya sustituido a su corazón, en el cual todo repercute de forma exagerada, sin dar descanso a la aguja de metal que traza una gráfica continua llena de oscilaciones. Puede que el bacilo segregue una toxina sensibilizadora, y que estas reacciones sean, como la prueba de Mantoux, algo específico del tuberculoso, una muestra del solapado envenenamiento a que está sometido y que —si no le mata— va a convertirle por un proceso de metamorfosis en un hombre distinto. Será ese hombre el que al fin un día aparezca en la acera. Ha sido necesaria otra nueva visita del especialista. «Enhorabuena, vas a entrar en el período activo de convalecencia, pasando del reposo absoluto al relativo. El paseo de la tarde, después de dos horas de reposo, dos estrictamente, es una norma saludable y obligada. ¿La febrícula, dices? Mira, mientras no llegues, vamos a señalar un tope, a 37,3, y el día lo permita, tienes que salir. Verás qué pronto notas la reactivación circulatoria y tu humor cambia. Son los efectos del oxígeno puro, y aquí, entre estos montes, es como si estuvieras en Suiza.» La Suiza que se extiende ante mí cuando, dos días más tarde, abran la puerta y cariñosamente me empujen fuera, la conozco bien. La primera salida se reducirá a una concesión a la morbosidad de los vecinos, deseosos de echarme los ojos encima para evaluar el daño sufrido. El sobrepeso les desconcierta. «Pareces otro. ¡Bien te han cuidado!», dicen los que me tratan, y se ríen. Los demás, a prudente distancia, siguen mis pasos de reojo y puedo suponer sus comentarios: «Dicen que va mejor, pero está palidísimo… Siempre mejoran al principio, y luego… Ahora le tendremos a diario en la acera… Así cunde la plaga…». Pronto dejará uno de ser novedad, pudiendo pasear tranquilo, solo observado desde lejos por las inmutables crestas de caliza donde apunta la nieve, para las cuales poco significa una


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vida humana, y desde cerca, con mayor ansiedad, por mis familiares cada vez que paso frente a casa. «No cojas la costumbre de encorvarte», señalan cuando me retiro, lo que quiere decir «no te acobardes». Ellos desearían infundirme mayor entereza, y para contentarlos, ya que mucho les debo, he de procurar al día siguiente (a no ser que el tiempo empeore y pueda quedar libre de presiones en la habitación) caminar bien erguido, con naturalidad y aire despreocupado incluso, pues parece que el deber del enfermo es aparentar que no lo está. Después de estos inicios de recorrido corto, que valieron para adquirir confianza, buscaré por mi cuenta otra dirección más favorable, el camino que deja de lado el barrio de la empresa y por un vallejo lateral conduce a campo libre y remonta un arroyo, guardado, aguas arriba, por una chopera. Es un soto minúsculo, con su praderita y la doble hilera de árboles sobrios, pensativos, despojados —lo mismo que yo— por el invierno y la adversidad, entre los que se tiende el cadáver de alguno, abatido y aún sin retirar. Con ellos el enfermo dialoga sin palabras y puede pararse a su lado sin que retrocedan temerosos, buenos amigos para los malos tiempos, a quienes siempre se recordará como el mejor hallazgo de aquel duro período en que nos apartamos de los hombres. Cuando la tarde se mantenía estable, alargaba el paseo a partir de un punto donde el camino dejaba el arroyo para bordear un terreno en barbecho. Los chopos, entonces, quedaban abajo, y al volverme a mirarlos descubría que una parte de mí, la más necesitada de compañía, aguardaba con ellos hasta el momento de regresar a casa, mientras lo que restaba del joven arriesgado —por poco que fuera— decidía seguir adelante, al sentir desde siempre la llamada del monte en esa hora del atardecer que presta a la naturaleza atractivo y misterio. El aire libre estimulaba en seguida mi cuerpo, que adquiría confianza en sus fuerzas, y a poco que ayudase la luz de la tarde


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y un destello o un pájaro vinieran a avivar el instante, me sentía otra vez dueño de mi destino. Se producía esa mejoría repentina, fugaz como un relámpago, bien conocida por los tuberculosos, y que lleva del abatimiento a la euforia en pocos minutos, siendo igualmente reversible. Parado en un ribazo, ofrecía una sonrisa a cuanto me rodeaba. La soledad era ahora un privilegio, y un sonido cualquiera que llegaba amortiguado para marcar distancias me convertía en el rey del monte, alguien capaz de prolongar a su gusto la tarde deteniendo el reloj y hasta el progreso de la enfermedad. Volver a ser el de antes, ¿por qué no?, recorrer otra vez los antiguos caminos y llegar más lejos que nunca, al corazón de la montaña, aquella cueva de la que algunos hablaban… Pero las sendas a seguir eran otras, más escarpadas y pendientes, y en vez de este camino de abajo, apropiado para un convaleciente, habría que tomar el abierto en la ladera opuesta y hundido como un túnel entre la maleza, que corría un centenar de metros por encima del arroyo. No podía ver ese sendero alto desde donde estaba, pero levanté hacia allá la cabeza evocando correrías pasadas con los otros chiquillos, y hasta creí oír voces perdidas en el tiempo. ¿Voces perdidas? No, pues cada vez sonaban más cerca, siendo, sin duda, las de un grupo de chicos que regresaban de alguna escapada. Quedé escuchando aquellas voces como embelesado. Me parecía recobrar la niñez, casi empezar la vida. Quizás si los llamase, pensé, me esperarían; no hace tanto que yo andaba con ellos. Diez, doce años, ¿qué suponía eso? Diez años, ¡ah!, la mitad de mi edad. Ya no podían ser los camaradas con los cuales descubrimos el mundo trotando por los montes alrededor del pueblo; esos se extraviaron, igual que uno mismo, en la encrucijada de la adolescencia, cuando cada cual tiró por su lado empujado por pasiones nuevas, y sufriendo cambios corporales que desfiguraban al niño anterior hasta hacerlo irreconocible. Fue la vez en que tuve más clara conciencia de lo que suponía el alejamiento de la infancia, algo tan fuera


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de mi alcance como las voces, que ya no se oían. Abotoné el abrigo hasta el cuello y, desalentado, seguí caminando llevado únicamente por la inercia. El límite de mi paseo era el lugar donde una abrupta quebrada del monte socavaba la senda. Una capa de nieve endurecida perduraba en el corte de la grieta a favor de la sombra, reserva del invierno dispuesta como una avanzadilla desde la que iniciar futuras ofensivas sobre el pueblo. Otros días suponía un aliciente acercarse a aquel pobre remedo de un rincón alpino, por estar reciente la lectura de La montaña mágica. Contemplaba largo rato la nieve reviviendo escenas de la obra, y luego me ponía a buscar en la hierba escarchada de los bordes las florecillas que Hans y Joachim descubrían cuando comenzaba el deshielo. Pero esta tierra, ajena a tales delicadezas, no daba flores, y había que conformarse con tomar en los dedos una pizca de nieve y mirarla de cerca como si fuera un diminuto cáliz, antes de que el vaho de la respiración la redujera a una gota de agua, pues los elementos eran así de simples y jamás se prestaban a mi juego. Aquella tarde no apetecía siquiera intentarlo; el goce del paseo también se había licuado y el cuerpo pesaba, por lo que tuve que apoyar la espalda en el resalte de la quiebra, volviendo la cabeza hacia la nieve. Irisaban los cristales del frío que la helada comenzaba a formar sobre la extensa superficie blanca, y al ir amortiguándose la luz de la tarde la única claridad fosforecía allí. De pronto la grieta me pareció una tumba, un osario más bien, dadas sus dimensiones, una fosa común cuya lápida fuera la gran costra de nieve. Incluso quise distinguir algo grabado en ella, un nombre quizá, y con cierto temor me incliné a descifrar lo escrito. No había ninguna letra, sino la huella de una mano abierta, pero una mano enorme, el molde endurecido de los dedos de un hombre, de un gigante, que se valía de aquella señal para hablar con el único ser vivo (vivo por el momento) que dirigía


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sus pasos en los meses crudos hacia ese paraje. Sin duda me desafiaba; yo sentí la afrenta, aunque sin aclararla. ¿Advertiría «¡alto ahí!», delimitando un territorio propio, o incitaba a seguir —«ven si te atreves»— hacia el confín brumoso que me atraía en los días deprimentes, cuando desesperando de poder recobrar la salud soñaba con llegar a romper la cadena y perderme para siempre en la montaña? ¿Pero qué brazo inconcebible pudo alcanzar el centro de la sábana sin necesidad de ningún otro punto de apoyo para estamparse en ella? Ni de lejos, en una torpe prueba, conseguí aproximar mi mano a aquella impronta apabullante. ¿No era este el enemigo que me tenía preso, el genio del invierno, un viejo cruel que atacaba a los jóvenes con un punzón de hielo y hozaba en el costado bebiéndonos la sangre? Entonces ya no había escapatoria, estaba enteramente a merced de su voluntad y todos mis esfuerzos por restablecerme resultaban vanos. Sin ilusión alguna, solo por dignidad, decidí hacerle frente aquella vez. De pie ante la quebrada dejé morir la tarde, convertido en un témpano para estar en plano de igualdad con quien debía reñir la última lucha, y es de suponer que perdí esta, porque los que salieron en mi busca me encontraron caído en el camino. La cobertura de una neumonía viene bien para enmascarar, al menos por una temporada, otros males poco presentables. El enfermo tiene ahora derecho a toser como cualquier vecino, no hay que avergonzarse de la fiebre y puede hablar de su padecimiento sin necesidad de acudir a eufemismos. Incluso admite las visitas, aunque esas nunca le hayan gustado, pues sus ojos son muy escrutadores y a través de la complicación aguda ven que la tuberculosis sigue ahí, en el fondo, y ha sufrido con esto un retroceso que alargará el período de reposo. Las instrucciones del especialista, que vuelve a desplazarse desde la capital y es recibido con la correspondiente ceremonia,


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se hacen más tolerables. Ya no será obligado abrir la ventana, permite dormitar «—si te apetece—» durante las horas de reposo y elimina las habituales inyecciones de calcio. Parece humanizado el gran profesional, que hasta da la mano a quien será pronto colega suyo, según dice. «Podías animarte a hacer esta especialidad y aplicar a ella la propia experiencia. Todo es más factible de lo que supones.» Resulta asombroso lo mucho que se gana en los estudios cuando uno pierde curso. De seguir así, ya doy por terminada la carrera: con otro año de cama, cosa hecha. Mis padres hacen que se lo creen, aunque nunca les vi caras tan largas. Sigue el invierno, pasa un mes y llega el día de volver a la calle, reestreno de la antigua película. Pero ahora no me dejan elegir mis caminos y he de pasear por la carretera, única calle de este pueblo, acompañado siempre por alguien, en régimen de libertad vigilada. La carretera se hacía impracticable en cuanto nevaba, hasta que una cuadrilla de vecinos despejaba la ruta para facilitar el paso de viandantes (escolares, amas de casa con necesidad de hacer sus compras, y algún joven errático con salvoconducto de convaleciente). Los vehículos de motor no contaban entonces, ya que la empresa tenía un trenecillo para llevar hasta los pozos a sus trabajadores y dar salida al mineral hacia los lavaderos, y el autobús de línea apenas circulaba durante el invierno. ¿Qué hacía uno intentando pasear por la zanja abierta entre los montones de nieve, en difícil equilibrio sobre el piso helado, más que ser un estorbo para los otros transeúntes que se disputaban el angosto espacio y hasta le hurtaban el saludo? «Mejor estabas en tu casa», leía en sus miradas de través. Un día de malhumor me negué a continuar aquella pauta de odiosas salidas y para completar la rebelión abandoné la práctica sobrealimentaria impuesta por la fuerza durante tantos meses. Fue un plante irrevocable, aceptado en silencio por los míos, sin invocaciones al especialista, lo que hacía pensar que


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ya nadie esperaba la curación, y estando nuestros días contados se permitía al reo satisfacer los últimos caprichos. Estas conjeturas no podían hacerse de palabra por ser materia reservada y muy penosas para todos (los rostros de los familiares hablaban por sí solos de su sufrimiento). Ahora me explicaba las reglas más laxas en cuanto al reposo, la suspensión de las inyecciones y la condescendencia del especialista doctorando al colega in articulo mortis. Al sentimiento de liberación que suponía eliminar las normas siguió pronto el terror. Me sentí desahuciado, y de las profundidades de mi cuerpo brotó un deseo loco de escalar la pared y huir de la celda. No iba a esperar allí lo irremediable, cruzado de brazos, cuando la salvación quizá estuviera en otra parte —y pensaba en Suiza—. Volví a clamar para mis adentros por la montaña mágica, que se elevaba cada vez más pura en la región del aire enrarecido, donde la enfermedad adquiría un porte noble entre compases wagnerianos; y lo determinante era llegar a ella en un ferrocarril de cremallera, medio de transporte que tenía mucho de mágico también, ahí estaba la gracia de la curación. Si en el monte de enfrente, este huraño cerro provinciano mejorado de aspecto con la nieve que empolvaba sus greñas, existiera un plano inclinado por el que trepase una maquinita, habría una esperanza. Arriba, en una cabaña de las que levantábamos los chicos años atrás, yo estaría dispuesto a resistir como los buenos al rescoldo de un fuego hasta la primavera, que al rebrotar me limpiaría… Así fantaseaba en las veladas de mi dormitorio, a la suave luz de la lamparilla, recostando el cuerpo cubierto por una gruesa manta en la almohada doblada. Todos dormían en casa y yo seguía despierto una hora más, espoleado por la persistente febrícula que no me daba tregua. A favor del silencio oía crepitar el último tronco en la chimenea del comedor, pieza situada bajo el dormitorio, donde solían dejar algo de lumbre para que por el tiro llegase a la pared próxima a la cama una corriente tibia, la única posible cuando


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no se cuenta con calefacción (¿quién conocía entonces esas comodidades?). Si sacaba el brazo de la manta y acercaba la mano a la pared, podía notar aquella ayuda. Al desintegrarse los restos del tronco rodaban hasta la rejilla, y el atenuado choque me remitía de inmediato a la infancia, cuando quedaba leyendo ante el fuego y aquel golpe imprevisto me sobresaltaba, por andar muy lejos con el pensamiento, pues cuando un niño lee a solas de noche suele calzar las botas de cien leguas. Y evocando ese tiempo llegué a sentir tan cerca al niño aquel que probé a hacerle una señal por si respondía, ahora que ya no era posible entenderse con los otros pequeños; entonces alargué un brazo hasta el pie de la cama y piqué en la madera del piso como quien llama suavemente a una puerta, pero sin obtener respuesta alguna. En cambio, sí captaba bien los ruidos procedentes del exterior, sonidos habituales: el campanillazo en las instalaciones de la mina próxima a nuestra casa, aviso dado a la sala de máquinas desde la galería para que elevasen la carga de carbón ya lista abajo, en la vagoneta, y el consiguiente rodar de los vagones, poco después, por un tramo de vía hasta el lugar donde los descargaban. Luego el silencio volvía a extender su dominio, y yo luchaba de nuevo con mis obsesiones: escapar, escapar, pero ¿adónde? Y aunque no levantara la voz, confiando solamente mi angustia a la manta con la que me cubría, alguien también en vela se apresuraba a responderme: era el ave nocturna emboscada en el monte cercano y llamada en el pueblo cabra loca, el terror de los niños que tenían sueño ligero, que dejaba caer con regularidad su graznido cortante: «Gime, gime, no conseguirás nada. Ya no puedes librarte de la pena impuesta». Y a intervalos seguía repitiendo: «¿Escapar, desgraciado? ¡Quia, quia!». Oída la sentencia, apagaba la luz y me deslizaba al interior del lecho hasta que el embozo me tapaba la cara.


