RESIDENCIA DE QUEMADOS ALFREDO HERNÁNDEZ GARCÍA
(Introducción de MARÍA DEL CARMEN BOBES NAVES)
LUNA DE ABAJO
A mis quemados: «...abandonad la locura... con una huida masiva y espontánea, que produzca en el mundo todo un bello y auténtico chillido».
edita: Luna de Abajo www.lunadeabajo.com
© de la edición: Luna de Abajo © del texto: Alfredo Hernández García
diseño: Pandiella y Ocio tipografía: Sabon Next LT
corrección y revisión: Eva Vallines isbn: 978-84-86375-13-3
Índice
Introducción por María del Carmen Bobes Naves
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capítulo i. Residencia de quemados
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capítulo ii. La primera enmienda
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capítulo iii. Martes de cesárea (la pequeña retirada)
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capítulo iv. Segunda enmienda: la aldea de la razón
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capítulo v. Amor y didáctica de Ruta y Amadis
75
capítulo vi. La revolución de los quemados y La paz de Arcano
105
capítulo vii. El parto de la amistad y El virus de la princesa
139
capítulo viii. La escuela de la piel y Tres imperios de apartamiento
171
capítulo ix. El nacimiento de Sebastian y La última bivalvada de los bestiarios
209
capítulo x. El don-donaire de Clara y La ira de Onomástico
239
capítulo xi. La conspiración madrugadora. Ruta bilingüe, o El mosaico: sendero de los caracoles
275
capítulo xii. Domingo de sufridera y reconcilio. El negozuelo propio de la princesa
319
epílogo optativo
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Introducción María del Carmen Bobes Naves Catedrática Emérita de Teoría de la Literatura Universidad de Oviedo
Residencia de quemados
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Es muy aconsejable leer las novelas más de una vez. En la primera lectura nos invade la anécdota y nos interesamos por las peripecias y motivos de la trama: queremos saber qué sigue, igual que el marido de Scherazade; la intriga se centra en el conflicto, que está planteado en todo relato, y esperamos su desenlace; el lector no está para otras observaciones. Pero un relato literario es mucho más que su historia, sus motivos, su anécdota y el desenlace de su conflicto. Es historia, pero situada en una visión del mundo; tiene motivos originales y propios, pero instalados en una sociedad que con unos usos, unas costumbres, unos valores éticos y estéticos, les dan sentidos diversos, polivalentes, no reductibles a un significado único y fijo; finalmente el relato destaca a unos personajes que viven una anécdota, que puede ser interpretada de muchas maneras y sugiere siempre una lectura muy atenta. Aunque sea ficcionalmente, las novelas copian una realidad pragmática o crean una realidad virtual ambientada en un sistema ético y estético coherente con la trama y los personajes, a la vez que afrontan una situación especial como manifestación literaria y artística, que es nada menos que multiplicar su significado y lograr un texto semánticamente polivalente: una novela significa mucho más que el significado de sus signos lingüísticos. Leer una buena novela es una aventura hacia mundos desconocidos y atractivos. Las obras literarias significan más de lo que dicen; si se limitasen a la anécdota y a su significado, no pasarían de ser textos lingüísticos cuyo mayor mérito sería la univocidad, la claridad, la precisión, la crónica. Las obras literarias son semánticamente polivalentes, difuminan la realidad, si es que la copian, a veces se alejan sistemáticamente de ella, a veces se aproximan al absurdo, o al menos se distancian de la lógica, y hacen otros muchos malabarismos, ya que pueden establecer relaciones en busca de varios sentidos y pueden situarlas en diversos contextos internos y externos para conseguir nuevas dimensiones semióticas.
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Introducción por María del Carmen Bobes Naves
La teoría de la polivalencia semántica del texto artístico, que formularon el pasado siglo los New Critics (Ramson, Burke, Warren, Wimsatt, etc.), ya la había adelantado San Juan de la Cruz a propósito de los comentarios en prosa que él mismo hizo a su obra lírica: el gran poeta místico español incluso fue más allá de la polivalencia y reconoció que cada lector realiza su propia lectura, diferente de las de otros lectores, que el autor es sólo un lector más, entre tantos, y no precisamente el más autorizado: dice lo que puede, no lo que quiere. Desde luego la teoría literaria hoy admite que los autores, no sólo los líricos, que sería más explicable por su temática subjetiva, sino los narradores que están más cerca de la realidad objetiva, se sorprenden a veces con las lecturas de los críticos o de los lectores en general, que se distancian de la que ellos creen única y definitiva. La teoría que interpretaba el texto literario buscando lo que quiso decir el autor es hoy una venerable antigualla: la obra dice lo que dice, y cada lector lo interpreta según su competencia. Hay textos más ricos que otros, más crípticos, más claros, más profundos, y es posible que sugieran más o menos interpretaciones, incluso que al mismo autor lo encaminen por caminos nuevos al leer su propia obra. La novela, como todas las obras artísticas, es obra abierta al sentido. Pero no estamos ante un campo abierto a todos los vientos: está claro que cualquier lectura tiene su base en el texto, que por muy polivalente que sea, tiene límites. Cuando se admitió la teoría de la polivalencia, parecía que tocaban a rebato, y hubo una especie de desmadre: cualquier lectura se justificaba, todo valía («es mi interpretación»): anythings goes; luego se fue conteniendo esa libertad y hasta Umberto Eco, el más liberal de los teóricos-artistas, lo reconoció en I limiti dell’interpretazione. Hay otro aspecto de la polivalencia semántica del texto artístico, también real y también sorprendente, que quiero apuntar antes de entrar directamente en la novela que hoy presento, Residencia de quemados, de Alfredo Hernández García. Me refiero al hecho de que cada lector puede conseguir varias interpretaciones: a lo largo del tiempo comprende el texto de diversas maneras: no se lee igual y no se le da el mismo sentido al Quijote, en la niñez, cuando Sancho nos hace reir; en la juventud, cuando atendemos preferentemente a las historias intercaladas; o en la madurez, cuando seguimos con más atención los problemas de conducta y de conocimiento, los discursos sobre la Edad de Oro, o sobre las relaciones entre padres e hijos, etc.
Residencia de quemados
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Y digo esto, porque hace algunos años, cuando leí por primera vez Residencia de quemados me dejé llevar de la mano del autor hacia la anécdota, que era y sigue siendo compleja y también un tanto hermética, de modo que suscita interés y empuja a una lectura rápida para ver lo que sigue, las soluciones a los problemas, e inclina a leer sin pausas, sin treguas, pero a la vez sin prisas, porque el discurso es denso. He podido comprobar que no sólo cada texto es polivalente y cada lector tiene su interpretación, sino que un lector a lo largo de los años cambia de gustos, de competencia de lectura y hace diferentes interpretaciones, particularmente si el texto es denso y complejo. El autor podría ensayar para el relato la práctica que la historia de la comedia hizo con las latinas, y que se conservó en La Celestina: consiste en abrir cada capítulo con un resumen de la anécdota, para adelantar al lector cómo avanza la historia y librarlo de una atención excesiva a los hechos y para que pueda regocijarse con las bellezas y méritos de la palabra del texto. Y no sería descabellado: la comedia romana, y La Celestina, pone al comienzo del texto un resumen general del argumento, que en la escenificación será recitado por un personaje, llamado el Prólogo, y luego, al comienzo de cada acto, el mismo personaje adelantará lo que le corresponde a ese acto. Los críticos y teóricos de la literatura no parecen estar sorprendidos por este hecho y no lo comentan, yo siempre me pregunté qué finalidad tendrían los resúmenes que adelantan el argumento general y los particulares de cada acto, que rompen el suspense. Creo que la respuesta es fácil: el texto dramático, destinado a la representación, no discurre sólo mediante la palabra del diálogo, sino que se manifiesta mediante signos de varios sistemas semióticos, en simultaneidad sobre el escenario: a la voz se suma la apariencia física de los actores, su presentación (maquillaje, vestido, peinado, etc.), también las distancias, el tono de voz, las luces, los sonidos y ruidos, la presentación abierta o con cuarta pared, etc. La sensiblidad del espectador va más allá de la lectura narrativa de una historia y quiere disfrutar de todos los sistemas de signos que le ofrece el escenario y para librarlo del suspense de la intriga y de la atención a la anécdota, para que pueda leer otros signos más allá de los verbales, se le da información adelantada.
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Introducción por María del Carmen Bobes Naves
Este panorama general de cautela que voy diseñando y el conjunto de todas las razones que voy exponiendo, queda justificado porque no voy a hacer una presentación de Residencia de quemados, mediante un resumen de su anécdota o buscándole explicaciones éticas, intrigando sobre ella, como si se tratase de un acertijo o de anticipar una salida a un maldito embrollo, pretendo simplemente crear expectativas ante una nueva forma de novelar, ante unos métodos y unas técnicas narrativas que logran crear historias, funciones y motivos, personajes, tiempos y espacios, con vida propia, que se desprenden de la mano del narrador y parecen actuar con autonomía: en esta novela se viven anécdotas (Clara, Veletas), se leen historias (la misma Clara lee la historia de la princesa Ruta), se cuentan argumentos (Ruta relata la suya por partes), se contrastan hechos de la vida cotidiana de los tiempos actuales y alejados, se muestran desde un enfoque risible planes de estudio muy antiguos, y a la vez semejantes a los actuales, etc. Todo esto lo verá el lector directamente, y según la forma en que lo interprete, conseguirá su propia lectura. Adentrarse en esta novela es una experiencia nueva, que ofrece caminos que se bifurcan continuamente mediante relaciones posibles, y estos se andarán con interés, pero no sin esfuerzo. En estos muchos recovecos será preciso detenerse en las trampas de la lectura. Residencia de quemados es una novela rica y compleja, mantiene página tras página, en cada uno de sus doce capítulos y un Epílogo optativo un imaginario que traslada al lector por el tiempo, también por el espacio: se pasa de una época a otra, de unos lugares a otros muy alejados y muy distintos, en los cuales la lógica racional no tiene mucha presencia, y generalmente se escapa a la percepción lectora, porque allí la lógica es una operación pragmática que pone en contraste hechos y ambientes, y además es una operación de semiótica literaria donde los motivos no tienen un sentido único y pueden enriquecerse en diversas relaciones: parece que el autor busca las inmensas posibilidades de los signos escénicos, que actúan en simultaneidad y liberados del interés por la anécdota, que les ha adelantado el Prologo; por otra parte el discurso, la palabra, se potencia con un humor alejado de los tópicos y trata unos temas no excesivamente frecuentes en la novela, ni siquiera en las más novedosas: formas y contenidos contribuyen a una lectura inquietante e insatisfecha, que exige revisar, repetir, invita a volver atrás, a regodearse con algunas comparaciones, con algunos temas, con algunas frases, etc.
Residencia de quemados
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Se comprende así por qué Residencia de quemados es un relato complejo, semánticamente polivalente, que admite interpretaciones diversas y lecturas múltiples, pues es artístico y semióticamente intenso, profundiza en sentidos nuevos que derivan del orden que se de a los motivos, por la posibilidad de sumarlos, contraponerlos, repetirlos; porque utiliza técnicas y prácticas novedosas, etc. Repito que no es cuestión de hacer una presentación resumiendo las anécdotas de la historia, porque es un relato que va mucho más allá de su propia historia: es un experimento sobre posibilidades de concurrencia de técnicas, de creatividad, de distancias que miden la ironía verbal y situacional, que suscitan asombro y conducen la lectura por la calma y la reflexión, hacia interpretaciones posibles: ¿por qué mezcla dos historias? ¿por qué no se abordan de forma directa los contrastes entre los métodos didácticos de Ruta y los actuales?, incluso, una boutade, ¿por qué utiliza dos tipos de letra en la historia de Clara y de Ruta?, etc; el lector irá formulando preguntas e irá dándoles respuestas desechables o reutilizables a lo largo de los doce capítulos. Y como un intento de comprobar cómo las respuestas salen al paso y ofrecen soluciones, cuya veracidad está garantizada, se me ocurre que el tipo de letra, diferente en la historia de Clara y en la de Ruta, es una estrategia para advertir que los tiempos pueden superponerse sin temor a confusiones, si hay un signo claro: en ningún momento se advierte de forma directa, con la palabra: pasamos a la historia de Ruta, ahora volvemos a la de Clara, sino que un signo visual, el tipo de letra, simultáneo a todos los de la historia, se hace presente en el discurso y advierte al lector dónde está… El lector, cuyo interés está polarizado en la intriga, se encuentra con dos historias que se superponen y se imbrican: la de Clara y la de Ruta, y se siente obligado a buscarles una relación: una subrayará el significado de la otra, mediante la suma de episodios, mediante el enfoque o las coincidencias temáticas, o se relacionarán por el contraste en que están situadas; quizá el mensaje es más general y asegura que siempre estuvieron mal los planes de educación, que siempre es demasiado solemne la actitud de los enseñantes, o ¿quizá hay otras lecturas más adecuadas? Es posible que como Las palmeras salvajes de Faulkner, las relaciones entre las dos historias sean solo de disposición textual: el autor alternó los capítulos de dos novelas y salió una tercera novela: el primer
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relato, el segundo relato y su suma, una tercera novela, adquiere un sentido propio. En tal caso, el autor o el narrador, en quien recaen dos funciones principales: a) la composición de la obra, es decir, la elección de sus motivos (un día de trabajo, el viaje al hospital, la rivalidad y enfrentamiento entre los compañeros del hospital, una clase, etc.) y b) la disposición en que los presenta, en una secuencia y un orden, en un contraste, una superposición o en transparencias, etc. El significado de los motivos es anterior a la composición, de modo que cada uno signifca de forma diferente si pasa a otro conjunto, y cambia también en relación a la disposición, es decir, al orden que tienen los episodios en el discurso, y es sabido que un motivo no tiene el mismo sentido al principio de un texto, en el medio o al final, y el sentido puede intensificarse en las llamadas situaciones de privilegio, que atraen más la atención, o diluirse en otras posiciones. El conjunto de todos los episodios, que constituyen la composición de la obra, quizá tenga relaciones anteriores y su alternancia descubre esos significados y propicia el nuevo sentido que adquieren en el conjunto; quizá al contrastar episodios, se descubren nuevos sentidos. Las posibilidades de análisis y de entendimiento son muchas y el autor de Residencia de quemados es maestro en abrirlas. El hecho es que una de las posibles causas de la polivalencia, que es el orden y las relaciones intratextuales de los diferentes episodios, se potencian al reunir dos tramas en el mismo relato, puesto que a las relaciones internas de cada una de ellas se suman las posibles relaciones de la otra, y las que pueden generar la primera y la segunda entre sí. De primera intención el lector se enfrenta a diversas posibilidades y se siente poco seguro acerca del sentido que puede elegir; suele, por ello, buscar refugio, a veces, en la disposición que le señalan los índices, es decir, mira la posibilidad de encontrar formas objetivas que le confirmen un camino o que se lo abran: revisamos el título, por si resulta orientativo en alguna dirección, los capítulos y sus titulillos, por si descubren una secuencia semiótica lógica, predecible; cerrada, etc; va al índice, a ver qué pasa con la distribución de la materia narrativa, si es un conjunto, o va dividida en dos o tres, en secuencias de seguridad o de duda, etc. Residencia de quemados, con más intensidad que otras obras literarias, obliga a una segunda lectura y señala pistas al lector, que ha de estar atento para relacionar la creación literaria y todos los indicios y señales de los signos paraliterarios del texto. La lectura se
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dinamiza, el lector oscila entre lo que ha leído y lo que espera, para confirmar o desechar las sugerencias que ha experimentado. La estructura de Residencia de quemados parece muy equilibrada: doce capítulos, con títulos en sucesión impecable, y un «Epílogo optativo», que da testimonio de un autor complaciente, de una novela abierta, de un relato de sentido flexible, que puede desenlazar o no el conflicto. Todas son aptitudes inocentes, amables, deseables: el lector está cansado de imposiciones y se dispone a leer con buen ánimo, en una interpretación creativa, leer y tener en cuenta un Epílogo, que se ofrece como desechable: es lo que suelen primar muchas novelas actuales, pero que es bastante difícil de conseguir. El autor intenta hacer participar al lector ofreciéndole dibujos de personajes, por acumulación abierta (como hace Baroja en La feria de los discretos, El mundo es ansí…), por capas para lograr prototipos (M. Duras, Moderato cantabile) y otras múltiples técnicas, que a veces, a la mayoría de los lectores les pasan desapercibidas, sin pena ni gloria. Todo permite al autor elegir su propia trayectoria de lectura: los tiempos, los espacios, las funciones y motivos, los personajes, son una amplia gama de posibilidades para la lectura que se elija. Empezamos con un ejemplo: la protagonista de una de las historias es médica, atiende la salud mental de sus quemados y se llama Clara, buen nombre para crear expectativas de un personaje amable, asequible… pero hay otra historia cuya protagonista tiene otro nombre, no tan amable, Ruta, y es una princesa, de otro tiempo, de otro lugar. La expectación invade la lectura: ¿qué tienen en común la historia posiblemente amable de Clara, con la historia imprevisible y difícil de Ruta? Todo son estímulos en direcciones divergentes y el lector se deja seducir, aunque también habrá lectores que decaigan en sus derechos y sigan el campo tradicional, abierto, en barbecho, sin temor a prescindir de sugerencias interpretativas. La vida cotidiana del trabajo, las amistades, los desplazamientos, las relaciones humanas en general, invade el ámbito textual de Clara y arrastra a su ayudante Veletas y a los cuatro quemados, que atiende: el relato camina por el día a día, pero sin comprometer demasiado al narrador, obliga al lector a colaborar en la creación y presentación de su personaje, incluso mediante una petición directa cuando dice que la protagonista es una mujer de ojos verdes por toda descripción, para que el lector dibuje el resto con su imaginación; el personaje así descrito es el
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resultado de una técnica presentativa especial: el narrador parte de que el lector recuerda los prototipos de personajes, orientado por algún indicio, que aquí pueden ser los ojos verdes: si recuerda los de Valle Inclán, los sujetos de ojos verdes son maliciosos, rencorosos, cazurros; las protagonistas buenas y simpáticas, como Sabelita, tienen ojos garzos de dulce mirar, o como Ana Ozores, y merecen ser descritas con mimo en su aspecto, en sus acciones, en su ser. Sin embargo, Clara acumula índices poco simpáticos, y el contraste lo lleva consigo, encima de su propia figura. Si el lector intenta hacer la etiqueta semántica de cada personaje, puede encontrarse con muchas sorpresas de este tipo. Pero se debe un excurso en este punto: Al opinar sobre los episodios, las frases, la conjunción de motivos, etc., según se van leyendo, me planteo la posibilidad de que estoy exagerando algunas y paso por alto otras que quizá son más decisivas en el sentido de la obra. Y, sin negar que algunas veces esto puede ocurrir, otras muchas ocasiones me han demostrado que el texto asalta la lectura con una voz propia cuando quiere destacar una frase, una metáfora, una anotación de apariencia inocente: en el Epílogo optativo, el narrador vuelve a la frase que dio lugar a este comentario y lo repite trescientas hojas más tarde: una mujer de ojos verdes por toda descripción, para que el lector dibuje el resto con su imaginación… La frase toma nueva dimensión y la técnica descriptiva subraya su relieve. Interpretaba esta frase en el ámbito de la creación de personajes, al volver a repetirla en el Epílogo, más parece que es un alto para la reflexión, más bien indica el valor semiótico de una tradición literaria, no muy conocida, pero sí eficaz desde el subconsciente colectivo: ¿los ojos verdes se tomaron en una teoría fisionómica como expresión de maldad? No es la única vez que ocurren estas formas de señalar, como si el narrador y el lector (el leedor, dice el texto) mantuviesen una línea de alerta frente algunos motivos, aunque de formas diferentes, por ejemplo en la historia de Ruta, que vamos a ver. El contraste de la historia de Clara y de Ruta es notable y el narrador se esfuerza en mostrarlo: la princesa se desenvuelve por los peligros de la vida cortesana y del poder, se enfrenta con la Lomce de su época y sostiene al lector en los puntos que quiere discutir el narrador, y para ello utiliza su forma de libertad:
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Lo que leemos de Ruta en principio nos sorprende en chica tan joven, aunque ya estamos hoy día curados de espantos de precocidad, sin embargo, después de andar un poco por su vida, pensé que el nombre de Ruta era una broma del narrador, y que a ese nombre le faltaba una b, como si quisiera escribir roma por broma: me pareció que le iba mejor bruta que ruta, pero como no podía dar una razón para ofrecer esta lectura, la olvidé, y la sorpresa es que en el Epílogo, doy de frente con una frase-clave que me reconduce la lectura: la princesa Ruta —que así se llamaba esta adelantada gamberra: la única más bruta que mi hermana… [390], y esto por no hablar de algún concepto que se insinúa y luego se afirma, como el de relato total, etc. Textualmente se anuncia el nacimiento de una nueva forma de racionalidad [34], y en el capítulo IV, Segunda enmienda: la aldea de la razón, se cuenta cómo 20 principiantes se reunen sentados para recibir clases, delante de un Talento: así se llama a los sabios y a las asignaturas. Los alumnos toman notas incansablemente y luego las revisan. Ruta se rebela, no toma ni un apunte y es la mejor de la clase. El lector conoce tal situación en la universidad actual: empieza a explicar el profesor y se produce un movimiento sincronizado de los alumnos y sus bolígrafos, hacia su libreta de apuntes, que luego, por lo general, no entienden y los sustituyen por los del cerebro de la clase. No hace falta una crítica del método, está todo incluído en la descripción. Y ésta sigue inexorable: La ciencia y su conocimiento está encarnada en Talentos: Astrológico, Alquímico, de Letras y Reflexión, de Letras y Escrituras (cuya norma más brillante era «en todas partes se cuecen habas»), Talento de las Letras Milenarista, que derivó hacia la historia (suponemos que se introdujo subraticiamente el tiempo), y que derivó hacia los localismos, al único interés por lo inmediato, que garantiza la originalidad al dar cabida a los temas y al corazón sensible de los indígenas. El laberinto de las ciencias, investigaciones, comunicación de los saberes adquiridos o creados, procesos semióticos de todo tipo, las interpretaciones de historias, de curiosidades, etc., suscita el interés de todos, y las derivaciones que introduce cada uno son nuevas posibilidades para él y sus amigos inmediatos: cuántos avances se anuncian en el conocimiento de enfermedades, decisivos en su tratamiento, esperanza de enfermos que siguen muriendo, cuánto humor, cuánta ironía, cuanto parelelismo….
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Como en los últimos años, las Facultades (los Talentos), dibujan árboles frondosos cuyas ramas se bifurcan incansablemente como en el jardín de Borges y donde los pájaros piadores encuentran argumentos para infinitas formas nuevas de saber que encantan al hombre, sobre todo al necio cuyo saber es necedad, como aclara el capítulo quinto: la sabiduría del necio es necedad. Alfredo se regodea con estas posibilidades abstractas que él deriva a concretas y no me extrañaría nada que hoy encontrase, por ejemplo en el ámbito de las ingenierías un campo abonado para proponer ejemplos de esas innumerables clasificaciones y consiguientemente una taxonomía del saber aplicado, paralela a la que ofrece como ejemplo la educación humanística de la princesa Ruta, cuyo inicio es, sin duda, la Poética, del presumido Aristóteles, a quien tanto le gustaban los anillos. Con este modo de enhebrar, Alfredo continúa el encanto de sus capítulos… Y, al amparo de esta nueva forma de racionalidad, disfrutando con su malabarismo verbal, el autor se entretiene con deleite en ensayos, combinaciones, enfoques nuevos, experimentaciones reales y virtuales, dándoles un barniz de seriedad, que arrastran al lector a embarcarse con él en aventuras risueñas, aunque a veces tiene que parar a hacer alguna reflexión: ¿estamos en la historia, o estamos en la ironía?, ¿hacemos ciencia, aunque sea taxonomía, o tomamos el pelo al Alma Mater? Residencia de quemados descubre apenas la habilidad de su título: el lector se instala en sus capítulos y cuando se da cuenta está quemado por su ironía: el texto nos empuja hacia el vértigo, con todo lo que esto significa; posiblemente dejamos la lectura un rato para sentarnos a considerar si ese viaje nos lleva a alguna parte, pero no hay peligro, volveremos al texto, a su historia y a sus expresiones, porque el vértigo atrae. ¿Hasta dónde quiere llevarnos el autor en su mundo de ficción presente, con Clara, y con el pasado de Ruta? El lector no se acoge a la tregua y sigue leyendo, porque está pendiente de lo que pasa y de lo que puede pasar. La novela es atractiva, enormemente atractiva: tiene gancho, pero no un gancho que se sustancia, como ocurría con la novela tradicional, que atrapaba por la historia y no se paraba hasta alcanzar el desenlace: se leía de un tirón. La de Residencia de quemados es una lectura entretenida, pausada, interesada, inevitable, con pausas y sin prisas, deleitable. Es muy recomendable para espíritus guasones, tranquilos.
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Hace algunos años leí esta novela y sobre ella hice un informe para su posible edición: la declaraba novela compleja, relato denso, original en el discurso, inquietente en las historias. El hecho de volver a leerla hoy, después de unos años y porque no puedo contrastar los posibles cambios, si los hubiera, implica una lectura en alerta especial. Es posible leer la versión actual, que resulta autosuficiente, autónoma y coherente, sin la falsilla o transparencia de la anterior. Quizá si dispusiéramos de la primera y la cotejásemos con la nueva, si tiene alteraciones, sería posible analizar una técnica de disposición literaria que la semiología ha denominado «construcción por capas», que se ha utilizado, más decididamente, en la creación y construcción de personajes (Margarita Duras, Moderato cantabile). No sé si el texto ha cambiado y no puedo entrar en esa posibilidad. Lo que es posible, más bien seguro, que yo, como lectora, haya cambiado, y la deformación profesional por tantos análisis y comentarios literarios, que he realizado a lo largo de mis clases, me permita una lectura diferente y alejada de la de aquellos años, pero vamos a dejarlo en una probabilidad. El texto, sin duda, ha cambiado, si no en su forma, sí en sus posibilidades de relación y de comprensión, y al escribirlo, quizá el autor y el lector no conocían el libro de Margarita Duras; seguro que conocía otras novelas y estaba al tanto de las posibles relaciones con las técnicas que van abriéndose camino en la nueva novela. La construcción por capas podría ser uno de los métodos aplicados por Alfredo; la construcción de personajes y de funciones narrativas por acumulación de datos, por cambios de enfoque, por revisiones, dudas y planteamientos nuevos en las formas de conocimiento, etc., pueden ofrecer al lector nuevas formas de interpretar. La lectura se muestra como un campo abierto a muchas posibilidades. No cabe duda de que Alfredo es escritor de muchos registros, y los utiliza con acierto, sin prisas, pero exigiendo al lector que quiera enterarse, atención a todos, sin preterir ninguno. La atención del lector es obligada y, si no quiere perderse la secuencia narrativa, se verá obligado a volver atrás para considerar posibilidades: el texto no sigue una sola trayectoria, el lector no puede conformarse con una. La lectura atenta de Residencia de quemados no se agota en la anécdota, compensa con la riqueza del discurso en muchos aspectos que el lector va descubriendo; enumero alguno, como ejemplo:
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– un sentido del humor profundo, que reclama continuamente la revisión del lector, y le hace volver sobre los temas que se relacionan en forma directa o indirecta, – una especial tendencia a unir palabras que muy pocas veces se encuentran unidas y producen sorpresa, a veces, impacto y obligan a pararse… Como ejemplo, el párrafo que abre el cap. V: la conspiración del mismo ser se supera a sí misma en bajeza, y viste al que confabula con un atuendo más organizado: con el antibiológico traje de la mezquindad: ¿un traje antibiológico? (¿un traje de mezquindad?, o expresiones, que se entienden bien, pero que son inusitadas: profetal libro [83], ceremoniar la ofensa [85], no liberada de lacayosis [83], que obliga no ya al lector, sino a Clara a afirmar: lacayosis, esta palabra no existe, dijo Clara interrumpiendo la lectura [83], o un Amadís que se petrifica [cap. V], o un fontanero despeinado, sin más candor que el de sus tubos [86], o en otro orden: ¿cómo hemos de entender metáfora atea?)… – una forma de avanzar, como si no hubiese pasado nada, como si en cada momento se abriese la historia; el texto nunca se complace en sus aciertos, tampoco le importan los errores, si acaso los hay, o se lo parecen al lector, que camina por la ficción sin saber en qué punto de la historia está en cada momento, – una enorme erudición social y universitaria, que somete a una crítica inmisericorde los planes de encasillar, o mejor, encorsetar los saberes, la pedantería de quienes se sienten satisfechos de su ciencia, simplemente con sus clasificaciones de los nombres, etc. Residencia de quemados es una novela singular, que exige una presentación más amplia, o al menos un prólogo, una mesa redonda, donde el autor sugiera intenciones y los lectores propongan lecturas. La originalidad del discurso, como podemos deducir de los ejemplos verbales que acabo de proponer, la singularidad de las historias que atraviesan el texto y se pasan los motivos continuamente, sugieren una novela de gran calado, de discusión, de entretenimiento lógico.
Residencia de quemados
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capítulo i Residencia de quemados
Como todos los lacayos de este mundo, ella vestía de oscuro. De negro oscuro. Al portar alma de mantenido, respetan los lacayos el luto por su conciencia muerta. Salió por el portal sin darse cuenta de si llovía o lucía el sol, lo que en pocos minutos dejó sus ropas empapadas: de aquí se deduce que entre el cielo y el suelo de la ciudad mediaba un chubascazo. Ella no es imbécil, aunque por el momento así parezca; sencillamente, esta mañana se dirigía ufana, animadísima por sus mejores intenciones. Por el metódico sueño de ocho horas, por los quince minutos de gimnasia para gordas, y por su desayuno (queso, requesón, miel, manteca de cerdo, manteca ligera, café y leche), imaginó que podría comerse el mundo. Sí, «montaría un día perfecto», se decía creyéndolo. Era toda voluntad: la más valiosa y peligrosa de cuantas facultades usamos, porque de su mano guiados, hemos emprendido las mayores proezas y los peores negocios. Su temperamento débil caminó por la ciudad decentemente decorada, y sus ojos, hasta hoy ambiguos, vieron más que ella. Absorta en su quimera de comerse el mundo todo, pasó junto al estúpido estanque —la gente modosa admira las fuentes de las ciudades, como si a ellos les perteneciesen—, bordeó el monumento cúbico al ama de casa, y casi arrojó una moneda al baldado. Avanzó hacia la librería con la firme intención de mejorar su cultura. Necesitaba un libro de economía que actualizase sus ingenuas creencias sobre el mercado, la inflación, los fondos de inversión, el valor oro... algo sencillo que pudiera entender su alma de psicóloga, tan obsesionada con las disfunciones del ego y sus afectos. El catálogo en el que había visto su libro te prometía la comprensión de los principios económicos a licenciados en otras materias. La publicidad promete, la candidez pica. —¿Ha llegado el libro que encargué? La dependienta se hizo la sorda, y en tono más áspero y aclarador repitió el pedimento.
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Residencia de quemados / capítulo i
—¡Tengo encargado un libro de economía a nombre de Clara Hierro Guerrero! Por favor. La dependienta, tan elegante como majadera, sacó el libro del mostrador, lo metió en una bolsa y dejó hablar, por fin, a su cara de asco: —¿Tarjeta, efectivo o a cuenta? Ella no podía entender por qué esa imbécil trabajaba ahí y pensó que, posiblemente, se sentía en demasía talentosa para desperdiciarse vendiendo libros, teniendo en cuenta que es más imponente crearlos; o, a lo mejor, más modestamente, necesitaba un marido, una boda, una parejita de pedorreteros, una hipoteca, unos malos tratos, y un ataúd donde encerrar el libro de familia y todos los etcéteras. «Olvidado», se dijo. Ya en la calle manoseó el libro y corrió hacia su hogar de intelectual funcionaria. Como todas las personas que jamás consiguen nada en la vida, antes de leer se dispuso a la recogedera de trastos; ello convierte en primordial lo secundario y viceversa. Así, desgastada nuestra intrepidez, nos consuela la intendencia: «cuán maravillosa hubiera sido yo de no perderme en las labores obligadas de la vida», nos comenta nuestra pereza arrimada a la vidorra. Limpió el polvo a plumero, hizo la colada de la semana, ordenó la mesa del comedor, suelos, paredes y techos, cocina y baño, librerías y aparatos... todo por arriba y por abajo en sólo una hora, para después, reblandecida, dedicarse a lo que es cardinal —aquello que la noble lectura brinda—: por fin Clara establecida a lomos de su roñoso sillón. Pero el libro no salió de su bolsa, ni viajó hasta allí desde la cocina, por lo que la voluntad se tomó un respiro y Clara roncó. La siestecita de dos horas me da la razón: la casa estaba tan pulcra como el libro. Mal asunto, porque comer no es negociable, menos aún, cuando su trabajo de seis horas la esperaba por la tarde. Clara, aunque hacía gimnasia para gordas, siempre estuvo flaca (incluso ahora que su barriga presentaba un embarazo), porque comía sin masticar, como si de papilas gustativas careciese: los alimentos se ofendían cuando ella torpemente los mezclaba, dando cuenta de dichos efluvios ingrávidos las narices de los vecinos. Después de comer tortilla de primero y revuelto de segundo, se dijo con complacencia «está bien», y volvió a creérselo. Con el café y horas de retraso acarició el libro y se liberó de su culpa. Ahora podría leer un rato, como un sagrado acto, y así, alargar su horizonte, en misteriosa andadura, por la pedregosa economía. ¡Imbécil!
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Ella, por lo general, montaba teorías interesantes sobre individuos con el ego hecho añicos por la insatisfacción, o sobre la reconciliación del enfermo con la realidad; pero, sobre todo, su mental magia consistía en obligar al paciente a caminarse hacia atrás, para que este, refrescado por sus orígenes, se reencontrase con la normalidad. Clara conseguía en pocas sesiones, que el infeliz dejase de sentirse tal, aunque para ello tuviese que prestarle dudosas muletas: ya fuesen las Sagradas Escrituras, ya el manual del ser honrado que contiene las normas del atontamiento general. Por eso necesitaba una pizca de mercado, para contrarrestar los argumentos de los enfermos que se sublevaban contra dicho proceso de normalización. Se defendían algunos reclamando «lo difícil que es ganarse los garbanzos», y ella liquidaba sus dudas haciendo natural lo más artificial de este mundo: nuestro sistema económico «no tiene discusión», les decía para su sosiego. Y así, con su voz de apóstol, ponía firmes a los insignificantes depresivos, acorralándoles con los axiomas terribles del liberalismo: «el mínimo humano real —decía— es una marioneta de los grandes poderes monetarios», y no le preocupaba si esto estaba bien o mal, acostumbrada a que la psicología no cura rarezas, las extirpa y disimula, como hace una allanadora paleta. ¡Qué libro tan imponente entre sus manos! En la portada, fotos de fábricas del siglo pasado, en blanco y negro, y superpuestas las caras de idealizados proletarios, que con coraje competían por robarle el hueco a Lenin y a Hitler; y arriba, en letras color dinero: «Ni utopismo ni artilugio liberal: economía ponderada». Buscó las primeras páginas y emprendió la lectura, con la cortesía del que se digna leer un prólogo. Este manual para iniciados pretende reivindicar la categoría científica que a todos apetece para el estudio sistemático de la economía, la única enseñanza capaz de iluminar las mentes que se dejen. Todo es oro, todo es dinero, todo es intercambio... el sentimiento más orgánico de un individuo puede y debe traducirse a transacción económica, no sin un previo fingimiento de humanidad: no nos engañemos, todo ser racional, más o menos moral, sabe esto, y la economía mundial nos ha enseñado que nada existe más allá de sus componendas.
El primer párrafo no dejaba lugar a dudas, y a partir de él, no podía el libro más que empeorar. Clara, mosqueada, se dispuso a saltar
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páginas para poder entender qué era eso. «¿Cómo he podido comprar tal inflamación cerebral?», se preguntaba con la boca abierta y seca. ... las ideas son asfixiantes y pobre del que confíe en la palabra, en cambio, conocer las leyes del mercado (sea desde su inicio, la licenciatura o el doctorado) nos beneficia, emancipa y libera; y triunfaremos en el amor y en los negocios... la conciencia histórica siempre caminó a la zaga de los meneos monetarios... la burguesía, en su generosa contribución, desasnó más al humano que todas las reflexiones de esos tozudos y pretendidos sabios que propusieron la alucinación como ciencia... y bla, bla, bla.
La pequeña salita de muebles malos de chapa, con sus pequeños detalles reposando en escrupuloso orden, apestaba. Las ordinarieces de ese prólogo, en flotación irrespetuosa por el aire, habían dejado todo hecho un asco, y comenzaron los dolores, llevaderos aunque molestos, que Clara sentía por las tardes en su avanzado embarazo. Y pasó las páginas de cien en cien sin leer, hasta detenerse en las cinco últimas. Era un opúsculo, a modo de diccionario, compuesto por «Términos proscritos para un buen hacedor de la ciencia llamada Mercado. Palabras arcaicas y fermentadas», decía su autor. Allí, tan tristes como descarnadas, amontonadas sin orden alfabético, pedían auxilio las más bellas palabras conocidas, y Clara no se resistió a chillarlas: ¡vida... excusar... zahorí... encomiar... plañir... denuesto... filósofo...! Y en grupos yacían todas las terminadas en «-dad»: felicidad, solidaridad, libertad... hasta cien. Abajo en un recuadro con relieve, en mayúsculas rojas, la más célebre de las expresiones proscritas, «deber ser». ¡Ah! y todas las palabras que empiezan por «U», en «homenaje negativo a utopía», decía el cochambroso manual. El din don hizo reaccionar a Clara y le puso los pies en el suelo: con uno, abandonó esa pesadilla liberal, y con el otro, pisó la realidad de su trabajo que comenzaba, cada día, con la llegada de su ayudante, el joven doctor, llamado Veletas, y motejado según esta servidora, El Miserable. Le invitó a pasar y a sentarse. —¿Dispuesta a comenzar una nueva aventura? —dijo la nariz llena de mocos del asalariado doctor. Ella en la habitación se quitaba la bata haciéndose la sorda y se uniformaba de negro. «¡Toda la tarde con este enano...!» —pensaba—,
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y daba los últimos retoques en su enharinada y blancuzca cara, de su aversión al sol rociada: —Leeremos los expedientes en el coche. Tú conduces, yo mando. Yo preparo la primera charla y tú escuchas. Hoy no empieza ninguna aventura. Esto ya lo hemos hecho antes y recuerda, olvida tu tesis doctoral con los ratones —así le ubicó Clara en su lugar. —Yo conduzco... tú mandas. Tú me preparas y yo me meto en mi piel de ayudante. La historia del joven Veletas puede resumirse en un párrafo: a los cinco años hizo la pelota a Dios en el sagrario; este, tan avergonzado, puso su bondad en entredicho y le tiró una polio que me lo dejó cojo para siempre; a los siete años, ante la pregunta «qué quieres ser de mayor» (resentido por lo de la polio), no quería otra cosa que llevar la escoba en el tren de la bruja; mayorcito, con más conocimiento, quería ser «el jefe de todos los países»; cuando se paseó por la pubertad con los hierros de sus piernas y le escupieron todas las chicas, quiso ser insignificante; a los dieciséis, despertado por la rebeldía, soñó hacerse humanista sin fronteras, maestro de orquesta sentado o médico de indigentes; a los diez días quiso ser trapecista o tener dinero y al mes, por fin, olvidó lo del trapecio. Pero para hacer dinero es preciso tener suerte y cierta gracia: la suerte se le fue escapando poco a poco, y la gracia se la fulminó la polio, el estornudo de Dios. Ya en el cochecito de la empresa, blanco como una ambulancia, traspasados cinco minutos de silencio y kilómetros, la profesionalidad de Clara superó el horror de la mala compañía y comenzó su jornada laboral: —Tenemos cuatro expedientes, cuatro seres humanos, ¿entendido, joven? Espero que te los hayas leído y que los tengas en la memoria. Nuestra obligación es ayudarles, y los pacientes anteriores se fueron sustancialmente mejorados. ¿Estás conmigo? —así habló Clara de pausado y terminante, con una mano en la carpeta y la otra en el freno de mano, temerosa siempre de la malformación de su paje: Veletas era rápido de reflejos, pero la pata de frenar vivía por su cuenta. —Tenemos cuatro rato... cuatro contagiados, uno de ellos, la mujer si recuerdo bien ha roído... ha recaído —siguió Veletas queriendo complacer—, estuvo con nosotros en nuestra primera terapia, hace un año. ¿Casi bien, mi admirada superior y dueña benevolente?
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—¡Déjate de rimas y da buenas órdenes a tu joroba, que el semáforo está rojo! Por acuerdo llamaban «joroba» a la pierna que Dios señaló, y así la humanidad sobrada de Clara permitía una mínima amistad y confianza con su subalterno. —Ahora escucha y no te despistes en la carretera. Así, en voz alta, inició Clara la lectura sumarísima de los diagnósticos que rezaban en los expedientes, y que ella misma había preparado: Primero: le llamaremos el Hombre de Oro. Treinta y cinco años. Lo que no haga ahora ya le será negado. Ha estado meses en tres proyectos de deshabituación con fracaso parcial y total. Ahora la vida es una gran carga porque es consciente de sus problemas. Como todos fue tratado en un primer momento por sus síntomas depresivos. Los negocios fueron tomando posesión de su vida desde hace veinte años bien contados. «Todo es negocio», es su frase. Traduce a dinero todos los objetos que se le cruzan y después los pasa a rublos, dólares, libras, euros... (así hasta cien), con ellos hace operaciones mentales de interés compuesto, y diseña empresas relacionadas con dichos trastos, todas viables, y enloquece al sentirse incapaz de realizarlas. Ha llegado a no estar tranquilo, de no ser en una habitación de la que ya ha cuantificado hasta los tiradores de los cajones... este hombre sufre mucho. A la segunda paciente la llamaremos la Mujer Fantástica, en-tre-noso-tros Veletas, ¿vale?, —esa era la escasa confianza que Clara tenía en su lacayo—. Estuvo con nosotros el año pasado y ha recaído. Parecía curada pero nos engañó y cuando consiguió el alta, en su primer día fue capaz de: coser unos pantalones, hacerse un bolso, limpiar su casa y la de sus complacidas vecinas; se fue al gimnasio, dio una clase de inglés y otra de alemán, cuidó de sus tres hijos, y cuando se desmayó por la noche llevaba copiadas quinientas páginas de las obras completas de un clásico ruso. No recuerdo quién... un obsesivo de esos que quisieron escribirlo todo. Lleva un año con relajantes y cuando no está vigilada se encuentra amarrada a una cama especial con correas del ocho. Un día que se escapó el mes pasado, en una hora, había pintado el piso. Lo malo es que aún no tiene verdadera conciencia de su problema y por ello sufre doblemente. Los dos siguientes tienen problemas más sencillos y se parecen a muchos de los que visitan cualquier gabinete psicológico.
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Al tercero le llamaremos el Sazonado Corazón. Sólo le asiste la emotividad, es todo ganglios. Carece de voluntad, presto sólo, a lo que su mujer le mande. Ni tiene amor propio, ni se quiere lo mínimo razonable. Todo lo que hace por su mujer le parece escaso, y ella le pega, tan fuerte que ya ha visitado varios hospitales en lamentable estado. Padece atontamiento, pero no es este el diagnóstico, sino «supresión de los sistemas racionales básicos y adopción de la emotividad para toda acción». Su mujer, paradójicamente, le odia, y quiere abandonarle, pero acordamos con ella una tregua para intentar ayudarle antes. Creo que si ella, pasiva agresiva, deja al corderito antes de limpiarle su cerebro, ya no se podrá hacer nada. Es un ser valiosísimo, repleto de ideas a las que hace el menor caso, y con la cabeza a rebosar de suspicacia. Mundanísimo el hombre, entiende de historia, música, política y filosofía; pero su rectitud y fidelidad le susurran mentiras al oído; su capacidad casi infinita para mejorar le confunde el juicio y no se percata del paso del tiempo, y cree que más adelante, ya embridará su existencia. Mientras tanto sufre mucho y se enjuicia duramente. El cuarto es un hombre silencio. Le llamaremos el Hombre Adivina Qué. Como todos los monológicos que en esta sociedad habitan, sólo habla para sí, aunque esto es una hipótesis acerca de lo insonoro. De pequeñito se pensó que era mudo o catatónico, pero poco a poco fue diciendo palabras sueltas (una o dos al mes). Su madre enloqueció y su padre se hizo marino. Tenemos a un monológico con la mente de un barquillo, aparentemente, porque ni susurra ni habla. ¿De dónde suponer que le asiste un pensamiento? En principio le trataremos como pensador y oidor, como un ser astuto que piensa y calla, no como hominidus vegetatus. Ahora hace seis meses que no dice palabra. Lo último que se le oyó decir en una cafetería, fue (según un amigo que allí se aburría con él), «corto de café, corto de leche». Los amigos tratan su mustiamiento con paciencia, por lo que de poco su mudez estorba.
—Como ves, doctorcito —advirtió ella a la eminencia que llevaba al lado—: tenemos cuatro dolientes que han tocado fondo. Nosotros somos su última esperanza antes de precipitarse en picado. —¡Bien!: Superclara y su inseparable Veletas se lanzan de nuevo a la conquista de cuatro conciencias sitiadas por la tontería —exclamó el parásito a risadas y convulsionado de alegría.
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Clara volvió del revés su piel, como se le hace al calcetín, y miró para adentro; necesitaba algo de estoicismo, que paliase lo que la sacaba de quicio su ayudante, hasta hacerla dudar de la honestidad de su trabajo. Siempre estuvo conforme en limpiar las tinieblas de sus pacientes, pero ahora los cerebros rotos precisaban un trato especial, al alejarse sus dolencias de la tenue línea de lo psicológico. La sociedad estaba amamantando una nueva impostura tremendamente contagiosa: el inconsciente se desvanecía y sus enfermos reconocían qué les estaba matando, sin poder hacer nada. Clara aún no era Clarísima. Clara aún no confiaba en la palabra. En aquellos días se conformaba con devolver a los pacientes a una vida convencional, sin fobias, sin psicosis, sin complejos... pero estos cuatro sujetos se encontraban poseídos por lo ideosomático, algo tan nuevo y tan alejado de la psicología que hacía a Clara sentirse como un descubridor, como un pionero que no sabe dónde pisa. Además su ayudante no era de fiar: no escaparía jamás de su conductismo de ratón —todos los psicólogos son un poco conductistas y manipuladores. El discapacitado Veletas no tenía nada personal: sus órganos latían a la orden de la autoridad; sangre, flujos y bilis recorrían su cuerpo en un plan preestablecido; el enano era incapaz de sustentar una idea sobre la humanidad; era todo reglamento legalísimo, premeditación, sumisión, indecencia, mínimo esfuerzo, y ningún atisbo de espiritualidad. Yo misma estuve casada con un eunuco como este, un hombrecillo de esos que el poder castra. Se llamaba Valentín, y sus cenizas guardo junto a... bueno dejemos lo que en nada viene a cuento. Clara, como dije, también era una lacaya, pero en ella se podía seguir un rastro de buenas intenciones, porque siempre soñó con un mundo mejor para todos, y ahora, con más ardor y motivo, a la espera de su hijito. De momento su conciencia y su sótano (el escocido Veletas) arribaban al sanatorio alejado de la ciudad, en el lugar tranquilo repleto de jardines, cementerio de figuras verdes podadas por dinero público, y señalado con un cartel, que de noche, en artificial candor, decía «Residencia de Quemados». Eso es lo que era hace años, un hospital adonde venían todos los pacientes afectados por el fuego, y Clara no comprendía cómo no habían retirado dicho luminoso tan impropio para los enfermos mentales. Esta es la historia de un nacimiento y el nacimiento de una historia: la historia de una nueva Clara y el nacimiento de una nueva forma de racionalidad.
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Llegó a casa cansadísima, pese a lo exitoso de su obraje en la residencia, con sus cuatro quemados y su Veletas. Y si todo había ido bien, ¿qué convertía esta noche en especial?, ¿por qué griteríos de derrota, sonaban en sus oídos?... Clara empezaba a ser otra. A la niña buena le estaba saliendo pelo. Hay momentos cruciales en la vida, pero es difícil saber qué tienen de gozosos, o qué de un mortal veneno; es un misterio. Clara, hoy lunes, despavorida de palparse el espíritu y hallarlo famélico, de excesivo ayuno, de tanto apaciguarlo, se disponía a la abolición de lo que lo tuvo encadenado. El espíritu, audaz por naturaleza, se le había transformado en pedrusco tapado de musgo, desusado. A empujones, a su sumisión, pretendía derrumbar. El nuevo corazón de Clara, todavía desordenadamente, arremetía suave, a tanteos, contra la cómoda cumplidera de sus hechos y posiciones. Todo le parecía escaso, y su alegría (siempre impulsada artificialmente por su voluntad), se desprendía de las razones, por lo que la pena se adueñaba del territorio que la dicha en su deserción desocupaba: la alegría se iba por su cuenta y marcaba una asombrosa andadura en solitario, lo que dejaba a Clara sentir el vacío de los significados, las mismas populacheras creencias que hasta esta noche la habían guiado. Cuando se crea un hueco comienza la invasión de las ideas oportunistas. Como he dicho, llegó a casa destruida, deshecha, y sintió la estrictez de sus pequeños dominios (su pisito), como un castillo protector y salvo. Como mínimo, cuatro razones, cuatro, comparecían para explicar el acaloramiento de su rostro y la ansiedad de su corazón latiendo, ansiedad parecida a una angustia, un lanzarse la mano a la boca antes del vómito, dolencia a la que sus pacientes la tenían familiarizada y que ahora era ella quien la padecía: La primera razón le hablaba al oído: el órgano por donde gusta a la conciencia deslizarse hacia cavidades más comprometidas. Le decía
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Residencia de quemados / capítulo ii
que «esto no podía ser», que el joven Veletas era «mala estampa para tenerla cerca»: un hombrecillo que empezó estudiando Biología con la esperanza de encontrar el gen del dinero; que en su primer curso andaba por el campo escuchando al insecto chillar: «¡clasifícame!», y que desestimó los estudios biológicos cuando descubrió que había innumerables genes, lo que complicaba dicha inclinación de satisfacer su fiebre del oro. Luego estudió Psicología para manosear el poder y manipular con uñas y dientes cualquier mente incauta que a tiro se pusiese, con esa sospechosa altanería de la que los psicólogos gozan, cuando encima de la chusma se colocan. Chusma: única padecedora de la vocinglería del inconsciente. ¡Maldita la luz de ese menguado apóstol, siempre atento a conseguir la gloria. Gloria, que el mismo poder niega a los valiosos, por miedo a que le hagan sombra! ¡Tan asqueroso como todos los huele-pedos pegados al trasero de sus jefes, que no dan abasto en genuflexiones y cabezazos! Que el enano no tenía luz queda claro, como todos quienes confunden obediencia con conveniencia. ¡Malditos los esforzados y carentes de espontaneidad, aupados por la astucia y no por el mínimo común humano! ¡Maldito el hombre biombo, a resguardo tras el poderío de lo engendrado por las creencias del vulgo, de lo «querido y sabido por todos»... maldito el hombre escozor! La segunda causa le musitaba a su sexo polinizado por un ganadero en un viaje muy silvestre, hacía casi siete meses. La sensación de brújula en el vientre: algo flota ahí dentro y por muchos giros que Clara diera, el huevo siempre marcaba al norte. El embarazo lo cambiaba todo, y sabía que para bien. Una parte de sí y del vaquero liberaban su potencial genético por el umbilical cordón, hasta que llegase el momento feliz en el que el nuevo ser respirase por su cuenta, y «será un gran hombre», se decía, batiéndose imaginariamente contra todas las circunstancias que atacarán al pequeño, nada, más romperse el huevo. Así la preñez, en oráculo transformada, dictaba órdenes que Clara hacía años había olvidado: «ser mejor y contribuir a la humanidad, la que mi pequeño encontrará al abrirse su puerta de viscosidad». Sólo ella contra todos los Veletas de este mundo, sólo ella para soplar ozono a la atmósfera y así mejorar el agujero... sólo ella para reducir el paro, y con ello, que se adense la suerte, la posibilidad de que su hijo escape del terrible rastro que dejan las estadísticas. Demasiadas
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misiones para un preso que escapa con grilletes, lastrado con pesada bola de hierro en el vientre. La tercera era la madre de todas las voces: la razón en su conjunto, la razón pura compendio de lo teórico y lo mundano, de las grandes pasiones y de lo pútrido también, la gran productora de lo épico y lo lírico, la mamá de nuestra cultura histórica, de los mejores mundos imaginados por nuestra moral ingenua; la nuera de las creencias y prejuicios que la sociedad tilda de «inapelables». Y esta noche aciaga le hablaba como una extranjera: «¿Qué estás haciendo, Clara?, ¿no percibes que tus nuevos enfermos necesitan algo más que una psicóloga?, ¿acaso no has comprendido que sus dolencias nada tienen que ver con el dedo mal chupado, el amor materno, la falta de afecto, y menos aún, con el invisible inconsciente, apodado coyote?, ¿no crees que lo que necesitan es un nuevo gobierno nacido de dentro? Eso, apagarles el fuego de estufa que aviva su enfermedad, desde que se pusieron en las manos de psicólogas como tú. Más cultura general y más ganas de vivir: más voluntad y menos pastillas, más valentía en las soluciones y menos ñoñería... antes de ser mejor hay que desearlo, ¿o no, Clara?». ¡Qué más quisiera Clara que haber oído esto tan nítido como yo lo cuento!, pero lo oía, como una intuición, cual sordo se representa un concierto por la cara que pone el pantomimo director. Sí, todo esto no era más que una intuición todavía, pero las revoluciones son como un viaje a lo lejano: empiezan con un portazo. La cuarta voz es delicada: es el corazón a voces pidiendo auxilio, es el recuerdo. ¡Qué maravilla sentirse abandonada cuando gozaba de sus quince años, refugiándose en su habitación adolescente repleta de fetiches, e imaginando toda una colección de hombres (a cada cual mejor), en agresivo forcejeo por colocarse de los primeros! Pero la vida se encargó de desmentir este libelo tan asemejado a un cuento chino. El abandono, (construido por los mismos átomos que la soledad), va ganando el terreno al que nuestra inmadurez se aferra, y empeñado en hacer daño, se transforma en el más inhóspito de todos los sentires. Para más dolor, el abandono no es tal, pues viene disfrazado de desliz haraposo de lo que, simplemente no pudo ser; y el corazón, en voz alta soñando su historia, relata el más imbécil de los cuentos: una interminable guerra sin batallas, en la que las tropas ocupan
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correctas posiciones en todos los campos de morir, y se retiran antes de que alguien se haga daño. Ella recordaba a su verdadero amor en la facultad viviendo los mejores años: era el amor que se presenta antes de tiempo, antes que la madurez. Una vez en carroña convertido el verdadero amor (por haberle hecho ascos), esa interminable fila de hombres imaginada desapareció de un manotazo. Y el corazón en su relato de quejas le murmuraba: «Clara, para comprender que el amor intestinal, tan agasajado en nuestros tiempos, no era más que una ronca bocina, tuviste que perder a tu verdadero amor. Siempre perder para ser mejor. Por asomarte un instante a la cola de pretendientes se fue el gran amor, y presta la larga cola se disolvió». Clara bonita, claro... el aprendizaje, como el buen vino, es más caro que el placer que promete. Los amantes desperdigados toman posiciones en vidas paralelas donde poder mirarse de reojo, para nunca olvidar lo que pudo ser, y ante el asco que sus respectivas arrogancias al amor le hacen, este se retira. El amor fugaz prepara, sin remedio, inhalar el anhídrido carbónico del abandono. Como se ve, el corazón omitía la explosión de afecto del ganadero, que sin encajar del todo en la historia, se apropió de lo más sagrado; no le fue permitido abandonar a Clara, no gozó de esa categoría: a veces gana el inesperado, el peor representante, y eso no está bien ni mal, sólo es un hecho. La velocidad a la que en ocasiones escapamos es mayor que el abandono con quien alguien nos persigue. Ante una crisis tan total dispuso Clara la forma de animarse: se pondría su pijama, prepararía algo suculento para cenar, y con música enlatada, crearía una atmósfera de normalidad: «¡arriba Clara!», se dijo con voz de ultimátum. A los pocos minutos estaba apoyada con su codo derecho en la mesa del comedorcito, y con la mano izquierda empuñaba el tenedor con el que rascaba su cabeza; el ultimátum había prescrito: su pijama era negro (el color favorito de los lacayos y difuntos), la música brasileña, que con su frívola pretensión, a la alegría despachaba, y la cena tenía el aspecto de la bazofia. Ahí su cabeza emplazada, no pudo distraerse ni un momento, y flotaron recompuestos en ella los rostros que deseaba olvidar: su verdadero amor de estudiante catapultado al éter del tiempo por un sinfín de errores; el ganadero canadiense con apellido extranjero por el milagro de las migraciones, en sonriente gesto ante las fotos de sus vacas campeonas, promediadas por el retrato de Clara;
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veía los movimientos compulsivos de la Mujer Fantástica, el símbolo del dólar doblemente barrado en los vivarachos ojos del Hombre de Oro, el olorcillo a pollito quemado que desprendía el afecto revenido del Sazonado Corazón, el silencio, cual soledumbre propagada por el aire, del Hombre Adivina Qué; ¡ah!, y la cara del canijo Veletas, difícil de encontrar otra tan grosera, humanamente hablando. Y para postre se tomó un respiro en su fabuloso sillón: en la mesita centro, los cuatro expedientes y el fraudulento librote de economía. Respiró profundamente diez veces para que descendiese la bazofia y sus condimentos, y con un chasquido de la lengua tomó en sus manos el manual económico, con la intención de darle una segunda oportunidad, o de reírse al menos de las colosales afirmaciones del estudioso payaso. Como ya conocía el decepcionante prólogo y el panfletillo del diccionario final, se dispuso a avanzar por el libro, en distraída lectura de algunos párrafos, «a ver qué», pensó. No sabe nadie de dónde emanan las leyendas. Tal vez a la Naturaleza, por un error de cálculo (o ruborizada por tanta creación de desecho), se le ocurre crear a un ser valiente que escuche a su corazón pulido por la inocencia y la bondad. La protagonista de esta historia porta en su alma todos los metales preciosos que se pueden encontrar dispersos por la Naturaleza. Nada hay en ella de los componentes y argumentos que configuran al resto de humanos acongojados. Nada hay en ella de predisposición a la obediencia, de majadería... nada de esa grasa que se acumula entre los pliegues de las vulgares almas: ¡fuera las almas ordinarias que adoptan la grasa por su metal más precioso!
Estaba claro que había truco: en este párrafo se encontraban muchas palabras del muestrario proscrito. Además no era la economía su tema, ni su forma la del ensayo. «Es una equivocación», se dijo Clara carcajeada por dentro, «se les habrá colado en la editorial parte de otro libro entre el prólogo y el estúpido listado»; pero necesitó saber más, y leyó párrafos por aquí y por allá, a la búsqueda del manual de economía que las tapas prometían. Yo era muy joven... yo quería ser reina... yo era joven pero ya odiaba mucho. Mis diez años de niñita a la realidad timaban, porque poseía ya, al completo, mi discernimiento: se deduce que odiar y discernir,
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sin ser la misma cosa, viven matrimoniados en el mismo chozo del cerebro (quien lo tenga, pues demostrado está que muchos con el hueco entre huesos se conforman). A otros birriosos, sin tenerlo vacuo, les basta con repletarlo de mecanismos para satisfacer demandas: pedigüeños de un puesto fijo, agradecidos de su inmediato superior... son enculados irremediables, engordados por ajenas babas, que han conjurado sus reverencias interminables, al carácter de normalidad de esta comunidad piramidal.
Unas decenas de páginas por delante parece que se comenzaba a descifrar parte del enigma. Clara puso en marcha sus dotes de investigación en la facultad adquiridas, y prosiguió; una mano soportaba el libro y la otra el peso de su bajo vientre, sentido a veces tan ajeno. Yo sentía el aliento del bravucón en mi teta, en forma de oración desesperada, cual mariposa agitada que bisbisea con sus alas antes de fugársele los polvos por los que vuela.
Quedaba claro, esto era una novela por algún charlatán escrita, y se avivaron en Clara las reservas que la narrativa le provocaba. ¡Estaba tan decepcionada por todo lo leído en los últimos años...! Aún así le dio otra oportunidad. Y así termina la primera historia de mi vida: con el cuello intacto del anciano, por respetar su mérito, no porque mi amado lo pidiera, quede claro, que la benevolencia cuece lo que la tolerancia pudre.
El din don quebró el silencio justo a las diez. Sería el amanerado Mudarra, un personaje, que como se adivinará en pocas páginas, va a desaparecer de súbito, y eso que hasta ese momento para ella tenía cierta importancia, pues visitaba a Clara cada noche desde que ella alquiló el piso, hacía ya casi un año. —Hola, querido Mudarra —le dijo ella con voz de colmo—: puntual eres, como todos los males que nos llegan. —Siempre me has llamado Rafael, ¿es que nuestra amistad lejos de crecer, como es de esperar, retrocede? Y se sentó en su sillón desde el que, cada noche, enseñaba el mundo real a Clara mientras ella, agotada, parecía que escuchaba el noticiario.
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—¿Has pasado un mal día con el asunto de tus nuevos en-fermos? —Mi día ha sido muy extraño, y en nada parecido a lo que de él me esperaba —referida Clara a lo antedicho de comerse el mundo y tal—, pero he sentido algo nuevo entre la felicidad y el hartazgo. Tú sabes que te aprecio, Rafael —le confesó en un tono más romántico del que acostumbraba a utilizar con su vecino—: cada noche me cuentas cosas de la ciudad y te lo agradezco; reestableces, de alguna manera, mi energía tan escasa cuando llegan estas horas. Intuyo que con el tiempo te has ido enamorando de mí. ¿Es así, verdad? Rafael Mudarra se levantó y con el coñac que tomaba cada noche, frente al espejo del comedor, por primera vez, abrió su corazón; hasta las personitas insignificantes poseen ese órgano con el que hacer el ridículo. Comenzó así un alegato moderno sobre el «amor costumbre». El amor como lo opuesto a la soledad, el amor de las compensaciones, amor de mercachifle donde cada sentimiento se negocia con otro sentimiento: es el amor de los cobardes que no soportan la llegada de las arrugas, cuando el ser humano hace sus balances, cuando, desasido ya de responsabilidades cumplideras, saca todo su talento para ser un héroe, o un mierdecilla usual y pedigón. Clara dio un tajo al discurso emocionado del Mudarra, cuando ya se había lanzado a los agasajos personales sobre los labios maravillosos de Clara, la verdura de sus ojos, el apetitoso porte y los pechos. El convencional buen gusto de Mudarra interponía, como despistando al mal gusto, resplandecientes lisonjas a las cualidades espirituales. Esta noche estaban rotas todas la teclas de la cortés dulcedumbre, y la aspereza de Clara le conminó a sentarse, y le dijo que hiciera lo que todas las noches: mostrarse vanílocuo, frívolo, deleznable, hombre del montón, y lo peor, actual. —Esta noche tampoco hay amor, pero puedes contarme todas esas cosas que seguramente has hecho —comenzó así Clara su desafío. Bueno, Clara, te cuento... luego seguiremos sobre el amor ¿eh? — dijo conformado como un niño al que se le engaña, como un niño al que se le arrebata la idea de algo maravilloso con un barato caramelo. —Sí, por supuesto. —Esta tarde fue increíble. Primero, con el cocido de mamá aún en el estómago —de lo que se deduce que es un Amadeo de los que habitan glotones las faldas de su madre, hasta que otra incauta la releva de su servicio y le cuece un pote de garbanzos con tocino—,
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tuve que ir a la manifestación en contra de lo de las farolas horrorosas que el ayuntamiento ha puesto en la plaza. Después, me tomé un café con los «amigos de los escritores jóvenes», y fue muy interesante. A la salida me pasé por la exposición que se inauguraba de escultura: eran sesenta obras de ese muchacho que está teniendo tanto éxito, ese que su padre era portero de la finca de la ferretería; sesenta composiciones conceptuales hechas con botellas sucias, ropa usada y demás trastes. Interesantísimo. Luego pasé un momento por la sede del partido, fui al concierto de la catedral, y de vuelta para acá charlataneé con Miguelito —otro de esos que viven la ciudad como si fuera suya y del que nada más se mentará, concluyendo así su participación. Abundan estos especímenes, cual gusanería urbana: pueden ir a un tipo de exposición, a una manifestación de asunto justo, a una tertulia, o a un concierto de la música de moda; pero lo que les distingue es su actualidad, su beatitud hacia los grupos de los que extraen sus argumentos: los colectivos les prestan lo que la inteligencia les ha negado; su conciencia se dejaría ahorcar por cualquier jefe, presidente, vocal, dignatario o alcalde. A cambio reciben el calor pútrido de la aglomeración. Clara aún no pensaba exactamente esto, pero ya le daba el tufo. Cuando terminó el asqueroso su coñac, ella le siguió casi a empujones hasta la puerta (se sale por la misma puerta que se entra), y con la hipocresía de que goza la mano izquierda, (la mano menos dañina), le dijo que estaba cansada, que había sido un día duro, que aún tenía que preparar el trabajo para mañana, que le dolía el embarazo... y el tostón se marchó al pisito de «madre». Clara aún no se merecía a sí misma y caminó por el comedor desconsolada, como cuando a la faena le queda un retoque, y miró el libro, y pugnando por reventar, oyó en tono suicida la voz de las nuevas reglas de sus vísceras: «... no sabe nadie de dónde emanan las leyendas. Tal vez a la Naturaleza, por un error de cálculo (o ruborizada por tanta creación de desecho), se le ocurre crear a un ser valiente, que escuche su corazón...». Corrieron hacia la puerta, ella y su panza, y gritaron ambas en el descansillo: «¡vuelve, insensato Mudarra!» El perrito movió el rabito y bajó las escaleras de tres en tres. —Perdóname Rafa, he sido falsa, injusta y cobarde —el tono abría una esperanza en el fatigado Rafael, y prosiguió Clara con voz de remiendo—, eres un tostón que mustia mis sentidos. Tu actualidad
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deja impune, mejor aún, colabora con los peores objetivos que los hombres en grupo traban. Eres partícipe de un realismo cochambroso que da por supuesto que las cosas están bien como están, algo de lo que todos somos culpables y de lo que me quiero desmarcar. Por eso necesito que desaparezcan estas veladas colaboracionistas, más el hedor que tus trajines representan. En definitiva, eres un mierda. Quería que lo supieras, y perdona que te haya aguantado, pero debo hacer caso a una admonición. Llévate de aquí ese vanguardismo esquirol y reaccionario, métete por algún orificio todo el arte de tu ciudad, y vuelve si a tu boca le escapa algo propio, aunque sea una pedorreta. Por mi parte, si revientas o te da un dolor muy fuerte, no recordaré que estuviste en este mundo. Dale un beso muy fuerte a tu madre que... ¡vaya vagina debiste dejar al salir por Cesárea! Debió funcionarle al deslucido Mudarrilla la retahíla de verdad tardía, pues le batió como a un huevo, y como se verá, torcimiento completo de futuro le produjo. Nuestro talento ha sido compuesto por personajes que desaparecen, y cuya huella (pese a ser una marca o un hecho), no sabemos dónde yace, ni de qué verdad es portadora. Clara tembló porque la primera radicalidad de su nuevo carácter la dejaba más sola, y marcaba un círculo en la fecha de su primera batalla, la primera crueldad en su por estrenar calendario de las conmemoraciones.
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La primera crueldad en el nuevo calendario de las conmemoraciones se apropió de este lunes relatado, y como ocurre con las tradiciones, quedó instaurado para su culto futuro como Lunes de Advenimiento. ¿El Advenimiento de qué?: de la nueva valentía, de la primera prueba que me hizo recreer en Clara, el advenimiento del carácter mínimo para que exista la posibilidad de una historia. Cuando la conciencia cambia, su disfraz queda abandonado en un rincón, cual inservible piel de nuestra antigua condición. ¿Y de qué venía ahora disfrazada la conciencia? La conciencia de Clara había perdido su papel de segundona para apegarse al filo de la verdad, no del todo todavía sino en provisional. Ascendía así la conciencia, se escuchaba, exploraba y hacía pinitos por su cuenta, y con la mano derecha que nunca pesa, por primera vez en su existencia, propinaba un manotazo a la tiranía de la izquierda, que en su celo por guarecernos se va tragando a bocados nuestra personalidad y decencia. Fue el joven Mudarra, este hombrecillo de afelpada piel que tanto gusta a las suelas de los zapatos, el primero en sentir las nuevas normas de la casa, al tiempo que Clara lamentaba haberle dado alas durante tantos meses. Yo, en cambio, me alegro porque soy una mujer cruel. ¡Cuánta gente pasa la vida en cómodo balancín, siempre desafilando las uñas de la fierecilla que le vive dentro! Es el conformismo aficionado a las palmaditas en la espalda de nuestras debilidades, las cuales (sin quererlo) trabajan para la autoridad y sus remuneraciones: las autoridades (los dioses en la tierra) nos favorecen con un discreto aplauso. Ya de mayores, en peleles convertidos, sentimos la natural animadversión a nuestras creencias devoradas, que nunca se supo si eran malas, porque no les dimos la oportunidad de respirar. Clara, como ya dije, tejía finas teorías, pero esclavas de los oficiales significados. Sí, hilaba teorías, pero rápidamente eran absorbidas por el movimiento centrífugo que nuestro éxito precisa para ser, para reconocerse en otros, otros investidos débiles que pueden comprarse
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en la misma especiería y que también dicen querer escapar. El Lunes de Advenimiento, en el calendario de este relato, festeja la nueva disciplina contra la promiscuidad de los decires populacheros, que han cubierto de moho nuestra interioridad, nadie sabe por qué. Clara, de manera tenue todavía, sentía el horror a ese meneo centrífugo, se dislocaba. Y se decía, «¡Basta de amasar excusas!». El Martes de Cesárea comienza con los ojos de la sentiente Clara llenos de lágrimas. No había podido llorar en toda la noche porque estuvo contando gaviotas, en columnas ordenadas sobre el endemoniadamente feo papel de la pared. Una vez arrinconada la noche, sus lágrimas se dejaron caer en el café. Hoy no podría comerse el mundo, y pospuso para otro día la desmesura de sus desayunos con grasas saturadas y la gimnasia para embarazadas: se conformó con darle un bocado a su longeva mojama, y una flexión a su vientre. Era la primera mañana abandonada por la ilusión de tener un niño y «eso no podía ser», y comenzó así a hilar sus pensares con vocablos positivos; se animaba a sí misma cual mozuelo que finge portar un caballito entre sus piernas, sin darse cuenta de que es a su trasero al que azota: «Voy a vestirme elegantísima, y no de negro, sino de gris. Se acabó este dramatismo, a fin de cuentas Mudarra se lo merecía por su glotonería de modernidad, además, no sabía cómo quitármelo de encima. Me pondré guapísima y estudiaré la forma de ayudar a los quemados lo mejor posible. Dejarles hablar, dejarles hablar... contener las ganas de interceder... en ellos está la solución... escuchar y buscar el problema. Hoy va a ser un día duro de jornada intensiva. Mañana recogeré trastos y esta noche si no vengo muy cansada empezaré a leer en serio esa novela escondida que me han metido. La vida es un privilegio, la vida es un privilegio, la vida es...». Malo cuando algo necesita tanta repetición y asentimiento. Así secó sus lágrimas, con proposición y juicio; pero hoy martes, su sinceridad y valentía adquiridas con denuedo iban a sufrir algún achaque y puntual retirada. Además este martes el trabajo comenzaba por la mañana, y no le apetecía a Clara que subiese Veletas, en atención al ortodoxo decoro de no enseñar el hogar de una señorita, cuando está manga por hombro. Desde su ventana del comedorcito le vio aparcando el RQ (el coche ambulancia con el gracioso rótulo «Residencia de Quemados»), y con un gesto desde la ventana le indicó que esperase.
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Cuando ella subió al coche, el pequeño ayudante la escrutó con sus ojillos de hacer planes, y dieron en saludarse con las bromas de siempre: «creo que nos suben el sueldo», «pues yo he oído que el mes que viene vacacionamos», «me han dicho que ha ardido la Residencia de Quemados», «pues en la radio he oído que van a crecer todos los enanos que empiecen por V». Respondía bien el empeño de Clara por mantener el buen humor y la camaradería. Al arrancar el coche-ambulancia oyeron un silbido fuera, como un pájaro gigante o un avión; se extrañaron pero emprendieron el viajecito hacia su jornada laboral. —Hoy estás guapísima y no vas de negro. —Para ello mi casa ha quedado hecha un asco. No puede ser todo. Si vas elegante por la calle, en casa eres una guarra. De todos modos, dile a tus partes bajas que se abstengan, pues veo más fácil que florezca una farola a que... Una pequeña tensión del tamaño que dura un semáforo flotó dentro del coche, como una ligera nube de gas invisible. —Me acomplejas, Clara. No creas que no soy viril, pero no estaba pensando en eso... sólo te regalaba un cumplido. —Yo también —bromeaba socarrona Clara para amenizar el viaje—. De no ser así, a qué santo iba a nombrar unas partes de las que los eunucos carecen. —Yo dije que estabas guapísima en serio —repuso en su defensa Veletas—: no entiendo tu agresividad, más aún cuando creo que nos parecemos, trabajamos en lo mismo y vemos el mundo igual, ¡craneamos igual!: somos idénticos. —Imagínate dos patos que vuelan juntos por encima de un gran lago —puso Clara la pedagógica voz del que cuenta cuentos, al tiempo que imitaba con sus teatrales manos el vuelo de un pájaro—. Mueven sus alas igual, tiemblan igual ante el cansancio, y miran al horizonte con la misma cara de pato. Al llegar a las llanuras verdes entre el lago y el bosque, una de las dos ánades asciende hacia donde la atmósfera se vacía de aire (como un avión supersónico), y un segundo antes de caer, se suspende en el aire. Se ennegrece mientras baja con las alas plegadas para aumentar su aceleración, se llena de motas pardas y blancas, y mágicamente, le nacen espolones y se le curva el pico, se endurece y se afila, y con estas nuevas garras acuchilla a su compañero pato. La apariencia es engañosa. La sustancia está oculta a los ojos hasta que la vida nos pone a prueba una vez: el pato, que era
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halcón peregrino, había oteado a un cazador de patos camuflado a la entrada del bosque, y con su acto talentoso de metamorfosis eliminó toda posibilidad de que el cazador disparase bala de pato... el cazador resultó ser un furtivo exterminador de halcones, disfrazado tras su gorra de cazador de patos, pero lo que pasó luego es otra historia. ¿Comprendes, Veletas? —¡Qué complicada eres, Clara! —diagnosticó el enano mientras conducía—, vale más que nos pongamos a trabajar porque ya veo que tienes el día torcido. Explícame de qué va hoy la cosa. Me muero por entrar en acción. ¿Has llorado? —preguntó mirando a sus ojos. Los dos patitos no formaban un verdadero equipo y se cuestionaban el uno al otro, y se miraban de reojo. Clara, moderada, temía hacer más daño que beneficio a sus pacientes; y Veletas, ausente cuando se repartieron las porciones de humanidad, soñaba con hurgar a dedo entre la materia gris de cualquier cerebelo. Ambos se sentían enjaulados en la misma celda por mandato de la administración: encadenados por el trabajo y pagando la incomodidad del mutuo aborrecimiento. Clara tomó las riendas limitándose a ejercer su poder, actitud que la pringosa sumisión del ayudante entendía a la perfección: —¡Qué te importa si he llorado! Hoy es el día del Hombre de Oro. Él hablará y sólo él. Le dejaremos todo el tiempo que necesite, aunque nos arruguemos de aburrimiento. Iremos anotando minuciosamente todas las razones que nos dé que nos expliquen su dolencia, sin descuidar las que omita, porque entre ellas encontraremos las verdaderas. De vuelta a casa comentaremos tú y yo lo anotado. Y recuerda, la psicología, con él, no ha funcionado: el esquema clásico, necesidadimpulso-conducta consumatoria, no ha sido capaz de explicar en otras ocasiones por qué el Hombre de Oro repite y repite, en obstinación sin precedentes, las mismas conductas que se lo están cargando. Conforme al plan, según vayamos escuchando armaremos una nueva estrategia, más intuitiva, propia para este problema en exclusivo, y todo lo lenta que sea necesaria. Tenemos órdenes de investigar su ansiedad y yo creo que debemos alejarnos un poco de lo que ya ha demostrado su incapacidad: ni psicoanálisis, ni conductismo. —Clara, si me permites —habló la voz del procaz científico que llevaba dentro Veletas—, hace cinco años, antes de lamer el cu... digo... de acabar la carrera compartí experimento con el prestigioso Paulo Colado Colado al respecto de la ansiedad. Cogimos a un incauto...
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digo... a un voluntario, previo pago de mil duros, (de los de aquellos años), y lo sometimos a experiencias difíciles. Recuerdo que, en la habitación donde tenía que estar encerrado veinticuatro horas, cambiábamos el ambiente constantemente del calor al frío, y a cada hora menos un minuto encendíamos un foco de tres mil y pico vatios, e introducíamos un estímulo que habíamos estudiado previamente, el eminente Colado y yo mismo. Y escucha Clara, es-to-es-lo-in-te-resan-te: la ansiedad funcionó como premonición al peligro y al dolor; el foco hacía las veces de señal de alerta y amenaza para el individuo (que como te dije antes, era voluntario). Este señor que si no recuerdo mal se llamaba Feliz Araña no podía dar cuenta ni comprensión del mundo artificial y circundante que le creamos Paulo y yo, y al no poder comprender la realidad se puso a dar gritos inhumanos, que se transformaron en llanto, cuando notó que la puerta no se abría. Lleno de perturbación intentó estrategias alternativas para la acción y al no encontrarlas, a las veintidós horas, treinta minutos, diez segundos, (lo recuerdo como si fuera ahora), cayó en una catatonia resultado de la impotencia sin límites. —¿Recuerdas alguna de las torturas a las que le sometisteis? —Clara no daba crédito a lo que escuchaba. —Bueno sí, nada insólito, pero, ¡por Dios, Clara!, no eran torturas, lo normal en aquellos años con tantos prejuicios por superar. Primero entraban cuatro matones con la intención de sacudirle con cadenas y palos, luego, para relajarle, sin haberle tocado ni un pelo, en una pantalla proyectábamos imágenes de una playa nudista en California, y cada vez que el individuo «de control» miraba (el tal Feliz, que estaba descalzo), le mandábamos una descarga por el suelo. A la hora menos un minuto se encendía el foco e introducíamos una mesa con mucha comida, sin trucos, y no fue capaz de tocarla. Bueno y muchas cosas más... ¡ah! también entró una mujer desnuda increíble, con un cartel sobre su pecho que decía «amadora incondicional» y el bobo (porque eso es lo que era, un bobo), sólo chillaba: «¡Vete a la playa nudista, vete a la playa nudista!». Como ves las experiencias positivas y las negativas las ordenábamos concatenadas. Cuando ese miserable salió de la habitación, se cercioró de que portaba los mil duros (que por cierto salieron de mi bolsillo), y no dio las gracias, ni esperó al test; así hasta ahora. Es lo que pasa cuando te equivocas en la elección del individuo a observar, que como no era muy normal,
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desmereció mucho al experimento. Cuando me enteré que iba por ahí como pordiosero rompiendo focos y gritando, «falta un minuto, falta un minuto», me dieron ganas de pedirle el dinero, o qué sé yo... —Veletas, no te pongas nervioso. Fue una mala inversión. Olvídalo. A Clara no le salían las palabras. Pasa eso cuando la indecencia se quita su parapeto: poseídos por una inhumana penumbra, se nos hace un nudo en el estómago y le cogemos abundante manía a este mundo. Como se ve, Veletas no era un psicólogo cualquiera de esos de diván, de esos que ablandan al paciente hasta que le encuentran el coyote, la inconsciencia que habita enredada quién sabe dónde; no, no era únicamente un vividor aprovechado de los nacidos imbéciles, pues necesitaba propiciar escozores verdaderos a los cerebros de asno que se agolpan en las listas de espera ansiando su turno. En este mundo hay fontaneros, bedeles de zoo, togados de la justicia, ganaderos..., pero ¿puede existir destino de peor pelo que el de vigilante de cerebros? Para ello, sólo se cuenta como herramienta con otro cerebro, el cual, por lo que de multitudinario tiene el chiflamiento, puede estar igual de mugriento que el que se pretende ajustar. Para ser psicólogo hay que valer, como para todo en este mundo. Es preciso creer en una uniformidad humana, en la estadística acotadora entre lo habitual y lo excéntrico, en los test camufladores de cualquier brillo o heterodoxia... se necesita ser arrogante para poder jugar al «alma cándida y su guía». ¡Bonita la naturaleza de los que inventan un problema, para proponer luego al gremio que lo sana!: se camuflan bajo las faldas de la ciencia y la astucia de escuchar, pero su agresión, su perverso acto, consiste en el diagnóstico, que no permite curación salvando el honor: el terapeuta, tu testa define a conveniencia como propensionada a tales males, lo que te mutila para la vida entera. Clara aún no pensaba todo esto, al menos como yo —que he visto al inconsciente salir y entrar al capricho de esos voraces magos—, pero ya comenzaba a enrojecerse ante tal premonición y apedreo: todas las expediciones comienzan con el zumbido de un moscardón, luego se escucha una orden y comienza el desembarco. Ya se encontraban sentados en un círculo los cuatro quemados y sus dos sanadores en el centro de la sala diez del sanatorio, en cuya puerta tres palabras decía un cartel: «Sala de curas». Clara les recordó parte de lo que había explicado ayer. Su cara reflejaba un alma
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en crisis con la credibilidad disgustada, cual si la hubieran metido en un batidero; todo lo contrario de Veletas, quien más psicólogo que nunca, se parecía a una máquina de rayos dispuesta al preciso diagnóstico y pronóstico. Ambos portaban las batas blancas con el distintivo «RQ» en el bolsillo de la izquierda. Clara expuso las novedades de la terapia, su inconsistencia y la importancia de la sinceridad. Veletas se apoyó en el acero de su joroba poliomielítica y peculiar, adelantándose hacia el magnetófono, el cual puso a grabar. Era el turno del Hombre de Oro: «Me llamo Sebastián Blanco Pons y soy un psicosomatizado. Agradezco haber sido elegido por la doctora Clara para beneficiarme de esta terapia». Voy a prescindir del catálogo de efemérides al que se refirió el tal Sebastián y toda la interpretación psicológica, que, como un muñeco charlatanesco, llevaba aprendida de otras sesiones, al respecto de su infancia: etapa de la vida que no tiene escondedera, cual limbo, cual metáfora que acepta todos los epítetos que se le echan; etapa de la vida es la infancia licenciosa imposible de desmentir, sea cual fuere, por ser traída a la memoria de la mano de un adulto que no recuerda qué era ser niño; etapa de la vida no refutable a la que todo aspaviento de reflexión y vaivén le caben... que si me taparon en la cama, que si me hacía pis, que si me tiraba gases cuando los mayores hablaban, que si mis compañeros del cole me llamaban «gordo bufa», etcétera. Y siguió así esta maravilla de la Naturaleza: «Mi problema empezó al cumplir dieciocho años. En ese momento asumí una gran responsabilidad: la de reflotar a mi familia recién arruinada en sus negocios de exportar neveras a Noruega. Ya lo decía mi padre, «hay mucho peligro, hay mucho peligro», y yo, como hace el mago del gorro con el conejo, hube de hacer filigranas para inyectar un dinero que no existía, vadeando embargos ejecutivos y posponiendo letras de cambio en duras negociaciones bancarias. Mi familia ponderó tanto tal enjundia y desenvolvimiento (me bendijeron de tal manera), que cuajó en mi carácter, y ya nunca estuve desocupado, que ni dormía soñando despierto con negocios cada vez más insólitos, en retos transformados. El juego devino en problema
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cuando el negocio más brillante me decepcionaba, al hacérseme en exceso muy fácil, lo que me obligaba a repudiarlo, cuando notaba yo que el espíritu se me apelmazaba. En seis meses levanté empresas increíbles donde el dinero se recogía en sacos, entonces fingía yo que «había mucho peligro», y lo hundía, desfalcándome a mí mismo, y por ende, me daba por vaciar todos los ahorros familiares; así podía verse a mis padres, cual maldición inminente, pasar de la bonanza del caviar y el Mercedes, a la sopa de pan con pan y el motocarro. El ciclo era cada vez más corto y podía sucedernos esto una vez al mes. Hasta que mi capacidad engordó tanto que veía a mis hermanas, por la mañana, paseando su yate por el Mediterráneo, y a las pocas horas, por la tarde, ya mendigaban en harapos por las calles, temblando de frío y con dos monedas en un cucurucho hecho de periódico; esa misma noche, por la magia de las Bolsas y sus horarios, viajaban en vuelo privado a la gala de la moda de Milán...». Así habló durante dos horas el Hombre de Oro, y con detalle se posaba en las minucias y ardides de cada nec-otium (no ocio), y las circunstancias de su derribo. Su analítica manera de explicarse, que aprendiera en las anteriores terapias infructuosas que la psicología le había brindado, le hacía relacionar los problemas monetarios con un pañal torcido cuando aún mamaba, o con la torta que su madre le dio cuando se tragó un moco en una reunión de burgueses catalanes. Hoy en día se llama enfermedad a cualquier debilidad de carácter. Clara escuchaba con atención, y se turbaba al no poder tratarle como al Mudarra y decirle cuatro frescas, porque la fidelidad que la ajuntaba a su gremio —a los que la emprenden a tortazos con los sesos—, era mayor, todavía, que las maravillas de su sinceridad y valentía recién advenidas (los dos logros inseparables del Lunes de Advenimiento). Pero no dan saltos los sucesos del ser humano, por eso habrá que esperar a que Clara, cargadita aún de inseguridades, absorba por goteo las bienaventuranzas y devenga en Clarísima. Ella, serena, no sabía de dónde agarrar a dicho prestidigitador del dinero, el cual era un maestro en hacerle oídos sordos a toda interna voz susurrante. Se decía Clara: «ese cerebro se ha dado a la fuga. No hay para él remedio. No tiene propensión a las normales distracciones que a otros gustan». Yo, en cambio, sediciosa de las buenas maneras, le hubiese tratado como asno zafio sólo con oírle rebuznar, pero Clara
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es la protagonista: yo sólo escribo la historia tal como ocurrió, y mi voz es oficiosa. Prosiguió el Hombre de Oro, para terminar con este alegato a sus problemas, mientras los otros quemados reflexionaban sus actuaciones por venir. «... y ya nunca pude acabar el acto con mujer alguna. Era evidente que no sentían orgasmo, mientras yo garabateaba en la libreta, o aporreando con mis dedos libres su teclado: bajo nuestras sábanas y sus sofocaciones sonaba mi calculadora. Una noche, con la mujer que yo más quería, me vi traduciendo el tiempo de las caricias al dinero ganado, de haber invertido un millón en: bolsa, bolsa de alto riesgo, fondos del tesoro de todos los estados occidentales e inversión en comunicaciones. Miré sus lágrimas corriendo por sus mejillas y me abofeteó mucho, y salió corriendo a contarlo. Ahora malvivo, despreciado por todos mis queridos... por cierto... llevo un rato sin poder concentrarme... ciento treinta y siete mil cuestan los muebles de oficina que hay en esta sala, a no ser que fuesen adquiridos en...». Clara dijo amén. —Amén Sebastián, han pasado dos horas y todos estamos cansados. Vamos a dejarlo un rato. Además —y miró su reloj—, es la hora de comer y en la línea de autoservicio son muy estrictos. Lo que sucedió en la tarde carece de interés para la narración, de momento. Una verdadera historia no puede detenerse en detalles. La tiranía de todo narrador, mi tiranía, dicta qué es primordial, y encierra en el olvido lo que le desmerece: no es dogmatismo, sino tomar posesión de lo que es mío, apropiarme del derecho que me da el conocimiento minucioso de la historia; como el privilegio de omitir aquello que la invalida. Clara, en el viajecito a casa con el ayudante de psicólogo y su joroba, seguía dándole vueltas al suceso de la pasada noche con Mudarrita. Su corazón, desperdicio de psicóloga, en este asunto, por la exacta mitad se dividía, al reparto generoso de los votos para que nadie quedase descontento: trocito de corazón afligido por la pena que sentía de su hombre actual, y otro trocito afiliado a su nueva e insultante sinceridad. Las dos mitades discutían fervorosas con argumentos potentes, de tal
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suerte, que favorecían la contienda: «demasiada actualidad gozaba el Mudarra, demasiado beneplácito para ser un enemigo potencial de un mundo que desea mejorar», pero «la vida es un valor, nuestra bondad está por encima de eso»; «sí, sí, pero de consentir hoy, ¿qué nos impide posteriores tragadas?», «la cuestión es quién nos autoriza para hacer daño»; «¿y qué tiene eso que ver?, somos responsables de colaborar, tenemos libertad para apartarnos del sistemático convenir», «pero no gozamos de auténtico albedrío porque nos tiranizan las circunstancias, el poder nos retira los garbanzos si nos manifestamos por lo que es justo...». Venció la entereza. La valentía que le brotó ayer tomó las riendas de su juvenil ánimo, prestándole un servicio. Ni la compañía del miserable Veletas, ni el cansancio acumulado en su vientre pudieron robarle la alegría de llegar al pisito «a recogerse», pensó, y hacer planes con el hijo soñado, y leer su libro. Es difícil saber qué pináculos marcan nuestra existencia: qué nos hizo mejores, o qué debilidad nos azotó para siempre; qué palabra subrayada comió más parcela de la memoria, o qué palabra olvidada se llevó una gran posibilidad; qué desengaño erosionó para siempre un destino bien merecido. Pero estos momentos cruciales existen, no como sucediera con el alucinado que gritó «eureka», sino como una rudimentaria visión que saldrá de improviso la próxima vez que nos enfrentemos a una situación que se le asemeje. El tiempo encargado de despistarnos, con su séquito ordenado de acaeceres, parece suavizar olas y crestas. Pero nuestra aliada de lo bueno y lo terrible (la protectora memoria, cual fruta que no tiene temporada), guarda minuciosa lo impactado, y abrirá sus cajones cuando el peligro se persone, cuando otros Mudarras soliciten nuestra dureza. —Déjame por aquí, y así no darás tantas vueltas. Quiero pasear un poco, que falta me hace. Hoy no tengo ganas de repasar nada. Escucha tú la cinta y mañana me cuentas —así Clara despedía a su sombra coja, y caminaría unas manzanas, y compraría algunos mazapanes. —¿Seguro, jefa? —Seguro. Mañana a la misma hora, y tú vuelve a traerte el silenciador. Hoy has estado calladito. Así me gusta. Clara caminaba por la ciudad asquerosa con esa sensación de estar ensuciando las suelas de sus zapatitos. Manoseaba, con su cabeza y
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sus manos de humo, la nueva estética para vivir oficializada el pasado Lunes de Advenimiento. El mundo, en sólo un día, ya se mostraba mejorado gracias al axioma, que ella creía, acababa de inventar. Podría haberlo escuchado cualquier persona que pasase junto a ella con un cerebroscopio: «agasajar al enemigo embarra nuestro destino». La hija de la valentía volvía a arrogarse el derecho de comerse este mundo, aunque fuese sólo una parte. La valentía, en larva convertida, había puesto un huevo que Clara con su culo cuidaría, para que su nuevo hijo, al nacer, la encontrase dispuesta y mejorada. Tal entusiasmo se asemejaba a una orgía. Al salir de la confitería con casi un kilo de mazapanes (no creía que tal manjar pudiese empachar al bichito que vivía con ella, dentro del vientre), apareció el revientaorgías, disfrazado de algarabía, en su portal. En su edificio había ocurrido algo. Una mujer uniformada de Maruja le gritaba al viento con voz de altavoz a pilas: «cómo ha podido suicidarse un chico tan bueno, que vivía con su mamá, tan formal, tan mozo... nunca hizo daño a nadie». Esta mujer parecía la propietaria de todas las tonterías que busca cualquier medio de comunicación, cuando cubre una catástrofe. El parabién de Clara se esfumó al tiempo que comprendió, de un trallazo, el suicidio del malhadado Mudarra, tan bien esbozado por la ordinariez de la vieja y su altavoz. El sonido de aquel avión por la mañana había sido el último vuelo sin paracaídas del actualizado varón. Los mazapanes se transformaron en el borracho que entra en la fiesta de alto copete. Se quedó petrificada treinta pasos antes de llegar al portal y se apoyó en una esquina, se pusieron firmes todas las células de su cuerpo que aún estaban alborotando con los matasuegras; se quedó sin aliento hasta que el niño le dio desde adentro una coz para que, «por favor», siguiera respirando. Se encomendó Clara a sus pesadas piernas para que la llevaran hasta casa, una vez ablandado el granito que la dejara de una pieza. No quiso mirar sobre la acera la marca del serrín rojo teñido con la forma abstracta de la silueta del hombre que quiso, extramuros, volar. Una neurona, tras haber retirado hacía horas el cadáver, aún vivía dando saltos, cual pulga, en busca de sus hermanas, hasta que un niñito con globo la pisó, provocando la verdadera muerte clínica del Mudarra. Se atiborró Clara de toda la nueva valentía de que pudo disponer, y con ella, más con su cara de culpable, cual estigma, subió hasta el
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último piso sorteando decenas de fingidores y afligidos, personas que hacían corrillos en los descansillos. A medida que ascendía se iban llenando los depósitos de las lágrimas; y las cavilaciones sobre lo que diría a esa pobre viuda, que se quedó sin su hijo querido, se le amontonaban, se confundían entre el drama y las frases que se dicen siempre. Cuando se abrió paso entre la multitud que asediaba el piso llegó al comedor, donde rodeado de narcisos, como en un escaparate, la muerte expresaba su juramento en forma de caja, junto a una estampa de Santa Lucía. No se hizo autopsia porque el cuerpo quedó como escupido por el suelo. Desconsolados familiares venidos de lejos custodiaban las paredes. Pequeños grupos de actualizados amigos del Mudarrita inhalaban el sabor de la muerte de la que todos participaremos. Para hacernos a esa idea se contrata a la muchedumbre, para que practiquemos nuestra última representación, la del humano tieso que aguanta la respiración en una caja horizontal. Lo aprendemos en simulacros como este: postmodernos artistas sinvergüenzas que se aprovecharon del hombrecillo en vida; dirigentes de su partido que acariciaban la idea del puesto vacante que la cajita señalaba; compañeros de trabajo del ministerio que ídem; compañeros de represión y paseos nocturnos, que junto a él santificaron noches de soltería necesaria; un cleruco, y los peregrinos asiduos de duelos escenifican para hacer bulto. Se hizo un silencio y la gente abrió un pasillo, por el que la madre caminar pudiera en dirección a Clara, la cual una delincuente se sentía, en un hondero de latitudes ensimismadas, tiesa como una torre rellena de cemento e hinchada en su centro ventral. El estupor ascendió por su cabeza cuando la señora se echó en sus brazos, sin apenas dejarle espacio ni a los sollozos. Mantuvo el abrazo durante cinco interminables minutos. Los brazos de Clara colgaban como si sus hombros se hubieran dislocado. La desolada mujer cogió con sus manos el cuello de Clara, y esta se rindió, con pesaroso sentir, a la desolladura que se le avecinaba: —Clara, Clarita... vida, mi pobre Clara. Nadie tiene la culpa, nadie. —Señora Mudarra, yo... —pensaba disculparse pero no le salían las palabras porque las lágrimas encharcaban su boca y atragantaban hasta su remordimiento. —No —atajó la gran señora—, nadie tiene la culpa, es la vida que complicamos tanto. Mi hijo era tan superficial... no llores querida. Él
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te quería muchísimo, a su manera, claro, porque era tan inmaduro. Creo que había discutido contigo. Me lo contó todo, y si hubiera sido un hombre no se habría tirado por el balcón. Sí, me lo contó todo y te entiendo Clara... mira que por un simple desengaño... ¡qué poco hombre! —sentenció con el tono más conciliador y bello que se podría escuchar ante el drama del avión. —Señora Mudarra, Doña Cesárea, es usted... —No digas nada. Tú pronto tendrás tu pequeñito y lo entenderás todo de golpe. Yo cargaré toda la vida con esta pena, y tú también lo sentirás mucho... ojalá hubieras sido tú mi hija. Somos barro, somos barro. Y Clara casi se desmaya. Doña Cesárea la sentó en una silla y no se despegó de ella en un buen rato, consolándola. Esto hizo que subieran los voltios de su arrepentimiento, aunque comprendió que encontraría el consuelo, y nunca olvidaría a esa mujer. Ya en su casa, unos pisos por debajo, sintiéndose una bandolera, rompió el capullo la crisálida y la mitad de Clara lloró por su otra mitad. Nadie nos protege de nuestro determinar, y lo veo bien; pero en el caso de Clara, haber empujado a Mudarrita tuvo más repercusiones de las merecidas y pagó por ello: el envejecimiento que le pertenece a un año se dejó caer en una sola noche. Mocos y lágrimas mezclados con rabia y sudores al comprender que la vida va en serio, al avistarle las orejas al Libre Albedrío. Y se decía, «maldito imbécil, hasta para morirse hay que tener pésimo gusto»; pero en el fondo de su espíritu ya curado de la sordera, comprendió que la sinceridad no acostumbra compadrear con la felicidad, pues desde atalayas encaradas se miran, y sólo un fino cordel las une, el de ser ambas una obligación. Pero vino al rescate esa tozudez por vivir tan pagana como religiosa, más acusada en las mujeres «que esperan», al tener que palpitar por dos, al sentir la responsabilidad del tirano granujilla que habita allende el ombligo. Esa fuerza, como digo, dirigió a Clara hacia el frigorífico, a devastarle restos con sus manos de hambriento vagabundo, y de pie, como una marrana. Raptada por la vida se fue a su sillón y abrió la presunta novela, y leyó como el desesperado se da a la bebida: No sabe nadie de dónde emanan las leyendas. Tal vez a la Naturaleza, por un error de cálculo (o ruborizada por tanta creación de desecho), se le ocurre crear a un ser valiente, que escucha a su corazón, pulido por
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la inocencia y la bondad. La protagonista de esta historia porta en su alma todos los metales preciosos que se pueden encontrar dispersos por la Naturaleza. Nada hay en ella de los componentes y argumentos que configuran al resto de humanos acongojados. Nada hay en ella de predisposición a la obediencia, de majadería... nada de esa… grasa que se acumula entre los pliegues de las vulgares almas: ¡fuera las almas ordinarias que adoptan la grasa por su metal más precioso! Bienvenido el lector de esta leyenda y de los acontecimientos principales que forjaron un carácter, tan ejemplar y sobrado, que pudo al fin rellenar el libro que durante siglos se mantuvo vacío e intacto: El relato total. Doce familias, entre ganaderos, agricultores y mecanicistas que sobaban primitivas máquinas, se encontraban reunidas en la planta baja del granero principal. En la estancia de madera, sentados a una mesa de quince metros de largo las doce familias con algunos abuelos discutían en reducidos grupos sobre las inclemencias de la producción, sobre el justo reparto de mercancías, o sobre las excelencias de sus maravillosos caballos, amarrados con sus carros en la entrada. Los animales de tiro soportaban la lluvia consolándose con redes de heno y alfalfa. Sobre la mesa, a ambos lados de la chimenea donde ardía un roble entero, en escrupuloso orden, se exponían: Doce gallinas ponedoras y doce pollos engordados. Doce terneras y doce toros de un año atados por unas colleras a unas argollas de hierro en la pared. Veinticuatro sacos de cincuenta kilos de patatas. Doce tinajas de vino y doce garrafas de vinagre. Doce manojos de laurel, romero, hierbabuena, perejil seco, perejil verde y ajedrea. Doce cestos de manzanas y doce tarros de las mismas pero en dulce. Doce arados semiautomáticos de madera y doce guadañas de acero forjado con agua de lluvia y fuego. Doce lotes de apicultura con miel, cera, jalea y polen. Doce atillos de sarmiento para el asado de las carnes. Y un montón de excedentes, siempre múltiplos de doce, que hacían las veces de regalos. Esta era la última reunión del año donde después del trueque y reparto se satisfacían las injusticias anteriores, si las hubo, y donde se
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relataban historias hasta el amanecer. Flotaba la cordialidad y los niños jugaban a hacer discursos, para medir su locuacidad, o al «soldado justo» (juego tremendamente aburrido por ser en exceso fantástico). El más viejo de los societarios hizo sonar el gong que determinaba el momento de empezar, y en pocos segundos el espíritu entero de la reunión asumió el silencio. Se pusieron de pie y a la señal del anciano comenzaron un canto pagano: «Somos hijos del dios cojo. Somos carne redimida. Vivimos en recogimiento justificado. Creemos en nosotros, en estos condumios y en el barro». Una hora tardaron en hacer el reparto, y luego sacaron de la cocina todas las bandejas que en sus casas habían preparado y cenaron opulentamente. Los licores y las infusiones estaban en la mesa. Era la hora de las historias. El anciano cumplió su oficio de vocal y dijo: «Hace tres años que cumplimos las normas democráticamente. Vivimos nuestro deseo hasta que un día la muerte baje de las montañas y los palacios. Sólo hay una norma que no se discute por rígida votación: la familia o miembro que devenga infeliz coge la doceava parte de lo producido y se marcha, y todos contentos de notarnos diferentes a los perseguidores y ladrones que nos hicieron padecer no ha mucho, cuando rezábamos el canto de los lacayos. Todas las familias han coincidido en escuchar, por fin, la historia de la gentil mujer que nos unió con su talento y voluntad. La mujer soltera que vino con su pimpollo, y que gozan, ambos, de nuestro humilde cariño. La mujer del libro complicadísimo bajo el brazo. La mujer, que a riesgo de su vida, encerrose en nosotros para ocasionarle merecida espantada a nuestra pusilanimidad». La más bella mujer del grupo se levantó de la mesa repleta de dulces y licores. Caminó hacia la chimenea con su libro bajo el brazo, miró con sus ojos llenos de cicatrices, dejó el libro en la piedra de la chimenea y se levantó las faldas. En el muslo derecho, casi en sus partes, una pirámide grabada a fuego hizo saltar los murmullos de los afectados comuneros y algunos se arrodillaron.
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—En verdad que al que no se levante le degüello —amenazó ella sacándose un cuchillo curvo de un costado. La pirámide era el tatuaje de una casta de tiranos, que se hacían llamar reyes para menos espantar, pero aún infundían el temor a los corazones de los miserables y descastados. Bajó de un golpe sus faldas, envainó su daga de media luna creciente, y con paciencia hizo suyo el silencio, se apropió de todo el espacio y el tiempo y contó: Me llamo Ruta porque mis padres me concibieron en uno de sus viajes de saqueo y antojo por otros reinos. Mis entrañas, ya de muy niña, demostraron rebeldía y albedrío, y me di de cara contra la misma pirámide que a fuego llevo tatuada. Muchas veces con más fuego he intentado borrarla, pero cuando cesa el dolor vuelve a enseñarse, porque el fuego que teníamos allí para infligir dolor no he vuelto a verlo por ningún lado. No hay fuego como el de mi reino. Fui torturada y desterrada, y uní mi destino a vosotros con convencimiento, sin astucia alguna y sin coacción. Sólo una enseñanza tengo: no es posible colaborar con la maldad y el poderío para luego devastarlo. O quemas o eres quemado. O eres verdugo, o ves su maldad desde abajo cuando el encapuchado alza su hacha. Voy a contaros esta historia porque os quiero, porque sois mis hermanos. Los niños pueden dormir, porque de mozuelos lo comprenderán todo al oír de vosotros lo contado: en la belleza de vuestro rostro comprenderán de una ojeada por qué «somos carne redimida». Yo era muy joven... yo quería ser reina... yo era joven pero ya odiaba mucho...
Un ronquido, formado por las mismas moléculas que un perdón, borró toda señal de tormento en Clara. Así terminó el primer día de valiente: con el correctivo del alocado vuelo del Mudarra, la pequeña retirada de Clara y su natural remordimiento, el inesperado duelo con doña Cesárea enlutada y su magistral entereza, el baño de lágrimas, y este facilón relato que avivó sus esperanzas. Como digo es insignificante la retirada de la valentía, porque los logros, al igual que los defectos, no saben de retroceder, no caminan hacia atrás, aunque lo parezca, pues al tener la traza de un elástico, como tal gobiernan y ofician.
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capítulo iv Segunda enmienda: la aldea de la razón
Yo era muy joven... yo quería ser reina... yo era joven pero ya odiaba mucho. Mis diez años de niñita a la realidad timaban, porque poseía ya discernimiento completo: se deduce que odiar y discernir, sin ser la misma cosa, viven matrimoniados en el mismo chozo del cerebro (quien lo tenga, pues demostrado está que muchos con el hueco entre huesos se conforman). Otros birriosos, sin tenerlo vacuo, les basta con repletarlo de mecanismos para satisfacer demandas: pedigüeños de un puesto fijo, agradecidos de su inmediato superior... son enculados irremediables, engordados por ajenas babas, que han conjurado sus reverencias interminables, al carácter de normalidad de toda comunidad piramidal. Fue por enmendar esta sustancia mía, por lo que mis padres, los tiranos de la pirámide lacerada (lacerada de tanto batirse la sangre en siglos de hostigamiento contra sus sediciosos), me enviaron a la Aldea de la Razón. Pensaron la pareja de tiranos y sus cónsules, que allí arrebatarían mi odio, «propio de la juvenil condición, el odio que se confunde con la natural fiereza de la pubertad», pensaban ellos. Todos albergaban dudas respecto a que volviera tocada con las dulzuras que de una princesa se esperan. Con edad de diez años y esa textura de mi alma precoz comenzó mi educación. Salimos de la ciudad con furor y azotamos a los caballos mi escudero y yo. Durante dos días, la galopada fue tremenda para que los «lagartija» (asediadores contumaces de los distintos reinos, por los siglos de los siglos), no pudieran detenernos. Eran grupos de bandidos sin escrúpulos, disfrazados de mercaderes, que te robaban y te torturaban hasta morir. Esperaban pacientes a que te pudrieras para descuartizarte e hincarte el diente; era mala su saña, pues cumplían dicha amenaza, no porque sus mollejas precisaran de despojos humanos, sino por tradición (la tradición es el mal gusto oficializado de los pueblos), y porque evidentemente carecían de conocimiento. Al llegar con los caballos exhaustos, un pequeño poblado acogería a los acompañantes y escuderos, hasta que saliéramos de la aldea los
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principiantes. Forniquín, escudero mío, liviano en nobleza y fidelidad, prometió esperarme divirtiéndose y atendiendo a los corceles; yo crucé andando las puertas de la pequeña aldea amurallada. Dos largos años duró el curso, incluyendo el «espiritual ascenso a la montaña» . Nueve cabañas de madera albergaban a los nueve Talentos, que según se decía, caminaban descalzos con su túnica. En el centro, la casa del Espíritu Desvelador, donde sólo uno entraría por merecimientos: era el Talento de los Talentos, el hombre que había visto cómo sería el mundo futuro. El primer día de curso quemamos nuestras ropas, mientras un esbirro mamón, que no le quitaba a mi desnudez los ojos de encima, nos aprovisionaba con: unas sandalias de verano y otras de invierno (exactamente iguales), un blusón blanco y unos pantalones, una túnica con caperuza, un carboncillo y cinco pergaminos diminutos para tomar notas. No había horarios, por lo que, cada uno de los veinte principiantes (todos ellos mucho mayores que yo), se acercaba a la cabaña de su Talento apetecido y se sentaba en su suelo a escuchar, a forjarse, en espontáneo batiburrillo, su conocimiento. Los primeros días corrían los principiantes de cabaña en cabaña anotando sabidurías con letra de estrictez diminutiva, para alargar así los pergaminos; como los Talentos no paraban de hablar, a mis compañeros, todo espacio en el papel se les representaba muy escaso. Algunos cagones se hicieron expertos en dividirlo trabajosamente en diminutos apartados del tamaño de una uña. En reflexión nocturna comprendí que los maestros querían enloquecernos, por lo que regalé mis pergaminos (sin nota alguna), a mis rivales más simpáticos. Sacaban punta al carboncillo cada minuto para que su trazo fino hinchara el espacio. Muchos reventaron en lágrimas cuando, terminado el primer año, en el examen con el Espíritu Desvelador, dictaminó el anciano: «ya habéis aprendido todo lo que es falso, disponeos al conocimiento verdadero». A muchos el esfuerzo recordado les provocó vómitos porque sólo les quedaba un cuarto de pergamino, lo que les apremiaba, al no confiar en la elegante memoria. «A partir de ahora queda prohibido tomar notas», apuntó sin divagación la sabihondez del viejo, y siguió aconsejando, «ninguna verdad es tan insignificante como para necesitar guardarla. ¿Puede alguien olvidar el dolor?, ¿es preciso anotar que, allá donde se desvanece la espuma del mar, conspiran los lagartijas, lacayos y tiranos, usurpándose porciones del mismo cielo?... Dadme vuestras notas y contaré las palabras una a una, lo que me llevará un año por vuestro empacho de anotaciones a
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la miniatura. La mejor calificada es, sin duda, Ruta con cero palabras. No se puede creer todo lo que se oye... ¡Hum! veo aquí mucha alma de lacayo». Yo no cabía de contenta, aunque esté feo el decirlo. Los Talentos podían repetir hasta mil veces cada detalle de sus coherencias, no importando que los principiantes les visitáramos por separado, al antojo nuestro. Parecíamos pordioseros con nuestras ropas a pedazos, pero al menos, las prisas del primer año se transmutaron en lentitud más sabia en el segundo, y alguna risada de vez en cuando. Gozábamos las clases, incluso acordamos un horario para ir todos juntos a las enseñanzas, lo que agradecieron los amabilísimos Talentos. Se podía comer en clase, pero en la mesa que todas las cabañas tenían repletas de manjares. Dormir no sólo se permitía, sino que, de tal forma era valorado, que podías ver a uno escuchando con atención infinita, y el resto, apretujados en el suelo, cabeza en barriga, despatarrados, o boca abajo. Esta paz hinchó mi espíritu y fuimos felices pugnando por la verdad, que paradójicamente, se presentaba cada vez más cristalina. Os diré sobre qué relataban los nueve Talentos para que alcancéis a comprender qué era ser sabio en aquellos tiempos, y qué su contrario, la poquedad de los aprendices de sesera edematosa, a exclusión mía. El Talento Alquímico tan anciano como encantador, motejado por nosotros «sulfúrico», nos mostró con sus artefactos las mezclas viables y las que se repugnaban, como le hace la leche al limón. El Talento Astrológico, con su cara de cometa y estrellitas de celofán pegadas en su puntiagudo gorro, nos explicó qué, cuánto y cómo, influían los astros en el destino de los humanos. Recuerdo que sólo nos formuló una pregunta para que contestáramos en su examen definitivo: «¿en qué porcentaje los astros conocidos (estrellas, planetas, lunas y cometas), maniobran un acto de un triposo tirano?». Pese al refunfuñar del resto de principiantes, sólo yo resolví el enigma con exactitud implacable. Concluí yo (después de que mis compañeros pesquisasen más de cien cálculos): «maldita la existencia del tirano. Imbecilidad suprema de quien crea en los dedos influyentes y mierdosos de las bolas del cielo. Ninguna es la influencia de los astros, o toda. Ninguna y toda se entapujan, y mutuamente se derogan, (componen la tautología que se anula), por lo que al tirano le derrocarán corazones emancipados», dije yo exponiéndome. Un mil me puso la eminencia, la nota máxima, para más corajina de mis envidiosos.
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Interrumpió la narración el anciano de las doce familias al que repugnaba tamaña irreverencia e infidelidad con las amadas estrellas. —Princesa Ruta (si nos permites llamarte así ahora que nos enseñaste la secretísima pirámide de tu entrepierna): en los astros nosotros creemos —e hinchó el pecho por la arrogancia de discutirle a tan sapiente mujer. —¡Imbecilidad suprema! —amonestó Ruta, clavando los ojos en cada uno de los entusiasmados presentes—; tomad nota y no se hable más del asunto. Seguiré con mi digna historia y aprended. Pocas veces interrumpieron el relato. Unos por miedo a ridiculizarse, y los otros porque reconocían la verdad en el rostro de la bella Ruta, amén de su justa jactancia. Así siguió contando la princesa: El Talento de Letras y Escrituras era el humano de más mundo que jamás se haya conocido. Había viajado por todos los reinos hasta que le dieron la plaza. Amasó gran cantidad de libros sagrados en sus alborotamientos ambulativos; se diría que los tenía todos. No daba lecciones, sino, apostado en la atalaya de su ilustre entendedera, nos leía sin parar de risotadas, ante la consternación de algunos principiantes creyentes. Sólo tenía una máxima, «en todo sitio se cuecen habas», que repetía, cual mente denegatoria de toda humana horda. Al igual que tenemos nosotros inamovibles creederas (ya sabéis, es idoneidad nuestra y un parecer irrefutable que: los tiranos son las células del cerebro de Dios, los lacayos son las células útiles, los hombres libres son células bulto, y los lagartijas son las heces de lo divino), como digo, tal como nosotros nos advenimos al cocedero de nuestros prejuicios mamados, tienen otras creencias los lugareños que habitan cualquier paraje más o menos arrinconado. Nos leía sobre divinidades de maneras primarias con trasmigración de espíritus allende la muerte, manjares y vida eterna para los buenos, unos seres alados apodados ángeles, otros rojos como tiranos con cuernos, otros que jugaban con los hombres para amenizarse, profetas humanoides enviados para aterrorizar a las generaciones, dioses que se disfrazaron de humanos a costa de dolores, incluso alguno muy difuso se presentó en un confín, a gritos de «bienllegados los mamones y mansos de corazón», lo que hubo de tragarse, cuando desamparado, corría delante de ellos. Nos enseñó que todas las religiones favorecían la lógica del dominio, en manoseo atrevido de conceptos y teleológica tergiversación.
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El Talento de Letras Milenaristas descubrió a nuestras tiernas almas el enjuiciamiento horizontal de los libros, eso apodado «Historia», saber hórrido para enfervorizar lacayos y aunarlos a la inclinación que convenga. Ni hablaba ni leía, por lo que a él nos referíamos como «la mudez». Mil libros del tamaño de una calabaza forrajera yacían por los rincones de su cabaña y nosotros los manoseábamos sin lógica ni orden, y enfurecía si algún aprendiz se entusiasmaba con un libro más que con otro, y señalaba con su dedo una leyenda sobre su puerta, «enjuiciamiento horizontal contra los expertos en amenizar pasados». Eran todos libros de efemérides, que cada pueblo y en cada tiempo, guardacon descaro para justificar sus vilipendios futuros, desde el atalayadero del pasado ponderado. Allí se encontraban, tirados como todos los otros, las historias vistas por los más famosos lacayos intelectuales, quienes narraron las correrías de nuestros tiranos como más les convenía. La mente del hombre pequeño de cualquier terreno húmedo o desértico desperdicia su tiempo en conocer el origen de su pueblo, quién fundó tal ciudad, qué rey casó con tal putona, quién fue el primero en degollar un carnero oficializando una tradición, qué faraón tenía la pirámide más grande o la... más pequeña. En general, placer produce y acatamiento, conocer las efemérides de aquellos ruines triunfantes en lances anteriores. Era el más absurdo e inútil de todos los saberes cursados en la Aldea de la Razón, institución que nació para formar seres de minuciado albedrío. ¡Imbécil el que apela a lo que se hizo ayer, cual ceniza que quiere ser otra vez fuego, para justificar el desmán de mañana! El Talento de Letras y Reflexión portaba un monóculo sofisticadísimo desde el que nos escrutaba para definirnos. Enseñaba lógica de tirano, lógica de lamemierdas, de colaborador, de lacayo, y verdadera lógica. No tenía pelos en la lengua, por lo que insultó a varios principiantes al detectarles recoleto carácter: miraba nuestras frentes con su tercer ojo, pero sin inventar exculpaciones y nos enseñó a efectuar nosotros mismos dicho análisis. Prometió que uno de nosotros, al marchar se llevaría tan práctico artefacto. La princesa Ruta sacó de un bolsillo un monóculo periscópico y lo posó bajo su gracioso flequillo, y lo ató a su cráneo. Durante cinco minutos miró, uno por uno, a cada escuchante, los cuales se atemorizaban bajo la mesa eludiendo al ojo siniestro. Se lo guardó y todos los
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asistentes se calmaron mientras exclamaban «¡madre mía!». Continuó así la princesa: Antes de seguir relatando sin minucia, para no extenderme, sobre los Talentos que restan, os diré que la educación es nuestro seno materno. Podemos amarla o repudiarla, pero no iremos más allá de ella. Los hilos tejidos en la juventud, cual aire fresco, con esa vitalidad natural de tan bella edad, serán los únicos con los que lazar la realidad de este mundo. Podemos empeorar o mejorar lo aprendido, pero pobre del que intente comenzar de cero, pues se sumergirá en la nada, porque no hay repuesto para lo asumido cuando los sentidos están tiernos. Dará tumbos quien...
Clara, hubo de parar la lectura para desayunar. Como una erupción o cefalitis se le atascó este último razonar de Ruta: «... no hay repuesto para lo asumido cuando los sentidos están tiernos». Le dieron arcadas. Ella también fue joven no hace mucho. ¿Qué había hecho con lo que su juventud prometía? «Es verdad», se dijo: «todo lo que somos está esbozado en la juventud, y los deslizamientos de mis errores, o lo opuesto, cientos de merecidos aires que no fueron respirados, ahora ponen la salsa a este adulterante existir mío». En efecto. ¿Dónde fue a parar aquel fervor humano de Clara y sus compañeros estudiantes retozando en el ojo del huracán para que el mundo se confabulase? En aquellos tiempos, por el día, aprendía Clara lo que haría su madurez más llevadera, y por la noche se ejercitaba en el amor. Por el día los estudiantes patrullaban para que la humanidad, tan propensa a la perversidad, no redujera a cenizas los ideales que tanta sangre habían costado. Por la noche, y de cualquier manera, jugaban a las caricias, como el que apunta con una escopeta sin munición, para poner a punto su avizora destreza, cuando el verdadero tiroteo truene, cuando el verdadero amor diese su pistoletazo. ¡Ja, ja, ja! Más le habría convenido a Clara practicar el desafío de la soledad, la cura de humildad que proponía su actual bata de roída guata, en este pisito provisional nada hogareño: como los de antaño, pero sin estudiantes. No existía para ella lo que le hace al recuerdo ser agradable: sentir en el presente algo igualmente bello, algo con la misma hechura que lo recordado. Al no ser así, recordar es tirarse de los pelos: cuanto más bello es el recuerdo más se aviva nuestra derrota, pues por estar hecha
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la memoria de traición y cizaña, evoca en cada momento, aquello que más dolor provoca. Las arcadas eran el síntoma de una enfermedad muy seria: los bellos días de facultad, repletos de carne y fervorosa conversación, hacían más detestable y desgarrada la guata de su bata, y las legañas sin recoger en este amanecer solitario. Despertar sola cada mañana, sin necesidad —como decía su abuela—con sus encantos todavía perseverantes, ansiosa porque la vejez diese su golpe definitivo (como el torturado espera que al torturador le entre el hambre), para que al fin, la represión de no acariciar a un hombre, cesase. Sí, despertar sola cada mañana era una ceremonia que la enfurecía. Clara que había sido la persona más alegre de este mundo, rodeada siempre por pretendientes, a los que se permitió el lujo de desdeñar por una cuestión de olores: el que le olió a bravucón disfrazado de intelectual, el que apestaba a panfleto, cual loro que repite el argumentar de su partido, o el que marcaba su paso desprendiendo ese tufillo a nacionalista parroquial, preocupado en rendir homenaje a una flauta (en vías de extinción) que se inventara en su pueblo años ha, o el que simplemente hedía. Pero al igual que es inútil presentarse en la batalla, con la intención pacífica de no pegar un tiro, Clara intuía que su nuevo coraje (la recuperada sinceridad y valentía del Lunes de Advenimiento), debería pagar impuestos: las tres campanadas constantes de la iglesia no permitían olvidar el vuelo del insensato Mudarra, y la golpeaban al horrísono ritmo de las palabras de Doña Cesárea, «tú también lo sentirás mucho... tú también lo sentirás mucho», y no se le ocurrían las razones para respirarle a este miércoles. Hasta se envenenaba con los efluvios de su desayuno rehogado en mantequilla. Ella necesitaba agarrarse a algo. En la mesa camilla, a la manducatoria de los huevos revueltos que querían ser tortilla y sorbiendo café, tomó su determinación: echar mano de su voluntad, en otros tiempos bien domada, y creer en sí misma. «Agarrarse a algo... agarrarse a algo...» se repetía obcecada. Mientras se preguntaba si debía seguir con esa novelucha repleta de la fantasía de un mundo improbable, se estaba enganchando al carácter fiero de la princesa Ruta: el entusiasmo con el que contaba su aprendizaje, su afición a la rebeldía, el arrogarse constantemente el derecho a la verdad... todo ello sacudía el polvo que año tras año se había posado en el mundo desencantado de Clara. Es preciso escarbar un agujero en la nieve para que reaparezca la hierba
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quemada por el frío. «La educación es nuestro seno materno...» insistía Ruta en la mente acorchada de Clara. Echaría mano de la voluntad para recordar, de la voluntad para escucharle las ordenanzas al fantasma llamado pasado, y que tanta razón tenía, hacerle caso aunque sea un extraño que nos habita desde el órgano del recuerdo: «parezco una lechuga espigada con bata de guata. Yo que fui tan bonita y precoz, que todos me auguraban buen futuro; que decía «nones» a un muchacho por un matiz y me aparecían dos mucho mejores, y ahora, le digo la verdad a uno, después de proponérmelo como el que deja de fumar, y se me descalabra contra el suelo. Y lo peor es que lo siento mucho. Mira cómo suenan las campanas que me revuelven las entrañas. Debo agarrarme a algo. Soy una caricatura de lo que era... pues ahí está, lo que aprendí «cuando los sentidos estaban tiernos», es en lo que tengo que trabajar... recordar quién era yo, hacerme fuerte en el pasado y volver aquí... reforjar el acero del que estoy hecha y comenzar una vida nueva... ¡viva la sustancia, muera el accidente!; quiero ser necesaria y no contingente. Yo soy yo y malditas sean las circunstancias. Hoy miércoles voy a recordarme. Voy a defender lo mejor que había en mí, cuando tenía dieciocho años. ¡Que se pudra el Mudarra!... ¡ay, ay, Dios mío... otra vez las campanas!». Nadie en monólogo expone sus desdichas y propuestas con tanta claridad, de lo que se deduce que lo he arreglado un poco, pero en esencia así eran sus pensamientos: pretendía extraer lo que reposaba en su memoria, de cuando ella vivía pletórica sin importarle las consecuencias, acomodada en la ausencia total de responsabilidad de que los adolescentes gozan; quería recuperar la dignidad que el miedo nos va arrebatando por ser en demasía precavidos. Releyó cartas de juventud, sacó las fotos que rebrotan nuestros dolores por el pacto que mantienen con el tiempo, y deshinchó sus pies de mujer embarazada en un barreño de agua caliente a la sal. Sí, fue bonita, aunque ahora, todavía conservaba parte de sus encantos. Sí, fue precoz: lo atestiguaba que cada foto, en un instante, invocaba un sinfín de sentidos recuerdos difíciles de encajar en el infinitesimal tiempo humano, amén de algún suspiro, cuando lo que proponía la fotografía era una lágrima. Como se ve, Clarita no es muy lista, pese a que el intento de retroceder para coger carrerilla sea válido; pero las vestiduras que el tiempo ha hecho jirones no tienen remiendo. Si Clara había sido precoz, su madurez anticipada fue teatral
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por advenirle antes de la experiencia, por ser una ordenanza cerebral, años antes que una necesidad del corazón. ¡Cuánto retraso por culpa de la precocidad! ¡Cuántos maravillosos principios se cebaron en la juventud con nuestros verdaderos intereses! ¡Cuántas charlas en las que «nos va la vida» antes que la vida, de hecho, nos vaya! Nada que objetar, de todos modos, si Clara se arrebujaba en su sillón para recordar, si para recuperar la dignidad que el miedo al futuro nos arrebató, fuere. Porque los principios no están fuera del mundo, ni siquiera en él, sino en la sustancia que la juventud nos silbó. Y en lo que aprendimos se encuentra el posible préstamo del triunfo, y lo que nos hace necios también. Digo «préstamo» porque al final perdemos todo en más o menos afectado vuelo, como el de Mudarrilla. ¡Ah, ah, ah...! Mientras el agua del caldero se quedaba helada, recordaba Clara, por ejemplo, el día que domó su carácter y se hizo pacifista: una foto de su joven galán sentado en su preciosa motocicleta le trajo a las mientes el día que este en la puerta de la universidad, despanzurrado en la misma moto, le contara cómo la emprendió a tortazos contra unos macarras que le tomaban el pelo. Esto atrajo todas las lágrimas disponibles de aquella jovencísima Clara. Pero luego hablaremos de dicho galán, pues es, aunque a medias, importante para la historia. Mientras el agua del caldero que bañaba sus pies quedaba helada, el Doctor-Loco Veletas mantenía una conversación con el jefe de ambos teñida de traición, una puñalada a las espaldas de Clara. Veletas había madrugado para acometer su fechoría, para minuciar con tiempo la jugada de la que luego extraería ventaja y partido. Perfumado como una guarra y disfrazado de honestidad pidió permiso para entrar en el despacho de su jefe, un psicólogo de los antiguos románticos que estudiaron la carrera para comprender el funcionamiento del órgano del que emanan las ideas; pero poco a poco, influido por las pretensiones científicas de las nuevas generaciones, y por sus cromosomas de planta trepadora, se había centrado en las terapias «algo con más futuro que la pobre explicación», pensó. Y ni siquiera en las terapias, porque el escepticismo que adquirió sobre la naturaleza humana al mirarse a sí mismo, le ordenó burócrata, es decir, organizador de equipos terapéuticos. —Adelante, estimado espía —y le ofreció la mano sellando así la componenda.
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—No me llame así, Don Ramón. Sabe que mi fidelidad a la psicología, fantástica ciencia, y al grupo que pertenezco... —hizo un extendido y preparado bla, bla, bla. —¿Prefieres que te llame Veletas? ¿Quién te puso tan desafortunado mote? —preguntó la sorna de Don Ramón, colocándose metros arriba de su subalterno. Se sentó el canijo en la silla que Don Ramón había hecho construir con meticuloso estudio, para que todo el que allí dejase caer sus posaderas, adivinase desde abajo toda la información de su diminuta condición. El miserable intentó un imposible: dar un toque de color a su pasado. —Desgraciadamente no es un mote. El nombre me lo puso mi padre (bellísima persona, pero un tanto inculto. El único sin estudios en mi familia, no se crea...). Me bautizó Veletas por una equivocación. Aunque nunca vio el mar, era hombre obsesionado con la navegación, y nos tenía la casa llena de fotos y maquetas de barcos. No sé cómo pensó que «Veletas» era la rosa de los vientos, el emplazamiento de la sustancia de todos los rumbos. Pues no se crea, que quería llamarme «Escupitajo» pensando que era una medida marina, algo así como el «nudo». Menos mal que mi familia se opuso en redondo. —Bueno... —atajó el jefe con el poder de hacer valer su tiempo carísimo, si lo comparamos con el de sus criados—. Mi secretaria te hizo un hueco para esta cita porque querías contarme algo, ¿no? —Sí. Aunque ni es trascendente ni importante —y abrió por fin la bolsita de su cizaña, meticulosamente rellenada—. Somos los hijos bastardos de Freud y los herederos legítimos de Skinner. Hemos adaptado, con gran esfuerzo, la experimentación, la estadística, la observación rigurosa y el método científico al estudio de lo que se llama psique, alma o espíritu. Nos hemos desmarcado... —Corta el rollo. ¿Es que has venido para examinarme, Veletas? —No, por favor, pero me asaltan dudas y quisiera que me corrigiera si he perdido el rumbo, porque es usted, Don Ramón, mi máxima orientación. Trabajando y trabajando puede uno traicionar el sentido por el que tanto ha luchado. Cedió el jefazo por los halagos premeditados y se transformó en corderito. Veletas había conseguido el crédito para seguir su plan secreto. —Como decía, nos hemos desmarcado (valientemente y a riesgo de perdernos), de la antropología y de su madre la filosofía. Ambas
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suponían un lastre que no nos dejaba atender a los problemas de las mentes perturbadas: siempre preguntándose por los diagnósticos y jamás por sus medicamentos, siempre enloqueciendo con la pregunta «cómo es posible el conocimiento» (lo que anulaba nuestra capacidad de conocer); en definitiva, siempre inflamando nuestras cabezas de excusas para no hacer nada. Nosotros, los psicólogos más avispados, en una crisis de lucidez, dimos nombre a la más bella construcción que el hombre jamás se le ocurriera: «lo psicosomático», el saco del que chorrea nuestro cocido, y cuanto menos verificables son las dolencias mayor espesura de caldo y compango. En verdad que es una invención sin igual. —¡Bien, Veletas! Siempre es bonito conmemorar la historia de los pueblos y sus adelantos; me conmueve ver que el horizonte al que nos dirigimos sigue intacto. Estoy orgulloso de haber confiado en ti. ¿Algo más? Es que se me enfría el bocadillo. A Veletas le recorrió un escalofrío de satisfacción por todo el cuerpo. «Para prevaricar he nacido», le dijo el instrumento que tenía por conciencia, y afilando el cuchillo un tanto más, como ante un jamón que ya enseña su hueso, se arrimó a la mesa y prevaricó: —Don Ramón, no quisiera equivocarme por el aprecio infinito que le tengo a Clara, pero tres veces, Dios me perdone... tres veces me ha parecido oír a mi superiora decir «ideosomático». —¿Ideo qué...? —Ideosomático, Don Ramón, i-de-o-so-má-ti-co —dijo la tullidez al reparto de su maldad por sílabas—. Me parece que a Clara le asaltan dudas sobre la existencia inequívoca del inconsciente y sus maldades. Ha ocurrido en charlas sin testigos, con mi persona. ¡Todavía! Pero en otro momento, quién sabe... me temo que se le está pasando por la cabeza aconsejar a nuestros dolientes que echen mano de la clásica voluntad para esquivar sus males. Desea que piensen que la medicina la tienen ellos mismos, al igual que su dolencia. Que generen proposiciones para mejorarse, lo que convertiría en innecesario nuestro participar y los dineros que cobramos. —¡Por Santa Gorgonia, patrona de los golondrinos y demás granos! Esto es muy grave. Es un asalto a nuestro fortín —y con temblor en la voz por el anticipo de nefastas hambrunas y futuridades, preguntó: —¿y qué más? —Clara no cree que debamos mimar sus sufrimientos, sino humillarles para que recurran a sus «ideas dormidas», para que escuchen a
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«su fornida racionalidad»: algo así les dice, y a ello les insta; pretende que se descuernen por sí solos. Clara les llama «débiles de carácter», en vez de pacientes psicosomáticos. —¡No! —¡Sí! Por la polio que me puso cojo. Y se despidieron. El acusador salió sonriente del despacho con la promesa del jefe de pasarse por la Residencia de Quemados «para desenmascarar la sospecha», dijo. Don Ramón quedó mordiendo su tortilla helada a bocaditos prevaricados. Clara, entretanto, cual alegre pepona, sin apreciar el cuchillo que le clavaban en la espalda, hubo de ponerse al trabajo: debía estudiar por arriba y por abajo el expediente del hombre Sazonado Corazón, para poder desaforar su mal oculto, cuando esta tarde le tocase su turno. Pero hacía unos días que Clara era menos benevolente con ciertas angustias humanas, por lo que su labor de curasienes se le hacía cada vez más tediosa, una vez roto su pacto con la piedad. Recordemos que el hombre Sazonado Corazón no podía hacer nada por sí mismo al encontrarse atrapado por los sentimientos de su «señora», la cual era una fiera que hasta le pegaba, y eso que era inteligente el hombre. Pensó Clara, hastiada, que ya conocía el problema de esa dolencia: «pues... pues lo que le ocurre a la inmensa mayoría de la población mundial y que no tienen la desvergüenza de acudir al psicólogo, que el miedo a una persona se les ha engullido el amor propio, que la posesividad es más fácil que las ganas de vivir, que las noches son tan larguísimas que vale más calentarlas que esforzarse en vivir con dignidad y guerreando... y por mayor cobardía se le lanza la culpa a un extraño, al inconsciente, al pirata, que por no dejarse ver, acepta de buen grado la soga en el árbol, cual príncipe inmortal que vence cada mañana que se deja ahorcar». Y entre el trabajo y el ocio, prefirió el relato de la princesa, a fin de cuentas se encontraba en la parte de los primeros principios de una persona, en la pedagogía, en el tiempo en el que se esconden los flotadores para cuando la madurez haga aguas; y aunque todavía recelaba del valor del relato, bastante tenía con aguantar por la tarde al jorobado Veletas y a los quemados. Decidió el relato. Viajó por el libro para encontrar el hilo... ¿a ver? hum... «la princesa Ruta sacó de un bolsillo un monóculo periscópico» No. «La
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educación es nuestro seno materno. Podemos amarla o repudiarla...» No. «... porque no hay repuesto para lo asumido cuando los sentidos están tiernos». Aquí. Dará tumbos quien no reavive con obsesión e insistencia aquello que en la juventud le enseñaran o aprendiera. El Talento de Física y Mecánica era un enanito tan cabezón como simpático, y que reflexionaba con certeza. Nos metió el primer día en una máquina que el mismo construyera para discernir sobre la naturaleza de nuestros corazones, y dictaminó en alto: «La aprendiz Ruta no tiene que estudiar física, aunque lo quiera. La física no precisa tamaño corazón, mal que me pese. La física es asignatura para una inteligencia media, para técnicos convertidos en vasallos capaces de producir felicidad con su ingenio, con los hidrodomésticos que inventan, como este reloj de agua que aquí tenéis. El buen físico diligente servirá a una Institución o Excelencia, o a un tirano si equivoca la gracia de su sapiencia. El artesano construye un barril para que el físico calentando su cabeza, calcule cuántos litros de aguamiel le caben a tan irregular continente. Digna, aunque inútil, es la labor del físico que debe contar sólo con minucioso cálculo: pongamos por ejemplo, cuántos días y segundos tardaría en caer un hombre hasta aquí si le soltamos de una luna, ¿y un tirano? Imposible, aunque entretenida, es esta otra operación, cual acertijo —que nadie hasta ahora ha sido capaz de efectuar con precisión—: cuántas gotas de agua caen por mes en Madre Mía, la mayor catarata conocida, teniendo en cuenta las crecidas por deshielo y las sequías pertinentes. Espero que todos elijáis con tino a la Benevolencia que generosamente os pague el divertimento que entreguéis: seréis bufones sentados en cualquier corte, pero bufones inteligentísimos, muy capaces de curiosos cálculos que os arrimarán aplausos, bocas abiertas y suculentos emolumentos». El Talento más triste de los nueve era el de Artes Corpóreas y Decoración. Su tristeza respondía a la inutilidad de su conocimiento. Él analizó la destreza de nuestras manos poniendo en ellas un pedazo de madera que debíamos embellecer modelándolo. Yo era del resto de principiantes la más torpe en imaginación y destreza: de todos los objetos que le extraje a la amorfa madera, no conseguí nada que no se pareciese a una cachiporra. Él insistía en consolarme, pues «está demostrado», me dijo una mañana que yo salía del bañadero, «que a
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mejor mano para el arte más licuado cerebro; quienes somos capaces de abandonarnos a la tiranía de los objetos es porque compartimos el tedio de los dioses, la mediocridad de crear arte-factos para que otros los disfruten. Somos los artistas, como el coleccionista de herraduras, que tuerce la boca en consumado babeo al mostrarnos, orgulloso, el zapato de caballo que pisó al rebelde menganito». Era un hombre muy frustrado por ser el patrón de tan afrentoso saber. Su mejor alumno ufanábase de haber extraído de un triste palo toda una manada de bellísimos unicornios en diferentes actitudes. Su eminencia le puso un mil, abarcándole con su abrazo de camaradería y desolación: confraternizados como cuando dos zapatos pisan la misma caca de perro. Como veis, el artista, cual cómplice emocionado, fabrica en manoseo epiléptico, los frescos y esculturas que el tirano mecenas encarga, para posteriormente inflar su precio, y así desacreditar al populacho, quien al no poder comprarlos, experimenta su pobreza. Queridos comuneros y amigos: ¡despertad!, ¡que se os prodigan las ojeras, y no ha hecho la noche más que empezar! Que si pedisteis escuchar mi historia, vais a oírla entera. ¡Que alguien avive con aceite esas antorchas! ¡Atentos a la importancia que sigue. La temida princesa Ruta, por sus arrestos y carácter, no por lo afilado de su daga, les dio un respiro. Se oyeron rumores y acomodamientos. Incluso hubo quien algún bocado le hincó a los fríos restos de la cena; y como el viento cesa, poco a poco, retumbó el silencio, la recuperada atención de los escuchantes, y la placidez en roncar de los niños. De todo lo que me quedó grabado en la Aldea de la Razón, sin lugar a dudas, supuso el mayor desafío lo instruido por el Talento de Emancipación y Odio. Yo puse esta asignatura en un pedestal porque era el raciocinio práctico, la gaya ciencia de toda ciencia, el lapidario conocimiento que diferencia al que mucho sabe del que sabe mucho: el Talento de Emancipación y Odio nos enseñó que la sabiduría del necio es necedad, que debíamos mimar nuestro carácter porque sólo él tutelará la veracidad de nuestros saberes. «Ni existe», decía con sagrada voz, «la emancipación sin el odio que nuestra sangre le debe a las cadenas, ni odiaréis sin el hambre de mejoranza universal». «Hambre de mejoría» es el segundo nombre de emancipar. Con su voz
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aprendí que ser dictador es unir víctimas aisladas, adoptar dolientes de lugares lejanos y reunir su sufrimiento en uno solo, en un único castigo. Pero en cada ciudad, por hacer mal las cuentas y excederse en los golpes, una mujer parirá un carácter de sangre verdadera. El odio es la desviación de un gobernado, que afilará sus uñas en los decrépitos huesos de un tirano. Primero se odia, segundo se emancipa uno, y tercero se arriesga la vida junto al fuste más carismático del tirano, donde el emancipado recibirá sus latigazos. A mí, me concedieron ese honor de azotamiento repetidas veces. Por diferentes estrellas que parezca que le cuelgan al firmamento, por distintos que los oleajes de mares lejanos nos parezcan (por más vueltas que le demos a la naturaleza de los corazones), sólo encontraremos dos idoneidades, dos tipos de personas: uno, multitudinario de corazón propicio para adular la ley del pánico, ya sea tirano o vasallo, dependiente de su circunstancial nacimiento; dos, en demasía escasos (tres por millón, y a veces menos), almas secretas hambrientas de mejoría. El Talento de Emancipación para distinguirnos, a riesgo de que la verdad nos hiriese, extrajo de nuestras venas un litro de sangre y la hirvió; luego guardó sus vapores en diferentes tarros. Son los vapores de la sangre la mejor lectura. Se puede saber (solamente con el aparato que él tenía), incluso si un hombre es tuerto antes de haberle visto. Es algo parecido a lo que, infructuosamente, intentaran nuestros antepasados con los bichitos míticos apodados genes. Al salir de su cabaña llorábamos todos por la información que discretamente nos susurró al oído, de uno en uno. En aquel crepúsculo, junto al monolito de la plaza, por el destino delatado, nos invadieron las lágrimas. Se deduce que muchos, tras dicha sentencia, le vieron la cara al destino y lloraron. Ya fuera por descubrimiento del parentesco con los granujas de este mundo (con tiranos o subalternos), ya fuera, como en mi caso, por el febril miedo desatado, al conocerle el bies de emancipador a tu corazón, lo que te abisma a un destino con quintales de latigazos. ¿Queréis ver mi espalda? Los murmullos de los boquiabiertos presentes dieron a entender que no hacía maldita falta. El portavoz, el más anciano, sin ganas, tomó el derecho de la palabra. —No intuíamos tamaña historia... estamos aterrados. Preferiríamos que siguiese tu inteligencia relatando tan bello sermón.
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Sigo: El noveno Talento no era un Talento verdadero, sino un raso aprendiz advenedizo. El Maestro de Composición no llevaba gorro de sabio y se vestía a colorines. Su asignatura no mantenía una mínima disciplina: en su cabaña, decorada por antiguos principiantes, nos movíamos con entera anarquía. Se componían poemas, relatos teatrales que se representaban, cantatas instrumentales con aparatosas máquinas que nosotros mismos creábamos, bailes e invenciones culinarias. La dificultad radicaba en que se amonestaba todo intento de belleza: gritábamos «¡lacayo!» al principiante que había consagrado más de cinco minutos al servicio de ella. Así nos arengaba el noveno Talento: «a la belleza le ocurre lo que a la dicha. Si se fanatiza, si se reflexiona, se lisia. Naturalidad, principiantes, naturalidad». Muchos no podían resistirse al prejuicio de querer agradar, pues venían de familias opulentísimas de donde mamaron babosas interpretaciones de trovadores y atletas; ello había agrandado sus tragaderas, y podías oírles en el catre preparando el éxito del día posterior. En el examen final yo compuse «la fundamental danza de los mangoneadores», muy enjundiada por el Maestro de Composición, y que, incomprensiblemente fue desechada y perseguida por todos los comités censuradores posteriores. Yo me vestía de blanco, la mitad de los principiantes de negro, y los restantes de gris; sólo contenía tres frases para no dar lugar al equívoco; yo decía: «desacato contra la villanía», y la emprendía a golpes, con potente palo, contra todos, hasta que se rompía, y cogía otro más aparente, y redoblaba los golpes hasta que se chamuscaba. Los de gris representaban a los tiranos y el negro era el color de los lacayos, de negro enlutado, el color del alma mantenida. Al final un lacayo se me trababa y me increpaba: «no me pegues más, fui un lacayo sinvergüenza por cobardía, nunca más comeré de la mano de tirano alguno». La piedad frenaba mis instintos y al perdonarle, en un descuido, me asestaba él garrotazo mortal. El maestro concluía la obra diciendo: «el vasallo lo es por los vapores de su sangre, no por su estado mental. No dejes que tu garrote se agarrote». Ahora esta danza me parece un tanto burda y despiadada. ¡Se ablanda una con los años! Cada vez que representaba mi obra protestaban mis compañeros por el realismo con que yo interpretaba tan desigual torneo. Finalizaron los cursos y con ellos mi más dichosa estancia en el mundo, porque, ¡recordad!: «la pedagogía es nuestro seno materno»,
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y en ella se encauzan nuestros principios, y a ella, cual mejor sendero, volveremos cuando vivamos desorientados. Aunque costumbre era que uno sólo entrase en la cabaña del Espíritu Desvelador (el hombre que había visto el mundo futuro), esta vez, dos lo merecíamos: Amadis y yo. Vacaciones definitivas hubo para el resto que se marcharon entre abrazos y llanto de despedida. Aunados en destino, Amadis y esta princesa que os habla, con doce años bien cumplidos, nos paramos en la puerta de la última cabaña, en el centro de la aldea, junto a un artefacto de esos que indican los caprichos de los vientos, símbolo del Espíritu Desvelador, en cuyo dintel de su puerta, rezaba un cartel a todos los idiomas contemporáneos y antiguos traducido: «no se adentre en este chozo ningún hombre veleta».
Clara se sobresaltó. El Miserable Veletas estaría a punto de llegar y pensó en la coincidencia del relato: «de no haber tropezado con la palabra veleta, no me acuerdo ni de comer», se dijo. Hay que reconocer que el relato la tenía definitivamente encandilada. No es difícil toparse con un gran libro y que no nos diga nada, y en otras ocasiones, frecuentemente, abrimos otro, que no promete por su aparente insignificancia, y resulta estar escrito para nosotros, como si diese una pincelada crucial a nuestra autobiografía. Este era el caso: Clara, afligida, por las campanadas en honor a Mudarra, y por el miedo a su advenediza valentía, necesitaba asirse a lo que fuera. Revolvía en el pasado, en la pedagogía como «nuestro seno materno», y desenterraba sus armas olvidadas por falta de presas... No existía otra cosa capaz de producir el amparo que ella demandaba. Y dijo una frase por última vez en lo que será una larga vida: «pero hay que ganarse los garbanzos». Su estómago demandaba a gritos «¡bazofia!», y se puso a fabricarla, lo cual no le era difícil. Cuando admiraba su potaje con concupiscencia, como intuyendo su sabor por los vapores, sonó el timbre. Le explicó a Veletas por el dictáfono, que no estaba vestida y que aún no había comido; que fuera por delante y que calentase los motores del febril Sazonado Corazón, que ella no tardaría y cogería un taxi. Veletas respiró, cual gallina que ve retirarse al carnicero, que trastoca el natural turno gallináceo del decapitadero. Respiró, porque aún sonaban en sus oídos los sostenidos de su traición, y como buen cobarde prefería retrasar su encuentro
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con la que había cuestionado ante el supremo, no fuera que alguna risita, o pipi por el camal, delataran su vileza. —Perfecto, amabílisima jefa, doy curso a tus deseos. Así acató el lacayo dando un golpe de puño «¡mejor ni a propósito!», se dijo, a sabiendas de que el jefe, precisamente hoy, pasaría por la residencia a controlar. La confiada Clara se cercioró por la ventana. Veletas, el oportunista, hizo una genuflexión y se persignó cuando sacaban del portal el cuerpo seco del malogrado volador, y corrió hacia el coche dando saltos de alegría con la única pata que la justicia de Dios permitiera. Un buen lector de labios entendería lo que murmuraba en cada minusválido salto: «uno más para el hoyo... uno menos para el bollo». El «RQ» salió para la residencia y no daba saltos porque la gravedad se lo impedía. Así terminó la primera parte del miércoles: Veletas porfiando la conspiración del gallinero; Clara tomándose un respiro de muy alto precio, y el infeliz Mudarrilla, desde la altura, lágrimas de humo celestial soltaba, en el entierro de su mejor amigo.