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Fue una temporada en la que toqué fondo, y viendo aproximarse el trance de las despedidas quise manifestar a los míos la gratitud debida a sus cuidados, aunque evitaba las frases compuestas, fiando la transmisión del sentimiento a sobreentendidos y miradas tiernas. El efecto de aquella pantomima trágica resultaba terrible para ellos, que se movían a mi alrededor con los ojos nublados. A la ceremonia de los adioses, un velatorio anticipado, solo le faltaba que yo la presidiera de cuerpo presente, y como seguía vivo, eso me sonrojaba. A contrapelo, incluso, comencé a mejorar, cosa desconcertante. Una tarde el termómetro se negó a pasar de los 37 grados; otra, aún bajó un poco: el cuerpo se enfriaba. Días después, mientras comía sin ganas, recobré de súbito el sentido del gusto —¡qué sensaciones nuevas!—. En principio oculté a los demás estos datos para no dar falsas esperanzas. ¿Por qué iba a ilusionarlos si no podría salir del invierno? Pues el invierno no tenía fin y demostraba una resistencia parecida a la mía. Los grandes copos blancos continuaban planeando sobre la comarca, ahora más lentos, seguros de sí mismos, ufanos de tener un alma de perfecta simetría cristalina. ¡Ya quisiera el hombre llevar solamente carga tan liviana! Algunos copos sesgaban el vuelo para venir en derechura hasta los cristales de la ventana de mi dormitorio, donde se adherían con determinación, como si trajeran un mensaje escrito en el más frágil papel conocido, que se licuaba antes de poder leer ninguna palabra. ¿De dónde vendría esta nube blanca, recortada en miles de fragmentos? ¿De Suiza o de más al este, de las solitarias lejanías donde se pierden los límites de Europa bajo inmensas aglomeraciones de nieve? De tales latitudes procedía la seductora Clawdia Chauchat, la enferma más hermosa del Berghof, aquella «loba de la estepa» contra la que previene Settembrini al incauto Hans Castorp. De allí, de Rusia, y aparte de las grandes figuras históricas, yo conocía solo a esa mujer, ¡y cuánto deseaba saber más de ella y de su tierra! Con la nieve


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llegaba de allá toda la sugestión de un mundo helado, y desde el cobijo de mi cuarto, mientras me frotaba los brazos para activar la circulación y desentumecerme, zambullía la mirada en los copos imaginando correr en un trineo por un campo sin fin, cubierto de una espesa capa blanca que oculta toda señal orientadora, y donde la única guía para el extraviado viajero son los ojos de Clawdia brillando como brasas entre la nevasca. La escena fue tan viva que tuvo su continuidad pocos días después, ya no en el aire, sino en el papel, quiero decir, en una novela, la primera de un autor ruso que caía en mi poder y yo leía allí mismo, junto a la ventana. No voy a decir que el libro vino con los copos, pero casi. Los libros llegan siempre, aunque en primer lugar hay que merecerlos y han de ser deseados; luego basta con estar a la espera, atento a la menor señal que indique su proximidad para atraparlos cuando pasen cerca. Señal escuchada la mañana de sol que siguió a la nevada descrita, al hacerse un poco transitable la carretera y aparecer en ella, entre los viandantes conocidos, una figura nueva que llamó mi atención, la de una muchacha sorteando con gracia los obstáculos. ¿Quién podría ser? En casa lo sabían. Aquel invierno vino al pueblo un técnico en busca de trabajo; era un hombre de nuestra región, que al salir de la cárcel donde pasó unos años como consecuencia de la guerra civil, no pudo regresar a Asturias por estar sometido a destierro. Me habían hablado de él y de su circunstancia (desde que la enfermedad me tenía confinado comprendía mejor esas situaciones). Al contar con un puesto en la empresa, acababa de traer a su familia: la muchacha era una de las hijas. De modo repentino, y para sorpresa de los de casa, decidí reanudar los paseos por la carretera. El encuentro se produjo en seguida y un piso deslizante favorece las bromas entre desconocidos; además, en un pueblo pequeño, si yo sabía de ella, ella también de mí. —¿Viste cosa igual nunca? —le dije al enfrentarnos en el estrecho paso abierto.


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—Sí —contestó riendo—. En las novelas rusas que tiene mi padre. Aquel hombre, aparte de los libros que por intermedio de la hija me fueron llegando, vivió a su pesar una tremenda novela carcelaria: condenado en principio a muerte, y sufriendo por ello una tensión que trastornó su sistema nervioso, descubrió en la lectura de los maestros rusos que su mujer conseguía pasarle un escape hacia la libertad mental, imprescindible para el ser humano. Entró así en una dimensión antes desconocida, otra forma de vida a la que la condena no alcanzaba, como el vuelo del águila supera la altura del disparo. «Sigo entero gracias a Dostoyevski», decía. Al tener ocasión de tratarle, reconocido por la riqueza que me transmitía, pude saber cosas escalofriantes, y eso que era en extremo reservado. «¿Para qué vamos a hablar más de aquello?», terminaba siempre. Un título de Dostoyevski —Memorias de la casa muerta—, que recoge los años de destierro en Siberia, podría aplicarse a sus confidencias por el tono sombrío, si bien él prefería referirse a los libros en nuestros encuentros, cortos paseos en los días festivos, de los que guardo un recuerdo confuso al mezclarlos con mis lecturas de las mismas fechas. Yo andaba por entonces más por las calles de San Petersburgo (la Perspectiva Nevsky —Nevsky Prospekt—, ¿qué buen lector no la ha recorrido a lo largo de muchísimas páginas?) que por la carretera del pueblo. Calles peterburguesas del siglo xix, varadas en los textos literarios, por donde cruza un hombre de mirada huidiza, el tipo de la gasa de luto en el sombrero (yo leía aquellos días El eterno marido). Pero si este otro hombre, el que iba a mi lado y me prestaba todas esas obras, hablaba en tal momento de la cárcel —una cárcel de nuestro país—, mi memoria de un salto se situaba en Siberia y en la citada «casa muerta», el primer libro que me había dejado, y aunque trataba de seguir sus palabras, confundía lugares y tiempos, pasando a Dostoyevski cuando escribe: «Nuestro


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penal se alzaba junto a la fortaleza […]. Al mirar por los resquicios del muro hacia la luz de Dios no veías nada, es decir, veías únicamente un poquito de cielo por encima del alto baluarte sacudido por los huracanes […]», y entonces, de pronto, le hacía preguntas intempestivas sobre el aspecto de las ciudades rusas y hasta de las aldeas esteparias, como si él, que nunca había salido de España, acabara de venir de allá, de la tierra del frío. Los vecinos con quienes nos cruzábamos seguían nuestros pasos con ojos suspicaces. «¿De qué podrán hablar esos dos?», se preguntarían. Quizá temieran de nosotros un doble contagio, fuese ideológico o bien bacteriano, en suma, una peste, mientras la conversación sostenida podía versar, quién sabe, acerca del encanto de las noches blancas, tal como las pinta Dostoyevski en la obra de ese título, noches donde el día se prolonga misteriosamente y uno camina como sobre un cable que va, por lo alto, de la vigilia al sueño. Hablando de esas noches abiertas a lo maravilloso, el compañero de paseo hizo un comentario: —Vistas desde la celda, así eran las horas de la libertad. Al contrario de nuestros vecinos, encerrados en su mundo pequeño, nos sobraban los temas pues la literatura da para mucho, y si en Dostoyevski hay noches blancas, a él le van las contrarias, esas de pesadilla, negras noches de perros como aquella de la novela El doble, otra que leí, durante la cual un personaje atormentado, el consejero titular Goliadkin, que anda ya mal de la cabeza, viene a encontrarse sin saber bien por qué (las criaturas de este autor tienen tendencia a vagar perdidas) en el muelle del canal del Fontanka entre lluvia y nieve, y al oír el cañonazo que anuncia la crecida del Neva, otro señor Goliadkin se desgaja del real para su desgracia. Estudiando ese lance, que expresa la quiebra de la individualidad de una forma viva, a mi interlocutor se le reabrió la llaga y dijo con voz grave: —Cuando la angustia aprieta es necesario salirse del cuerpo, que es la prisión peor, nuestra particular celda de castigo, y cada uno se evade como puede, aunque sea a través de la locura.


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Tuvo que pasar mucho en la cárcel, y seguía padeciendo. Su libertad actual era muy relativa, pues las penas se pagan de una manera u otra y hay sentencias de muerte que, aun después de anuladas, acaban con el reo. Había días que al verle ausente, con la mirada turbia, pensaba «este sigue entre rejas», y en la cárcel dejó también uno de sus libros preferidos, es decir, una parte de sí mismo. Se lo dio a un compañero a quien le quedaban años de condena. «No iba a arrancarle algo que leía con tal ilusión y sobre todo con tanto trabajo, porque habiendo aprendido las primeras letras allí dentro tomaba los textos por cosa sagrada, y eso siendo un hombre que en nada creía.» Nunca le pregunté qué libro era: me parecía una falta de respeto hacia el otro, analfabeto redimido, indagar sobre el caso. Quizá aquella obra se escribió para él, con el fin de elevarle por encima de su condición y hacer que ascendiera unos peldaños en la escala humana. Ya me hubiera gustado oír las impresiones de un lector así, participar en sus descubrimientos por páginas ganadas a pulso, en trabajos forzados. ¿No picaban piedra los reclusos cuando los vigilantes les sacaban al campo? Pues este continuaba la labor al volver a la celda, machacando palabras hasta desmenuzarlas para formar con los fragmentos, sílaba a sílaba, la base de un camino practicable a través del pantano que rodeaba el penal, hacia el horizonte despejado. La recepción de libros se producía de modo regular; el devuelto y el nuevo cambiaban de manos, su número parecía inagotable y yo exploraba en ellos un variado país en cuanto dejé atrás San Petersburgo, donde Dostoievski me retuvo hipnóticamente durante semanas entre pobres gentes y seres humillados y ofendidos. ¡Qué lóbregos aquellos interiores y cuánto lodo por los callejones, hacia los que este autor suele llevarnos para mostrar las miserias ocultas de la ciudad de Pedro el Grande! El frío transmitido por sus obras, llegadas con la nieve, hacía tiritar, y yo sentía helárseme los pies mientras, en cambio,


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ardía mi cabeza. Por contraste, notaba que las desgracias de los personajes, aunque estrujaran mi corazón, venían a mostrar, pasado el mal trago, que mi suerte era mejor que la suya, mi cama más caliente y el futuro menos comprometido. Mejoría confirmada cuando al abrir un libro nuevo, esta vez de otro autor, cierto desconocido llamado Nicolai y apellidado (vamos a ver… sí) Gogol —¡qué pocos nombres conocía uno entonces!—, libro titulado Taras Bulba, y del cual mi amigo, contra su costumbre, no me advirtió nada, si bien al prestármelo hizo una pregunta: «¿Montaste alguna vez a caballo?», para recomendar ante mi desconcierto, «¡No sueltes las riendas!»; el propio Gogol agarró mi mano para llevarme por los aires a los extensos campos de Ucrania, donde pude seguir, y ello sin trastornar mis horas de reposo —¡milagros de la literatura!— las galopadas de Taras y sus hijos: La estepa los acogió en su verde regazo, cercándoles por todos lados las altas hierbas hasta ocultarles casi por completo; solo los negros gorros cosacos asomaban sobre las espigas. —¡Eh, jóvenes! —gritó de pronto Bulba— ¿Por qué estáis tan callados como si fueseis monjes? ¡Al diablo los pensamientos! ¡Espoleemos los caballos! Y los cosacos, inclinándose sobre los arzones, desaparecieron entre la hierba en rápida carrera […]. Los pensamientos de los muchachos se esfumaron en el acto y sus corazones latieron como pájaros en libertad. A medida que se alejaban, la estepa tornábase más frondosa. En aquellos tiempos todo el Sur, hasta el mar Negro, era una inmensa extensión verde y virgen. El arado no había penetrado aún en las infinitas olas de plantas silvestres, tan solo holladas por los caballos que se hundían en ellas como dentro de un bosque […]. Toda la superficie de la tierra semejaba un océano verde y oro por el que se diseminaban millones y millones de flores diferentes. El aire estaba lleno de silbidos de


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pájaros. Los gritos de una bandada de gansos voladores eran repetidos como un eco desde un lago lejano. De la hierba ascendió una gaviota, sumergiéndose en las ondas azules del aire; subió a lo alto, y cuando era un puntito negro batió las alas y brilló ante el sol… ¡Estepas…, qué hermosas sois!

Si Thomas Mann supo devolver la dignidad a un joven enfermo que se avergonzaba de su condición, como si la culpa fuera suya, Gogol restituyó al convaleciente el goce de vivir propio de la aún cercana adolescencia, cuando tantos caminos incitaban al ávido muchacho. Recobré esa pulsión, siguiendo a los cosacos, aunque ahora sin dejarla desbordarse por tener la lección bien aprendida. Una savia nueva circulaba por el organismo, no para lanzarlo a la ventura, sino llevándolo por sus pasos contados hacia las tareas del próximo curso. Por primera vez en casi un año busqué los últimos textos estudiados y les di un repaso a escondidas, ordenando los apuntes de clase revueltos con las prisas del examen final, olvidados luego, y que conservaban la premura y hasta un poco del olor a formol que impregnaba las aulas vecinas al vetusto hospital universitario. Regresar a la ciudad de la meseta… ¿Podría hacerlo dentro de unos meses? Nadie hablaba en casa del asunto, dada la persistencia del invierno y las costumbres impuestas por el tratamiento, que por ser obligado y rutinario tendía a prolongarse indefinidamente, pero yo confiaba en las fuerzas secretas que iba acumulando. Era al amanecer cuando sentía rebrotar ese poder como una vibración que recorría mi cuerpo. Todo estaba en graduar la tensión («¡No sueltes las riendas!»), asentado en el vigor de Gogol y sus bravos jinetes. Porque seguía con ellos cada día, y al pasar de una novela a otra, de Taras Bulba a Las almas muertas —de la galopada al viaje en carruaje—, viéndome pronto ya cruzar en tren esa otra estepa que tenía más cerca, daba en pensar con regocijo que quizá desde la ventanilla descubriera a lo lejos, bordeando entre tumbos los


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ondulados terrenos de secano, la troika donde iba Chichikov tras sus proyectos mercantiles, la compra de «almas» (siervos nominales) de aldea en aldea. Chichikov, aquel granuja siempre alborozado y satisfecho de su suerte: Chichikov sonreía, dando ligeros saltos sobre el asiento; le gustaba la velocidad, como a todo ruso […]. Parece que una fuerza desconocida levanta al viajero sobre sus alas, y este siente que vuela […] vuelan las verstas, vuela el bosque con sus oscuras hileras de abetos y pinos, el ruido de las hachas y el graznar de los cuervos; no se sabe bien hacia qué desconocida lontananza vuela el camino. ¡Troika! ¡Pájaro troika! No podías haber nacido sino en un pueblo audaz […]. ¿No eres así tú también, Rusia? ¿Hacia dónde vuelas? […]. Todo lo que hay en la tierra pasa volando junto a ti, se aparta y te cede el paso.

Chichikov se entregaba a un fácil entusiasmo, pero en el préstamo siguiente, cierta obra de Andreiev que me impresionó mucho, un personaje perfilado en trágico, el joven Saschka Yegulev que da título al libro, sentía a su país de un modo distinto. Saschka, que, como yo, dormía mal, presta oídos durante la noche, en su cuarto del hogar familiar donde le consideran casi un niño, al rumor de los árboles doblados por el viento, creyendo percibir en su quejido la ineludible llamada de la patria, en honda convulsión entonces, lo que termina por lanzarle al monte. Eso ya era más serio, y uno, desvelado por lecturas de tamaño calibre, repetía «¡Rusia, Rusia!» para el embozo de la cama, muy emocionado. Rusia de los grandes autores del siglo xix… ¿Qué podría darle yo, aparte de mi ardor de lector entusiasta? Soplaba el viento afuera, sobre los tejados del pueblo dormido, mientras en la completa oscuridad trataba de seguir su rodar hacia el este de nuestro continente. Allí el viento —pensaba— más que soplar «ulularía», como lo hacen gemir los escritores que quieren


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angustiarnos. Aunque había otros, por fortuna, que preferían al toque tremendista la delicadeza de una imagen gráfica, y ahí estaban Turgueniev o Bunin; en uno de los dos —creo que fue en un cuento de Bunin—, leí por esas fechas una frase evocadora del paisaje ruso («La niebla volaba sobre el camino», eso era todo), que me gustaba repetir por la noche para sentirme al punto transportado allá sin perder el sosiego. El viento del invierno en la noche cerrada y uno soñando despierto en la cama… Para seguir así otro rato, lejos, muy lejos y a la vez aquí, a buen resguardo entre las sábanas, precisaba acudir a la pócima mágica de unos minutos de lectura, incumpliendo la norma establecida acerca de mis horas de descanso. Dado que siempre estaba entreabierta la puerta de mi dormitorio «por si pasaba algo», no podía encender la lamparita sin antes cubrir la pantalla con un pañuelo para no delatarme, operación casi delictiva que ejecutaba con sumo cuidado, quedando a media luz; luego acercaba a la incierta claridad el libro y la cabeza, aguzaba la vista, y no diré leía, pues veía muy poco, inhalaba más bien la esencia de las letras dejando a la nariz, siempre en vanguardia por las conocidas razones anatómicas, husmear el texto concienzudamente, y me bastaba captar tres palabras para descifrar o inventarme una frase, el botín suficiente para continuar sin perder ilación dentro del mundo ruso, bajo el influjo de la estrella polar, planeando en la manta con la que me cubría transformada en alfombra voladora, y ya no era la niebla, sino ahora yo quien «volaba sobre el camino». ¿A quién puede extrañar que al levantarme al día siguiente, cuando ante la ventana escrutaba la cara del día, al mirar desde dentro (quiero decir, desde mis lecturas) hacia fuera, esto es, hacia el jardín de casa, la carretera y el monte de enfrente, advirtiera una sorprendente conversión del paisaje? Los árboles del jardín pocas veces conservaban su naturaleza conocida, pasando a ser con gran facilidad imponentes abetos si durante la noche había nevado, o desamparados abedules las mañanas de