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Además de lo antedicho sobre la sabiduría del necio que es necedad, la conspiración del mismo ser se supera a sí misma en bajeza, y viste al que confabula con un atuendo más organizado: con el antibiológico traje de la mezquindad. El espectro-poliomielítico-Veletas ofrecía risitas a la vida, que se filtraban a través del cristal de su ambulancia blanca. Su imaginación se entretenía con su ansiado ascenso, y se le representaba la cara contrariada de su Dios (el fundador de la arrogancia), con sus poderes mágicos en entredicho, torpe de no asestarle acabo definitivo a la vileza del infame Veletas: «mira con tu ojo triangular cómo conspira este desnivelado hombre», le decía al espejo retrovisor, hasta que, en un instante quedó mudo, después de frenar con violencia, y por un pelo, no limpiarle los bajos a un imponente camión. A partir de este momento su aplomo se encogió un tanto así... por lo que siguió saboreando su confabulación, con esos dientes de roedor que habita lo fecal, que a diestro y siniestro mira, pero tieso su cuello de temor. Dios aún estaba ahí. Su mente, a escondidas, rezó un padrenuestro. Clara, mientras este remedo de humano se alejaba, se concedía una pequeña licencia del tamaño de hora y pico. Olvidó su acostumbrada puntualidad este miércoles, y se apoyó en su privilegio de jefecilla, «quién puede decirme nada si llego a la terapia a mitad de acto», pensó para redimirse. Podría arreglarse e incluso leer un poco más las aventuras de Ruta, allí donde las dejara. No podía imaginar que un oxígeno que se inhala plácido pudiese costar tan caro. Y la memoria del Mudarra que quiso ser pájaro, por fin voló hacia la homilía, en dirección contraria a las obligatorias leyes naturales del reino de los vivos. Se retiraba a sus algodonados aposentos ante la llamada de la divinidad. Así se despedía de su ciudad, transformado en aroma que flota a gran velocidad, con un aro de neón sobre la cabeza por toda materialidad. Hablábase a sí mismo en el dialecto celestial ma non troppo, y que yo traduzco: «Ya verás, vas a ser un santito en la
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Gloria, y esperarás a mamá Cesárea. Se acabaron la actualidad y las masturbaciones». Se comprende que esto es una metáfora atea de esta narradora, pues nada del Mudarra (de no ser algún recuerdo aromado en éter), escapó de la guarida color caoba que ahora, entre lágrimas unos y frotamientos de manos otros, se posaba en el coche fúnebre. Así acabó el cuarto capítulo. Clara, arreglada, comida, a ritmo de campanadas llorada, y sin saberlo conspirada, disfrutaba el calorcillo de su privilegio, el de cobrar por consumir ocio. «Maravillosa la duda entre leer un ratito, o pasear hasta la tienda para llenar el bolso con dulces y caprichos». Una corriente de aire y destino abrió el libro para reclamar su atención y cargarse la duda. Destapó el termo, llenó su taza con descafeinado, y se espantó cuando vio que el destino selectivo había abierto el libro justamente por donde tocaba. Se sentó en su sillón y disfrutó de la pequeña estafa a los emolumentos de dinero público, por un horario incumplido. El Espíritu Desvelador era el jefe de los Talentos. Corría por la aldea la leyenda de que había nacido de la tierra, como si fuera árbol o puerro, pero la realidad debía ser más humana y menos singular: provenía de familia de Talentos perseguidos, unos empalados por saber demasiado, otros autodesterrados a la miseria, por el temblor de rodillas que la maquinaria torturadora de los tiranos surte. Era sobrino del famoso Empedo quien intrigó contra mi abuelo con mucho éxito. Mi abuelo era Apostemo, motejado Caníbalus, el que os sonará por desayunarse cada día la mano de un lagartija, si la había, y en su defecto cualquier mano. Se comentaba que mi padre, el rey tirano (su querido hijo), nació manco, pero los cronistas más atrevidos cuentan que fue Caníbalus quien se la digirió en vinagreta. Cuando Amadis y yo entramos en el chozo encontramos al anciano ensimismado. Habló durante horas y nos explicó qué se esperaba de nosotros. —Amadis, —dijo el viejo referido a mi rival—: eres hijo de nobles y de su casta. El resto de Talentos me han aconsejado que compartas el viaje final con Ruta, quien te ha aventajado en los exámenes por muy poco. Eres mayor que ella por lo que la protegerás en lo que queda; la prueba de la montaña os dará el ser, reglará para siempre lo que
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tengáis de carácter y entereza. Vuestros compañeros principiantes se marchan hoy con el diploma de consolación que les define como «Sapientia máxima y Bravura media». Pero uno de vosotros, o ambos, partiréis de aquí con el título de «Retesador de Mentes y emancipador», y en la mano, sólo uno portará con dignidad este libro. El anciano abrió un saco y de él extrajo el dicho tocho, antiquísimo y encuadernado en piel de oso, con letras de oro rojo sobre su tapa: El relato total, el elucidario que salmodia cómo será el mundo venidero. —Este libro me pertenece —siguió dicho Espíritu hablándonos en secreto—, pero será vuestro premio si regresáis de la montaña. Dicen que yo vi el mundo futuro y aquí lo escribí con abundancia. No me acuerdo de nada, y décadas hace que ni lo ojeo. Encaminaos hacia la montaña y a cada paso se hinchará de arrojo vuestro corazón. Pero... (siempre hay un pero), si vuestro amor a los demás (aunque sea a uno sólo de vuestros iguales), supera en un milímetro al aprecio natural que sintáis por vosotros mismos, la montaña os atrapará y no descenderéis, y yo volveré a guardar el libro hasta que alguien lo merezca. Atención Amadis, no vas tú sobrado de amor propio, que es sinónimo de odio emancipador. Según he oído no quisiste participar en la Fundamental Danza de los Mangoneadores que compuso Ruta. El odio y la emancipación son lo contrario y lo mismo. Esto no ocurre con otra cosa en el mundo. La gente usual, cebada de actualidad, no desea la mejoría del mundo, porque no han aprendido a odiar, porque mantienen el terror a cambiar. La rabia es de la emancipación dueña y criada, al mismo tiempo, o sea tanto la maneja como la venera: no existe la utopía sin el odio con que el hombre recto se encara a la injusticia. Un mar sin olas es un lago, un héroe sin valor es un soldado común y un sabio sin carácter y atrevimiento es un perro que busca collar. Coged esta bolsa y partid. Aquí lleváis víveres para ocho jornadas. La montaña os cederá su carácter —concluyó así su mitin el viejo. Como antedije, cumplía en ese momento doce años y aún tenía vello en los pezones. Carecía de lo que se llama experiencia, artefacto al que apela el ignorante. La experiencia amenaza a la verdad, y le propone trucos para que se amilane, para que soporte el silencio, para aguantar un tanto más el dolor, para dilatar hasta el infinito la esperanza maldita. La experiencia sólo nos enseña lo útil, la calumnia de lo verdadero. Amadis era mayor pero mantenía la misma pureza mágica que quiere cargarse el «experto» con su carro de años lamiendo culos. Juntos,
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en ocho días rastreamos el tiempo y le dibujamos círculos, el tiempo que lo ingenió mi dios Arcano para que las cosas no sucedieran todas a la misma vez, amontonadas, y nosotros lo ceñimos a nuestro bies: el tiempo de los amantes no sucede con el mismo paranoico ritmo... segundos, minutos, horas, lustros. El tiempo de Amadis conmigo, con aquella niña que ahora miráis cual mujer, fue un caballo desbocado en jadeo de mil veces por minuto, y a la vez, el tiempo detenido y zarandeado por el perpetuo caer de una cascada. Ascendimos suavidades terrestres y rodeamos infranqueables montículos, siempre volviendo los ojos hacia la gran montaña que no permitía concebir nada más grande. Vadeamos ríos y cruzamos a nado lagos helados de fondos multicolores. El amor, nacido de la complicidad, quebró nociones obligatorias, al teñir nuestra sabiduría y sus sentidos de un color nuevo. El amor putañeaba a la matemática obligándola a considerar sus axiomas: uno más uno resultó ser igual a cien, si el amor operaba. También impuso el amor un correctivo a la metafísica, pues como un hechizo, le rebanaba todo el valor a una idea magnífica, transformándola en ligereza, en peso de hoja que de un nogal desprendida, en el suelo de otoño reposa; en cambio, la misma noción se abultaba en altísono, más tarde, personado el mismo amor que poco antes la había desestimado. Una idea insignificante, iluminada por dos corazones en alza, posee toda la mecánica necesaria para una revolución. Así, amándonos en cada húmedo rincón, tropezamos a un día de la cima con un lagartija de montaña (los más peligrosos por la dureza del lugar que habitan y por su desapego a la vida). Amadis dudó muy melifluo, enredado en las melenas de su nobleza, que muy torpemente le aconsejaban acerca de la muerte de los otros. Le dije que no mirara. Esperé que el lagartija desenvainara su cuchillo antes que yo, para acogerme a la legítima defensa, y le proporcioné un tajo limpio. Aún cuando las cuerdas de su garganta sólo pronunciaban falsos testimonios, disfrazados cual aire de jadeos, se le podía malentender: «soy el padre de dos hijos», lo cual era falso, pues su piel tenía la parquedad del que no frecuenta un lecho. Yo me volví hacia el descompuesto Amadis y en tono justo apostillé: «ningún problema, cariño, ningún problema tengas con la legítima defensa. Primero yo, segundo tú, tercero él, cuarto los demás incluyendo sus hijos si los tuviere... ese es el correcto orden». En ese momento, su debilidad en lágrimas me hizo temer por
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él, cuando alcanzáramos la cima de la montaña, al siguiente día, por todo lo expuesto por el Espíritu Desvelador que allí nos encaminara, al respecto del amor propio. En el último altozano antes de la definitiva y muy luenga trepada, avistada de cerca la mágica cima, se me arrimó una duda sediciosa: todo este viaje era el capricho de un farsante, que por ascender una cúspide, podía yo perder la novedad de mi amado, y mi corazón se amotinó. —Queridísimo Amadis: a la mierda la montaña con su promesa —le increpé agarrándole cariñosamente la mano—. Volvamos y matemos al Espíritu Desvelador. ¿Quién da la autoridad a un Talento y a su antojo? —Por la casta de mi padre, ascendamos y terminemos de una vez. Yo creo en su Legitimidad —dijo el inocente Amadis—: creo en sus enseñanzas. —No le llames Legitimidad. Es un Talento mierdoso. ¿Cómo pudo ver el mundo futuro antes de ser? El mundo futuro existe pero aún no ha sido. El mundo será como nosotros queramos, más o menos, y no lo que diga ese maldito y profetal libro con el que nos ha engatusado. Yo no subo ni por el amor que te profeso —sentencié inapelable, repleta de tristeza, con muy seco el corazón, de olisquearle el peligro a mi atañedero—. Eres un bobo. —Ruta, bienamada, mi reflexión me obliga como a ti la tuya. Sólo si tú me lo pides no subiré, pero nunca haría daño a hombre alguno, y menos a tamaño Talento. —¿Si yo te lo pido? No seas lacayo, nadie sabe más que tú del mandato de tu corazón. No des un paso que no disponga tu entendedera. Amadis se rendía al residuo de sus cadenas, a la zona pequeña de su conciencia, aún no liberada de lacayosis. Desesperada y con mis mejillas lloradas, concluí...
«¿La-ca-yo-sis...? Esta palabra no existe», se dijo Clara interrumpiendo la lectura un momento. No podía dejarlo aquí, pese a su preocupación por el retraso que esto le suponía a su trabajo. «Cinco minutos y me marcho... me encanta cómo maneja esta Ruta la situación», pensó. ... con mis mejillas lloradas, concluí: —Sea lo que tus tripas metodicen. Por el dios cojo. —Ningún dios puede ser cojo —repuso la lógica de Amadis. —Eso sólo depende de mi antojo.
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—Vida mía, entonces debo trepar hasta allí y pase lo que pase, por mi memoria, por tu amor, jura no hacer daño al Espíritu que hizo posible la hermosura de nuestro amor degustado —me sugirió mi enamorado. —Te lo juro por el hedor de mi padre el tirano —sentencié casi murmurando, y le di un abrazo, y mil besos en su cuello. Él escalaba lento tan gran dificultad con sus meticulosos pies. A las rocas amigas (las más benévolas) se aseguraba con una cuerda que rodeaba su cintura, y a cada logro me volvía los ojos, en espera de que el amor infundiera coraje a sus garras ensangrentadas. Mis ojos, más verdes que los suyos, verdes lago, le reprochaban su equívoco. Agarró con una mano el último risco y trabajosamente, por fin, en paz consigo mismo, miró la pequeña planicie. A desgarrados gritos intentó explicar su visión: los pedruscos de caprichosas maneras que ojeamos durante días sin llegar a discernir, eran testimonios cautivos de otras malogradas inocencias; decenas de estatuas toscas, vestidas de musgo testificaban anteriores expediciones. Amadis gritaba, pero sus pies se contagiaron del granito que pisaban, y en pocos dolorosos segundos, la piedra le fue penetrando hasta convertirle en estatua sin carne. Su boca quedó abierta y sus brazos elevados hacia las mismas estrellas que habían honrado nuestras caricias. Un día con su noche tardé en que se acabasen mis lágrimas. Muy útil y sugeridor me fue para la vida el odio que allí amontoné. Escupí, izé una bandera con mis bragas, dibujé una pirámide lacerada en el suelo, y mi odio flotó por los caminos, desanduvo en dos días los ocho que el amor había necesitado. Vi a los familiares del lagartija que yo ajusticié, que adobaban a mi degollado, para comerlo entre llantos y populacheras ceremonias. No paré ni a saludarles por no perder ritmo, aunque me increparon para que lo hiciera, con lo que establecerme así su venganza. «¡Imbéciles!, os asiste la suerte de que otro suceso me espera», les chillé sin frenarme en la bajada. La princesa Ruta volvió en sí y abandonó un instante este recuerdo que sobrevolaba la sala de los comensales, cual vaho de tristeza. Los presentes mostraban su rostro helado, sollozantes los sensibles y boquiabiertos los de índole más dura. Las doce familias habían convivido con esta mujer sin tener la menor idea de su pasado. El tamaño de la historia pasmaba y atemorizaba al mismo tiempo. Sólo algunos arrugaban la frente señalando con la mirada al gran libro que la princesa
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hubiera dejado reposar sobre la piedra requemada de la chimenea. La princesa hizo gala de su valía: secó sus espirituales lágrimas, al ojo humano invisibles, y resolvió continuar: —¿Qué pasa? Veo ceñudos gestos e incredulidades. ¡Explícate anciano! —Es que nos cuesta entender cómo un hombre puede llenarse de piedra, y cómo tienes ese libro, que si bien suponemos es El relato total, si tú no coronaste la cúspide de la montaña. —En la Montaña Mágica pasa eso: se te apodera la piedra, ya lo sabéis. Y para comprender lo del libro elucidario cededme vuestro silencio y el tiempo necesarios, que con precisión os contaré el resto. Como decía, mi zancada hacia la aldea reunía abundante venganza. La promesa que le hiciera a mi querido Amadis —de no tocarle el cuello al anciano—, no soportaba la desmesura de la maldición. Antes de matar al Espíritu Desvelador le dejaría un respiro, una explicación. Luego, a estacazos, le enseñaría cómo acabar el juego que él empezó. En el crepúsculo avisté la aldea y serené mi paso para ceremoniar un tanto la ofensa. En los aledaños, junto al puente, pelé un avellano para construirme la cachiporra, y atravesé los primeros chozos antes de girar hacia la plaza...
*** Ya en la sala de curas se respiraba la tensión, que insuflaba el repetido gesto de Don Ramón, al preguntarle cada poco a su reloj. Los cuatro quemados o bostezaban, o se daban una vueltecita por la sala. Veletas fingía interés al ojear los expedientes de los enfermos, sin descuidar detalle del creciente nerviosismo de su jefe, el cual se mostraba abiertamente contrariado por la tardanza de la insurgente Clara; Don Ramón, cada vez más seguro del burlesco actuar de Clara, puso fin a su paciencia y animó a Sazonado Corazón a que comenzara su exposición: así sentiría ella al llegar, «la ofensa de no ser imprescindible», pensó. Recomendó al paciente que se tomase el tiempo que necesitase, y que al final ya comentarían los expertos profesionales, cada aspecto del diagnóstico. Sazonado Corazón comenzó su rollo: «Me llamo Ángel Torrado, y al igual que mis tres compañeros de terapia, soy consciente del problema que anula mi vida, ¿vale?...».
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En el mismo pedazo de tiempo, Clara apartada de expedientes, de Veletas y sienes dislocadas, recomponía el primer acto de la tragedia de su vida, «hermanada en infortunio con Ruta y el petrificado Amadis», pensaba ella. El galán de Clara, gozoso del privilegio de estar en el lugar adecuado cuando toca, apoderose de su corazón universitario, y se benefició de la desprotección que a la mente al comer se le genera: si nos encontramos descubriendo el mundo, cuando el amor adviene, podemos divinizar a un fontanero despeinado, sin más candor que el de sus tubos (no era el caso, pues el galán era muy lúcido, por dentro y por fuera). Con la mente engatusada en el menester de llenarse, puede no oírse el aviso de la conciencia que grita, «¡que viene el fontanero!», a veces disfrazado de xilofonista, mago, o deportista, o de comprensivo hombre estratégico, que, cual fiera con sus dientes de perlas disfrazados, te enreda con un «vida mía». Nunca volvieron los amantes de allí adonde ellos mismos se mandaran, del país de las puñetas, aunque cada noche, aun siendo luengos los años pasados, creía confundir ella cualquier ruido con el timbre de la puerta. Era como lo de Amadis, pero sin el hechizo de la piedra, al menos eso pensó Clarita, propensa como era a la fantasía. El taxista anulaba dicha nostalgia bella con el canturreo grosero de Gavilán o Paloma, y Clara agotaba el cupo diario de los recuerdos, que en farsa nos lanzan a una obsesiva melancolía. Digo «farsa», porque tan quimérico es lo que pudo ser y no fue, como pretenderle al futuro, que a solas (sin el empujoncito de nuestro patrocinio), se asegure. Pero ¡qué fuerza tenía el malogrado amor de Ruta y Amadis!, tan coincidente con la recordación que a Clara le llegaba de su galán: el bucólico viaje de Ruta y Amadis en busca de la montaña y la sabiduría que prometía, se asemejaba al descubrimiento del nuevo mundo que Clara y su galán, por la inhóspita ciudad sobrehilaban, a solas, con una moto, en la que montaban también a la independencia, en sus primeros ensayos allende el nido; Ruta y Amadis, gozantes adolescentes, en un lago o entre las incómodas rocas —granos que le sobresalen al musgo del bosque, afanados en comerse todo por miedo a que se agote—, en mucho se parecían a ellos, a la afición de Clara y su galán, inmersos en su libertinaje tan «adulto», que mostraban, cual abreviatura, al mismo mundo que pretendían vigilar: intercambiando su savia los encontraba una vieja en la oscuridad de un ascensor, o apoyados en la tapia de un cementerio. Clara, en este revivir absurdo,
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escuchaba las palabras que su amor le escribiera, en la carta más sabia y exquisita que de ese desmelenado instante guardaba: «el roce sólo hace el cariño; la didáctica le peina una trenza a los cabellos del amor, una trenza que crecerá por su cuenta». Desatendió unos minutos al último recuerdo y a sus invasoras voces. Le dejó —como suele decirse— con la palabra en la boca, y en ese asiento de atrás, arrebujada la reflexionante Clara, distraída entre su profundidad, y el ornato de las melodías de la misma guisa que el conductor seguía interpretando, se abandonó a lo que era propensionada: tejer teorías de lo particular a lo general y regreso, o lo que es lo mismo, de lo más crujiente —por proximidad al alma nuestra—, al celofán de una teoría empaquetada, y vuelta. Con los ojos dirigidos a una estampa de San Cristóbal y a un adhesivo de «no corras papá», calentó su cabeza con pensamientos más elevados de lo que su ánimo precisaba: «¿Cuál es el hogar del recuerdo? —se preguntaba, como si entre sus ganglios viviera otro dispuesto a responder—: no tiene casa propia. Es un reinquilino que habita, como un parásito, en el único lugar del que no puede ser desahuciado: en la casa del presente vive, pues el recuerdo, pese a ser del pretérito, no será aceptado (cual cuñado indigente), en ningún otro espacio, que «el ahora» no delimite. En el domicilio del presente descansa el recuerdo, en un armario lujosísimo a recaudo, del que ansioso por salir, siempre dispuesto, escapa diligente cuando el presente, ansioso por mirar historias inacabadas, le convoca: la mirada que se fija boba en un reloj, en una foto, en el último regalo, en la grajea de un pastillero. Y tan rejuvenecido el recuerdo como maquillado, por el bruñidor presente que le ventiló, vuelve a su armario y se empercha, actualizado, a la espera. Se lava, se plancha, o se arruga el recuerdo... se resucita en el presente, y este, a su vez, también come de esta nostalgia. Sólo la muerte hace pedazos esta contratante manera de espiarse ambos; por eso, ante una muerte torturada por largos dolores, o por un violento camión que nos mete en su trampa, los apresurados segundos osando vivir un poco más, abren la puerta del armario en un último intento, y obligan a los recuerdos a derramarse por el suelo, al tuntún... todos los recuerdos que meticulosos ordenaban el patrimonio de la existencia. Conclusión: el presente (el atolondrado artista que pinta los lienzos del futuro con los colorines y sucias brochas del pasado), es el único mereciente de
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atentos cuidados. Un buen presente mantiene acicalado al reinquilino que se vive en el armario, y una mala muerte, angustia toda la vestimenta antigua que celosamente hayamos mimado. ¿Un hombre?... una casa, una conciencia, un armario...». —Señorita, hemos llegado —dijo el piloto golpeando al taxímetro, cual agua helada sobre la frente de Clara soñando—: «Residencia de Quemados». ¿Sabe? yo estuve aquí internado no hace mucho. ¿Trabaja usted aquí? Todavía legañosa por el brusco despertar de su ortopensada teoría, le explicó que no hacía mucho que allí trabajaba, y que tenía compañeros muy veteranos en la residencia. «Otro al que hemos modelado su opinión», murmuró para sí. —Pues yo estaba muy jodido cuando vine aquí, y no confiaba en la psicología para nada, no se crea. Padecía el síndrome de la Grandeza, así lo llamaba un profesional, muy disminuido el hombre, pero una eminencia, y me lo extirpó, que si no... se llamaba Piruetas o algo parecido. Yo era de esos soñadores estrafalarios que no se doblegan ante una vida sencilla. Tan candoroso era yo que no pensaba en otra cosa que estudiar letras, viajar para conocer mundo y tocar un instrumento. El tal Piruetas, en pocas sesiones me hizo comprender que hay que tener un futuro, una dirección... ahora en casa me espera una mujer estupenda con los dos soles que me ha dado, y me gano la vida con mi taxi. ¡Che!, y salimos los domingos a disfrutar de la Naturaleza, con nuestra mesa plegable en la que colocamos el televisor. Buen centro tienen ustedes, y un trabajo bonito, sí señor. Magnífico. —¡Increíble! —afirmó ella. —Magnífico e increíble. Crujió el ambiente al entrar Clara inocente en la sala de los disparates: Sazonado Corazón (o Ángel Torrado, como prefiera el lector), detuvo la exposición de su relato. Era hombre tan sistemático que prefería leer, más que improvisar, la historia de su vida torturada; Veletas sobaba la piel de su pierna muerta, y Don Ramón había tomado las riendas de aquella farsa, contento de ser por este día, el jefecillo de las cuatro lumbreras. Se saludaron las miradas y el instinto de supervivencia de Clara pidió disculpas por la tardanza. El privilegiado sillón, que permitía a Clara defender su liderazgo, estaba ocupado por el inmenso culo de Don Ramón, testimonio adiposo del buen trato
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que la vida le daba. Ocupó ella asiento más subalterno para escuchar el final de la conferencia. —¿Sigo? —preguntó Torrado. Todos asintieron con su silencio, y siguió con su dulzarrón estilo: «... como decía, pese a reconocer que mi mujer deja mucho que desear, no he podido apartarme de ella. No tiene virtud alguna, pero me engañó durante años su silencio, malinterpretado este por mí, como una cajita de sabiduría y misterios. Ella no habla nunca, no dice ni que «sí» ni que «no», pero te da cuenta de sus sentires por actitudes muy bien estudiadas: si está conforme, se abalanza sobre mí mostrándome la más hermosa simpatía; si algo que yo haga provoca sus ascos, estira el cuello como un ganso, aprieta sus labios para acopiar toda la dignidad silenciosa que le cabe, y me espeta: «tú puedes hacer lo que te plazca»; así transforma en vulgar la más bella de las cosas de la que yo me ocupe. ¿Es erróneo suponerle el pensamiento al mudo? Si alguna vez le reprochaba su silencio, me respondía «tú ya me conoces», y claro que se conoce a una mujer a la que todo le molesta. Sus criterios, al ser secretos e indescifrables se han ido cargando mi frágil estómago, además de interminables tormentos para la cabeza, que cursan como depresiones, o con lo que ustedes ya saben. No puede decirse que me engañara, porque de novios ya mostró, por partes, su carácter: yo era un hiperactivo incansable, de esos que no hay corral que no pise, pero triunfaba en todo, y era un ser feliz al que sólo le faltaba alguien con quien compartir mis cosas; ella, lejos de arrimarse a estas, me las fue arrebatando una por una. Por ejemplo, que yo pintaba con gracia en la Escuela de Bellas Artes, pues al llegar a la casa de sus padres (es de esas personas que, sospechosamente, sólo adoran a su familia), estiramiento de cuello; que formaba parte de la secretaría de mi partido con gran entusiasmo, supresión del sexo; que corría maratones aplaudido por conocidos y extraños, al tiempo que me agasajaba a mí mismo, pues, «Ángel, querido, este mes no hablo»; que mis escasas amistades se apoderaban de una partícula de mi tiempo (y eso que soy hombre de pocos amigos...), pues fingía enfermedad y a la mierda (con perdón). Siempre estaba enferma, y nunca se le escurría un gesto de hospitalidad. Y cuando hubimos de decidir (matrimoniados ya), a qué familia nos arrimábamos, me hizo odiar a la mía, al urdir estudiadas astucias muy efectivas. Su familia no era mejor, «pero son
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mis cabrones», decía ella, y en ese asunto no existía democracia alguna, ni negociación. Ella sí fue libre: estudió, viajó, tuvo otros hombres, hizo crucigramas... ¡eso sí estaba bien!, miles de crucigramas estúpidos, mientras yo, en nuestra íntima salita gemía contando los días. Hizo de su vida un antojo, al tiempo que mis oídos se desesperaban con el recalco que antedije: «tú puedes hacer lo que te plazca». A lo que más miedo he llegado a tener, y ocurrió a cada poco, fue a las vacaciones que se tomaba: instauraba quince festividades seguidas, a capricho, y me esclavizaba, porque yo debía alimentarla en la cama, arroparla, llenarla de antojos, ponerle la televisión y cambiar el canal, no rozar su cuerpo, no mediar palabra... y para todo esto debía pedir permiso en el trabajo, lo que ha ido destruyendo mi posibilidad de ascender, amén de darle un tono mate a mi ya poco holgada dignidad, sin hablar del agotamiento que me ocasionaban estas autocráticas vacaciones. Es menester citar que hubo también momentos de amor (escasos en cantidad, calidad y reciprocidad, es cierto), pero yo aferré mi vida a ellos, y buscaba sus manos, con las que ella me daba, furibundamente, un manotazo, y que yo agradecía dependiendo de su energía. Algunas veces, por detrás, sollozando yo por la mediocridad, almibaraba ella su gesto y con sonrisa mate, ponía su mano en mi hombro, «pobre Ángel, qué mala soy, pero si quieres lo tomas y si no...». Y yo me enamoraba de muestra tan esquemática: tal como el niño que de su plato busca lo más selecto, y al no averiguar dónde reside la morcilla, anticipa todo su sabor en el único garbanzo negro, que olímpico nada por el caldo. Y sus frases... todas dirigidas, cual pinchos, contra mi dignidad, cada vez menos frondosa: «tú puedes hacer lo que te plazca», «quien quiera peces que arrastre sus cadenas», «¡ay, Ángel-Inri!, ¿quieres sexo?: sírvete tú mismo con la mano», «Ángel, amor mío, cuánta inteligencia autodidacta malograda en descifrar el diccionario que esconde mi entrepierna», «pide lo que quieras que yo me abstengo»... frases epitafio flotando en mi sagrado dormitorio, frases de un clasicismo castellano que han horadado mi amor, y este, desarmado, ha permitido a la sumisión servirse un festín privado. ¿Y qué me queda?... he aquí lo insólito: mi biología podría soportar cien años más esta alucinada manera de dominación, a costa de mi inteligencia, quien misionada en ser más, se condenó a ser menos. Pero la quiero. ¡La quiero tanto...! de modo tan principal, tan lunático, fascinado en comprender los secretos que su astucia me niega, que
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por mi inteligencia arrestada en lo intuido y jamás por ella enseñado, doy mi vida por expirada». Así habló este corazón otoñal, y así quedaron de boquiabiertos los presentes... hay que reconocer que la tal señora tenía arrestos. Una vez que Ángel hubo expectorado dicho conjunto de íntimas flemas, se sintieron obligados los profesionales a curar la singular dolencia. La psicología, que pertenece a la cofradía de los ganadores, en su apostar sobre seguro, otorga la razón al cliente, en un ritual minuciosamente estudiado. La llave de la cerradura acababa de ser aireada por el ingenuo Ángel, al significarse tan contundente en el amor por su bruja pirula: el último párrafo, «la quiero tanto... doy mi vida por expirada», dejaba de par en par la puerta a la sanación total; el psicólogo, presto a encontrar el flotadero, listo en asegurar su lucrativa venta, zarandea más que menea a la perdiz girando siempre en círculo, y con mimo, arropa ese tesoro maduro para el saqueo postrero, como se despluma un inmenso pavo cuyas múltiples plumas retrasan el placer de un buen asado. «No toquéis el amor de ese corazón infestado», gritaba para su estómago el inteligentísimo olfato canino de Don Ramón: «terapia exitosa si no damos ni un solo golpe a ese espinazo», se decía astuto y ruin. Es esa vista aguda de ave de caza y garras nocturnas, la que llena las consultas de esta disciplina, que quiso ser ciencia y sólo es una mantenida: sí, mantenida por la estadística más conveniente, la contabilidad más exhaustiva y por su nacimiento, que al ser tardío, bebió en las apestosas fuentes del liberal mercado; nunca una crítica... siempre de la mano del mejor candidato; sudorosa audaz y cauta, al mismo tiempo y viceversa. Y como la felicidad cotiza al alza más que la dignidad, no obtuvo el desgraciado Ángel el consejo que hubiera sido más humano: montar a la bruja en su escoba y encender la mecha; porque aspirando a digno, en demostración de calzonazos persistente, no contemplaba felicidad ninguna sin los manotazos de la rubia. —Nadie duda del amor que ustedes dos se profesan —rompió el hielo Veletas con este golpe sencillo, pero astuto; aparentemente no era más que el argumento de un Marujón televidente con ensanchadas creederas, pero el mundo, en su rodar, ha ido perdiendo su esperanza por listezas como esta, presumidamente inocentes. Y siguió el conspirador Veletas: —Sufren ustedes un sencillo problema de comunicación. ¿Acaso no padece igualmente su mujer? Ella es un tanto más fría a la hora
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de expresar sus sentimientos. ¿Pero no ha demostrado su amor con el incuestionable dato de estar a su lado más de veinte años? Hablar más, trabajar menos, eliminar la tensión de lo cotidiano y el hastío que provoca, ceder hoy para tener razón mañana, aflojar con inteligencia, divertirse y volver a tragar... a enamorarse: el amor ¡come a diario!. Sobre todo divertirse, porque son cuatro días... —Yo aún diría más —apoyó Don Ramón tan audaces tesis—, vivimos todos en parcelas de dominación. —¿Ah sí?... ¿es esto natural? —preguntó la sustancia cefalópoda de Sazonado Corazón. —No. Nada de natural le queda al humano desde que un día bajó del árbol —agregó el maestrillo que llevaba dentro Don Ramón. Y continuó—: societario es nuestro ser, por lo que goza de algunas ventajas, pero, pa-gan-do-tam-bién-sus-pe-que-ñas-in-co-mo-di-da-des —golpeábale a cada sílaba con su índice levantado y ñoño. Y siguió aconsejándole tras el quitasol del profesional sano—: el mundo no se extiende sin hacerse a la vez más complejo, y es difícil de concebir su funcionamiento sin reglas trenzadas en todos los ámbitos, sin atender a un montón de respetos y autoridades, que a veces, ni recordamos cuándo se colocaron por encima de nuestra libertad. Y la paradoja es que son esas mismas fidelidades, tan molestas, las que crean nuestro libre albedrío, no sin antes echar algo sólido en el cocido. Yo mismo, tengo por encima montones de funcionarios que ni conozco, que ni entiendo con claridad sus directrices, pero con los que debo negociar mis intereses para que prevalezcan; ceder primero para sacar después, obedecer para luego poder estar aquí atendiendo esta necesidad que la sociedad requiere. Es una lucha constante. Y en mi casa... —apuntó Don Ramón, empleando el truco de poner su cabeza unos segundos al lado de la víctima, en el mismo decapitadero—, pues como usted: treinta años con mi señora, que tiene un carácter que ni le cuento, que me incita a revisar, cada día, la validez de mi elección. Pero el amor vence, y abro mis brazos cada noche y grito: «¡Chata!». Así quedó unos segundos con los brazos abiertos, como esperando los aplausos. Luego se sentó y calló. A veces, como se ve, puede venir el enemigo público disfrazado de verdades a medias, las cuales sólo pueden ser falsas. El demonio legendario, quien se desgasta porque el mundo siga siempre igual, ya
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desestimó sus clásicos ardides que prometían nauseabundas experiencias en un subterráneo, o abrasadores fuegos eternos... ahora prefiere cumplir su reto con artificios como este tan verídico que narro, menos espectaculares, sí, pero más seguros. Por supuesto que siempre seremos menos de lo que podríamos ser, al tropezar con el permanente violentamiento de la autoridad, y que somos cofrades de colectivos que no hemos fundado, los cuales imponen las mismas reglas que hoy nos liberan y mañana nos condenan; hasta aquí podría yo estar de acuerdo con la verdad a medias de Don Ramón. Su diabólico plan es omitir la otra parte de la verdad, a saber, que no ha nacido regla alguna con más valía que nuestra sagrada dignidad: que no es lo mismo bostezar ante un desfile, que escupir al paso de los confortados militares, ni que cruzar sonriente la barrera, y paraguas al hombro cual fusil, imitar su marcial paso. Clara, sin levantarse de la silla, se ausentaba de la sala constantemente: dejaba que la imaginación abriese sus alas, o escuchaba a su recién estrenado corazón indagar otras verdades. Se avergonzaba de pertenecer a ortodoxia tan febril. Le ascendía por la garganta, sin poder evitarlo, el grito bélico de Ruta: «¡lacayosis... lacayosis!», y se le hacía agrio en la boca. «Si para comer tengo que diagnosticar una invisible enfermedad, viva el hambre», se decía. Ya no veía a Sazonado Corazón como al paciente con piedras en el riñón, o como el que se duele de una inflamación; era un lacayo repleto de mansedumbre, que habitaba su propio arrastradero, y ella no podría ocultarlo por obedecer a su novel dignidad, cuando Don Ramón le preguntase su opinión: qué difícil se hace vivir si los garbanzos del manido argumento, nos retiran la excusa que durante años nos han prestado, para seguir siendo unos cagones, para seguir hospedados en la holgante colonia de los colaboradores. Don Ramón continuó recetando un poco más de bromuro para la mente, y además, sobando la metáfora menos luminosa de este mundo, que para mayor delito, al no haber visto un barco en su vida que no fuera desde una orilla, se le negaban los conceptos y escupía barbaridades, sin que ni una gotita de vergüenza por la frente le sudase: «imagínese usted un barco en una tormentosa noche de pésima singladura, con el timonel al viento». Y el manso Sazonado Corazón prestó sus oídos a dichas alusiones; que si «izar anclas», que si «levar velas», que si «anotar en el cuaderno de la botavara». Don Ramón, que
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en su existencia de culo empolla-sillones, cuando veía el mar gritaba: «¡cuánta agua hay en la calle!». —Sufrimos la noche —continuó— para ser felices en la mañana. Hay que dejar el temporal a la deriva para disfrutar de la calma chicha. La vida es así, no podemos hacer lo que queremos. Tenemos que soportarnos. Media humanidad mortifica a la otra media, y luego se relevan... ¿es que usted es un santísimo?, ¿es que nunca le ha pegado a su mujer? —Bueno... en una cafetería, una noche que discutíamos porque quería repetir vacaciones alegando que yo se las fastidié por hablarle la última noche, levanté la mano con ardimiento para que me atendiera un estúpido camarero, y allí mismo casi me mata. Yo fui un tanto impetuoso y no me lo perdonó nunca. —¿Lo ve?, ella le tuvo miedo. A lo mejor no se lo supo usted explicar, y ella, que es más débil que usted, se sigue vengando del miedo que aquel día pasara. —¡Pero, si hace veinte años! —Amigo mío, la memoria de una mujer es el doble que la de un elefante, qué digo el doble, diez veces más. Los científicos lo han comprobado con elefantas. ¡No le digo más! Y en el tema laboral, ¿no la ha protegido usted demasiado?, o por comodidad suya, ¿no ha preferido que permaneciera en casa para calentar su hogar? —No. Yo siempre quise que trabajara; pero no se presentó a ningún trabajo porque todas las ocupaciones le parecen vejatorias. Hace años que no pronuncia palabra que empiece por «T», por si acaso. Aunque es verdad que... —¿Lo vuelve a ver? —No, no, yo quería decir que ella valdría para funcionaria de prisiones. —Pero usted no la ayudó a ello. ¿Y el sexo, tema tan principal? Los hombres no nos esforzamos en conocer la libido de una mujer: sus necesidades selectivas, sus caprichos, sus adornos sin los cuales no... sus hormonas tan distintas, en definitiva. ¿Se ha ocupado usted de eso? —Pues no... pues sí... pues no. Ella no es en este tema una mujer normal: cuando pasan unos pantalones desconocidos por la calle, se abraza a ellos. —Algo ofendería su sensibilidad en el candor de la cama... algún dolor tuvo que hacerle usted.
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—Bueno... hace diez años, una vez... —¿Lo ve? Me temo que la comunicación está averiada en-su-te-rrito-rio —de nuevo manejaba Don Ramón su dedo ñoño en paternalista deletreo—, y vamos a trabajar con ahínco para restablecerla. El psicólogo daba así el primer tijeretazo al traje que iba a confeccionar (siempre a su justa hechura). Para eso era el jefe de los terapeutas, la mano que cura, las narices más competentes si de olfatear axila problemática se trataba. Se había producido un silencio de conformidad que le engordaba mientras oía los aplausos que daba su conciencia eufórica: «para sanar a la chusma has nacido», «eres el líder sin discrepancia», «apóstol de la psicología, que engendra advenedizos beatos para la causa». El Hombre de Oro asentía con la testa a la exactitud del gordo; Sazonado Corazón decía «será así» con los hombros; el Hombre Adivina Qué ejercía su despótico silencio moviendo sus ojillos de gusano de seda; Veletas aplaudía hasta con las orejas lo que lanzó al aire toda su caspa; a la Mujer Fantástica (a la que le habían aflojado un tanto las correas) le dieron un ansiolítico para que cesasen los temblores a los que se apuntó en histeria colectiva; y Clara, la espiritual Clara, como un poeta que se chifla ante un puñado de politicuchos, resolvió arrinconarse un poco más, enguantándose en su silla más allá de esa locura. —Clara, querida, aunque eres mi discípula, hace tiempo que me has adelantado —comenzaba así a indagar Don Ramón, con mucho tiento—, y de seguro que podrás aderezar más mis conclusiones. Clara es una estudiante incansable, con un currículum repleto de merecimientos, ¿saben? —y miró a los presentes, incluyendo a la «máquina de romper pelotas», al más cochambroso de los corazones, nuestro querido y cojo jorobado de espíritu y cuerpo—. Y si opinas de otra manera, aquí nos encontramos para mejorarnos aprendiendo, para solucionar problemas, en esta habitación donde reina la igualdad. Aquí no hay dirigentes. Clara se había representado toda la tarde tres puertas, y en cada uno de los cuartos que estas custodiaban divisaba una mesa con su potaje respectivo: la puerta uno decía «potaje de garbanzos y demás legumbres», pero ella ya no se veía capaz de mentir por un plato de tan flatulento alimento; la puerta dos decía «potaje de incertidumbre», que olía a mentira a medias, a mano izquierda, a efluvios de político más o
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menos practicante, quien en su ambición quiere conservar el estómago contento y salvar su honor cínico, ambas cosas al tiempo; y en la tercera puerta (la entrada de los escasos valientes), se leía, «cocido a las finas hierbas de Ruta y mierda para el que no lo coma», y de esa pota iban a abstenerse los que fingen, los lánguidos, los que intercambiaron la reflexión por la astucia, los que al éxito propensionados reconocen mal la miseria de sus vidas, los que doblan y redoblan (sospechosamente fácil), el occipucio. Clara giró, de los tres, este último pomo y entró en el coto del jefecillo, con la yugular al viento, cual venado al puesto. —Todo lo que ha dicho Don Ramón es verdadero y cumple ciertamente con el reglamento al que por ser psicólogos nos doblegamos. Nuestros profesionales ojos fueron adiestrados para serenar y custodiar los intereses de nuestros ganapanes clientes, porque como es sabido, en toda transacción económica dirigida al éxito, el cliente siempre tiene razón. Nuestros profesionales sentidos todos (como ocurre en la confesión), no deben romper el blindaje que recubre las creencias del «enfermo». Nuestro virtuosismo consiste en ser corporativistas del paciente, y asistirle con sus propias medicinas. Pero yo que siempre me vi anexionada a esta acogedora jurisprudencia, ahora he perdido la fe. Clara se detuvo unos segundos para respirar. Los cuatro quemados sintieron como si alguien hubiese encendido la mecha de una gran bola negra retardada. Veletas miró el techo de la habitación silbando. Don Ramón vislumbró por primera vez la sospecha sembrada por Veletas, y resopló con disimulo, porque se encontraban en «la habitación donde reina la igualdad», y pospuso la discusión para otro momento más privado. Cual director de orquesta, suave y democrático, dio la entrada al siguiente solo de Clara con un imperceptible cabezazo. —Sí, mi fe ya no es ni la sombra de lo que era. He pertenecido, para mi deshonor, a la plaga de los rebuznantes. Yo he convertido en enfermedades simples chismes y debilidades, y me he disfrazado de sanadora, y con mi maravilloso método he introducido en el riñón la piedra que yo misma, más tarde, debía reducir, he herido el órgano con el veneno del que yo tenía el antídoto. Todo ello custodiando la felicidad del paciente, una felicidad convenida con mis maestros, una felicidad igual al mínimo común de los humanos. He castigado la audacia, me he apoderado de lo psicosomático, y mi maña lo ha elevado a la categoría de incurable. Somos los magnates de los espíritus
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blandos, aunque, para mi descargo, también he ayudado, puntualmente, a personas que habían sufrido una muerte, una tragedia o un trauma despedazador. He cobrado dinero por escuchar a un desgraciado organizar su nueva fuerza para vivir. He cobrado sin tener don para la sanación, y esos pobres desgraciados corrían la voz de nuestro sanador don con publicitarios chillidos, cuando encontraban la razón para seguir respirando, agujero por el que llegaría la sanación y que nosotros apuntábamos con el dedo, cual dioses que vigilan el único respiradero. En contrapartida he recuperado el tesoro de mi juventud, aquello por lo que estudié Psicología y que me fueron arrancando a golpes estadísticos y psicométricos: esta mina era el conocimiento menos espectacular y más modesto de lo humano, lo que yo llamaba la política privada, la ancestral manera que tuvo siempre el hombre de analizarse, cuando aún no estaba poseído por un fantoche tan inventado como inconsciente, que pese a ser invisible y remilgado asesinó a la voluntad: unas orejas de burro tomaron el mando. El hombre no necesitaba un cobarde reo que no aparece el día del ahorcamiento... sí... ya sé, tantas décadas de amaneramiento espiritual, de echar la culpa a otro, y de prácticas de brujería psicológica convierten mis palabras en licencioso romanticismo, pero demos una oportunidad a la reflexión y a nuestras anteriores agudezas. No hace mucho, la dignidad producía un vibrar lozano muy semejante a la felicidad que ahora buscamos. En su apogeo, volvió a respirar y continuó: —Hemos escuchado con interés el relato de Ángel Torrado, e impresiona su dialéctica correosa, su borrachera de amabilidades y buenas intenciones: ¿qué tiene la bruja?, ¿qué eminencias posee para que usted la quiera más de veinte años? —y miró la boca abierta del estupefacto y hechizado Sazonado Corazón. —Está usted llamando bruja a mi mujer —protestó desafiante Ángel el calzonazos. —¿Cómo se imagina que son las brujas?... yo no digo que sea ella quien dirige el aquelarre, pero sí parece una importante delegada, una socia fundadora. Y Clara acercaba más su mano al fuego, se le iba calentando la boca, se embravecía, perdía el horror al vacío, eliminaba la tensión acopiada los últimos días. Luego, a todos referida, agregó más de lo mismo: —La mujer de este hombrecillo obedece a la lógica clásica de la dominación: transfiguró perversamente la esencia de Ángel: de ser
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humano lo hizo cosa; Ángel es una silla, un aparador, una propiedad que obedece quieta en su sitio regalando su ser. Pero nosotros los psicólogos no somos mejores; también hacemos eso, anulamos la reflexión de los sufridores al poner nombre a sus dolencias: «es usted un psicótico y no se esfuerce en clasificarse de otra manera», sentenciamos, o «padece usted un complejo de Edipo, como una catedral de grande». Dominamos el medio porque es nuestro, porque nosotros inventamos dicha sed, porque quisimos ser dioses, y estos no dejan que los hombrecillos se emancipen del todo, lo que desarmaría el tinglado; por eso no podemos permitir que cese la angustia de los enfermamientos, angustia que vela por nosotros, tan próspera. Clara se levantó acalorada y se hizo con el auditorio que reaccionó como masa, a excepción de sus dos enemigos, quienes olfateaban el peligro de un motín. Como el guerrero vengador que supera las primeras embestidas, despercudiendo así su antigua valentía, llenó sus pulmones de todo el aire libre de la sala, e improvisando arrancó de nuevo. —Es verdad... se suele argüir que esto es inevitable, y que lo mismo ocurre en el mercado libre que clava el diente en nuestro destino, con la artimaña de ser difícil de rebatir. Pues sí, también el tendero ejerce el mismo ademán despótico de la dominación en la transacción a la que nos fuerza, pero en una cosa se separa del retesador de mentes: el tendero (cualquier mercader que nos violente), se alegra del medrar de su avaricia por cada patata despachada; en cambio, nosotros los psicólogos retenemos la curación, al no infiltrar noción alguna en el sufrido paciente, no tanto por decoro como por astucia. La víctima verá cómo le sobrepasa la comprensión de su problema, cada vez más difícil de cubicar, cada vez más enquistado el mal, por nosotros los trigonometristas de la mente. ¿Y qué hemos hecho con la personalidad?... la hemos arrinconado al olvidar nuestros orígenes de melenudos bípedos: quisimos ser humanistas pero cagando en sus pautas, como demuestra nuestra progresiva distancia del individuo particular, del humano más pequeño, dinamo que sin pompa produce ideas valientes, por lo que atesora toda la riqueza; y maquinamos, a sabiendas, el equívoco entre humanidad y aborregamiento, conceptos que hermanamos con nuestro adobador engreimiento. Nuestro humanismo invertebrado consiste en un homenaje al más vulgar de los humanos, cual anatomía forense del peor ejemplar extraída, anatomía dibujada con nuestras garras de sangre chorreada, vertida por los que
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tenían fácil cura, y que no se fueron ilesos, al obligarles a que a dicha anatomía se ciñesen. Y así matamos a la incomodísima diversidad, y le retiramos la ansiedad al ansioso, pero expulsando de su casa todo deseo, como si para eliminar los destellos, fuese lo propicio apretar los párpados, cual cree el memo que es un gigante quien descuelga las estrellas al amanecer, cuando es el Sol quien tapa al firmamento con su velo; y al neurótico, que atiende por igual a dos enemistadas conciencias, le prescindimos de la más heroica, igualándose así con el apogeo populachero de la mayoría. Nuestra ventaja y poderío consiste en comprenderlo todo y recetar prudencia; luego, nuestra elocuencia encierra al doliente, ataviado ya con la vestimenta del menos brillante de los humanos, en una cajita exactamente igual a todas, con un lazo. Sí, queríamos ser humanistas, pero el hombre que vio la primera luz desde el interior de una vagina, que tiene apellidos y una esperanza, nos importa lo que a un paramecio la inflación de los turcos. —Pero entonces... ¿qué hago yo con mi señora? —demandó el Sazonado Corazón viendo peligrar su cura. Cumplida la hazaña y sin contestarle, pero sin despreciarle, cogió Clara la puerta y se fue al baño. Y se lavó, y su cara parecía atravesada por cientos de enanitos con botas embarradas, y le habló a su propio reflejo en el espejo, a salto de mata (como se habla en soledad), admirada de sí, pero sin arrogancia: «¡santo cielo!, ¡por Veletas! qué cara tengo, he debido sufrir mucho para hablar así... mírate, ¡qué ufana!, estarás contenta... mira cómo se alejan los aromas del potaje... ¿ahora qué?, a vender pañuelitos en los semáforos... qué soledad... no tengo a nadie a quien contarlo, no tengo familia, sin contar a mi maldita hermana, a quien no veo desde hace años; y al único hombre que quise lo mandé a hacer puñetas... ahora a casita sola, a dormirme sola... nada importa, lo peor es la soledad, esta soledad que me está volviendo loca». El ser apocado de Clara comenzaba a morir para dejar un hueco a su adquirida ira, (una fuerza nueva), más meritoria si cabe por aparecer en solitario, en el menos sugerente de los sentires, sin tener en cuenta a la campeona de todas las estadas, la muerte: la rigidez máxima que anula a todo respirante, ya sea sabio o mezquino. Cuando se disponía a volver a la terapia, para cosechar lo sementado, entró en el baño una preciosa muchacha con una bata de hospital, de las que muestran humilladas bragas por detrás.
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—Señorita Clara, ¡cuánto tiempo...! —¿Inés Porcelanas? —Aún recuerda el mote que usted me puso... —Cariño, eras tan frágil. ¿Pero qué haces aquí? Hace dos años que te di el alta. Habías sufrido alguna lipotimia y temores a los estancos, nada más. —Pues recaí y primeramente me trató un profesional cojo, ¿lo conoce? Ahora participo en dos terapias de grupo, otra para mí sola y llevo un estricto tratamiento psiquiátrico. Pero soy muy feliz, no saldría de aquí por nada; por fin me estoy conociendo a mí misma. Estoy aprendiendo el mundo en mi cabeza para luego salir a él... ¡me estoy haciendo mala!... era tan sensible yo, y lloraba por nada. —Reflexionar el mundo no es vivirlo. Inés escapa de aquí cuanto antes. Huye. Nadie sabe más que tú de tu vida, no dejes que toque tu cerebro ningún miserable. Escapa... yo misma estaba a merced de esta fascinación —y desconsolada Clara salió corriendo por el pasillo hacia la sala de curas. Nunca tales baldosas dibujadas en linóleo sintieron la fiereza de unos pasos, «¡por Veletas, que yo mato a un cojo!». Y a riesgo de aborto, aceleró la zancada y abrió la puerta donde estaban sus quemados. No se sabe cuándo la masa, gozosa de ser manipulada, va a despojarse de su afición por agremiarse; es un misterio, pero había estallado la revolución: Sazonado Corazón ya no era Ángel y se disponía a abofetear a Veletas, «¡cómo que la señorita Clara está muy enferma!, eres un minusválido cagón», le chillaba amenazante al doctor; el Hombre de Oro tiraba papeles, mocos, sillas y todo lo que encontraba, a la cabeza de Don Ramón, el cual se cobijaba detrás de la chepa de Veletas, y no era un lugar seguro; la Mujer Fantástica estaba a punto de romper las correas y bailaba en su silla escupiendo espuma por la boca, y suplicaba a gritos, «¡dejadme hacer punto un rato o mato a alguien!»; el Hombre Adivina Qué se arrodillaba ante la estupefacta Clara, y en tartajoso dialecto de mamón con pañal, berreaba: «¡ua... ua... ua... Clara... eres buena, no quiero que me absorban la personalidad!». *** Lo que pasó después, lo iré relatando más adelante, pero demos un respiro a Clara, que después de la revuelta se encuentra en su hogar, al intento del olvido, pero su imaginación se lo niega, no es capaz de
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desechar, entre sueños, una imagen cósmica: en el mundo del vacío y los planetas, su nómina querida se aleja a la velocidad de la luz, como sorteando cometas, agujeros negros y estrellas, que tienen ojos, nariz y una boca sonriente, pintorreada de grosero carmín. En su sillón ahormado a su buen tipo y a sus pequeños depósitos de grasa, más despierta que dormida, por mucho que su mirada frunce a la búsqueda de la penumbra, avasallada por exceso de imaginación, le ve la cara verde masa al taxista, ve hasta los granos en el juvenil rostro de Inés Porcelanas, expuesto su quebradizo cuerpo a los desmanes de los terapeutas en la residencia, cual niño que goza del peligro en un parque de atracciones criminal; incluso, le ve la cara a Don Ramón en medio de la crisis por ella provocada, a la esquiva este de objetos voladores en la habitación número diez del exorcista. Clara le pide al sueño que venga a llevarse este miércoles excesivo. Estirar sus hinchadas piernas en alto, restablecer la circulación ordinaria de los glóbulos de colorines y demás, no conectar la televisión ni distracción alguna, no abrir el periódico porque catástrofe por catástrofe se queda con la más familiar, con la suya; pedirle al libro de Ruta que se lea solo para no aguantar su peso. «Matemos a la bruja de nuestro amigo Ángel», recuerda el grito horrísono de los quemados al unísono, embrollado en su memoria. La calma se interna poco a poco en ella, y su hogar en refugio transformado la beneficia con un apaciguamiento transitorio, con el abandono momentáneo del ofuscamiento de su existencia: ineludible es nuestra vida, cual íntimo atañedero. Feliz en su desamparo abre el libro. *** En los aledaños, junto al puente, pelé un avellano para construir una cachiporra, y atravesé los primeros chozos antes de girar a la plaza, y vi la veleta con su inscripción que custodiaba la cabaña del Espíritu Desvelador...
Como hace el mocoso mentalmente con su tabla de multiplicar, se dijo Clara: «veleta... cojo... nómina en vuelo intergaláctico, olvidar y olvidar... ¡ah!, la princesa Ruta va a cargarse al que encomendara tan inútil misión, y que hizo de piedra al querido Amadis». Y se ensimismó en el sillón de reparar fantasías.
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El odio acumulado cumplió años por su cuenta: un lustro envejecí por cada día desde que Amadis se transformó en piedra. En mi viaje a la montaña honré a mi pubertad, me enamoré, ejercí todo el amor de una vida, enviudé y se secaron mis encantos. Ya no podría echar fuera al odio bebido en grandes tomas. Portaba caliente la porra en una mano, aderezada con todos los pinchos que había encontrado, y en la otra, mi daga venenosa por la sangre del pordiosero lagartija (veinte enfermedades muy mortales trasmite la sangre de un lagartija; treinta si habita las montañas). Todos los Talentos me esperaban en la puerta, detrás de diez mercenarios y cuarenta bandidos, rameras que habían cobrado anticipo por custodiar el cuello del Espíritu Desvelador, el más caro de los pescuezos que allí respiraban. —Valiosísima Ruta —comenzó el portavoz de la armada comitiva, mi querido Talento de Odio y Emancipación—: has conseguido el mejor de todos los currículos que durante siglos tengamos archivados. Ahora te resta la charla con el mayor Talento, una pregunta que a seguro contestarás con brillante palabrería, y a recoger tu título con el gran libro de El relato total; te hemos analizado psicológicamente y no existe odio más tremendo que el tuyo, pero no podemos permitir que dañes a nuestro anciano Talento. Vete con nuestra bendición y emplea tu fuerza contra los viriles pechos de los tiranos. —De currículos acostumbra mi culo a limpiar su orificio —dije amenazante refiriéndome al portavoz y descubrí una teta, treta que distrajese a los asalariados más imbéciles, y continué—: no es más suave un currículum que la piedra de regodón que el río pule, y que al culo del pobre, pintiparadamente, limpia y seca. Que de todos los Talentos eres para mí el más querido, pero no te ordenes en la fila el primero si no quieres lamer el veneno de mi daga. Y que me tenéis analizada con psicología, pues mal hicisteis en inculcarme que era ciencia de noveno orden, y que patrocinarla o refutarla es más de memos que hacer un crucilogos. Cual individua suave y democrática, por mucha irritación que llevo, prometo no matar a vuestra Eminencia nada más entrar; le dejaré toda la noche para que componga sus excusas, que me desconcierten o me solivianten todavía más. Mi odio, como buen odio, en nada se asemeja a la chulería, no es más osado mi odio que mi justiciazgo. Dejadme entrar, por favor. Todos avanzaron un paso inflando pecho como pollos sin castrar, y ordené a mi corazón que se nutriera de vil ánimo, y soplé al viento un reto.
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—¿Quién es el más fornido y valiente asalariado? Y un machote que en ningún momento se dejó estorbar por mi buena teta de jovencísima viuda, levantó el brazo con arresto. Como una gacela salté sin darle tiempo a bajarlo y crucé la arrogancia de su cara con mi porra rectificada de pinchos, y acallé sus gritos metiéndole mi aireado pecho en su boca; agarré sus pelos, tiré la porra ensangrentada y coloqué mi daga en su garganta, mientras todo él hedía a urea: «¿tiene hijos?», pregunté mientras miraba su buen porte venido a menos. —Sí, y no te atreverás —dijo la voz subalterna del portavoz. Yo sentía el aliento del bravucón en mi teta, en forma de oración desesperada, cual mariposa agitada que bisbisea con sus alas antes de fugársele los polvos por los que vuela. —Escaso ha sido el estudio psicológico sobre mis entendederas y los instintos que las detentan: se divide a los hombres en dos, los que nunca pueden y los que pueden siempre. Yo me dejaría matar por una ofensa más diminuta que la que aquí nos congrega —y mirando los aterrados ojillos del machote, continué—: si te mato tus hijos pensarán que fuiste héroe; si vives, ¿les enseñarás que nunca alquilen su daga al que les prometa un puchero? Y sentí en mi pecho su arrepentimiento. Le herí a medias con un tajo aparatoso en sangre, pero suturable por cualquier vieja docta en venenos, y se abalanzó a mis pies encharcándolos de lágrimas y plasma. Les expliqué sin ambigüedad que se había terminado la amnistía y que recibiría herida completa el siguiente, que yo no estaba allí para asegurarme las lentejas, sino para que mi inteligencia no perdiese el honor: «está el mundo a rebosar de sabios con el culo reventado de tanta transigencia» , «que la inteligencia es enemiga de la gula», y etcétera les dije. Los mercenarios retrocedían más por miedo que por la brillantez de mis axiomas, y los Talentos levantaron el asedio, tanto por la imposibilidad de refutar tamaña epistemología, como por el temblor íntimo de sus vísceras, que también se olía. El Espíritu Desvelador, que pese a todo, gozaba de razón magnífica, además del valor de un guerrero, salió de su guarida para apaciguar ánimos: «dejad que Ruta entre y marchaos: cumplirá su promesa de escuchar lo que me exculpe, si lo hubiere. No quiero un combate en la Aldea de la Razón», explicó. Y yo le contesté que no empuñaría mi daga sin avisarle. En su austera vivienda sequé mis sudores sanguinolentos, adecenté con mis dedos mis cabellos, alejé de mí la daga para justificar mi tem-
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planza, y cubrí mi fresca teta de señuelo. Nuestra conversación duró la noche y me apaciguó por lo que ahora, de manera más concisa, contaré. La princesa Ruta hizo el ademán de entristecerse un poco, y durante un segundo se metió en sí misma. Abrió los párpados de su alma y volvió a salir, a continuar el relato, siempre desde su memoria rapada: Primeramente hizo el chocho un sumarísimo detalle de las excelencias de mi currículum y yo le repetí lo que a los otros al respecto de tal. Luego pasó a la última pregunta que yo debía contestar. —Sabes que vivimos el segundo ciclo de la humanidad, cuando la democracia hubo de retroceder porque algunos individuos se habían embolsado excesivo poder. Nuestra actual sociedad tiránica (como cualquier sociedad entre hombres, sea contratada por el diálogo o por su contrario, la espada), es más grande que la suma de los individuos que la habitan, porque lo social esconde la mayor parte de su poder bajo el agua, cual iceberg. El individuo desapareció cuando aún disfrutábamos la democracia, en el mismo momento que más individualismo nos permitíamos (embadurnó la cultura que le liberó en una borrachera de ocio y crucilogos). Hoy ya no hay individuos, sino vasallos y tiranos, y de la libertad nos queda su recuerdo. Para recuperar la libertad es preciso edificar una nueva sociedad, pues no es posible el Libre Albedrío en soliloquio (hacer lo que uno quiere en una isla desierta no es libertad, sino instinto de conservación), y que tampoco, como dijera el erudito más fabuloso, ningún hombre más sabihondo será que la sociedad que lo ha amamantado. Va la preguntísima, que sólo dos o tres mentes, que tenga yo oído, resolvieran: ¿contra quién hay que luchar, contra la sociedad tiránica, o contra el ser individual, ya sea tirano o vasallo? El primero, obsesionado en llenar su vientre y sus arcas, y el vasallo, porque acepta esta costumbre, y sólo se concentra en tragarse ávido sus lentejas, por si alguien viene a buscárselas antes de atravesar el gaznate. ¿Contra el absolutismo social, o contra el individualismo total? Tienes dos horas para contestar. —Querido anciano, Ruta la princesa no necesita dos horas para aclarar el silogismo que planteas, a sabiendas de que todo él es una chorreadura del populachero saber, cual vocerío de errores semánticos. Todas las conciencias participan de todo —le expliqué yo a la chochez—, cual contiene el agua todo su espumador deseo de oleaje, por si en lances rompe: el lacayo, más o menos desheredado, podría ser tirano,
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y el tirano de cuna podría ser lacayo, pues ambos se atiborran de los mismos vocablos. Tú das a entender que sólo existen dos formas de pensamiento al respecto: o la culpa la tiene la sociedad, o es responsable el individuo. Las dos pintiparo yo, en cuanto que ambas son falsas, porque sociedad e individuo proyectan la misma sombra: lo que hace la una modifica al otro y viceversa, como de averiguación imposible es dónde acaba el fuego y comienza el humo, el calor, la llama... sólo «lo humano» rompe en pedazos la paradoja: el humano, el buen humano, el ápice que se encuentra entre lo social y el individuo, será un bípedo que renunciará a su idoneidad de amontonar oro, indiferente a los gritos de su bajo vientre privado. El nuevo humano no conocerá la gula, aunque comerá para vivir, con la única obsesión de encontrarse el Reino de la Justicia y la Cultura. A este nacido invasor que te mento no le cabrán amilanamientos, ni vocablos exculpatorios, porque el potaje le peligre, porque no deberá enseñar su ejemplo a una sociedad maravillosa entre sueños intuida, sino a sí mismo, a su honor y a sus debilidades. Esa es la contestación correcta y para siempre, pues en nada la podrá corregir el tiempo. —¡Exacto! y cuántos sabios han necesitado una vida para descifrarlo —dijo estupefacto el anciano que yo iba a matar. —Falso, lo supieron desde siempre, pero agotaron primero sus intereses primarios en flagrante atraco, hasta que la vejez arrugó sus miembros: es fácil oír gritar al atiborrado «¡mañana no ceno!», pero ellos ya habían pasado su dedo rebañador por todas las ollas en correrías muy rentables. —Puede. Tu claridad abofetea mi mérito —y cogió un libro de entre los libros, forrado con la piel de un oso negro, con el temblor del condenado que vigila el sonsonete del tiempo que se agota, y concluyó con tono de oráculo—: aquí está el libro de El relato total que yo escribí, pero del que nada recuerdo. Cuentan que vi el mundo futuro y que tuve una noche para escribirlo antes de perder ese recuerdo para siempre, y ya no se ha permitido que nadie lo abra. ¿Qué crees que hay en él? El libro ya es tuyo igualmente, porque la pregunta, ¡que se las traía!, contestado has, con exactitud divina. Se hizo el momento de llorar y posé mi cabeza en el regazo del Talento y establecí dos horas de tregua a mi venganza. En ese momento se acababa mi educación y lloré una hora por Amadis (por el amor truncado que mustió toda mi alegría), y en la otra hora, anticipé todos
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los dolores a los que mi honor obligaría: latigazos, torturas, sinsabores, y lo peor, una incomprensión de las mayorías por mi lengua depredadora y autodidacta. El anciano me acarició todo el tiempo, menos cuando hubo de atender a su vapuleada próstata, y con sus blancas barbas recogió las lágrimas de ambos, y musitaba, «Ruta, bellísima, eres la mejor semilla de la tierra». Las lágrimas arrastraron nuestros dolores, cual balde de agua se lleva un escupitajo, y casi al alba, volvió el anciano a preguntarme por el libro. —Contéstame, hija mía, de qué habla nuestro libro sagrado. —Si en verdad es sagrado, nada tiene escrito, nada hay tan inasequible como el mundo futuro, ningún planeta se encuentra más lejano, y miente quien pesquise sobre ello. Anciano, ábrelo y dame la razón. Léeme la única frase que contiene la primera página, si es auténtico y no contiene burla: «nadie ha visto el mundo futuro, como nadie se ha encontrado con su alma allende la muerte; el mundo venidero será como nosotros lo hagamos. Princesa escribe tú en él un digno Relato». —¡Santo cielo! exactamente eso es lo que dice y en cien lenguas extrañas. Ruta, eres la mejor semilla de la tierra, y soy tu mayor beato, haz conmigo lo que quieras. Y presentó su cuello mendicante en espera del tajo, al tiempo que con su mano derecha me acercaba, sin mirarme, una nota escrita: la última esperanza de su cuello, y leí. «De Amadis a Ruta: te he amado desde que te conocí, en secreto. Has bendecido los dos momentos cardinales del hombre (el amor delicado con la pomposa pedagogía), y guardo ese regalo como un tesoro para la vida, en nada mojigato. Cuántos hombres viven en romería cien años sin amortizar el aire que paseó infinitamente por su tórax. Fui a la montaña sin engaño y si lees este testamento, concédele al anciano tu benevolencia, benevolencia que habita lugar mil veces más digno que la tolerancia rastrera. Él no será nunca nuestro enemigo: no desperdiciemos su sangre. Me llevo tu amor. Firma con plasma Amadis, único hijo de los nobles Calixto y Felicidad». Y así termina la primera historia de mi vida: con el cuello intacto del anciano, por respetar su mérito, no porque mi amado lo pidiera, quede claro, que la benevolencia cuece lo que la tolerancia pudre; que por esta última, a menudo, vence el pulso el mal enjuiciamiento y el delito. Yo salí de allí con la daga ansiosa, con mi libro, y con el título de «Retesadora de Mentes». Me llevé también el amor del malogrado
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Amadis y esa lucidez joven que yo presentaba: ambos saberes, amor y didáctica, fueron amargos y tuve una vida para lograr empatarlos. Podéis descansar un rato o dar un bocado a esas sobras.
Magníficos retumban ahora los ronquidos de la apaciguada Clara por tan bella historia. Una fuerza mágica ascendió la manta desde los pies hasta el cuello de la mujer que decidió pernoctar en su sillón, símbolo de lo provisional: una noche más sin sonar el timbre de su galán.
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capítulo vi La revolución de los quemados y La paz de Arcano El tiempo no es absoluto. No han conseguido aún los relojes medir el descontento; la exactitud con la que una esfera de reloj ordena su tic-tac, ni agota ni desmerece a la otra manera de medir: el corazón nuestro —o la morada de la sustancia gris... no se me ponga el científico lector susceptible—, calcula por su cuenta, y nos habla: «hasta aquí la desazón, hasta allí la melancolía», «deténgase la dormidera y a luchar». Qué lejos sentía Clara la muerte del Mudarra, aún no olvidada; pero dicha angustia, por la volada con su incorrecto aterrizaje, debía ceder su dramatismo y respetar el turno lógico de las cosas: ahora tocaba atender a su pisoteado presente. Promediando entre las nueve y las diez de la mañana, entre el sueño y las lágrimas, Clara se vestía de pálido, de un pálido amarillo que clausuraba el periodo enlutado de su anterior alma de lacaya, y sentada en la esquinita de su cama daba metafóricos cabezazos a la mala sombra del día anterior. No era arrepentimiento lo que mortificaba a la mujer preñada, pues había hecho aquello que debía, sino esa picazón de quien teme a su conciencia, la cual después de bien comida y acicalada, se ve tan enorme que vomita, y rasga sus vestiduras repetidas veces, no vaya a ser que. Clara aún no es valiente de por sí, sólo es una asociada de esa virtud (la cual maneja bien por la terquedad del novato), pero duda, como el verdugo que pregunta a los presentes cómo dar el tajo, para luego, indeciso, dejar caer su hacha con los ojos cerrados. Yo a su edad ya era una mujer verdadera. Sentada en la esquinita de su cama organiza Clarita este jueves. Que si «ya pasó lo más difícil», que «una mujer tan inteligente es valiosa para cualquier trabajo, si me echan», que «mi hijito merece una madre con arrestos». Pero los arrestos se tornaban en lloros al compás de suspiros, con la cara del jefe representada, sorteando trastos cual monigote de feria psicológica, y recordó el reto de la mujer más libre: «escaso ha sido el estudio psicológico sobre mis entendederas
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y los instintos que las detentan: se divide a los hombres en dos, los que nunca pueden y los que pueden siempre». Y como vale lo mismo para las mujeres, decidió una vez más dejar de enriquecerse mareando al inconsciente coyote, «si me echan», se repitió. Los asociados, en su razonar astuto y moderado, son propensos a no apagar todas las luces antes de vislumbrar un reflejo útil para la escapada. Pero ya es algo, por ahora. Así de ambigua comenzó a llenar su bolsa de equipaje (no crea el lector que se va de viaje), con ropa de color y con un montón de calientapiés, porque a las mujeres embarazadas les pasa eso, se les hinchan y enfrían. Pero la fuerza de la mañana intervino, utilizó su locuacidad para que Clara, sonrojada, advirtiera de nuevo que el mundo puede ser comido. Su estómago ya digería con éxito la bazofia saboreada; los ejercicios respiratorios que el pequeñín necesitaba para salir al mundo de forma satisfactoria, realizados; el equipaje en la puerta; hizo un ovillo con sus dudas y paseó su ansiedad por comenzar el día, a lo corto y cortísimo de su pasillito. Sobre el mueblecito del recibidor en forma de sala de espera donde nunca nadie esperó nada, el cuchillo curvo que compró en Marruecos en aquel viaje estúpido, y oyó: «le herí a medias con un tajo aparatoso en sangre, pero suturable por cualquier vieja...». En la entrada del comedor, colgado con cínico desinterés, su título de psicóloga daba cuenta del tipo de persona, tan galardonada, que allí habitaba, y volvió a inundarse su cabeza sin dueño: «yo salí de allí con la daga ansiosa, con mi libro, con el título de Retesadora de mentes, y con el amor del malogrado Amadis...». En la estantería de sus libros más preferidos y leídos quedaron sus ojos atrapados del más gordo, El mundo futuro y la utopía, y la revelación volvió a asediar su entereza: «nadie ha visto el mundo futuro, como nadie se ha encontrado con su alma allende la muerte; el mundo venidero será como nosotros lo hagamos... Ruta, bellísima, eres la mejor semilla de la tierra». Así, poco a poco la princesa fue poseyendo lo que era suyo, el interior de un alma que se depura: aduendó a Clara y la sentó en su sillón, y la forzó a que leyese, al menos, el principio del siguiente capítulo, «hasta que sonase el timbre», pensó ella.
La revolución de los quemados y La paz de Arcano
La paz de Arcano La princesa miraba la noche cerrada a través de los cristales del enorme cobertizo. Los adultos, mujeres y hombres de las doce familias daban un descanso a sus oídos, repletos todavía por los ecos de las explicaciones de la princesa. Unos seguían comiendo las carnes frías en salazón; otros, dedicados por entero a los licores, languidecían en dirección contraria a sus coloretes cada vez más pícaros. Los pequeños, incluyendo el niñito de la princesa, dormitaban en un rincón entre fardos de ropas y pieles de abrigo, soñaban felices custodiados por la seguridad de los alertados padres. Aún quedaba mucha noche. Las bestias habían forrajeado su ración completa y la rumiaban algunos, mientras los caballos descansaban sus patas por turno, con los ojos cerrados, soportando la humedad de la primavera. Ruta, menos humana, permanecía estática asombrada de la paz que con esta gente había tenido. Los héroes no tienen descanso, lo son siempre desde el nacimiento, como una semilla que porta en su interior todo el misterio de la planta que quiere ser: la sequía y el huracán no podrán disolver dicha terquedad. No le importa al héroe el resultado de la acción en la que arriesga su vida, porque es héroe antes de acometerla, porque no teme al desafío, nacido este del subsuelo de su semilla. El héroe es como un enigma que sólo habita en quienes quieren descifrarlo, pues él, dirige sus eventos con total naturalidad: la princesa vivía su vida con la misma cotidianidad que el bandido, el comerciante o el lagartija. Pero no le ocurrió lo mismo a su fisiología: desde que Ruta abandonara la Aldea de la Razón, ya nunca bombeó su corazón con el originario reflejo alternativo de sístole y diástole; sino que, por milagro o propia devoción del corazón, abandonó este el natural tartamudeo, para guiar su sangre en continuo fluir. Ningún sabihondo médico pudo entender cómo un corazón sopla y aspira sangre al mismo tiempo, estático, concentrado en su infinita presión. Así continuó Ruta su relato, La paz de Arcano, la aburrida paz por la que tanto se lucha; pero en su caso, como el héroe no dormita, surgirá la aventura que lleva enquistada. Es La paz de Arcano un pequeño relato que gustará a todos: al niño atento, al bravucón de orgullo presto, al sensitivo esponjoso, a la maruja, y al intelectual, que por curioso, gusta otear de dónde emanan las leyendas.
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Ruta caminó hacia la chimenea y la atizó con medio roble, sobre las cenizas incandescentes de su roble hermano, lo que hizo suponer a los escuchantes el tamaño de la próxima aventura, encargada en consumirlo todo. Humo de roble que se lleva las historias: Forniquín, mi fiel escudero, se alegró al verme, y sintió abandonar las afueras de la aldea, pues en la espera, había desplumado, con su talento innato para las cartas, a más de cuatro. Quedó maltrecho de una pierna en una reyerta propia de tahúres y tramposos; ese era el castigo a sus riquezas acumuladas en sus travesuras. Cabalgamos hacia casa sin prisas, hicimos turismo montaraz y visitamos las ciudades que lamían la vera del gran río, e imitamos la regla del viajante estúpido en visita gastronómica: bebimos los vinos de cada zona y comimos gachas al hígado de lagartija recién muerto, además de degollar sin explicación a bandidos advenedizos, que sin clase alguna y en fétidos harapos embutidos, osaron pedirnos dineros para «asegurarse un futuro», decían; futuro, que en algún caso quedó seccionado por el filo de mi daga. Forniquín, mi criado de difícil andadura...
El timbre de campana usurpó la magia del relato, posó los pies de Clara en el inestable terreno de la elemental realidad, al anticipo de los embrollos que debería soportar este jueves en la Residencia de Quemados: era el pirata Veletas. Metió a Ruta en la bolsa junto a los expedientes, recogió el correo, se puso los zapatos y dio el primer bocado al mundo que aguardaba ser comido. El cochecito blanco relucía junto al parque de los álamos, diseño majadero de funcionarios que después de esquilmar terrenos, artifician su cobardía y grisáceo mal gusto, en un museo que humille a la Naturaleza, para el deleitoso babeo de otros más imbéciles que ellos, quienes lo aplauden y soportan: un parque urbano es un embrión al que se le niega el crecimiento. —Hola, bondadosos Veletas. Hoy no quiero ni una broma. A ver si podéis conducir de incógnito, como si no estuvierais o estuvieseis. Por cierto, le habéis dado un buen enjuague al cochecito... parece un blanco lavabo. —Por Dios, Clara, ¿y dices que no quieres bromas?... ¿por qué me hablas en plural?
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—No recurras a Dios, que ya sabes lo que te hizo la última vez que vino. No quiero bromas que vengan hacia mí: es el pago por la entrevista que tuviste con el jefe, y que anoche me contó minuciosamente por teléfono. Y te hablo en plural porque me da la gana, porque no estás solo: eres el patrón de un grupo, sois muchos los que hacéis languidecer al mundo con vuestro excrementar estratagemas. —Oye, Clara, yo te aprecio como a una hermana, mucho más, como a la novia que nunca tuve. Lo que le dije a Don Ramón fue por tu bien, eso ya lo sabes —y con ello dulcificó las aristas de su gesto, de bajezas y fechorías connotado—. ¡Te quiero tanto! Eres una mujer preciosa... estás jamona. —No me gustaría pegar a un tullido puerco, rebozado en moco de humano. Destapa tu cara de orinal que es hora de hacer caca. Clara no hablaría así a nadie, pero este hombrecillo representaba hoy la máxima repudiación. Mientras la concordia viaja en el lavabo Blanco-España, contaré abreviadamente lo acontecido ayer miércoles en la factoría de almas dolidas, una vez iniciada la orgía revolucionaria de los quemados. *** Clara se había marchado cuando vio los objetos voladores en la sala de curas. No quiso escuchar los gritos de aquella Comisión de elegidos desquiciados. Pidió por teléfono un taxi y ¡maravilla de los astros!, acudió el mismo hortaliza que allí, pocas horas antes, la había dejado. Ella se derretía en lágrimas dentro de ese coche de olor a plástico, y con el desconsuelo del que ve su casa ardida por propia negligencia, sacó fuerzas para el caso. —¿Cómo se llama usted? —Mannolo Bull Starboy, pero nací en un pueblo de Albacete. —Mannolo, hágame caso —le decía Clara con las lágrimas congeladas por el nitrógeno líquido con el que se habían helado al escuchar los descomunales apellidos. Escondía también una íntima carcajada, y le aconsejó—: abandone su vida y retorne a sus antiguas aficiones. Tal se lo prescribió exageradamente, agrediéndole casi la nuca y zarandeando el asiento del conductor, e insistió: —Vuelva a ser usted mismo. Lo que en esta residencia le robamos fue con artimañas, abandónelo todo y vuelva a sus pinitos en lo de tocar un instrumento, o viajar para descubrir el mundo nuestro.
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—Señorita, ¿qué dice? Ahora tengo una vida que a todos complace... mire, mire las fotos de mis hijitos —señaló sendos retratos de lápida ovalados junto a la recomendación «no corras papá»—. A finales de año, por Navidades, mando un cajón de bebidas y dulces a esta gran empresa para que sigan salvando a sus pacientes, y lo que siento es no tener más dinero para opulentos donativos. Relájese señorita. Lo que le ocurre es que está nerviosa por su hijito que llega. Ya verá qué gustito más hormonal cuando usted florezca, no se lo puede imaginar usted. Ya saldremos un domingo, mi familia con usted y su maridito, cuando el gazapo sea mayorcito y verá qué, bien... ¡Venéreas, Venéreas!, era el nombre que yo recordaba mal del maltrecho hombre intelectualísimo que inventó el paraíso en el que ahora vivo. Me he acordado porque fue él mismo quien organizó lo de mi esposa. La sacó de los arrabales y me la presentó: ella también es coja la pobre. ¡Qué sensatísimo y grande es ese tipo!, ¿verdad? —Tiene usted toda la razón, Mannolo. Sensatísimo y grande, tan grande como su andadura. Son mis nervios. Vamos al parque de los álamos. Clara volvió a guardar todas las fuerzas que había sacado para el caso. El caso estaba perdido. Antes de entrar en casa se aprovisionó de mazapanes dulces y salazones, como si fuese a venir una guerra, y custodió su tristeza en su hogar, con su único amigo para estos casos, su estómago. Y se atiborró. Pero lo importante, como dije, ocurrió en la residencia, ya ausentada ella. Cuando todos los cartapacios, sillas, mesas y demás, hubieron llovido varias veces, y al flaquear las fuerzas de los lanzadores, Don Ramón inició la tregua. Él estaba capacitado para solucionar situaciones como esta, gracias a que sus dos manos eran izquierdas, su cerebro burocrático y su voluntad como el acero. Además, manejaba la psicología con destreza: la académica, empollada en su juventud, y la de andar por casa, anexada a manubrio de donde más conviniese. Inició su discurso con gran coherencia, hasta que hubo recogido la atención toda de los quemados, para luego zambullirse en lo científico, que al tonto acongoja por venir disfrazado de verdad pavonada. Charlataneó como sigue: «Bueno, ya nos hemos calmado. Esto es natural en las terapias, cuando desaparece el disimulo y aflora nuestra debilidad. Vamos a
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desenmascarar al chino que todos llevamos dentro —y se dirigió a la pizarra a pintarle redondeles—. Veamos, existe el “yo”, pero no vive solo. El “yo” es una gran familia de chinos peleándose por salir en una foto: el chinito más insignificante se llama “lo que soy”, y con él andan a coces los otros, mucho más fornidos que él. Así ocurre que el chino más bravucón (más que un chino, podríamos decir que es un samurai japonés), impone tareas imposibles de cumplir: ese es su cometido y lo hace bien. Frente a su juicio, todo lo que hacemos le parece escaso, y ante el descuido tramita los complejos. Hay que bajarle los humos a este santurrón armado que ha sido apodado como “el superyó”, o «lo que deberíamos ser». Pero hay otro chino más apocado que este gigante, que se llama «el superyó verdadero»: este es nuestro chino, con él vamos a trabajar para que se revele contra los violentamientos del samurai. “Lo que deberíamos ser” (el superego) oficializado por nuestra cultura y que se ubica mucho más allá de nuestras posibilidades, necesita ser corregido por “lo que queremos ser verdaderamente”. Debemos corregir la impostura del “superyó”, con el más modosito «superyó verdadero»: no queremos ser héroes, sino humanitos modestos, con pretensiones ilusionadas, pero no de barro, tan reales como el aire que respiramos; queremos mejorarnos, pero sin cruzar la frontera que nuestra sociedad grácil impone. Ahí tiene su casa el talento, y nunca nos pediremos aquello que no podemos conseguir, para no darle gusto al “superego”, que por demandar lo imposible, castiga con complejos y neurosis. Este es nuestro verdadero atuendo, que una vez planchado regala felicidad, carácter y social rango». Como ya no cabían más chinos en la pizarra, dejó la tiza y se estiró. Había allanado el terreno para empezar la demostración desde su autoridad restituida: ahora iba la ciencia filibustera a dar su puntapié. Continuó su lección paseando por la sala, con sus ojos clavados en los cráneos reducidos de los quemados, pegados a sus sillas con los brazos invertebrados hechos un colgajo. Don Ramón podría venderle un extintor a un pirómano. Resumo: «La observación sistemática que tira de la oreja al hombre intuitivo (sépase que este despliega más arrogancia que sabiduría), ordena, esquematiza, desobstruye, taxonomiza y cimienta. La psicología no podía perder la estela de la ciencia, por eso se lanzó a la zaga de ella.
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La psicología opera con hechos, cede las ideas para que las manoseen astrólogos y filósofos. Nosotros somos el ánima de la ciencia: la aconsejamos, la vigilamos y nos beneficiamos de ella, pero sin conformarnos con la explicación de los sucesos, porque operamos más allá del meticuloso diagnóstico y engendramos curaciones». Habló media hora más con la boca encharcada en agasajos hacia Skinner, Freud, Pávlov y su maestro franciscano de Salamanca, Hermenegildo Cabezas de Piedra, quien se doctoró hace cincuenta años con una tesis de mil folios sobre la Diferencia del complejo de inferioridad entre el Generalísimo y los pigmeos. Después de esto, cuando los oyentes evidenciaban un resignamiento más potente que el hastío, perdió su propio hilo y se dejó llevar por el racheado viento de su analizadora demencia: «La glándula pineal orientará nuestra tendencia de sexo... trauma que degenera, sin ansiolíticos, en un psicótico peligroso o un Edipo eléctrico... abrumado el sistema ganglionar se precisa aprendizaje discriminativo o cefalización... con nuestro destornillador psicogenético subimos, en un cincuenta y uno coma cinco, tal intención de voto... medido así el influjo ambiental se puede madurar al que padece ensimismamiento, también con una craneoscopia...». Dijo mucho más, pero baste tal muestra. Cuando se silenció, cuando se le agachó un punto engreimiento tan celeste, miró a su cómplice aquí en la tierra, quien con orgullo retorcido de pupilo, cruzó su pierna buena y agregó: —Don Ramón, brillantísima exposición y muy educativa. Pero se ha olvidado de la singular frase de Don Hermenegildo al respecto de la psicología: «fontaneros cervicales somos contra el descontento». —Querido Veletas, pues queda dicho, y dale las gracias a tu remembranza: está demostrado que a quien falta un miembro, órgano o sentido, le crecen otras facultades, como por ejemplo la memoria —así, con este mal gusto, lanzaba el jefe su ¡hurra! personal al hombre asimétrico. No sentó muy bien esto último a la fidelidad que Veletas mantenía con la empresa, pero su vicio de lacayosis no permitía la protesta cuando se habita la humildad astuta y desde abajo. Su sonrisa se cuajó y rodaron lágrimas hacia adentro, por el invisible envés de la
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cara; ello demuestra que a los adversarios de la humanidad no les faltan padecimientos, pero nuestra solidaridad no debe esparcir sus dosis al democrático estilo, en desprecio del merecimiento: que la responsabilidad que reside en las muñecas del verdugo cuando alza la herramienta justiciera, no consienta sensiblería, si luego la vida le tira a él dentellada, al delirar en su lecho de muerte coagulado de dolores, más allá de los derechos civiles, claro, los cuales asisten también al verdugo. No se me ponga el lector en el lado equivocado. Don Ramón se dispuso a decir lo más difícil con cierto tiento, puesto que, hasta el más hipócrita revenido, siente entre penas y arrepentimiento, si debe por sus fauces escupir mentiras alevosas. «Ahora voy a deciros cómo continuará nuestra terapia: es hora del choque, ya no habrá descanso, lo pide la gravedad de vuestros problemas. Veletas y yo nos instalaremos en la residencia y hablaremos desde la mañana hasta la noche, aunque yo sólo pueda acompañaros a ratos. Más tarde destituiré a Clara, bueno no exactamente, le daré vacaciones. Ella tiene el síndrome amargo de la mujer embarazada: se le ha emborronado la jerarquía de valores, ha perdido la luz, se le ha enfermado el inconsciente... pero se recuperará, no os preocupéis, también los clínicos tenemos penas, también los psicólogos nacimos de una madre, y se nos venga el inconsciente por un descuido, al igual que nos castiga por nuestros defectos físicos, en su afición por verter complejos». Como dije hace algunas páginas, no se sabe de dónde saca la masa su imprevisible arrebato. La masa había tomado conciencia, se cargaban los cañones, vibraban en su lugar los objetos voladores prestos al vuelo. Comenzó el inesperado golpe de estado contra la oficial manera que Don Ramón tenía de ver las cosas. —¿Se ha vengado ya el inconsciente de nuestro hombrecillo de andadura desigual?... pues que lo pague su madre, aquella que le pariera. Si se va Clara me voy con ella —abucheó el Hombre de Oro, con énfasis y harto de su sumiso proceder. Sazonado Corazón también se hizo hombre y se levantó temblando, se acordó milagrosamente de la valentía que le absorbió la bruja. Su dedo fue lo primero que abandonó la escombrera, y trémulo, señaló con él al Hombre de Oro, y dictaminó:
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—Me llamo Ángel Torrado, pero aún no estoy tan tostado para no comprender. Si se va este, me voy yo con él y con Clara. Y aquí se queda el cojo con usted, con la maniática amarrada y con el mudo. Me cago en su teoría, ¡exorcista de embudo! —paró un instante y al ver que no llegaba el arrepentimiento, siguió—: Clara, esa que dice usted tener el síndrome de la mujer preñada, es más lista que una ardilla, y me apunto a las palabras que dijo antes de escapar de aquí llorando: «que existe el inconsciente, pues ponerlo en vuestro bando». —Ángel, por favor. Yo dirijo esta terapia y debéis confiar en mi honestidad —apelaba Don Ramón a su autoridad terapéutica e intelectual, y siguió muy cuco—: no puede perdérsele el respeto al inconsciente, pues no sólo se venga torturándonos por nuestros defectos físicos. También cuando de niños sufrimos la represión de nuestros padres al respecto de tocamientos impuros de nuestro sexo y demás fantasías, se turba con ello al inconsciente, y luego de mayores nos castiga con sus neurosis. ¿Y la sociedad? ¿Acaso no reprime al socializarnos todos los instintos? La sociedad también con su constante denuncia convierte en rebelde al inconsciente, y nos lanza rayos psíquicos, harto de tanta estrechez y consejo... —¡Cállese! —interrumpió la Mujer Fantástica—. Todo eso es lo malo de la invasión de sus chinos. ¿Pero y lo bueno? Yo quiero que vuelva Clara o llamo a mi marido para que me lleve. El inconsciente tiene que ser mi amigo —y se puso a bailar en su silla con epilépticos movimientos, y gritaba, y abría la boca demandando un ansiolítico. El levantamiento había tenido éxito. Esto lo atestigua, que Don Ramón y Veletas mantenían la boca cerrada por la sorpresa, y para que no entrara en ella bolígrafo o volante artefacto. Durante un rato siguieron los quemados encomiando, una a una, cada virtud de la ausente Clara, y chillaban consignas, «viva nuestro amigo el inconsciente», «muerte a los chinos invasores», «Clara, nuestrama, los torrados te reclaman», y «Ramón, exorcista, tus pastillas me dan risa». Una verdadera revolución precisa que todos sus estafados, todos, rastreen las calles buscando un cuello que cortar. Y por fin, el pequeño Hombre Adivina Qué reveló a esta asamblea el logos infinitésimo que escondía, enceldado tras las blindadas paredes de su cerebelo. Vertió un medio discurso, una perorata que inmovilizó a los presentes, más por la virgen aparecida que por sus palabras:
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«A mí todo me da igual... mi astucia habla cuando mi interés la llama... no soy más astuto que lerdo ni viceversa... no oiréis palabra de mi boca que no llegue un mes tarde por la premeditación... me importáis todos nada... el mundo es un perro enorme en cuyas lanas yo parasito...». Eso quisiera el lector, que el mierdecilla Hombre Adivina Qué hubiese desvelado su secreto, que el cerebrotónico hubiese pasado por encima de su atrofia, para romper el ensimismamiento con verdades como las que he escrito. Ni mucho menos, no dijo eso. No se atreva el lector a otorgarle perdón a los avariciosos del silencio: ¡jamás el negante de la palabra dirá verdad alguna, ni humilde ni discreta, ni verdad que le repercuta a un destino ineludible!... ¡Cuántas veces he soñado con el milagro del silencioso, para luego despertarme a su lado analizándome con sus ojos de inteligentísima lechuza! Miente el que habla poco. Mi Valentín también era monológico, cual agujero negro que aspiraba hacia sí toda mi luz; abría los brazos y en remolino, a su personal batidero, le entraba mi vida succionada. Pero esto está cerrado en el baúl más pretérito. De este modo habló el Hombre Adivina Qué, la maravilla de la Naturaleza: «Me llamo Máximo Alegre. La señorita Clara es la única con la que deseo estar. Debemos calmarnos. Yo soy muy tímido pero creo que con Clara hablaría. Estoy con vosotros, si Clara se va, yo también». Así se mostró el terminador de la revuelta, aunque he tenido que traducir el texto, expulsando de él interminables silencios, coletillas de las que el astuto se sirve para el minucioso cálculo de sus palabras. Pero se le agradece tan elocuente intervención, por elevarse muy por encima de la artrosis que padecen sus cuerdas vocales. Durante un rato continuaron los cuchicheos, las sonrisas y la chulería de alguno con sus brazos en jarras, orgulloso de la difícil hazaña. Las revoluciones necesitan periodos de calma para asimilar logros, para poner torniquetes a los múltiples heridos, quienes enardecidos olvidan su dolor, enganchados con tesón a las consignas que camuflan sus quejidos. Es bonito contemplar a un puñado de humanos acercándose al más alto abismo que pueden concebir, para luego, serenados, retroceder un
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paso. Hay que saber muy bien a qué revuelta se apunta uno, porque un hombre dejará en ella todas sus fuerzas, a lo sumo en dos. Eso es lo malo de las revoluciones, que colgamos de ellas todo nuestro afán, lo que supone un gran desgaste. Pueden ocurrir dos cosas: si vencemos es porque hemos conseguido gran parte del anhelo anticipado, y habitaremos para siempre la «aburrida paz», diván de orgullo por los que cayeron muertos, o recuerdo y homenaje por los desaparecidos miembros de los mutilados; si perdemos la batalla, no nos dejarán vivir, o moriremos o seremos anulados, lo que ni siquiera nos deja la posibilidad de participar en otra reyerta de tarifa más barata. En ambos casos, si hemos perdido o ganado, si habitamos una lápida de mármol, o el calor de un hogar utopizante, habremos consumido la llama para la que se nace, para una revolución, a lo sumo dos. Pero cuidado con el que lucha sin reposo, sin saborear el aguardiente por el que expuso su vida, cuidado con el formidable guerrero, más rabioso que atento a su deseo, rabia por la que sus sienes palpitan pareciéndole siempre escasos los muchos palos asumidos, más vivo por el perenne escarceo al que se enroló que por la ofensa que inició su lucha, pues así son las señas de identidad del conservador: tan conservador es el superfluo que todo lo ve bien, como el que nunca ve cerrar la herida de su cólera. No es tal el relato de Clara, pues es su lucha un diminuto retazo, el que corresponde a esta semana que yo cuento. Si gana roncará en la aburrida paz antedicha; si pierde morirá, o sufrirá vejez opaca. Don Ramón no pudo negarse a reivindicación tan general, y por la noche, en interminable llamada telefónica, amén de contarle cómo la denunciara el prevaricador renqueante, conversó con Clara sobre el bando en que debía luchar el inconsciente, acerca de si la naturaleza de dicho coyote invisible es de rompepelotas o de un ayuda de cámara para con el afligido; además de conminar a su pupila Clara para que dirigiese la terapia de choque, una vez que la protesta de los quemados casi devasta nuestra famosa residencia. *** Pero eso fue ayer, y de pretensiones artísticas malhechoras es la narración que marea al tiempo; pase por esta vez. Hoy jueves viaja Clara hacia la residencia con su equipaje, con su cojo al volante del blanco lavabo, y con el hocico fascinado por acometer su pequeña revolución, la que en equilibrio acrobático pendía de sus años
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de estudiante: a partir de hoy hablaría a las meninges de los quemados con su boca propia, y no con la de sus jefes oficializados. Mudamos porque nuestra rectitud lo decide, porque es lo justo, y nunca a la espera de que la felicidad, una vez dada su palabra de acudir, se presente tras la ceremonia de la metamorfosis. Yo no digo que ser rectos no arrime cierta felicidad, pero es una ganga postrera, cuñada insuficiente para movilizar toda el ansia enojada que una revolución requiere. Clara tuvo una primera charla o batiburrillo con sus ocho quemados, los cuatro conocidos y sus respectivos inconscientes, más Veletas, desplazado por idiotizado, a quien no se dejó abrir boca. De lo que hablaron huelga decir mucho: saborearon la paz conquistada, quitaron las correas de la Mujer Fantástica, recordaron enardecidos los detalles de la revuelta, repitieron sus consignas puño en alto, e insultaron el mantecoso culo de la autoridad destituida, del tirano Don Ramón. Reinó una franca camaradería en la sala de curas. Clara se explicó con esa libertad con la que conversan los verdaderos amigos, y les dio «recreo» para el resto de la mañana, lo que revolvió de nuevo unánimes vituperios, bien fuera sobre el reputado culo del burócrata, bien fuera protagonista el inconsciente cojo; incluso el Hombre Adivina Qué, envalentonado, dio un cachete compasivo al cogote de su mascota Veletaspolio —como ahora le llamaban, una vez retirado el respeto—, lo que dejó a Clara aterrorizada. Todas las revoluciones son injustas, incluida esta. La masa había adquirido un nuevo valor, malgastado en desagravio y saña: se venga el diminuto. Difícil, si no imposible, es que un grupo de aglomerados —más de dos ya es tal— conquiste las virtudes que el pensador solitario, en sorprendente calentamiento, define en proporción al héroe, a medida de otra envergadura, la del asaltador de castillos que, vivo o muerto, siempre vence. No, nuestros quemados no alcanzarán tan alto, pero en todo caso saboreemos la miniatura de este milagro en la sala diez. Clara se moría por estar sola un rato. Se sentó en la cafetería de plástico que a estas horas estaba vacía, ya que los dolientes y demás personal sanador se encontraban, unos a sus quehaceres, otros chapoteando en su balsa de ocio. Estiró las piernas hinchadas, las tendió en alto para su reposo. Posó su libro en la mesa junto al café, y abrió el correo: la primera carta era el movimiento bancario de la nómina, el patrimonio devengado por la sanación del lerdo; la segunda era una invitación a la presentación del libro Psicología del chupete a los
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genitales: estudio freudiano del niño murciano, escrito por Hermenegildo Cabezas de Piedra (hijo), lo que refuta la posibilidad de que el mundo mejore, además de demostrar que dichos apellidos dieron cosecha, y que el abobamiento del padre se conservaba intacto en los genes de su astilla; la tercera era una carta en francés de Hans Delbrouk, remitida en Canadá. Esta última es la que le interesa al lector. Clara comenzó con cierta desgana su lectura. Yo traduzco. «Clara, ma belle Clara: Ya se han cumplido siete meses sin saber de usted. Y aunque no ha contestado a ninguna de mis cartas...». La lectura se interrumpió con la entrada en la cafetería de los quemados. La rodearon con sus sillas y se evaporó la intimidad, fuera del círculo de la amistad. Asaltada Clara, accedió, pues desde jovencita tenía bien aprendido que abunda en lo íntimo la misma vaciedad que en lo solitario, casi siempre. Había nacido en los cuatro elegidos una adoración por su benefactora, y se arrimaron con tal cariño que Clara se ablandó, se desatalayó, y dio un puntapié a lo privado. Bromearon sobre sus respectivos parásitos inconscientes: que si «mi inconsciente se ha levantado hoy deprimido», que «el mío va a cobrar si sigue escondido», o que «tengo el mío aduendado», pues «dale vacaciones a la Conchinchina», le contestaba otro. Los rebeldes se jactaban de su primera victoria, pero esta arrogancia suele aprovecharla el alerta coyote para su venganza postrera. En todo caso, la complicidad de los quemados con su sanadora reducía la distancia entre ellos, y nos obsequia con la primera paz del relato: sufrimos y sangramos para apropiarnos de instantes como este, que a la postre resultan ser bastante aburridos, pero ellos, los trocitos de paz, y no otra cosa, mueven el Universo todo, además de restablecer la fuerza para afanes venideros. Era tal el bienestar que con alas flotaba en la cafetería de plástico, que ante la insistencia de los cuatro poseídos, Clara impugnó, la tan universal como majadera regla, de no leer una carta personal a advenedizos, por amigables que sean. Y ante el delirio de los humeantes quemados, tradujo Clara su carta, no antes de amordazar, metafóricamente, a sus inconscientes, a los que nada concernía, y sin olvidarse del amarramiento concreto de la Mujer Fantástica —aunque, esta vez con correas de menor número—, la que ya aceptaba este impar arresto con la naturalidad del reo, del reo a perpetua.
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«Clara, mi bella Clara: Ya se han cumplido siete meses sin saber de usted. Y aunque no ha contestado a ninguna de mis cartas, me acojo a la libertad de tutearla, porque no se le habla «de usted» al amor, pese a sólo haber roto una vez las barreras de la intimidad, en el más bello acto de amor que será, por siempre, mi tesoro...». Un «¡oh!», «¡ah!», y un «¡tela!», más el simbólico gruñido del Hombre Adivina Qué, interrumpieron la lectura. —¿Siete meses? —preguntó socarrón al viento el Corazón Sazonado. —¿Conque... «en el más bello acto de amor»? —dijo el calenturiento Hombre de Oro. —¿Entonces... el niñito? —preguntó la cotilla, deteniendo un instante sus temblores corporales. —¡Gr… gro...! —pronunció el monológico ensimismado. Volvió atrás Clara sin inmutarse por enseñar sus bragas a ese centenar de chinos. «... pese a sólo haber roto una vez las barreras de la intimidad, en el más bello acto de amor que será, por siempre, mi tesoro, el torbellino que ha dislocado el orden lógico de las cosas. Antes de conocerte mi vida no era perfecta. Sabes que he vivido siempre en la granja de mis padres con mi hermana. Cuando ellos murieron, mi hermana y yo nos hicimos cargo de la ganadería, al principio por obligación, y luego, porque el hábito lo convirtió en nuestra vida. No, mi vida no era perfecta pero vivirla eliminó otras posibilidades. Y llegaste tú, inteligentísima, con tu gorro blanco, y posaste tu imagen junto a mis pinos, y agrietaste mi obsesión por la independencia. Casi era un chaval cuando el sueño de mi padre me cayó encima: una de las más importantes vaquerías, y una familia de vacas conocida en todo el Canadá, de la que nació la línea genealógica más ponderada de todos los tiempos, la sangre de Inspiration, la mejor producción láctea en el más bello cuerpo. Al salir del instituto pasaba la tarde jugando con los animales: me llevaba bien con mi perro, mi caballo me seguía a todas partes por ser su único amigo, mis ocas me acompañaban hasta el río, donde nos bañábamos y gritábamos, cada cual en su idioma; pero la vaca me parecía que había caído desde el espacio más lejano, y se me resistían sus
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saltones ojos, siempre atentos a sus intereses, al forrajear intermitente, a saborear dos veces la misma bazofia. Nada más lejano al humano que el rumiante independiente. Me costó la juventud comprender a mi padre, “hijo, no te conformes con lo fácil, acierta a comprender la más ambigua de las miradas”, y yo, después de tantos años, algunas veces, me sorprendo en semi-vómito masticando el ya ácido pollo que tragara hace horas. Ellas, siempre femeninas, me devuelven el cumplido con un eructo fermentado, o agitando las orejas, cuando mi hermana selecciona en la radio, “la hora más clásica”». Has hecho pedazos mi soledad, la misma que antes era llevadera, y que ahora se margina al tropezarse de continuo con tu recuerdo. Los sueños van divagando, se hacen esperar, tantean el momento apropiado, y se presentan a destiempo, para que el hombre alcance su satisfacción sólo de manera tangencial. Ese es el caso: «Maggie Inspiration» ha cumplido el sueño de mi padre, y el mío propio, pues trajo para casa, primero el torneo de Toronto, y luego, este otoño, el primer premio nacional. Y mi cincuenta por ciento no es feliz, te echa de menos. Yo, que nunca le temí a la muerte, ya no puedo dejar esta vida con tranquilidad, como hace el satisfecho, y tampoco puedo vivirla sin mi amor. Mi hermana, con sus mofletes rosados al estilo Canadá —como tú bien decías—, me ve languidecer, y te pide por mi bien que vuelvas, aunque comprende que cuando nos conocimos, también tú tenías una vida que atender, unos pacientes que te requieren. Como ves tu belleza me repercute, pues mi amor por ti hace fracasar mi sueño: el mismo sueño que tu ausencia destroza, me aleja de tu presencia, y se viste de pesadilla. Este círculo me está matando y se abre cada mañana con tu foto del gorro blanco, junto a mis pinos, y se cierra en el anochecer del campo, en mi cama, en lápida gigante transformada. Te mando un retrato de Maggie, aunque sé que en los periódicos de tu país habrán dado cuenta de la noticia. Clara, ¡te quiero tanto...! No dejes de escribirme. Hans Delbrouk». El conato de amor se esparció abundoso entre los quemados, los cuales arracimados en torno a su cepa Clara, se deshicieron en aplausos y halagos, que se disolvían al acercarse a la triste destinataria, más afectada por su soledad que por la del otro. «¡Bella!», «bellísima
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carta», «adorabilísima»... exclamaban los fenómenos de la Naturaleza, y adivine el lector quién dijo: «parece que se gana dinero con eso de las vacas». Lógicamente era el Hombre de Oro —o Sebastián Blanco Pons, como se prefiera—, quien ya negociaba imaginariamente con la nueva idea. —Pues no te desanimes, que tiene una hermana —le bromeó Sazonado Corazón. —Yo no necesito a nadie para trabar un negocio —se defendía Sebastián, aunque en sus adentros no desestimaba a la canadiense, mofletes de fresa—. Y digo más, en veinticuatro horas tengo yo a la rumiante Maggie en mi casa. —Justamente por eso estás aquí ¡imbécil!, por tu dependencia del negociado —le espetó Sazonado Corazón, con la confianza que la nueva amistad permitía, alentado también por el compañerismo de la revuelta. —¿Siete meses?... ¿entonces?... ¿el niñito?... ¿no sabe nada ese señor de lo del niñito? —preguntó el rubor de la córvida. Clara contestó alumbrando al suelo con sus ojos de culpable, y se rehizo el silencio junto a la mesa. Desde el techo de la cafetería, a vista de pájaro para documentar esta escena, podían verse las cabezas emanando distintos sentires: la melancolía que rezumaba Sazonado Corazón, tan sensitivo y solidario con el amor de otros; los dólares canadienses cayendo en la cama del Hombre de Oro, mientras este retoza con la moza a «quien corresponden la mitad de las vacas campeonas del mierdoso Hans», pensaba su mezquindad; las lágrimas de la Mujer Fantástica que anticipaban el final de una telenovela mala, de las que retrasan el reencuentro del niñito con su padre tras mil capítulos de idas y episódicas advenidas; para lo que florece en la maceta del hombre enigma, no ha nacido todavía narradora tan omnisciente. En una esquina de la cafetería, el solitario Veletaspolio, arrinconado en su penumbra, destilaba hipótesis. No acertaba a comprender la algarabía irradiada junto a Clara, y a su corazón la envidia le daba bocaditos, se lo hería, pese a no ser sangre lo que bombeaba, sino excrementos y salivas. Sin saberlo, Clara había despejado el camino para la verdadera terapia: sólo entre amigos se deja deshojar el inconsciente, pero esto haría añicos el chiringuito rentable que los fontaneros mentales tanto miman, por ser la fábrica de sus infinitos condumios. Clara había roto
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su juramento a la psicología, el primer principio clínico: la desinfección y la asepsia. Hasta que llegó este momento, el psicólogo quedaba a solas con el paciente, le aislaba como se hace con el virus recidivante, encerraba al dolido en una concha y le criaba artificialmente una perla de secretismo. El psicosomatizado se quedaba cual vino al mundo, delante de la bata blanca oficializada, una vez rociado por efluvios antisépticos, una vez suprimidos o desvirtuados los agentes contaminantes y molestos: el padre de la víctima, el cónyuge o el amigo. Sí, exponer sus bragas bajadas al viento canadiense, junto a los pinos de Hans, rasgó su bata blanca y comenzó el tuteo, pusieron la intimidad al alcance de los brazos. Rompió el hielo el más inteligente de los quemados, el del corazón aliñado a las finas hierbas y al romero. —Clara, ¿tú le amas? —Mi verdadero amor, aquel que paseó por todos mis escondrijos se fue desterrado a la isla de las puñetas, y no pasa un solo día sin mi arrepentimiento, por la culpa que me toca —así de público y contundente se refería Clara a su galán, el que se apropió de ella cuando era un juvenil junco, dócil al capricho del viento. —Ese no es el problema ahora. Estamos hablando de Hans. ¿Le amas? —insistió el agregado a psicólogo, Corazón Sazonado. —Pues claro que le amo. En principio, de momento, con las vísceras, con mis treinta agrietados años. Pero nuestros sueños crecen por su cuenta y nos constituyen, como mis ojos claros, como mi pelo, como lo que inevitablemente mido, como la seca pierna de Veletas, y pobre del humano que haga caso omiso a sus sueños: pobre de Hans si por su amor liquida la ilusión por la que ha madrugado tantos años. Pobre de mí, si cancelo los compromisos a los que me he ido insinuando, aunque fuera dibujándole perfiles solitarios a mi vida. —Clara, eso no tiene nada que ver con el amor —alegaba el persuasivo Sazonado, y continuó—: somos libres para hacer lo que nuestro «yo verdadero» quiere: ¿no hemos venido aquí para cazar chinos? El amor le nace a uno. Uno puede o no meter los pies en un barreño, pero no puede decidir si ama o aborrece. —¡Bien dicho!, sobre todo si no supone un gran gasto o ruina inminente —apuntó la gran alcancía que por testa portaba Sebastián Oro. —El amor es una fuerza interior indescriptible que nos arrima al otro —reiteraba Ángel Torrado, doctorado en esto al uso—. Vivimos para el amor, la racionalidad es otra cosa más, pero no la única, lo
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que sentimos vive por encima de ella y no es un capricho, sino lo que nos define como humanos. No tenemos palabras para aliviar a nuestro corazón negado por el amor. No tiene explicación racional la atracción casi dermatológica que sentimos por nuestra amada. La racionalidad es para el farmacéutico, o para el biólogo que cataloga, con su microscopio, las fechorías del paramecio, o los granos que le nacen a una espora cuando afligida habita su pipeta. —Esa es la cuestión, querido. Yo soy Clara y tú te llamas Ángel, y yo me desgracio si no me escucho, si me hago la sorda. Lo mismo que a ti le pasa al ortopédico cojo —y apuntó con su dedo hacia el que, de lejos, asomaba el hocico desde su escondrijo—, que al intentar fingir andadura correcta, hasta la boca le cojea, como a cualquiera que tornasola la orilla que no le corresponde: la mariposa quiere ser armadillo, el fiero león quisiera ver su comida en el suelo y pacerla, como las gacelas que tantos sudores le cuestan. Yo también vivo presa de mi andadura, de los principios a los que por bien, me he ido cogiendo del brazo. ¿Pero qué pasa si nos alejamos de nuestros principios?... pues que otros vienen al asalto para el relleno de la oquedad, ¿no?... pues no. No hay sustituto para los principios, no hay nada, sólo vacío, abismo, humo sin fuego... vida echada a perder. —Clara, ¿y eres tú quien trae el salvavidas para nuestro naufragio? Tú quieres hundirnos todavía más. ¿Qué tipo de principios son esos que empujan de nosotros hacia abajo? Yo quería que pudieras amar. Si un principio te aleja de Hans, cárgate el principio. No se puede andar por la vida de perfectos. Yo no hago juicios de valor al respecto de la vida de nadie, yo no quiero convencerte, ni a ti ni a ninguno de estos... —Creo que no me he explicado bien. Se levantó Clara en demanda de atención para el golpe definitivo. Caminó hacia el retrato de Freud colgado de la pared y lo mimó con sus párpados. Debajo de él, Veletas permanecía sentado, en secreta porfía, a la espera de su turno. Clara hizo un chasquido con la lengua y le asestó un codazo terrible en el cogote. Clara llenó de rabia su gesto y volvió hacia los boquiabiertos, mientras Veletas sonreía a lo lejos, con su rostro cubierto por la avalancha, la nieve de caspa que el codazo había desprendido. El limitado cerebro del cojo tomó el gesto como halago, lo aceptó cual incorporación a la terapia. Clara continuó: —No... no me he explicado correctamente. Mis principios ya están en entredicho. Ahora falta saber si me queda vida. Lucho para eso —y
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dislocó la voz para sacar de su trastienda lo más bello de su existencia, lo que se suele permitir sólo en ocasión de la muerte—. Veinte siglos de cultura no han sido suficientes para que comprendáis: la libertad es un logro que come varias veces al día, no es libre quien hace lo que quiere (no se avanza en el mar inmenso haciendo chapoteos, y la libertad es como el mar de grande); ¡libre e independiente es quien no hace lo que no quiere! No se trata de reprimir la orquesta de nuestros instintos (eso es para curas y monjas), sino de ejercer nuestro mando, y no permanecer pasmado mientras los instintos viven la vida que era nuestra. No podemos poner nuestro pie allende la frontera repetidas veces, y luego no pagar por el gusto de haber salido de casa. No, queridos: nuestros baquetazos desilusionan a la conciencia y luego no se hace carrera de ella. No se trata de reprimir, más bien es sentir la libertad bullendo por dentro al desestimar aquello que luego tendríamos que perdonarnos; palpar la libertad y encontrar en ello nuestro fervor, el mismo, que engañosamente se siente al trasgredirla. ¿Queréis saber si estoy enamorada? Pues no, para mi desgracia. El amor no tiene nada más allá de las reglas de lo humano, y lo veo bien: el amor no es más divino que la política, el arte, la psicología o cualquier creación de la humanidad. Por eso debe aceptar sus reglas, y combatir su impostura, cuando la haya. ¿Qué tiene el amor para no sujetarle?... ¿no se retiene todo el mundo alguna cosa? —Sólo Veletas tiene flatulencias constantes e incontroladas. Cortó burlón el Hombre de Oro, cargándose el cincuenta por ciento del discurso tremendo de Clara, mientras todos se apuntaron a las risotadas, incluido el Veletas, que aunque lo había escuchado seguía la inercia de agradar. Y mirando a la mujer que vivía en una silla, se cargó el resto y gritó: —¡Estate quieta, joder, no paras! Pensaba la Mujer Fantástica «pues anda que tú, comerciante cochambroso», y calmada, comenzó a hacer punto de arroz con la memoria. El inteligentísimo Ángel, para quien iba la cosa por lo de su adicción a la bruja, sintió las palabras de Clara como instrucciones altisonantes en las entrañas, y calló. Una lagrimita rodó por la mejilla del chipirón Adivina Qué: todos aceptaron su misterio, pues a hombre tan conciso es absurdo preguntar.
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*** Las palabras de Clara debían reposar, y que se fuesen almacenando en los adentros de los chamuscados, junto a toda la verdad que sugerían, como polvo de explosión que tras la batalla todo cubrirá, para esconder la deshonra de los asesinos. Clara puso sus deberes para después de la comida, en la siestecita obligada. Pidió a los quemados que, en silencio, mirasen su alma, «y ya seguiremos por la tarde la terapia de forma ordenada», les dijo. Ya en el comedor reinaba un murmullo correcto, y con fruncimiento de ceños por los deberes impuestos, seguían al pie de la letra nuestros quemados las recomendaciones de Clara: verter un poquito de racionalidad en todo el desorden de sus testas. Dedicaré sólo un párrafo a cada cabeza, e intentaré, que los múltiples chinos haciendo carreras por los infinitos pasadizos cerebrales de sus reflexiones, no me embarullen: «No le falta razón a lo del amor como aliado de la vida; desde luego eso lo decía por mí; ¡madre mía!, si mi mujer supiera que aquí nos referimos a ella como “la bruja”, no quiero ni pensar hasta dónde me hundiría sus uñas. A partir de ahora no voy a tenerle miedo, y respetará mi vida... ¿pero qué vida?... ¿si he venido aquí porque no me queda vida?... pues eso se acaba... si quiero pintar un cuadro, como si quiero reunirme con mis amigos, como si me da la gana ir al fútbol, que esta tía ya no se me apodera ni un día más...». «Parece de interés la dedicación del tal Hans. Y debe ganarse pasta... la vaca campeona nada menos que de Canadá... y sólo se dedica el tío a una cosa... pero, ¿cómo puede sentirse tan orgulloso?... me recuerda lo que me decía mi abuela, “hijo, mete tus pinreles en un solo barreño, crea algo propio, defiéndelo y disfruta: no picotees, pégate una hartazgo, que el mundo está lleno de vaneadores inconstantes sin un cielo al que mirar”. Yo nunca tuve nada propio, a no ser mi deterioro físico por sustanciarme en mil negocios a la vez; mi destino está descarriado y vive de los imbéciles a los que cada día arruino; mi “vaca campeonísima” es la usura que yo cobro a mis deudores, la lista de las empresas que me trago... cada día adquiero cien propiedades, y ni un metro cuadrado es mío. Propiedad es aquello que yo embargo, para endosarlo luego al próximo cretino por diez veces lo que me costó, el mismo que en pocos días embargaré, y así sucesivamente...».
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«Es verdad que la vida es efímera, no tenemos tiempo para nada... según Clara debo reflexionar, dejar de hacer cosas. Es una memez: las mujeres pensamos subidas en una bicicleta quieta, mientras hacemos punto y submarinismo con la cabeza sumergida en una pecera. ¿Pero entonces por qué estoy aquí?... Dios mío sólo quiero que me quiten las correas para recuperar el tiempo perdido: llevo un retraso de cien libros, veinte bufandas para los niños, las clases de idiomas, mis cursos de danza y los cuarenta países que me resta conocer, sin contar la Polinesia... a lo mejor después de comer no me atan... ¿cómo puede decir Clara que pensar también es un hecho?, «el más precioso de todo suceso», dice, ¡y un huevo!... ¡ah!, y las clases de equitación». Como se ve, la Mujer Fantástica tiene mala cura, y no porque su loquear sea de más profundo herimiento; más bien, su deseo de sentirse sin correas es lo que la delata como inmadura para sacudirse su perturbación. Serpea haciéndole rodeos a su vida el indeciso, cual gusano que desestima lo rectilíneo. Aviso: el párrafo del hombre silencio es hipotético debido a que su astucia es más grande que mi capacidad de suponer. Recuerdo al caso una de las últimas veces que estuve con mi Valentín. Había conseguido la ilusión de su vida: ser de plaza fija en el ministerio; yo ya sabía, por la inercia de los años de convivencia (más vivencia que «con»), y no por mis conocimientos psicológicos, que el monológico no puede sanar, por el tocino acumulado en la parte alta del cerebro; pero yo siempre le daba una oportunidad y le pregunté. —¿Qué, Valentín, contento? —y me senté con mis ojos clavados en los suyos a esperar, pero mis lágrimas fueron más impacientes que sus palabras, y pasada una larguísima hora, contestó: —Pss... pss. —¡Gramática imponente! ¿Cenamos, querido? —le contesté yo muy abatida. Como decía, el Hombre Adivina Qué se entretenía con el cálculo aproximado de las lentejas que había en su plato, y en el susurro más lejano se comentaba consigo mismo: «Mil setecientas treinta lentejas, más o menos... Clara es muy bonita... palabras, palabras, de qué sirven las palabras... esta tarde me
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toca el turno, pero qué voy a decir, no hay nada que contar... mira Clara qué bonita está». Clara comió como si las lentejas fueran mariposas y tuvieran intención de volar. Acostumbrada a su bazofia, se dijo indignada, «¡esto es bazofia!», y se despidió con la mirada de cada uno de los quemados, ignoró al solitario Veletas y se fue a la cafetería. No era obligada la siesta para los no-enfermos. La melancolía caminaba diligente hacia ella, se le reunía, por el asunto Hans. El camarero puso un café en su mesa. Clara metió a Hans en su pecho inmenso, para que desde allí plegado, en semi-olvido, cada poco, esparciese suspiros, y en sus manos puso a Ruta, «la fuerza», se dijo, «nervio puro». Cabalgamos hacia casa sin prisas, hicimos turismo montaraz y visitamos las ciudades que lamía el gran río, asentadas a su vera, e imitamos la regla del viajante estúpido en visita gastronómica, que cree que el mundo se compone de ondas de sabores: bebimos los vinos de cada zona y comimos gachas al hígado de lagartija recién muerto, además de degollar sin explicación a bandidos principiantes y advenedizos, que sin clase alguna y en fétidos harapos embutidos, osaron pedirnos dineros, en práctica de un oficio para el futuro; futuro, que en algún caso quedó seccionado por el filo de mi daga. Forniquín, mi criado cojo, veneraba con sus ojos turísticos, e introdujo su pestilencia en todos los templos, y en ellos dejó parte de la fortuna por la que tantos palos y sinsabores le abonaran, no en donativos, sino en acumular enfervorizadas reliquias: monje de chocolate, recuerdo del templo de su tocayo dios Fornicador; corona vestal imitación oro del templo sagrado de las Convenientes Concubinas; entrepierna incorrupta y chamuscada, auténtica reliquia del martirizado por cocción San Ardido; taparrabos de piel de infiel, utilizado antaño por los guerreros castrados en la sagrada escuela Dan-Coz; y un sinfín más de ofrendas que iba apretujando en su saco, el cual engordaba proporcionalmente, lo mismo que aligeraba su faltriquera. En pocos días avistamos Arcano, mi reino, el Mangoneado de mi dictador padre, una isla imponente que rodeaba el Gran Lago Blanco, blanco por su saturada disolución de calcio, el calcio de los esqueletos de todos sus sitiadores que durante milenios dieron en él con sus huesos: cientos de miles de cráneos, más o menos sabihondos, teñían de
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color gas fatuo su fangoso fondo. Arcano era una gran espiral volcánica a la que sólo se accedía por un puentecillo, tan escaso, que a duras penas soportaba el peso de un caballo: esa era su única entradera y su infranqueable muralla, ya que el agua se mantenía tan pastosa que en ella no se flotaba, no se apiadaba del incauto que se metía en él; una vez vi a un lagartija del que tiraban cinco caballos para intentar sacar su pie; el hombre salvó la vida pero su pinrel se lo devoró el Gran Lago. Mi padre, a quien su mala sombra apoda Sorna Negra, hizo poner letreros en su orilla con una sugerencia que rezaba: «no tirar basuras, agua potable, recomendada para el ejercicio y el baño: no querrá salir de ella el ocioso viajero». Siete días, con suerte, se perdían en ascender la espiral que concluía en el castillo de Arcano, después de atravesar el puentecillo colgante con sumo cuidado, a pie, con el caballo del ramal. Y comenzó nuestra cabalgada por el Sojuzgado Agrario, planicies que laboraba el campesinado, la más numerosa población de cuantos estamentos componían el Mangoneado; de ella se saturaban las barrigas, y por ellas, bien surtidas permanecían las despensas. El campo de Arcano era envidiado por los otros gobiernos, de lo fértil que era, y ofendía el tamaño de sus legumbres, hortalizas y frutas: «diez lentejas rebosaban un plato», decían los exagerados. La ganadería era escasa pero muy cundidora por su fabuloso engorde, y toda se consumía en los estamentos más altos: los agricultores, confiados, veían ascender las rampas de rebaños enteros para el sacrificio, desde que la ciencia decretó que la carne producía tumoraciones, de osar consumirla los de la piel bruñida, los de abajo. A nuestro paso, cientos de fornidos campesinos, miles no tan fornidos, y decenas de miles mozuelos y mozuelas indigentes, se acostaban boca abajo en el camino, y gritaban histéricos «¡somos tus aficionados, dividiva Ruta!». Lo peor del pueblo liso es su abestiada falta de cavilosidad. No escatimé garganta en gritarles: —¡Meted un rato el cráneo en el lago que limpia y lava! Algún día seréis libres, de eso yo me encargo. Había que tener cuidado: más de cuatro veces tuve que galopar para frenar a algún menda que ya corría pisando espinacas hacia la orilla, por tomar seria mi consideración. Forniquín, el indeseable, se reía a carcajadas y les aconsejaba que metiesen hasta el cuello por lo que de más enjuagaba. Un anciano con la mitad de sus ideas asfixiadas el día que naciera en nefasta paridera, utilizó la valentía que le daba la edad y se me encaró.
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—Ruta, princesa de todos los agrarios: ¿ser liberados de qué? Nosotros no queremos el susodicho albedrío que pregonas. ¡Enséñanos tu pirámide lacerada y bendice este suelo con tu universal mirada! —Seréis liberados, os desencastillaré, no porque sea de justicia, ni por el vuestro merecimiento, que os hace disfrutar aquello que tenéis. Pero escaparéis, de uno en uno, por ese puente que teméis, aunque para ello tenga que batanearos, porque mi sustancia me lo ordena, por el respeto que me tengo y quiero conservar, y porque lo tengo por idoneidad y manía mías. No se libera uno para vivir mejor, sino por necesidad lógica. Tardamos un par de días sin prisas, en recorrer el camino bordeado de geométricas sementeras, que me hicieron admirar la meticulosidad de estas gentes para lo agrario, cuando mostraban descalabro para otros asuntos. Suele decirse que su cuna les turbó para siempre, y verdadero es en muchos casos; pero no se mantiene una filigrana como Arcano, un Mangoneado tan bien administrado, sin el ensoberbecimiento de unos muchos: muchos eran los pecuarios que descendieron de estamentos más dignos para repletar aquí su faltriquera, para provecho de su villanía y escrúpulos bajos. El pueblo liso, más bien pulido, ocupado en berzas y en el esclavo manejo de sus ganados vivía en la inopia, aunque sufría, y emitía, en la discreción de su choza, lastimeras críticas y enardecidas quejas al mangoneo; el pueblo es inocente por el conminatorio dominio que el soberano y su burocracia ejercen, pero cada individuo por separado (exceptuando a unos cientos de estómagos pegados para los que la comida era fantasía), como digo, cada mosca de Arcano disimula sus personales fechorías, culpable de sus tragaderas, con el milenario cuento del Pastorcillo y su Jefecillo. Pocos ojos de brillo he visto salpicados por el mundo en lo que llevo vivido, escasísimos arquetipos y criaturas valiosas, que avisten alma adentro un mundo mejor o nuevo. Los mismos arcanitas pecuarios que nos recibieron, llorisqueaban y pedían auxilio por el hierro que mi padre les metía, pero se revolcaban junto al camino, compitiendo por el espacio donde mi yegua, por guiarse de lo natural, excrementaba su verdura de deshecho. Sí, su valentía escueta habitaba en escondedera, y pagaban sus acémilas al recaudador sin rechistarle. El alpechín es el defeco que la molienda del aceite suelta: vosotros estrujad a un soberano exprimiendo su ánima y quedará un despojo, pero si prensáis a la ensimismada masa... te surge un tirano.
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—¡Te queremos Ruta, bellísima hija de tu padre! —proferían los arcanitas beatos, grandes y chicos con similitud en la devoción. —¡Mierdosos chupalanderos! Ni aunque mi padre fuera un millón de veces menos puta de lo que es, agasajos merecería. ¡Lacayos al espionaje del pedo!: guardad esas banderas de pirámides laceradas o desmonto mi caballo y desmantelo a unos pocos. ¿Hacia dónde creéis que gasea mi padre?... hacia abajo: recorren sus gases toda la espiral desde su castillazo y mueren en el lago, después de influiros. Desmonté alguna vez para apretar algún cuello con mi sandalia, asegurándoles que se tragarían la banderita de no esconderla, pero se multiplicaban las consignas sobre mi arrojo, y hube de llorar en huida al galope, mientras Forniquín se rezagaba para relatar lo bien que degüello, y querían tocarle por habitar tan cerca de su princesa, tan pegado como un sarpullido. Interminables le parecieron a mis posaderas los dos días de montura. Mi yegua Espartaca fue tan sobada por los entusiastas de la princesa, y se encontraba tan cansada, que el aire que la penetraba, al pasar por sus ollares, se los tenía en carne viva. En ese estado de sudores, por el trasiego, arribamos a la fonda fronteriza entre el Arcano Pecuario y el Civilitas. Metí a Espartaca en una cuadra para el caso, le preparé una mullida cama, le puse un cesto de avena, una red de heno, trébol y lenteja, y hablé con ella. Parecía entenderme. Al tiempo que comía, yo la cepillaba y quitaba restos de cretino que portaba pegados por todo el cuero: así había sido su lucha por hacernos a las dos camino; incluso rescaté un trozo de oreja incrustado entre una herradura y su casco, y un dedo pisoteado, hecho fresco picadillo, en la ranilla de una mano. Hizo Forniquín lo mismo con su corcel y entramos de incógnito, por la puerta de atrás, en el comedor de la fonda. Dentro, treinta y nueve músicos comenzaron a tocar Arcanita, la pelandusca leprosa; cien novísimos mozuelos de entre tres y cuatro años, tan impacientes por adorar como por crecer imbéciles y corrientes, meneaban sus banderines al grosero ritmo de la pelandusca; y diez peripuestos consejeros, tan secos como la torta de higos deshidratados, presentaban sus respetos refrigerados (respetos presenta quien nada posee más digno que eso). En el centro de dicho antro, una figura repugnaba más que las demás por su fajín rojo cólera, por portar colgada del cuello la llave de la ciudad, y por su bastón de alcalde. A él me dirigí.
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—Eres, por lo que huelo, el inédito intendente de Civilitas. Yo conocía a tu padre, el anterior alcalde. —Ruta, princesa de Arcano, bellísima: estoy aquí para dirigir la comitiva de tu recibimiento. ¿Pero cómo sabes que soy el hijo de mi padre, si fue lanzado al cosmos hace dos días? «Lanzado al cosmos», significaba lanzado al cosmos: ya lo entenderéis. No pongáis esa cara de indiscrepancia, que en nada le favorecen las prisas a los relatos. Muy absoluta le hablé al intendente: —Ya te digo, huelo bien lo agrio, además llevas fiel el rostro que tu padre tenía de sapo, y no digamos nada de los abultamientos de coliflor que tu tipo promete —proferí señalando dichas desigualdades que el fajín no podía contener, y continué con precisión acerca de mis peticiones—. Voy a pedirte cuatro cosas: primero, ni un compás más de la cantata a la leprosa, pues sepas que todo himno luce en el endeble al que anexiona, pero enmierda al decente; segundo, y por este orden, desaloja a los músicos, a los infantes con sus banderolas, ¡aléjame a esos consejeros disfrazados de puerro!, y haz que los rieguen; y tercero, desorganiza los actos de bienvenida, porque voy a cruzar morosamente por Civilitas. ¿Te cogerá todo en cráneo tan anfibio? —Mi princesa, son órdenes tus deseos, pero también lo son los decretos que vienen de encima de la espiral, de la misma boca de tu padre... haré lo que pueda. ¿Deseas que los músicos toquen otra pieza? Entendí que querías cuatro cosas. —Pues que reboten esos mandatos y que vuelvan a trepar. Mientras en conjunto os disolvéis, que interpreten los músicos Retirada o... Mierda para el último que salga. Y cuarto, pínchate la tripa y pedorretea en vuelo, cual globo, hacia palacio: le dices a mi padre que he vuelto, y que estoy como siempre, aunque un poco más gordita. Ensimismada aprestose la comitiva a conmemorar a otra parte. En todos los estúpidos libros de historia que hube de tragar en la Aldea de la Razón, no tropecé con acto alguno que mereciese evocación jubilosa; no es que no haya sucesos que no lo merezcan —una buena muerte, con el consiguiente declive de su imperio, o el derrumbamiento de su obelisco—, sino que los imbéciles múltiples, tergiversados, aclaman del revés. Forniquín y yo comimos y bebimos, cada uno en un rincón y sin mediar conversación; yo ensimismada, y el lacayo repitiendo la mirada
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a las reliquias esparcidas fuera de su saco, soñando cómo se le pondría el vello a su esposa al tocarlas, vello, que, tengo visto no caberle más. Pero la noche tuvo que ser corta. Cuando la noche es más noche, di un puntapié a Forniquín y una caricia dulce a mi Espartaca. Cruzamos la única puerta de entrada que tenía la muralla de Civilitas, y golpeé, no para matar, a sus dos guardianes que se disponían al anuncio de mi llegada. Y morosamente de incógnito comenzamos el ascenso en espiral de la calle principal, que daba vueltas y más vueltas a toda la ciudad, hasta que encontrásemos la única puerta de salida. Nos cubrimos con la capucha y empordioseamos a nuestros corceles para que mi famosísimo rango pasase desapercibido. Los más estúpidos eran los más madrugadores, y tomaban ya posiciones apretujándose con sus sillas en el camino, para humillarse a sí mismos con las reverencias zafias que llevaban aprendidas, prestos a escupírmelas. Vi que Forniquín, en desacuerdo con la táctica del silencio, le bisbiseaba a una vieja el significado de mi nombre, y hube de descalabrarle un poco: mi lacayo no pudo disfrutar de la visita por el estado quedo de semiconsciencia. Amarré las bridas de su corcel a mi silla y dejé que durmiera su tumefacción. Mi padre había conseguido lo imposible: incrustar a un urbanita por metro cuadrado en la ciudad, que él y sus arquitectos mamones habían diseñado. El tirano hizo una lista de gente que no valía para nada, fueran pecuarios inhábiles, fueran enfermos mentales o militares retirados, y les conminó para que habitasen los unos sobre los otros en lo que llamó «la distopía de la Naturaleza doblegada». A ello les conminó con estas palabras: «seréis el más alto punto de la pirámide. En Civilitas tendréis la cultura apelmazada. Disfrutadla a empujones. Esta es la más flamante inventiva del prosperar humano, el sector servicios. Limpiaréis la caca los unos de los otros, y a la noche, todos obedientes al teatro, o al palacio de la música». Lo que distingue a la bestia del humano es la formidable adaptación que exhibe este último. Siguió Espartaca pisoteando a la gente durante varias horas hasta que llegamos a la única plaza de la ciudad, la cual no reconocía por las mejoras que se hicieron en mi ausencia: era tan inmensa como llana, como si el suelo, de repente, se hubiera ensanchado. La plaza estaba vacía por el aviso de un cartel que rezaba: «prohibidísimo pasear a deshoras». Allí había teatros, salas de audición, retretes, sala de torturas y el palacio municipal, con sus oficinas abiertas día y noche
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para el recaudo de impuestos y acémilas hasta por respirar. La plaza era el único lugar sin barro, lo que Espartaca agradeció con una muy recogida galopadita. En el centro estaba el «museo de la Naturaleza», consistente en cuatro macetas gigantes con cuatro cipreses disecados, y otro deber escrito con amenazadoras palabras: «prohibido, bajo multa, manosear los árboles». Los civilitas con costumbres unánimes podían entrar en la plaza corriendo a las nueve de la noche, y salir de ella a las once, a la misma velocidad, cuando habían demostrado su mansedumbre a sorbos de cultura y empujones. Junto al parque avisté una máquina que no conocía. Era un artefacto inmenso de madera, palancas, correas, depósitos de agua y de aire comprimido. Me dirigí a su encargado al que juzgué eficaz para explicarme. —Anciano uniformado: soy una turista que viene de lejos. ¿En qué consiste esa maravilla de máquina que mis luces no aciertan a comprender? —Hasta dentro de una hora no comienzan las visitas, así que tenga usted aguante, muchachita. Yo no soy más que un operador lacayo. Puede ir rellenando el formulario de la visita. Con desprecio me acercó diez folios. Pensé en bajar del caballo y con mi daga blandida zigzaguearle la cara, pero me podía el aturdimiento de todo lo visto, y decidí otorgarle el favor: quité de mi rostro la capucha y obsequié a sus nietos con una anécdota que contar. —Soy Ruta, la princesa que no te merecerás por más que la fiebre y los dolores se te resistan cien años. Viajo de incógnito por manía mía, pero esta flamante mecanización me ha parado, y tú vas a ordenar carrerilla a tu boca para detallarme sus rendimientos. Despabiló el del uniforme y se hizo mansito. Dio con su cara en el suelo, y extendido hocico para abajo, aborregose y exprimió su memoria, con tal éxito que al final hube de felicitarle. —Perdone mi princesa Ruta, hija del tirano que nos ampara, conminándonos a su sacra voluntad —respiró con las venas de su cuello henchidas de orgullo, y continuó—: esta máquina fue construida para bien de los arcanitas todos, hace un año, por el mestizo alcahueta natural Agaputo —alcahuetas naturales se llamaba en Arcano a los físicoquímicos—, y fue hecha con los dineros de todos y la bendición de vuestro padre. Esta filigrana de la dinámica se llama La Catapultarcana. Como su nombre indica, sirve para el transporte, pero de las almas. Cuando muere un arcanita se le mete por la boca un bebedizo que
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lo afila y estiliza, se le coloca en esta especie de bañera, y mi mano acciona la palanca, y surca el fiambre los cielos hasta romper la cúpula celeste, propiedad del dios Arcano. Este, si se encuentra en su nube, analiza el espíritu del ya extinguido volador, y cual funcionario de los cielos, clasifica el alma allá donde le corresponda. Funciona con agua y aire de Arcano, comprimidos a pedales por un montón de esclavos que en estos recipientes lo envasan. Los familiares del difunto pueden llorar y ver el vuelo desde el otro extremo de la plaza. Lo malo es que hay lista de espera porque la máquina en cuestión tarda un día en cargarse, y las celebridades tienen, por lógica natural, preferencia. —¿Y funciona bien? ¿Sacude al muerto hasta la altura máxima? —le pregunté curiosa. —¡Qué va! Son muchos los que caen hechos pedazos. Uno de vida opulentísima que pesaría poco menos que vuestra yegua, volvió a la tierra y con una esquirla de su occipucio, cual extraviada bala de cañón, o diminuto meteorito sin dueño, mató a cinco familiares suyos por la fatalidad de la carambola y su rebote. Los alcahuetas orbitales dicen que a la máquina no le falta potencia, pues si un cuerpo retorna al punto cero, es por no causar ni beneficio ni consuelo al dios, quien enojado, en vez de devolver su alma ingrávida, la vuelve a introducir en su estuche (una vez estudiada) y la lanza al doble de la velocidad que nosotros la impulsamos. El tal Agaputo estima, de todos modos, que si multiplicáramos por diez el número de esclavos conseguiríamos, por fin, la ascensión con movimiento uniformemente acelerado ad infinítum, y ni Arcano ni dios bendito podría reembolsarnos dichos envíos. Con mi coraje destruido seguimos avanzando para escapar de esa locura. Cuanto más espiral comíamos más dura se le hacía la pendiente a mi Espartaca; hasta desmonté empujándola por la grupa. Las cabañitas de los civilitas eran diminutas, apelmazadas en amiganza extrema por los cuatro costados, y superpuestas hasta cinco alturas, como si el planeta estuviera lleno, y por lo que tengo yo visto, lo que sobra es espacio. La basura ocupaba todos los rincones, entremezclando sus efluvios con las fritangas y cocidos: el que comía ternera con patatas, masticaba al tiempo los pescaditos de un vecino, y los excrementos del que habitaba sobre su techo, pues lo pesado baja. Uno le cobraba al otro por servicio y viceversa: se vivía del aprovechamiento entrambos, lo que ocasionaba el empobrecimiento mutuo y unánime. Lo peor era el contento general y la envidia de los pecuarios, que anhelaban
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ascender para adquirir una cabañita a otras anexada por los ocho costados, porque «queda muy arcani», decían. Un día entero nos supuso escapar de lo concebido por mi padre Sorna Negra y sus arquitectos, hasta alcanzar la puerta de salida, custodiada por dos guerreros municipales. Se refirió a mí el del pecho acorazado. —Sé que eres Ruta la princesa, pero mi orden es no dejarte cruzar la puerta. Tienes que desandar Civilitas y repetir la ascensión, pues las conmemoraciones se han suspendido hasta maña... Espartaca pareció entender lo sugerido por el aguerrido, y sin acariciar yo apenas sus flancos, con su pecho de hierro atropelló a ambos, con crujido de huesos incluido, por el gratuito pisoteo. Sólo tras pasar la puerta, la cerré y escupí para liberar a mi boca de la memoria por los efluvios respirados. Donde Civilitas puso su muralla, comenzaba el más solemne bosque que yo haya visto. Un día se tarda en andarlo, sin cruzarte con el sol que la frondosidad negante oculta y custodia, pero como era de noche y la visita a la ciudad había sido lastimosa, acampamos junto al acantilado de los muertos: cientos de metros de altura daban al lago que desde aquí parecía un barreño. Millones de huesos de los muertos, que habían rodado mal por el precipicio, daban tono macabro a la mirada desde esta altura. Por aquí se lanzaban, cuesta abajo y durante siglos, los que perdieron el aliento antes del ahorro necesario para un digno entierro, o ahora, los que no poseían el oro del billete al cosmos, para la insólita e impertinente Catapultarcana. Como decía, acampamos junto a la hoguera, empapuzamos las sobras que el previsor Forniquín reservó para el caso y nos abandonamos al sueño, o a lo que fuera. Desvelada por el silencio, me levanté y le hablé al acantilado que tanta vida abrazaba, por la ofuscación que los huesos presentan a la descomposición: hice mía la valía de esas ánimas, el cráneo de un buen hombre, boquiabierto, engarzado en la cadera de un farsante extraño. Forniquín desplegó sus grandes orejas y me honró con su silencio, más por respeto a mi fama que por significado alguno, que al lacayo en nada le contribuye. Así le dije al acantilado: «Soy Ruta, la arcanita que más odio almacena. Doce años tengo y no he visto en el mundo, todavía, nada más grande que mis sueños. A los cinco años soñé que dos ejércitos armados, un instante antes de aniquilarse, tiraban sus filos cortantes y guillotinas y caminaban hacia el centro del campo de batalla; después de abrazarse comentaban
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de sus problemas y marchaban a comer, y los generales quedos, con sus órdenes por lanzar, sus territorios sin conquistar, con sus armas y estandartes humillados por la paz de esta imposible hipótesis mía. A los seis años soñé que mi padre, Sorna Negra, deponía su tiranía, repartía el ensangrentado imperio y nos llevaba con él (a mi madre, a mi hermano y a mí), para habitar una vida estética en un campo anónimo rodeado de cristal, donde los antiguos lacayos que tanto le temieron, apoyar podían confiados sus narices para envidiar. A los siete años soñé que la mitad de los lacayos de este mundo, se vestían de blanco y se me unían, y en sangrienta cruzada, arrasábamos cien ejércitos de mercenarios lacayos mandingas, ataviados en negro, y después de degollar a todos los que no huían, disolvíamos nuestra armada para imponer una máxima paz inteligente, custodiada por un ejército muy valiente, a la zaga de futuras arrogancias. A los ocho años soñé con la felicidad privada de un Amadis que por ejecutar tanto amor personal, desvaneciese mi ofuscación por lo público, aquello para lo que misionada nací... ¡Sueños todos de adolescente equivocada!, sueños de princesita mimada que solucionar quisiera, casi todo, con el filo de su daga, o con sus pezones en perenne florecimiento, ya más desdorados. Ahora sólo un sueño se me advierte, por más reflexionado más verdadero: escribir en este libro silencioso, repleto de espacios vacíos, el más orgulloso de todos los relatos, El relato total, aquel, que sólo con leerlo, confabule al lacayo, que atraiga a su ausente conciencia y cierre con torniquete sus infinitas tragaderas. Ya no más apocalípticas revueltas: se acabaron las guerras por los emolumentos y las utopías de la renta con las que tanto mesianiza mi testa. ¿Imaginas Forniquín un ejército sin soldados? ¿Imaginas a un dictador abandonado, sin el regateo asfixiante de sus lacayos, quienes lacayeando hacen crecerle el rabo al tirano?... Mi relato ha de ser, de tan elocuente, mágico, que con medio vistazo, apacigüe la mala fe de los envanecidos tiranos, que saque hombres de sus bribones más cercanos y, sobre todo, que cambie la conciencia de los propietarios de la culpa: todos los lacayos de este mundo, disfrazados en coartadas unos, con cargos y poder remunerado los más peligrosos. Un día más por este bosque y entraremos en el castillazo de mi padre, y de él no he de salir hasta que mi escritura sea perfecta. ¿Qué te parece, Forni?». Mi escudero tenía esparcidas por el suelo sus reliquias y las sobaba con meticulosa remirada: «¿a que son bonitas, mi princesa?».