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helada, y cambiaban de especie vegetal según el libro que leyese. Por la carretera, en vez de trabajadores que se dirigían a la mina cercana o de ella salían, deambulaban mujiks extraviados, con gorro de pieles en vez de boina. Y en cuanto a mis vecinos, quedaron todos convertidos en tártaros en un abrir y cerrar de ojos, ya que desde hacía tiempo no me entendía con ellos, pues hablábamos lenguas diferentes. Esa iniciática incursión por la Rusia profunda que todo lector hace en algún momento de su vida la realicé aquel invierno al trote y empujado por vientos propicios. No iba tan alegre como Chichikov, saltando en el coche, pero sí con buen ánimo, ya superados los agobios de meses anteriores. El tiempo de la enfermedad, visto en perspectiva, comenzaba a parecerme una novela que yo hubiera escrito poniendo mucho morbo en los detalles. Claro que del embate quedaban secuelas, pues el relato era crudamente realista, pero cuando uno tiene veinte años la ilusión de vivir va pareja con la velocidad y prefiere mirar hacia delante. También hice otro viaje, flanqueado por mis padres, a la capital de la provincia, donde nos esperaba en su despacho, en fecha convenida, el especialista conocido para evaluar mi estado y obtener nuevas radiografías. Él leía en mis pulmones como en un libro abierto, y descifraba a través de la red de manchitas lineales que iban cuajando en el revelado de la placa la batalla desarrollada dentro del tórax, explicándonos su transcurso con la frialdad de visión de un estratega. Mi versión difería, por ser la del cronista que acompaña al soldado jugándose el tipo. El pronóstico favorable había de ser confirmado pasados tres meses. La pauta de tratamiento se simplificó mucho. Iba a poder moverme con mayor libertad y se me permitía leer en la cama después de la cena. «Como Hans Castorp en la terraza», pensé. Tenía un poco olvidado a mi buen Hans con la llegada de los rusos. ¿Y dónde me dejé traspapelado aquel maravilloso


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Sanatorium Berghof, indispensable para la curación?, pensaba, mirando alrededor, cuando regresábamos a casa. Los montes que veía, cerros pardos, mal se correspondían con las mágicas montañas de Suiza por las que, en mi cabeza, aún trepaban los infatigables trenecitos alpinos llevando a los enfermos errabundos y propensos al enamoramiento —debilidad de los tuberculosos— hasta la cercanía de Clawdia Chauchat, luminaria en la noche, fuego fatuo sobre el cementerio, belleza de la muerte. ¡Ah, madame Chauchat, loba siberiana! ¿No había sido ella la que me apartó de Thomas Mann, mente esclarecida, para conducirme junto al febricitante Dostoievski? Pero el conocimiento del universo ruso y su literatura me sentaron muy bien, no podía negarlo, y ahora volvía a casa para seguir entre esos personajes, presentes e incorpóreos en la penumbra de mi cuarto, mientras los otros, los de carne y hueso, me ayudaban a salir del trance de una vez con aquella terapéutica doméstica que proporcionaba tan dulces cuidados y una ternura familiar inencontrable en el Berghof. Atardecía cuando nos acercábamos al pueblo, y allá, por los altos del valle —pues a este, viniendo de la capital, se lo abordaba desde arriba— sorprendí un resplandor que parecía anunciar la primavera. Hubiera querido prolongar algo más la parada que hizo el autobús de línea, quedar allí deteniendo el instante para romper el flujo del tiempo que nos llevaba a todos como encadenados (se ven las cosas de otro modo cuando uno sale de la cárcel por algunas horas). ¿La primavera, dije? Pues de promesa no pasó, porque en los libros de los autores rusos, que eran lo que tenía más cerca y apenas dejaba al contar con permiso del especialista, comenzó a nevar a lo grande. El temporal llegó en un relato de Bunin, que comienza así, de buenas a primeras: «Al anochecer se levantó una borrasca…». Esa hora, para mí, una invernal zambullida en la noche, ya había pasado. Una vez me subieron la cena a la cama, los de


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casa se acostaron. Ahora yo velaba por ellos, vigilante en mi puesto de guardia, semierguido y apoyando la espalda en la almohada doblada, ya saben. Postura filosófica, honda meditación (así creería, al menos, quien atisbara desde la puerta), diálogo con la manta que me roza los labios… ¿Una borrasca en Rusia? «Venga, venga…» Tiene el tomito tapas amarillas, con el título en rojo: En el campo. Ivan Bunin. Alejada de las carreteras, de las grandes ciudades y de las líneas férreas, había una granja: Luchezarovka. A su alrededor alborotaba el viento como el mar y hacía humear en el patio los altos y blancos montones de nieve parecidos a túmulos sepulcrales […].

¡Luchezarovka! Basta el nombre para que nos sintamos frente a ella, resto de una aldehuela ya desaparecida. ¿Vive alguien en la granja? Sí: vemos una luz. El viejo propietario resiste en esa última trinchera, mientras su familia eligió la ciudad, al casarse la hija. En vísperas de la Navidad llega un acostumbrado visitante, el antiguo ordenanza del señor en tiempos de la guerra de Crimea. «¡Selam Alekum!», se oye en el patio, y esta salutación tártara despierta multitud de recuerdos. Los dos hombres están solos. La criada falta por temporadas, y el aldeano que hace de cocinero ha ido en busca de provisiones y tarda demasiado en regresar —quizá no pueda por el temporal—. Pasan las horas; arrecia la borrasca. Una vez, ya de noche, abren la puerta sobre el huracán y soplan en el cuerno de caza como señal que oriente al criado. («El vendaval cogía estos sonidos y los llevaba a la estepa sin fin, hasta perderse en las tinieblas.») Imposible forzar la barrera de nieve acumulada en el patio para acercarse al cobertizo donde guardan la leña. Y sin esta, ¿cómo encender la estufa? Al fin deciden deshacer una silla y


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los restos de unas butacas amontonadas en el desván. Ahora ya tienen fuego y se solazan ante el samovar, cantando incluso canciones de otro tiempo: ¿Por qué estás triste y silencioso? ¡Choquemos los vasos, bebamos el vino para olvidar nuestros dolores!

El antiguo ordenanza entona por lo bajo, para sí, uno de los versos: Por muchos años no tuve hogar… (Cantaba con voz quebrada [anota Bunin], encogido en la butaca y con la mirada fija en un punto…)

Larga es la noche previa a la Navidad. Los dos viejos, a través del sueño, se daban cuenta de la endeblez de su refugio, cuyas paredes tiemblan en el encrespado mar de nieve que azota las ventanas. Al despertar encienden una vela, una debilísima luz. ¿Dónde estaba el fulgor de la fiesta? Comienza a amanecer con lentitud. De pronto, caen unos ladrillos del techo: el viento acaba de derribar la chimenea. Los compañeros de armas se miran con pavor. El enemigo ya está dentro. Ante tales augurios, quise fortificar mi posición en las horas que seguían a la cena pidiendo que cerraran la puerta del dormitorio «para evitar corrientes de aire», y subiendo cada noche un poco más la manta-capote, que de los hombros saltó a la cabeza hasta formar sobre ella una capucha, como quien se desplaza en un trineo, y es que ahora, en las historias, aparecían trineos por doquier llevando personajes de Puschkin. ¡Alexander Sergueich Puschkin, bienvenido fuiste a mis veladas! Aquel libro prestado recogía varios de sus relatos, con el título del primero de ellos: La nevasca. ¿Qué cabía esperar con


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ese anuncio? Viento y nieve, claro, y hasta el punto de marcar el destino de la pareja protagonista, ella hija de un propietario rural y él un oficial pobre, que han decidido casarse en secreto a medianoche, y sale cada uno por su lado, cuando todos duermen, hacia la iglesia de otra aldea, donde aguardan el pope y unos testigos concertados (y en medio surgirá la nevasca por su propia cuenta). El novio se extravía en el trayecto. Noche agitada, fecha histórica: hay otros militares vagando por los campos entre el temporal, pues el rápido avance de Napoleón mantiene a Rusia en tensa vela. Ajena a todo ello, la novia deja la casa a la hora convenida, cruza entre airadas rachas el jardín acompañada por su doncella, y monta en un trineo que parte de inmediato. A la mañana siguiente, hete aquí, la señorita está en su cuarto; por la tarde se siente mal, ha de venir el médico, y durante dos semanas se mantuvo «al borde del sepulcro», puntualiza Puschkin, quien, no olvidemos, es un autor romántico. ¿Qué habría ocurrido en la noche aquella? Nada se nos dice por ahora; el relato, compuesto con gran habilidad, se ofrece segmentado, y sólo sabremos que el pobre oficial que perdió el camino entre la nieve caerá en Moscú la víspera de entrar los franceses, porque a esa última cita siempre se llega. ¡Ah, pero Puschkin sabe encajar todas las piezas sueltas para ofrecernos una resolución prodigiosa! Van dos nevadas, y en total fueron tres al sumarse luego la descrita por Tolstoi en Amo y criado. Tres nevadas enormes, abusivas: la que cerca a los hombres en su casa y se resiste bajo techo hasta que el techo cede; la que doblega en descampado la voluntad de los viajeros, y, finalmente, la nevada mortal, definitiva. Por entonces, además de la manta, yo contaba para estas travesías bajo cero con la reserva de calor de un ladrillo que me subían del horno de la cocina, envuelto en una prenda de lana. «¿Ahora te acuerdas de él, cuando el invierno acaba?», preguntaban. ¿Y qué iba a hacer, con tanta nieve?


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Amo y criado fue lo primero que leí de Tolstoi. Mi querencia al autor parte de ahí; conservo intacta la emoción de esa hora. Prefiero no desmenuzar el relato, que tiene las estrictas dimensiones de un cuento y, aun así, llega donde nadie alcanza. ¡Aquello sí que era nevar! ¡Y con qué fuerza arde un corazón en la garra del frío! He hablado de las noches, pero en seguida comenzaron a hacerse notar más las mañanas, y en cuanto el sol asomaba su nariz, un gorrión inmune a la helada venía a mi ventana para picotear el cristal con denuedo; era como la dulce instancia de la vida: «¡Levántate y anda!». Fiel a sus ciclos estacionales, la vida, en efecto, esperaba fuera, dispuesta a desplegarse a nuestra vista cuando abrieran las yemas que apuntaban en las ramas escuálidas. Una mañana desperté muy temprano con la impresión, generada entre sueños, de que tal hecho se había producido, y envuelto en la manta de pies a cabeza salté a la alfombra para comprobarlo. Era una hora imposible y la tierra dormía todavía. El cristal empañado distorsionaba la visión, dificultada aún más por la niebla reptante, pero allí tenía el mundo donde debía iniciar otra etapa crucial de mi existencia, la afirmación del ser sobre el no ser, con la reanudación de los estudios. Duro se presentaba el escenario en contraste con la caliente cama; a pesar de ello, noté que muchas cosas tiraban de mí hacia el exterior, el campo de la vida, deseos inconcretos y a la vez apremiantes, mil impulsos revueltos, y con gran nitidez sobre el ruido confuso sentí al río llamarme desde el fondo del valle. El río del verano: los derechos del cuerpo… ¿Es que acaso quería volver a repetir la lamentable historia, como insecto que vuela a abrasarse en la lámpara? Muy distinto camino debía seguir yo, de acuerdo con mis limitaciones. Para dar gusto al cuerpo, tan exigente siempre en su voracidad, se necesita un cuerpo vigoroso, pues lo que obtiene es a su propia costa, y en mi estado actual —el del superviviente— puede decirse que


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vivía de prestado, sin poder permitirme mayores dispendios. Contaba con lo justo para seguir en pie, y ya veríamos adónde llegaría. Las renovadas fuerzas que notaba no eran ciertamente materiales ni aprovechables en el terreno físico; proporcionadas por mis lecturas, esas fuerzas no revertían al cuerpo, no llevaban al río, sino hacia la evasión de las montañas, las cumbres ideales de los grandes autores, maestros de las letras y también de la vida. ¡Cuánto había aprendido yo con ellos! «Dostoievski, Gogol, Andreiev, Tolstoi…», nombres invocados mientras seguía mirando afuera, al paisaje desierto y congelado. ¿No tendría el amigo otros libros de Tolstoi? Me atreví a preguntárselo unas horas después, cuando hice por verle (hasta entonces leía lo que a su voluntad él me prestaba). «No tengo todos los que quisiera», contestó secamente, y temí haber herido su fibra sensible, pero a poco me envió por la hija una obra del autor, de contenido en parte autobiográfico: Los cosacos. Los buenos libros siempre le parecen al lector escritos a su exacta medida y de acuerdo con sus necesidades. El personaje principal nos representa con toda propiedad en las reflexiones a las que se entrega, y que sin esfuerzo y casi con las mismas palabras superponemos a nuestros pensamientos. Mira por dónde, aquí, en Los cosacos, el joven Olenin —el Tolstoi joven— que abandona Moscú una noche en trineo huyendo de su sombra, y camino del Cáucaso, donde va a servir en un regimiento, proyecta convertirse en otro hombre superando errores anteriores, recogía el anhelo del estudiante que al zafarse de la enfermedad quiere emprender una vida nueva. Para escapar a la atracción del río, ¿no volvía yo la vista a las montañas? Pues cuando aquella noche comencé Los cosacos, y al lado de Olenin partí hacia el sur, vi levantarse del fondo de la estepa hacia los cielos esas moles enormes, entre el polvillo helado que despedía la nieve del camino. Olenin hace el viaje con la ilusión de ver la cordillera de la que tanto le hablaron, pero cuando una tarde se la señala el


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conductor, solo distingue una oscura mezcla de montes y nubes, y se siente engañado. Al otro día despertó con frío, y ya en marcha miró hacia el fondo con indiferencia. La mañana era clara… De pronto vio, a veinte pasos —según creyó en principio— masas de una deslumbrante blancura, cuya línea de cumbres se dibujaba con gran precisión sobre un cielo lejano. Al comprender lo distantes que estaban y la grandeza de su altura se sobrecogió, creyendo que era un sueño. —¿Qué es esto? —preguntó. La cordillera parecía huir por el horizonte a medida que avanzaban, y sus cumbres rosadas refulgían bajo los rayos del sol naciente. Olenin se asombró; luego quedó arrobado contemplando la cadena nevada que no surgía de otras ondulaciones, sino de la estepa, y huía ante él, y al penetrar aquella hermosura acabó por sentirla enteramente. Desde ese momento, todo lo que vio y cuanto pensó fue adquiriendo un carácter nuevo a través de la majestuosidad de las montañas. Los recuerdos del pasado, sus triviales ilusiones, se desvanecieron. «Ahora es cuando empiezas a vivir», parecía decirle una voz solemne.

Fue una carrera llena de alicientes, y así como Olenin salva en un soplo el lapso que le lleva hacia otra vida, yo, acompañándole y fascinado por la belleza de las mismas montañas, dejaba atrás el tiempo de mi enfermedad —otra larga carrera sobre el hielo—. Y al final del invierno literario me encontré con la primavera asentada en el pueblo, a mi alrededor, y ya restablecido.


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ix Frutos de los árboles

Joachim se marcharía. Descendería por el ferrocarril de vía estrecha y luego, más allá del gran lago, cruzaría el país. Viviría allá abajo, en la llanura, entre hombres que no tenían idea del modo conveniente de cuidarse y no sabían nada del termómetro, del arte de arroparse, del reposo y los paseos diarios.

Al cabo de año y medio en el Berghof, Joachim regresa al llano impelido por su vocación militar, y también yo, después de un tiempo similar, volví a la ciudad de la meseta y a la Facultad de Medicina. «No puedo esperar más; es preciso que cumpla mi servicio», plantea él con valor «en actitud rígida, los tacones juntos» —cuenta Thomas Mann— al reticente doctor Behrens, que quiere prolongar otros seis meses su estancia en el sanatorio para darle el alta con mayor garantía. Joachim insiste y el médico explota: «Se marcha usted bajo su propia responsabilidad. Yo no respondo de nada». Con este precedente, y sin el temple del joven militar, se me quebró la voz al tratar ese tema con mi especialista, que fue menos duro y no puso trabas al intento, siempre que continuara cuidándome: «La enfermedad es traicionera, ya sabes». (Más que saberlo, yo lo suponía, y con los años iría aprendiéndolo de manera imborrable, en carne viva.) Así, salí de casa lleno de recelo, y aunque siguiera los pasos de Joachim considerándome muy afortunado, algo tiraba de mí hacia atrás, hacia el protegido dormitorio bajo el techo paterno, y comprendí las razones de Hans Castorp para no acompañar a su primo:


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Hans había adquirido la costumbre de vivir allí y ese género de vida le resultaba agradable, era el único que podía imaginarse y que le concedía la ventaja de hallarse tendido al abrigo de los elementos y de poder soñar en todo.