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A la mañana siguiente emprendimos camino hacia la morada de mi familia, con mi talento bien dispuesto por consejo del Espíritu Desvelador, y con mi capacidad sin demostrar, pero engreída. Y comenzó la paz de Arcano: de todas las edades de mi vida, la menos bravucona, porque depuse mi militar manera de hacerme paso, y de abrir cuellos con destreza; pero no debe el ser ocupar su vida en lo que es virtuoso, sino, en aquello que por ser justo le reclama: su resultado final, cual misterio, tiene la textura del vaticinio, el olor de la quimera, y sólo acongoja a quien tiene el vivir por tesoro.
Se armó un bullicio en la puerta de la cafetería y Clara levantó sus ojos y volvió de tan lejos, del maravilloso lugar en el que Ruta la tenía emboscada. Los quemados se acercaban a la carrera empujando la nueva silla de ruedas de la Mujer Fantástica, que derrapaba por esquivar las mesas, y gritaban, cual niños a coces con una pelota en su parvulito. Veletas les seguía intentando participar, pero a una prudente distancia, pues no se le permitía una camaradería real. Clara no pudo por más que sonreír, mientras se le sentaban alrededor, eufóricos por la siestecita: se sentían los nuevos campeones de la reflexión y la psicología. «¿Qué lees, Clara?», preguntaron al unísono. —Es una novela furtiva. —Jamás lo hubiera creído, un psicólogo leyendo narrativa. Pensé que a los racionales rigoristas no le merecían en nada los cuentos —sentenció el Sazonado Corazón, muy resoluto y nada amilanado, como demostrando que podía lanzar enjuiciamientos; de no estar presente su bruja, se entiende. —Ángel, en esta novela no hay «párpados enjutos», «comisuras de labios», minuciosísimas descripciones para camuflar la superficialidad de nuestra narrativa actual: esta novela es un tratado de psicología que podría haceros mucho daño. La amenaza actuó como reto y los quemados, arengados por lo mucho que a su maestra parecía gustarle, insistieron en leerla. Clara, sin pensar en las consecuencias, arrancó una por una las páginas de economía, que fueron al suelo, y tiró el libro sobre la mesa: «Lacayo haz fotocopias para todos», le dijo al Veletaspolio. Ante la insistencia de los quemados por saber de qué iba tal relato, Clara desmenuzó, muy satisfecha, su argumento: «es la historia de una princesa, es la historia de la humedad, de la corajina, y de la fuerza...».
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Se le escapaban al Mudarrilla sus últimas oportunidades de resucitar: su asquerosa actualidad de vanguardia, con la que paseara todos los rincones en los que bullía la cultura de la gran ciudad, se descomponía. Cada vez más muerto y desavenido, veía traspapelarse en la tiniebla de su caja, todo el mal que su mollar sustancia a este mundo ocasionaba. Veletas ortopédico, invisible, no conseguía ver más que las espaldas de los quemados, por mucho que corría para adelantárseles. Recogía los frutos de su indecencia humana, idiotizado en su cólera, decomisada su sospechosa valía por los que tanto le hacían de menos. Aullaba la amistad en el corazón de Clara, después de brincar de su pedestal de terapeuta y acomodarse en el suelo llano, en la misma latitud de aquellos a quienes debía curar. Palpitaban sus sienes, mientras su bata blanca colgaba en la casilla metálica de la doctora. Esperaba sonriente, con esos ojos verdes (menos culpables y más melancólicos), a que el reloj de monótona voz dispusiese «¡las cinco!»: el comienzo de la terapia. Se esparcían los quemados por los rincones de la sala diez al goce de la lectura de Ruta, una miel colocada para ellos, de seguro, demasiado lejos, a desmano de su cortedad. El relato de la princesa, de sensitivo y poderoso, levantaba los suspiros y empurpuraba la poca valentía que escondían sus meninges chamuscadas: desmerecía al mejor de los ansiolíticos. El maravilloso relato de Ruta invadía, casa por casa y campo a campo, todos los dominios orgánicos de los enfermos: colocaba banderas en lo conquistado, establecía nuevas jurisprudencias y antijurisprudencias, desechaba lo periférico (la caca de la conciencia), y les hacía sentirse éticos. El lacayo entiende mal su mediocridad, cual estudiante insatisfecho al que siempre falta nota, o cual cordero ingenuo que alegre resbala por la línea de su matadero, a risotadas contra sus hermanos desechados por flacos. El lacayo ve nítido el camello que se introduce en el ojo de su igual ajeno, pero se espanta
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cuando se define su alma como tal, por entender demasiado bien la justificación de sus reverencias y cabezazos, todo ello dibujado en sus partes más íntimas, en su canguelo; tal es la hechura de su sustancia y no puede elevarse sobre ella, como difícil le es levantar la silla en la que su culo piensa. Lo contrario al lacayo es el héroe, no por las cabezas que corta, para lo que con ser bravucón sobraría, sino por su condición de poeta: el héroe es poeta por aquello que le anima, porque siempre supo lo que quiso hacer con su vida; y el poeta es héroe por el desapego casi criminal con el que trata su vida. Sin el héroe la historia sería un catálogo de malas cosechas, el enojo de los pueblos y el sonsonete de un sinfín de primaveras devenidas, la canción que en círculo interpreta la más barata caja de música. Sin el héroe, la historia sería el relato de los instintos del lacayo, presto a practicar lo que siempre supo, la lección más añosa del mundo: «aquello que deseche tu escrúpulo, otro se lo beneficiará». La grandeza del pecho del héroe es idéntica a la devoción que la humanidad le despierta, a la que odia de tanto que la quiere. La tarde de este jueves promete, como la mesa bien instalada, apetitosas y aromadas terapias, iluminadas por el acuerdo común en que desembocó la revuelta de los chamuscados. En esto apareció Don Ramón e introdujo, a duras penas, el bulto de su culo en la sala de los milagros: culo que para empollar huevos servía más que para el salto. Venía dispuesto a la reconciliación, no tanto por aceptar las demandas de los quemados, como por conservar su oficio de controlador. —Levando anclas amigos, que son las cinco. Se acabó la prórroga; comidos y sesteados, ¡a trabajar! —dicho esto cambió su cara hacia el desafío, dirigiéndose a Clara—. ¡Observo que están leyendo!... oh, oh. ¿No les has comentado que está prohibidísima la lectura, para que no se nos infiltren foráneas influencias? —Es culpa mía, Don Ramón. Les he pasado unos textos de Le petit prince para que se ejerciten en una racionalidad simplicísima. También les he fotocopiado párrafos de literatos modernucos con personajes que actúan por impulsos neuronales e instintivos, para que comprendan qué es la racionalidad, y qué no se debe hacer con ella. —Ojo con la racionalidad que es mucha cosa, si no se controla —replicó la gordura, pero recordando la revolución, dio una orden a
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su mano izquierda—. Bueno, si eres tú quien lo ha ordenado, valga. Tenemos que dar paso a los jóvenes. Sin estar del todo convencido dio media vuelta, y ya en la puerta, con su culo encajado bajo ella, sugirió: —Y ahí tenéis a Veletas. Ponedle faena que es hombre muy útil, para todo. Pero nadie estaba dispuesto al adecentamiento del desaseado Veletas: cuando la dignidad nos es retirada por lo cochambroso de nuestros actos, qué difícil es hacerla retornar; de ahí la bonita costumbre de blindarla para que envejezca a su lógica velocidad; la mejor de las anfitrionas en las que se habita: la dignidad. —¡Qué reflejos, Clara! —exclamó el Sazonado Corazón, admirado por lo de Le petit prince—. Mirad, mirad a Don Ramón cómo zapatea airoso a tender su epiplón en el despachito. Todos se unieron a las risadas, incluyendo Veletas, quien brindaría con su enemigo, cuando el amigo da media vuelta, a costa, esta vez, de negar a su orondo y venerado jefecillo. El Hombre de Oro hizo una pelota con «las normas para una mejor convivencia en la residencia», que pinchadas en un tablón ofendían al buen gusto, y le acertó al de andadura desigual donde le nacía un cuerno. Clara roció sus ojillos de bicho bribón, con una mirada, y la dignidad que consensuada alumbraba la sala, le dio en todo él, con un rayo de luz acusadora. Se acercaron al centro de la sala y tomaron asiento para comenzar la terapia, también el incansable impostor, sicario en apuñalar almas. Ángel Sazonado se moría de ganas por increpar a Clara al respecto de lo antedicho, con desprecio, acerca de los escritores «modernucos», que él tanto usaba cuando la bruja le negaba el sexo, imponiéndole solaz en solitario. Alimentaba entonces, en su sillón, la fantasía con novelas premiadas, por desconfianza a su criterio: —Clara, ¿qué has querido decir cuando te referiste a los literatos mo-der-nu-cos? —preguntó con la cara de una mosca que cree tener acorralado a un elefante. —El escritor es un ser humano —comenzó Clara con desgana, y elevó su vehemencia dando tironcitos—. El escritor quiere dar lo mejor de sí, pero con ello se lanza a una encerrona de la que no escapará por mucho que se desriñone: es hijo del mismo tiempo que quiere destruir, quiere barrer la misma baldosa que pisa. Sólo una audacia reformadora, tan exagerada como desquiciada puede elevarle sobre la mediocridad,
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la misma audacia que los lectores como tú le niegan. Sus personajes no pueden ser más valientes que su conciencia, no accede a las cerezas que le nacen al árbol en elevadas ramas, inalcanzables a su mano. Sus personajes deben conformarse con un cincuenta por ciento de la fuerza total del carácter, para que el lector, y él mismo, no se escandalicen, para que nuestra burguesía tan acostumbrada a proteger los términos medios no ejerza su natural censura. Por eso os he dado el relato de Ruta, por su inusual fuerza: o te sana o te revienta. Audacia, querido, audacia. A grandes problemas grandes soluciones... —Te has ido muy lejos —replicó el Sazonado Ángel—, hasta el orificio por donde asoma la metafísica. Yo sólo quería saber qué leías y qué tienes en contra de los escritores vivos. —Nada tengo contra los vivos, nada personal. Clara se defendía con decisión. Se levantó molesta por el contrapeso de su vientre, y caminó rodeando a lacayito Veletas, cuyo cogote esperaba el codazo de las cinco quince, y al no venirle se le movió una sonrisa, «me estoy ganando al personal; es que hay que tener paciencia», se dijo la tullidez. —No, los muertos sólo nos sacan una ventaja —continuó Clara con tono magnético, la voz que dejaba boquiabierto al oído más desinteresado—. Los muertos no tienen que vérselas con el tiempo, que por las tinieblas en que se frecuentan, está superado: la audacia de sus decires reside en la imposibilidad de reconocer el por qué lo dijeron. Misterio en el que el filólogo abundoso pierde su análisis y su tiempo. —Oye Clara, que yo leo novelas para olvidar mi pena, por distraerme. No para pedirle auxilio a lo que diga un libro. —Pues claro, claro queridísimo, por eso te lo digo: deja de leer, que por agradar a lectores como tú, el escritor jode su narrativa. Y siguieron largo rato a la defensa de sus radicales vislumbres: Sazonado, «la novela no tiene necesidad de limpiar el mundo»; Clara, «de no hacer eso, para qué coño se encierra uno con su talento a parir»; Sazonado, «por qué tiene que ser de más interés lo que diga un libro, que lo que opina mi aburrimiento»; Clarísima, «un escritor no malgasta su esfuerzo para enseñar el mundo que todos pisamos, sino el que nos debería sustentar». Ella se mostraba como una principiante, presa de su trabazón añejo, pues aún negaba sus conquistas esbozadas. Habrá que esperar a que Ruta siga apoderándose de sus debilidades. Y el infeliz Ángel era un lector de los que al mundo sobran, más
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ahogado por el babeo de «comisuras de labios» y «voces guturales» que por la palabra que tizna y quema nuestro carácter; algo arrastrará la verdad de Ruta por el evacuadero que Angelín porta por cerebro. Dicho apoderamiento será progresivo como «humo de roble que se lleva las historias», y que ya ha empezado su arder. —¿Nos sanamos hoy o mañana? —cortó inflado la joya de oro, presto siempre a lo práctico, y un tanto incómodo por el protagonismo que robaba Sazonado, en detrimento suyo. —Sebastián tiene razón —adujo Clara para hacerse con la venia—: estamos aquí para salvar la honra contra el ansiolítico, para soplarle a la virtud, ¡a ver si se infla!, para abolir la debilidad y alabar su contrario. Hoy es el turno de Máximo Alegre. Se dirigió Clara hacia el sitiador de la palabra, hacia el silente Adivina Qué, quien ondulaba su cabeza como un berberecho; y suspiró ella adentro su espíritu, a sabiendas de lo que la esperaba. Tenía un respeto lógico a los monológicos por las adherencias que alguno de estos habíase dejado olvidadas en el alma de ella. Y continuó: —Eres monológico, el hombre que se defiende con el silencio. Tómate el tiempo que necesites para relatar, a tu juicio, qué te tiene con nosotros. Clara sintió que había chocado contra un dique lejano, encementado de conchas sobre conchas. Comenzaron los estornudos, los cruces de piernas, carraspeos tensos y miradas oficiosas, que afectadas de la sobrenatural mudez, se colgaban del techo, en el hemisferio donde cría la bestia catatónica, ratón volador que boca abajo sobrevive con su racionalidad inversa. Adivina Qué (la hurañía, insectil marcha atrás evolutiva, o gusano de seda capullo de insipidez) tomó su tiempo: su triunfo es llegar cuando ya han plegado las banderas. Una vez aislado el lapso de los atentos que le daban turno, se hizo la nada, y no pudo cada quemado menos que reflexionar, animado por tan subterráneo aburrimiento: «... ¡ay!, si me viera mi bruja en este momento, “¿qué, efectuando inventario de musarañas y demás?” diría, “bonito adiestramiento para maduros cuarentones”... como si lo oyera. Máximo Alegre no parece ni respirar, va para largo. Mira, ahora ha pestañeado. Es el momento en el que Ruta sacaría su daga y la haría funcionar... “nadie sabe de dónde emanan las leyendas...” al morirse Amadis, aún aumentó su fuerza, claro, pero en lo que a mí me toca, la bruja no morirá sin antes
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deshojarme hasta el último pétalo. “Y un machote que en ningún momento se dejó estorbar por mi buena teta de jovencísima viuda, levantó el brazo con arresto. Como una gacela salté sin darle tiempo a bajarlo y crucé la arrogancia de su cara con mi porra rectificada de pinchos, y acallé sus gritos metiéndole mi aireado pecho en su boca...” ¡qué fiera! Soy un acoquinado, ¿por qué mi santa voluntad es lo noveno?... ¿por qué mi felicidad es rea de mi abandono?... esto tiene que acabar... quiero vida propia, ¡que nadie me viva!, tener currículum propio... “de currículos acostumbra mi culo a limpiar su orificio”, no, si la tía tiene gracia... claro, pero es muy fácil tener excelencia y arresto en las páginas de un libro, pero, ¿en la realidad, eh?... ¡qué no daría yo ahora por meterme entre las sábanas de mi rubia...! si no me quisiera no estaría conmigo... si es que una caricia suya anula mil desprecios... pero Ángel, ¿y el día que te escupió por no lavarte bien los dientes?... ¡qué pena no haber conocido antes a Clara, inteligentísima y guapa, maldito el ganadero que se la benefició: Dios da pan al mellado. ¡Morenaza!, que manos tiene para tocar, ¡qué melena para soltarla en sus pechos!, con ella habría desarrollado yo mi prometedora y natural inteligencia. Sí, pero borracho de lo de un par de tetas y las ruedas de una carreta, aquí estoy soñando en curaciones. No sé yo si no lo mandaré todo a tomar por Arcano... tengo que lanzarme con Clara, qué carnes más comibles, sin pasarse ni un gramo de manteca... pupilas de colibrí, pelos de lujuria, mofletes rosados, del color del cerdo al pimentón adobado... posar mis besos quisiera en el escondrijo de su cuello». La racionalidad de Angelín, propia de un gamberro, aún dejaba mucho que desear, si es que mantiene la esperanza de corregirse, y sin mentar sus pinitos literarios que, lejos de apresar la belleza de Clara, la quebrantan, igual que el cerdo escapado embarra y pone sus credenciales en el suelo de un museo. Sólo al hincar el diente a un cerebro podemos olisquear el estercolero, que la educación y el tacto disimulando esconden. Siga ahora el lector excavando adentro el ánima de Sebastián, el Hombre de Oro en el manejo de las finanzas, oropel de lata en pesquisar, si oímos el compás de su conciencia: «¿Monológico? ese pimpollo se calienta la cabeza menos que un chipirón. ¡Pues no lleva quince minutos sin abrir la boca, el muy linfático!: “moluscológico” es lo que es. No deberían mezclarme con
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estos especímenes. Al fin y al cabo mi problema diminuto es de ajuste... nadie puede resolvernos la vida. Estoy aquí rodeado de extraños y me siento solo. Sólo Clara parece comprender que la solución, al igual que el problema, vive en nosotros. Yo nunca había leído novela alguna, y de pronto aparece Ruta... Vivir para sí, gozar vida propia, respirar el aire de uno, no fisgar en lo público, en la casa del terreno extranjero. Yo quiero ser como Ruta: no conocer más tesoro que el dictamen de mi corazón. ¿Qué tengo?... cientos de propiedades han pasado por mis manos sin rozarlas siquiera, infidelidad permanente que las cambiaba hasta por el cinco por ciento, lo que me beneficiaba el soltarlas. Todo lo contrario al vaquero Delbrouk: ¡qué pasión por lo que sus manos rozan! —y recordó parte de la carta del ventrudo pisaverde—: “pero la vaca me parecía que había caído desde el espacio más lejano, y se me resistían sus saltones ojos, siempre atentos a sus intereses, al forrajear intermitente, a saborear dos veces la misma bazofia. Nada más lejano al humano que el rumiante independiente. Me costó la juventud comprender a mi padre, ‘hijo, no te conformes con lo fácil, acierta a comprender la más ambigua de las miradas’, y yo, después de tantos años, algunas veces, me sorprendo en semivómito masticando el ya ácido pollo que tragara hace horas...” pasiones como esta me he cargado diez en una jornada: he dejado gente en la calle, que con lo que yo le embargaba perdía su posesión y el sueño de su vida; y nunca me tembló el pulso al pagar el parabién con una mano, mientras la otra lo vendía. El ganadero, que por cierto, nada tiene que hacer con la bella Clara, tiene su sueño a la vista, fuera de él: es el sueño de su establo; pero Ruta, para examinar el suyo, orienta sus ojos al reverso, a su volumen intestino lleno de tripas, y en radiografía, lo acaricia entero, porque es un sueño interno, un como resquemor que se mueve con ella. Ruta, para ser mejor no tiene más que mirarse; yo, para lo mismo, debo huir de mí. ¿Y tú, Clara, qué sueño escondes? Mi ofuscada voluntad de compraventa se curaría en tu regazo. ¡Guapa!». Y miró a Clara con velado tacto: si nuestros pensamientos nos delataran como de exacto nos exhibe el indumentario, no habría malos entendidos, nos molerían a palos, o arrancaríamos el más improbable de los besos. Clara también le miró, y ambos se mintieron en el escenario de mutismo y palabras amagadas, con el que Adivina Qué estrangulaba todo aliento, en dicho lapso de la sala diez o curativa sala, cual laberinto de mudez.
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Parece que el Hombre de Oro, asomado ya a la tapia de la curación, abdica de sus finanzas, correrías y embargamientos. No es un literato frustrado como Angelín Corazón Empachado, sino la criatura natural, que en ofuscamiento por el negociado, se vino a menos. Pero la fortaleza de su voluntad, de una extraña aleación que supera a la del acero, precipitarle podría a ocupación menos putera que diseñar ruinas ajenas. Al menos, parece que este hombre está dispuesto a pagar la comisión que todo cambio comporta, pago por el engorro que a la masa encefálica le suponen nuevas ordenanzas. Hans Delbrouk le había mostrado un corazón nuevo, Clara un lugar en el que posarlo y Ruta su peculiar y perseverante ritmo de latir. ¡Primera felicitación a la psicóloga! La Mujer Fantástica, con su entendedera de láminas de legumbre, más molla, si cabe, por el amansamiento que suscitaban las feroces correas, ensayaba un brío de pensamiento nuevo donde acomodar su vulgar condición, aprovechándose también del enloquecedor y sin par silencio, que su campeón distribuía. Escúchese su recitación interna: «¡Pobre chico!, no dice palabra. Míralo, parece que está pensando. Ese sí que está enfermo: sabe Dios qué complejos y frustraciones habrán llevado al pobrecillo a mantener las palabras dentro; las aguanta y parece que en cualquier momento le estallarán... Clara sí que es “bonica” qué encanto tiene para los hombres, y cómo se explica, parece que todo lo sabe... mira, el mudito ha carraspeado, parece que va a decir algo... no, va a continuar un ratito más calladito... pues mira, bien que hace, si no lo tiene claro, para qué abrir la boca... debemos ser bondadosos y transigentes... por eso yo a Ruta no la entiendo: “así, amándonos en cada húmedo rincón, tropezamos a un día de la cima con un lagartija de montaña (los más peligrosos por la dureza del lugar que habitan y por su desapego a la vida). Amadis dudó por escuchar lo que la nobleza de su corazón gritaba sobre la muerte de los otros. Le dije que no mirara. Esperé que el lagartija desenvainara su cuchillo antes que yo, para acogerme a la legítima defensa, y le proporcioné un tajo limpio”... el lagartija también tenía derecho a vivir. Si no tiene casta y es un bandido de las montañas por algo será; sabe Dios qué circunstancias le habrán llevado a esa vida, ¡como si pudiéramos elegir lo que somos!... pues nada, la princesa justiciera le rebana el cuello, y sus dos hijitos, que no tienen culpa de nada, se quedan huérfanos... “vive y deja vivir” es de sabios y humanos, ¿qué necesidad
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hay de criticar a nadie por lo que es?... las cosas son muy relativas, y nadie puede tener la razón total, la verdad más segura. También, qué culpa tiene Ruta de ser como es: su padre, la educación, y que ha sido siempre una niña mimada... y que cada uno es cada cual. ¿Quién es nadie para meterse en la vida de otro?... y la muy arrogante se mete hasta con algo tan bonito como el arte: “El Talento más triste de los nueve era el de Artes Corpóreas y Decoración. Su tristeza respondía a la inutilidad de su conocimiento. Analizó él la destreza de nuestras manos poniendo en ellas un pedazo de madera que debíamos embellecer modelándolo. Yo era del resto de principiantes la más torpe en imaginación y destreza: de todos los objetos que le extraje a la amorfa madera, no conseguí nada que no se pareciese a una cachiporra. Él insistía en consolarme, pues «está demostrado que a mejor mano para el arte más licuado cerebro...” decía» ¡de eso nada, monada! ¿Vas a decirme que mi amigo Pablito el pintor, que por cierto, su familia es riquísima, ¡qué sé yo las casas que tienen!, que mi amigo Pablito hace daño a alguien con sus lienzos que fabrica pegando calcomanías, latas prensadas y caracoles muertos? Pues no, si a él le da gustito... y si se lo pagan como si fuera oro, mejor para él. Una que pudiera. Mira, si todos fuéramos artistas, no habría guerras, ni tanta maldad como se ve en el mundo. Ruta es una mujer llena de odio, y liga una mayonesa con este y con la emancipación: ¡como si para ser felices y un poco libres hubiese que odiar! Estamos en este mundo para divertirnos y ser felices con nuestra familia, que no hay nada más bonito, que las desgracias ya vendrán sin aviso y por su cuenta... ¡Pues no está equivocada la tía cuando adivina lo del libro con el Talento Desvelador!... “si en verdad es sagrado, nada tiene escrito, nada hay tan inasequible como el mundo futuro, ningún planeta se encuentra más lejano, y miente quien pesquise sobre ello. Anciano, ábrelo y dame la razón. Léeme la única frase que contiene la primera página, si es auténtico y no contiene burla: ‘nadie ha visto el mundo futuro, como nadie se ha encontrado con su alma allende la muerte; el mundo venidero será como nosotros lo hagamos. Princesa escribe tú en él un digno Relato’” y bla, bla, bla... mira, yo no quiero el mal para nadie, pero a esta princesita la cogía yo, y matarla no, Dios me libre que eso no conduce a nada, pero si yo tuviera poder, si yo fuera importante la metía en la cárcel, la encerraba a... a... a perpetua cadena... no salía ni en un año, ni en dos, ni en cinco... no saldría ni en una semana».
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Sin saber por qué, el nonato que flotaba en el vientre de Clara, se estremeció, desperezó sus gelatinosos miembros y se repantigó en una nueva postura, comodidad en la que chuparse el dedo durante las seis semanas próximas. Clara sonrió por este íntimo cosquilleo. No le importaban los tres cuartos de hora de mutismo: Clara se había recuperado a sí misma y ya no se sentía sola. No existe silencio ni oscuridad cuando se supera la barbarie, cuando nos amanece una vida interna más porosa e intensa, alejada de la concatenación de los fenómenos, del lóbrego desierto anterior a la semana que narro. Clara, convulsa y exudada, se disponía al abandono del penúltimo rastro de la metamorfosis que la sujetaba: en el camino queda su rabo, la seca y transparente piel que recubría su anterior carácter de lacaya. El desparejado Veletas, con su nueva expresión de azafata, repartía café con leche a los quemados y a su jefa: era la hora de la merienda. Un trueno amenazó tormenta allende el ventanuco entreabierto de aluminio, que Veletas se apresuró en cerrar para aislar fuera la borrasca melancólica y otoñal que se avecinaba. Un timbre de instituto produjo ecos por uno y otro lado de la residencia y marcó el segundo tiempo de la intervención del elocuente Adivina Qué, además de señalar la entrada al comedor del primer turno para la cena: una columna de catatónicos comenzó a fluir por el pasillo, con no más conversación que el sonido de sus pasos, el rozar de tentáculos de estos hombres pulpo, al acariciar el suelo que fingía ser de baldosas, baldosas pintadas en linóleo, plastificadas al antirruido, antidepresión y antideslizante. Clara miraba resignada e irónica la columna de deshecho por la rendija de la puerta semiabierta. Se intercalaban, cada diez monstruos, una pareja de sanadores con desabotonadas batas de cirujano, en comentar vulgar e intermitente con las caladas de sus ansiados y virtuales pitillos, inhalaciones anginosas contra el cotidiano hastío. El cielo destapó su garrafa y arreció fuera. —Querido, vas bien. Eso comentó Clara sonriendo al berberecho, con no poca decepción por el futuro de la humanidad imaginado, invadida por estos zombis silenciosos, asesinos del verbo. Los quemados, en cambio, resoplaban con internas carcajadas, cuales niños sabihondos que ven hacer el ridículo al más tonto de la clase. Clara, sin apurarse, ordenó a su benevolencia que siguiera con el decoro:
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—No te preocupe el aburrimiento que provocas. Ya te saldrá, no tenemos prisas, querido. Adivina Qué agradeció tan inusual comprensión con dos rebufes de sus ollares, y se animó a continuar su impertinencia, su silencio dilatado y persistente. Mientras este satélite comprime sus pulmones antes del estallido final, puede el lector infligir un castigo conmigo a las anteriores y obscenas meditaciones de la Mujer Fantástica. [Primero. Su bondad generalizada a todos, menos a la princesa Ruta, delata su apuesta por la mediocridad. Odia al héroe por no poder alcanzar su astucia y magnanimidad. Eleva lo mierdoso a la categoría máxima, como podemos ver en su alusión al tal amigo Pablito el pintor, vividor y artista. La tolerancia grosera en la manera de mirar del visitador de museos es elevada por ella a la única manera de mirar, anulando así el legítimo enjuiciamiento de las cosas y los sucesos: el cerebro que diole el despistado dador de cerebros, y que le corresponderá hasta la muerte, es un desperdicio. Segundo. Mantiene desconfianza total en la palabra (lo que atestigua su velocidad en la lectura): pasa para ella desapercibida, la verdad que dos o tres palabras con un verbo portan. Su sanación es impensable: no podrá reducir el instintivo y hacendoso participar de su vida saturada de actividad. Aprender idiomas, tocar varios instrumentos, meter a su marido en la aventura de Camel Trophy, empujar a sus hijos al mismo martirio de estúpidas actividades extraescolares, hacer punto para abrigar a un regimiento en plena campaña rusa en invierno, leer toda la nueva novela que anuncian los periódicos especializados, y visitar todas las salas artísticas de su ciudad donde se exhiben algunos presuntos sinvergüenzas... todo ello es demasiado para un solo cuerpo expuesto a las enfermedades y el envejecimiento natural de la especie. Su cabeza es un océano gelatinoso de infinita inquietud. Infinitos naufragios le aguardan por no existir armonía entre sus pretensiones y la fabricación de adrenalina. Los sedantes podrían apaciguar y desbaratar su imponente ambición, anular la actividad para ver si su cerebro arranca. Los sedantes verbales ya han demostrado su incapacidad en anteriores terapias, aunque Clara lo seguirá intentando: su vida es un catálogo de nimiedades. Las verdades rebotan en su interior y salen sucias por la oreja hermana de la que entraron: está desahuciada, desalmada, ciega, reconcentrada
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en su tullimiento, y sorda a los chillidos desesperados de la cordura implorante por salir. Tercero. Por ubicar el poder en la cima más lejana, cual atañedero exclusivo de los sabios, se victima como incapaz de hacer nada que no sea «atender a su familia», justamente de lo que el poder se atiborra y nutre: la familia, en la que todos encontramos el ambiente por el que nos comprometemos, y que fortalece el aprendizaje para ser libres cuando mayorcitos, es el nido que dicho poder envenena; pero no lo destruye, sino que lo repleta de armonía hogareña, lo blinda para que atesore todo el egoísmo que le cabe, cual ácido que disolverá el estado de bienestar, cual reinos gobernados por Mujeres Fantásticas, traidoras a lo que gravita más allá de los descansillos de sus puertas. La familia en la que aprendimos cómo querer a los demás establece el egoísmo entre sus más allegados, cargándose aquello que prometía: el amor a los otros. Contempla la Mujer Fantástica al sistema y lo cataloga, como algo más que una mano negra, como castillazo rodeado por mil fosos concéntricos a rebosar de cocodrilos y demás fieras monstruosas, por lo que ella, cual bicha, muros adentro, implanta el hedonismo, al que se dedica llamándole logística. Conclusión. Su actividad ostracina su mente. Es un asco. Es un humano que se estructura en garabato, que no merece ni la categoría de personaje de un relato, aunque me obligue mi apego a la verdad de los hechos: su cuello, cual estandarte de lacayo, más el bufido postrero al corte, es el más anhelado trofeo que sueña un héroe: cuello que permanece intacto porque el héroe actualizado se hospeda junto a la misma rabia que desea extirpar, en su hogar, cual atolón decepcionante, el mejor de los templos para tirarse de los pelos; y en renuncio de la sangre, incluso de los insultos, observa el cuello del lacayo santiguado y amparado por los mismos derechos humanos que el usurpador lacayo se misiona en destruir. Cuando los vasallos festejan con alborozo su mayoría absoluta, persiguen al héroe, incluso ponen alto precio a la captura de su palabra. Es el aburrimiento del héroe quien trastoca su anterior reglamento degollador, y exhausto por la impotencia que le da su exceso, en ceremonia de lágrimas, coloca su cuello a placer de los diminutos, junto a su fosa]. Se terminaba el tiempo, y el insonoro Adivina Qué, que había quebrado con su insolente «nada» el depósito de la paciencia, se dignó
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a ofrecer un mínimo, a ver si colaba; un botón de muestra con el que pespuntear los escuchantes el resto del traje, en cálculo imaginativo y probable: —Me llamo Máximo Alegre, y como oís hablo poco —hizo una parada para recobrar el aliento dicho semental de la palabra, y continuó su exposición—: vivo ensimismado por no tener nada que decir, pero me gustaría agradar a los demás. Yo creo que existen otras maneras de comunicarse: con un gesto, con una caricia en la mano, con la mirada... —Bien, querido: tienes mucha razón en lo de «otras maneras de comunicarse», pero son mucho más sofisticadas que la palabra y requieren mucha compenetración previa para darse. Es un círculo vicioso: ¿cómo conseguir saltar el obstáculo sin dar los trancos que te acercan a él?... ¿cómo te diría?... es como intentar ponerte los calzoncillos sin quitarte los pantalones, eso es. Clara ya conocía el sabor agridulce de este plato: agrio, porque de seguirle el juego, después de un tiempo se vería jugando a un pasatiempo en el que las reglas las inventa el otro, las reforma a placer y las oculta. Ya había pasado por esto igual que yo; y dulce, por la pena que nos da un animalito desahuciado. Este mal no tiene cura pues supera toda paciencia. De caer en sus garras, en la hondonada que propone, siempre se nos acaba el plazo un instante antes que a la bestia; sentimos, en cualquier momento, la violencia de una obligada decisión que nos da caza, reclamando a gritos una resolución: «o sobre el último tren, o en el andén inhalando su humazo junto a la vía». Interminables fueron los diez minutos que esperaron respuesta. Sin abandonar sus encantos, Clara, semidesesperada, repitió el acertijo al respecto de los calzoncillos y los pantalones: de cómo era posible arrimarse, sin mediar palabra, a la persona que esperaba esa comunicación de gestos y tocamientos de manos y miradas. Obtuvo Clara la misma tonada silenciosa por réplica, y desesperada ahora de lleno, volvió, cual pollino que camina anochecido, a repetir tropiezo con pedrusco idéntico a otros de hace años (en anteriores terapias), no tan obtusos como este, si cabe, pero empatados todos en escasez de palabrería. Quiso saber más, y arrebatadora se dispuso a forzar el secreto oculto tras las valvas del mejillón: —Máximo, no hay prisa, pero me gustaría ir a cenar con algún anticipo. Clara imploraba, liberando en su cuerpo toda la seducción que podía, para que el chipirón se hiciera hombre, para ablandar a la
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bestia. Y luego, corrigió su rostro en firmeza piadosa y se marcó una perorata de posibles males, a modo de listazo simplón: —¿Recibiste bofetadas en tu boca de niño, por padre, madre o vecino metomentodo y entrañable? ¿Te hincharon la timidez tus compañeros de parvulitos, colegio o instituto, al ponerte en evidencia y sonrojado? ¿No te gusta el mundo y así concretas tu protesta? ¿Te gusta tanto que esa es tu privada manera de homenajearlo? ¿Es de nacimiento tu timidez o lo has copiado?... tienes una historia que contar, y no necesito que sea memorable, pero, ¡en cuántos hechos has participado!... todos tenemos cosas bochornosas arrastradas de lo autobiográfico... si no te expresas aquí (en esta isla a salvo), en el mundo real, sólo te dejarán lo que un café tarda en enfriarse... Máximo, ¿estás enamorado de una mujer imposible? Adivina Qué, maravillas insonoras, rascó de aquí y de allá, en sus desvanes, remiró en los residuos de coraje que le quedaban y los apretó en una bola milagrosa con la que pedir auxilio, y la espetó al aire, emborrachada previamente con el glucosalino de sus lágrimas: —¡Sí!, ¡sí!, ¡sí!: desde el día que Don Ramón te presentó, has eliminado lo poco, que para mí le quedaba a este mundo. Clara veo tu rostro en Ángel, en Sebastián, en la amarrada... en el deshonrador Veletas no, por no ofenderte. Nunca había deseado a una mujer... estoy «en-Clarado». Esto es lo que le pasa a los cañones cuando se atascan: en cualquier momento escupen su fuego causando heridas a los circundantes confiados. Clara mejoraba su sustancia por momentos, pero al manejarse en este mundo de carne, hueso y bastardillos mocosos como el berberecho enamorado, no podía ser la Ruta que niega la amnistía a toda debilidad. Se acercó pesada y serena al hombrecillo que había declarado calculadamente su primera certeza, y le cobijó su cara de sepia antes de ser frita, en el edema de sus mamas parenquimales. Adivina Qué, todavía sentado y con temblorina, cual huerfanito, se refugió entrambas y se asió a ellas sin intimidad, fulminada por los feroces ojos de los quemados —que no daban crédito—, por Veletas y por alguna cabeza ladeada mirando furtiva desde la puerta; todos desencajaban envidiosos sus mandíbulas. Humedeció la sepia el vestido que a Clara tanto favorecía. Lo empapó hasta la barriga, más aún, hasta las mismísimas puertas secretas del chiquitín. Mamá
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Clara, como en el cuentecito, le susurraba al patito feo: «¡perdona querido!... ¡perdona querido!» —Este tío se ha vuelto loco —protestó Angelín que se sentía segundón y discriminado—: ¡que se ponga a la cola! No abre nunca la bocaza, pero cuando la abre... este tío es un nudista. Yo le parto los morros. —Ángel, no tienes piedad —le amonestó el Hombre de Oro, más humano y maduro—: ¿no ves cómo solloza y derrama su tinta el chipirón? Mari Pili Bueno Bueno, que así se llamaba la mujer a la que hacía rato, muy deferentes, habían soltado las amarras, repetía incesantemente como una loca: «qué parejita tan buena hacen». Mientras, Veletas apretaba sus dos manos contra la boca, como el mono sabio. La comitiva se fue disolviendo sin hablar más, gracias a la competencia genuina que Clara desperdigaba. El enamorado soltó con pesar lógico el asidero de dobles volúmenes redondos, y salió protegido por el brazo de Clara, que le dirigía por el pasillo cogiéndole el hombro. Detrás, Ángel y Sebastián se daban codazos y se embromaban con risitas, sin dejar de empujar la silla de Mari Pili pasillo arriba hacia el comedor. Veletas, en su sitio, siempre un metro retrasado, seguía a la procesión con su desigual y deslucido paso, sin poder despegar las manos de su estupefacta boca. Se atrianguló el marco de madera que cobijaba al eminente Freud en la solitaria salita de curas, le brotó una luzona vulgar y fosforescente, y si detenías fijamente la mirada, podías ver a Su Eminencia balancear la cabeza de arriba abajo, chiflado por la sorna. ¡Segunda felicitación a la psicóloga! Fin. Como si de un reloj de humo se tratase, el roble de veinte lustros había consumido la mitad de su tiempo. En su lecho de brasas se esfumaba ahora con más parsimonia, pero sufriendo destrucción definitiva. La princesa tomó un respiro para relatar la gestación de ese Relato total, que tendría lugar en su apacible estada en Arcano. Resonaban perfectas sus últimas atrevidas palabras en el aforo de las doce familias privilegiadas: «mi relato ha de ser, de tan elocuente, mágico, que con medio vistazo, apacigüe la mala fe de los envanecidos tiranos, que saque hombres de sus bribones más cercanos, y sobre todo, que cambie la conciencia de los propietarios de la culpa: todos los lacayos
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de este mundo, disfrazados en coartadas unos, con cargos y poder remunerado los más peligrosos». Cuando aún restaban varias horas para la albada, una frenética galopada con estruendos metálicos sirvió pánico entre las bestias de afuera, por lo que intentaron desasirse de su traba. Se impuso en la pacífica reunión, en la sala toda, palidez y un sudor frío general. Murmullos y temerosas miradas, cada cual hacia aquello que más quería: brotó la contextura pusilánime de los escuchantes. Ruta tomó el mando al portazo, cuando aparecieron dos guerreros de ultratumba con sus músculos empacados en un sinfín de armaduras, tan ocultos en múltiples corazas y petos, que no se veían sus carnes beligerantes y adiestradas. Ruta levantó el brazo para señalarse y acopiar con ello todo el peligro en su persona, además del pleno protagonismo: —¿Buscáis a Ruta, verdad?... por lo que veo, mi padre ha otorgado encomienda a dos criminales habilidosos para reducirme. No debéis ser las más valientes alimañas con tanta protectoría como portáis. Mirad lo que vamos a hacer: como tengo jaqueca no voy a mataros; volvéis a salir, llamáis a la puerta y repetís entrada con educación militar; por mucho peso que portéis entre las piernas bajo el vestuario, os despatarráis menos que la vez primera, y a mi orden os sentáis en la mesa, después de quedaros en malla y calzones. Si así lo comprendéis, prometo ir con vosotros cuando acabe, por las buenas, ya que era mi intención hacer el mismo viaje que me proponéis, pero en aburrido solitario, y podremos comentar cosas en el largo viaje hasta Arcano. De hacerlo así, no se os negará un ascenso, además de libraros de esfuerzos y rasguños, por los que no os conocería ni la putona que os parió. Así repitieron paso a paso las indicaciones, con gran hedor por el acobardamiento e interpretando sus huesos, indumentaria blindada y armamento, la sinfonía del canguelo, una vez desceñidos de dichos preservativos. En un rincón posaron cinco guillotinas, diez dagas y demás objetos cortantes, además de una colección de armas secretas, correajes, cascos y relucientes armaduras de acero y antepechos. Cuando se hubieron sentado fueron aplaudidos por los presentes, mientras un niño muy pequeño metía un sonajero entre sus calzones y sus propiedades más íntimas, al cual estas hacían sonar de tanto como tremolaban. Ruta miró lo que quedaba de roble y continuó su relato:
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Vamos a ir rapiditos, no quiera Arcano que estos señores se nos constipen, y dadles algo de comer que los mozarrones de hoy día necesitan abundantes gachas. Como os decía, el bosque también se ascendía en espiral, y para mayor ensanche de mi felicidad dimos confianza a Espartaca y al corcel de Forniquín, lo que agradecieron en relinchos y cabriolas, y alegrías por forrajear al antojo de su gusto: un trébol de aquí, una veza de allá, y una loncha arrancada a la corteza de avellano como postre; siempre sin alejarse, por entendimiento equino y fidelidad. Con mi lacayo era mejor no hablar, pues la chusma no lo es por lo opaco de su instinto o su gramática, sino por propensión testaruda a serlo, lo que produce tal deslucimiento de su salchichón cerebral, y en consecuencia, en sus maneras al parlotear. La chusma no es chusma porque sea fata, sino que es fata por ser chusma. «Disfruto mucho del bosque con belleza tan explícita, vasallo», le había dicho yo una vez, al respecto de la belleza agrupada. A lo que él me contestó: «Sí, disfrutemos bárbaro, aunque empedrado y con fondas, excursiones más cómodas disfrutemos». «¿Querrás decir disfrutamos y disfrutaríamos», le reprendí yo, y dijo por último, «sí, mi conjugar es algo descuidado: disfrutemos y disfrutariemos, y respectiversa». Yo, ocasionalmente soy soez, pero es de la chusma la perseverancia. Sin menosprecio ni pelotera abandoné toda polémica y conversación, y gocé del señorío del roble en solitario, desoyendo los vientos implacables de mi obediente servidor, y sin requerirle por zurrar con pedruscos a los jilgueros: ¡me encontraba tan cansada! Escupí en el monumento al «matalagartijas desconocido» y arribamos al castillazo de Arcano, obstinada por la insonora misión que yo misma me dispuse: llenar el libro que con su vida defendiera el Espíritu Desvelador, «para que el futuro imite tus palabras» me dijo al despedírseme. El castillo de Arcano daba por el norte a un caprichoso acantilado, en caída libre hasta el gran lago cálcico. De despeñarse un arcanita por ese lado, tardaría un día en llegar a él, visionado por los arcanitas urbanos de abajo, y por los pecuarios del último suelo. Viceversa: si catapultarcana no afinaba en el lanzamiento desde la ciudad, el fiambre volante se desintegraba contra los cimientos del castillo; a veces, por la impulsión, el exequiado se enterraba solo en tal pedrusco, cual sepulcro a la inversa. Cien mil arcanitas aspirantes a vidorra habitaban el estrecho fangal entre las murallas del castillo y el pútrido
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foso repleto de fieras, todas a dieta y con el tamaño de su gana más enorme que el de sus mandíbulas de tragar. Uno de cada mil, a lo miserable de su vida, superaba tal aspiración y se encastillaba con título de noble arcanita, o «funcioletras». Al contrario, mil de cada uno de estos «elegidos para aspirar a cuna altísima’» —como también se les apodaba—, morían de un prolapso de sus parasitaciones, o de sabañones en el estómago, provocado por la friolera de tragar de uvas a peras. Pese a lo cual, como chusma buena, abismaban su mirada del revés, hacia lo altísimo de la muralla, de donde la gratitud del noble y de asociaciones no-mangonentales eliminaban lo sobrado, por no comido o defecado. Algún harapiento moría por herida de ala de pollo pútrida, impregnada en cadaverina, que en vuelo descendente acertaba en un cráneo, o por el «juego del tenedor hidalgo»: se entretenían los niños ricos en lanzar un tenedor desde lo alto, y ganaba el mocoso que acertaba en una de las bocas siempre abiertas de algún cochambroso pordioseante, habitante del barrio de abajo. Un kilómetro de largo medía el ancho puente sobre el foso, que para entrar en el despótico recinto amurallado debíamos recorrer. De no tropezarnos un alma por el bosque nos dimos con esta muchedumbre apretujada por obsesionado recibimiento. Armé a Espartaca con su pincho petral de acero y le espoleé los flancos con mis talones y con palabras de ánimo. El crujimiento de huesos producía acompañamiento a las primeras diez notas de Arcanita la pelandusca leprosa, que en terca y espesa repetición bajaba de las trompetas sopladas por adiestrados elefantes, apostados gordos y muy regios en la muralla. Diez notas concisas era lo establecido para exaltamiento de la chusma, contentamiento sobrado para su oído escasísimo. El griterío de los harapientos arcanitas con derecho a noble promoción infundía pavor en las orejas de Espartaca y en las mías propias: «Ruta, dividiva, serás reina del mangoneado. Que tu gracia comande nuestro destino». Un mes de latigazos cobraron por memorizar dicho epigrama. Las bestias anfibias y voraces también festejaron mi llegada con gratis suplemento de nutrición zoológica: resbalaban al foso los estómagos más desnutridos, al descuidarse o ser azuzados a pisotones por la exaltación floral. Al llegar a la muralla, Espartaca, exhausta, coloreadas sus patas en carmesí-plasma-arcanita, hubo de respirar antes de emprender el siguiente aplastamiento, que aunque más selecto, el mismo escozor le merecía, fueran los anteriores harapientos muy flacos, o los grasientos
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de más peso y linaje. «Vamos, bonita, pisa sin aprensión que la noble chusma es blandita y se extingue mal». Por ser de mejor estigma y cuna, portaban fajines brillantes y banderolas lujosas con la pirámide lacerada en su centro. En terrible rozamiento y sobeo abrimos corredor entre el mogollón de malograda humanidad: Espartaca arrastraba un intestino cortesano del pincho de su pecho, víscera muy hermana a la de cualquier lagartija, por cierto. Los moradores del castillo, todos de sayos preciosísimos, en fanático vocerío, ahogábanse en repetir su consigna, cavilada con más intelectualismo y talla que los anteriores apisonados: «Ruta, unánimes maravillas te componen, desde que dos gemelos a Arcano le parieron de su escroto: Ruta y su hermano, a divina y copiada encarnación suya». Sus ojos obsequiantes no sentían dolor por las coces que mi yegua despachaba: no duele la herradura en el ojo, si se acepta alegre con adhesión y encomio. Después de poner a Espartaca en buenas manos, y dejar a Forniquín en estado moribundo tras el paseo narrado por La Avenida de la Gloria, ascendí altiva los cien escalones de la entrada al palacio. El griterío no cesaba. La ilustre comitiva me esperaba en lo alto de La Terraza de la Adherencia, ¡qué digo!, Terraza de la Adhesión. Todos me abrazaban y me quedé seca de escupirles, cual fueran salivaderas que se colocan en las esquinas. Enjuagaron sus unánimes escupitajos mientras sonreían por explícita orden de mi padre: «aguantad un poco que la chica es todavía muy joven», les decía. Mi madre, mi hermano gemelo adosado en cuerpo y alma al régimen, y mi padre, no osaron ni rozarme, por temor a ver tramitada mi promesa de rebanarles el cuello de arrimárseme: la familia no es tesoro más valioso que el asunto del donaire y la dignidad; la familia no obliga a esfuerzo suplementario de las tragaderas, máxime cuando la imparcialidad se adquiere de muy joven, en el momento que un comadrón, de un tajo, nos desune de la parturienta. Una vez hube terminado mis saludos, sin fingimiento ni comedia alguna, Sorna Negra hizo callar a la orquesta para dar comienzo a la exaltación de los discursos: media hora empleó en palabrería y agradecimientos, además de refregar, con menos gracia que un frutero, las hazañas inventadas que dieron gloria a su estirpe. Mal nacido quien adorna su nobleza con merecimientos del pasado. Mal nacido el que, para la oratoria, apoya su culo sobre la historia, la misma asentadera que desea perpetuar en su provincialato. Mal nacidos dos veces los
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que escuchan con sumisa comprensión, más por imbéciles, que por la amenaza que suponen una vez se constituyen en pueblo, adensados por arengas como estas, a dos carrillos mamadas. Mi padre siguió briboneando: «... festejemos la llegada de Rutita, vuestra princesa y mi hija, el esqueje de mi sangre que me sobrevivirá para vuestro gozo... y recordad siempre La Batalla de las Cabezas Cercenadas, que constituyó nuestro pueblazo orgulloso... destino común que compartimos con el esfuerzo cotidiano, para un futuro más útil, con más solidaridad, sin enfrentamientos, con más condumios... aún queda mucho por hacer... hemos cometido errores... soy como vosotros, un hombre sencillo y familiar...» etcétera, etcétera, y en tartajoso estilo. La plebe aplaudía a rabiar. Siguió el discurso del comandante Autopsio, el dignísimo generalazo de todos los ejércitos: de los degolladores ecuestres y de los pedestres mandingas. El auditorio lloraba de adhesión al mercenario, ponían su calamidad y sayo a su servicio, lacayos mierdosos prestos a cualquier maltratamiento que les propinaran sus censores. Cuando Autopsio dejó libre al auditorio, bien agremiados para ilusorias campañas posteriores, y rendidos a la pleitesía que los huevos del guerrero promocionaban, cogí toda la voz que pude y me suicidé un poco: lancé un discurso con el que exorcizar sus sutiles almitas lacayescas; de un empellón magnífico quise cargarme lo que gastaría un milenio de harto oficio y laborante convencimiento, pero yo de joven era de talante tal: «¡Arcanitos estultos y Arcanitas estultas. Nobles y noblas. Funcionariomierdas de ambos sexos. Aspirantes y aspirantas a elegante túnica de cretona, y pordioseros sin túnica, mecidos en infancia de cuna piojera. Escamas componentes del más villano de los lagartos. Hojarasca de lo humano que en el suelo pudre y fermenta con unánime tufo. Marranos y marranas de cualquier estamento de este culatorio pestilente... abrid los poros de vuestra inteligencia vestal, sin marcas y sin conocimiento alguno: El adorado lago que teméis no es el fin del mundo, ni la única perspectiva. Otros lugares mejores que este merecen nuevas hambres que pasar. Autodisolveos pacíficamente y allende el lago honestad otros territorios, sin servir a tirano alguno, sin el ardor de culo por los latigazos obsequiados.
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Fuera de aquí hay océanos de hospitalarios bordes por habitar, hay cordilleras para los amantes de las alturas, desiertos para los imbéciles estéticos y aerofágicos que babean ante la nada, bajo la crueldad del sol que tuesta y bruñe... No queméis las banderolas, pues en el bolsillo amenizarán la memoria de la escoria que fuisteis. Que no olviden vuestros labios las sílabas del himno que os hospedó, porque su tergiversación retumbar debe en vuestro pecho, para reconocimiento de otras cantatas de la misma traza. Arcanita, la pelandusca... la compuso un majadero que conocía bien lo que un oído necesita: diez años precisó para el estudio de la oreja y sus curvas, donde atascarse pueden dichas notas. Ni banderolas ni himnos que ensimismen almas acolitizadas. Recordad: el grupo apacigua el miedo, pero menosprecia al individuo, se carga al mismo ser que protege, de individuo en sicario transmutado. Ni Arcanos, ni naciones, ni castas, ni asociaciones... que no vuelva a uníos otra cosa que no sea la simpatía o el tesoro que otra persona esconde...». Seguí dos horas en arengada disposición y facundia en mi elocuencia, en aclamación de buenos consejos; sin maliciar; animada por el cariño y la repulsa que producían, en mi alma limpia, la insignificancia y la malicia de la chusma, respectivamente. Y terminé solícita dicho quehacer sin desviarme un ápice del vado que el andar honesto delimita: «... soy Ruta, y me cago en el antiquísimo dicho que de tal polla, tal astilla, pues sabed que es mi padre a mi respecto, lo que el desierto por camellos y sed paseado, al más bello y húmedo de los oteros. Mi madre que aquí imbecilea con su boca extrañada de mi palabrería, es saco de osteoporosis, con el tuétano hecho añicos de tanto nalguearle al régimen. Y de este hermano mío... ¡maldito sea el escroto de Arcano en su puerperio de dos esfuerzos!: de un envite salió el espíritu de Ruta, y de contracciones postreras, esta expectoración escrotal de humanidad nauseabunda. Más o menos. Desteñíos de adhesión y bañaos de antiguos esos chorros de indecencia y veneno que os visten, cual cumplidera... destiranizaos... destetaos de dicho pezón purulento... desgranujaos... deshistoriad la obstinación que mamasteis por la que os destináis en el futuro de un pasado: el paleoarcano de antes del botijo, y el neoarcano jurídico que festejáis como orgulloso ancestro lo inventó el abuelo de mi Forniquín, una noche de borrachera y a encargo... deshabitad esta locura.
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Habéis pagado con vuestros impuestos mi educación en la Aldea de la Razón, y como veis, orgullosos poneos de lo aprendido, que no hice mal rendimiento del tiempo. En dicha correría exploré el saber, amé y perdí mi corazón, pero volví para desencastillaros, mas es el odio la primera gota de la catarata que liberará la presa para emancipación arcanopeda, y ahí abajo no veo sino devoción a la miseria, fascinación por Sorna Negra y despojados humanitas. ¡Arcanitas todos!... de no ser por lo múltiples que sois, y porque hacéis merecimiento unánime, os daría una hostia por cabeza; a cada cual según su dormidera y corpulencia». La chusma, que estuvo embelesada de abundante subversivo como dije, no hizo servicio en decepcionarme, y abastardó con interminables aplausos y «¡hurra, alteza Ruta!» el amotinamiento que mi discurso proponía, y todo lo que en transparente planteé, surgiera del hidrófono por el que yo hablara. ¿Os parece, pacientísimos escuchantes, que mi mensaje contenía ambigüedad? ¿A que no?... pues caso omiso hicieron del recado de mi sermón, y cual si fueran criaturas todas sordas, se abellacaron todavía más hacia el régimen, si ello cabía, para mayor sorna de mi presente padre, el cual de muy feliz y condescendiente, susurraba y repetía a sus consejeros mamones el recidivo: «aguantad un poco que la chica es todavía muy joven». Pues así mi toma de contacto con Arcano. Sentía, a causa del cansancio, una profunda debilidad de enjuiciamiento, y unas ganas terribles de destripar mangantes como se hacía otrora, más si cabe que atender a mi ofuscada y arrogante pretensión de construir un relato salvífico para cándidos, que nunca pasara de moda. Una semana entera me di por reposo, para sanar las magulladuras y maltratamiento del preclaro recibir que me hicieron. Paseaba por el castillo recordando infancia en cada rincón corrido y jugado. No eran paseos ensimismados y apacibles propiamente dichos, pues, ya de paso, por adelantar faena, azotaba mandobles y alguna patada de tacón a los lugareños, que apostaban sus rodillas y alabanzas en las aceras de los edificios. De paso, visitaba a Espartaca que aún sufría sus arañamientos y el escozor en sus cascos, desherrados por mí, para mayor descanso de tantos huesos como hubo de fracturar. Me esperaba siempre echada y escuchaba mis ánimos en tono de amiganza: el oído equino mal oye el contenido de la palabra, no así la inspiración tonal del recado que le da su ama.
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Ya repuesta yo, me entorré en el aposento de mi hogar de princesa, después de ordenar pasar por fuego toda comodidad de tal privilegio, más por no distraer la mente que por castigo austero a mi condición hidalga tal: un dormitorio con camastro y un armario con mi armamento e indumento; mi estudiadero donde tantear letras friccionando el corazón, con libros, mesa y el cuadro documental zoológico de «todas las bestias de la tierra», como yo lo llamaba; el bañadero con pila de roca y lociones que mi cuerpo aromaban según el caso, ya con tufo de lagartija si este era el tema que me orientaba, ya con resina de médula lacaya, o me fumigaba con Agua de Tirana, que aunque fétida para mis instintos me concentraba en mi propuesto litigio; y mi habitación de dormitar, y el servicio de dos doncellas que quintaesenciasen mi futura condición de reinaza. El primer día me puse el monóculo que os mostré (el que aísla psicométricamente el introverso del lacayo), y despedí a una que dio cinco coma tres negativos en enjuiciamiento y avenencia dorsal al látigo, el máximo. Me quedé con... Sempiterna. Sí, ese era su nombre, por ser su madrastra tan borrega que a eso parecía, a un sayal de lana virgen, con garrapatas alimentadísimas incluidas. Pero la chica era tan lista como una raposa, para lo que tengo visto, y amable, además de muy bonita. Yo no precisaba fregatriz, ni nadie que restregara porquerías, pues en cinco años, entrambas, cinco veces hicimos el aseado completo de nuestro pequeño palazuelo. Dichos eventos los hicimos coincidir con el Día de Arcano —cuando se hizo hombre el divino encarnado en humilde peluquero, quien por asomarse de cerca a las pasiones de los humanitas y ver coitos, ascendió en propulsión aérea y arruinado—. El Día de Arcano, digo, cuyas celebraciones, casualmente, prohibían fatigaciones, ni grandes ni pequeñas, lo que a mi bies le daba ganas de trabajar. En Sempiterna experimenté, a su través, todas las sañas para mi propósito de escribirle las letras al Elucidario, pues aún siendo inteligentísima, su corazón contenía todas las flaquezas del abecedario que el lacayo atesora. Un día, después de peinar la una a la otra nuestras greñas, me comentó: —Alteza, ¿por qué te refieres a ese cuadro como Zoología completa de bestias, ovíparos y otras larvas? —Sempiterna, son tus ojos rasgados como los míos, y nacimos ambas de los mismos dolores uterinos, aunque de dispares triperías,
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la mía con retortijones dividivos... desenvaina tus más finos reflejos y minúciame aquello que ves y lo que sugiere —le encomendé. —Tres por tres metros mide el cuadro. Que es muy grande estaremos de acuerdo, ¿hum? Representa el Día de Arcano y la tercera onomástica de dos altezas, vos y vuestro hermano, conmemoración conocida después de lo del escroto... Etcétera, etcétera. Resumo para no aburriros con pormenores en los que se explayó por devotería al particularísimo puerperio, y continuó parloteando su inocencia: —Bello es el retrato múltiple que empezando de abajo hacia arriba, como requiere la lógica, nos muestra a cientos de vegetarianos por decreto y adhesión, que pululan el Arcano pecuario: son indigentes, no por bando sino por inhabilidad y desventaja estomacal; por lo que se sabe su aprovechadísimo estómago pasa con poco. Son, por vicio, los más inferiores del Mangoneado, los de la piel bruñida, los comunes. —¡Bien, increíble, arcaneante...! Sigue trepando por el retrato y dime. —Un estamento más alto habitan alegres un montón de civilitas en la ciudad que construyó tu padre, Sorna Negra. Como el cuadro ya tiene sus años se ve la ciudad muy pequeñita, antes de la reforma. Era entonces su naturalidad el trapicheo, por eso todos llevan una bolsa: por aquellos tiempos los civilitas trajinaban la urbe comprando por la mañana el enser inútil que descambiaban por la tarde. Después del reventazón monetario de hace ocho años, con la ruina que se produjeron unos a otros, derrumbose el sector servicios y tu astuto padre estereotipó la cultura, por ser un bien que nunca se agota, que cunde, de administrarla con cuentagotas. Algunos, aún hoy día, siguen portando una bolsa, más por salvaguardar las tradiciones, que por tener algo que meter en ella. Su estómago, dicen los hierbateros, no mide más que una alcachofa criada a secano en el desierto. No hay arcanitas más hambrientos, pues sólo empapuzan la susodicha cultura que alimenta y no enseba, pero de orgullosos y arrogantes, los urbanitas (que visten recatados, exquisitos y burgueses), desprecian a los pecuarios por habitar el excremento, y a los nobles por materializarse en la gula. Nuestros nobles les envían la cultura en carretas, y algo debe alimentar... o no se explica. Los civilitas ven ascender ejércitos de viandas y vitaminas (pollos, pavos y patos; terneras, borregos y marranos) con encogimiento general de vísceras, y en consuelo,
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segregan jugos y le dicen a las caravanas: «vale más acostarse culto y llorado que bien cenado». —Magnífico análisis, doncella. Sigue describiendo hacia lo alto, que me orienta mucho. —¿En verdad, os gusta divi-Ruta mía?... pues sigo. ¿Qué puede contaros Sempiterna del bosque que separa Civilitas de nuestro castillazo? Pues que de tan precioso, por más que le llueve, no se empradiza, porque las raíces de los árboles de exterioridad imponente no conocen hartazgo de agua, y sólo dejan vivos a unos raquíticos musgos, que en la sombra del norte hacen de bufanda en la parte baja de sus cuellos. A nadie le es permitido emboscarse en él por ser sagrado, incluso para atravesarlo por el único sendero, se necesitan avales y permisos, cuños reales y pólizas. Cuentan de un piloto de carretas que un día, por robar un piñón, que no le dio por más sabor a una carie, fue condenado a diez plumeros de acero: a barrer el camino de polvo y hojarasca, hasta que el metal se encogiese, lo que por naturaleza es harto difícil. El hombre se encorvó para siempre, y eso, que el día que hiciese lo del piñón iba precavido con salvoconductos bien cuñados. Quedan un poco embadurnados los veinte verdes en el retrato, por vapores neblinosos manchados, aureola de la mañana —y siguió muy natural y expeditiva: —Más alto vive el foso con sus fieras, y en el escaso barrizal que queda antes de la muralla, representó el artista a varias docenas de «automarginados bocabiertas», de los que se dice no tener censo. Aspiran a nobleza y mantienen erecto el espinazo por obsesión en mirar a lo que cae. No tienen estómago pero no les faltan ganas de comer, lo que tengo creído es una penitencia: un día murieron tres que perseguían una rebanada de zapato acariciada con mantequilla, que después de ser volada muralla abajo por un desaprensivo, no paraba quieta. Preciosísimo se ve el castillo donde vivimos los indispensables. Los nobles de cuna propia o merecimientos ocupamos dicha superioridad sin tributar dinero alguno. No sabemos lo que es el hambre, y sólo tememos la derogación de dicha regla. Artesanos y demás extras para cortesanas fiestas y hecatombes de asados imponentes, ordenan su vida a antojo suyo y exhiben los vestidos por el borde más exterior de la muralla, además de sus arcanudos derechos, a riesgo de caerse y ser comidos, no por las fieras, (que es tan feroz su hambruna como su andorga), sino por las más baratas rentas de los bocabiertas. Por orden, de menos a más adaptancia, ha colocado el artista las desiguales
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realdades arrimándose a vos y a vuestra dinastía: abajo, en la plaza del monolito troncocónico (perfecto talismán del mangoneado), hordas de noble chusma, atetados al régimen y a la apariencia, de la cual galardean con arriesgada pasarela sobre la muralla, como tengo dicho; se reúnen junto al pedrusco que algún gracioso llamó «el rabo de Arcano», debido a similitud y fantasía con la grandeza erecta que se le atribuye. Son gentes de imaginación sitiada por la fuerza de sus ídolos y por lo venial de sus ocupaciones. Mezclados con ellos en parasitadora postura, se entresacan sin esfuerzo veinte o treinta pordioseros, artistas que fingen bohemia lo que les proporciona inagotables golosinas y salazones, aparte de pequeños donativos por sus obras de arte, que extraen del acrobático frotamiento de su cabeza y de su cerebral contorsionismo. Está precioso el monolito a la independencia; hoy día está lleno de la basura que el arremolinado viento le junta, además de un sinfín de pintadas de los desaprensivos, a los que vuestro padre moteja «cobardes que al amanecer esconden sus genitales». ¿Por qué las figuras poliédricas no se muestran tan incorruptibles como el concienzudo diseño matemático que se las figuró? —preguntó muy asincerada la bella Sempiterna. —Porque el plan meticuloso no tiene que vérselas con el agua torrencial, con el desacierto, con el viento devastador; menos aún, con los ideales trasgredidos que año a año comen piedra, y la agujerean, cual si fuese hortaliza pasto de caracol. Sigue describiendo la estampa, querida Sempiterna —y la dejé acabar. —Será eso... —dijo, satisfecha de mi explicación acerca de todo pedrusco y su perjuro enaltecido. Y agregó—: otro tanto por encima, los más burgueses, con las cúpulas de sus palacios torciéndose hacia el alcázar más principal de Sorna Negra, imitando a las llamas quebradas que se doblan contra el padre de los fuegos. Son nobles por favores y mérito, y cierran la estructura helicoidal de nuestros estamentos: técnicos deterministas que imaginan a encargo las máquinas para que se aguante la miseria, vestíbulo de toda grandeza enésima; funcionarios laboriosos en cuadrar cuentas, magos en números primos capaces de provocarle cólico al famélico, de hacerle creer que su hambre es cerebral, de tanta confitería como lleva tragada. Y en apiñadura a la excelsitud de tu padre, los que adulan la norma, los consejeros amonestadores del introverso, quienes marcan el terreno al espíritu; recomendadores de estratagemas que bisbisean a tu padre las trapisondas para que la pirámide no se invierta; y a la distancia de un aliento
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de Sorna Negra, el comandador de tropas ecuestres, general de los mandingas prestos al suicidio y jefe de la gendarmería secreta, el temido Autopsio. Pero es el balcón real bañado con luz arcana donde el pintor echó su resto: con rostros en idealizado gesto, pero sin tergiversación ni desatino (allí donde termina la escalinata y comienza la perspectiva), Sorna Negra el Indoblegable, la Bellísima, un tanto gordita, madre de sus hijos, madre de la esperanza, y los gemelos niños, la ilusión y referencia de todo arcanita. Más arriba, «el que se disfraza de nube» compitiendo contra el cielo por salir en el retrato; el que se pavonea porque puede, por llamarse Arcano «el siempre resucitado». No había cinismo en Sempiterna e hice entender a su cabeza aquello que me preguntara sobre el retablo de todas las bestias: «¿no ves doncella, candidez y torpeza, que has descrito la fauna humana con uñas, pelos y señas? Ninguna de las fieras que me cuentas tiene corazonada alguna a cual obedecer, por participar, ¡todos!, de la misma sustancia de lacayo: todos se someten al mismo sofoco y vocación, sin contar con Arcano que hace lo que su interés y rabo le mandan». Y lloró Sempiterna, más por no comprender mi interior, que por justo miedo a tal subversión. Os cuento esto, comensales hospitalarios, por elevar vuestro alcance. Para que en honda y privada reflexión acertéis cuál es el grillete del lacayo con el que respira muy a su gusto. Ella era de mejor arcilla que la ciudadanía a la que pertenecía. Sempiterna demostró con su mirada al cuadro, que algunos seres mirados por separado muestran su quebradiza humanidad, como el junco dobla al burlarse su pendulante insignificancia del viento; no así el juncaral abigarrado, más expuesto al arrecio del soplo de Arcano. Es el grupo que en su escasez tiene por argumento «allanar y allanar», lo que favorece a la incompetencia, por ser muy dado el tumulto a eliminar lo bueno de cada solitario. En el grupo comisionados dejamos de ser mejores que nadie, al plegarse la multitud hacia la exhuberancia del más imbécil, lo cual expende las virtudes y otras cosas bonitas, cual si la vida fuese un economato. Mirad, por ejemplo, al par de guerreros que comparten nuestra tertulia: cualquiera de ellos vale por sí solo el doble de lo que representa; son cochambre sicaria por ceder su voluntad a la de su crujidero, el cual les pifia y se queda con lo mejor de ellos, para bien atender sus andadas. Pero, si son unos mierdosos —y esto es lo que deseo que custodiéis en vuestro cerebro—, es por devoción, por aptitud
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y deterioro de su conciencia; valen más y cuando se aplebeyan valen menos: es un círculo vicioso, una tautología... un misterio. Como os iba diciendo, me entorré por cinco años y no me concedí capricho alguno. Vi oxidarse mi daga, que se desafilaba por la atrofia y mansedumbre en la que fue envainada. Cinco años de rico pensamiento y nula hazañería, sólo en una afición empeñada: construir mi relato pugilante, para después, verlo funcionar furioso, y hacer añicos la estabilidad del lacayo. Me dispuse a ello con garbo, pese al tamaño del desafío, y sólo a ratos escuchando a mi escrúpulo interior que en voz de sugerencia decía: «Ruta, Rutita... ¿no sería de mayor rendimiento degollar cuellos, y dejar que la Naturaleza hiciera algo, en pariendo humanos de mejor química?». El relato total se escribía solo, empujado por mi afán y por la complicidad que me prestó Sempiterna, con la que experimenté cada vocablo de dicha forma nueva de narrar y de incordiar al lacayito; drenar su alma y desataviar capas de lealtad lacaya hasta penetrarle a su corazón: si en ella funcionaba, siendo al tiempo tan inteligentísima y anexionada a la jurispericia de mi padre, no podría por menos dejar al descubierto almas más sencillas. No voy a contaros cómo lo hice, para más provecho de la escasa oscuridad que le resta a la noche y para no provocar bostezo en el aguerrido temple de nuestros invencibles invitados. Voy a relataros de lo acontecido el último día de ese lustro, de la batalla enardecida contra la máquina de mi padre, y de cómo perdí; luego comeremos algo: Acabado el verano, tan exhaustas Sempiterna y yo por el trabajo, y enjutadas por los sudores del estiaje de Arcano, pidió permiso Forniquín para entrar en nuestra reclusión voluntaria. Una sola página le faltaba a mi Elucidario para ser completo, y Sempiterna todavía en camisón dio una patada al libro para esconderlo bajo el camastro: mi doncella habíase hecho humana debido al arranque de mi Relato, incluso estaba más guapa. Forniquín, que le debía su ser de incorregible bastardillo a su sistema endocrino, más incluso que a su vocación, me presentó los expedientes de la semana para que yo, en ellos, estampara mi realdad con la firma. Eran chiquilicuatros de estado sobre pacificación y necrológicas de nobles catapultarcanados, un viejo emparedado, azotes a unos cuantos y aplicación de fuego Arcano a un ladrón de piñones. Firmé con mi habitual recomendación en lírica de aforismo: «Mierda para quien lo lea. Ruta», y salió Forniquín tras desperdiciar unas miradas a nuestras
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piernas, con su cerebro exilado e imaginando groserías hediondas. No recuerdo albada más cristalina por la alegría de ambas al haber concluido casi nuestro ingenio, y mientras nos burlábamos, recién limpias, de la instrucción ridícula de los mandingas, en provecho de la ventaja que nos daba el balcón, mi padre llamó a la puerta. Inusual visita, pues en tres o cuatro ocasiones en todo el lustro me crucé con él por los jardines, y después de insultarle, todas las veces tuvo que recurrir a sus escoltas para que me desengancharan de su cuello. Así se me refirió Sorna Negra para testarme el arrojo: —Ruta dividiva, sangre de mi sangre por nacimiento usual de la vagina de tu madre, o por sangradura intrusa del escroto beato. Sabes que te quiero y mucho te admiro por los arrestos y pujanza que de mí has heredado, los cuales certifican las heridas siempre abiertas de mi gaznate... pero por el cielo de Arcano que antes que a mi amor me debo a mi pueblo, y puesto que tienes sustituto fiel (aunque imbecilísimo) en tu mellizo, no dejaré que derrames sangre en mi mangoneado, del que testimonia su orgullo nuestro monolito, y el blasón sacro de nuestra pirámide lacerada. Entrégame el libro que escondes, y que según todos los indicios espiados por mi Forniquín, puede atentar contra mi patronazgo, y contra el mundo todo. Ruta dividiva: despreciaste lo enseñado en la Aldea de la Razón, y pese a tal, estoy dispuesto a edificarte mangoneado propio para el entretenimiento que tu realdad merece, pero dame el libro y un beso, ¡la más preciosa de las arcanitas! —El corazón que porto sólo tiene una velocidad —le contesté yo resoluta, a sabiendas de lo que me jugaba—: no me está permitida la rebaja que la lógica le hizo al lacayo: «A», pensar lo justo, «R», sentir temblor por ello, «C», decir lo opuesto por prestar servicio, «A», efectuar el suceso sintiendo aliviado el canguelo, «N», arrepentido comer sus gachas bien pagadas, «O», jornalear dos veces y cobrar doble, por el embustero disimulo y por suceso encargado. «¡a.r.c.a.n.o!» Le grité tras recitarle la primera amonestación de la lógica de los rufianes, denunciada en el primer capítulo de mi creación, Sobre las Almas Delicadas y su Reverso. Desempolvé mi daga cortando el tirante que aireaba mi teta artística, y mi áspera voz colérica le desafió: —Por Arcano, más poderoso que tú, aunque divinamente más lerdo; por la sandez que mi madre porta en su rostro de cazuela de porcelana; por el tocino prieto que mi mellizo transporta por cerebro; por el Espíritu Desvelador que puso en mí la capacidad e imparcialidad de mi empeño;
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por el amor de Amadis que me hace heroína para merecerle. ¡Que pase esa puerta quien tenga hinchado el cuello, que por arreglar tal, hoy he de hacer descuentos! Púsose la recién nacida Sempiterna delante mí, por entereza irreprimible y por el aprecio que le daba a mi vida. «Toma mi daga de reserva y ponte atrás: harás esgrima en los cuellos que yo no tenga tiempo de zurcir», le ordené. Y así fue, por ser los mandingas los más valientes, o los que menos estimaban su integridad. La primera embestida fue tan ligera que envainé la daga y con la mano torpe, a soplamocos sin destreza, me hice la docena apuñeteando. Hubimos de retroceder para que los refuerzos retirasen a los heridos contusos, y entró la siguiente horda, mucho más marcial: eran un tumulto, que como puede comprenderse no tuve tiempo de numerar, y atacaban ordenados. Por la faena amontonada me ardía la cachiporra de tanto usarla, y le pasaba a Sempiterna algún infeliz al que no pude terminarle la rodaja, y ella disciplinada, en lágrimas llena, daba fin al cosidillo. «Aguanta cariño —dije yo a ella, para que no se me aflojara— que van a rendirse». Tarde o temprano se le acabarían los repuestos, aunque la fila de los que elegían morir era interminable. Hubo algún respiro: nos mirábamos con las armas empuñadas a la altura de la oreja, y ellos, jadeaban dudando de su patriotismo y de si valía la pena el precio «por una mocosa de alteza», se preguntaban en voz alta. Sonaban en el silencio los chasquidos de las gotas de sudor sobre la madera del suelo, caliente de tanto rozarse los desangrados, y por el hervor de la sangre, si brota de amígdalas asustadas. Yo me preguntaba cuándo me hartaría de desguazar. Casi acabada la poda, un instante antes de lanzarnos su rendición y desistir, Sempiterna se puso delante de mí, y a traición la hicieron suya, y me subyugué ante el filo que amenazaba la morbidez de su cutis. No se atrevieron a tocarnos un pelo por lo explícitas que habían sido las órdenes, pese a ser tentados a la venganza de ver morir a tantos compadres de su mismo color. Luchamos con bravura y perdimos; nos pudo la falta de estrategia, la cual sólo sirve de uniforme para la legítima defensa. Sempiterna no podía arrastrar su cereceda, de eslabones capaces de inmovilizar a un percherón. El grillete del cuello se lo dañaba, y sufría yo por ella, al inmiscuirla en esta fregadura. Como si leyese en mi pensamiento, ataviadas ambas en hierros, bretes y cerrojos, cuando atravesábamos el pasadizo de las mazmorras, me susurró: «Ruta, dividiva,
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atiende al escozor de tus heridas, que nunca fui tan feliz de abandonar la docilidad». Ahora lloré yo, no por nuestra malaventuranza, sino por ver holgada la valentía en mi amada Sempiterna. En ese instante, untadas en lágrimas de alegría, se despidieron nuestros destinos, al tiempo que nos ajuntamos para siempre. Aquí acaba la historia de Sempiterna. De lo que me hicieron da fe mi espinazo, más algunas secuelas en mi ser hembra que no preciso detallar, pero yo era muy joven por lo que aceptaba el dolor, no como castigo, sino como el examen de mi fuerza. Varios días pasé sin probar bocado, con heridas en pus y con los pies en un charco, amarrada al techo, y soportando la visita de algún vengador mandinga que de vez en cuando, me abofeteaba. Mi mazmorra hacía chaflán con el oráculo, y desde la humedad del subsuelo vi piernas de nobles que entraban y salían de él, dispuestos a obedecer la voz de Arcano, tras pago de diez monedas, de las de antes. En dicho sepulcro vi flaquear mis fuerzas mientras alucinaba de marchitamiento, de tantos dolores apretados: Amadis tocando mis pechos bajo una fuente, mi Relato total volando a la deriva por regiones desconocidas, y un pájaro carpintero (símbolo en Arcano del bregar constante), que taladraba siempre el mismo fresno. El dolor tiene eso: produce dicha ronda de imaginaciones. Hasta que un día, en la orilla de la chifladura, me sacaron y me llevaron, ataviada cual leprosa, amarrada en una carreta. No podía ni respirar de lo que atornillaron la mordaza, que me ahogaba en mi propia pestilencia, y así salí de incógnito. Es esta la segunda historia de mi vida, pues de sobra conocéis la primera con mi Amadis muerto, en la Aldea de la Razón. Años más tarde compuse la jugada: hizo mi padre un ingenioso edicto para tranquilizar al pueblo. En él se contaba cómo un virus atacó mi determinación y mi cerebro; por eso a curar me mandaron al quinto pino. Acababa dicho mensaje así: «por Arcano que mi mangoneado esperará la vuelta de Ruta, su luz y su gracia». Podéis comer algo que la historia se las trae. Luego os contaré de lo lejísimos que me llevaron y de lo que tardé en volver, además de una grata: Espartaca parió una potra alazana, tan cuatralba como su madre y violenta en lo de atropellar embellaquecidos. Ahora es la vieja yegua que todos conocéis. Se oyó un relincho fuera, en la noche, y muchos murmullos por tan bonita historia.
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capítulo viii La escuela de la piel y Tres imperios de apartamiento Repitió en voz alta una de las últimas frases de lo leído en su libro-coraje: «que las dos veces que ha llorado esta princesa han sido en tu regazo. Más que la molienda a palos me magulla el no saberlo solventar, no ver cristalina la venganza». No se amilane el lector porque Clara vaya por delante en la leyenda de Ruta. Cerró la terapeuta el libro y se desoló un poco: se distanció de la imaginación en la que la princesa, a modo de lucero, la colocaba, y prefirió el eclipse. Magnífica la soledad en la que quedó toda esa conciencia consumida en este jueves: Clara ya no hacía pie en su dormitorio de la residencia, de tanta felicidad como tenía. Pero a este jueves se le permite un nocturno capítulo, hasta que el sueño destructivo de la terapeuta degrade todo el poder de esta intrigante narradora. Dio unas vueltas de reconocimiento a su cuartucho, en la primera de las tres noches que dormiría en la clínica, cerquita de sus quemados: ¡cómo le cabía a tan escasa alcoba ansiedad tan amplia! Con el camisón, que pese a ser holgadísimo, a duras penas toleraba la casita del duendecillo en el bajo vientre, miró por la ventana y de una sola ojeada llenó de basura el jardín: farolas, caminos engañosos de grava, rosales podados en geométricos recintos, setos bien peinados, y chopos y pláganos domesticados a la mano del jardinero. «Odio el jardín que trastoca la misma Naturaleza que intenta imitar», se dijo, y se arrellanó boca arriba en el colchón de un cuerpo, atenta al adormecimiento reparador. Pero la conciencia se adjudicó una prórroga, antes de perder esa consistencia sin la que los sueños la dejan. Es el discernimiento en forma de cascada de la misma calidad obsesiva que el latir de un corazón: no sabe callar y escupe los pormenores de nuestras ruinas, sólo obediente al primer ronquido, o a las últimas sístoles que el corazón dirige, de atinar la soberana muerte. En embarullado y deforme dialecto le susurraba su reflexión, que «si me pica aquí, ¡qué calor!, ¡qué frío!...». Sí, la residencia se había
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convertido en un aulladero de amistad, al descenderse Clara al suelo llano de sus feligreses, y notaba ella misma sus ojos menos culpables de mentir menos, obediente a su nueva integridad... A pesar de no decirlo todo, quedaba claro que su valentía no iba a retroceder, por bien llegada, por no se sabe muy bien qué decisión, si por el chiquitín, si por el contagiante arresto de Ruta, si por azar o disparate. «¿Por qué un lacayo abandona la docilidad en la que se atiborraba?», se preguntaba, y le seguía pareciendo el más atravesado de los misterios. Y le entraban más acertijos de los que podía solucionar, y sentía inquietud por Sempiterna, tal vez por imaginar para sí el mismo hundimiento, tal vez por colateralidad; aunque también por Ruta sentía desazón, pero de diferente manera, pues cuando la vez le llega al héroe, es su derramamiento de sangre su solvencia, el furor de sus instintos vengados: no hay dolor. Picor, calor, y nuevamente frío, y la camaradería con la cofradía de cretinos al mando de Sazonado Corazón, que a veces, daba el relevo a esa lumbrera del negociado, con la epiléptica mariposa y el alga con estreñimiento bucal... Ruta desentrañaba gaznates, hermoseaba Sempiterna al purgativo de sus capas lacayescas, y recordaba la entrañable escena del chipirón incrustando napias entre el aroma de rosas de sus tetas, sin querer desasirlas... y su nómina pisoteada por aves de cresta en un corral al que ella no tenía acceso, o nómina al viento por adulterar las reglas de sus colegas, los bribones de la psicología... y Ruta a lomos de Espartaca en sanguinoso atropello de villanos, y Sempiterna con lágrimas interinas en sus ojos, por los mandingas rebanados, que colapsarían el recto turno de la catapultarcana por mucha faena acumulada, a expensas suya; y Veletas, tan fétido como siempre, terciando fechorías y traiciones... y picor, y calor, y frío, y sus ojos menos culpables... todo multiplicado y repetido a la velocidad de la conciencia. Más o menos era el corral en el que sus reflexiones retozaban a su gusto; digo más o menos porque había mucho más, porque toda narración se siente incompetente cuando de cuadrar un cerebro se trata, máxime si Clara recapitulaba tan intenso día; y terminaba, como aquel que dice, de recorrer sus primeros logros —la valentía, las enmiendas etc.,— cuando los mismos la hostigaban pidiendo «más... más», y en búsqueda de su apaño se desmelenó, sin importarle el gravamen que portaba en su abdomen, sin fijarse en su adiposidad
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reproductiva, sin escuchar los chillidos que aconseja la supervivencia, sin temor ni vértigo alguno, como le desaparece el pánico a quien gana las lentejas en la cuerda floja, allá en las alturas, que de tanto sacar lengua a la muerte le nace una valerosa función casi criminal, de volteretas incomprensibles e ingrávidas. Así surgió su rudimentario sexto sentido que llamaremos «reverencia a la verdad», cuyo defecto es el cálculo extremo de los inconvenientes, canceladores metódicos de los deseos —aún de los más segundones—, siempre atentos al «tal vez mañana», el «tal vez mañana» de los terrícolas. Y es lo que intenta contar esta corrompida narradora, estrábica de tanto mirar de reojo a la faena que le queda, como sucede al obcecado alfarero que ve secarse toda la arcilla sobre el banco de madera. Ya no hablamos de insignificantes logros, colgantes que una se quita antes de acostar, sino de una ordenanza abriéndose paso por encima de todas las demás, la nueva casera gorda, la enmienda a la totalidad. Unos nudillos emisarios golpearon la puerta y Clara, casi segura de quién era, restregó sus ojos para un posible trasnocho: Clara invitó al Hombre de Oro a entrar en su habitación y a los pocos minutos llamaron a la puerta otros nudillos. Era Sazonado Corazón que venía muy arreglado, y contrariado por encontrar allí a Sebastián, preguntó: «¿quién es el último?». Ninguno de los dos supo qué hacer con el atrevimiento y permanecían callados a la espera de no se sabe qué. Clara, más audaz que ellos, rompió su discreción, y sin avisarles, se puso a contarles la historia resumida de su galán y el fatídico desenlace que detuvo su crecimiento, que hizo de su vida, hasta ahora, una existencia vergonzosa y lacaya, la pegajosa resina que ahora pretendía pelar, muy inflada en coraje por lo último de Ruta y su destierro, y que el lector todavía no conoce. La amistad hace eso: añicos al amilanamiento y sus secretos. «Cuando el corazón estaba más atento, los primeros días de universidad, mi galán le atinó en el mismo centro...». Y se sentó Clara de espaldas a la ventana lo que oscureció su estampa debido al contraluz de las farolas, las farolas del asqueroso jardín. Como tengo dicho, harto inelegantemente, no provocaba ofensa al buen gusto por estar descuidado, sino por ser jardín. Y los dos hombres postizos —todavía— se tumbaron en confianza sobre el lecho de
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Clara, imaginando ambos que el otro no estaba. Al detalle les contó cómo el vacío creado por el galán furtivo succionó para llenarse de lo que fuera, y la penetró, y repleta quedó ella de lacayosis largo tiempo. A lo que esta narradora llama lacayosis, espíritu de babosa, alma de lacayo o pecho servil, lo llamaba Clara «calculadora conciencia», con su finura de modales la chica, muy avezada en escuchar a su mente psicológica (forma de mirar que yo aborrezco, por muy de moda que tal pseudociencia esté); pero en esencia se trata de lo mismo: el mayor deterioro que la humanidad ha logrado en su fallido intento por mejorar, amén de ser defecto asequible a todas las clases sociales por habitar engarzado en lo más profundo del carácter. El espíritu de la babosa es repartido camuflado en la educativa sucursal de la familia, como si fuera propina tan sólo, con la excusa de que los niñitos se hagan un hueco en la aborigen del desempleo, niñitos a los que se enseña instinto de supervivencia sobre una dignidad pisoteada... etcétera. Como iba diciendo, el Hombre de Oro y Sazonado Corazón, emplazados en la cama de ella, escucharon con pasmo las explicaciones tan humanas que Clara les ofreció, instaurada ya la nueva confianza. Habían pasado casi veinte años desde que el desgraciado galán se marchara un día llevándose bajo su brazo todo cuanto ella tenía, que ni era un coche, ni un pisito, sino toda la energía recién nacida de la adolescencia. Así habló Clara: «Él era un muchacho guapo, aunque en aquellos tiempos eso significaba lo de menos. De la mañana a la noche le poníamos límites al mundo, le hacíamos rabiar, hasta que este aliándose con la realidad (que nunca se cansará de demostrar que es más fuerte que nosotros), se tomó venganza, y con un pequeño soplido de indiferencia nos hizo un hueco entre los mediocres. Bien fuera en su moto, o en el asiento de mi divertido motocarro (aunque no lo creáis yo tenía uno de esos inestables artefactos), digo que, en ese reconocimiento incansable por la ciudad, nos reíamos de todo, porque estábamos muy por encima de los domingueros tan solemnes y adaptados a su engorro, de los compañeros politicuchos atentos a las consignas de su líder, de los artistas que imitaban pobreza, y que ya por aquellos años mostraban parte de la pezuña que ahora conocemos entera. De la mañana a la noche, antes de que nos alcanzase el castigo, enjuiciábamos con odiosa sorna a: madres de bayeta, padres que motejábamos «primos’ de tantas letras acumuladas,
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maestrillos ignorantes, beatos y clavariesas, militares, obreros y empresarios, abogados, filósofos, fontaneros, patrones de barco, futbolistas, policías y terroristas, funcionarios de correos y demás funcionarios. Por reír nos reíamos hasta en la cama, de lo que se deduce que como amantes, a duras penas, salvamos el honor; pero tampoco el sexo, en aquel momento, desbancaba a las cosas importantes...». Al Hombre de Oro le aumentaban por minutos los quilates, afectadas sus podridas sienes inopinantes por tan bella reflexión, y al cabo, la misma, provocaba, por exceso, desbandada general en sus neuronas, además de un pequeño complejo por sentir una fruta de prohibida apetencia en otras manos bien extrañas, «en las garras del maldito galán», se decía. Sazonado, en cambio, más ducho en palabrería, se repetía intrigante, «si me hubiera conocido a mí, a la mierda con el galán»; no se disminuía al entrarle tan digna reflexión: no se acompleja el imbécil, que por serlo cual don, (la imbecilidad que desde su hoyo le dirige), se le niega la óptica de suponérselo. En todo caso siguieron escuchando sin interrumpir, como dos tortolitos, que con el fingimiento de aire de autosuficiencia cubren su alma de tórtola. «Teníamos la risa un tanto floja, porque nuestra libertad intacta y sin taladrar nos lo permitía, porque ajenos a los medios de producción tejíamos una integridad peculiar, y si algún desgraciado nos quería seguir, puesto que el camino tenía la estrechura de nuestras adolescentes medidas, le decíamos que no cabía, le prestábamos una soga para que la pusiera en su cuello y la utilizase...». —¡Erais dos delincuentes! Saltó Humillado Corazón, acuciado por verse en clara alusión: se pensaba a sí mismo como uno de esos pobretes que nunca pudo separarse de la fila de tan cobarde como era, y continuó con la empachada versión de los hombres «buenos»: —Vosotros no atendíais a las circunstancias atenuantes de cada hombre: en la vida no puede hacerse lo que uno quiere, a veces porque el puchero está vacío, a veces porque queremos a alguien tanto que merece que le esperemos, o porque no somos perfectos y nos confundimos... ¡Qué fácil lo ves todo Clara! El Hombre de Oro, que como puede suponerse no es imbécil del todo, se incorporó un poco y puso a arder todas las castañas para que
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nadie pudiera comer ninguna: sirvió la táctica de «mal de muchos, imposible consuelo». —Ángel, eso es lo de menos. Nadie escapa a los medios de producción reglados desde arriba, ¡y con qué esmero!: somos marionetas del Fondo Monetario Internacionalísimo, de una digestión flatulenta de un masón, de la subida de azúcar de un gerente, del caprichoso poderío de los servicios de inteligencia... hasta los temblores de tierra están previstos en el plan por jodernos. El mismo Papa, con un gesto, hace nacer un truhán de la más humilde madre. Y digo más, esas mañas no se las salta ni Dios, pero yo creo que Clara se refiere a las conspiraciones caseras, a las que sí podemos evitar —señaló con el dedo en el ojo del Estupefacto Corazón—, como por ejemplo la tuya, por la que careces de respiración propia, al respirar por los ollares de tu bruja. Ángel Sazonado no pudo por menos que enfadarse un poco: «qué se había creído ese fenicio puesto en liquidar fortunas», pero le pudo la camaradería y clausuró el delito con una sonrisa. Se trabó en sus principios y prefirió aludir al mundo, lo cual es menos arriesgado que desnudar nuestras debilidades: —Sebastián, querido amigo, tú no eres mejor que yo: somos unos refugiados perennes, y lo veo bien. Mi vida es mi «chata» y la tuya, desahuciar incautos memos, ¡dime que no! Estaría bueno que yo no fuera condescendiente con los otros; no tengo más que echar un ojo a mi propia debilidad para entender que sus razones tendrán todos para hacer lo suyo —y se volvió hacia la bella que tenía los puños prietos, como empujando al recuerdo—. Clara tú eras mala en todo eso que cuentas... —Posiblemente, pero me quería a mí misma. No puede eximirse el delito ajeno y tenerse algo de estima a la vez: comprendemos las marranadas de los demás porque estamos de acuerdo... comprender, comprender, siempre comprender, darlo todo por perdido para que nadie acuse nuestra pereza. Demasiado caro. Respiró un poco y se apropió de la fuerza confitada que la verdad posee. Heridos ambos quemados, más en su orgullo que en su remordiente pasado, lo cual sería más de esperar, por sus ondulaciones ambiguas a la hora de definirse, y por el respaldo que al mundo le negaron; ambos digo, menos en boga y más en entredicho, cuajados por la acusación de Clara, su cara hincharon con la sorna del cínico, en apariencia, porque interiormente la verdad, cual interno vocero, se oponía al disimulo.
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—Habéis entrado en mi habitación y estáis en mi cama. Eso me da un derecho: vais a escuchar la biografía de mis arrestos que de primero muy esforzados, se fueron viniendo a menos. ¿No os parece que lo merezco por escuchar todos estos años a enfermos como vosotros?... Ya no daré alivio al carácter por arrimarle a la psicología clientela. Las dos almas escuchantes se juntaron en una sola alma bicéfala y se rindieron ante una racionalidad superior, lo que no podría ser de otra manera, porque a la verdad le pasa eso, nos arrodilla ante ella, por mucho que la luchemos. Perfumada en lucidez siguió maravillosa hablándole a sus discípulos: «No éramos condescendientes con los enclenques por arrogancia, sino por lo muchísimo que aspirábamos a un mundo mejorado, por lo mucho que lo deseábamos, lo que te arroga el derecho de pedirle cuentas a los tacaños en esfuerzo y demás gurruminos. A cambio pusimos nuestro pecho expuesto al enjuiciamiento de los demás y se nos caía la cara de vergüenza si otra «bestia» aireaba nuestros colores. La gente como vosotros se conforma con aguantar el infierno, con aprender en él a respirar: mi adolescencia librepensadora no comprendía la necesidad de tamaño fuego». Los dos hombrecillos de usual entendimiento callaron sus apreciaciones y se dejaron balancear en la belleza de Clara. Cuanto más verdad le arrancaba ella al pasado, más necesidad se les acumulaba de poseerla (la belleza, se entiende), pero con los verdores adyacentes que esta porta, cual paquete. El misérrimo talento de Corazón Fritanga le musitó a las zonas más reprimidas de sus insatisfacciones un quebranto, «bendito sea el fruto de tu vientre...», dijo para sí. Y Clara aclarada, serenísima e inclemente violó el silencio y les contó, no otra cosa que la epopeya de su galán, la cual de eso, no tenía más que el principio, al retirarse el muchachote, precipitadamente, a las cloacas, cuando el mundo le planteó el primer acertijo. ¡Qué difícil es escapar a la más terrible de las profecías!: al que mucho le promete el destino, y queriendo ser melón de dulce masticar, se transformará en una calabaza. Pero Clara ya había vaciado la presa de sus lágrimas, y ahora lo veía todo con esa amarga sonrisa que roza un tanto el morbo, con la distancia. Clara era la gata de colores, castrada, con la visión implantada en los cristales de sus ojos, de un rozar, de un turno que pasa.
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Eran ambos amantes tan jóvenes que necesitaban cicatrices, heridas de guerra, un pergamino que atestiguase lo valientes que eran; por eso cuando se caían de la moto, lastimados, se acercaban al hospital a recoger sus medallas para mostrarlas al escándalo de los mayores (como si no hubiera tiempo de arañadoras verdaderas), avergonzados de su madurez tan metafísica e irreal, cual de valentía tullido tatúa su pecho el lerdo con un dibujo de bravucón; al contrario que en la vejez, en la que harto de arrugarse ante el mundo saliendo indemne de mil matanzas, se obstina el viejo en disimular sus ranuras bajo el felpudo, y la vieja bajo el maquillaje. Para añadir ensañamiento y acelerar el crecimiento pisaron cien caminos, orillaron varios mares en un velero, y también, juntos volaron una vez. Continuó Clara su improvisación: «Errabundos, pero con destino, degustamos todos los estrechamientos, y le pusimos trampas a nuestro amor acorazado, seguros de vencer, como saltimbanquis que dificultan adrede los prodigios de sus volteretas, hasta el batacazo final inexplicable: el amor, de igual manera y para ser bien, debía demostrar su adiamantada estabilidad en la tierra, en desenmascaro de los callejones sin salida; en la estrechez de un velero donde el mar forma el más angosto de los desfiladeros, por mucho que el horizonte se las dé de infinito; y entre las alas de un avión (escasa imitación del más mísero de los pájaros), con la más teórica y cómplice de las miradas: «ningún problema cariño’, nos decíamos confiados». Clara, lagrimosa, comenzó la penosa fase: «nos pudo la seguridad». A su manera les contó cómo el Mundo, acostumbrado a vérselas con los más listos, se cargó de un soplido tan pétrea arrogancia y les puso un examen, a todas luces sencillo, mientras dedicaba su fortaleza a quehaceres a su medida: holocaustos, tifones, hambrunas y golpes de Estado. De tan fuertes como eran los amantes, les dijo el Mundo «¿a ver si el Espacio y el Tiempo hacen una excepción con vosotros», y les mandó una distancia repleta de mediocres tentaciones. Ambos se rieron mucho: «ja, ja, ja». El amor no consiguió ser más fuerte que ellos, que la suma de sus individualidades, y les nacieron nuevos órganos en el pequeño veraneo que habitaron separados. Lacayos mierdosos y humanoides de diminuta talla mental, prestos al banquete, se interpusieron haciendo valer sus derechos, que aunque inconsistentes y modernos daban el pego en lo provisional, a la espera del tiempo auténtico. Ellos, Clara y el muchacho, todavía enteros, atravesaron esa lejanía y ese suelo por separado, posponiendo el sueño de aunar
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sus vidas, cuando el Espacio y el Tiempo se pusieran de su lado. Pero al volver el Mundo de sus batallas estivales con casi un millón de muertos, los encontró cara a cara envueltos en mil reproches, ellos mismos sorprendidos de su debilidad, tirándose de los pelos, hechos añicos ante la sentencia general de los allegados mirones, «pues no os queríais tanto», les decían quienes hacen sus apuestas sobre seguro. Espacio y Tiempo, muy ingrávidos pero aliados entre sí, más la complexión un tanto tierna de la parejita, hizo que la verdad más vieja de este mundo se saliera con la suya: la imposibilidad de desaprender, tanto lo más bello como el más desnatado «no obstante», o lo que es lo mismo, ni rozar lo divino se olvida, ni su contrario, la más subterránea de las mezquindades, por lo que de igual repercute. Y cuando quisieron olvidar, un tanto temerosos de su temblor, se encontraron expuestos a nuevas responsabilidades, respondiendo a otras preguntas, achicando el naufragio de sus nuevos sucedáneos, y lo peor, negando lo grandes que habían sido. El Mundo, risueño siempre, les envió una balsa hinchable, de esas específicas para salvar la vida en los naufragios, repleta de extras y gente, y a ella subieron entre empujones y llanto. Aún tuvieron que sufrir un tanto cuando alguno de sus antiguos humillados (aquellos cobardes de los que se mofaron años antes), sentenciaba, «os faltó algún cálculo», o «aún podéis remendarlo... ¡con lo que os queríais!», o «fuisteis en busca de doña Belleza y don Justo y habían salido», o la más despiadada impertinencia que conoce bien el dócil mediocre, lo del melón y la calabaza. Y ambos hubieron de despedirse en solitario, pues gracia última no se les permite a quienes han acariciado impertinentes lo prohibido, lo divino y lo enésimo. La fatalidad que se había cebado en ellos, les permitió escribirse alguna carta, incluso verse y algún que otro beso, pero sus labios aflojados se habían quedado sin todo su exceso, después de la arrogancia y la infracción. Clara, llegados a este punto, se permitió mirar las dos cabezas de sus quemados, que sendos penachos de negruzco humazo despedían. La majadería de ambos se tomó un respiro antes de acudirles. Se presentó primero la de Ángel Fritanga: —Demasiada mujer espera demasiado galán. Y cuando el guión requería una hostia por no haber entendido nada, Clara se levantó pesadísima de su silla y le dio un beso:
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—Quédate con él cariño, que ahora pago mis desventuras. Más Sazonado que nunca recogió su beso y no le importunó la procedencia, o si el bello ósculo iba o venía. El Hombre de Oro, más astuto, yo diría incluso más sincero, salió de la oscuridad de su guarida y se aproximó a la angustia revivida por la despejada Clara: —Clara, eres encantadora. Nunca había oído nada igual. Ella, le envió una sonrisa escasa, como flotando entre la penumbra y la luzona, que las farolas del asqueroso jardín esparcían indirectamente en el habitáculo; y él, por primera vez en su vida, arropado en tanta comprensión, se notó superado por alguien y se dio por besado. Angelín, más atento a la pequeñez de sus intereses ordinarios, necesitaba saber cosas más concretas, al sondeo de sus posibilidades, en lo de atraérsela hacia sí, y quiso practicar con ella lo mejorcito de su agudeza, pese a que la varona de sus tormentos, apodada «la bruja», se había zampado, año tras año, la mayor parte: —Si me permites Clara y no te sepa mal, creo que no os queríais tanto. Además, ¿qué amor es ese que en un descuido se deshace? ¿Qué amor es el que deja que la desidia se coma lo más sagrado? Tú no has hablado de vibrar, de congestión, de palpitar, de estremecimiento... El amor es misterio, es la fuerza cósmica, que inexplicablemente, junta moléculas, nos engrandece y extrae lo mejor que adentro tengamos: arropar a veces, o ser arropados, pero siempre comprender y conceder. No sé, qué quieres que te diga... El Hombre de Oro, en cambio, se encontraba arrinconado entre las dos orillas: su reducida cavidad craneal no le daba para las grandes teorías de Clara, y su práctico ser tragón de fortunas veía en las palabras de Ángel una memez. Por mucho, o por demasiado poco se sentía como el loro en la nieve, y se curó en salud, silenciándose, pero atento a la divina Clara: —Todo lo que dices es muy noble, querido Angelín, pero nos hace de menos. No te ofendas, pero es una mierda —y entibió a partir de aquí sus palabras al advertir los aspavientos del Sazonado—. Tú confundes el amor con un pudridero de tragaderas. Yo no quiero hablar del amor como si fuera una dermatitis, que quite importancia a las restantes maneras de querer, y que a los demás nos asoman; eso es lo que me obsesiona, desde que aprendí que nada sabemos en soledad, como demuestra el chipirón, ¡que vaya tardecita nos ha dado!
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Los tres recordaron cómo luego el animalito había tragado a duras penas las patatas de la cena, salándolas con la sal natural de sus sollozos, entre algún que otro sorbimiento de mocos; pero eso lo contaré después de pasear un rato, y se reirá mucho el lector. Clara siguió su amonestación a la credulidad popular del Baboso Corazón: —Olvidemos el amor, pues cada persona hace con ello lo que buenamente puede. Yo os he contado lo que nos acaece una o dos veces en la vida: ver reflejada tu conciencia en otra extraña, y con esa hondura nueva, que tal consiente, existir más dignamente. Nada se parece al milagro de ver por cuatro ojos, de acariciar la tierra con cuatro manos y atravesarla a pares de zancadas. —Pero con lo instructivo y bonito que es no estar de acuerdo en todo y contrastar opiniones. ¡Tú tienes los instintos de Ruta! Este fue el último intento de Ángel por imponer su pudridero y comenzó el banquete de Clara, que como una fiera, a bocados, le dio por tragarse al puerco: —Ruta se alimenta de sí misma, es independiente, se alumbra desde dentro como las estrellas de luz propia, y que en nada les beneficia el reflejo: no siente dolor porque ya ha entregado su vida, no vence porque la victoria fue su nacimiento como ejemplar unitario, no decae porque su transparencia emerge de su gramática y de sus arrestos, y no da cuenta a nadie por ser ella la cuenta. Ruta, en este mundo, comería psicólogas como yo; menos restos se le resistirían entre dientes cuando se tragara enteros, higadillos como el tuyo. Ambos quemados, estupefactos, vieron la posibilidad de que Clara tan arengada se bajara un tirante y mostrara alguna maravilla, pero eso sólo ocurre en las leyendas. Clara advertida del temblor de sendos pares de ojos que la escrutaban, se rió a carcajadas, pues vio activo su coraje, tantos años adormecido. Sacó una botella de licor —prevista ella de que la visitarían—, y convidó a sus amigos: prohibidísima estaba la bebida en la Residencia de Quemados, pero fue Veletas quien se la había proporcionado; ya se anexaría el insecto alguna ventaja, favor o trato. Unánimes risotadas despacharon la tensión en que Clara les mantuvo toda la noche. Ella no bebió por considerar al pequeñito, pero se depravó como ellos en cuanto a la algarabía, las bromas sulfúricas contra el chipirón bisílabo, contra Máxima Lógica del Sopesar —así llamaron al astuto Veletas—, y contra las malditas farolas del asqueroso
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jardín, como creo ya haber definido; se sirvieron casi la botella para mejor contentamiento de la noche. Otros nudillos le dieron a la puerta con la intención de producir reprimenda, por escándalo en un refugio para enfermos, en el economato de la cordura: —Clara, querida, ¿estás bien? —preguntó Don Ramón desde su pijama de rayas—: no quisiera decirte nada, pero es de madrugada. A tal punto había ascendido el jolgorio que Don Ramón optó por retirarse para dejarlo decaer a su velocidad natural. Mientras se alejaba por el pasillo, en la penumbra de un luminoso que rezaba «salida de emergencia», no dejó de oír los gritos que trascendían la puerta de la habitación de Clara: «vete a tu nido que se te van a enfriar los huevos de tu pollada, o «déjanos leer en paz Le petit prince, culo-bufa de lacayo», o «nos pudo la seguridad, ja, ja, ja», o «demasiada fémina espera demasiado galán», o «¡hurra por el chipirón bisílabo!...» todo ello con estruendo y risotadas, como tengo explicado. Saldré a pasear un ratito. *** Voy a relatar brevemente lo acontecido durante la cena anterior a esta «orgía» de afectuosidad. Cuando Clara entró en el comedor repleto de quemados consolando amigablemente a Máximo Alegre, después que este se la hubiese declarado, se sentó a cenar a solas con él, para lo que hubo de pedirles el favor a sus otros pacientes y a Veletas, que no querían separarse de ella, muy atareados en la camaradería nueva. Era su intención agasajarle un poco, temerosa de que la situación se le fuera de la mano. Mientras el chipirón Alegre mal comía sus patatas, tras el disgusto al que se había expuesto por primera vez en su vida y en presencia de tanta gente, Clara no dejó de susurrarle a su sesera, por el canal del oído, buenos consejos, tal como yo lo entiendo: —Cariño, Máximo... la verdad es que no sé qué musa te puso el nombre... deja de llorar y come. —¿Nos están mirando? —dijo en voz escueta, con sorbimiento de moco adornada. —Pues claro. ¿Y qué le importa eso a un mozuelo como tú? —Te estás cachondeando... «mozuelos», eso es lo mismo que dice Ruta de los aguerridos que vienen a llevársela.
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—¿Ya has leído hasta ahí?... tonterías. Ruta no existe, es una leyenda. —Si viviera yo la veneraría, me arrojaría a sus pies. Qué envidia de coraje, ¡qué mujer! —Ya sé que te apostarías junto a su sagrado suelo, y también sé que Espartaca te aplastaría sin herirse nada, de lo blandito que debes estar... El resto de quemados, en apiñadura, ocupaban otra mesa desde la que no perdían detalle de dicha comedia, titulada La bella y el bichito. En un rincón, solitario, cenaba Veletas con la única compañía de su vanidad, acuciada en mantenerse erguida, sobre sus pies: muy floja tenía la vanidad el ultrahombre cojo. El Hombre de Oro, que de todos los encendidos se mostraba el más adelantado, pese al adormecimiento de su sesera acostumbrada al tira y afloja de la bolsa, se dispuso a conversar pontificando sobre Ruta, por el aprecio que le iba cogiendo; para dar un empujoncito a las intragables patatas al gusto revenido, conversaba con sus amigos y miraba a la Mujer Fantástica, quien a lametones se las absorbía sin masticar, en su ahínco y gula de creer que el mundo se acababa. —Ruta llamaría al cocinero que ha pataleado sobre estas patatas y le haría pagar la imprudencia —comentaba Sebastián Oro. —No nos quejemos, al menos las comemos en compañía —señalaba Sazonado Corazón, apuntando, con una de ellas pinchada en su tenedor, al parásito Veletas, quien purgaba su reputación en masticaduras solitarias—. ¿Recordáis el juego de los niños ricos de Arcano? Veletas notó que se hablaba de él y devolvió el cumplido con una adulterada sonrisa. —Sí, hombre, sí. Los que lanzaban un tenedor desde la muralla a ver si acertaban a meterlo en las anginas de un hambriento —decía la Mujer Fantástica mientras todos abrían las bocas con sus tenedores alzados, y riendo todo lo que podían. El insensato Veletaspolio hizo lo suyo a cinco mesas de distancia y sin ingerir la broma. Los tres acariciaron la idea de jugar a meter cosas en la bocaza del imbécil, y «que gane el que le acierte con lo más gordo... ese se zamparía una silla con tal de agradar», decía uno; «no, no, ganará el que se le cargue la sonrisa» dijo ella; «Toma empleado Forniquín, cien puntos», dijo el otro lanzándole al tiempo una patata tan dura que parecía haberse cocido por su cuenta, e hizo diana entre el ojo recto y la verruga del pómulo. Veletasprenda ranció un tanto lo que
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le quedaba de sonrisa, para amortiguar el tuberculazo y el efecto que le hacía, a su dignidad ya careada, tal travesura. Cuando se les pasó el hipo por la risa, y parte del empacho por el platazo de canela con natillas, se dirigieron a la terraza empujando la sillita de la mujer. El Hombre de Oro volvió la cabeza y le chilló a Veletas: —¡Forniquín, sírvele el café allí fuera a los arcanitas nobles!: que sea solo para el menda, con leche para mi amigo Autopsio y con coñac para Sempiterna, nuestra tata problemata. La carcajada se generalizó en la sala, incluso de los que no se hacían con la intención al desconocer el relato de la princesa, pero que encontraban gracia en la familiaridad con que unos pacientes trataban a un colega. Es la primera vez en la pingüe vida de Veletas que pensó seriamente acudir a un psicólogo: se le agrandó el defecto de su cojera por un instante y se deprimió. Caviloso en su complejo, y herida su piel de comadreja, no veía acabarse su necedad y sirvió el café: sentía tan de cerca su menoscabo que no se le representaba el momento de perderlo de vista. También sirvió en las manos de cada cual nuevos capítulos del relato de Ruta, y convertía su servilismo, a pocos, en el único sospechoso de cualquier denuncia postrera, a la que se agarraría él de haber desbandada, para lo cual colgaba notas imaginadas en los huecos libres que quedaban entre sus estratagemas. Reinaba la paz en la terraza de la residencia, a la que también se habían incorporado Clara y el chipirón, además de un sinfín de lerdos que en nada nos interesan. Todos, incluidos estos, se adueñaron de la confianza y gritaban sin cesar los servicios del cojo: «¡camarero, un cortado!». Entre sorbitos de café, Ruta se adueñaba de los pocos territorios que faltaban por conquistar y se hacía fuerte, aunque fuese sólo en una diminuta zona de sus desplanchados cerebros. No hablaban, leían, se dejaban invadir, se rendían eufóricos al asedio de sus corazones, excepto Clara, que menos optimista pensaba en la «escuela de la piel», a sabiendas de que a Ruta, por muy fuerte que invadiera, se le resistirían arrebañaduras incrustadas entre pliegue y pliegue de las circunvalaciones cerebrales, en el territorio por donde señorea el carácter. «La escuela de la piel, la escuela de la piel...» se decía, «no podremos mejorar pisando aquello que nos hizo. Para saber quiénes somos es preciso mirar atrás, cuando nuestra juvenil piel dejó entrar la cal y la arena, lo bueno y lo malo, los principios y nuestra manera
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de mirar... todo lo que las circunstancias transforman en madura acidez... no quiera el pato ser halcón». Y lanzó respectivas miradas a sus Quemados: Corazón Sazonado mascullaba propósitos al leer, y le brotaba una expresión de autosuficiencia «que se lo va a cargar», diagnosticó Clara, en silencio, nada benigna e inclinada a lo malo; más reflexivo, el Hombre de Oro, parecía entender y evocaba su juventud, antes de ser adicto al dinero, cuando su piel era el veneno radical de un ermitaño, cuando sus principios no habían sido trasgredidos por los mil portazos de sus negocios; sí, se había acostado con la humanidad un día, y de mucho que la quería se vio abandonándola por faltarle esta al respeto, o por esperar demasiado de ella; la mujer hiperactiva leía como la zurcidora que escamotea trocitos de vida entre pasada de aguja y decidido golpecito de dedal; esta mujer vivía en el elástico, del que una vez desasida, sería lanzada a sus quehaceres estúpidos, pues nada tenía escondido en su manga, nada quedaba en su piel juvenil, bruñida de tanta insensatez enseñada; peor traza tenía la mirada que Clara envió al bichito: el que antes de ser chipirón fue paramecio, el que come y defeca con primaria sensibilidad, el que nada tiene en la piel que le pueda salvar, de no ser el engorro de verlas pasar; el que sufría como única experiencia la epidermis sin tocar, con sus brazos abiertos, o mil travesías sin realizar, o cientos de escalofríos en una sala de espera, con todos los huesos contusos de no sufrir golpe alguno, agotado de pugilar contra el aire; Clara se desesperaba de verle lechugino, encharcado en sus íntimas babas, que también le caían por falta de continencia. Vestido como un humano, no era tal. Tan intuitivo como mi abuela, el Hombre de Oro se mantuvo todo el tiempo que durara la reflexión de Clara vigilándola a la distancia de su reojo; acabó de leer el párrafo en el que Ruta, con su elegancia, recrimina a Sempiterna por su escaso enjuiciamiento al respecto de las fieras del cuadro: «¿no ves doncella, candidez y torpeza, que has descrito la fauna humana con uñas, pelos y señas? Ninguna de las fieras que me cuentas tiene corazonada alguna a cual obedecer, por participar, ¡todos!, de la misma sustancia de lacayo: todos se someten al mismo sofoco y vocación, sin contar con Arcano que hace lo que su interés y rabo le mandan». Y se acercó a la mesa de Clara, más cerca todavía, se sentó a su vera y le cogió la mano, de tú a tú, con el compadrazgo de ser adultos ambos: —¿Nos sanamos?
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—Nunca os curaréis. Sentenció Clara haciendo caso omiso a la cortesía de dejar una puerta entreabierta, una escafandra de aire limpio en la que respirar. Todas las verdosas luciérnagas de Sebastián aterrizaron en el suelo al apagarse la luz sin aviso previo. Clara se dio cuenta y remendó con un poco de piedad el descosido: —La escuela de la piel tiene la culpa. El melocotón cuando madura y se pudre no deja de ser un melocotón. Nosotros, feroces y arrogantes, desatendimos los principios que nos dieron el lustre, negamos los valores que nos templaron en la escuela de la piel, cuando nos hicimos mayores. Y ya os lo dije hace unos días: nada queda si se nos fugan los principios, sino vida echada a perder. Podemos vivir con un riñón; sin principios nos ofrecemos en sacrificio a un simulacro. —Yo estoy vivo —protestó el Hombre Dorado Púrpura, al intento de abrir un revividero—: estoy aquí para encontrarme a mí mismo, para conocerme... —Estás aquí para que yo te descubra un sucedáneo de la vida que asesinaste; sucedáneo, que como indica su nombre «es algo parecido», y ¿qué puede ser parecido a la vida que no sea vida...? la muerte, querido. Somos dráculas con más hambre que vergüenza, que cuanto más aroman sus colmillos en sangre ajena, más lejanos se encuentran de abandonar su condición patética. El corredor que llega el último, siempre pretende que se repita la carrera. —Dios mío, ¿tú eres nuestra terapeuta? ¡Qué le habrás dicho al chipirón preopinante...! ese tío no llega a la noche. —Al muerto es al que menos importan las coronas de flores. —Clara, por tu madre, no me abandones —suplicó y soltó su mano, tan pálido como un chupasangre—: humíllame si para sanarme vale, pero no me encierres en un círculo de fuego a solas con mi aguijón. Enséñame eso que dices de «la escuela de la piel». Y se lo enseñó, pero tuvo que formularle la pregunta más fácil y difícil que el mundo conoce: —¿Qué querías ser antes de claudicar sin combatir? ¿Qué reglas dictaba tu corazón al abandonar al niño Sebastián? No hablo sólo de proyectos, pues nada importa que se realicen o no, sino de quemazón en tu juvenil piel. El Hombre de Oro, en oropel fundido, vibró entero (como caballo recién levantado que se sacude al calorcillo dulce de un rayo de amane-
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cer), avistada de lejos la primera piedra de su salvación, y se puso a ello, para lo que abrió las cortinas de la memoria y se citó a sí mismo ante el estrado; el «sí mismo» que ya no existía, no por los años pasados, sino por la severidad con que el hombre birria se abandona a la misteriosa paz negociada con el enemigo, con la pereza, con la imposibilidad, con el ímpetu de los que empujan más seguros. Tuvo que desapolillar mucho para convocar a sus adolescentes bravosías, como pedirle a un cerezo que recuerde «cómo era ser cerezo», injertado años ha, con nueva savia de guindal, por la fantasía de un pecuario intransigente. Y habló el guindal de las tempestades que pasara cuando de joven cerezo quería ser más, en el último intento de reparar dicha injusticia. Pudo la memoria por muy poco: unos cuantos años más y el Hombre de Oro no hubiera podido evocar su escuela de la piel, que sería barrida por la acequia de los infinitos reajustes. Desgraciadamente (y esto lo guardan los psicólogos en una oquedad secreta), ni recordar ni arrepentirse ha curado nunca a nadie, que se sepa. «Yo quería ser Sebastián, una versión mejorada del humano medio...». Así empezó el más absurdo de los alegatos que tenga yo oído. Absurdo no por su anhelo, sino porque el provisionalmente lúcido Sebastián había llegado a la costa más alejada, en la expedición con más fallos cartográficos que se conozca. Clara no podía creerlo, como lo atestigua su primer pensamiento: «jamás de estas cenizas humanas hubiese recompuesto yo el fuego que a una piel le correspondía». Haciendo arqueología de su pasado le contó a Clara su sueño repetido, «el mejor del mundo, el mejor del mundo, para eso había nacido», pero cada intento había tenido su ajamiento, cada anhelo tuvo su sarcófago. También el Hombre de Oro tenía una abuela que suplía su indocta constitución con un excedente de vasta inventiva. —Clara, cada vez me acuerdo más de mi abuela advirtiendo con la tediosa circularidad de un organillo: «el médico tendrá que darle algo a este mozalbete si no queréis que se coma el mundo». Yo, hasta este momento, nunca entendía a mi abuela unidimensional. Tuvo un novio, un marido y un difunto; de colores «ninguno es tan elegante como el negro» decía; en la cocina jamás maceró otra cosa que no fueran pestiños, a la miel, al tocino, a la manteca, a la ciruela, al higo... sólo una vez se toleró un atrevido experimento, pestiños al tomate frito, y cogió una depresión que casi se la lleva antes que al abuelo Anastasio; tuvo dos hijos y el segundo nació ensimismado, lo que
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antes se llamaba «tonto», y siempre repetía «eso nos pasa por forzar la aritmética». Tuvo una cama, una casa, un patio, una familia de infinitas generaciones de geranios, una coneja, un perro y un patito, que al morir extinguieron sus especies respectivas, en lo que a ella atañía, se entiende. Tuvo un viaje a la capital, con una anécdota que contar, un crepúsculo donde escuchó todas las palabras de amor de una vez, y un cuento; mi abuela tenía un solo cuento. Sebastián examinó el rostro de Clarísima para ver qué. Los quemados se apretujaban bajo los toldos, y así dejar a la lluvia su sitio, y las conversaciones hacían lo mismo que los quemados, al refugio de la mojadura. Hay veladas en que todo parece funcionar, y esta era una misteriosa de esas. Se escuchó un estruendo de cristalería haciendo lo suyo, que es romperse, y el batacazo humano que le corresponde. Veletas rodaba por los suelos al fallarle la estabilidad que Dios le vedó, en patinazo por salvar un montón de tazas y platos. El dolor del cojo fue inmaterial y metafísico, mezclado con las miradas de terapeutas y abrasados pacientes. El mundo se apiadó esta vez, y no hubo unánimes carcajadas (al menos visibles), sólo solemnidad y silencio: por un instante Veletas abandonaba su rincón en la orquesta donde interpretaba con intermitencia su triangulito, y se ponía en el centro, como el violinista solitario, como el imponente tenor que deja sin oxígeno y sin aliento. Clara y Sebastián protegieron la sonrisa de sus almas con una mirada impertérrita de ojos, en ausencia total de mueca. Continuó el Hombre de Oro, el delincuente comercial, en esa complicidad tan invisible y manifiesta: —«La agüelita va a contarle un cuento a su chiquitín», me decía muchas noches y lo entonaba cada vez con exactitud extrema, fiel a su cadencia y a sus gestos: «Es el cuento del león Anastasio y la leona, ¿te gustaría Sebastianito?» Por supuesto que no, y daba patadas de asco, pero ella, más lista que el fundador del cielo, esparcía sus refajos negros sobre la cama y me hechizaba con el anticipado aburrimiento. Sebastián, recreándose en la memoria y con imitación precisa, casi diría yo al dedillo, contó el cuento de su agüelita: «Qué buenecito es mi chiquitín, es un niño modelo... Pues había una vez un león y una leona que vivían en la estepona y juntitos criaban a su leoncito, un cachorrito bonito como tú. Se llevaban muy bien hasta que el león, que era grande y melenudo dijo un día: “el mundo es muy grande y deberíamos conocerlo” y ella que era
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muy guapísima y muy inteligente le respondió: “querido, el mundo es muy grande, pero quien lo hizo fue copiadito de un mundo muy chiquito”. Y lloraron mucho pero tuvieron que separarse, y la leona se quedó con el chiquitín para darle de mamar. Y pasaron muchos años la mamá con su leoncito, que crecía y crecía. La leona marcaba todas las mañanas su territorio que era pequeñito, con un árbol inmenso en el centro por toda sombra, con un lago siempre de agua cristalina y un matorral de espino. La leona pasaba todo el día durmiendo y le hacía pestiñitos a su hijito para postre. No tenía que cazar, porque las gacelas enfermitas venían a su árbol a suicidarse, de mucho que les querían y fueron muy felices. Un día llegó el león con las greñas descuidadas y hecho un viejecito: «he salido de la estepona», dijo, «y he visto amaneceres, crepúsculos, gacelas gigantes con mucha carnaza, árboles, espinos y lagos, y muchas lunas diferentes. Las gacelas eran tan veloces y grandes que yo hube de comer verdura». La leona lloró mucho de tanta pena como le daba, porque ella había visto amaneceres, crepúsculos, gacelas cariñosas que le prestaron su alimento, su árbol, su espino, su lago y una luna solitaria. Y le dijo al león Anastasio: “tú has visto las copias y yo he acariciado los originales. Yo nunca querré salir de aquí y tú no podrás quedarte de tantísimo como has visto”. Y se separaron y le dijo la leona al chiquitín que ya era grande como tú: “papaíto ha conocido demasiadas lunas y yo te he enseñado sólo una, mi luna”. Desde entonces todos los leoncitos buenos comen pestiñitos». —Y cada noche el mismo cuento —siguió Sebastián bajo el vado de la nostalgia—, que a mí me parecía un acertijo. Desde luego lo que no está de ser... Soy cualquier cosa menos lo que mi abuela quería. ¿Por qué todas las abuelas son tan intuitivas? Clara, que tenía en capas de brumas ordenadas las crónicas de su vida, le dijo: —«Porque Dios nos dio lo que negó a nuestros maridos», decía mi abuela cuando alguien la increpaba al respecto de su avispado tino para las cosas del ser. Y si querías ser el mejor del mundo ¿por qué no escuchaste a tu abuela?: ella debió ser una fiera en lo de los pestiños. —Demasiada ambición y mis sentidos no permanecían atentos a una cosa el suficiente tiempo para adueñarse de ella. Nada tuve propio, de no ser el mismo picoteo que no me lo permitía. He orillado todas las islas y no he tomado tierra en ninguna.
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Dijo mucho más al hilo de esto, por lo que la abuela de Sebastián se le representaba a Clara de tanta razón como tenía. Sebastián se parecía al león Anastasio, que quiso tener mucho propio y tuvo harto nada. Liberadísima Clara por lo poco que podría perder le habló melancólica, fascinándole a cada palabra, aumentando el encandilamiento del ya enamorado Sebastián, que de tanto abrir la boca se exponía en exceso a exhibir sin prejuicios su sarrosa dentadura. Sirva dicha boca por toda descripción. Clara, embadurnada por el sexto sentido que antedije (la nueva reverencia a la verdad), apretaba sus nalgas y su talante, y se lo comía con cada palabra, a dentelladas semicirculares, cual gusano de seda le hace a su morera. Era un sexto sentido que burlaba la mentira, que profanaba el maldito templo donde rezan los lacayos sus oraciones a la condescendencia. Ya no era una valentía a ciegas, sino el ataque pertinaz al núcleo paranoico del alma lacayesca: hacia ese tolerar que finge el amedrentado lacayo para que no le reboten perjudiciales conjeturas, hacia la prudencia que segrega el enano ante el gigante descuartizaenanos, al mismo centro del sopesamiento y maniobrerismo del que esconde su carácter en el riñón, junto a las flemas amoniacales. Clara que vestía de claro, abandonó el último resto de su fingimiento y así, por goteo, dejó caer destilada toda la verdad que pudo, sobre la cabellera del Hombrecillo Baño de Oro: —Yo soy culpable de lacayosis, como lo atestigua el archivo que guardo en mi despacho —analítica la voz de Clara, el gesto extraño, la solemnidad que adquieren los ojos arreando la verdad—: he escuchado a imbéciles agresivos, a fracasados en el trabajo, a adictos al sexo, a reprimidos y violadores en potencia y de hecho, a cientos de chipirones que no mediaban palabra, siempre con sus mentiras silenciosas, incluso al que odia al padre hasta matar la figura que le ha creado... y a todos complací del brazo de mi cruel cortesía... —La cortesía no puede ser cruel —porfió Sebastián, metal dorado. —Nada hay más cruel que la cortesía, que al simular comprensión a mis pacientes, como la más falsa de las alcahuetas, les disminuía y les negaba la posibilidad de poner a la altura de mis ojos, su mirada. Así he gozado años de la ventajosa posición geométrica de la clase dirigente. Toda amabilidad de encajada diplomacia, o puesta a punto de nuestra palabrería, siempre temerosos de que el paciente se nos suicide, corresponde al mayor desprecio y aplastamiento de quien
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queríamos sosegar, encelados en la custodia de nuestro aliviadero profesional. No dejamos que supere la marca de la suela del zapato a quien azotamos con el más cruel de los mazazos: la amabilidad de quien finge comprenderlo todo. Aplauda el leyente si ama lo novedoso de esta oración contra el servilismo. Y cargado el cañón, sintió Clara, por tanta psicología reputada, la pena de dejarlo lleno y disparó, ahora como el Dios que toma prestada la garganta del curita místico, impertérrita, enloquecida, fiel a su nuevo atuendo, y lúcida: —He perdonado a cada paciente, he puesto un nombre de enfermedad a lo que era miseria de corazón, he vaciado su responsabilidad cancelando su culpa, sin penitencias, sin reproches... he participado de esa locura, he sido infiel, he entrado con los pies cargados de fango en el mismo templo que quería preservar; no curaba individuos cuando ponía nombre a su dolencia, lo que les arrimaba al hogar de la chusma, dejándoles gimotear hermanados a otros enfermos de la misma familia: al asociarles a tanta dolencia y barbarie, les parecía que la suya desaparecía, como pasa inadvertido el garbanzo negro en un puchero de infinitos comensales. Clara angustiada, mirando atónita a su despeñadero, todavía más pendenciera contra sí, dobló y redobló la tristeza por su pasada andadura y se averió, a sabiendas, un poco más: —Fui una mujer suave vestida con las lentejuelas y halagos por los que mis jefes, más necios que yo, me agasajaron, alejándome, con la zancada de la bestia, de mi juvenil conciencia rectilínea, mandada a hacer puñetas por no estropear la ceremonia, y por un desengaño amoroso. Disparé arpón contra el mismo espécimen que mi adolescencia quería preservar, como el doctor-loco, que en desprecio de su juramento, encela en su museo personal la última ballena que al mar le quedaba, en reliquia transformada. El Hombre de Oro, desautorizado por su escasa valía, se conformó con secarle las lágrimas, y aunque este «negocio» se le resistiría, él se conformaba con participar en la histórica tragedia, como el ratón mendigo que ve a sus compadres zampados por un gato asesino, a la fabulosa distancia de la supervivencia. En un último intento por dar la talla, volvió a hacer el ridículo.
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—Clara, eres mi maestra, mi terapeuta, mi autoridad máxima, la luz a la que la mosca, cual diminuto bichito, se dirige; pero ¿qué tiene esto que ver con lo que decías de la «escuela de la piel»? ¿qué debo hacer yo para sanarme? —Preguntó el aspirante a homínido. Clara, que había bajado repentinamente a este mundo para ser asequible a tan menuda tasa, le recetó medicación que paliara el dolor de su enfermedad incurable. —Si soy la luz a la que la mosca viene, que se apague la luz y caiga el insecto al que se le niega el rumbo. Si no he sido clara no es por mis labios, sino por determinación y atascamiento de tus orejas —puso la voz del profesor palurdo avalado más por su estamento que por su lógica—: la escuela de la piel no es un lugar sino un tiempo, el instante en el que se mancha el alma para siempre con la lógica, atraviesa esta la dermis, y produce sarpullido que asomará perenne, cual color, calor u olor que modifica nuestros genes. Luego es tarde para cambiar, ya conformados en ser cronistas de lo que ese tatuaje ordena. ¿Entiendes, querido? Y de tu terapia, qué quieres que te diga... no has entendido nada. Deja de ser insignificante y haz caso a tu abuela: ten algo propio como la leona te aconsejaba y abandona el negociado universal que de propio no tiene más que el tiempo que te resta. «El mejor del mundo»... no me jodas más y vete a tomar por Arcano. Llegó en ese momento Sazonado Corazón, celoso desde hacía dos cafés, trabado por el protagonismo que Sebastián le usurpaba con la divina Clara. Enriquecido de autoestima por la bienaventuranza que Ruta le regaló en su última masacre de mandingas, quiso comerse con la avaricia de un jabalí todas las bellotas del suelo y soltó una gracia para Clara, y para su recién azotado y recetado: —Veo mucho cuchicheo acaramelado por aquí —con ácida sorna lo dijo, sin darse cuenta de que no se habían repartido aún todos los rayos de la última borrasca—: ¿Importuno? —No, por favor, cógete a este y acompáñale al sitio que le he mandado, repartíos la terapia y esperaos el uno al otro, que la misión es harto amplia para dos. Sazonado Corazón encogió sus hombros recién llegados. Recorrido entero por un aire tan frío como incomprensible; sintió que había hecho el ridículo, y compuso con la imaginación parecidas ofensas a las que le tiraba la bruja, lo que le trajo nostalgia, con la que, de sentirse insignificante o lamemierdas, era la suya, al menos, ofensa menos extraña
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y abundantemente familiar: es lo que le pasa al gocho cuando se ha acostumbrado a la marrana. Lo milagroso, lo valioso de esta semana que merece el esfuerzo de ser narrada, o por el leedor ávido de reales proezas leída, es sin duda, cómo la verdad miliciana, tan desdeñada en este mundo, por una vez, empuja hacia la curación más que toda la condescendencia tan reputada. Lo digo porque nuestros dos quemados, lejos de achicarse por el ofendimiento de Clara que dejaba vacante la autoestima de ambos, cuanto más les encogía, más la echaban de menos, algo parecido a las gacelas que se le suicidaban a la leona para satisfacer el hambre de esta, en la mágica y gigante estepa o «estepota». Ángel y Sebastián quedaron con la cara larga, amándola, mientras Clara altiva, sobrehumana del ejercitamiento de su sexto sentido, con motivo, se alejaba a la otra punta de la cafetería para mandar a la cama a la Mujer Fantástica, y al ya restablecido de su disgusto, al estreñido chipirón verbal. El amor que desprendían los ojillos de Angelín Sazonado tenía truco, para esta servidora. Él la amaba obedeciendo la tiranía de sus terminaciones nerviosas, siempre a las órdenes de sus células, represiones y jugos gástricos: es lo que en estas últimas décadas ha parado en llamarse «amor químico», el encontronazo brutal entre dos cuerpos que no pueden separarse por las ordenanzas fisicalistas de los científicos moleculares. Estos amantes, como buenos químicos infieles, abandonan su objeto amado cuando este se degrada, o cuando una enfermedad lo amputa, cargándose dicha lealtad molecular, cargándose la belleza o escaparate. Es la química al amor lo que el ayudante de cámara al héroe, le hace la vida fácil, pero ni le quita ni le pone, si es héroe el héroe, o si el amante es de humana idoneidad; la química eleva los retortijones del vientre a la categoría de buenas razones. El amor que Sazonado sentía por su bruja (la conspiración de todas sus moléculas, vísceras y lombrices parásitas), esa forma de amar puercamente que transmuta lo que de más elaborado tenemos por lo más natural, no corría ningún peligro, por encontrarse Clara, cual intrusa amable de semblante y alma, salva de tal anomalía. «Arruine su vida con química» podríamos gritarle a un altavoz próximo a la oreja de Sazonado, pero cuando uno se orienta por las cadenas de carbono, ya donó su vida con anterioridad: no muere el caracol cuando hierve en sal flotando en la pota, sino cuando el humano le
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echó el ojo, pues al ser bicho de escasa velocidad y feúcho, mal se le presenta lo de escapar. Eso decía mi abuela... pero, ¿a quién amarían las panochas si se les negara la química? Mamá Naturaleza siempre deja un resquicio por donde el inmoral se drene. En cambio, el Hombre de Oro sí sabía de dónde le surgían las ganas de tirarse sobre la bellísima Clara. Él no estaba embotado por la incivilidad y la sinrazón. Los pechos de ella no eran de despreciar (¡cuántos pechos deja pasar un hombre a lo largo de su reprimida vida!), pero lo que tiraba de él cuando Clara caminaba en su contra hacia Máximo Alegre y la Mujer Fantástica, era algo aparte, era una certidumbre: la verdad sosegada alejándose, con cuerpo de mujer. ¡Qué misterio acientífico tiene la razón para que le acudamos hechizados por mucho que nos duela! Nueva felicitación para la psicóloga: la terapia, en arrodilladura con la verdad había funcionado. Conminó Clara a sus otros dos pacientes a que se retiraran a la cama al cierre de la cafetería. La Mujer Fantástica quería leer más de las desventuras de Ruta, pero Clara dijo que «mañana», que primero tenía que leerlo ella para saber si era de interés. El chipirón mostró la misma avidez con una mueca: Clara cogió su hombro de la textura de la sepia y le acompañó a la cueva, morada del molusco, y no le metió en la cama por poco. La Mujercilla Fantástica se despidió, contenta de haber leído tres o cuatro veces el relato de Ruta, pese a no haber entendido una palabra. Los dos enamorados juraron en silencio desobediencia a las normas de la residencia, y fraguaron en ese momento la visita nocturna a la habitación de Clara que narré por anticipado. El asalariado Veletas recogió todo lo que pudo — servicios de café y algunas fotocopias abandonadas— y se despidió de Clara y sus quemados, con más astucia que urbanidad; saludo que nadie le devolvió, no por odio, sino por la indiferencia que su calaña suscitaba. Cuando se refugió en su habitación, Clara brillaba menos lacaya que nunca, más juvenil, segura de vencer a la vida esta semana, vida que plaga de minas y pertinaces trampas el terraplén de nuestra existencia, para probarnos. Se dispuso a la lectura: La princesa Ruta, llegados a este punto, hubo de atenuar la fuerza de su recordatorio sobre los maltratos y malquerencias soportados en su estada en Arcano: el recuerdo del suplicio no mantiene la compo-
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sición misma del dolor, pero sí revive las consecuencias y acongojos que este tuvo. Cuando ella hubo callado para reponerse de su alma acuciada por anteriores hechos, se llenó tres veces la copa con tres licores; era, según decían las viejas, hidromiel para olvidar, menta para combatir el sueño, y el de lagarto arcanita, trocado a mercaderes que vivían del contrabando de sabores típicos, exquisitez culinaria en revolver tripas. Era fascinación lo que se había apoderado de los escuchantes que componían las doce afortunadas familias, una vez conocida la recia historia; fascinación que les acudía a rememorar un sentimiento intuido el mismo día que llegó aquí totalmente destruida y con su chiquitín, cargándose de una mirada herida todos los sentires xenófobos, que dados en defenderse, le lanzaron: nunca en esta congregación, a la que ella prestó su coherencia, echó mano de su temida daga, innecesaria por la sublimidad de tanta altanería como le sobraba. Cada escuchante, fuera ya maduro, ya adolescente o menopáusico adocenado y chocho, liberaba su inventiva, en cada sorbo de Ruta a esos insanos brebajes, para hacerse cargo de los dolores y humillaciones asestados a carne tan bella. Flojea y es escasa la imaginación ordinaria para recomponer los dolores; no así para revivir plácemes, por muy antiquísimos que queden. Ya próximos al albor, arreció el fresquito, fuera y dentro del tremendo barracón. El encargado de los animales pidió permiso con un silbido, y presto salió a dar atención a las bestias, sobre todo para arrimarle a las madres, aquellos terneros y potros que no estaban todavía desmamados. Nada quedaba del cómplice roble que se fue con las palabras de la princesa, ¡qué bien viajan las palabras al decoro del humo! El anciano portavoz, listo para lo que era la mayoría, y escasísimo en el asunto del razonar, tenido en cuenta lo que la princesa llevaba vivido, levantó su mano dirigida por el deseo de intervenir; al mismo tiempo hizo lo mismo el guerrillero de más rango, el de los calzones más vistosos. —Estimadísima princesa que solemnizas con tu estar nuestras vidas... —Abuelo, lánzate al grano, que llevo mal ponderamientos de plasma y de cuna, más o menos mal pilotada. Si tienes algo que objetar, objeta pero no te andes por las ramas. No os cuento esta historia mía por presunción ni egolatría, más bien porque al final tengo que haceros una propuesta de alto riesgo que será votada a la manera
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democrática, al antoñano estilo de «mal de muchos, necesario es, si acordado por inmensa mayoría», y ya os adelanto que tiene que ver con el apensionamiento de mi chiquitín. El abuelo, con nuevos arrestos ennoblecido, y para conservar el respetable crédito que gozaba su ancianidad entre los miembros de su colmena, preguntó: —Amiguísima Ruta, nada que tú propongas será votado, por bienvenido. Cuatro cosas queremos saber: cómo recuperaste tu daga, dónde escondiste el monóculo para avistamiento de lacayos, si es que lo mantuviste en todo el destierro, y lo más importante, qué destino corrió el gran libro o Elucidario para que ahora permanezca en tu mano, desde que Sempiterna lo agazapase de una coz bendita bajo tu cama. Y una última indiscreción que nuestro ñoño entendimiento precisa: cómo pudo nacerte esta gloria de chiquitín en la desventura de un exilio. —Razón tienes anciano en que es pudibundo vuestro entendimiento: queréis comprender el sofisma sin el engorro previo que lo acompaña. Daga, monóculo y Relato total, recuperados fueron en una misma historia que conoceréis cuando toque, y prometo ahorraros todo detalle superfluo; lo de mi hijo, ya podría vuestra agarrotada imaginación haber concluido que fue producto de una violación, desde que supisteis lo de mi amor en piedra transformado. Lo de mis pertenencias lo sabréis cuando toque, y la complicación de mi embrión por forzamiento, a su debido tiempo. Temblaba en el aire la mano del guerrero, todavía en alto, hasta que Ruta se dignó darle turno: —A ver, comisario de los calzones pintorescos, ¿qué mordedura le pica a tu cerebro? —Ruta, dividiva, que estamos aquí por órdenes de tu padre lo supusiste a la primera, y que venimos a llevarte, no siendo otro el recado que traemos. Somos los más aguerridos y disciplinados de cuantos escoltas posee la gracia de tu padre —se ladeó su voz hacia la temblorina y el gorgorito, de tanto pánico como le nacía de dentro—: te pedimos que facilites el curso de nuestras órdenes y que nos acompañes... —Según supone mi entendedera de mil lecturas y leyendas tejida, con esmero infinito, no hay orden que merezca ser cursada, obedecida, tenida en cuenta, tramitada, honestada... —¿Ninguna, dividiva?