Mitad Joachim y mitad Hans, llegó el estudiante al final de su viaje a la estación donde le esperaba un grupo fiel de compañeros. Las cartas cruzadas con algunos de ellos lograron mantener el lazo amistoso, y por un momento nadie recordó que nos separaba un curso completo y ya nada sería como antes. Tampoco yo era el mismo, a fuerza de escindirme entre los dos primos, pero eso los amigos no lo notaron, dada mi evidente masa corporal de etiología sobrealimentaria, que me hacía bien visible a pesar de tantas divisiones. Al día siguiente, en la Facultad, comprobamos que nuestros horarios no coincidían, y ese desajuste iba a distanciarnos. Incorporado a un curso de tipos extraños, en los intermedios de las clases deambulaba solo por los largos pasillos, y si casualmente veía de lejos a uno de los antiguos compañeros corría hacia él, creyendo recobrar el tiempo pasado. Algo comprendieron, y a veces me buscaban hacia el mediodía, sentándonos un rato en un jardín cercano, junto al sanatorio antituberculoso levantado allí por esos años, donde hacía guardias uno de los amigos, buena garantía para una emergencia que obligara a salir de la casa de huéspedes. Nunca les hablé de mis temores, que casaban mal con sus ilusionados planes de futuro a la vista de la licenciatura. Lo tenían todo a mano: la vocación, las aptitudes, la excelente salud, que daban por segura y apenas valoraban. A su lado la vida se ofrecía factible, como en el arranque de nuestros estudios y el estreno de la juventud. Yo les escuchaba silencioso, y no faltaba quien me diera entonces un golpecito de ánimo en las espaldas pronunciando mi nombre, y sin necesidad de otras palabras


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era bien fácil entenderle: «También tú llegarás…», leía en sus ojos. «¡Tienes tan buen aspecto! No debes preocuparte por nada…» (¡Qué buen compañero!) Mas yo me preocupaba por lo que sabía. ¿Y qué sabía uno que ellos ignorasen? Aparte de haber visto cómo irrumpe la sangre cuando menos se espera echando abajo todos nuestros proyectos, sabía que Joachim ha de volver al sanatorio desde la academia militar donde se creyó a salvo por unos pocos meses. Pero no iba a contarles el penoso suceso: Hans Castorp recibió en ese tiempo breves noticias de su primo. Primero buenas, alegres; luego menos favorables; finalmente noticias que disimulaban mal algo muy triste.

Tras la feliz impresión del regreso y de la acogida en la academia, relata los progresos en su promoción y habla del entusiasmo que siente por someterse a una disciplina de hierro: No había hombre más feliz […]. Eso duró hasta la proximidad del verano. Anunció, entonces, que guardaba cama: gripe, cosa de días […]. A principios de junio reanudó su servicio, pero pronto tuvo necesidad de hacer una consulta médica y todo dependía de aquel resultado.

La noticia siguiente que recibe Hans es un telegrama de la madre del primo, rogándole que reserve para fecha inmediata dos habitaciones en el sanatorio. «Déjate de novelas y hablemos de la vida», me hubieran dicho los amigos. Ellos creían dirigir su destino soslayando voces agoreras, y para que el mundo continuase marchando era conveniente que pensaran así. Pero yo temía que mi suerte se jugara con la de Joachim. Regresa este al Berghof, acompañado por su madre, para hacer «una pequeña cura complementaria», según le prescribieron


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en el llano, y el doctor Behrens comienza imponiendo cuatro semanas de reposo en cama «para evitar cosas más graves». Aunque inquieta, la madre, al verle bien atendido, no tarda en marcharse, y promete volver a recogerle cuando termine el período de cura, allá hacia el otoño… El joven militar cumple disciplinadamente las ordenanzas médicas, y transcurridas las cuatro semanas se recupera en amenos paseos con Hans y Settembrini. En octubre (ya está aquí el otoño) les vemos una tarde, sentados en la terraza del Casino de Platz. Bebe él limonada por sentir esos días cierto ardor de garganta. Hans le nota algo ronco, y descubre además en los ojos del primo una profundidad desconocida (ahí queda eso, para aviso del lector sagaz). ¿Qué puede esperarse? La exploración de Behrens detectará pronto la invasión bacilar de tráquea y laringe, una de las varias fases terminales reservadas a los tuberculosos: solución final. «Como soldado y como valiente», titula Thomas Mann este capítulo que describe el avance del proceso. Siendo necesario en el Berghof guardar siempre las formas, todo se desarrolla limpiamente. El enfermo hace gargarismos, seguirá dieta blanda para evitar los atragantamientos que causen mal efecto en el comedor y podrá pasear —en trayectos, eso sí, limitados— mientras el cuerpo se sostenga. Ahora los primos salen solos y hablan poco, «guardando silencio sobre muchas cosas naturales que no hubiera sido correcto tratar». Joachim camina con la cabeza baja: «miraba el suelo como si se considerase de la tierra». En noviembre, con nieve, y no admitiendo ya la dieta blanda, por lo que únicamente se alimenta con líquidos, no abandona el lecho. Es el momento de avisar a la madre: La señora Ziemssen daba la impresión de haber venido a pie desde Hamburgo hasta Davos.

Al lado de la madre, junto a la cama del enfermo,


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Hans le veía ahora con los ojos de ella, y comprendía con toda claridad lo mismo que la madre comprendía, y lo que, sin duda, Joachim sabía mejor que nadie, esto es, que era un moribundo.

¿Por qué al acercarse el final es cuando se despiertan ciertas ilusiones? Joachim iba a la muerte con plena conciencia, en paz y satisfecho de sí. Pero en la última semana, cuando la debilidad del corazón se hizo sensible, hablaba de su vuelta al regimiento y de la parte que tomaría en las grandes maniobras que creía continuaban todavía.

Ese fallo cardiaco abrevia el desenlace. El doctor Behrens lo celebra: Así no llegaremos al edema de la lengua y a otras viles cosas, y se evitará mucho jaleo. Dormirá y tendrá sueños agradables.

Mas lo que duele a los allegados es presenciar el desmoronamiento, la mutación veloz de la persona: Al haber dejado de afeitarse en los últimos ocho o diez días, su rostro estaba encuadrado en un collar de barba negra, una barba de guerrero […]. Se convirtió en hombre maduro a causa de esta barba, y quizás no solo a causa de ella. Vivía deprisa, como un mecanismo de reloj que se estropea, franqueaba al galope las edades que no podría alcanzar en el tiempo, y durante las últimas horas parecía un anciano.

(La muerte está a la vuelta de la página.) Recordando todo esto, yo a veces tiritaba cuando los amigos se iban y quedaba unos minutos más, muy pensativo, en el


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banco cercano al sanatorio. En aquella ciudad, y a pesar del sol, el otoño era crudo. Mi pensión estaba situada en una plazoleta de aire suburbano, casi de poblachón, pero no lejos de la Universidad y con la Facultad de Medicina cerca. Entré en ella al comenzar la carrera y me consideraban de la casa, donde permanecía como único huésped ahora que la familia tenía otros ingresos. Volví a ocupar el reducido dormitorio de años anteriores, encajado en una alcobita abierta por sus puertas vidrieras, revestidas de papel de color, sobre una galería acristalada. En ese doble espacio solo me movía yo: cuarto y galería formaban una pieza de pocos metros cuadrados. Desde allí, como si pilotara una azotea, dominaba los patios posteriores de las viejas casas de aquella manzana, polígono de forma irregular y anárquica traza, con una perspectiva de tejados en la que se alzaba como referencia la desgarbada torre de la catedral, girando siempre. Una mesa camilla con faldas y brasero ocupaba el centro de la galería, y en ella me servían las comidas, pues la cocina estaba a unos pasos. Y en tan corto trayecto, la criadita famélica que traía el desayuno se las arreglaba en un periquete, nada más dar la espalda a la patrona, para escamotear un trozo de pan de la barra del racionamiento. En la misma mesa estudiaba de noche. Los primeros días no pasé de disponerme a ello. Todo estaba a punto ya en la mesa, con las piezas en orden de batalla (la voluntad, el recién comprado libro de texto, fresca la tinta de la imprenta, suficiente luz, el sosegado ámbito nocturno con la ciudad dormida afuera, el pulso favorable: «Aquí estoy —me decía— se me ha dado una segunda oportunidad y no puedo perderla…»), y sentía tal contento de volver a estudiar que no lo hacía. Se presentaba tan propicia la noche, aprovechable hasta en sus más íntimos resquicios, que me dejaba invadir por la euforia, camarada falaz que al dar todo por hecho termina desviándonos de nuestro trayecto.


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El libro continuaba sin abrir, allí donde a otras horas me ponían el plato. Por cierto, ¡qué tomo tan grueso! En cursos anteriores no eran así. Es que me acercaba a las alturas de nuestra carrera, entrando ya en el templo de Esculapio, las Patologías médicas y quirúrgicas, y este era el primer tomo de la médica, que correspondía al curso actual, mi curso, quedando otros dos tomos para los años sucesivos. Miraba por un lado y otro el imponente bloque de papel editado en rústica, pero no lo abría, sabiendo que su contenido se desperdigaba: los cuadernillos, pendientes de unos hilos, íbanse cada uno por su lado y había que rehacerlo volviendo a cerrarlo. Con la contemplación parecía hincharse más, cobrar importancia, y a la vez yo me empequeñecía. «¿Quién puede con eso?» «Pues con él han podido ya tus compañeros, que ahora van por el tomo segundo», replicaba esa voz interior impertinente que se complace en aguarnos la fiesta. ¡Cuánto abruma sentirse a un curso de distancia de quienes, antes a nuestro par, nos han adelantado! Llegado ahí, me notaba abatido. En el silencio extenso de la hora, el pitido de un tren, un expreso que salía a las dos hacia el norte y era mi preferido en años anteriores para el regreso a casa en vacaciones (viajes nocturnos hasta la capital de la provincia, cuyas calles desiertas del ensanche tenía que atravesar de madrugada, bordeando en un punto los muros del colegio, para llegar a otra estación de un ferrocarril secundario) tiraba de mí. ¡Qué irresistible resultaba el pitido! Por un instante casi estaba allá, entre los míos. ¿Y qué conseguiría con tal retirada? Me acordé de la «cabra loca» y su grito maligno: «No podrás librarte de la pena impuesta». Una de aquellas noches desperté con mal cuerpo, sin saber dónde estaba; pronto advertí que no era en la cama. Me había dormido sentado ante la mesa camilla, con la frente apoyada en el libro de texto, y entre tanto el reloj corrió lo suyo, aunque no en vano. Porque durante el tiempo de contacto de


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cabeza y libro tuvo que producirse alguna reacción, pues sentí muchas ganas de leerme aquel tomo por las buenas (no de estudiar por él, sino de abordarlo como quien lee una novela) y empezar en seguida. Cogí pronto las vueltas a los cuadernillos, impidiendo que se desparramasen, y empecé por donde se debe, es decir, por el prólogo. El profesor a cuyo cargo estuvo esta compilación (gran figura de nuestra Facultad), presentaba las aportaciones de discípulos suyos, catedráticos ya de otras Facultades, y hacía una reflexión esclarecedora sobre la Medicina: «vivimos la época fisiopatológica de nuestra ciencia; ésta, como un cuerpo que nace y crece, pasa por distintas etapas de evolución. Hasta iniciarse el estudio científico de la Anatomía en el siglo xvi, toda la Medicina tenía carácter empírico. Fue preciso el conocimiento anatómico para poder estudiar luego la Fisiología del cuerpo humano, y conocido su funcionamiento surgió el estudio de la Fisiología patológica, la época actual…». Ahora descubría yo la razón del escalonamiento de nuestros estudios, el porqué de iniciarlos con la anatomía —aquellos durísimos dos primeros años—, continuando luego con la fisiología, sin tratar nunca de las enfermedades hasta este momento, siguiendo en la carrera durante siete años la misma progresión que la ciencia en los siglos, como un modelo a escala reducida. Pero aquí estaban ya, vi en seguida en el índice, todas las afecciones con que el licenciado tendría que bregar. Por lo pronto, este tomo incluía de entrada aquellas de carácter infeccioso, y cada una se enfocaba allí con un método que a mí me parecía nuevo y atrayente, desglosando su estudio en diversos apartados: datos históricos sobre la enfermedad, su bacteriología, la peculiar imagen anatomopatológica que la diferenciaba, el conjunto de síntomas que íbamos a encontrar y necesarios para hacer el diagnóstico; el pronóstico, luego, y, al fin, el tratamiento. ¡Qué interesante resultaba el tomo! Ya casi lo encontraba pequeño.


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En la larga relación del índice, la mirada captó un nombre pronto: Tuberculosis. Busqué rápidamente entre los cuadernillos, que se me alborotaron: Historia.— Conocida desde la antigüedad, fue sospechado su carácter contagioso, que no pudo demostrarse hasta los experimentos de Villemin, que en 1865 transmitió la enfermedad a los animales por inoculación de material procedente de tejidos de otros animales. Años después, en 1892, Robert Koch anunció el descubrimiento del bacilo productor.

A partir de esa noche nada me detuvo. Y para no dejarme arrastrar por el celo excesivo (la entrega sin reservas de Joachim en la academia militar, que le pierde), reordené los horarios, aprovechando el intervalo lúcido y fecundo que seguía al reposo de la tarde, aseguré bien este, incluyendo toma de temperatura para evitar sorpresas, y limité la duración de las veladas en la galería a fin de conceder el tiempo necesario al descanso nocturno. Ponía mi atención en los libros del curso sin pensar en buscar otras lecturas, pero a veces, casi con un chasquido, se producía una interferencia en los circuitos cerebrales y, sin haber cambiado de página, me encontraba leyendo otra cosa distinta, o más bien releyendo, porque se trataba de pasajes aislados de las novelas rusas de meses anteriores proyectados allí por la memoria. Limpiaba los cristales de las gafas, aunque no siempre dejaba de ver doble. ¿Qué hacía la sombra de Goliadkin en el rincón de la galería? ¿Qué pasaba? Sin duda aquellos libros, por el hecho de haber sido prestados, y para retenerlos de algún modo, los memoricé, y en horas imprevistas venían a aliviarme la sed, igual que el vaso de agua dispuesto en la mesa junto al libro de estudio. De lo que uno ha leído, nada se pierde. Somos suma y producto de esas lecturas, cuyos personajes se hacen algo tan nuestro que hasta nos transfunden sus pensamientos.


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Mis secretas inquietudes sociales de esos años oscuros, ¿no eran las mismas de Saschka Yegulev? Esas compensatorias evasiones no me impedían volver luego al trabajo, acometido incluso con mayor ilusión tras quedar satisfechas, de momento al menos, mis necesidades literarias. «Esto es cosa —pensaba— explicable por el metabolismo», y yo me entendía: lo mismo que mi cuerpo, ahora, en el tiempo activo, consumía las reservas calóricas generadas por el cebamiento durante el año de reposo y acumuladas en capas subcutáneas, según me señalaba día a día la hebilla del cinturón, también movilizaba a mi conveniencia (¡el organismo sabe tanto!) las abundantes reservas literarias de que estaba bien provisto por dentro —en estratos profundos, suponía, y no a flor de piel—. Marchaba, pues, impulsado por un mecanismo retroalimentario, como quien vive de las rentas. Pero en los procesos metabólicos los materiales sufren transformaciones, y en mi caso los textos deglutidos debían fermentar dentro de la cabeza con el tiempo, mejorando incluso su textura, pues la memoria no solo fotocopia, sino que corrige, trascendiendo todo lo que toca, ya que es perfeccionista. Me hubiera gustado comentar esto con los compañeros, que quizá pudieran explicarlo mejor y encuadrarlo en un síndrome, ahora que ensayaban sus primeros diagnósticos. Se habían vuelto muy doctos, y como dominaban el lenguaje de la profesión, incluso parecían saber más. Pero no me atreví a distraerlos con temas tan particulares. Ellos consideraban a la literatura una asignatura del bachillerato superada muchos años atrás, incluso con nota, y no un complemento de la vida o un sostén necesario en los tiempos difíciles; por algo eligieron otro tipo de estudios que, casualmente, también cursaba yo. Cuando nos encontrábamos, sabía callar. Al principio uno cree que los demás tienen sus mismos gustos y habla de cosas que tarda en percibir que ninguno sigue. Citas el nombre de un autor que lo supone todo para ti y adviertes, asombrado, que tal nombre no les dice nada.


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En lo sucesivo obrarás con cautela: antes de hablar les escuchas a ellos, y como el tema resulta interesante —por algo coincidisteis en esta Facultad— participas en la conversación. Luego, ya a solas, pronuncias aquel nombre para tu coleto (dices, por ejemplo, «Dostoievski»), sientes que se te eriza un poco la piel, y con eso quedas satisfecho. Mas cuando uno se calla demasiado, llega a rebosar, y entonces dialogaba para mis adentros con alguien siempre a mano, el amigo Hans Castorp, buen muchacho, que en su larga estancia en el Berghof llega a convertirse en gran polemista («converso con el hombre que siempre va conmigo…»). El diálogo interior tiene sus reglas e implica dar espacio al oponente, que siempre tiene mucho que decir. Recuerdo que un día Hans, hablando sin reservas, me hizo una confidencia sorpresiva, pero no voy a contar ciertas cosas que pertenecen al archivo secreto de los fabuladores. Alguna vez, por feliz circunstancia, conocerás a un buen lector y crees que ha llegado tu momento, pero si sueltas «Dostoievski» (¡ya salió aquello!), él objetará «Gorki», dejándote descolocado y no pasaréis de apostar a los nombres como otros a los números en la mesa de juego. Y si es distinto tu interlocutor y comienza a recitar títulos que no coinciden con los que leíste, vuestro fervor común, llamarada de paja, se apagará falto de combustible. Te irás entonces cabizbajo, pensando si la literatura no será un país bastante más extenso de lo que tú buenamente creías; quizás tomaste la porción por el todo, sin pasar de dar vueltas en círculo, como los que se pierden en un bosque. Y acordándote de quienes no salen en su vida de los predios de un único autor (¿y qué haces tú este año, metido en el Berghof y contemplando sin cesar la Montaña?), decides emprender nuevas exploraciones. Para renovar mis conocimientos comencé a frecuentar los escaparates de las librerías, y ante sus cristaleras hice largas paradas que tenían mucho de cortejo. Nunca crucé la puerta: eso me hubiera convertido en un comprador y para serlo se precisa dinero.