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—Ninguna, comisario lacayo y cabecilla pestilente. Tres destinos tenéis a elegir el que más os convenga, según vuestra recomendación. Uno: esperáis hasta que mi manía y antojo se aburra de contar la historia que prometí a estas bellísimas personas, con el detalle que yo elija a capricho mío, que luego os acompañaré como tengo prometido, y no se ha de dudar de palabra ennoblecida por muchas cruzadas que tengo terminadas. Nunca, toco madera —y pasó su mano entre las migas de pan residentes en la mesa, desde que hacía horas terminara la bacanal—, nunca me quedó un cuello sin rebanar de haberlo jurado con anticipación, por el escroto maldito que me parió. Dos: por no percudir de plasma lacayo el tablado de este suelo, habituado a la paz, y al trueque de alimentos sudados por esforzado laboreo, salimos fuera los tres y os cruzo la cara a mi método hasta que decida yo, dependiendo de las ganas; a machetazos sin saña pero con técnica y puntería, siempre buscando carne a través de las bisagras de vuestra coraza, que yo os dejaré para daros una ventaja e igualar la pelea; y algún puntapié tengo que daros en sitio bajo, para que antes de levantaros (si tan arcanitas huevudos sois que las rajas de mi daga soportáis), tengáis que recomponer y colocar dichas partes, de encontrarlas. Tres: renegáis lúcidos de vuestros estatutos penales de guerrillero y os disolvéis como blanditos desertores de las órdenes de mi avillanado padre. Elegid una aligerando, que he mucho todavía que contar. —Deliberado ambos con tiento elegimos la número uno: esperarte, sin volver a interrumpir lo que tengas que contar y que te lleve el tiempo que sea. Porque no hay prisas, no por tenerte miedo, que somos terribles de valientes que somos... Ruta se puso en pie de medio salto testando con la derecha la vaina de su arma, y rectificó el lacayo: —Bueno, bueno... sí: tenemos un pánico acorde con la perspectiva de cómo sería la lucha y el forcejeo que has preopinado. No se dijo más del asunto, de no ser, por lo bajo, algún «¡vaya tela!» de los escuchantes atemorizados, y tornó la princesa Ruta a los pormenores de su increíble relato, una vez hecho el silencio de los susurros, y el retintinear de algunos huesos, al anticipo de no quedar intactos. El subalterno dio a entender al comisario que lo dejara ya, que «valía más llegar tarde y bien...». Es lo que le pasa al mierdoso, que al carecer de pacto noble con su conciencia, pone su culo al viento
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para que le impulse, no importan los bandazos que el antojo del aire marque en la veleta. Como os iba contando, acabados los calores nos hicieron a Sempiterna y a mí eso. De ella nada supe hasta años después, aunque cesó el sufrimiento que le correspondía a la emancipación que yo prescribiera, gracias a sus últimas palabras, martillazos nobles en mi sesera: «Ruta, dividiva, atiende al escozor de tus heridas, que nunca fui tan feliz de abandonar la docilidad». El mierdoso te hace pagar el precio del vapuleo que le supone abrir los ojos; es el tributo que te cobra el cínico por dejar de serlo cuando destapas su ignorancia: digo cínico porque nunca conocí lacayo alguno inconsciente totalmente de sus fechorías. No abandona el mierdoso su olor por lo comodito que se siente en su rinconcito del espectáculo. Sempiterna no era el caso: una vida no es más que el regateo para cruzarte con dos o tres personas verdaderas. Y en cochambrosa carreta, de incógnito como os dije, me llevaban a lo pordiosera para que nadie me reconociera. Aún resuenan en mí los cascabeles de los bueyes que anunciaban «infestamiento incurable», que con exactitud los arcanitas entendían alejándose cien metros de mi desventura: si para entrar hube de abrir paso pataleando al gentilicio, la salida me la despejaba el tintineo balanceante de los bueyes. Ocho guerrilleros custodiaban a pie mi destino, más un noble caballerete a lomos de un tordo. Medio herida y torturada descendí la espiral de Arcano, en retirada por mis acometidas y travesuras: el bosque, la civilitas repugnante con la catapultarcana de su plaza y los miles de campos labrados por los pecuarios rústicos y bruñidos. El silencioso descenso terminaba en el lago, que antes de cruzarlo me reflejó el Mundo en mayúsculas que habría de ver; sobre el puente ojeé su piel de agua, y después de cruzarlo, en giramiento de mi cabeza dolorida, el Arcano colgante, la imagen de reflejo invertida sobre su cristal blanco cálcico, zafirado de huesos enemigos. Al cruzar la frontera me desamordazaron, al no amenazar ya mis palabras motín alguno, y empezamos nueve meses bien sufridos y contados, más un desierto de andadura, para alejarme lo más que pudieran. —Tenemos órdenes de hundirte la moral, por lo que comerás cada mucho y cuando nos convenga. Eso me dijo un cabecilla, con esa arrogancia que tanto deliquio produce acuchillar, y yo le maldije alma adentro, e ironicé hacia afuera:
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—Lacayo trepador, no sufras que estoy disfrutando del turismo, y no mantengo queja por la comida que me dais, que me parecen manjares propicios para una reina, incluso no me vendría mal un poco de ayuno y régimen, que me estoy poniendo muy gordita. ¡Arranca la berlina, que esto ya lo tengo visto! No quiera Arcano que yo pierda detalle de las maravillas de este viaje, que tan bien habéis organizado. Pagué por mis indicaciones lo que cuesta la insolencia. Me amarraron a la carreta y caminé el primer trimestre al paso de los bueyes, pero intercambiando mi desesperado apetito con alguna objeción y grosería: «¡hurra por el piloto! Fijaos que camino tan bonito y aparente; nada hay como patear para enterarse del paisaje». Mantuve mi sorna todo el trimestre, pese a soportar mal la podredumbre y gusanería de mis heridas, todas abiertas. Si me daban agua sucia, «magnífico el refrigerio», decía yo; al levantarme empapada de dormir bajo las goteras de la carreta, «tendríamos que volver a esta fonda pintoresca, y no ha sido cara»; si me arrastraban una hora por un río, con mis pies ensangrentados por regodones y afiladas piedras, «la próxima vez alquilaremos un barquito, no hay necesidad de ahorrar... una vez que se sale de casa». Más de una vez hubieron de pelear para reducir a alguno, que vuelto loco de mis sátiras, se abalanzaba sobre mí para usufructarme cien palos, desaviniendo la ordenanza de no tocarme un pelo: «no, muchas gracias, no necesita nada la viajera, descanse el servicio», le espetaba yo al iracundo. Por ser el imperio de los comerciantes, cada poco, nos asediaban hordas de ellos que llevaban en sus carros peculios de todo tipo para vender o trocar. Mis atentos guardianes los alejaban enseñando el salvoconducto firmado con el cuño de Sorna Negra, y yo les decía: «no, muchas gracias, no compro más recuerdos de tan bella tierra; luego no sabe una dónde ponerlos», para mayor estupefacción de su intrepidez en lo del negocio y la moneda. Una vez terminadas las brañas verdes y llanas de Tierranegocia, comenzamos escarpada travesía por las infinitas montañas de Volcampún. Con mi lógica quebrada de hambre atrasadísima y cansancios, se me retiró sin quererlo, el cinismo que con tantas gracias había apaciguado mi calvario, transformándolo en romería; en nada se parecía esta a la anterior andariega, debido a lo agreste de los pináculos, al hielo de sus grietas y al viento que te afilaba acelerado por entre los collados. No me quité la angustia en todo el trimestre, y de tan agudas como eran las pendientes, me vi tirando (entrelazando
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mis manos ensogadas a un cuerno), del exhausto aliento de uno de los cuatro bueyes almizcleros, lo que me regració algún latigazo por error, o porque el buey, harto su lomo de laceramientos, se apartaba cuando silbaba el cuero. Como digo, abandonado el cinismo, volví a ser yo misma, para mayor desquicie de mis carceleros, que no ahorraban en lo de dejarme pasar hambre, como se le hace al joven corcel para ser domado, así, por falta de energías, no descalabra al bravucón que le jinetea. Para que no se anquilosase del todo mi conocimiento ocupado en los menesteres del sufrir, por la congelación de mis tuétanos y el tintirintín de los cencerros, me puse gimnasia mental que mantuviese erguida la sonrisa: repetía los ocho nombres de mis celosos legionarios, e inventaba para cada uno insultos que le rimaran, así hasta mil que ni recuerdo. Por ejemplo, «Lucio, de tan sucio, orina pus y se ha quedado sin prepucio», o «Jámbico, de añoranza a su putita, se le despeñan las ladillas, por quedársele chico, y gritan ico, ico, ico...», o «Ay, Venéreo, quién te tuviera en su lecho para vomitarte entero, por el hedor de tu tufarada». Eran niñerías y divertimentos. El único que se me resistió fue el que iba a caballo, sin abrir la boca y sudado todo el camino, no importando el frío que hiciera. Cuando los subalternos se referían a él resoplaban y agitaban su mano: «bastante tiene, le ha tocado lo más ingrato», murmuraban siempre. Tardé un tiempo en comprender. De no cruzarnos un alma por los glaciares rocosos de Volcampún, al límite de mis fuerzas muy flacas, casi extinguidas, en tres meses de no dar un paso llano, nos dimos con la planicie más grande que jamás viera: Bucólitas o el imperio de los Enesinógamos Concupiscentes. Yo tuve referencia de ellos en mi ojeo de libros de historia, cuando la Aldea de la Razón, donde aprendiera todo lo que sé. En el centro geométrico del terrible valle, la ciudad más inmensa construida por un pueblo, y en su promedio, en un levísimo altozano, el castillazo en donde se cocían las reglas y su manera de rentarlas. No entramos en la ciudad por carecer de la orden, pero la bordeamos, a riesgo de pegársenos cualquiera de los males venéreos que se conocen, pues allí campaban a sus anchas. Vivían del sector servicios, al igual que en mi odiada Civilitas, pero mucho más pordioseros, al ser de más añeja tradición aquí lo de cobrarse los unos a los otros cualquier favor que precisaba el hacinamiento. Era su única idolatría, sin mentar la pleitesía ofertada a su Unicunvirato Onomástico, lo referendario por un dios mierdoso al que eran adictos, y que decía: «no dejar caricia apetecida
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por probar, pues no existe bizcocho más sagrado que el asunto de dos cuerpos al licenciamiento de su atracción». Y cumplían la ordenanza al milímetro, como se deducía del humazo que ascendía a los cielos en toda la urbe, un penacho interminable del fasto frotamiento entre cuerpos, sin despreciar el hedor de la gran hornaza de sexo. Se creían apolíticos y pacifistas, cuando eran unos ministeriales pendencieros, endevotados a una sola ilusión que taponaba todas las demás. ¿Puede haber desafuero más político que este?... Más de una semana nos costó bordear la ciudad filantropísima y de espontaneidad carnal, y terminarnos el valle que la circunvalaba, de tan infinito como era. Los almizcleros de una tonelada por cornamenta aligeraban su paso a la inversa proporcional del peso de los alimentos que portaban, y a la invertida entereza de mis fuerzas. El silencio se apoderaba de mi buen humor, hasta que una mañana, avistado el fin del valle, tentome el pedir clemencia, pero me dio Arcano el imbécil (el que faldea siempre disfrazado de nube), un póstumo quilate de dignidad: «vamos, estimados animadores y guías, que me ensebo, acrecentad el paso, parece que está decayendo la visita. Siempre lo mismo, muy rápidos para cobrar y luego degenera el servicio». Esto les hundió, y eso que ellos carecían de gazuza de lo fieles que eran a las comidas; es lo que pasa cuando la energía te surge de una orden, y no del elegante mandato que sólo tu corazón conoce. Yo les había espiado algún susurro, para averiguación de cuál sería el final de la peregrinación a la que me atenía, y escuché la orden que portaban: «tres imperios de lejanía, como mínimo, siempre en dirección norte». Habíamos cruzado el asqueroso Mangoneado de Tierranegocia, donde el único diputado era un tal Onzodoro, del que yo nada sabía; en Volcampún, no vimos nada de no ser cataratas de hielo y enemigos piedros, para mis delicados pies desnudos de reinaza; el Unicunvirato de los Enesinógamos Concupiscentes, con su cabeza, el poderoso Onomástico, rey de las ladillas etc.; faltaba un imperio, de cumplir estricta la orden de mi padre, cuando a los seis largos meses de cruzar nuestro cálcico lago, zafirado de incautos huesos, avistamos el más seco de los desiertos. Interminables días imposibles de contar por desazón y sed infinitas: la mayor de las escaldaduras durante la mañana, y un frío cristalino, muy propicio para tiritar, en mi cobijamiento de nocturnidad, bajo la carreta. No hubo bromas en esta etapa tan aciaga. Yo temía por la entereza de los bueyes, en nada avezados a un bochorno tan extremo, tan extremo
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que vi lagartos boquiabiertos y torrados en su propio elemento. Nadie había por esos parajes con la única excepción de una familia que nos cruzamos a pocos días de nuestro final. De tan inexplicable como me pareció hube de interrogarles, con miedo de pararnos por el arrecio de la sofoquina que esto suponía —si te detenías, en pocos momentos te enterraba la nube flotante de arena constante—: —¿Sois una familia de chicharreros, que por desventura o promesa injusta habitáis lo inhóspito? —¡Qué va!, somos familia corriente en recorrido ocioso para que vea mi familia lo grande que es el mundo —contestó el padre, y siguió dirigiéndoseme—: somos arcanitas nobles que disfrutamos un permiso especialísimo para ello, ¿y todos vos, hacéis lo propio? —Sesudez invisible es lo que padeces, arcanita mierdoso. Para ver el mundo hay que profundizar en él y en su espíritu, y eso puedes hacerlo en la cocina de tu hogar, o volviendo los ojos alma adentro. —Eres mujer mala por lo que veo. Se comprende que te lleven amarrada —protestó el noble arcanita y peroró una lección de urbanidad a esta princesa—: nada hay tan bonito como la convivencia y la simpatía. Como dijo el mayor sabio de Arcano, «vive y deja vivir», y eso pasa por no insultar a nadie... además si no te gusta esto, ¿cómo no rehusaste al viaje, no haciendo el mal que ahora devengas? —De noble tienes la cuna por lo bien que parloteas, pero maldita sea tu estampa y la de tu prole, por el mal camino que lleva: como dijera el segundo gran sabio de Arcano: «de una putita nacerá un noble arcanita», y por todos los dioses que se arriman a la bendita nube, que se ha cumplido la profecía. Sepas que la princesa Ruta es quien te habla y no reclamo respeto, porque en este se asienta toda barbaridad. Te hablo de tú a tú, con sinceridad, la que al revés camina de esa profetal condescendencia que pregonas. Te digo lo que te digo porque te aprecio, sin lo que no se entendería mi delito y que estos espadachines me escoltasen desde tan allá. Yo no he insultado tu cuna, sólo te he definido de un vistazo. De no ser por este calorazo, o por que trazamos rutas inversas, podríamos pararnos para conocernos mejor, pero ya te digo, a simple vista, y sin instrumentos, eres un lacayo de muy abultada ralea. El lacayo lameyugos no puede odiar a nadie, como bien dijo el erudito al que aludes salvando tu conveniencia; no detestas para que no se hunda aquello en lo que colaboras, o lo que es lo mismo, no odias a tus iguales para derogarte el derecho de
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no insultarte a ti mismo; o lo que es parecido, porque amasaste en un solo torto toda la aversión contra quien haga temblar las osadas chucherías de tu despensa. Odiamos lo que se nos resiste, aunque para ello achiquemos con una rebaja la aspiración de nuestra alma. Tú pegaste el sablazo tempranero, en los primeros magreos a tu chupete, en la escuela de la piel, instante en el que, de un ramalazo, te vino la inteligencia del mondongo. Madura, arcanita... si quieres conocer mundo, mírate a ti mismo al quitarte los calzones; el mundo no se deja conocer por verlo, sino por hundirse en él con la actitud de la conciencia activa, allá donde respires. Arrea a tu jamelgo y busca un mundo donde mascar el chupete que te hizo tan de menos. Bien, le dije, y durante un segundo, igual que el árbol nos engaña hasta que le identificamos por un hijo suyo, por una hoja que le podó el invierno y que reposa en el suelo cual almohada, como digo, creí haber abierto una seña en su corazón, pero acto seguido se abalanzaron a la arena, dueña de todo, y empezaron lo consabido, «Ruta, dividiva, acepta nuestra humilde pleitesía». Yo me dirigí a mis guías de trashumar:
—Señores, ¿continuamos el destierro? Aquí nada hay más que ver. Yo, conforme nos alejábamos de dicho episodio, giraba la cabeza cada poco para ver a mis conciudadanos panza abajo, contagiada de sufrimiento por tamaño aprendizaje para los niños. Una vez desaparecieron por ocultamiento de una duna me dispuse a mis dolores. A los pocos días mis carceleros comenzaron a chillar, como si hubieran visto a Arcano desesconderse de su maldita nube. Habíamos arribado al final. Yo lo agradecí por tanto ayuno sufrido. Al desierto se le abría la grieta más grande que jamás imaginara; era una montaña boca abajo, La Sima de los Bestiarios, y por mi honor que vais a alucinar de todo lo que os cuente. Al atardecer, en el mismo borde de la montaña que la tierra había tragado, me ataron despatarrada de pies y manos a una roca redonda, veinte veces más grande que yo. Aprecié el derramamiento de nuevos sudores del lacayo del corcel. Por lo entendido, este ganapán patizambo, aunque apuesto y truhán, escondía en su sudor la orden explícita de mi padre de hacerme un arcanita a la altura de mi sangre, más que a la de mi talante, que hubiera sido lo natural. —«Por las buenas o las malas», me recalcó tu padre —reconvenido y resoluto, dijo el sudoroso criado, motejado por los otros Expectoracio de tantísimo como hacía eso.
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—Por las buenas no ha de ser —le refuté yo—, y aún puedes rendirte. Si haces buena desatadura, prometo matarte con honor, no por lo que no hicieras, sino por albergar un año esa idea. —Debo cumplir la orden, mal que te duela. —Devuelve todas las soldadas que cobraste de anticipo por estuprarme y muere con honra, que las órdenes son para morir por no cumplirlas, y adquirir por ello adusto gesto; no seas gorrón con la valentía. Era de tanta dimensión e infamia el delito por venir, que los otros escondieron su vergüenza para no ver deshonestada una sangre tan encumbrada, por muy odiosa que se les hiciese esta en el viaje, a fuerza de mis sornas. —¿Asegurasteis bien los grilletes? ¿Estará bien agotada del hambre que le disteis un año de caminata? —preguntaba el paniaguado sudoríparo, lívido de tanta sangre subiéndole los colores, y amenazó apurado—: mirad que es bien expuesto el encargo. —¡Piénsatelo antes de desenfaldarme, lacayo estuprador! —le profeticé—, que no ha de nacer de mi seno un tirano, por mucho que atines a meter tu semilla, y por muy afamado semental que seas. Nada quedará de ti cuando mis glóbulos caníbales se traguen a los tuyos en desigual pugilato: es más gorda mi sangre y fuerte que la de un lacayo a sueldo. Los otros lacayos, salva su integridad tras el pedrusco, le convencieron para que acabara cuanto antes, con temor de los gritos asesinos que yo pudiera dar. Expectoracio se lanzó contra mí como una fiera en celo y a medio cumplir su tarquinada, cerré la vagina y quedó preso de mí. Golpeome todo lo que pudo para desasirse, hasta que se me vino encima, desflojado por agotamiento. Mientras se le consumaba el acto amargo le freí a cabezazos, y desgobernado ya el forzador lancé colmillada a su yugular, pero en semifallo me quedé con su oreja; la escupí para eliminar el estorbo y acerté por fin a su vital arteria. De tanto como chilló, pensaron los otros que era el placer de estuprar a una reina, e hicieron oídos sordísimos a los gritos del auxiliatorio. Cuando reaccionaron, a puñetazos intentaron robarme la presa, y fue de ellos pero sin el trozo de vena que yo no estaba dispuesta a soltar. Por mi legítima defensa, y por su celo en cumplir su ordenanza, se retorció Expectoracio convulsionado bajo un nogal, el único árbol en un desierto a la redonda, junto al que falleció cuando la sangre hubo salido toda.
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No pongáis queridos escuchantes esa cara, por Arcano, que fue, como he dicho en legítima defensa, y para explicarle a vuestra curiosidad sobre la etiología de mi adorado chiquitín. Le enterraron y no se habló más del asunto, y ya amarrada al asta de mi carreta, junto a la amigable compañía de mis almizcleros, el salmorejo que me dieron me supo a gloria arcana. Yo escuché el soliloquiar de mis carceleros, presas del pánico al anticipar el peligro que habían corrido a lo pesado de la travesía, cuando me dieron de beber, o incluso cuando amablemente me habían sanado algún callo o herida. Junto a nuestra plácida hoguera, en la negrura de la noche sin estrellas, acorralada yo por mi sueño y el agotamiento de la contienda se escucharon pasos: —¡Quién va! Somos muchos y armados, solfea tus credenciales —amenazaron mis reputados guardianes para amilanar al enemigo, y les respondió una voz. —Soy nadie: concurro solo e independiente: ni soy arcanita de tipo alguno, ni bucólitas de comezones sensitivos, ni de Tierranegocia soy como demuestra mi pobreza; tampoco soy Bestiario que se deduce de mis maneras didascálicas. ¿Puedo acercarme, señores de la guerra? Como le dijeron que sí, así lo hizo y se sentó con ellos a tomar infusiones y el mencionado licor de lagarto, de todo arcanita el favorito. Les explicó que era donnadie deambulando por la grieta: una vuelta al mes le daba desde que su mujer, hacía ya veinte años, fuese raptada por los bestiarios que habitan tamaño hoyo. De ser la mentira tan creíble le dejaron la hospitalidad, y porque les había mejorado el genio desde que por la tarde pasase lo de Expectoracio. Cuando se enteró de que yo era reinaza quiso tenerme en entrevista. —Pero no se acerque a lo que le da la cadena, que no se imagina cómo las arma del mal pronto que tiene —le aconsejaron ellos—. Además tiene un virus peor que una cuñadía, hereditario y contagiosísimo al tacto. Esta tarde se ha cargado a un forzudo, y estaba amarrada con cadenas capaces de inmovilizar a cien bueyes de esos. Al dormirse ellos sin importarles que me lo comiera, me obsequió el viejo con un diálogo que yo principié. —¿Cómo te apodas, abuelo? Mi nombre, como te habrán comentado es Ruta, princesa del clan de los mierdosos, y esta noche que me pillas deshecha, heroína venida tan a menos que más me valdría morirme,
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que ningún lacayo merece el dolor que me cuesta. Este mundo es un teatro de marionetas y yo soy su musa mal nacida —le expliqué con el ánimo agrio de mi espíritu cercenado. —Me llamo Existenciario y te he buscado porque eres una adelantada de los nonatos, sea de vagina torpe y humana, de escroto superior sea. Eres la única luz que a este mundo le queda. —Sí, la luz que alumbra la nada. Yo conocí una vez a un hombre llamado como tú, pero no puedes serlo, porque aquel tenía por normal jurisprudencia no salir de su casa, para que le resbalase la miseria, a salvo del meollo. Nos repantigamos sobre la paz del silencio de un cielo tan lejano para ambos. Yo me sentía bien preñada, y eso que habían pasado pocas horas. Luché por dentro para que el intercambio de mi sangre con la del lacayo sobaquina, me fuese a mi favor. Tanto me concentré al lado del anciano visitante que anulé la validez del matrimonio, imponiéndome (glándula a glándula, órgano a órgano, célula a célula...) a toda la fuerza que ejercía su semilla por preponderarme la parentela. Si miráis a mi niñito, del abusón no encontraréis más que el color de los ojos, pues mío es todo lo demás: la mirada, su reidor constante, su independencia, su aversión y asco al servilismo, etcétera, etcétera. Enternecida una de las mujeres más pacíficas y bellas de las doce familias apretó al chiquitín contra su pecho de tanta penita como le dio el furor narrado de tal concepción. Medio dormido el niñito lanzó un grito preso por la ira: —Zeñoda, ¡zoi el hijo de Duta, no un merdezilla! La bella le apretó contra su corpiño de campesina noble, y el hijo de la princesa a dicho abrigo, se dejó querer. Ruta, elevó su cabeza para reconocer a la mujer, y siguió el relato de su amarga vida. El anciano escampaba mis vaporosos designios de derrotada, gracias a lo sereno de su voz y al conformismo que enseña la edad: por muchas traperías que hiciera de mozuelo, ahora parecía no haber asestado daño alguno. Poco a poco le fui cogiendo confianza al viejo e indagué: —¿Qué opinas del alma del lacayo?, ¿se nace servil?, ¿se embellaquece por tendencia a la guita y a privilegios?, ¿tiene cura alma tal?... —Yo nada entiendo de política, nada de semántica ni de psicología natural, menos de tendencia biológica al altruismo y su contrario, la
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recompensa por lamer. Soy un Sinletra misionado en pasar inadvertido. No conozco el bestiarismo zoológico ni demás taxonomías; nada sé de arquitectura, filantropismo, astrología, artes plásticas, puericultura y pedagogía de la parvulez, ni costumbrismo de la divinidad general ni arcanografía, ni onomatopeya, ni ortopedia para mutantes. —Eres un impostor —le dije con ánimo de desenmascararle—, pues nombras lo que nada sabes sesudamente y con la palabrería del letrado. Eres un confabulador y te he calado: sal de detrás de tu concha, quítate la capucha y arrímale tu faz a la llama, que me va a decir quién eres. Hizo como le demandé y me sobrecogí cuando la luz de mi hoguera me guiñó su identidad. —¡Por el popularísimo y famoso escroto de Arcano!, yo conozco ese gesto esquinado: eres mi Espíritu Desvelador, el Talento que vio el mundo futuro, quien acabó mi educación. Contigo lloré a mi dulce Amadis hecho de piedra, y por el anticipo de estas torturas que había de recibir. Tú me diste el Gran Libro que yo había de rellenar. Tú me ordenaste Retesadora de Mentes, y mírame qué desventura y destierro habito aquí emberrenchinada en mis lamentos... eres Existenciario, el Talento que faltó un pelo para yo degollar, ofuscada por mi amor y verde adolescencia. Reconocí sus blancas barbas de limosnero, en suma más ralas y metodizadas por la vejez, que la noche que le lloré encima: el tiempo es el enemigo que no descansa en su emboscadura perenne, que lleva a término su consigna, por la que nos quita cada día una posibilidad. Le conté, explayada, lo ocurrido en Arcano, cada cuello que corté y los que indulté, cada atropello pectral de mi Espartaca, el hallazgo del alma de Sempiterna, la secreta prevaricación de Forniquín, el fasto recibimiento que me hicieran y la invertida salida de incógnito, ya con el virus que me prescribieron; cada desaliento por apretura de dolor o por renovada decepción; y a la manera somera le relaté el destino que me habían encomendado: abandonarme en la Sima de los Bestiarios, el destierro deparado del que sería difícil retornar, y la violación de Expectoracio, téngalo ya Arcano en su nube escondrijo, o en su gloria. Solté el arresto que mantenía erguida mi templanza y rompí a llorar, mismamemte como la primera vez, sobre sus rodillas, tullida, en claudicante aflicción. Haciendo hueco entre las lágrimas, le dije: —Que las dos veces que ha llorado esta princesa han sido en tu regazo. Más que la molienda a palos me magulla no saberlo solventar, no ver
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cristalina la venganza... y mis cosas, Existenciario, ¿dónde estarán mis cosas?: mi monóculo que facilitaba, lo que ahora menos científicamente, diagnostico a ojímetro; mi daga venenosa tallada del fémur de una cuñada lagartija; mi Espartaca y su potrita, ¿a qué servidumbre y pupilaje se deberán?; y mi Relato total producto de mi estudio y mi lógica, con un sinfín de nuevos estatutos, de tan infinitos, imposibles de rememorar. —No te mortifiques en el arroyo del pasado: tu vida es la tragedia de logros imbricados cual tejas superpuestas. Por la Certidumbre divina, jefa de toda la santería de los Talentos, que recuperaré para ti todo lo que pueda. Evacua con el llanto todo el empacho de tu tristeza. Me llenó de ungüentos cada quemazón vigente, y los antiguos que cubría una costra, y encaminó mis lágrimas hacia el futuro, poniéndolas junto a un asterisco, símbolo del fin de un ciclo. En él lloré todo lo que tenía pendiente, hasta que se desaposentó mi ofuscación al alba, cuando me contó la crónica que tenía escuchada de mi Relato total: —De tan virulento como es y de tanto arrebatamiento como produce, da fe que tu padre quiso indagarlo con su hombría menos dudosa, y dióselo a probar a Autopsio, el generalísimo de todos los cuarteles y de los mandingas; cuando lo hubo leído se destiranizó, colgó sus armaduras y se fue a plantar puerros gordísimos al territorio de los lagartijas, para tentar al homicidio. Cuentan que se quedó ciego por infección del lagrimal, por exceso de sodio de tanto llanto expiatorio, y por la vergüenza de su anterior bravosía en miles de crímenes medida. —¿Es eso cierto? entonces, ¿aún soy tu empollona preferida? —Cierto es, que yo no porfío. Mi Ruta bellísima, la mejor semilla de la tierra. ¿Soy yo tu chochez favorita? Y nos vimos envueltos el cano y yo en una novedosa alegría, empapados por el calabobos fronterizo del desierto, sacando risotadas y ventajas a los ronquidos de mis imbéciles carceleros, a un metro de la casita de arena, señalada con su nogal, reposo barato del semental Expectoracio.
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capítulo ix El nacimiento de Sebastian y La última bivalvada de los bestiarios Aprendido, de mirarse a sí mismo, que el lacayo es una bestia por cuenta propia al embargo sólo de sí mismo —lo que produce ese negror en la humanidad—, y por todo lo acontecido el día anterior, el Hombre de Oro cogió su bandeja del desayuno y se sentó solo en la mesa del comedor. Desarmado por la influyente Clara, fregado por tanta razón como la bella tenía, atemorizado de tan bien entender, de repente, el cuento del león y la leona en la estepona, aquejado de su idóneo desparramo a lameduras de esto y aquello otro, por mor del dinero, sintió el prurito del vacío: doblegadizo el cerebro, presto estaba a ser refundido en su segundo nacimiento. Al goce de su café donde flotaba un inmenso bollo, descuidó entreabierto el portillo por donde gustan colarse los recuerdos más cercanos: ojeó la noche anterior «¡en el mismo lecho que la médica!», se decía henchido, terminado el licor, con la euforia que este presta a las kermesses, ajuntados los tres (los dos ardidos y su terapeuta), formando un triángulo cuyo centro lo ocupaba el buzo nonato de Clara en su hotelito acuático y ventral. Angelín y Sebastián, compartido su amor bipartito, abrazado cada uno a un regazo de Clara, en silencio, testaron la ventaja que ella les sacaba; en mancebía imaginaria —pues ni una caricia se permitieron— se ampararon bajo las alas de tan bello regazo, y hasta que se durmieron, le contaron sus latidos. A cada poco, como una gotera, fueron llegando a la mesa, con sus platos repletos de huevos, tostadas, mantequilla y mermelada, el enajenado chipirón, la Mujer Fantástica, Sazonado Corazón, y el maldito Veletas. Clara, que ya no era de atiborrarse, llegó la última con un café y un premamá amarillo que atrajo todas las miradas: se le escapaba su alma lacayesca y le nacía una sorna transitoria. Así comienza este viernes para nuestros quemados madrugadores: más serios, alertas y pugnando por su cura.
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—Hoy vamos a poner torniquetes en nuestras viejas heridas de sangre biográfica. Cuando terminéis nos encontraremos en la sala de curas —ordenó la terapeuta—. Veletas, a tu pasito gracioso, haces fotocopias del resto de nuestro querido relato de la princesa, y lo repartes para que cada uno lo lea a su antojo. A lo mejor ya no nos queda mucho tiempo. Luego saquéale a mi despacho todos los expedientes de nuestros anteriores pacientes y me los traes. —Eso nos está prohibidísimo y hace peligrar nuestro potaje —protestó el mal bicho primero, pero cedió y acató ante la mirada oblicua que Clara le envió. Por fin parecía funcionar esta factoría de almas dolidas. Cada uno a su manera, había comprendido que la razón hay que perseguirla, pero sin despreciar la textura de la piel que nos contiene, por carecer esta de sustituto. Deducido que la razón habita en nosotros se disponían a encontrarla, garbosos a pagar, por primera vez, el precio que dicha afronta vale. Hoy día, hasta el más inepto ha ido coleccionando, cual comentarista intuitivo y a trancas y barrancas, un sucedáneo de conciencia que le hace reconocer en los sucesos del mundo un horrible destino; para salvarse, el inepto se refugia en una vida de diminutas felicidades, miniaturas que más le anexan al mismo devenir del que se quería desarrimar. Una vez transformado en colaborador mínimo dicho hombrecillo que a sus intríngulis se dedica, no ve nada en los altercados de la historia que pueda afectarle, y se refugia dicho hombre medio en la erudición, en sus colecciones de cromos, o en atender a sus íntimas deudas. Pero ¡ay de quien no empalme la agonía de este mundo a la suya misma!: cada mirada a una universal desgracia le birla una posibilidad a la nuestra, y dicho escamoteo que quería ser ventana de huída, se nos venga como intruso agujero, por el que se aleja la misma alegría que queríamos preservar. Ya en la sala de curas, a la espera de que Veletas volviese con los expedientes y con el esperado relato de Ruta que tanto les orientaba, sentados a sus anchas, o caminando entre las sillas, le hacían un hueco a la cordura para cuando esta llegara. Aprovechó el tiempo muerto Máximo Alegre, conocido como Adivina Qué, o el bledo introspectivo, o la razón encarcelada, y le dio órdenes muy severas a su boca: —Clara, ¿y qué hay de mí? La terapeuta, asumido su acuerdo con la verdad, ya no podía hacer excepciones, y le soltó una chubasquería de deterministas premoniciones:
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—Querido, ¡cómo lo siento! No hay salida para quien misteriosamente se hizo lerdo, para el que asume el silencio por toda palabrería —le decía con sincera conmiseración y reputada por tanto como se la quería—. El pensamiento es el ermitaño que nos habita, pero en tu caso, más se parece al niño que se le encierra en un gallinero, con lo que se le niega el procedimiento para devenir «hombre». Para que lo entendáis, sin aceite no hay buñuelo y sin palabra no hay alma, sólo lento deterioro —y palió en un grado veredicto tan fúnebre—: no te desesperes querido, no te dolerá mucho perder algo que no tienes. —Entonces el chipirón, ¿además de no hablar, no piensa? —preguntó inocentemente el Hombre de Oro. —Lo que llamamos pensar no, lo siento querido —se acercó Clara a la sepia y le acarició en la cabeza como se le hace a la lámpara de Aladino con su genio vacante—: pobrecillo, su espíritu es como una fina gasa. Resbalaron lágrimas de chipirón ante los atónitos quemados que acataban esponjosos el dictamen, embrazados tangencialmente a esa pena marina. Sólo la ignorancia en silla de ruedas protestó. —Pero es un niño muy mono, aunque un poquito tímido. ¿No puedes hacer nada, Clara? —Por mi nómina que lo he hecho: durante años he curado chipirones parejos, pero ya no puedo —y se le puso cara de abuela cuentacuentos—: una vez me trajeron un encandilado con la boca tan seca como Máximo; no tenía pensamiento propio y se limitaba a sacarme de quicio haciéndole a mis palabras carambolas, en fingimiento de la lógica que no tenía. Durante un año luché contra su arisco silencio encauchado, y como no entraba nada por su hermético occipucio, hube de normalizarle con diez frases repetidas hasta que mi aburrimiento me pudo. De tan poco como le cabía me deshonesté antes de darlo por perdido, e incrusté en él diez reglas lapidarias sencillas y falsas que no precisaban enjuiciamiento propio. Recuerdo varias: «cada uno puede ser lo que quiera», o «o se amilane el cabrito que puede ser cabrón»... no os creáis que no estudié la manera de desenroscarle el tapón, reunida con un montón de conductistas profesionales. Ahora es un bribón apodado «la enredadera» de tanto como trepa en política. —¿Y eso no es sanarse?, ¿no puedes hacerle a él algo parecido? — reclamó la mujer hiperactiva. —Que lo haga otra. Yo ya no achico un desagüe para que luego, cuando quiera yo escapar, me absorba y me arrastre.
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—Clara, yo tengo sentimientos, yo te quiero —lanzó la última protesta el chipirón con todo el énfasis que pudo, a la espera de que alguien le mandase un flotavidas. —Mira Máximo Alegre, que no sé quién te pondría este nombre: los sentimientos sin el empujoncito de unas buenas entendederas son una jaula de hierro donde no podemos hacer otra cosa que engordar. Ya sé que de haber nacido en el Neolítico serías una lumbrera, el jefe de los simios de nuestro advenimiento. Un rato más, siguió Clara cerrándole puertas de futuro al olímpico de la elocuencia, mientras los quemados veían deslustrarse un tanto la credibilidad que la maestra lucía: «cómo era posible que el chipirón no tuviera tratamiento», se preguntaban, «aunque si Clara dice que nada hay para ese tipo de irritación, mala cosa», se respondían. Al tiempo, despertaba la factoría y se ponía en funcionamiento, al salvífico apuntalamiento de otras almas que en poco le atañen a la historia: terapeutas y ardidos preparaban sus terapias en otras salas, o desayunaban antes de encararse a sus abismos y solucionar sus pegas. En ese trasiego entre espiritual y burocrático, se encontraba Veletas en su fotocopiadora, al establecimiento de un nuevo juramento para este viernes, «hoy me hago con ellos y salvo al conductismo, por mi cojera». El defectuoso, de alma y cuerpo, no perdía la oportunidad de leer algún párrafo de Ruta: cada relato tiene para nosotros un espejo, y Veletas, advenido lacayo y a lo mismo adicto, desde muy adolescente, se reverberaba en Forniquín de tan bien como a este le entendía; «ese tío sí que es una fiera», se decía, en máximo cumplimiento de su acomodaticio destino ortopédico. Al volver a la sala de curas, se los encontró el indeseable entre la desavenencia de una humareda subversiva acerca de lo «inhumano»; así llamaba él a todo lo que se alzara más allá de su lógica en miniatura, la del estímulo y la respuesta. Repartió papeles, adoptó el gesto de la autosuficiencia del caviloso (de ser asiduo a su bata, a sus roedores y probetas), y cruzó su desventura, o sea, la pierna atrofiada sobre la buena, en su rincón de grandiosidad, como espera su momento el déspota, y escuchó. —Pero ¿qué tiene que ver el mutismo del molusco con ser lerdo? —refunfuñaba la bondad tan actual de Sazonado Corazón, al respecto de algo que hubiera dicho la contundente Clara. —Miente el mudo, ya lo he dicho, miente por ser su costumbre, siempre a la espera como magnífico astuto —estricta Clara, muy arriesgada y expuesta—: pero anticipa mal la venganza que le propinará su
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cerebro, al omitir tanto lenguaje. Lo que no se usa degenera —y todos miraron la delgadita pierna colgante del ortopédico—; sin palabras, no hay mundo exterior; sin este no hay lenguaje y sin gramática no hay sentimientos. Este es el sofisma que le define el almita al imbécil. Se masticaba en el ambiente demasiada derrota, acostumbrados todos los quemados a que por muy largas que se presentaran las dolencias, podría el fontanero cervical usurparle un poco de gracia al temido destino. Algo parecido le pasa a la gente de coranzoncito popular, que entienden sobremanera las causas de los muditos chipirones, mejor que estos mismos, y consienten, «que claro que tienen pensamiento, sólo que no se oye». Intentaba Clara hacerles ver que no se puede tocar el violín sin instrumento y que la atrofia en el vocalizar desencadenaba primero apolillamiento, y en pocos años esterilidad de pensamiento. No le faltaba razón a la chica: —Lo que no sabemos es cuándo dejó de pensar el chipirón, de tanto como ha mentido —argumentaba Clara incansable, con el empaque de poner mucha vida en ello—. Con ellos ha fracasado todo intento de normalización de la cultura, porque la astucia de sopesar el eco que pudieran tener sus palabras, las excarcela un milímetro antes de pasar la garganta: esa astucia es su hostilidad. —¿Y no puede ser que el chiquitín no hable porque necesite previa reflexión? —opinó la defensora fantástica de todos los hombrecitos buenos. —¡Por Veletas que en ese momento miente el chipirón! —falló sin reservas la bella Clara. —¿Y si calla, pues nada tiene que decir, por sentir irrevocable lo escuchado? —sondeó el defensor de las brujas, Aterciopelado Corazón, adicto en exculpar. —Doblemente miente el chipirón: porque el acuerdo nunca es completo, y porque el órgano del consenso no es la oreja, sino la palabra —elocuentísima y rápida nuestra Clara. —¿Y si adopta el mutis por ver peligrar su negocio? No pretenderás que una palabra de más disperse por el limbo nuestro privilegio y condumio —alegó la fiera de los embargamientos, preocupado por la asiduidad con la que él mismo recitaba sus mutis millonarios. —¡Más miente dicho molusco! y tú lo sabes mi querido Sebastián. Contrito le quedó el rostro a Sebastián al sentirse tan calado por dicha pinchadura.
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Casi una hora siguieron sobre lo mal visto del silencio; hasta, como ocurre con el evangelio —que por todas partes nos tropezamos con su infierno—, de darle vueltas apareció tema más apasionante, el Lerdo Universal y su naturaleza, una calima que todo lo cubre, cual gorra infinita, y de la que se aprovechan los maestros de las marionetas, cuando cobran los aplausos con que los imbéciles obsequian a sus muñecos. Atacaba Clara al respecto de la teoría del Lerdo: sin dengues y con mucha valentía en destripar. —Al igual que en presencia de un niño sustituyen los mayores su lógica por la del «cuchicuchi», si un lerdo polizón se sienta a nuestra mesa, nuestra educación de flotante permisividad, acepta el vacío de igualarnos al tonto: este que de tonto no tiene ni un pelo, se percata y presta de buen grado su rebajada e insignificante forma de mirar. —Clara, todos tenemos derecho a la vida —declaró la mujer «tan buena», más obsesionada en hacer que en pensar. Y Sazonado Corazón, amaestrado también en la fea costumbre de no replicar a su lerda bruja, salió en su ayuda: —Y no sólo por el derecho, que es inapelable, más aún, es el más listo el que debe ceder. —Pues eso es lo que digo, que cuanta más educación tiene un pueblo, más se deja guiar por sus tontos; que si el más razonable se retira y afloja, el Lerdo Universal impone sus impertinencias. ¿No comprendéis que el lerdo sólo tiene una regla a la que serle fiel?: imponer su insignificancia en la que nada muy a gusto. La hiena comprende bien la exquisitez de la carroña y amenaza imponerla como plato único. —Pero ¿si dijéramos la verdad, no haríamos mucho daño a nuestros semejantes? —preguntó Sebastián creyendo acorralar la elocuencia de Clara, y siguió—: la verdad promociona el dolor. No entiendo cuál es el mundo que te gusta. Quisiera comprenderte amiga mía. Se hermanó Sazonado Corazón con Sebastián, le hizo una tangente, al menos esta vez, y le tendió su mano verdulera repleta de cochambre: —Sebastián tiene razón, no podemos ser tan perfectos a costa del más débil. —¡Débil! —gritó Clarísima muy enfadada—: ¿es débil tu bruja cuando te invade y te apoca?, ¿es débil el chipirón hostil que lanza su mutis de desprecio?... no hay nada más estúpido que eso del «que calla otorga», ni más falso por otro lado. ¿Es débil el mierdoso actual que moja su bollo en el caldo que más le conviene? Maldito sea el «hombre
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bueno» que reparte trozos proporcionales de permisividad. Confundís el derecho a la vida, con reírle las gracias al tonto y a sus palotes. ¡Malditos sean los Mudarrillas de este mundo! ¡Maldito el empecinado en aguar el enjuiciamiento, no dejándole a la verdad que se desquite y rebote! —Según lo que dices —concluyó el Hombre de Oro, un poco más listo que sus compañeros de quemaduras—, la mujer del carrito es la más tocha, porque todo lo ve bien. —Pues claro, es un demonio disfrazado de «Mari Pili». ¿Cómo pensabas tú que vendría el diablo de no ser blindado en ese cuerpo? —y la señaló con el dedo inquisidor, y familiarizada con ciertos higos dulces que te sancionan con su pincho, exclamó— Exacto, una bondad universal con la punzante hipocresía de una chumbera; como Arcano que se disfraza de nube y es un mierda. —Es verdad —remató Sebastián convencido. Bien por el milagro. Y pasaba el rato, y un aparente desconsuelo se apoderaba de ellos al ver la sanación muy problemática; les parecía que se despedía y alejaba, pero sus brazos no podían desprenderse del hechizo con el que Clara les sujetaba, remordedora contra sí y por dentro sonreída, con su lazo de verdades atrapadoras. Se hacía humana por momentos y resquebrajaba la lógica del psicólogo: «darle razón al cliente que es el que paga». No todos los logros emergían del trasfondo de su alma, pues los encantos nuevos de su rostro la aromaban, echaban a puntapiés ese renegrido olor de pudridero y pescado que destiñe un paquete de lacayos al desenvolverlo. Su vivificante metamorfosis de sinceridad desbordada que liberaba su elocuencia, también daba un tono azafranado a la belleza de sus pómulos, que los enloquecidos quemados, cada vez más, deseaban besar. Agotado el tema del Lerdo Universal —que fue mucho más sistemático de lo que yo he menudeado—, se tomaron un recreo al pateo del famoso jardín. Aprovecho para hacer dos descripciones, dos, no sea que el estético leedor superfluo se me marche por escasez de imágenes paisajistas: Primera: contexto local: era un viernes gris de muy usual y vulgar. Respiraban el apogeo de la mañana bañados por su sol en la vertical. Lucía el jardín todo lo bello que podía, promediado por un insuperable
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estanque con dos carpas moribundas, humilladas de tanto girarle a dos nenúfares de verde goma flotante. Un chorro inmoral de agua surgía de un grifo bobo que hace años había perdido su donaire, y cinco o seis gorriones simulaban su escénico canto entre la geométricamente ordenada maleza, más por obligación que por su obsoleto instinto. A nuestros ardidos paseantes ni les rozaba la niebla en sus rostros, ni les tronaba, ni el viento le dislocó a Veletas su caspa, ni había calabobos ni lluvia torrencial, ni eclipse total o parcial: sólo ese sol dañino que les pintaba ráfagas intermitentes, cuando cruzaban dialogantes bajo los emparrados. Segunda: contexto planetario: acogidos al tiempo con el que Clara les atemperaba, caminaban a su lado, inconscientes del derrumbadero que a alguno le esperaba. La tierra no se inmutó ese día, ni produjo trascendencia, pues era fiel a su acomodo: portar en viaje ordinario y circular, cual crucero, a millones de lerdos impositores de su lógica escasa, favorecidos por la condescendencia de los más razonablejos; mentirosos con astucias programadas también podían sentirse a su gusto; hostiles que se beneficiaban en este viaje comunal mostrando impúdicos su silencio como toda contestación; y todos los violentos chipirones de este mundo pleno de dramaturgia, que acotan con su presencia la leve esperanza de cualquier profundidad, incluidos los que cuentan efemérides, por toda reflexión, a lo largo y ancho de las lejanías. Más cercano a ellos, la asquerosa ciudad traía hasta aquí su bullicio de metálicos sonidos y el hedor de las infinitas diarreas, como eco, como una llamada recordadora de la aureola de los inhumanos, como un humillador verdugo que mata cada instante de las montañas. Fin. Vigorado el Hombre de Oro, tan gorromino antaño en asuntos razonantes, aceptaba nueva dislocadura gracias a la franqueza contagiosa de Clara, y ablandado destapó su sinceridad, ya convencido de que la sanación no pasaba por el ocultamiento. Sentados junto a singular fuente (museo y celda de hastiadas carpas), destapó su gracia, a riesgo de las posteriores críticas y demás puniciones, y contó, en un diminuto instante de la eternidad, un duelo entre dos americanas: —No tiene este mundo nada que más me apasione... —se levantó para mejor escenificar y púsose equidistante a la fuente que ocupaban con su culo los demás quemados; Veletas que obtuvo el permiso
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de sentarse junto a ellos, y Clara, estupefacta por el lirismo con que Sebastián preparaba su cuentecito: «No tiene este mundo nada que más me apasione, si el rival es digno de mi destreza: mi americana no enseña ni un pliegue más de lo permitido, y la suya también antepone toda su astucia, en ganas por luchar, peripuesta. Prefiero que el desafío sea en el despacho del otro, lo que me dificulta mucho el reto. Ambas americanas dan lo mejor de sí en un tira y afloja de argucias, mezcladas con alguna verdad imposible de entresacar. Siempre la sonrisa en la boca para ocultar el agotamiento que produce el disimulo: pienso diez cosas y de mi boca sólo escapa un ardid. Las dos americanas se insinúan la una a la otra, se acechan y se emboscan, erguidas como un pollo junto a cien gallinas, y alicaídas como el mismo omnívoro solitario en el gallinero, si la cosa anda mal; hasta que una americana exige la rendición y un apretón de manos marca dicha victoria, a costa de la ruina de la otra. Ambas americanas fueron al duelo con todos sus recursos conectados y sin desaliento. Ya en mi casa, dejo colgada la americana, casi siempre victoriosa, y me digo `había mucho peligro’, y me vuelve mi conciencia subsidiaria, que es la verdadera, por mucho menos que la use; andrajoso vivo, con la nevera siempre vacía, en un agujero sin comodidades, casi sin baldear, en el refugio apestoso donde se ensayan y porfían las inmorales estrategias. Por la mañana dejo mi conciencia y me pongo la americana bien planchada. Ella me rememora, punto a punto la lógica del sopesar, y presta sale mi americana conmigo, lista para embargar». De tanto abrir las bocas les entró mucha gana, y mientras Veletas se fue a solucionar eso, sentados en el bordecillo de la fuente fiel de acuosa tragedia, quedaron debatiendo los quemados y su maestra. Les había hecho una gracia relativa y desigual el dicho duelo de las americanas: el chipirón, estricto en verbo, reía a carcajadas, lo que no venía a cuento, pues era cosa seria; la Mujer Fantástica, acostumbrada a encontrar el lado bueno de las cosas, exclamó: «¡pues bien que hace, ya quisiera yo tener ese problema!»; Sazonado Corazón, con un pie pisando en la amistad por Sebastián, y con el otro posado sobre el barro de su cizañador interés en avecindar amorosamente con la bella
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Clara, sentenció: «soy blando de corazón, ese es mi deterioro, pero nunca he hecho daño a nadie; Sebastián debes tener remordimientos, y mucho que punir». Clara se percató y con sospechas invisibles, a ambos rivales apuntó desde el turquesado de sus ojos. Inmensa era la bandeja de montaditos de jamón que traía Veletas con la que zurcir el perdón de los quemados, pero el tocino estaba rancio; «otra vez será», pensó, y se sentó junto a «sus amigos» en la empalizada de las carpas. Como si fuera un cojo invisible se levantaron todos y se fueron caminando, sorteando los setos gordos, que tenían la forma de un grano: no le desmerecían nada al jardín dichos setos de lo horribles que eran. «Id delante que ya os cojo», dijo el insignificante ortopédico, y todos se rieron mientras escupían trocitos del tocino. —Instructivo ha sido tu duelo de americanas —decía la sorna transitoria de Clara refiriéndose a Sebastián—, pero a mí ya no me confunden esas fábulas. La comitiva volvió a acampar, esta vez bajo un emparrado que hacía las veces de cenador, a refugio del sol cada vez menos piadoso. Allí empezó el desenmascaramiento de los mil chinos que habitaban la sesera adicta al negocio. —Sebastián, eres el resultado de un error —dijo la experta en neuras, y continuó así su diagnóstico—: cual hiena que comete tropelías de hiena, y que por la noche en su guarida, una escasa cueva a ras del ardiente suelo del desierto, se siente gacela. —No entiendo —confesó sinceramente el Hombre de Oro. —Pues está fácil —y a Clara se le puso esa voz de oráculo que requería lo contundente, como si hablase por un inmenso canuto—: la única materia prima de nuestra esencia es aquella que utilizamos, y tú ya no conoces otro idioma que el del fenicio. Nos contaste en tu duelo de americanas que tu verdadera conciencia aparecía en tu casa como una ladrona y que nada tenía que ver con las tropelías a las que te expones todo el día. ¡Increíble... pero falso! Sólo tenemos la conciencia en la que nos ocupamos. Lo que quisiéramos ser y no somos es el artilugio que utiliza nuestra verdadera conciencia para reponerse y disculparse: en tu caso, la única materia prima de tu esencia es la hipocresía, y a ella le dedicas tus fuerzas. Mala cura tiene tu tórax leal al embargo. Tembloroso Sebastián quiso defenderse, pero su sarrosa dentadura no pudo más que insinuar la derrota inevitable. Por entre sus dedos,
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se iba el agua que no se puede retener. Aún así, contumaz, acostumbrado el hombrecillo a luchar, volvió a defenderse y ejerció su oficio: —Tú no puedes saber de qué metal estoy hecho, ni cuál es mi fundamento, sólo por la polvorienta atmósfera que tras de mí dejan mis actos... Se quedó solo en el mundo de repente, observado por los cuatro pares de ojos de la cuadrilla y el mutante asimétrico: en ese momento su vida comenzó de cero. Se disponía a nacer. Clara no quería hacerle daño, pero la sinceridad de su sexto sentido la obligaba, y ante las lágrimas fantasmas de Sebastián al pretender mantener la entereza (esa que tan buenos resultados le daba en los despachos), y ante el pelotón de quemados boquiabiertos, quedo y estático, como las personas que permanecen cautivas ante las llamas, hubo Sebastián de escuchar a Clara, quien desobligada de toda hipocresía, y manca de mano izquierda, compuso el más bello alegato que se conozca contra las hienas que quieren ser gacelas. Como poseída de una magnífica elocuencia apisonadora, habló ella para sus escuchantes, embebidos por la razón de los sofismas que salían de su vestal vientre florido —más florido que vestal—, un nuevo vestíbulo desde donde recrear la vida. Dirigiendo sus ojos inquisidores al atento Sebastián, dijo: «Es la hiena depredadora y carroñera, por más que a la noche se sienta gacela en su agujero. Tus ideales desmayados durante el día, quieren ocupar su protagonismo en la noche de tu refugio, en anécdotas convertidos de tanto abreviarlos. Y no es así querido Sebastián. Nuestra incumbencia es aquello que nos ocupa y no el residuo fugitivo presentado de uvas a peras, con la nocturnidad de una ladrona. Drágale a tu corazón toda la basura que le cabe y empuja a tus afanes en el presente, y desabónate de la fiereza a la que has vivido tan pegado, profana tu templo hecho de cascotes...». Clara, magistral, rebosante de lucidez, por un momento se hizo reina, y produjo agrietamiento a modo de tormento en el alma seca de Sebastián. Caminando en círculo, lindera a los dolidos, sin sacar un pie a la intemperie más allá de la sombra del cenáculo, no fuera que se le tostase, les explicó la naturaleza de los ideales, con su carne y con su hueso, hechos de presente domiciliados en el hoy, y no de distante y perezoso olvido. Así llegó a proclamar que «somos subalternos
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demonios en el mismo averno del que tanto nos quejamos». Y les conminó a efectuar viaje hacia el pasado, para remirar el taller donde se fabrican los afanes, en la nodriza adolescencia. Arremetió contra los ideales demasiado ideales, que quien quiere desacreditarlos coloca a desmano, para regatear entre lo posible e imposible; y contra la lógica del sopesar que pare estratagemas; contra las americanas rivales pugnando por la ruina ajena; contra el silente chipirón, la mansedumbre, la condescendencia del razonable, la excesiva precaución del astuto y contra el despido libre. Ya que la lengua estaba suelta y cargada de buenas intenciones, como si la verdad enardecida, cual fina niebla, se la dictasen desde lo alto, produjo sofismas, silogismos y alguna paradoja, sin reposo y durante casi una hora, hasta que le vino la calma por agotamiento. Los escuchantes se habían rendido a sus pies, sus cuellos lubricados de tanto gesto afirmativo, y sus mandíbulas desencajadas, de tanta verdad atrasada a la que adherirse. Como la montaña frena a la nube alocada a merced del aire, se le amortiguó a Clara su vehemencia y terminó serenada y con decoro: —Nuestra colaboración debe ser mínima y dictada por la escuela de nuestra piel, si nos quedan arrestos para recordar lo que éramos, y si nos queda el valor de hacer lo pequeño, cada día y cada nocturnidad: ¡lo pequeño! queridos, el primer paso de la vastedad y de las grandes excursiones. Desmantelada la fortaleza de Sebastián, por tanto como le ajaron los enjuiciamientos de Clara a modo de lección, ya no le quedaba oro a su alma, sino rotas flemas, y se dispuso a nacer diferente. Todos los nacimientos producen mucho dolor, más aún si no son privados, por el pudor que se les suma, y el Hombre de Oro devaluado miró desde lo alto de su barranco hacia el mar, como quien cuenta las olas a la espera de «la buena» para ahogamiento seguro. Unos minutos aguantó su silencio antes de asesinarse, para que rompiera aguas el nuevo mozalbete. El resto de encendidos, inmisericordiosos, no pronunciaron disuasorio alguno al suicida, sólo el marrano Veletas ejerció la poquedad de su humanidad aconsejándole ansiolíticos, pero cual marrano fue apartado a escupitajos, aromados de rancio jamón. Sebastián se sentó en el suelo del asqueroso jardín, hermanado con el polvo y redundó en lágrimas, adornadas de sollozos de hombre, bajo el patrocinio de quien produjo su desvelamiento, la bella Clara, que también sufría indirecto compungimiento. No tuvo
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consuelo durante largo rato, por más que los quemados se le arrimaron para acariciarle con arrumacos de partera, para hacer de su dolor un hecho más llevadero. Cuando se hubo calmado, le recogió Clara sus lágrimas, y como hiciera con el chipirón, le dirigió hacia el comedor, arropándole con su inflexible comprensión, seguidos por la retahíla de escocidos, y por Veletas que cubría como siempre la retaguardia, lo que le era natural a su condición. Atracado de sus propios sollozos, sólo parecía sensible a los anuncios y consuelos bisbiseantes de la misma verduga que le tenía así, de la misma quien había tramitado dicha violencia. Entre temblores lacrimógenos y contracciones puerperales, Clara le sermoneaba justificándose: —Lo siento tanto... ya no soy psicóloga que expenda consejos de vida normalizada. Tú te mereces más. La sanación pasa por erguimiento completo, lo que precisa caída en picado, arrastramiento por el fondo y el miedo a perderlo todo. Le pasa lo mismo al sistema. Tú entiendes bien del sistema, por tu oficio: es tan fuerte que no le imaginamos una alternativa, ¿a que es verdad?... sabe muy bien asumir sus pegas transformándolas en perejiles. Sólo cuando se rompe en mil pedazos podemos suponerle sustituto. Vale más una verdad oscura que una falsedad luminosa, y a ti te pasará igual, dejarás de extrañar y encontrarás a qué acogerte. Sebastián no podía oír este sonsonete de catequesis, porque su llanto taponaba sus sentidos. Dieron la vuelta al jardín y entraron por la puerta principal, bajo el luminoso grosero «Residencia de Quemados», y el bedel, con esa neutralidad servil que les caracteriza, se refirió a ella: —Bonito día, Doctora Clara. Ya ha sonado el timbre del comedor. Trabajar y comer, así es la vida. —Diga usted que sí. Trabajar, comer e ir de funerales —añadió ella. La comitiva entró a comer sus patatas carbonatohidratadas y ansiolíticas; sólo Veletas se detuvo con el bedel, con el que compartía albores de servilismo y arrodilladura, alcahuetismo, y vicio de constante conspiración. Clara dejó solo en una mesa a Sebastián, de machote que le veía: —Después de comer estaremos en la terraza para leer y relajarnos —propuso cariñosamente la terapeuta. —Soy un mierda, Clara, no tengo nada propio, si hubiera hecho caso a mi abuela... llevo dos días pensando en tu Hans Delbrouk. Hace
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una semana me hubiese mofado de él, y ahora envidio su felicidad rumiante que tan cochambrosa se me hacía, el manoseo orgulloso al que se dedica, amén de la amistad que le profesas, y el niñito que en tu vientre le transportas. Todo lo daría por tu respeto —dijo el embrión, muy alisado y con textura de flema. —El respeto ya lo tienes, y te quiero más que a Hans. Algún día tendrás algo propio, algo que no precise de la fuerza ni la hostilidad para que te sea amado. El Hombre de Oropel muy barato rompió a llorar, pero no perdió el apetito por su sobrado denuedo. Un germen se instaló en Sebastián. Muchos son conscientes de la Historia, del Sistema, de la Política, de todo lo exterior con lo que flirtean, pero sólo el colaborador mínimo asume su participación sin ceguedad. Sólo el colaborador mínimo, descontento con el sistema, como todo hombre parcial, toma partido más allá de su acomodamiento, sufrido del diminuto acaloro que su participación exige, y le desaparece esa haraganería tan humana; presto se dispone al hecho pequeño de sus ideales terrenos, diminuto grano en los arenales que moja el mar. Las dolidas mentes comían sus patatas en pasmado silencio por la escena: Sebastián a retortijones dándose a luz, solo contra sus obsesiones, alunado y enclarado por su bella. Desobstruidas las entendederas de los quemados, se tornaban más reflexionantes y se les representaban las palabras de Clara, que entre sus torpes manos parecían sandeces. Pensaban en el «Colaborador Participante Mínimo»; en los ideales «demasiado ideales» y en lo pequeño que se transformaba en grande milagrosamente; en el «duelo de americanas», cual molde que retiene el flan al caramelo y a la lógica del sopesar; y en la «verdad oscura», preferible siempre a la «falsedad luminosa». El deslucido Veletas sólo tragaba. Adelántese el lector por la paleografía de Ruta mientras nuestros opinantes quemados comen, pues los logros que Clara y sus abrasados le quiten al relato no han de ser ordenados, ni hemos de saber a qué expensas se debe que algo nos penetre y nos mute, como imposible y arbitrario es reconocer el nombre de la nube, que desde la verticalidad nos moja.
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Ruta, la princesa se detuvo un poco, para esquivar en silencio el añorar doloroso, el tan bello reencuentro con Existenciario. Nada quedaba de la noche que se tragaba tanta gesta. Un amanecer simplón despertó a los niños que habían dormitado entre algodones, y sin mediar palabra se soplaron las velas, se ahogaron las brasas y desayunaron todos. El día hace eso, le roba lirismo a las historias, pero los hombres industriosos e inteligentes no se engañan con ese exceso de realismo con el que la luz asesina la belleza: sólo al romántico que habita una burbuja le huyen las delicias nocturninas con el amanecer mata-musas. Arrastraron con agua helada de primavera sus legañas, aliviaron en el campo las necesidades de sus cuerpos humanos, el encargado de las bestias forrajeó y abrevó el ganado con su rastra, y paseó a los caballos; adecentaron a los niños que salieron a hacer lo suyo, jugar, y como el sonar del agua despeñada fueron sentándose junto a la mesa, oídos prestos y más limpios. Ruta también le despeinó a su rostro las secuelas del trasnocho, pero sin perderle ojo a los guerreros, que por mucho canguelo que guardaban «seguían siendo militares», pensaba, sobre todo al comisario de los calzones grotescos. El anciano portavoz de rostro añoso, se dirigió a la princesa, como hacía siempre, poniéndose en pie y con acicalado respeto le preguntó: —Ruta, querida, anfitriona y huésped. No te ofendas que tu historia no tiene cáscaras y nos desriñonamos imaginariamente, de tantos baches como a tu camino le suponemos. Pero, si este es tu niñito, y ya no hubo más violaciones, y si como dijiste antes, que con amor ya no sería posible por lo de tu tormento Amadis petrificado, ¿cómo es tan niño tu chiquitín si debe tener veinte años? —¡Que sois torpes como un azulejo! —refunfuñó Ruta sin odio, pues se le mantenía la hostilidad menguada de tanto plisarla en sus hazañas—: mi retoño es hijo de lo que os he contado con el desflorador Expectoracio. Diez años cumple pronto mi Andurrio, que así se llama porque se lo puso su madre, y porque concebido fue en andurriales de desierto; diez años tiene, más diez que me costó gestarlo, de tantísimos méritos como mi útero tuvo que ponerle para ser hijo de Ruta. ¿Queda ahora claro? A las gestaciones densas les pasa lo que digo. Y como todos entendieron tal vagancia uterina al habérsela con tan industriosa creación, callaron, resoplaron, y remiraron por las ventanas cómo boleaba Andurrio con otros niños, con el ceño puesto
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los escuchantes en atisbarle al chiquitín sus diferencias, al secreteo alcahueto de sus peculiaridades. Andurrio no mostraba mutaciones, a simple vista, y de tener inusuales hermosuras, agazapadas estaban entre los latidos de su corazón, o en su sesudez todavía sin envaronar. Se fueron despegando de las ventanillas y retornaron a la mesa, ávidos de nuevas juglerías: persistía la fascinación de los escuchantes que contemplaban la belleza y gracia de Ruta, ya peinada y disimuladas sus ojeras: Esa mañana empezó la verdadera deportación, animadísima yo por las fuerzas nuevas que me diera la visita de Existenciario, y por el morbo de no saber qué iba a ser de mí en la Sima de los Bestiarios. En algún momento pensé en malparir, para quitarme toda la faena de esquivar la sangre marrana, la que puso en mi vientre el doncello Expectoracio, pero venció mi gana de criar un pimpollo, un Andurrio, cual sol, que con su limpidez diluyese todas las nubes o parapetos de los dioses. Mis guardianes, que me habían guiado hasta allí, se despidieron con amabilidad: —Ahí te quedas reinaza —me dijeron—, que vaya viajecito que nos has dado. No saldrás de ahí. Y me colocaron en una cesta hecha con varas entrelazadas de avellano, que colgaba del vacío y que manejaban diez bestiarios desde lo hondo. ¡Qué vértigo estar pendida en tan gran hendidura!, que por muy ancha que fuera, de profunda tendría mil metros. Balanceándome comencé el descenso con buen ánimo, pese a desconocer mi estrella nueva, y qué averiguación me esperaba abajo. —Os agradezco tan peculiar viaje, queridos guías —les despedía en mirando hacia arriba, pues para lo profundo valía más no mirar—: a ver si un día repetimos ojeada a los paraísos que me habéis mostrado, que yo quedé contentísima. Adiós Lucio y Venéreo, y tú mi preferido Jámbico espadachín, dale de comer a tus ladillas que son tesoro; y gracias por el adelgazamiento, que soy propensa al ensebo, y ahora las mujeres se llevan así, menos llenitas. Por Arcano que nos veremos, aunque tenga que volver despacito, y de mi parte trasmitirle recuerdos y un beso muy fuerte a mi suegra, la madre de Expectoracio. La hora le costó descender a la cesta, golpeándose contra la roca. Yo no sentía nostalgia de mi Arcano (maldito sea quien sienta eso por su tierra, que el hombre no es un árbol que en su naturaleza esté lo de arraigar), pero sí veía yo alejárseme hacia lo recóndito el bregar que
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en mi juventud me había yo compuesto muy obcecada, y es un deber eso que una se propone: desencastillar a los arcanitas, no por ser mis preferidos, quede claro, sino por manía mía. El periplo de la vuelta sería harto difícil, no en cuanto a lo peligroso del camino en solitario (que lo era), ni por carecer de salvoconductos (que también), sino por el correo con recomendaciones que mi padre había repartido a los dignatarios de todos los imperios: «no tocar a mi retoño, por más empalagosa que se os haga y hartazgo que provoque; pero que no vuelva des-exilada ni pronto ni anciana, hasta plena amortización de su traición, o previo aviso». Si algún atisbo había de nostalgia cuando descendía a mi novato hado, quede claro que esta sería vulgar nostalgia paisajística, o producto de mi cortesana estética, o una tiritona absurda por la decoración que aquí me extrañaba. Recordaba yo el blanco cálcico zafirado de mi lago, que desapareció con el definitivo traspiés de mi cesta contra el suelo firme: un centenar de haraposos bestiarios de rodillas al rendibú del «dividiva»; hiciéronme sentir como en casa, aunque por no tenerles confianza no les pateé la cabeza por muy merecido que lo tenían. Soy persona de mundo y deseaba tener amigos, confraternar para que fuera más llevadera mi estada en ese pozo, así que dije: —Dejaos de fanatismos y decidme: ¿qué tal se mama por aquí? Como no contestaban les indiqué que me presentaran a su jefe. —No tenemos de eso, has entrado en el Alguacilazgo de los Bestiarios. Tenga Ruta, la princesa de los Arcanitas, bienllegada —contestó el de más fácil lengua, que por cierto lo llevaba en un papel escrito. Por lo que tengo bien visto, de cada mil almas, al paso te sale una de menos torpeza; yo creí que me había contestado el más ladrillo: por Arcano que no os miento, era el portavoz de este macizo boca abajo y se llamaba Ronco Oratorio. De tan usía como era ostentaba un sinfín de cargos: comisionado, consejero, jefe de ingenieros, enterrador, vocinglero jefe, y aposentador de palacio. Me hizo un gesto para que le siguiera y a pocos pasos entramos en un palacete de poca monta tapizado de oro. Todo lo otro era muy cutre. Delante de mí, como en un altar muy chabacano, rodeado de azafatas bonitas, con mucho despilfarro reverberante, un hombre —por decir algo—, me dio la bienllegada y un tropel de miramientos sobrados: —Ruta, dividiva, te esperábamos. ¿Has tenido buen engolamiento? —Pues sí, aunque no amo las alturas por el peligro que contienen. ¿Tenéis un plan para conmigo?
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—Permíteme que te llame Rutita, a priori de conocerte —dijo en fonación de babosa. —¡Y una mierda! —le contesté con educación—, llámame así y te rajo, que ese nombramiento lo dejo para los amigos y aquí no veo ninguno. Por muy bestiarios que seáis yo soy noble arcanita, y mantengamos las clases. Venga el plan, alguacil cochambroso. Empezamos muy mal, como puede verse, pero la amistad es algo sacro, y por justicia que debe darse a cada cual lo propio. Ya en su sitio me habló con respeto: —Tienes lengua emperifollada. Pues mira lo que vamos a hacer. Ni un pelo te hemos de tocar para no sufrir las estocadas del ejército arcanita, aunque ganas ya me sobran y acabamos de conocernos. Tú vive por aquí que somos un pueblo hospitalario, andurréalo, o haz lo que tu carácter dicte. No faltes a las normas y tengamos destierro en paz. —Esta venia me gusta más. Por Arcano que no he de molestaros. Yo habitaré mi chocita y palabrearé con quien me parezca, que algún pupilo me saldrá, que soy simpática y agradable. —¿Has dicho hablar? —repuso el alguacil con sincero espanto e incredulidad—: te aviso que los bestiarios tenemos por naturaleza impuesta no hablar nunca, de no ser por auxilio o catástrofe estricta. Y por Arcano que el augurio era cierto como iréis viendo. Y siguió anticipándome las venturanzas que me esperaban: —Princesa de los arcanitas, aquí te allegarán los modales de los que tu educación flaquea. Que Oratorio te guíe a tu choza y que tengas dicha silenciosa. Yo quería más parloteo pero el dignatario se retiraba con sus azafatas, y le requerí con brusco enfado: —¡Alguacil!, ya veo que sois bestiarios y que con acierto os puso su nombre algún dios esparcido por lo celeste, pero es de esa educación relamida que me quieres inculcar, decir cómo te llaman, ya que tú, el nombre al que atiendo conoces. Y casi sin mirarme paró su faldamenta —como una noble arcanita se indumentaba— y puso su nombre en el aire con puntillosa altivez: —Me llamo como a mi antecesor le dio la gana: Solipsismo Hidráulico, hijo de Bivalvo, dios de los bestiarios. Así le perdí de vista y pocas ganas me quedaron de ulteriores entrevistas, por descubrirse tan veloz su necia excelencia. Las azafatas se
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arrodillaron al oír su nombre y se quedaron con las narices aplastadas contra las baldosas de mármol. Yo me liberé de una flatulencia acorde con la situación y la anchura del palacio, y salí acompañada de Oratorio, con la imaginación atascada en el destierro que me esperaba. La sima era llana y enorme, poblada de chozas al tuntún. Un riachuelo había sido forzado por ingenieros y desnudas manos a curvarse mil veces, por lo que pasaba debajo de todos los chozos. Así se explicaba que hubiera infinitos puentecillos y un sinfín de acueductos, acometidas y sumideros. Seguí a mi guía —que tampoco era moco de pavo en divertimento—, por ese laberinto de agua. Y le increpé: —Querido Oratorio, mi guiador prestado, explícame al menos qué es todo lo que veo. —Es bivalvo nuestro dios y su naturaleza es el agua. «Todo es agua». El río que serpentear observas mueve toda la maquinaria que bienvivir precisa, servicio singular, sin contar cómo influye en nuestra espiritualidad. —¿Todo es agua? —le pregunté yo estupefacta—, pues yo tengo hidrofobia. —Pues dale órdenes a tu destierro para que se deje llevar lo mejor que pueda. Mira, esa es tu casa; como ves, también el río surca sus cimientos en favor de tu mayor acomodo. Hasta que te adaptes no dudes en requerirme para cualquier informe. Por anchísima que era la llanada de la sima no le entraba el sol, como si alguien le hubiese colgado un sobrecielo, y la humedad lo comía todo, menos los malos hedores bestiarios que de tan espesos hacían penitente el paso. Yo me quedé sola en la marquesina de mi hogar saludando a todos los bestiarios que pasaban, que de tan educados me hacían invisible, o sea, ningún caso. Enseguida comprendí que eran muy científicos y en nada poetas. Todos hablaban solos y los veías encaramados a sus fachadas durante horas recitándole a la pared. Ningún afán tenían en la vida estos olímpicos de la perorata de vaciados nervios; ni siquiera entrañas melancólicas portaban por algún ornato. Eran todos iguales, a diferencia de Oratorio y Solipsismo, que uno por consejero y el otro por alguacil parecían guardarse algo de lo humano. Pronto llegué a la hipótesis del meteorito que los trajo en huevos y los puso en el mismo agujero que hiciera al precipitarse, de lo extraños que le eran a mi experiencia; incluso un lagartija tenía más seso, dentro de su cortedad. De tan agraviador como era el
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sedentarismo mental que metodizaban, a mí me echaba de quicio, por más que intenté serles amable. Como eran humanoides industriosos, lo que atestiguaba toda la martingala de artefactos movidos por agua —hasta el grano lo molían tal—, me propuse hablar con los más listos para organizarme la escapatoria. Y ahí me vino la tristeza cuando, sin poder averiguarles la inteligencia al dedillo carecida yo de un «densímetro o prensostato sesudo», a fuerza de reglas y operaciones aritméticas, averigüé que eran de inteligencia muy porosa (no como esponja de mar cuya idoneidad es repletarse, sino como un colador embastecido que no retiene ni el tocino), y eran menos que genios, simples científicos menesterales y fontaneros. Al no poder conversarles por su asnada, pasé la primera tristeza bebiendo orujo. No me hundí, y puesta a ir a la zaga, me propuse ir a la del más listo e inventé un truco: dibujé en un papel (con paciencia, porque ya sabéis lo melonada que soy en artes plásticas), una cara de babosa hecha con meticulosa detinencia, y me pasaba por el poblado hasta tropezarme con ajuntamiento bestiario, para de una vez hacer abundante experimento; les decía que estuvieran estáticos y ponía a contra sol mi dibujo junto a sus insulsos rostros: por Arcano que ni una única vez quedó desmerecida mi babosa, y desespereme tanto que, una mañana, berreé, tal como abismada fuera de mí, y llorando corrí y me metí en la cesta, para provocar el milagro soñado noches enteras en que la cesta volaba contra natura. Esa noche, lo reconozco, tuve dócil el desmoronamiento de una llorera. Y esa fue la segunda tristeza que me puso meses en estado de depauperada inercia. Yo no hacía más que pensar cómo podían ser tan lerdos, pues en escapar nada se me ocurría. Cada intento por tener avecindamiento me despeñaba más en dirección al orujo, ¡que no derramaba nada para obviar tanto moco de babosa! Un pueblo se mide por la capacidad que tienen sus individuos en parlotear de sí mismos. Yo he visto hombres que nada saben del mundo, o que sabiéndolo escueto, con más o menos brillantez, te exponían sus hazañas personales y destino al que se avezaban. Los bestiarios, hechos de cadaverina prematura, parecían habitar hacia dentro, al menos eso se sospechaba del hermetismo que mostraban. Pues no, hacia dentro estaba la nada con su poderío, que juro por Arcano que la imbecilidad se les había tragado, cual invertido embudo, toda retórica y pensamiento. Eso sí, se congregaban solícitos a cualquier
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festejo que el alguacil dictase: El Día que Bivalvo creó el agua, La Fiesta de la peonza, Onomástica del primer molino, Onomástica del primer terremoto, o El Día del mutis advenido. Eran trogloditas en bienestar, con menos musitamiento que un repollo alegre; desterrarse aquí era como pasear por la Aldea de la Razón pero habitada por verduras, que me minaban cada anochecer, pues tiene el mutismo la mala deferencia de contagiarse, y eso que no me doy pronta por perdida, e intentelo todo: —Eres feliz, vecino bestiario —demandaba yo, a ver qué. —Depende. Sopesar debo. —¿Por qué no usáis el jabón que mata los hedores? —Personalísima la pregunta que me haces. Meditarelo en mi muro. La esperada respuesta no llegaba nunca para mayor ahogo de mi humanidad rimbombante. O... —¿Sabes qué es un arcanita, bestiario papanatas? —No sé si sabría. O: —Si no habláis ¿es por timidez? —¿Eslo? Creí enloquecer de tan sencilla como me reformaba, al achicarme para alcanzarles su diminuta estatura, hasta que una mañana me vi hablándole a mi muro, afectada por el exceso de lo conciso, y tomé una determinación: «si nadie me va a sacar de aquí, por el escroto de Arcano que salimos todos», me dije; a veces es más fácil matar al perro que buscarle la pulga. Elegí el Día que Bivalvo hizo el agua, y que ellos apodaban «La Bivalvada». Esperé a Ronco Oratorio una mañana de asiduidad húmeda en la puerta de su lujoso chozo, mientras observaba a un grupo de bestiarios haciendo corro, lo que allí se llamaba «encompadrarse»: se miraban y asentían con sus pescuezos al tiempo que dejaban la boca abierta y producían un continuo ronquido; por riguroso turno se colocaba uno en el centro y el resto le acariciaban la espalda haciéndole círculos con una mano. Este ceremoniar me exasperaba mucho por la insipiencia e insulsez que delataba, y me dije, «voy a daros yo con mi estratagema». Por Arcano que odio las estrategias, pero no con las cosas, que las requieren y le están bien vistas, y no otra cosa eran los bestiarios, naturalezas muertas que en su tumba pasarían a mejor vida, o defecaciones estreñidas de Arcano, y con cuatro trazos esbozado su contrito rostro
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de lombriz. Cuando Oratorio salió con su túnica del chozo le abordé para cursar con atinación mi plan: —Querido comisionado, consejero, enterrador, vocinglero y aposentador: ya se me ha curado la ascosidad que me generabais los bestiarios, superada la bilis que almacenaba por mi desdicha, que no habéis de pagar vosotros lo que en nada merecéis. Salva mi alma ya, me veo mejor destino por lo que de rotativo este tiene, y todo lo que de negrura veía se ha transformado en optimismo y ganas de vivir, a Bivalvo gracias y a vuestro hospicio que me dio lucidez en esta encerradura vuestra, que me hizo muy especulativa a mi muro encarada. Reniego ya del verbo que en nada sirve y le medito a mi reputante tabique, que me fascina al devolverme las palabras, como es de buen hacer entre los bestiarios —le oré con un cinismo impropio de mi nobleza. —Ruta, dividiva, alegras mi encéfalo e impávido me pones. Pídeme lo que quieras que por mí no ha de quedarse. —Pues que... —titubeaba yo al ocasionarle rebaja a mi idoneidad sincera—, en agradecimiento a mi curación total, quiero agasajar a tu mandamás y ofrecerme para participar en vuestro festejo, como un repug... como un bestiario más. Y nos dirigimos en ese mismo momento al palacio atravesando ese universo de puentecillos y humedad, y jugamos ambos a dar patadas a la basura de las aceras, como dos niñitos tra-la-rá. Antes de recibirnos Solipsismo Hidráulico, sonó en la sala la corneta de los bestiarios que simulaba el sonido del mar —la casa de Bivalvo—, y en el que jamás estuvieran. El opulento enfaldado se presentó con sus azafatas y sus alhajas de conchas y oro. —Ruta, la princesa de mis temidos arcanitas: tengo entendido por lo que me ha anticipado mi consejero Oratorio que te muestras embajadora de tu pueblo y mucho más cordial. Pues háblame entonces que te he de escuchar una vez cedida la rabia de tu arribada. —Solipsista de Agua, digo... Solipsismo Hidráulico: casi un año llevo entre tus bribo... tus bestiarios —mi acostumbrada sinceridad casi me delataba—. Después de bracearle mucho a mi destino en meditativa circunspección, a cabezazos contra el muro que vuestra gracia y hospicio me prestó y que ya casi tengo consumido, me ha llegado el miramiento que me robaba mi jactabunda adolescencia. Y me acucian, por Bivalvo que es cierto, unas ganas muy fuertes de agasajaros en los festejos de la próxima semana. Permíteme alguacil,
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que haga una transacción de mis favores a tu pueblo, y organice yo los fuegos de artificio, que los encumbraréis por los siglos de los siglos de tanto cosquilleo como os han de dar. —Sea, querida princesa. Ya sabía yo que del magro de tu padre no surgiría jamás desperdicio humano. Haz lo que te salga en los fuegos artísticos para que mi pueblo babee y ronque un ¡oh! Agénciate dos pares de ociosos bestiarios con la animosidad que tú decidas y que obedezcan tus admoniciones de reinaza. Me fui a mi choza a las zancadas de un camello, que sin beber el mes, le viene un tufo de frescura y agua mineral; tan dispuesta y feliz iba, que me ofrendaron aplausos los bestiarios que en la calle me cruzaba, cuando canturreaba Arcanita, la pelandusca leprosa. Señalé con el dedo a dos parejas de bestiarios entre los de más morralla preopinante, lo que fue harto complicado por lo unánimes que se mostraban todos en dicha mesmedad, y comencé a experimentar los pros y contras en la tinaja de mi imaginación. Por la cortedad de sus casquetes esféricos no preguntaban nada, y les dispuse a llenar una balsa de troncos de madera y ramas, con toda la comida que pudimos recoger. Luego les hice un plano de cómo, cuándo y dónde, debían colocar los tres diezmiles de kilos de explosivos que componían el total de los almacenes. La última noche en este asentamiento bestiario compuse el más bello de los discursos que a mi léxico se le ocurriera para el éxito de mi actuosidad, no para que se les negase su virilidad lerda —lo cual era prácticamente imposible—, sino para el bien de las generaciones futuras. Y llegó La Bivalvada, el día conmemorativo de hazaña muy añeja, cuando Bivalvo Penates, dios del silencio y los bestiarios, en frotamiento de sus valvas encadenó oxígeno e hidrógeno y parió toda el agua del mundo, para que los bestiarios se pudieran bañar, lo cual no tenían por costumbre en su calendario, y qué sé yo.