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Aquellas librerías tenían poco que ver con las de ahora, eran esquivas y recataban sus tesoros; los libros no salían al encuentro del cliente, rodeándole en seguida, mas bien lo contrario, pues al entrar allí un mostrador le cortaba el paso, barrera defendida por un dependiente que preguntaba con voz meliflua: «¿Qué se le ofrece a usted?» —en aquella ciudad hablan muy bien—. A sus espaldas, cubriendo la pared, estaban los libros, y había muchos más en la trastienda que se adivinaba tras una puertecita; libros incógnitos, escritos por no se sabe quién, pues ni adelantando el cuerpo sobre el mostrador y forzando la vista podía distinguirse el rótulo del lomo. Allí había que entrar a tiro hecho, en busca de una obra concreta. El merodeador de librerías, ese conocido espécimen actual que asalta estantes a su gusto, lee cuanto quiere y el tiempo que le plazca a condición de hacerlo de pie y pareciendo estar de paso, aún no existía. Su predecesor, quien lo incubaría después de muchos años de plantón al relente, era el asiduo de los escaparates. Acercarse al espacio luminoso donde sonreían, con el cristal por medio, los libros a los transeúntes, deslumbraba a cualquiera. ¿Cómo podrían los más pasar de largo? Para mí todo resultaba atractivo: los distintos tamaños de las ediciones, las bonitas cubiertas, la incitante variedad de los títulos… Aunque no aparecieran en la muestra los autores que yo conocía, tenía tal fe en las letras y en su fecundidad que no descartaba la aparición de nuevos Cervantes. Acaso alguno de ellos se encontraba ya entre las novedades agrupadas bajo un cartelito. No sabía que ahí apuraban su semana de gloria los éxitos efímeros, productos de ocasión de que se nutre la industria editorial, prometiendo bondades que se quedan en cantos de solapa, sumándose al montón de traducciones de puro consumo y destinadas a hacer caja; así se cubrían las apariencias de una época vacía. Pero aparte del supuesto valor, que por entonces no podía tasar, las portadas se bastaban para retenerme y dejaba pasar los minutos sin ceder el puesto.


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Desde el interior de la tienda, por encima de la cortinilla que cerraba el muestrario, los ojos vigilantes del encargado o quizá del mismo propietario, el dueño del tesoro, tomaban nota de mi filiación. Yo bajaba la vista en seguida; los hombres de allá dentro, guardianes de un legado riquísimo, a los que concedía entero crédito por lo mucho que debían de saber con tantos libros, merecían todo mi respeto y ya solo buscaba el modo de retirarme convenientemente. De tener más aplomo, hubiera entreabierto un poco la puerta y hecho alguna pregunta que me urgía: «¿Pueden decirme qué ha sido de un tal Dostoievski, a quien no veo aquí? ¿No cuenta ya entre sus existencias? ¿Quién le sustituye esta temporada?». Y muy descontento por mi timidez me encaminaba hacia otra librería. Con frecuencia distinguía de lejos a un viandante cualquiera frente al escaparate, y aunque eso no tuviera nada de raro (¿qué paseante sin rumbo no se detiene a veces ante ellos?), me animaba a acercarme a aquel desconocido cuya afición confirmaba la mía, y silenciosamente me ponía a su lado. Él podía ser mi doble, y de momento ya éramos dos insectos trepando por la cristalera, cegados por las luces, buscando una ranura para meternos dentro. Estudiaba su expresión a hurtadillas, por si había descubierto el título importante que yo no encontraba, pues parecía persona entendida, y si de pronto se alejaba unos metros para estudiar con la misma atención el escaparate de una charcutería abierta por entonces allí cerca, confieso que me sentía decepcionado. Mejor información cabía esperar si dos hombres mayores con aire burgués que caminaran juntos, y más si alguno portaba cartera, pudiendo ser, ¡quién sabe!, un profesor —la Universidad quedaba al lado—, se paraban ante la librería y entre ellos hicieran comentarios. Con el oído atento, cualquier apreciación que dejaran caer la estimaba sabia y oportuna. —Mira quién está ahí —decía uno al otro, indicando el libro que fuera.


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—Ese es de los tuyos. —No creas; ya me cansa. —Una pausa; en seguida: —¿Has leído aquel? Yo estiraba el cuello, sin lograr precisar cuál señalaba ahora. —¿Lo leíste tú? —El amigo asentía.— —¿Y qué te ha parecido? —Te diré… —pero se lo callaba, quizás por no tener formado un juicio, proceso comprensivo que exige su tiempo y a veces queda en una nebulosa que se resuelve en un «te diré…». Y peor era si soltaba «psss…», dejándome en la duda de su significado. ¡Cuánto se encerraba en aquel «psss…» que yo analizaba una vez en casa! Podía ser la expresión del lector bien formado que desprecia las obras ligeras, aun hechas con arte, o, al contrario, la de quien no llega a abarcar la grandeza de un texto. ¡A saber lo que yo descubriría en ese mismo libro! Sí, pero ¿en cuál? ¿A qué obra se había referido? ¡Maldita sea! ¡Tenía que haberles preguntado!

«Riqueza de la noche…» ¿Qué chispazo nervioso activó en mi memoria ese verso perdido? Concurrieron para ello varias circunstancias: una larga velada, el latigazo de la cafeína, la excitación mental, en suma. Fue el caso que después de varios meses de horarios regulados y metódico avance en el estudio, la inminencia de un examen parcial planteado de improviso me obligó a programar una noche de repaso completo al tratado de patología, sacrificando varias horas de cama. Para evitar la llamada del lecho, entorné las puertas de mi alcoba y me atuve al círculo de la mesa camilla. Contaba con un termo de café y


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una estufita eléctrica supliendo al brasero, cuyas emanaciones embotaban al cabo del día. Así enfrenté el rigor de la helada, que por momentos largaba un lanzazo estremeciéndome de pies a cabeza, pero pude llegar bien despierto a ultimar el repaso e incluso me sobraban facultades. Precisamente ese era el problema: los motores continuaban vibrando y la galería resultaba pequeña. ¿Qué podría hacer para calmarme? Di unas vueltas en torno de la mesa como quien cobra impulso para el vuelo, y terminé por apagar la luz y dejar que la frente buscara apoyo en los cristales. Nada se veía afuera. La oscuridad era total en este lado del universo: ni una lucerna viva en la confusa marea de tejados. ¿No habría en la ciudad otro estudiante en celo o un lector subyugado por una novela de esas que no admiten dilaciones? ¿Es que no quedaban libros aquí para mantener a los hombres despiertos? Muy satisfecho por mi parte al haber cumplido, sentí el deseo de cambiar de campo y pasar a la literatura, eso sin libro a mano y a las cuatro de la madrugada. Literatura… ¡Pues no dije nada! ¡Cuánto había que explorar en aquel continente que nunca se descubre del todo! ¿Dispondría de suficientes noches en mi vida para adentrarme en esa selva? O, hablando claro: ¿me quedaba vida suficiente? ¿Y dónde encontrar los libros buscados? Ante mí solo estaba la noche con sus mil sugerencias. «Riqueza de la noche…», me vino a los labios, y la negrura al fin se iluminó. Aquel verso de Juan Ramón Jiménez era el inicio de un pequeño poema incluido en la antología de autores españoles que leíamos los chicos al comenzar el bachillerato, allá en el pueblo. Abrevamos en ella lo mismo que antes, siendo aún escolares, lo hacíamos en la fuente de la plaza al salir al recreo. «Riqueza de la noche…» ¡Qué poder expansivo tiene un simple verso! Quizás lo deba a su grafía concentrada, átomo tenso e inestable que fusiona de súbito. Pero a ese primer verso le seguían más:


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Riqueza de la noche, ¡cuántos secretos arrancados de ti, cuántos por arrancarte…

Mucho ofrece la noche; y es a su través, pasando sin cesar de un libro a otro, cuando el hombre avista los contornos de una tierra nueva: Tierra del alba, oscura, calada de luceros, ¡cómo te haces tú corazón mío!

Todas esas promesas llegaban desde afuera, y solo el frío y un resto de cordura me retrajeron de abrir una ventana de la galería. En tal instante, un crujido en el piso superior me puso en alerta; luego creí escuchar roce de pasos perdiéndose hacia el fondo de la casa. ¿Quién andaría allí, si la vivienda estaba cerrada desde los años de la guerra civil, cuando el dueño desapareció, según contaba mi patrona? Muchas presencias parecían a punto de cuajar en el aire aquella noche tensa, y cuando me acosté entraron en mi sueño, pues a falta de textos el cerebro improvisa su propia narrativa. Pero los libros estaban en camino, así lo presentí en el duermevela; y aunque la ciudad tuviera secuestrados a los suyos en las bibliotecas y las librerías, otros, colecciones enteras, vendrían por el aire, como fruta madura caída del cielo. Muy receptivo me dejó la velada. «Tierra del alba…», repetía al levantarme todos los días, por tarde que fuese, con la impresión de haber oído en sueños las mismas palabras que Olenin cuando ve las montañas: «Ahora empiezas a vivir» —¿recuerdan?—. Sin embargo, mi vida, controlada al milímetro, no sufrió alteraciones. Bien distinto sería vivir dentro de un


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libro, dentro de un cuadro, pero lo hacíamos fuera, a la intemperie, y las reglas del arte solo nos integran en fugaces contactos en el mundo ideal por azar. Una mañana aproveché media hora libre para ir al centro y hacer una compra. Rebasada la Universidad, un aguacero me retuvo en el patio porticado del palacio cercano, donde se abría una sala de exposiciones. La semana anterior, cuando instaló sus cuadros un conocido paisajista, les di un vistazo que apenas dejó huella, pero la luz cambiante de este día de chubascos permitía penetrarlos mejor, llegarles al alma. Una radiografía espiritual de la naturaleza, tal parecían. Más tiempo hubiera estado allí, se merecían toda la mañana, aunque la prisa obligó a escapar, aprovechando un claro, con la vista nublada (la belleza ciega). «¡Qué hermosos son los campos del arte!», me iba diciendo. Como el vigía de los antiguos barcos, con grandes voces gritaría «¡Tierra!». ¡Quién pudiera ver siempre ese aspecto del mundo, lejos de las calles por las que uno andaba! E, inesperadamente, sería en ellas donde… Fue en los soportales que llevaban a la plaza Mayor; vamos a contarlo. Entre las columnas exteriores de estos soportales, casi al descubierto, se sucedían los puestos de prensa, la mayoría montados sobre tablas, aparte de algún quiosco que marcaba diferencias sociales al disponer de techo y brasero. Llegué cuando los que vendían al raso, hombres con bufanda y boina, retiraban las lonas con que protegieron sus bienes de la lluvia, pareciendo extraerlos del fondo de los mares. Junto a los periódicos del día, de bordes mojados, descubrí en cada puesto un manojo de libros gemelos, como integrantes de una colección nunca antes vista, con cubiertas de distintos colores según la serie a la que pertenecían. Me detuve con curiosidad: ¿qué harían allí y no en las librerías? Quizá una mano generosa los distribuyó así, a voleo, para hacer lo que podría llamarse una primera prospección de mercado. Con su apariencia de frutos


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exóticos, ¿de dónde vendrían? Mirando de reojo al hombre del puesto, un viejo harapiento, aterido de frío, me permití coger uno de ellos (¡qué tacto tan suave!) y pude ver en seguida en la tapa, bajo el nombre de la editorial, la ciudad de origen: Buenos Aires. ¡Eran un regalo del tío que todos los españoles tenemos en América! Animado de pronto, mis intentos de cambiar impresiones con el vendedor no obtuvieron respuesta, y el propietario de un quiosco vecino, tipo desenvuelto, ansioso por formar clientela y dominar el cotarro, se asomó a informarme: «Estos libros cruzaron el charco. A saber cuándo llega otra remesa… ¡Hay que aprovechar las ocasiones!», y blandía en la mano uno de los tomitos de cubierta gris, el color asignado a los clásicos. Me acerqué a examinarlo. Dudé un momento: ¿veía bien? Se titulaba Hamlet. ¿Hamlet, el príncipe de quien me hablaba mi amigo del colegio, allí, entre los periódicos y a pocos metros de una castañera? ¡Vamos, vamos! Y como al que le dan una moneda falsa, estudié el ejemplar frunciendo el ceño. Un par de veces releí la portada: «William Shakespeare. Hamlet. Colección Austral. Espasa Calpe, S. A.». ¡Caramba: Espasa! Eso era una garantía. Aquel pequeño libro tenía el respaldo de la editora que daba nombre en medio mundo —el área de nuestra lengua— a una enciclopedia considerada resumen del saber. Pero aun admitiendo que el príncipe en persona estuviera ante mí, el reducido tamaño del tomo provocaba una duda: ¿no era muy poco libro para tan gran tragedia? El castillo de Elsinor, la Sombra misteriosa… ¿todo vendría en él? ¿También por esas páginas se deslizaba la vida de Ofelia? Agitado, deprisa, le di una ojeada, y al ver el nombre de la joven ya no dudé más. Solo faltaba conocer un detalle: ¿qué precio tendría? ¿Cuánto vale en pesetas un lingote de oro? Yo había salido aquella mañana a hacer una compra y llevaba el dinero justo


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para ella. La compra podía quedar postergada, por necesaria que me fuese, porque sin Hamlet no me iba, ¿pero la cantidad sería suficiente? De tanto darle vueltas al tomo descubrí al fin el precio en un rincón de la sobrecubierta: 4,50 pesetas, así ponía. Menos de un duro… ¿No habría un error o un malentendido? Probando suerte le mostré al hombre, que no me quitaba ojo, un billete de cinco pesetas y, cogiéndolo rápido, devolvió dos reales. Quería envolver el libro, muy amable, pero mis manos ya no lo soltaban. Lo apreté sobre el pecho, bajo el abrigo, junto al corazón. Los cielos se abrían; la vida cambiaba. Con el botín que llevaba conmigo podría empezar a construir mi biblioteca (casi la delineé en el aire en un minuto). Hubiera vuelto a casa a la carrera para disfrutar del hallazgo si al salir de los soportales no cayese en la cuenta de que aún tenía dinero para algún tomo más, dos exactamente (¡otros dos!). Entonces, por sentido de justicia, volví al puesto del viejo, el primero de la larga fila, donde tuvo lugar el encuentro con aquellos libros, mi particular descubrimiento de América. Allí seguía, en lo alto del montón, tal como lo dejé, el ejemplar que antes había mirado, con su cubierta punteada en verde, fresca, apetecible: Las confesiones de un pequeño filósofo, obra de Azorín, perteneciente a la serie de ensayos. Lo atrapé, ya era mío. Bajo él apareció, radiante, otro tomo del mismo color que exhibía un título famoso: La rebelión de las masas, escogido por la editorial para encabezar la colección con el número 1 —por algo sería—. No quise buscar más; me consideraba satisfecho, ¿qué digo?, colmado. Pero en el momento de pagar, el viejo torció el gesto como si ahora fuese yo quien tratara de dar moneda falsa, y tardé en comprender que mi suma no era la correcta, porque el tomo de Ortega, al ser volumen extra, tenía mayor precio, yéndome sonrojado solo con Azorín, que sin acompañante quedaba en poco. A Hamlet ya no lo contaba —¡así es de ávida nuestra naturaleza!


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La hora de reposo vertebraba la tarde y sosegaba. Resistí el deseo de ir en busca de Ortega, repuesto el bolsillo, y me encerré con el libro de texto que por entonces retaba a un duelo diario. Supuso cierto alivio contrapesar aquella sequedad con los dos ejemplares de la colección situados cerca. ¡Qué diferencia entre ambas especies! El moderno diseño de los tomos de Austral, fantasía americana, destellaba frente al grosor informe del tratado científico. Eran como el acento sobre la palabra. Una corriente cálida parecía fluir del punteado verde y hasta del gris, más sobrio, reblandeciendo la dureza del libro de texto. Se trataba, sin duda, de un proceso de ósmosis, y cabía confiar en que la gota de agua perforase la piedra. El contraste obligaba a sonreír y yo, además, estaba contento. Aprovechando el tiempo, estudiaba una hora, y tras dejar bien preparado el tema, en dura lucha con el mamotreto, ciencia en bruto, establecía contacto con los nuevos amigos, más finos y tratables. Desprendía las sobrecubiertas, que doblaban sus alas sobre las blancas tapas de cartulina dúctil y flexible, y aquellas alas invitaban al vuelo. (¡Qué inmensidad de cielo sobre la ciudad tiene esa tarde en la memoria!) Luego barajaba las hojas de buen cuerpo, con caracteres tipográficos muy claros para las tosquedades de la época, y valoraba el crujir del papel, sonido de otro continente, deleitable rumor que venía a resaltar la modulación elegante de Shakespeare y el cortado fraseo azoriniano, cumpliendo la función del bajo en la orquesta. ¡Música, música! Así tuvo lugar esa aproximación esperanzada que se practica con un libro antes de su lectura —esta queda para otro momento, pues el flechazo deja al amante exangüe—, diálogo desigual en nuestro caso, por mi parte un torpe balbuceo de alegría y sorpresa, en tanto ellos, los libros argentinos, transmitían mucho más al disponer de muy bellas palabras, hasta terminar diciéndolo todo mientras yo escuchaba. Después volvía al estudio confortado, preguntándome si la vida se desarrollaría en tales condiciones de bonanza cuando se tiene una biblioteca.


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En los días siguientes, calmado ya mi apremio posesivo, fui explorando en los libros de Austral el territorio situado más allá de su texto, es decir, las páginas finales donde se enumeraban por orden alfabético de autores las obras publicadas hasta entonces en la colección, que seguía abierta. Creí entrar en el reino de El Dorado: allí estaban desde Homero a los contemporáneos, e iban más de mil títulos. Tan fácil vi el futuro que superé de un salto el miedo a una recaída: había que vivir para leerlo todo. ¿Por dónde comenzar el próximo verano? Adelantándome al goteo de los días, en un dulce transporte, cada tarde dedicaba un rato, antes del estudio, al repaso de la lista de obras para seleccionar media docena de ellas, que añadiría en la maleta a las ya adquiridas cuando volviera a casa en vacaciones. Selección y descartes («esta para otro año»), y eso no dolía, porque eran años venturosos que veía sucederse entre libros nuevos y de mi propiedad, libros para siempre. Y al pasar de un autor a otro los sentía allí al lado, como si estuvieran sentados en torno a la mesa camilla —los espíritus puros no ocupan espacio. Por fin establecí tres líneas de abordaje. La iniciación de los Episodios nacionales galdosianos, deseo no satisfecho en el bachillerato, dos o tres títulos de la primera serie, con Trafalgar a la cabeza. Un estreno de gala en Valle-Inclán con sus cuatro Sonatas en dos tomos. Y la entrada en La comedia humana de Balzac a través de la única obra ofertada de ella: Eugenia Grandet, que sería penetrar en un mundo aparte. ¡Qué verano! Y luego, terminada la carrera… A todo esto, en la prosaica realidad cotidiana, la colección había desaparecido de los puestos de venta de los soportales, y nada se sabía de una nueva remesa: Buenos Aires quedaba un poco lejos. «¡Tate, Buenos Aires!», vine a pensar con un escalofrío. La lista que yo consultaba se ofrecía a la venta en Argentina, no en España —un pequeño detalle pasado por alto con la euforia—, estando el mar por medio e interviniendo múltiples circunstancias.


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Largo tiempo de espera, mientras nos acercábamos al final del curso. Allá, hacia mayo, reapareció en las librerías, donde nos era menos accesible. Me enteré por un compañero: «En Miñón la tienen». Les recité mi lista de seis títulos; el vendedor se volvió hacia el estante de gráciles tomitos de colores y en rápido repaso negó con la cabeza. —Están entre los publicados —le dije—. Tengo aquí los números. —No nos llegan todos —alegó. Eso bien lo vi: del millar de obras anunciadas, allí no se encontraban más que un centenar. —Por favor, quiere mirar si, al menos, está Eugenia Grandet… Me conformaba con Balzac, ya ven, aquello fue una apuesta repentina, un grito visceral de hambre atrasada. El librero, perplejo, desgranaba con voz condescendiente: —Aquí tiene a Unamuno, Baroja… No nos entendíamos. «Unamuno, Baroja…» Llevé un par a ciegas. En vísperas de regresar al pueblo con el curso aprobado, el dueño de una covachuela donde los estudiantes acudíamos a veces, en los apuros económicos de última hora, a empeñar algún libro de texto, ancianito benévolo que gastaba bonete y decían que era fraile exclaustrado, me informó con mucho misterio en un rincón de su tabuco de que Balzac no entraba en España. —Pero viene en el índice de autores de Austral —aduje. —Sí, y también por desgracia en otro «Índice» anterior de signo contrario y mayor peso, el de las obras prohibidas por Roma —sibilina frase que me trastornó. Así iban quedando lagunas tras los pasos del lector extraviado. La extensión de esos fallos, puntos negros, vino a revelarse enteramente con un libro que alguien me prestó aquel


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mismo verano. Se trataba de una recensión titulada Mil libros, los que llegó a leer un tal Luis Nueda en la biblioteca de una embajada sudamericana donde se refugió en el Madrid de la guerra civil, y quiso dejar luego el mensaje del náufrago para orientar a los seres errantes con esa larga serie de notas de lectura sin intenciones críticas. Eran mil libros, en números redondos, que daban una idea de lo que nos faltaba para llegar a conocer a fondo la tierra prometida. Nueda exploraba el mundo de Galdós y el bosque de los Episodios, donde bullían cientos de figuras, mientras en sus novelas los personajes pasaban de una a otra, como los habitantes de una ciudad entrelazan sus vidas, según la pauta que utilizó Balzac en La comedia humana. Y en esas mismas páginas, entre tantos nombres, vi por primera vez el de Marcel Proust, que algo me dijo, pues se quedó grabado en lo más hondo, y supe adónde llevaba el camino de Swann y el otro itinerario de las tardes estables que permitían al grupo familiar prolongar su paseo, esto es, el lado de Guermantes. Mi personal caminata hacia Proust, en cuyo territorio no entraría por mi pie hasta pasados casi otros veinte años, la inicié guiado por Luis Nueda, que vino a ser el lugareño a quien se pregunta por una dirección, o aquel que se adelanta al forastero viéndole indeciso en la carretera e inquiere, atento: «¿Busca usted el castillo?». Galaxia en expansión, universo abierto, los dominios de la literatura se ensanchaban a medida que leía Mil libros. Partiendo de él, pude invocar los nombres deseados, gritar en descampado cuando me apeteciera: «¡Balzac! ¡Proust!», sabiendo a quién llamaba; conocía con certeza los títulos necesarios, los fundamentales, los fijos. Pero los textos, ¿dónde estaban? ¿Y dónde encontrar una embajada amable con su correspondiente biblioteca, que nos concediese tres años de asilo, esos tres años que casi duró la guerra civil y yo, desalentado, quizás no dispusiera ya de vida? Tendría que seguir a expensas de lo que buenamente llegara a mis manos, de los frutos arbóreos servidos


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a su arbitrio por la naturaleza que hasta entonces nunca nos faltaron, y a la espera de Balzac o de Proust, que debían madurar en la rama más alta todavía unos años mientras mi paladar maduraba también, alimentarme con lo que caía. ¿No resisten los iluminados, que templan su ideal en el desierto, con hierbas y raíces según cuenta la Biblia? Llamamos frutos de los árboles a los libros encontrados al paso en los avatares de la vida y que no debemos despreciar, especialmente en tiempos de penuria, porque de ellos depende nuestra subsistencia y mantienen activo el hábito de lectura, que falto de materia comestible, hueso que roer, podría enmohecer sus engranajes y quedar fuera de uso, dejando al hombre como muerto insepulto condenado a un futuro ante el televisor. Llegará el día en que el lector, bien afianzado en su costumbre y de instinto seguro, ya que el hambre espabila, pueda extender la mirada alrededor con conocimiento de causa, y desdeñando lo eventual aborde los caminos que llevan a la altura de las obras mayores, las consagradas por el arte para deleite de quienes perseveran. En realidad todos los libros son frutos de los árboles, y no solo en sentido alegórico, ya que de la pulpa se obtiene el papel. Y a veces —puedo hablar de un caso— los libros cobran cuerpo dentro del mismo tronco, se agazapan allí, apretaditos en una biblioteca selecta que alguien dejó dispuesta para el afortunado que llegase algún día, tal vez para nosotros, aun sin conocernos, pues cada libro tiene un destinatario. El primer partido médico del que se hizo cargo el joven profesional estaba situado en la comarca de Maragatería. Cuando realizaba la visita diaria a un pueblo vecino, remontando un cerro, descubría a lo lejos, en el horizonte, las torres de una catedral, no aquella tan blanca que entrevió una vez tras las choperas, sino de un tono pardo. Estas torres no se erguían de pronto sobre el campo desnudo: iban apuntando poco a poco a medida


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que uno coronaba el teso, como si el artífice que las modelaba desde el amanecer con la misma tierra del barbecho, por no contar con otros materiales, estuviera dándoles los últimos toques para dejarlas finalmente plantadas ante el sol. Poco rendía el campo, y los descendientes de aquellos arrieros que hicieron fortuna, en tiempos anteriores al ferrocarril, transportando en sus carros el pescado de mar desde los puertos norteños a Madrid, probaban a ganarse el pan con nuevos oficios y se hacían tejedores. Zumbaban los telares en muchos zaguanes de las casas del pueblo, cuyos moradores tejían mantas muy acreditadas que luego saldrían a vender en caballerías por los contornos y abrigaban las camas humildes de la paramera. Con esas mismas mantas salidas de sus manos, y escogiendo entre ellas las que consideraban más lucidas, los hombres se cubrían los domingos de invierno para acudir a misa, y la iglesia parecía un muestrario de franjas y colores. Y en los días lluviosos, o cuando nevaba, se tapaban hasta la cabeza yendo por los caminos como veleros en la tempestad, al agitar los bordes y flecos de la manta el viento, que consiguiendo a rachas introducirse en ella e insuflarla de golpe convertía cada bulto humano en un globo cautivo. Recién llegado allí, cuando tomé posesión de la plaza, el secretario del Ayuntamiento se ofreció a acompañarme en la primera vuelta por el pueblo, que cabalgaba sobre una alargada colina. El chirrido metálico de los telares puso música de fondo a nuestro paseo. Sobre el caserío se levantaba, en vez de un castillo, la nave de una empresa textil abierta aquel año, que fabricaba mantas al por mayor «sin utilizar lana», según me susurró el secretario, valiéndose en cambio de ciertas fibras sintéticas, novedad estimada semifraudulenta por los vecinos. Todos los regueritos de las calles en cuesta afluían al arroyo del soto, que extendía sus curvas por un robledal, en uno de cuyos extremos apuntaba el campanario de la parroquia, mientras en el opuesto atraía la mirada un espacio acotado donde varios


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árboles de gran corpulencia recordaban los ejemplares traídos de América por los indianos ricos para sus quintas de Asturias o Cantabria, si bien aquí no se veía ningún palacete. —Es el parque público, lo mejor que tenemos —señaló orgulloso mi acompañante, antes de conducirme hasta el lugar—. Lo debemos a un médico, hijo del pueblo; ya oirá usted hablar de él a la gente, bien que lo recuerdan. ¿No vio la casa grande de la plaza? Ahí vive su viuda. Él movilizó a los americanos que vegetaban por aquí para emprender una obra colectiva, «algo para todos», les decía, y puso en el empeño hasta sus propias manos, según cuentan. Fue en tiempos bien distintos a los nuestros; luego vino la guerra y hoy ya nadie se presta a hacer algo así. Llegados al parque, la modesta obra humana —el murete de cierre, socavado ya por el arroyo; la figura de una maragata torpemente esculpida por un artesano local guardando la entrada; el busto del médico sobre un pequeño plinto mal asentado, sin verticalidad— contrastaba con la envergadura de los árboles, que aún sin contar con hojas debido a la estación, diseñaban en lo alto su ambicioso proyecto de cara al verano. —Ya verá cuando allá para el Corpus vengan aquí las mozas con sus trajes del país, conducidas por el tamborilero… —decía el secretario, al borde de una pista circular de cemento que ocupaba el espacio central. Y sí, yo pude muchas veces, en meses posteriores, verlas danzar ceremoniosamente, como cumpliendo un rito, pero en aquel momento distrajo mi atención un árbol aparte, en cuyo tronco, hueco a medias, aparecía incrustado un armarito de madera de un cuerpo, con su puerta provista de un candado. —Esa es la biblioteca, ¿sabe?, otra idea del doctor. Ya vine prevenido con la llave por si a usted le interesa revisar lo que guarda. Tras un breve forcejeo, el candado cedió con un «clic» que sonaba a la hora de un tiempo distinto situado por encima de


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nosotros, como las copas de los árboles, mientras mi acompañante mostraba con la mano el interior del armarito, ademán que, a mis ojos, hizo del funcionario un mediador entre dos épocas, un enviado ignorante de su jerarquía, Hermes ocasional de la meseta. Mientras yo quedé así, viendo visiones, él extrajo parte del contenido y me lo acercó. Eran varios sencillos tomos de la antigua Colección Universal de Calpe —el precedente de la Austral, la aportación de Calpe a Espasa cuando se fusionaron—, editados por los años anteriores a la guerra civil y cuya muestra conocía. De pequeño formato, con tapas de modesta cartulina amarilla y limpia impresión, me parecieron aptos para el caso, ya que animaban a cualquiera a cogerlos y sus títulos se adaptaban al medio hasta casi fusionarse con él: La vida en los campos, de Giovanni Verga; Una aldea, de Bunin; Cuentos populares rusos, de Afanasiev, en dos tomos, y así unos cuantos. ¿Consiguió quien los puso allí que sus paisanos los leyeran? Lo dudé; se mantenían intactos, aparte de las marcas del tiempo, pero el intento conmovía. Quedaban varios más en la reserva, todos de la misma colección, aunque de orden distinto: Pequeños poemas en prosa, de Baudelaire (¿serían del autor de Las flores del mal, obra por entonces proscrita?), Conversaciones con Goethe, de Eckermann, que cubrían tres volúmenes… ¡Vaya! ¿Qué hacía el astro de Weimar en aquel armario? El secretario, ante mi interés, dijo que podía llevar a Goethe conmigo, e incluso se empeñó en dejarme la llave. Volvería por mi cuenta al parque muchos días. Bien abrigado, me sentaba en un banco y hojeaba los libros, prefiriendo el contacto con ellos allí, bajo el poder de influencias benéficas propias del paraje. Y al no tener otro interlocutor, pues nadie se acercaba al soto en invierno, preguntaba a los árboles: «¿Cómo dejó el doctor aquí estos libros para los vecinos? ¿No veía sus limitaciones? ¿Confiaba en la generación siguiente, creía en los milagros?», y alzando la mirada a las ramas desnudas rendía tributo al altruista.


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Le debo horas hermosas leyendo a Baudelaire, que me enseñó a su vez a contemplar las nubes. Y terminé por entender la presencia del francés y de Goethe pensando que los dos eran sus favoritos, a quienes se metía en el bolsillo o en la cartera del fonendoscopio cuando salía a hacer las visitas por los largos caminos y los cerros, y de regreso al pueblo daba un rodeo por el robledal para sentarse un momento en lo que pronto sería el parque público y repasar despacio las disertaciones de Goethe, que Eckermann, el discípulo, remitía a la posteridad. Seguro que al doctor le hubiera gustado comentar con alguien lo que siente, ofrecerle unos textos que ha de guardar siempre para sí, mas no había nadie cerca, a no ser ese árbol —el mismo que yo entonces miraba también— que mostraba el hueco del costado como pidiendo que depositase el libro allí. Así tuvo la idea de la pequeña biblioteca pública: «Estaría bien confiar estos libros al árbol, que es un ser vivo, y de existencia más larga que la nuestra, para que fructifiquen con los años». Él dejó, sin duda, el armarito abierto; los del candado vendrían después. Y pensar en ello al cabo del tiempo infundía al joven médico un deseo de sana emulación. En el transcurso de los meses siguientes llegaría a conocer —o así creí— un receptor de aquel legado. Se trataba del sastre del pueblo, un sordomudo que no salía de casa, y artista aficionado a quien debían la desgarbada estatua de la maragata del parque (muy tolerante tuvo que ser el médico para admitir tal adefesio). Ahora el hombre estaba en las últimas y me llamaron con apuro. Su mujer, de ojos muy expresivos, hablaba por él y me puso al corriente de su estado. Yo cumplí mi tarea —tuve que reanimarle primero con una inyección—, mientras el enfermo movía los labios y la esposa captaba las palabras en ellos para sonorizarlas adecuadamente, aunque me parecía que él trataba de añadir algo más. Me mantenía expectante junto al lecho como esperando que el mudo hablara cuando se incorporó con un esfuerzo y sacó del cajón de la mesita un tomo


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muy sobado, libro de cabecera, supuse, que mostró a modo de certificación académica. Quizá sabía que yo gustaba de leer en el parque la colección del árbol y quiso acreditar que él leía también. Al ver el título del libro (Así hablaba Zarathustra, de Nietzsche, nada menos), no pude reprimir un sobresalto. ¿Cómo llegó a su poder aquella obra? ¿Sería un regalo del doctor por su contribución al trabajo colectivo? ¿Qué atesoraba dentro, semejante a otro árbol, nuestro sastre? Dado que la sorpresa me había dejado más mudo que él, allí, en el cuarto, por un instante solo habló Zarathustra, y con gran elocuencia, sobre los maravillosos efectos de una siembra.



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x La construcción de la biblioteca

Rodeado por los libros preferidos, llegados hasta aquí en la segunda parte de la vida, tiempo de cosecha, tan cercanos a uno que se integraron ya en su ser, es hora de hacer el balance final que piden los años para evaluar nuestra tarea. «Confieso que he leído.» Cuestión previa: ¿no me habré pasado y leído en exceso? A veces el hombre plantea esas preguntas para mortificarse, ¡cuando queda tanto por leer! (Que el lector disculpe.) Aquí estamos, como de costumbre, en un día sin fecha del período de calma que sigue a la jubilación y nada apremia desde afuera. La tarde se desliza tranquila. El espacio interior, la pieza que hizo antes las veces de sala de espera junto al despacho del profesional, renovada luego y convertida en celda, rincón donde uno resiste emboscado entre libros, en esta hora flota entre dos aguas, dos luces, la natural y la artificial. ¿Encendemos la lámpara? Vamos a esperar todavía un poco. Hay que apurar los restos de la tarde mientras se puedan distinguir las letras en la hoja que tenemos delante. ¿Qué es la vida sino esto, aprovecharlo todo, llevarlo hasta los límites disputando al tiempo las posiciones últimas? La vida es el avance por la página, por la línea impresa que la mirada sigue con la avidez de siempre, las letras arrancadas al papel, la curva de la frase ondulante que aprovecha una transitoria claridad para ofrecernos sus encantos; la vida es la presencia activa de los volúmenes en sus anaqueles, el tic-tac del reloj, la densidad creciente de la tarde.


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Todo lo que queda a las espaldas, los libros agrupados por temas y nacionalidades, la biblioteca formada tomo a tomo, escogiéndolos bien, pensándonoslo mucho, de acuerdo con el gusto personal aunque siempre por lo alto, tiene su base en sólidos cimientos, que no se ven pero sostienen su completa estructura. La amalgama comenzó a verterse en el surco más hondo cuando el niño, puesto de puntillas, ordenaba sus primeros cuentos sobre la cómoda del dormitorio. Aquellos cuentos diminutos, a la medida de su mano, los de Calleja en su serie más ínfima, escasos de páginas y en cuyas tapitas de endeble cartulina lucía modestamente una ilustración de color, a nuestros ojos deslumbrante, entraban en casa de rondón con el chocolate, en los años en que se consumía a diario en los desayunos y meriendas (la onza de chocolate con un trozo de pan que permitía al niño seguir jugando mientras mordisqueaba). Desgarrar la faja de papel que mantenía unidas las dos tabletas —tenían que ser dos y ese era el premio— para extraer el regalo escondido, suponía un placer impregnado de aroma de cacao. Alguno de los cuentos nos gustaba tanto que lo considerábamos un modelo del género y ningún otro podría superarlo, mas no por ello dejaba de esperar la llegada del próximo, siempre apetecible. ¡Qué pequeñitos eran, qué graciosos! Pero al comprarnos un día señalado el primer gran libro de cuentos, no de Calleja, sino de Sopena, un volumen ya de cuerpo entero con resistente tapa y unas estampas primorosas, quedamos sin saber qué medida aplicar. En él la historia no estaba comprimida y adquiría importancia, y aunque los personajes seguían perteneciendo al reino de las hadas, su linaje era mucho más distinguido (¡dónde iba a parar!), de acuerdo con su precio. Porque este tipo de publicaciones no llegaba con el chocolate y sí a cambio de monedas de plata —entonces la peseta tenía esa investidura—. Se planteaba allí, sobre la cómoda, una lucha de clases y, como consecuencia, sobrevinieron arduos problemas de emparejamiento, hasta que decidimos comenzar a


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formar la biblioteca con el nuevo patrón, relegando a los cuentos de Calleja, parientes pobres poco presentables, a los cimientos de la construcción. Un compañero de la escuela aseguró, al mostrarle aquel tomo, que conocía otro mejor por agrupar «todos los cuentos del mundo, sin faltar uno», precisión apabullante. Como no dijo dónde lo había visto, se originó una discusión, y un chico forastero que nos hablaba siempre de su pueblo —naturalmente «un pueblo muy grande, puede que el mayor de la provincia»— afirmó que un amigo suyo de allí poseía el libro de los libros, titulado Las tardes de La Granja, cuentos «de niños y de mayores» de un interés inigualable. ¡Ah, quién pudiera construir su biblioteca sobre una base así! Ya no solo los cuentos de la cómoda, también el cuarto nos quedaba pequeño, y comenzamos a buscar por casa otro emplazamiento. Explorando el desván a tal efecto, aparecieron en sus baúles varios libros de origen más lejano, quizá restos de otras bibliotecas que no casaban con la nuestra. La generación familiar ya extinguida —los rostros del salón en sus retratos— debía de andar por medio, pues allí encontramos obras de Blasco Ibáñez, único bien legado a sus herederos por el abuelo republicano, y aparte un tomo de Espronceda del que nadie sabía, con acotaciones marginales de una letra menudita y clara casi igual a la que escribe hoy esto, sin que conste a quién perteneciera la mano fantasma. El diseño cambiaba según soplase el viento. Durante meses no pensaba más que en comenzar por Julio Verne, aunque fuera levantando los muros en el aire sin materia alguna, hasta que las novelas de Palacio Valdés tomaron cuerpo real y me tentaron a colocar una sobre otra y contar así ya con una columna, pero al llegar en préstamo no eran utilizables. A poco, incluso los cimientos sufrieron una sacudida con la noticia de la guerra de Troya, cuya confusa crónica titulada la Ilíada vino con milenios de retraso a descubrir nuestra ignorancia, y el chico comprendió


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que antes de hacer paredes necesitaba amueblar el cerebro. Mas en esa batalla librada en el pasado en tierras orientales ganó un trofeo: el libro mismo, pieza fundamental para la colección. El libro y la total entrega a la lectura, voluntarioso empeño que a partir de entonces marcaría la vida. ¿Qué aportó a nuestros planes aquel bachillerato de larga andadura y un examen final en la Universidad como temido ajuste de cuentas? Libros de texto dejó muchos; obras literarias, muy pocas, pues no leíamos prácticamente nada. A cambio, en el colegio de la capital nos leían en clase fragmentos escogidos de los autores clásicos para purificar el aire sin abrir las ventanas: algún apunte del buen Arcipreste, pasajes de Cervantes, versos de Quevedo, y si pude conocer a Hamlet fue a través de un intermediario. Como Lope de Vega estaba bien visto, se nos autorizó a leer por cuenta propia uno de sus dramas («el que queráis, para hacer un extenso comentario»), y coincidimos todos en Fuente Ovejuna, por no encontrar otro en las librerías. Ahí lo tengo. Si algo bueno dejó el bachillerato fue aquel bloque apretado y manejable que ofrecía al estudiante Las mil mejores poesías de la lengua castellana, gracias al cual encontramos de nuevo ciertos nombres que nos desvelaron de chicos en la antología de textos españoles leída al iniciar la segunda enseñanza. ¿Qué nombres eran esos, recobrados después de un silencio? Se trataba de Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, García Lorca, que no sabíamos bien por dónde andaban y aquí reaparecían. Lástima que ese tomo se me escapó volando y hoy formará parte de otra biblioteca. Una vez enmarcado su título, el nuevo bachiller que se creía centro del universo planeó salir un día, «en cuanto pudiera», en busca de los libros básicos para la colección, y pensaba en los clásicos elogiados por sus profesores, cuyo abordaje exige una maduración que dan los años. (Los clásicos: dejémoslos ahí, en su hornacina, como modelo y norma. Ya tendrán su momento. Antes nos formarán otras lecturas.)


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Nadie nos habló en clase, donde tanto escuchamos sobre La Celestina, reliquia de la lengua, de otro título así de conciso: La Regenta, y únicamente llegaban de ella ciertas habladurías maliciosas. Sin embargo, serían obras como esa las destinadas a llenar nuestra vida tiempo después, cosa que no sabía el estudiante. Fue cuando se produjo el milagro de la resurrección de los muertos. Entonces, gracias a Aguilar, se apareció Galdós de cuerpo entero a los creyentes, y Balzac salió de la tumba del «Índice» induciendo muchas conversiones. Pero volvamos a los años cuarenta y a nuestro estudiante, que se encontraba sobrado de huecos y falto de tomos para su construcción, y los conocimientos de literatura adquiridos en el bachillerato daban nombre a esos huecos, solo nombre —título y autor—, dejando la tarea de cubrirlos a un futuro inconcreto. Sin pasar de la fase de boceto, la biblioteca ya tenía un vitral, conjunto sugestivo de vidrios de colores hallado en una página mágica de autor desconocido que vino a revelar el poder transformista de las letras. Rondaría yo los quince años cuando un amigo me prestó un folleto con varias narraciones para que leyera el título de portada, cierta novelita de aventuras —El rey de las montañas— que no citaría aquí si la publicación no incluyera otras obras de distinta autoría. Fue una de estas la que puso en alerta mis sentidos. ¡Qué estilo insinuante ya desde el comienzo! (Y qué impresionable es un muchacho hacia los quince años.) Trataba aquel relato de un establecimiento psiquiátrico situado en las afueras de una ciudad sin nombre, en la linde de un bosque sobre el que se elevaba la chimenea en ruinas de una fábrica abandonada… (En literatura cuentan mucho los toques ambientales.) Locos y cuidadores bullen en la trama, y en seguida sabemos que una enfermera enamorada del médico más joven consume sus horas en una expectativa que no se resuelve, sin


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atreverse a manifestar nada. En cambio, cuando él está fuera —suele trasnochar en la ciudad— entra en sus habitaciones aisladas de los bajos y hasta busca sus huellas en el lecho. La ansiedad la lleva con frecuencia a una pieza vecina vacía, que tiene un ventanal a la italiana compuesto por cristales de múltiples colores. Mirando al exterior con rapidez por ellos, todo cambiaba de aspecto y venía a ser aquello como una música extraña, pero al detenerse en un color se recibían otras sensaciones. Unos alentaban su deseo, otros le eran contrarios. Había un cristal siniestro, al que finalmente se acercaba para perder toda esperanza. ¿No es eso lo que ofrece un texto literario? ¿No llegan de él hasta el lector sucesivas pulsiones que modifican nuestro punto de mira, descubren la otra cara del mundo y activan nuevas vías mentales? Muchos años después, cuando ya sabía que aquel autor sin nombre del folleto era el ruso Leónidas Andreiev, al encontrar la misma narración —Los espectros— en un tomo de Austral que agrupaba a la vez otras obras suyas, volví a hallar un vitral más hermoso en una hoja de Juan Ramón Jiménez que hace de prólogo y da título —Por el cristal amarillo— al conjunto de temas de Moguer recopilado por Francisco Garfias, que publicó Aguilar como obra póstuma: En mi casa de la calle Nueva había una cancela que daba del patio de mármol al de los arriates. La cancela era de hierro y cristales blancos, azules, granas y amarillos. Por las mañanas, ¡qué alegría de colores pasados de sol en el suelo, en las paredes, en las hojas de las plantas, en mis manos, en mi cara, en mis ojos! […] Yo miraba sucesivamente por todos los cristales […]. El que me atraía más era el amarillo. Por él todo se me aparecía cálido, vibrante […]. Era aquello como una exaltación musical, escalofriante y definitiva. Todo allí acababa bien; era un


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término como el del beso en el amor o el de la gloria verdadera e íntima en el arte; después de mirar por el cristal amarillo ya no quería más y quedaba contento.

Esa luminosa transparencia izada en alto y hecha claraboya, bajo la cual me sitúo desde entonces, fue la cubierta de una biblioteca comenzada a construir por el tejado. Algo de esto tenía aquella reducida galería sobre la ciudad que prolongaba mi dormitorio en los años universitarios. Era un espacio dentro de la luz, y al agrupar un día feliz varios pequeños tomos de una colección nueva, los primeros llegados a España, sentí que comenzaba a perfilar mi sueño. Dispuse de mayor superficie al establecerme como profesional y contar con un piso. Había vuelto a la tierra natal y sonaba la hora de ultimar el proyecto. La casa… cuatro paredes y un techo: no se pide más. El vitral me acompañaba siempre, luz había, pero faltaban libros —otras necesidades se imponían—. Yo recorría las piezas del piso, el despacho equipado, el aparato de rayos x que se llevó todos mis fondos, la sala de espera, el salón casi desnudo aún y sin un anaquel, y situaba a voleo una librería aquí y otra en el recodo, un cuadro por pintar, unos sillones confortables vistos en una mueblería y que en ella seguían, y el conjunto no dejaba nunca de ser un esquema. Cubría esas carencias con visitas a la biblioteca pública, la primera en que entraba el lector llegado de otras tierras. Instalada en un bajo, como un almacén, olor a moho y una estufita de carbón para los meses fríos, estaba controlada por un bibliotecario ya mayor y muy suspicaz con los desconocidos que se le acercaban en busca de Dios sabe qué clase de libro. ¿Hacía, quizás, de censor meritorio al servicio de la gran Censura, o simplemente defendía su sueldo? De pie tras el mostrador, como un tendero, me parece verlo aquella tarde escrutando mi cara —una cara nueva— por encima de las gafas deslizadas


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sobre su nariz al bajar la cabeza, mientras yo pronunciaba ilusionado el nombre de Balzac con el deseo de leer algo suyo. Ese nombre le sonaba mal por la mueca que hizo, debió de olerle a cuerno quemado, y no digamos el de Zola, que le solté luego, aunque lo pronunciase a media voz y cuidando de que no hubiera testigos. Ya puede suponerse que salí sin libro, pero las visitas posteriores fueron más productivas, pues algo de Balzac sí había allí muy bien guardado en ediciones anteriores a la guerra, y para entonces yo no era ya un desconocido. Encontré pronto en la localidad otra biblioteca, la del casino, sociedad con edificio propio que abría sus ventanales sobe el parque. La puerta del casino —entonces giratoria— estaba siempre franca, incluso para socios transeúntes, pero los armarios de libros, que encuadraban una dependencia acogedora al margen del salón principal y sus ruidos, permanecían cerrados, y el estricto horario en que se tramitaban los préstamos no coincidía con mi tiempo libre. Por ello me limitaba a contemplar, cuando podía, los tomos alineados detrás de los cristales, y al repasar los títulos tomaba nota de los descubrimientos. Recuerdo con agrado aquellas horas sueltas, sin testigos —a lo más algún socio, desplomado sobre su silloncito, dormitaba a resguardo de un diario que sus manos flácidas seguían sosteniendo—, en que leí por adelantado media biblioteca sin tocar los libros, que incubaban sus delicias secretas cerca de mis dedos detenidos por fuerza en los cristales, mientras estos, en cambio, permitían infiltrarse al polvo de carbón, omnipresente en la cuenca minera, a través de los intersticios y las junturas de las puertas hasta vestir a los tomos de luto. No se tardaba en advertir que en el conjunto coexistían dos familias, dos épocas. Uno de los armarios, el más atractivo, reunía decenas de pequeños volúmenes similares por tamaño y encuadernaciones. Era una colección bien ordenada. Aparte de una hilera de autores franceses especializados en el folletín, que ya no contaban, vi nombres sorprendentes. Por supuesto,


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Balzac estaba allí emboscado, y también Dostoievski. Al descifrar este último nombre (en los estrechos lomos la impresión de las letras apenas resultaba legible) di un respingo, pues el tomo contenía Demonios, una de sus obras más buscadas, pero debajo de ese título figuraba un número romano, el iii, mientras faltaban los dos anteriores. Sucesivos recuentos mostraron otros huecos: aquel selecto grupo estaba mermado; el armario daba cobijo a los supervivientes de algún cataclismo. El resto de los fondos de la biblioteca eran adquisiciones más recientes y de menor valor literario, obras apropiadas para la lectura intrascendente y, por eso, más solicitadas, como traslucían ciertos tomos muy manoseados, entre ellos uno cuyas hojas se salían de las tapas: el título de Gironella Los cipreses creen en Dios, que daba cuenta de las preferencias de los socios y sus familiares. Con el tiempo alguien me reveló el origen de la colección descabalada, informando también sobre la actividad cultural desarrollada en el recinto durante años cercanos al final del primer tercio del siglo. Luego llegó la guerra civil y, en su momento, una censura más violenta, pira incluida, dejó allí la huella de su paso. Y al abrir el armario para mí, me pareció que aún olía a chamusquina. En los meses siguientes leí muchos libros de esas bibliotecas, mientras la mía continuaba vacía. Hasta que una mañana el correo me trajo, en forma de paquete postal, algo inesperado: el primer tomo de la colección Obras Eternas, de Aguilar, que llegaba a mis manos y reunía las obras completas de Shakespeare, avaladas por la traducción de Astrana Marín y un estudio introductorio de este que cubría cien páginas. Fue un impacto certero, uno de esos instantes fulgurantes en que se duda de lo que vemos. Pronto me recobré: no era, como creí en principio, un regalo del cielo, pues el paquete traía su remite y venía del lugar de nuestra anterior residencia, enviado por los padres de un niño para mostrar su reconocimiento. Dirigido al


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profesional, el lector se encargó de hacerle los honores que le eran debidos. Nunca un obsequio nos satisfizo tanto. El grueso volumen encuadernado en piel, con todo su peso, dulce carga, no encontraba un sitio digno donde ser colocado y lo mantuve siempre cerca, pues me daba confianza en el futuro y compañía en la casa desierta. Al contrario de los comprados luego, se hizo en seguida con espacio en la mente hasta estabilizarse en el soporte donde luce ahora. Ahí supo concitar en su torno a muchos otros tomos de aquella extraordinaria colección que fui pidiendo, y a los restantes libros que buscaron apoyo en tal piedra angular, célula madre del conjunto. Ya contaba con una biblioteca, por modesta que fuera, cuando un día, recluido en ella muy contento, sentado en uno de aquellos sillones vistos en cierta mueblería y que acabaron por entrar en casa, al contemplar el que tenía enfrente, encantado por su bonita línea y el color de la tapicería, sobre la cual me complació pasar la mano (¡qué suave!), eché de pronto en falta a un interlocutor que lo ocupase y con el que pudiera hablar de libros. «Soledad, —sequedad.» ¡Cuánto sabía Antonio Machado! Imaginar a un interlocutor es más fácil que hallarlo, aparte de que se le adorna con cualidades tan excepcionales que se dan pocas veces en una persona. No convenía caer en abstracciones. El hermoso sillón reclamaba un amigo con muchas lecturas, pero real ante todo. A lo mejor lo tenía cerca y no lo veía. Había que estar alerta. Era el año en que apareció la colección, de Alianza Editorial, El Libro de Bolsillo, ofreciendo en su lista inicial, con el número ocho, La Regenta, y en seguida la gran serie proustiana. El anuncio de un cambio de los tiempos hacía pensar que el ambiente resultaba propicio para encontrar otros lectores. Pero nadie va por la calle con un libro abierto, pues quien los lee se aísla. En mis largas veladas imaginaba que otro como yo, y a lo mejor en un piso vecino, apuraba también con deleite una


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página. El insomne lector desconocido se merecía, al igual que el soldado, un monumento por defender sus ideales. Esas aves nocturnas, de existencia dudosa, durante la jornada no estaban a tiro. Y aunque lo estuvieran, yo conocía poco la sociedad que me rodeaba para cobrar pieza. Forastero en mi tierra, casi recién llegado y moviéndome profesionalmente en zonas acotadas, pocas indagaciones podía hacer en otro terreno, y a veces me perdía en pistas falsas. Nada encontraba en la Cuenca de entonces que se aproximara a su leyenda. Al regreso de alguna visita por los montes del valle, descolgado por cualquier camino viendo abajo los núcleos urbanos bordeados por barriadas obreras, con los castilletes de los pozos mineros y las chimeneas fabriles delimitando la comarca, me preguntaba si fue cierto que en esa grisura alentaron con gran actividad un Ateneo Popular y otro Ateneo Obrero en tiempo no lejano, y los intelectuales de renombre, los grandes del siglo pasaron por ellos. ¿Qué se había hecho de aquella edad dorada, de aquel foro de ideas? Si algo quedaba de lo acontecido, aparte de su huella en las conciencias, eran las ruinas que dejaron los enfrentamientos civiles de los años treinta, y así los restos de un cuartel en la villa central del municipio, que no se demolían quizá como llamada de advertencia. Un día entre los días vaciaron el solar y vimos levantar en la sangrante llaga los muros, transparentes de cristales, de una casa llamada de Cultura, denominación entonces nueva. ¿Qué contenido iban a darle para hacerla digna de ese nombre? ¿No pasarían de instalar en ella, con un mayor espacio, la biblioteca pública existente? La palabra cultura implicaba algo más ambicioso, y debía ser la sociedad civil quien inyectara vida al enunciado. ¿Pero tolerarían la libre actividad bajo su techo? Estas eran preguntas que más de uno se hacía. Vimos también construir un instituto de segunda enseñanza en el área de antiguas escombreras cercanas al río, renovación


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muy saludable, y las aguas, a poco, parecían desbordarse al volcar ese centro su alumnado en el parque. ¡Muchos eran! Y ante aquella riada nos daba por pensar que algunos estudiantes, en sus horas libres, quizás buscaran la Casa de Cultura, si desde esta se les atraía con un buen proyecto. Todo ello despertaba la ilusión de estar en los umbrales de otra época de luces. Merecía la pena dar un paso hacia personas con las mismas inquietudes, pues tenía que haberlas, y tratar en su compañía de abrir un espacio cultural de acogida dentro de la casa con fines concretos, ofreciendo una mesa de diálogo sobre textos valiosos que seleccionásemos de común acuerdo. Faltaba luego saber tender un puente, o incluso una sencilla pasarela hacia esa nueva isla, con la lectura como convocatoria. Pudo ser un intento fallido, pero encontró respuesta; y aquella iniciativa, con sucesivos integrantes, fue sumando lectores y decenios al conseguir enraizar en el tiempo. Se ha hecho de noche casi sin darnos cuenta, pero por el momento seguiremos sin luz, porque se está bien así, a cubierto y en la oscuridad, formando cuerpo con la biblioteca, íntima parte de ella, de su misma materia trascendida, un personaje más entre los secundarios que pululan ahí, en los estantes, el que observa escondido los movimientos de los protagonistas por las páginas tensas, memorables, ahora ilegibles, que nos place rozar con los dedos. Mundo de sombras, contactos al azar para guía de ciegos… Eso lleva a pensar en los que nunca leen, confusa tropa ciega, insensible a la literatura. ¿Insensible o negada? ¿No será que les falta saber acomodarse ante los textos como hace el habituado, para visualizarlos por entero y sin traba alguna? Puede que se repita aquella triste escena de la escuela primaria, donde tantos niños no acertaban a abordar las palabras por su lado practicable, y chocaban con ellas rompiendo las frases. Ahora es un hombre el que un día abre un libro, quizá una novela, que


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alguien le ha encomiado, y al querer enterarse de su contenido topa con las letras que están allí cubriéndolo todo, árboles que impiden ver el bosque (no se trata de una película, que desde el principio ya se da hecha en forma de imágenes explícitas que entran por los ojos sin esfuerzo), y al enredarse con las frases, cuya articulación —el orden literario— encuentra complicada, abandona en seguida. Si a los libros no hubiera que leerlos, diría Perogrullo, sería incontable el número de lectores. Es necesario encontrar placer cuando se derrama la mirada sobre un conjunto de signos impresos por apretados que se muestren —a veces verdaderos ladrillos tipográficos (debajo hay playas)—, y mantener ese regusto de una página a otra. Leer: seguir interesado por cada frase, tanto la principal como las que a ella están subordinadas para matizarla y ampliar su sentido, paladeando la especial construcción, el sabor y la gracia de la trama formada, y a través de los párrafos que se abarcan con delectación, ver desarrollarse el argumento que nos involucra en sus incidencias y llega a marcar, o así parece mientras no se corte la lectura, nuestro propio destino. Avezado a leer, quien posee tal hábito deja de percibir lo que está haciendo: transmigra. Y ya situado en otro plano, no avanza de palabra en palabra como un escolar, sino que las traspasa como el rayo de luz al cristal, para captar la imagen delineada por ellas. Entonces, a sus ojos, van abriéndose claros en el abigarrado amasijo de letras y la hoja de papel se transparenta. ¿Qué sería de uno sin ese venturoso hábito de lectura? ¿Cómo podría llenar de contenido las lentas horas de los años pasivos de una manera digna? Los dones de la vida ya no son asequibles para el cuerpo, que a cada paso muestra sus limitaciones. Solo ante un libro abierto recobramos el vigor juvenil, imponiendo nuestro fuero a la edad. Pero ¿por cuánto tiempo? La inquietud pone al hombre en pie. Siempre a esta hora, para aliviar su carga, suele dar unas vueltas desde la sala al antiguo


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despacho, y sortea con cuidado los muebles en la oscuridad. Mide su territorio, el hábitat del jubilado, para acercarse luego a la ventana y comprobar que el mundo sigue ahí, aún a su alcance, y tras un vistazo a la calle desierta otea el cielo bajo de la Cuenca, por donde hace unas décadas se extendía a bocanadas a favor de la noche el rojo aliento de los altos hornos, fuego ya extinguido. Finalmente entra en su reducto y enciende la luz. La contracción que se produce alrededor es instantánea. ¿Puede llamarse biblioteca a un espacio como este que se achica al ser iluminado, mientras adquiere cuerpo si permanece a oscuras o cuando, lejos de él, desearíamos releer ciertas páginas o puntualizar una cita? Mi menguado tesoro… Por eso cuando llega cualquier visitante que conoce mi particular actividad, en cuanto ve lo que hay busca con la mirada más volúmenes y a alguno se le escapa: «Yo creía…». Habría que explicarle que el lector, asiduo de las bibliotecas públicas, manejó además siempre muchos libros prestados devueltos a sus dueños después de exprimidos, ya que esos libros no se leen sin más sino que se aprenden a fin de mantener su impronta en la memoria, como sucede con aquellos países que uno visita en días contados y rememora el resto de su vida. Nunca se olvida el libro ni a la persona que nos lo prestó con gentileza, franqueándonos así el acceso a su intimidad, las estancias mentales. ¡Y hay quién burla las reglas y no devuelve el préstamo! Los faltos de memoria aún tienen disculpa: se les resiste el texto, no pueden con él, y en esa lucha retrasan el retorno procurando olvidar su origen, cosa que consiguen fácilmente. (De aquellos otros que aprovechan la liberalidad ajena para engrosar su biblioteca es mejor no hablar, aunque peores son quienes pierden por falta de interés el libro prestado, hecho al que no conceden la menor importancia.) Los libros que me envuelven en este estrecho ámbito son los imprescindibles, y se mantienen cerca para ser releídos. Suelo


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nutrirlos de papeles, de recortes y notas, al constituir material de trabajo. Busco su compañía; charlamos. Ellos son mi presente y a la vez el pasado, pues cada uno encierra, además de su texto, del pequeño mundo de su narración, un momento eterno en la memoria, cuando entró en mi vida. Al principio, de lejos, supuso un deseo, pero el deseo fijo de un título preciso del cual tenía conocimiento previo y hasta necesidad; pronto forzó una decisión, la de adquirirlo, y por las circunstancias económicas eso no era tan fácil como ahora, en que al ser asequible cualquier bien apenas se valora, y en el caso de un libro la intrascendencia de la compra no lleva luego a su lectura. Así oímos: «Ese libro lo tengo», sin añadir que lo leyeron ya, según es debido, bastándoles con haberlo comprado. El placer del consumo se reduce a ello y no pasa de ahí. Convertido en objeto, un libro vale lo que luce, satisface por su encuadernación y enaltece a su dueño con un destello de cultura. («Pues si además hubiera que leerlo… ¡Mucho exige usted!») «Lo tengo»: se presume de lo que costó, cuando eso apenas cuenta, ya que los grandes títulos no tienen precio; lo valorable es lo que ellos aportan, su acción sobre el lector y no por un instante —emoción pasajera—, sino para siempre, algo imposible de evaluar en moneda o reducir a cifras. Es como el paso de un cometa, de cuya trayectoria por el cielo nos maravilla su estela prodigiosa y no el bloque rocoso que la lleva consigo. En nuestro calendario interior el tiempo se mide por los libros leídos, estos y los demás, innumerables. Unos y otros marcaron los años y forman la vida; ellos nos han hecho y tenemos la edad que nos confieren. Hay obras que suponen semanas imborrables y otras implican meses, toda una estación: aquella primavera entresoñada siguiendo con Clarín los pasos de Ana Ozores, en que necesitábamos muchos días acercarnos a Oviedo para comprobar desde los altos de San Esteban que Vetusta, con su catedral en la Encimada como enseña, seguía allí abajo, prestando solidez a la invención, o el progresivo avance en Guerra y paz durante


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un invierno decisivo que dejó en el cuerpo cicatrices, pues nadie sale indemne de batallas como la de Borodino, y al presenciar más adelante la muerte del príncipe Andrey no hay lector que no muera un poco para emprender después una vida nueva, no sé si me entienden. Y cuando abro el armario donde guardo —oro en paño— los autores franceses y repaso el camino de Swann, ese, ya saben, que bordea Tansonville («antes de llegar allí, nos encontrábamos, porque salía al encuentro de los extraños, el olor de las lilas»), siento la tensión del día iniciático en que me interné por esa senda, y al tratar de ajustar el enfoque que el texto exigía fue el autor quien vino en mi ayuda, graduándome la vista sobre la marcha con un toquecito mejor que lo habría hecho cualquier oftalmólogo; y ya con la mirada renovada deambulé a mis anchas por el mundo de Proust. Esos milagros se producen in situ, a pie de página, como en los santuarios más acreditados. Hay que estar dentro y ser creyente, dándose en cuerpo y alma a la lectura, rechazando las trivialidades y los pasatiempos literarios. Buscar la calidad, y cuando hallemos una veta, explorarla con la ilusión de quienes se entregan a una causa. En tal tarea es muy de agradecer la compañía, y precisamente por medio de los libros hemos encontrado a nuestros amigos. Una lectura compartida crea lazos persistentes, y si citamos títulos, aun estando a solas, como ahora, dentro de la noche, evocamos personas, voces reconocibles, años determinados, fechas, un lugar, un ambiente creado de la nada y que cobra relieve bajo el foco de luz cenital. Vemos un grupo en torno a un texto, rostros interesados, miradas vivas, y surgen opiniones expresadas de manera ferviente y hasta con su punto de pasión sobre el escrito, palabras que se unen a las de los personajes de la obra en un coro de voces sugestivas que nos parece volver a escuchar en el silencio de la noche avanzada, y vienen a confortar al solitario. Quizás ellos, los otros, las escuchen también.


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Mucho nos han dado todos estos libros alineados ahí, despiertos aún y prestos a servir, testigos de veladas prolongadas como la de hoy, que cuesta cortar, pues siempre se desea añadir algo cuando se rebasan los horarios y uno no se sosiega. Tomos queridos… ¿Qué suerte correrán cuando haya de dejarlos quien no tiene herederos? No nos sobrevivirán demasiado tiempo, ya que si bien la vida media de los hombres se alarga, la del papel tiende a reducirse al emplear el papel reciclado, llamado ecológico, muy correcto políticamente, pero cuya duración no va más allá de los treinta años, según dicen los técnicos. ¿Cuántos de nuestros libros están ya sometidos a esa condena? Y hay que sumar otros factores ambientales, como la humedad y el moho, propios de la región en que vivimos, cuya acción destructiva es perceptible a diario en las hojas que pasamos, a poco que nos fijemos bien, por no hablar del polvo de carbón que mancha los dedos durante la lectura y merma la dignidad del libro. Cada vez que me asomo al interior del tomo de Shakespeare, centro y pilar de la biblioteca, compruebo el insidioso avance de esos elementos corrosivos. Así veo ya cómo los libros se me van de las manos. Y a la vez perderé los que no están aquí, aquellos que almacena la memoria, a medida que el entramado neuronal del cerebro se desmorone con la edad. ¿No tenemos ya lapsus, no fallamos a veces a la hora de citar un título concreto o el nombre de un autor, y la mano se tiende en el vacío? Son lagunas aisladas, pero que anuncian lo que vendrá luego: dudas, balbuceos, silencios forzados. Todos conocemos la penosa impotencia de los viejos, que nos atemoriza. ¿Llegará entonces uno a perder interés por la lectura? Existen ciertos signos inquietantes: la obstinada insistencia que mostramos en desvelar el andamiaje narrativo, dejando una novela en puros cueros, ¿no anticipa cierta aversión al género? Cuando el lector guarda distancias con la trama y analiza esta fríamente, ¿no empieza ya a darle la espalda? ¿No será que comienza a escapársele a su comprensión lo mejor del texto?


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Mariposa de luz, la belleza se va cuando llego a su rosa. Corro, ciego, tras ella… La medio cojo aquí y allá… ¡Sólo queda en mi mano la forma de su huida!

Y al menos él, Juan Ramón Jiménez, lograba quedarse con la forma. ¡Qué tarde es ya! Como de costumbre, los libros retienen al lector, no quieren soltarle. ¿Faltará mucho para el amanecer, que llega a hora incierta a estos valles brumosos? No es cosa de esperarlo, pues con frecuencia se retrasa. En cambio, tienta repasar algunos amaneceres literarios, más espectaculares. ¿Recuerdan a Aschenbach, el protagonista de La muerte en Venecia, al acecho de las primeras luces en la ventana de su habitación del hotel sobre el Lido? Thomas Mann despliega una orquestación adecuada: Cielo, tierra y mar permanecían aún envueltos en la suave palidez fantástica del alba […]. Pero venía un soplo, como mensaje de inasequibles lugares con la nueva de que Eros se levantaba del lecho conyugal […]. Allí, al borde del mundo, comenzaban a deshojarse rosas […] caía sobre el mar un manto de púrpura, el resplandor se transformaba en incendio; silenciosas se erguían las llamas, y la cuadriga divina corría con sus cascos centelleantes sobre la superficie de la tierra.

La luz que se espera, la que busca el niño de Llámalo sueño, la obra de Henry Roth, luz que baja —otra vez— de una claraboya,


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y es promesa y puede ser final para un libro como este, porque abre una salida hacia la altura: Tentadoramente, la luz descendía por el cristal de la estructura del tejado, una luz silenciosa, deshabitada; evocando en su mente una imagen de la nieve a la que una vez había saltado y una imagen de la luz a la que había trepado una vez. Aquí había un puerto mejor que cualquiera de los dos y una pureza más duradera […]. Sólo tenía que vencer su temor, y aquella soledad y aquel resplandor serían suyos.



Índice

i. ii. iii. iv. v. vi. vii. viii. ix. x.

El inquilino del primero izquierda....................................... 9 Signos y sonidos.................................................................. 15 Al pie de la letra.................................................................. 23 Los paseos de don Armando ............................................. 37 El asedio de Troya............................................................... 55 Literatura de transmisión oral............................................. 75 Viajando solo...................................................................... 99 La carrera sobre el hielo...................................................... 123 Frutos de los árboles ........................................................... 149 La construcción de la biblioteca.......................................... 179



La edici贸n en papel de La vida por la letra es de diciembre del a帽o 2009



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