Clara, con los pies hinchados, en alto, pensó: «¡santo cielo! —como se ve hasta el ateo recurre a Dios cuando está desconcertado—, Bivalvo es un molusco, es parecido a un chipirón pero con valvas». Y siguió leyendo, muy alucinada del oportunismo con que esta novela había caído en sus manos, pues a su mudito bichito recordaba... Las únicas imágenes de Bivalvo que yo viera fueron las esculpidas en la roca de la sima, que de tan inmensas se contemplaban desde
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abajo: era un molusco de dimensiones inhumanas que los bestiarios le arañaron a la caliza aquí y allá, en diferentes posiciones afiligranadas, lo que no le daba ni expresión ni fiereza, por su simplísimo oficio de invertebrado marino. La tellina gigante encarnaba la doctrina del silencio y les había guindado el afán por toda retórica. Era un dios modesto, carente de gallardía al que se le pedían recados sencillos, ¡qué podría hacer una tellina! Por muy bastardo que fuera su dios valía para los bestiarios, que repletos de absurdos amuletos al cuello —conchitas, valvas de clóchina o chipirones disecados, que no sé de dónde los habrían sacado, pues como antedije, el mar nunca vieran—, creían en el hechizo contra el gusano de la patata, contra la sequía y la inundación: la tellina gigante sólo debía preocuparse de hacer fluir el agua para que el bestiario medio pudiera chismearle a su muro. Y comenzó La Bivalvada con apreturas de festejos tan asquerosos como insípidos: la listeza que le falta a un pueblo se rellena con cochinería festiva. Primero hubo procesión, uno a uno, tras una tellina acéfala de madera que viajaba en volandas sobre los hombros de cuatro «afortunados» muy ufanos que roncaban ante un general y sobrecogedor «¡qué suerte», y que habían sido escogidos al tuntún entre los más imbéciles; detrás el alguacil con sus azafatas vestales, empatadas en belleza e inepcia; seguía Oratorio entufado por la estela de la oficialidad. Y por último, al libamen, uno a uno, todos los bestiarios incluidos los más mozos y los niñitos, y emitiendo esa carraspera mítica, plagiario del canto que le imaginaban al molusco. La expedición le anteponía mucho asco a mi ánimo, que se entremezclaba con temor de fracasar, y un lógico extrañamiento por verme concomitando mi destino en dicha juglería tan rudimental, aunque es de perogrullo que son tan simétricos los pueblos y las naturalezas de los hombres venidos a menos, que todos tienen algo que festejar para dar de comer a su gregarismo. «¡Mierda para todos!», pensé. Como no hay «festilencia» sin vítores, convite y postrera verbena —como de raro es encontrar estómago libre de flatulencias—, comenzaron los discursos en la plazuela. Solipsista Hidráulico, cual adalid principal, echó su resto en aprendida elocuencia mientras los cochambrosos hacían su carraspeo biválvico. Con esta inerudición les oraba el tal Hidráulico: que si «no dejará el agua de fluir mientras el muro contenga nuestra retórica», que si «el receptáculo o fértil sima que Bivalvo observa por ser los bestiarios sus preferidos, amigos de la
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moluscosidad o malacología», que si «el orgullo de nuestros muertos y bla, bla, bla... ¡hurra por Bivalvo, hechor y protector». No os digo más. A las azafatas, que lucían con desparpajo su traición y privilegio en acrobática danza apodada el «amor doblete del molusco», no les acuciaba la vergüenza de feriar con lo invendible, con el delantal venéreo que ciñen dos tetas y un pubis, ascendido a la categoría de caracola ornamental por la que se escucha el mar: mierda también para las facilonas que le hacen fajadura a lo muchísimo que falta por emancipar. Oratorio me dio una estampilla de Bivalvo, en la que se reconocía al divino entre siderales algodones, allá donde residen los más santos berberechos, y ofreciome la palabra, en cortesía a una «invitada noble de palabra oficiosa e invinculante», dijo. De memoria me sabía mi discurso, y las ganas amontonadas de un año que tenía yo de lucimiento: «Bestiarios mohosos que habitáis la sima, cajón pútrido, que limítrofe por arriba con el que se disfraza de nube, y por abajo con la asiduidad de los hedores y con el mutismo que tizna de babaza vuestros muros: ¡viva la hidrofobia y maldita sea la humedad!». Después de este diminuto llamamiento improvisé algo sencillo al respecto de la estampilla que me regaló Ronco Oratorio, y lo enlacé con lo memorizado: «Me habéis partido lo irrompible, mi coraje mimado cual único tesoro, con esa vuestra avinagrada lerdez y bestiario mutismo. Por paliamiento a esta incomodidad se me ofrece una estampilla de vuestro afortunador Bivalvo; pues os hago una juratoria: por el imprescindible amor que un día tuve y perdí, que no ha de secar el papel de dicha imagen diva mi ano noble y fino, y aquí, en mi falda, la guardo para mi rechinamiento, para refrescarle al universo todo, mi expedición al subterráneo mundo de los bestiarios». Asentada ya la estupefacción en las babosas escuchantes, no por lo que entendían —demostrado ya el escabeche que tenían por talento—, sino por su inacostumbrada capacidad de escuchar palabras hostiles, insistí: «¡Hijos de Bivalvo!: sois la brevedad, que embragada habita lo particularísimo, lo arbitrario y lo diminuto. Tan profunda como es vuestra sima es de enano vuestro dios, miniaturizado como tarrito de muestra que portáis al cuello cuales fetiches; y el adalid Solipsismo que veneráis, un forajido cochambroso, diseñado a vuestra altura,
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aunque si fuera más grande y ampuloso lo mismo os diría, que nadie le debe nada a nadie por corona, báculo, talento o plenipotencia que posea. Para desensimaros de esta locura tan escueta os he de echar una mano en pago al buen hospedaje que me disteis, en un sentido, al no infringirme sufrimiento corporal, a lo que voy bien habituada; pero por el otro os maldigo, por la ración de mutis y carraspeo enlodado que casi me lisia para siempre. Pues aquí me tenéis, que soy una experta en estirazar espirales y soy capaz de nacerle un lago a una sima muy profunda. A vérmelas estoy acostumbrada con espadachines de fina esgrima o con rudos hombrones de mamporrazos muy certeros, pero no os merecéis molienda ni lesiones, y como el agua es vuestro propio, agua tendréis, por el enema que voy a meterle a vuestro dios en su culo, si lo tuviere, lo cual tengo yo en duda, de que los berberechos tengan de eso: haced el equipaje que nos vamos todos, no tiene convite ni verbena La Bivalvada este año. ¡Disuélvanse los bestiarios por el mundo en expatriación forzosa y al azar! ¡Mierda para Bivalvo y todos los moluscos universales! ¡Al guano con la arbitrariedad! Comience la festividad con los fuegos de artificio». Todos se rieron, menos Oratorio que con esa pizca de salero, le sobresalía un milímetro a la masa, y le miré, y comprendió: —¡Ruta, dividiva! —me gritó—: por tu padre, y por el escroto que te parió, no hagas eso. Yo, que ni caso, y prendí la mecha. La explosión fue terrible de grande e hizo estremecer a la sima, la cual amenazaba plisarse como un cucurucho. Yo había colocado todos los explosivos en la cueva por donde escapaba el agua después de serpentearles afortunadora por la llanada toda. El río caudalosísimo, al no encontrar salida, inundaría en poco tiempo la ciudad, y como un barreño, en inusual repletamiento desde abajo, toda la sima. Los bestiarios, que conservaban el instinto de supervivencia intacto, cual humano de cualquier ristra, corrieron hacia la cesta transportadora, pero entendieron que ni uno solo saldría por ahí; sin hablar siquiera, y sin precipitación, como eran industriosos para con sus manos, lo que había impurificado su inteligencia por desuso, improvisaron balsas repletas de víveres, haciendo caso omiso a Solipsismo que gritaba: «carraspear y dejad que Bivalvo os acoja y os replete con su sustancia acuosa». Nadie quiso quedarse. El alguacil que tanto chillaba, ya se acomodaba en su balsa lujosa con un hueco para cada azafata.
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Así, para subsanarme yo, hube de deshacer la hoyada inundándola. Para desaguarlos de su manía y que buscasen nuevas frondas tuve que echarles tanta agua clandestina como para anegarles su terreno, y sumergirles su único cielo, todo el hoyo que la sima custodiaba con los relieves de su tellina gigante, la casa de Bivalvo. Un cielo inundado como si fuera vulgar artesonado. ¡Qué paradoja! ¡Si es que una ha hecho cada cosa! Un mes le costó al río la anegación total, cual diluvio boca abajo. Yo, en mi flotadura, comía todo lo que podía, escuchando el carraspeo que salía de las otras balsas en periplo ascendente, cual lloriqueo unánime por sus bestiarias pertenencias. Una vez desensimados se esparcirían, hecha añicos tanta existencia molusca, por aledaños que ni me importaban. Esa fue mi maniobra, el único engaño que a mi vida le recuerdo, pues no había forma de flotarlos a sabiendas, de tan imposible como era mi suasorio, que ni uno a uno los hubiera convencido por tener derrengada la mente, sólo adherida al carraspeo y al capricho insonoro de su tellina. Los niños, tiernos para aceptar lo rotativo del destino, para inclinarse cuales juncos a otros vientos, bien me merecieron el pecado de tal embustería a sus bestiarios mayores. De este suceso en que se esfumó todo un alargado milenio de Bivalvada por enterramiento de agua, procede la sentencia que todo humanitas culto conoce: «te han engañado como a un bestiario». Fue un mes muy apacible de flotadura, lo que nos valió mucho para contemplar los relieves de la inmensa almeja, y a la altura de la cara, que ya nadie contemplaría una vez el agua reparadora se apoderaba de dicho despilfarro decorativo, en sepulcro acuático transformado, para deliquio de los peces. Yo, con mucha paz, analizaba mi futuro agüero, con un vaso de orujo en la mano, en retentiva del año bestiario que pasara, rea del mutis. Con mucha vista, después de prender la mecha de los falsos fuegos artificiales puse unos flotadores a un barril para mí sola; cuando lo hube bebido todo, a finos tragos muy continuos y a expensas del daño que le hiciera a mi estómago y a mi preñez, dejé para siempre la bebida. Una vez arriba, el lago buscó su salida y formó su río nuevo por donde más le convenía, y yo, junto al nogal, sobre el repecho tumba de Expectoracio, desensimándome la primera como si alguien me corriera y por las prisas justas que a mi destino le acuciaban, les compendié
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un resumen escueto de mi legado; no para que me recordaran (pues para rememoración nostálgica siempre podrían bizquear de memoria a su tellina que se ahogó gracias a yo), no por rutadolatría mía, como digo, sino para mejoría de su ser papanatas: «Desaguaos bestiarios y familia: reparada ya vuestra existencia hidráulica gracias a la subida de las aguas, como pasa en medicina, que no hay mejor antídoto que el mismo veneno bien administrado, salid ya a verle las entrañas al mundo. Que nadie os llame ahora bestiarios una vez deshecha la manada, y aprestaos a ser nómadas por cuenta propia, al husmeo de vuestro personal rastro, sin participar de destino comunal o arbitrariedad cualquiera, sea por legislación, tellina, raza o látigo. Hacedle ascos a vuestro recuerdo bivalvado, y lanzadlo al cosmos a que gire perdido junto a otras órbitas de desmanes humanos. No intentéis achicar el agua por mucho que lo pregone el mierdoso Solipsismo y encomendaos a vuestro «yo libre», único fuero que el hombre precisa, por mucho que el gregarismo aconseje tentadoramente un «nosotros en formación». Al principio os sentiréis infelices y desarraigados, y oiréis vuestros estómagos lacayos gritar, siempre en obsesión por llenarse, siempre aconsejando genuflexiones para habitar la inopia». De los tres imperios que mi padre me prescribió por castigo, así me deshice del primero, muy contenta de desasirme en sólo un año, que una Bivalvada llegué y a la siguiente comencé la singular travesía, el viaje de mil metros, abismo arriba en escalada acuática. De allí salí un tanto adicta a la bebida, que ya no pude más probar el alcohol de tanto como me gustaba —pasa eso—, y con esta estampilla de la tellina en el cielo de los moluscos, ¿queréis verla?... ¿no hace falta?... pues sea. Amén de mi pecado, como única pena, que ni recordar puedo de tanto como me duele aquí en mi pecho, el único artificio y coladura que colecciona mi vida, vergüenza por una maniobra para desprenderme de la agonística y mustiamiento que a mi naturaleza le aterraba. De tener mi espíritu más puro, el destierro bestiario hubiese sido definitivo, en solitario chozo contagiada del silencio bestiario (pues no habría encontrado el turno para escaparle), en la tribu de los mentirosos perennes abobados por el mutis. Maldigo mi astucia unitaria que deshizo el mito de Bivalvo, emancipación a medias, escapatoria forzosa sin convencimiento: no produce felicidad el hacha errando su disparo,
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sino, ya rifada la suerte, que el verdugo pose su arma elegantemente, murmurándonos la verdad de su apaño. ¡Malditos sean los intrépidos del mutis!, sepias y chipirones que nada piensan de tan poco como dicen, desamotinados universales por sus mentiras silenciosas. ¡Malditos sean los monológicos!
Clara, consternada por lo leído, dejó el relato y miró al cielo buscando las estrellas ocultas tras el sombrero de la tarde.
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Pero no le salían las estrellas a la tarde, por excesiva luz y parapeto: «las estrellas son el reino de la noche», se dijo la terapeuta preclara por mucha euforia traspasada: el naufragio boca arriba de los bestiarios, obligados por Ruta a desplegarse en otras moradas una vez aguada su tradición milenaria, le rascaba en sus sensorios. Se extrañaba Clara, estirada en la terraza de las digestiones, de que en el mundo arcaico de la princesa hubiese tantos malhechores de la misma estirpe que su diminuto chipirón. «Por San Clóchino», se dijo guaseándose, «que a un paso del próximo milenio poco se ha prosperado en la cura del lerdo». Sebastián, repuesto de las fatigas del nacer, veía familias enteras desahuciadas de chinos en escurribanda, que salían con lo puesto por entre las ranuras de su mente, a la bonanza de otra cobija. Puso su café a que se enfriara junto al de Clara y se sentó agradecido, todo lo cerca que pudo de su partera, en impropio abrazo para ser en la terraza de tan reputada y científica residencia, a la espera de los golpecitos en las nalgas que solemnizasen el nacimiento y el primer llanto. Ella le tomó la mano de chicha naciente y le dejó darse a luz: no daba abasto el redivivo en configurar sus nuevos genes. Cuánto hubiese dado el otro, el Sazonado Angelín, por tenerla tan cerca y de su parte, pero para nacer hay que morir primero, y no podía este separarse de su mullida complacencia en el regazo chumbo de su bruja y hurañía; y como le pasa a la bestia gregaria cuando sufre un rechazo, muy temerosa de no ser nada en solitario, puso Ángel su sazonado corazón del otro bando, susurrado y relleno de sus propias mezquindades: «Clara, dividiva, de haberte fijado en mí, más que en ese demente boca negra, te hubiese dedicado mi salvación», se decía a sí mismo, ¡como si salvarse no fuese un bien en sí mismo!, como si el instinto de supervivencia fuese comunal, y siguió su invisible pensamiento: «Luisa mía, brujita y doncella, qué no daría yo por rozarme con tu lengua...». Con esta plegaria se daba por perdido,
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lanzado a su otro espacio femenino, como un pedrusco que echa de menos la huella de su antiguo sitio, e imaginó rebozándose en ella. Ni se percató de que, en ese momento, la famosa Luisa gozaba otro lecho muy allende su matrimonio. Y dio su sanación por perdida, en el mismo instante en el que por terminada daba una historia que no había nacido, su relación con Clara a la que él había uncido toda posible curación, y se dijo el iluso: «Luisa mía, no recuerdo el día que dijeras algo sensato, no me viene a la memoria ni un sólo momento que no estuvieses colérica, agazapada en tu astucia silenciosa, cual biombo detrás del que lanzarme; nada me evoca tu voz disfrazada siempre de gruñido rezongante... pero te necesito tanto vida mía, te amo así como eres de insincera y mohína. Las yemas de mis dedos no desean testarle los encantos a otro cuerpo, ni a otra necedad: ábreme tu lecho, por más que se asemeje a una ficoidea de muy voraces hojas carnívoras». Sírvase el leedor a su gusto y justicia en este mostrador abarrotado de esclarecidas asechanzas criminales. Clara no le leyó el pensamiento por muy poco, mientras dejaba a Sebastián guarnecerse tras una de sus alas de pájara, cual regazo de madre; pero, con dicha vera ocupada, de una penetrante mirada atisbó toda la contrariedad que el rostro de Angelín delataba. El berberecho ideoestático también vino a la terraza y se sentó al sol, ni lejos ni muy cerca de Clara, con su mirada siempre extrañada de todo lo que veía, nuevamente dispuesto a llegar el último cuando comenzase la palabrería, y con la boca semiabierta, como si fuese a acudirle la palabra. Ya había terminado su café con moca la Mujer Fantástica y leía el talentoso discurso de Ruta a los bestiarios con la velocidad de la cotorra, pues no era su intención enterarse de nada: ¡Hijos de Bivalvo!: sois la brevedad, que embragada habita lo particularísimo, lo arbitrario y lo diminuto. Tan profunda como es vuestra sima es de enano vuestro dios, miniaturizado como tarrito de muestra que lleváis al cuello cuales fetiches; y el adalid Solipsismo que veneráis, un forajido cochambroso, diseñado a vuestra altura, aunque si fuera más grande lo mismo os diría, que nadie le debe nada a nadie por corona, báculo, talento o plenipotencia que posea.
«Pues muy bien», se dijo, y se rascó la papada.
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Veletas llegó con los prohibidos expedientes camuflados en una carpeta y ocupó su irremediable rincón, atento a su oportunidad, e insinuó una sonrisa cómplice a su jefa, de verruga a oreja. Ella amable y con reciprocidad rozó con su índice la nariz para que el cojo chirigotas se retirase un moco muy gomoso que le colgaba. La comida había marcado la mitad del viernes en el que flotaba ya un aire de fiesta, pues los no residentes ya tenían su bolsa preparada para salir a la vida con repuestas fuerzas, a poner en práctica los sermones aprendidos: psicosomatizados reos de fin de semana parecían. Nuestros quemados de más abolenga dolencia debían quedarse para achicar sus abismos y adecentarle al alma su trastienda. —Qué bien —dijo Veletas—, nos dejan solos de lo buenos que somos. —De lo jodidos que estamos —puntualizó Sebastián, desarrimándose de la bolsa amniótica que portaba Clara en su vientre y que le había hecho sentir tan a gusto—: nos dejan solos porque nuestra dolencia es muy severa, terminal. —¡Hala!, arriba el optimismo —protestaba Mari Pili—. Tengo que advertiros que yo me siento mucho mejor, creo que estoy muy drenada de toda la bilis y ansiedad que traía el lunes. Os aseguro que estaba muy atacada y con los nervios muy saltones. Ángel Sazonado se sentía furibundo y contrariado. Clara al notarlo fue a su zaga. Ella sabía que sentía celos infantiles por Sebastián y por los cuidados que su metamorfosis había requerido. —¿Y tú, querido Ángel?, ¿no nos dices nada? Se había transmudado la simpatía de su corazón en airamiento hacia el desdén de Clara, y ello le catapultaba a su antiguo infierno, hacia el recuerdo de su bruja en el aquelarre de su hogar: un infierno, pero sin extrañezas y muy familiar; lo malo conocido adquiría validez, sobre todo, cuando lo novedoso se alejaba inalcanzable. Así le pasa al niñito orgulloso cuando su algodón de azúcar cae en un barrizal, lejos de llorar, insinúa, «no me gustaba», y fabrica por primera vez el fingimiento. Si no podía Sazonado y furioso Corazón sentir repulsa de la terapeuta que tanto le gustaba —infructuoso es para los sentimientos desdecirse—, optó por la grosería contra el sistema y la terapia, aún a sabiendas del batacazo: —Doctora Clara, usted pretende que el humano sea perfecto. No estamos aquí para filosofar, ni para embaldosar el cielo y hacerlo
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pisable, sino para encontrar la felicidad en la misma vida que aborrecemos. Yo no quiero ser un espíritu claro y combativo; no confío de ese modo en la naturaleza humana. Como el que mete por primera vez a un ser querido en una tumba y comprende en único llanto el mundo todo, sintió Clara el arrepentimiento de haber pretendido lo imposible, y le dio al sapo comida de sapo: —Permíteme que no te retire la confianza que cogiste en mi habitación la otra noche: no te hablaré de usted. Sólo los que buscáis la felicidad rastrera importáis a la estadística de los gobiernos. Tú no quieres apartarte de tu bruja, ni que nadie te desanime de esa querencia; lo que pides es que te ayudemos a soportarlo, dándote la bendición de verlo bien: pues yo no te la doy. No soy yo quien vino al mundo a divertirse. Sebastián, todavía encharcado en los flujos viscosos del nacimiento, apoyó a Clara; incluso el molusco cuasi-humano pleno de resabios miró a Angelín, y se dejó entender, sin palabras, pero moviendo la cabeza de lado a lado cual energúmeno, por toda indicación, y casi suplicándole que no lo hiciera, trémulo, como si el derrumbamiento de una ficha pudiese provocar el efecto dominó. Sólo Mari Pili, princesa de la chusma, le aconsejó que volviera con ella, si tanto la quería, «hay que aguantar un poco», le decía, «desaparece el amor si no lo mimamos cada día». A la dignidad le gusta mucho hacer el equipaje. Angelín apuntó con su nariz al techo y abandonó la terraza de los milagros hacia las habitaciones, a que su pundonor tomase sus particulares riendas. Veletas, como una mariposa dormida a la que encendemos una bombilla, cojeó hacia él para reclutarle a su industria psicológica y en la puerta que daba al comedor le dijo: —Ángel, esto tenía que acabar así. ¿Te acompaño? ¿Quieres un ansiolítico, Lacayol o Tiranol? Cada salto mortal tiene su propia colchoneta, cada umbral traspasado nos muestra un amigo nuevo: es una ley muy antigua, que por cada traición nos nace un nuevo confidente, pero esta vez sentía Ángel que la voltereta era hacia atrás, y veía en Veletas un colgajo de desprestigios y se apartó de él, y se marchó a preparar su bolsa y la de los mil chinos que vivían con él, muy magnífico y orgulloso contra el mundo.
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Clara sufrió en silencio el resquemor sin encontrar su antídoto, sin poder igualarse al verdadero héroe, el cual acepta lo inevitable por la violencia de su capacidad y excelencia. Veletas, al no poder pincharle una bandera al arco iris, retornó a su asiento de ver naufragios de terraza, y chasqueó su lengua dos veces por ser bífida, y se disfrazó de nube ortodoxa y atenta. Este hecho marcó el desprendimiento del último rabo que a la metamorfosis de Clara le quedaba. Su sexto sentido adquirido hacía poco, la verdad blindada, el arco para su violín, la incapacidad para la patraña y la mentira, ya no eran suficientes. Le renació un don; digo «le renació» por ser algo que ella ya tenía cuando esparcía su evangelio contra los mustios, en lo precitado, en sus años de universidad y de la mano de su amante. Fue en su escuela de la piel, en la época feliz del motocarro, cuando se reían de todo, ejercitándose en la claridad, sin el reumático lastre de las premisas conformistas del adulto. Otros muchos quisieron imitarla en aquellos tiempos, pero no llegaban al ser sufrientes anticipados: con dicho don creó abismados allá por donde pasaba, hizo amargas las existencias, y les voló a los incautos fuera de este mundo, por un momento, sólo para que al retornar de su revoloteo aéreo aceptasen su tamaña incapacidad. Luego, casi veinte años de lacaya por el eclipse de un desamor, una existencia tangencial y encorvada, un respirar debilitado incomprensible, como de incomprensible es este estremecimiento nuevo en la otra dirección. ¿Fue Ruta, zampalacayos, quien le retornó el don?, ¿fue la fuerza de su vientre florecido?, ¿los designios del destino, indescifrables por cualquier empiria o análisis, tal vez?... El «porqué» sólo importa a las Mari Pilis, científicos y demás alcahuetas, no al leyente avispado e inteligente. Todos tenemos a alguien que tira de nuestro suelo protector con las manos de su don-donaire, con la facilidad del que sacude una estera. No, como cuento, decir la verdad ya no era suficiente. Clara, al completo deshojada, se disponía a desnudar con la mirada entresacándole lo lícito a la paja, y a engordar el espacio para que le cupiesen más milagros. Así, el azar sufriría un castigo y retroceso. Cuando su alma le retornó al cuerpo, después de unos minutos allá arriba ensimismada, nadie hablaba del desertor Sazonado que tan dignísimo se marchara. Sebastián, como si no pasara nada, conversaba con Mari Pili.
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—Me encantaría leer El relato total de Ruta —le decía a la tata zambullido en inocencia—: debe ser tremendo para que Autopsio se desmangoneara de esa manera. —No te creas, por lo mucho que tengo leído —a Mari Pili se le esmaltó la cara y se le puso de sabia, se le cayeron todos los rulos de repente—, todas las historias acaban igual: El relato total se perderá en alguna degollada de esas que tanto le gustan a Ruta y sólo nos enteraremos de algún aforismo muy extravagante y lapidario. Luego, la princesita, después de atravesar el desierto y meter en vereda a todos los bucolitas y a los mercaderes de Tierranegocia, se reencontrará con su papá, con los años, mucho más blandito, y este le pondrá un Mangoneado propio como le prometiera, y ella escuchará los gritos de su realeza y se colará por un príncipe con tanto carácter como ella, el cual le pondrá las pilas y ¡a reinar!, bondadosa y comprensiva, pero más opulenta; y su pueblo con la boca cada vez más abierta por las hambrunas coleccionadas, y al grito de ¡Dividiva!; ya verás cómo al final le da gustito tener muy llena la despensa y se le estira el ego con las alabanzas... —Calla, por Arcano, serías capaz de hacer del purgatorio un lugar de vacaciones; tú de una mirada te cargas el más bello de los crepúsculos —protestó el otro. Clara, sin mediar palabra, les dejó en la terraza y se fue a la habitación de Sazonado a ensayar su don. Se lo encontró en la cama con el equipaje a medio hacer y se sentó junto a él como buena amiga. Va una descripción de Ángel para el lector más corriente: Por cada cien mujeres que le miraban, a ciento cincuenta y una gustaba. Hagámonos con ello una idea de su planta muy apuesta. Disimulaba sus sienes braquicéfalas peinándose el pelo castaño y lacio hacia el cogote, ni muy moderno ni con la estética del emigrante en los sesenta. De tez tan andrógina que sólo su bigote adivinaba el sexo. Tenía treinta y cinco años aunque aparentaba treinta y seis; edad muy buena, de aprovecharla y ponerse a ello. De joven había derrochado mucha luz de tan líder como era, hasta que toda esa luz decidió quedársela ella, «su amada». Era de inteligencia envidiable que demostraba diariamente por tantas teorías como se le ocurrían, convertido en zoquete de hacerle omiso caso a todas ellas. De lo demás, ¿qué puedo decir?... un hombre entre usual y bello, con el gesto a
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horcajadas entre la dicha y lo agrio, con la mirada anónima de sufrir tanto y muy cetrino, eso sí, con mucha ictericia en su pellejo seductor, en dializador transformado para escupir todo el desperdicio de su bruja. Comisuras de labios, órbitas de ojos, orejas, pestañas y manos, del montón ordinario: se podía encontrar de todo ello paseando por un pueblo castellano. Aún no gimoteaba, habrá que esperar a que Clara practique con él ese don antedicho. Le temblaban mucho las cejas y se rastreaba, entre los escombros de hombre tan vistoso no hace mucho, toda la belleza de lo que pudo ser y no será. Con espontaneidad disolvió el silencio que hasta ese momento tenía fibras de mineral: —Clara, ¿alguna vez me has encontrado apuesto? Como la pregunta era sincera, contestó ella nada faltosa. —Eres atractivo, sí, pero... —¿Pero qué? —Pues... que tu afeamiento es interior. —Veo que has venido a ayudarme —dijo muy confuso el cetrino, y bajó la cabeza como suplicando en farsa la soledad. —¿Conoces el cuento de María Sarmiento que cagó un pimiento? —y como a él no le dio la gana contestar, se dispuso ella a contárselo igualmente, repantigándose un tanto sobre la almohada, ansiada de más espacio para su vientre, y se lo contó: —Había una vez un rey muy ilustre que tenía un huerto mágico y un monstruo... —¿Es muy largo el cuento? —interrumpió Angelín simulando fatiga. —No. Es muy cortito —respondió ella—, ya verás. «Había una vez un rey muy ilustre que tenía un huerto mágico y un monstruo zampacoles. Cada día atendía con esmero su plantación de coliflores y al llegar la noche abría la celda del monstruo. Por la mañana la ruindad se había apoderado del huerto, al que ni una col le quedaba. El primer consejero le dijo que plantara berzas y así lo hizo, pero el monstruo, que no tenía el diente muy fino, pronto se transformó en zampaberzas y continuó su devoro. El segundo chambelán aconsejó el nabo y el monstruo que lo era no por empeño, sino por nacerle a una monstruosa vagina, devino en zampanabos. El consejero número cien harto de la cantinela y asustado de cómo el reino se desatendía por la obsesión del rey, dio diez vueltas a la cerradura donde hacía las digestiones el zampatal y lanzó la llave al bosque, que de tan
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lejos llegó al quinto pino, y de ese monstruo no se supo más. El rey curado no volvió a plantar nada, dejó que los matos se apoderasen del huerto mágico y se dedicó a reinar: así nació la psicología, para curar la demencia; no para explicarla que es tarea del misterio». No se desanime el lector de no entenderlo todo, que la intuición pone aquello que a la comprensión le falta, como no se debe desprestigiar un cocido por tropezarse con un grumo, o con el sabor dulzarrón y tan desagradable de un pizco de zanahoria: la garganta —la intuición gustativa— ajuntará los sabores y le dará el sentido. Como se ve, no era Clara un prodigio en lo de contar cuentos, si se recuerda la ambigüedad del otro, el del pato y el halcón. Bien sacado Angelín de quicio y atónito, forcejeó un poco para desasir la mano de Clara que le arrastraba pasillo abajo, mientras le bisbiseaba en «cuchicuchi», como a un niño, «vamos querido a juntarnos con los otros animalitos del circo». Sazonado Corazón acababa de suspender su examen de licenciatura en vanidad, y parecía que una ambulancia gorda con su sirena, «nino, nino...» remolcaba a un triciclo cabizbajo y herido. Gimoteaba Sazonado Corazón. Clara, endonada, inflada como un globo por su don, rompía su última rama en su caída del árbol, se des-adhería de la cofradía de los psicólogos halagadores a la que tantos años permaneció uncida. Digo «halagadores» por ponerse del lado de la dolencia y comprenderla demasiado bien. «¡Malditos sean los fontaneros cervicales que ordenan a la enfermedad que se atrinchere», se decía en sus adentros, «que ni una vez contemplan la posibilidad del suicidio, hipócritamente temerosos de no ocasionar la felicidad sino su contrario: felicidad que busca el terapeuta, aunque sea satinada». Y los enfermos, entretanto, pagaban caro su osadía de ponerse desvalidos en manos de otro, como de incautos es sujetar el clavo que un ciego se dispone a golpear con una maza. «Se había acabado», se repetía, y para siempre: «vale más una desnudez honrosa que un maldito taparrabos», y se le hacía definitivamente escasa toda cura si el pago suponía el encallecido frenesí de chingar al mundo. Algo parecido veía en la ciencia arrogante, muy habituada en aplacar un huracán creando un terremoto enloquecido, que disfrutarán los imbéciles humanos de la siguiente generación, quienes a gritos pedirán un nuevo socorro, y así sucesivamente: a la Naturaleza, poderosísima pero inocente, acorralada, sólo se le deja la misiva de la venganza, no para mostrarnos los dientes de su mecá-
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nica feroz, sino para suplicarnos. Clara en todo esto tenía un ovillo perfumado en cursilería, pero en su exageración, un tanto mojigata, se atisbaba el nabo barnizado de la verdad. Así, sin miedo al penúltimo espasmo del semiahogado que da un pasito más en forma de nuevo trago, se destiñó para siempre el luto por su conciencia muerta y se hizo más bella, se impregnó de la misma belleza que saldría por su boca. Su don-donaire «catapultarcano» se disponía a mandar petimetres fuera de este mundo, para que al pasar por un cielo inmenso lleno de tinieblas volviese el que pudiese, deslerdado y humanizado: inauguró de este modo la terapia del «sálvese quien pueda». Soltó su triciclo en la terraza y se aparcó este junto a los otros juguetes. Clara, como biólogo que sonríe histérico al contemplar la lucha feroz de sus bichitos, empeñados en la selección natural, y desde la ventaja que le da su microscopio, se dispuso a romper lo más sagrado para el profesional: la confidencialidad del terapeuteado, y arrancó los expedientes de la mano que los custodiaban, la mano del estupefacto miserable de alma muy tullida. —¡Clara por el Dios que me puso cojo! —protestó la oficialidad del granuja Veletas. Como Clara le mandó una mirada pilotada por una advertencia, retiró su cara el zarrapastroso para que no le diera, pues lo que en ocasiones lanzan un par de ojos se asemeja a un manotazo; una mirada desafiante de mata-rebaños y vinagre, pariente de un guantazo de carne y hueso. Manó, entre los quitasoles de la terraza la belleza de una bestia disfrazada de cisne florido, incluso produjo relumbrón en toda la residencia: era Clara presa de su venganza. A Sazonado Corazón, quedo, en éxtasis negativo aún, como campanadas le resonaban las palabras con que su párroca de conciencias le había cascado: una broma le parecía la afamada «Sarmiento» y su pimiento, «que ninguna relación le encuentro con el rey y su maldito huerto», se decía, y recapacitaba con hilo muy fino y resentido: «deduzco que el monstruo verdulero es mi Luisa y el huerto es la vida que se me come; hay que tener mala leche... como si el amor no se ajustase al mercado; yo le doy mi dinero, mi fidelidad, mi tiempo, mis zalamerías y el candor de mi mirar enamorado, y ella, a cambio... también me da cosas... y cuando encierran al monstruo ¿por qué el rey
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abandona su huerto?... ahí me pierdo... ese cuento se lo ha inventado... no le cojo la moraleja». La telepatía depredadora de Clara se activó como antigua usanza convirtiendo en muñecos a los hombrecillos que se le cruzaban, y lanzó su veneno por muy lejos que Ángel le quedaba, veneno que tuvo que hacer trayectoria de arco, una curva para no dañar al manso Sebastián, quien se había levantado a dar sus primeros pasos, con la torpeza del que aprende a andar, después de su nacimiento y una hora de balbuceos. —Te dije al principio que el rey tenía un huerto mágico y un monstruo, y mágico tiene que ser para engolosinar al zampón. Entiende Ángel que son la misma cosa, no hay huerto sin monstruo como no hay música de violín sin arco: nada podemos hacer con nuestra vida sin ella; y tu bruja, Luisa Espina del Valle, que así creo que se llama, come de tu huerto porque forma parte de él. Ni un bosquejo ha de soltar tu cerebro en dibujar vida nueva mientras lo sujete otra jurisprudencia. Hasta un pepinillo lo sabe. Casi un sincope le dio a Sazonado. Demasiada verdad dañina, pero tiene eso, nos hiere y humilla y forcejeamos para rehusar encararnos a su desagradable rostro retráctil; aún así nos contagia y embruja, y no podemos dejar de remirar su poderío, como nos ocurre ante la fealdad de un contrahecho, que a medias tapada nuestra cara, entre los dedos busca el ojo servirse una dosis de dicha aberración. Acuciado por contestar, Sazonado hubiese querido decir: «te crees muy lista, como un mago que se siente por encima de aquellos a los que engaña con sus manos», pero rendido ante la verdad, ejerció su oficio de vigilante de su propio pudridero; aún no estaba maduro para desobstruirlo, para verlo desaparecer arremolinado, y dijo: —¡Ayúdame Clara! No me abandones así —suplicaba desde lo hondo de su subterráneo maloliente—: ya has clasificado el parásito que llevo agarrado a la vena de donde chupa mi ánimo y savia; haz algo para que me suelte o se me amolde. Los cuatro quemados se encontraban agotados: no escapaban al prejuicio de sentirse almas enfermas, por el complot de una parte del mundo, como si este, que se caracteriza por lo grande, ansiara su insignificante y poco cautivante destrucción cuarteta. Miraban a Clara con la cara del esperador: son estos, por la poquedad que les define, quienes ya nada aguardan de sí, e increpan al que tienen más cerca para que se
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chamusque los dedos, al retirarle al fuego las castañas que ellos no se atreven retirar; pacientes atendían a lo foráneo cuando lo único que necesitaban se lo desvelaría su interior; no lo digo a la manera mística, que muchísimo asco me produce, sino entendido con la simpleza de los libros de cocina: a una pregunta personal, sólo satisface una respondida de la misma índole. El que más sufría era el egopatético Adivina Qué, muy despoblado de conciencia por hacerla tan inusitada, gracias a su tozudez insonora. Clara le miró y se dijo «menudo bodegón», referida a su asemejarse fiel a una naturaleza muerta. Mientras la terapeuta se vuelve medio loca ordenando los expedientes que les desea mostrar, para que los juzguen según su inclinación o antojo, yo explicaré a grandes rasgos (y a duras penas debido a su dificultad), qué leyes internas modelan el don oleaginoso que tanto nos interesa: en qué consiste el papel que envuelve a esa magdalena. He dicho oleaginoso a sabiendas por ser un don que acepta toda el agua que le eches encima; el don flota y se recompone orgulloso en la superficie. Es como el aceite, como el aceite de Montoro, color miel, al que se le ha robado su alpechín: Se odia mucho a quien tiene eso. Yo la llamo almamatriz, y cuanto más se la teme y odia, más sagrada se muestra, porque la Naturaleza —al ser un don en el que ella se estrenaba—, echó su resto en abollarse para producirla. No se transmite, ni se aprende, ni se contagia: es una endomingada vestimenta, muy lustrosa para quien la porta, aunque harto incomprendida y despreciada. El poderoso la llama subversiva y el moderno hombre Mudarrilla, rompepelotas, de tantísimo como le estorba a su conciencia adherida. Almamatriz tuvo Abraham, Sócrates y Galileo, además de un sinfín de anónimos seres que murieron bajo el garrote de los oficiales de la divinidad, o de los incivilizados políticos y tiranos. Ya no es preciso matar hoy este tipo de alma o molde: sentida la amenaza por el poder, por cualquiera de sus coyotes que no tienen a mal unirse, en prevaricato, a hordas de cómplices sin sueldo y biencriados lerdos, sólo fascinados porque el poder les llama, como digo, coyotes y sus parásitos, en acuerdo de mutuo despiojarse y guardarse las fachadas, acorralan a estas almas metálicas, y ponen fajadura completa a todo espíritu cristalino, para que su cabeza se sumerja en las aguas muy profundas de la mediocridad. La princesa Ruta había despertado el almamatriz de Clara, alma que aletargada esperaba en un rincón agazapada; pero es la princesa
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de los arcanitas todos la que goza el don en su más inmaculado estado. Es en la Aldea de la Razón donde demuestra la militarización de su corazón, siempre alerta, nunca abatido, independiente, punzón, muy alegre y en nada adocenado. ¡Qué lucidez para una joven! No se amilana ante los Talentos, y allí, resquebraja el mito de la sabiduría envenenado por su exceso, que se arruga y engranuja por demasiada comprensión de aquello que debiera rechazar. Nos enseña Rutita que no es más listo el que sabe más, sino el que más sabe; su arrogancia, su capacidad para volar sobre los desperdicios, le pone límites a la sabiduría y produce un corte en la continuidad; vuelve membrillos a sus aprendices compañeros y establece la división bipartita en dos tipos de personas: las que no se sujetan a nada y las apegadas al orden de las cosas, muy acomodadas en dicha armonía. Tal vez se salva Amadis por la calidad de su corazón, o por la luz reverberada que ella le presta. A quien irrite dicha hinchazón de labia y engrosamiento ético en el que Ruta se prodiga, que se ordene en la fila de los amancebados por el poder, y no importan las glorias y miserias que se posean, pues el almamatriz es un estado mental y no un patrimonio: no se atreve la psicología con este test tan sencillo, pues reconocería con él al invasor que se tragaría dicha «ciencia», con dos movimientos de sus fauces, y sin ardor alguno. Hoy día el poder se debilita cuando pega, sobre todo en occidente, por eso, sirva de orientación para quien quiera entender lo que digo, la lógica del asno presto a arrimar su culo al palo —digo «culo» al carecer estas criaturas de lo que naturalmente se llama «grupa»—. Asno que, animado por el fundamento de hacer su terquedad y expedito, es decir, lo contrario que la mano que porta la fusta pide, de tantos golpes como se deja con los ojos cerrados y las orejas hacia atrás, le roba la legitimidad al palo. Tiembla la tela de araña, palidece la mano negra, y el poder despierta a sus soldados: así a dicha terquedad de équido trabado, le surge una luz: asno en luciérnaga de imponente rutilar transformado. Así es el sueño de Ruta y de todo bien nacido soñador. Es un don visionario en la frontera entre lo humano y lo superhumano, que le da de lado a lo divino por lejanía y grandeza de exceso; es el don pagano de los humanos contra los dioses y sus folkloristas. Pero su labor es tan suicida como ingrata, pues debe trastocar y desgarrar lo establecido, contra las órdenes que aglutinan en uno sólo el desacompasado latir de los corazones, para así, principiar el desparramo
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general, en deserciones masivas hacia un nomadismo a ciegas: igual que la mosca menesterosa desprecia otras luces, mientras la propia no deje de cegarla y su apagón la estampe en barrena picada contra la baldosa. Sedentarios somos de un solo sol hasta que, de muerte natural, se produce el relevo. Los bestiarios desaguados por flotación (¡qué paradoja!) olvidaron su Bivalvo y no fueron más felices en su nomadismo forzado, pero de novedosos senderismos de esa índole surgen otras historias que contar. El don del que hablo te hace eso: te vuela; más tarde, tropezarse con el nuevo paraíso es otra historia, para propensionados a hedonistas y demás mamones. El complot cárdeno que habitamos puede agrietarse sin la exagerada violencia que Ruta representa, igual que se estremece de temblor el orondo empresario en su sillón (el que tiene por oficio desgastar cojines), cuando el pobre chasquea sus dedos y decide ahorrar. Ruta ofrece su promiscuidad contra la fidelidad del manso a una sola luz, no para que nos empape la felicidad, sino para reestablecer el sueño de la humanidad; pero qué difícil es intuir el mar degustando las arenas, las leyes del desierto y su sequedad. Recuerde el lector que el ingenio de los hombres ha sido capaz —con abundante desparpajo— de inventar nuevas perspectivas, o lo que es lo mismo, novadoras maneras de mirar: el atrevido cubismo lo hizo, pero acollonado tras el biombo de su propio ramadán y jurisprudencia; alza sus manos lavadas el artista y lapida su mensaje en los museos, conformado con una «curiosa» forma de orientar su perspectiva, la sutil manera de estacionar pupilas, y en un rápido quiebro reniega de su descubrimiento con un eructo unánime: «nosotros no queríamos decir tanto», cómoda claudicación por si el orden que paga se trastoca. Esta narradora vivió con un mierdecilla artista de dicha tarifa y ralea indicada; que no era un artista, sino un aficionado que, en horas libres, comprendía demasiado bien lo que sus manos toscas le negaban, hasta que su insignificancia me chifló, y aún remunero caro por el puntapié que le di en sus ternillas. Perdone la generosidad del simpático lector el excederme más allá de los hechos que importan a la maravillosa historia de Clara que al principio prometí, pero mi ansiedad me acelera hacia el rincón opuesto al que me encallejona. Ya en la tierra, Veletas golpeó los hierros de su poliomielítica extremidad contra el suelo antideslizante al linóleo, y en amenazante hostilidad, intentó exhortarla de lo que iba a hacer, y sentenció:
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—Clara si te obstinas en leer los expedientes te tendré que denunciar. Como se le viera una mancha de pipi ureico en la bragueta, delatada al ponerse en pie, todos se rieron mucho. Ella, estéril a las amenazas por el blindaje de su don; y los quemados, salvos, pues si la denuncia se llevaba a término, en nada les habría de afectar. Clara muy libre, gozona e inspirada, dio un puntapié al secretismo y ofendió con su actitud a cualquier psicólogo que se precie, le hizo daño al gremio, como el cura provinciano que a expensas ajenas rompe el secreto de confesión, y alcahuetea carnales travesuras bajo el porche del prelado que representa, bajo el inocente son de las campanitas de su iglesia. Leyó: Mil novecientos noventa. Cuatro de enero: Elviro Gallina Blanca se presentó ante el psicólogo de guardia en la clínica. Mostraba ansiedad preocupante por estar descartado cuadro coronario; vino a nosotros al fracasar todo tratamiento y analítica en el hospital. Según sus médicos «está como un cañón; no encontramos patología que justifique su ansiedad». De profesión antropólogo indigenista, con nivel cultural medio bajo, lo que parece una contradicción; confunde «cultura» con «licenciatura». Trabaja en Hispanoamérica por encargo de una multinacional que le paga por averiguar los hábitos de una tribu, hábitos que una vez controlados facilitarán su exterminio, con pocos gastos y pingües beneficios. No lo ve mal él porque separa su trabajo de las consecuencias que conlleva, y porque «si no lo hago yo lo hará otro, y hay que comer», nos comentaba; «faltaría más», le contestó el psicólogo que le atendió. diagnóstico del doctor Veletas: el problema radica en su mujer que insidiosa y obsesivamente descontenta le hace comparecer ante preguntas morales acerca de su profesión; le cuestiona y el pobre hombre carece de pensamiento conceptual para responder. Ella le quiere sobremanera pero desea cambiarle: ¡ojo con la señora!, muy analítica y racional, y en exceso coherente. Elviro carece de personalidad propia y adora a su madre; es infantil pero muy valioso. Padece soledad, incomprensión de su esposa y mucha angustia. Sugiero tratamiento para reformar su falta de autointerés y su capacidad de autorreflexión. Su patología es la sumisión a su mujer listilla por temor al aislamiento, al no creerse capaz de imaginarle alternancia femenina a su amor.
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Se le presentó otra paciente de opuesta personalidad, una mujer usual y dócil, alegre y vulgar para que se sintiese superior, para reforzarle la personalidad. Con buen criterio lo hicimos, para que la listilla se ablandara, por el sofoco de los celos. La terapia funcionó a medias pues Elviro se quedó con su «refuerzo», se enamoró de la paciente. Ahora, los dos sumisos viven la felicidad de una vida sin sobresaltos. No conseguimos que aumentase su amor propio ni su autointerés, pero, al menos, nadie le chincha con las preguntas morales y las explicaciones que tanto le agobiaban.
—Nos fue fácil —agregó Clara muy enfadada— trastocar la relación espontánea entre los individuos: cuando el hombre abandone su existencia de imbécil y asimilado, seremos perseguidos como forajidos de la mente, guardianes de una felicidad raseada por abajo que humilla a cada principio. No hacía pie Clara en el pozo del recuerdo, muy compungida de haberle prestado oficio a esta banda. Siguió leyendo partes de expedientes, las más groseras, a expensas del dolor con el que su naturaleza se resentía: José Juan Anémona LLana, mil novecientos noventa y uno, marzo. Alcohólico, ludópata compulsivo, cocainómano y mentiroso patológico. Vino con su padre: un venerable anciano que desconfiaba de nuestras terapias, pero el amor a su hijo le hizo vencer sus prejuicios y pedirnos ayuda. José Juan presenta odio generalizado a la sociedad. En cinco meses de observación con charlas muy problemáticas, debido a su incapacidad de decir verdad alguna, llegamos a una conclusión: diagnóstico firmado por Luisito Gaitero Riesgo (alumno de primero de Psicología en prácticas, muy aventajado): «José Juan presenta complejos múltiples muy justificados por su desagradable aspecto. El test de personalidad es concluyente: personalidad cero coma cero; odia a su padre desde que, cuando era niño, este le aconsejara (una vez y de muy malas maneras), ser historiador, a costa de su máxima aspiración y gusto por la electrónica. Caso sencillo de sublimación de las propias expectativas en favor de las expectaciones de los demás (en este caso, las del padre): su deseo original y legítimo se vio desplazado por un pseudodeseo, al estudiar, de hecho, Historia, en lo que hoy trabaja reputado por sus ensayos sobre la alimentación de los celtas. Propongo
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terapia grupal con el equipo cinco, el de los diez enfermos de Albacete que odian a su padre, madre o amante». Un año después, estimulado y comprendido ese odio por las charlas semanales se disparó su autoestima, lo que hizo pagar al padre la incomodidad de aquel cambio de expectativas del pobre muchacho. Se le dio el alta el mismo día que el padre se suicidó, muy matado y reconcomido por su falta. Hoy día ha corregido sus vicios hasta lo socialmente aceptado y sigue triunfante su carrera historiadora: ha publicado un libro de mil páginas documentadísimo: Acerca de la sociedad celtíbera hasta Don Pelayo y la primigenia gaita.
Se le saltaban las lágrimas a Clara por haber estado tantos años virada hacia los malvados. Sebastián y Angelín la consolaron con palabras sinceras y nada vanas acerca de la importancia del futuro, «que todos tenemos piraterías pasadas que superar», le decían unánimes y al unísono. Veletas anotaba en su libreta los detalles del delito: ya haría él provechoso y oportuno uso de ello. La Mujer Fantástica, que permanecía siempre desatada por la confianza que se había puesto en ella, con el comedimiento de verlo todo bien, repetía infatigable en voz alta, «si es que sois unas eminencias en la cirugía del espíritu. ¡Qué diagnósticos, qué tratamientos!... tenéis el cielo ganado». Adivina Qué, el hombre biombo, escondido espalda con espalda tras de sí, no le veía la luz a su tumba, aunque se prendaba de tanta trascendencia oligofrénica. En el dialecto de las almejas susurraba pedigüeño: «¡clasifícame si puedes, dócil psicólogo, que yo me oculto!». Siguió Clara un rato más efemerizando desmanes pasados de su gremio, engarzándoles comentares ácidos que le hacían mucho daño a dicho colectivo, tan atareado en menesteres psicosomáticos. Hizo funcionar su don en sucinta exposición de cien casos, que le produjeron mucho sonrojo, ofrecedora Clara de mucha verdad dolorosa por tanto como a ella le incumbía, al estar anotada su presencia entre los corruptores de esa cuadrilla. Tanto más se dolía, cuanto no pronunciaba rogativo alguno de perdón, pues decía «no hay alivio para el verdugo inclinado a la extorsión, si en convicción repetida levanta su látigo mil veces». Clara miró a Veletas y se supo traicionada y perseguida, pero no le importaba. Tampoco aliviamiento le suponían los esforzados halagos
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con los que Sebastián y Ángel cubrían su tardía valentía; se le hacían demasiado blanduchos para ella y su mediación, poco más o menos, aunque franca, se falseaba por el amor con la que ambos la teñían. No era otra cosa que el alarde del flacucho, quien presta al hombrón jadeante un segundo de su fuerza. Pero Clara lo agradecía mucho, de suerte que su compungimiento se le hacía menos opaco, allí en un rincón de la terraza, como adolescentes que se sienten inventores de algo tan añejo como la desdicha, a la intemperie de un chubasco de cuchicheos, a la vera de un ciprés custodiado injustamente por una maceta. Nada hay que contar de la cena, salvo que fue silenciosa y muy venenosa por habitar en la mayonesa una comuna de salmonela, que a Arcano gracias no probó ningún quemado, ni el miserable Veletas. Se le hizo tan intenso este viernes a nuestra Clara que suprimió la velada del café en el salón, y cumplió su deseo de meterse en la bañera para hacer descender las crepitaciones de tanta vida reflexionada, al solaz del agua tibia que limpia el alma. Luego ya leería las aventuras de la dividiva: «Ruta, la princesa que nació para culpabilizar al mundo todo, diligencia que pasa por herirse a sí misma; hipercrítica y renegadora de todo tiempo, del pasado y de cada quebradizo futuro», le comentó a la jabonera. —Por Bivalvo, quien ahogadísimo yace en la sima de los Bestiarios, que es cierto todo lo que la princesa cuenta —dijo la suegra de la familia bestiaria dispersa entre los escuchantes. En la diáspora que otrora produjo desparramo. Madre, padre, hijo bestiario y suegra llegaron hasta aquí en largo crucero de desventuras. Doce familias muy desiguales por su procedencia, incluida esta, se afincaron en los fértiles territorios de nadie, rodeados de mangoneados e imperios. Cuando Ruta llegó con su niñito Andurrio por estos lares, muy pordiosera de periclitar entre lacayos de diferentes fisiologías y fueros, se les unió y fundaron el primer asentamiento que se conoce sin autoridad sobresaliente, el Docenato Agridimensional, donde se habitaban muy felices. Ruta, la princesa de lo imposible, harta de impugnaciones, desnucaciones y exorcismos de almas muy lacayas, le dio a su vida un respiro, y pospuso, con estas gentes, la dialéctica del héroe para loable cometido: una felicidad anticipada y restringida a las doce familias, no por poltronería sino por ensayo; un docenvirato, como un lucero entre
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tinieblas, un diminuto oasis de libertad entre las llanuras desérticas del globo sufridera. Muy felices en dicho asentamiento a la cobija del descrismamiento global de los mangoneados, Ruta necesitaba más, azuzada por la ventisca de su temeridad, que no concebía belleza completa en asechanza de grilletes, como si el mundo y su destino le perteneciesen todo. El Doceteto, presto a futuros estropicios por no poseer fronteras ni guerreros que lo guarneciesen, disfrutaba la humildad del presente muy aliviados de sus encastillamientos anteriores, de ellos escurridos con duras penas. Tentaciones muy repetidas acuciaban a la princesa en las nocturnidades en que afloraban sus dolores y torturas, y le aconsejaban reclusorio para siempre junto a su Andurrio, aquí en la dicha de este islote, a salvo del mar infinito de libertades desolladas. Pero el héroe carece de interés propio y no tiene más que el suicidio, el suicidio de su lomo que no contempla el abandono, el suicidio como su único instinto de supervivencia. —Sabéis que voy a marcharme con la última palabra de mi contar en la boca —advirtió a los escuchantes la voz bellísima de la princesa, ahora un tanto emblandecida. Y continuó— muy instructivo y lúdico es lo que queda por narrar, pero apremian los quehaceres y necesidades de los esófagos: obradlos ahora los más jóvenes y dejadme de retén a los ancianos con los que empalmaré mi relato, y otro día, en otro periquete, ellos ya os contarán lo que falte. Yo ya me despido de vosotros, camarillas de mis más felices días, que yo recuerde; excavarle a la tierra toda la fertilidad que esconde. Mujeres, hombres y toda su mancebía, salieron al tajo con lágrimas en los ojos, antepuestos a un destino probable: el de no volverla a ver cuando partiera con su locuacidad a otra parte, a desencastillar a los arcanitas, como tenía por juramento. Con languideza cruzaron el portón de uno en uno, no sin antes ofrendarle una reverencia, que Ruta, muy exhaustiva contra tal, agradeció por una vez, por ser apreciado gesto de embobación sincera, y no el odiado nepotismo jaquecoso del «dividiva», forzado por su cuna y realeza. —Andurrio, hijo mío y del desperdiciado Expectoracio, dame un beso muy fuerte y sal con ellos. Así lo hizo el chiquitín, muy bien aliñado por el privilegio de ser el hijo de tal excelencia, y se refirió a ella tocándole el rostro, ese mapa de lesiones muy subversivas:
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—Cuando vuelvaz de mata adcanitaz ¿cedemoz deyes de un gande deino o manguneo? En un abrazo le apretó contra su pecho y ordenó que se lo llevaran. Cuando el portón señaló con un golpetazo la salida de los más jóvenes, los ancianos venerables hieráticos, se pusieron todo oídos, mientras los dos guerreros temblaban de imaginar el viaje que les esperaba asenderando a la par de dicha infantesa, reputadísima en hacer su voluntad, muy a costa de los cuellos que se interpusieran, por así decir. Si no me interrumpís, será a la hora de comer el fin de mi relato y me iré a cumplirme, confortada de dejaros parte de mi vida y mi esperanza. Como os iba diciendo, desde que mandé a los bestiarios todos, como quien dice, a ver mundo, se me vino a la memoria el mucho padecimiento que me dieron mis guardianes en viniendo, malcomida, qué digo, en inanición completa, pisando las rodadas del carro que me tiraba por el infinito arenero de lagartos, superlativo el calor del día, y con la luna, la tiniebla más fría que yo haya padecido. El desierto, de nuevo, me mostraba sus fauces, y el sol que no se podía mirar de la altivez que allí desplegaba, y de la quemazón que produce, y eso que mis carnes están acostumbradas a lo que sea, incluso al fuego de Arcano. Pero dos cosas me refrescaban, liberándome de no poca pesadez: primero, me atajaba la ilusión de escaparle a los jaquecosos bestiarios, y segundo, el nuevo río que formé por desbordamiento de la sima, pues en dirección sur se albedrió su sobradero, justo hacia donde yo iba, por lo que, casi estrenando sus primeras aguas, mucho camino hice en mi balsa, a la sombra de un benefactor pellejo de carnero. Así de coqueta comencé mi destierro inverso y sólo una mañana me tropecé, que caminaban, con una familia de bestiarios que me reconocieron enseguida, y quisieron juntárseme al provecho de mi superioridad para que les manejara, y «dividivarme» a cambio. —¡Pues no! —les dije de antemano—, yo viajo sola o con mis amigos, y es de córvidos convoyar en manada. Sois abestiados por naturaleza y os odio por el entierro que durante un año me disteis. —Por tu Arcano querido —rezongó el padre mansurrón, muy asustado, carecido por mi culpa de raigambre—: danos un orden, reinstálanos, que nada somos desde que desfalcaste la casa de Bivalvo donde teníamos propiedad imponente y muro propio, muy orientador y meditativo.
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De buena gana les hubiese dispensado de la parejita de niñitos que les seguían, pues por su ternura podían todavía domesticarse en la virtud, pero a mí me esperaba gran tinglado en Bucolitas, y bastante tenía yo con mantenerme ilesa. —El tiempo de los bestiarios se ha disipado —les informé—. Disfrutad ora de existencia propia y dejad que las carpas centenarias rebañen bocaditos en vuestro muro inundado, gracias a yo. Autorreflexiona desbivalvado bestiario —refiriéndome al acongojado padre—, y saca a tu familia de la miseria contraponiéndole la holgadura de tus intereses propios, despegado de toda tradición mierdosa, sujeción que conforta a corto plazo. No te asustes del vacío y desamparo que tu corazón experimenta, pues eso es el humano, individuo muy expuesto a que el grupo le advenga en pelele; cuando seas hombre con soltura, no dudes en arrimarte a otros hombres huerfanitos como tú, pero aléjate de edictos reales, divinidades, festejos y demás ruindades: granjéate tus leyes y compártelas por simpatía con otros humanos, pero no coloques a nadie por encima. Escasas leyes, pero muy justas y a diario revisadas; pocas verdades pero muy sólidas, desimpuestas y de la textura del hecho. Por muy fácil que me expresé para su acostumbrado ensimismamiento, les produjo cesantía mental y llorando les dejé en el desierto, acompañados de mucha pena que les presté. No olvidéis, escuchantes cabales, que de la Bivalbada compartían su culpa a partes muy iguales con su alguacil Solipsismo, y que las injusticias unos las inventan pero otros las engordan. Seguí a mi destino a solas, eso sí, sin la alegría usurada por la zafiedad de los bestiarios, desgregarizados por emigración imperiosa a la búsqueda de una felicidad, a lo visto, muy dudosa. La justeza que nos guía, a veces, apadrina sinsabores izados no se sabe dónde, tal vez en la sospechosa nulidad de nuestras pretensiones, que si nos dirimen de algo, lo adivinaremos en la tumba, no antes. Al desierto le grité: «desenfáldate de esa nube, Arcano mierdoso, y baja, que vas a cobrar». Dicha perorata explica mi rabia, tranquila por mí misma, pero muy atribulada de las desolladuras que yo provocaba, roñosa al parecerme todo sufrimiento y devengo, un tanto caro. Pero me repuse gracias a las abrasuras del sol dañino, que arbitraba sólo su quemazón, lo que frenaba otras penas, como hace olvidar la patada al puñetazo anterior. Pronto avisté Bucolitas y las dudas
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desaparecieron cuando la mansedumbre humana me proporcionó repuesto de asco: todo individuo, en liso, excita mi benevolencia, pero perdido entre una manada de cabestros cuadrumanos, en caso omiso de la razón, en amorfia y dañina actitud con un mundo que a mi ficción se le representa muy bonito, hace temblar a mi daga que lo percibe muy deprisa. Pero con los años, no es que los sueños se nos acerquen dejando nuestra violencia a trasmano, sino que, parte de nuestra fuerza se nos achica y derrite; y antes de entrar en la ciudad de los concupiscentes, me animaba yo, «hala, Rutita, que a los bucolitas, más sagaces que los anteriores tellinas, les vas a dar en sus partes más escuálidas», refiriéndome al órgano del cerebro, se entiende, de donde mana todo comportamiento y pilotaje. La grande planicie —como relatara cuando os conté mi ida— contenía en su promedio, como la verruga que afea piel lisa, la inmensa metrópoli, que en su núcleo, aún de tan lejos, ya reconocía yo el castillazo donde se cocían las habas, como un hongo rebozado en oro, entre setas más humildes. Todos los caminos eran espirales que te acercaban a la ciudad, y si querías esquivarla, no podías, al ser enfangada y muy tramposa toda la pradería que limitaba los caminos, y te hundías, de no ser como en viniendo, con la ayuda del salvoconducto, por el que nos mostraron un atajo: era un sorteamiento por su circunvalación, un camino de ocho tangentes para bordear el imperio. Se me disiparon las dudas en cuanto me topé con diez apuestísimos guerreros, muy parecidos a arcanitas mandingas, pero más nobles y menos arrojados: —¡Detente, si tienes apego a tu vida! —me dijeron gallardos y con mucho mosqueo por si yo era quien era. —Por Arcano, nobles militares: que hable el más decidor y callad el resto, que vengo menstruando y con mucha jaqueca —les contesté en entretenido tono, pues era cierto que la andadura me había despernado, y que la preñez, por ser de malas maneras, no consiguió que se me retirase el período. Y seguí—: soy muy noble y si me dejáis rodear tan bella villa os doy un beso, a cada uno, y podréis contar dicho abuso a vuestros nietos. —Ni lo sueñes —se me encaró el jefecillo, el de más altivez en su mandíbula, el de más fiereza—. Ya te reconozco. No puedes engañar al jefe de la guarnición sur: eres la princesa de los arcanitas en inverosímil diáspora, y ni tu teta famosísima sobornaría la ordenanza que llevo en el bolsillo. Tú vienes con nosotros.
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Hice amago de desenvainar en alardeamiento para analizar el escote de su valentía, con la vieja técnica de contarles los temblores, y pese averiguarlos muy acaponados, me dejé apresar para que me introdujeran donde se esbozaba el poderío, y les tiré la daga que llevaba prestada de los bestiarios: —Tomad esta daga, que no le tengo aprecio al no estar bendecida por batalla alguna, y detenedme. Os acompaño, no por acoquinamiento, sino para evitarme disgustos con los bucolitas que deseo conocer, y eso que tienes una mandíbula de jefecillo muy apetitosa en limpiarle esa insolencia que te encopeta. No hubo más, y me flanquearon en círculo y me escoltaron orgullosos de portar digna presa con módico precio de sangre. Me pasearon por los arrabales marcando el paso, testa en alto y mano en la empuñadura. Los bucolitas no reconocían mi realeza, aunque bisbiseaban sobre mi beldad —¿beldad quiere decir belleza de mujer, no?... sí, estaba yo muy guapa aquel verano—, y sobre la valerosidad que de mí tenían oída. Todas las ciudades son parejas, por lo que no ahondaré en ello; sólo os referiré de mi romería el asco al que no me avezo, por más que me insto a ello: todos los bucolitas portaban una bolsa, como en Arcano, para no trastocar la universal imbecilidad de comprar cosas, empobrecimiento masivo del sector servicios. Cuatro templos custodiaban las cuatro esquinas de la muralla que cerraba susodicho castillazo. Ufanísima atravesé la tapia desligándome de toda flaqueza, inflándome de despejo para dar buena impresión: ¡cuántas veces escribe nuestro destino la primera impresión! Para indagarles, ya que sólo de los libros de historia les conocía, les consulté: —Jefecillo de la guarnición sur, ¿cómo te apodas? —Pederasto me llaman y sirvo para el ejército, ¡desde ni recuerdo de lo veterano que soy! —contestó sin referírseme a la cara de tan militarote como iba. —Pues qué bien. Pederasto, dime y sácame de mi ignorancia, que me gusta mucho conocer las tradiciones de los pueblos que visito: ¿qué significaban esas velas encendidas en las ventanas de cada casa?, ¿es fiesta acaso y voy a disfrutar dicha vicisitud?, ¿o símbolo agorero es para avisar a cualquier tótem? —Nada de eso. Que es religioso, seguro, porque somos los bucolitas muy exactos en esos picores: cada vela anuncia un coito de la casa, no
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por alardear, sino por ofrendar a nuestro Lujermasen, única divinidad verdadera entre la epidemia de dioses que invaden los pueblos. Hay mucha ignorancia hoy día. —Razón tienes soldado: noto mucha cultura en este andurrial y sacarle provecho debo. Vamos rapidito no me quede yo sin cena, que también es importante lo culinario —dije para acabar. Siempre hacia occidente nos dimos de cara con el Palacio de Oriente. Me presentaron ante Onomástico rodeado de lameculos y mujeres bellas ubicadas en los rincones, cual floreros. —Ruta, princesa y dividiva, el ansia que tenía de conocerte por todo cuanto de ti se relata. Pareces una joven muy sensata y bonita: arrodíllate ante mí para cubrir la pleitesía y háblame. —Ninguna prisionera soy por haberme dejado guiar de estos húsares sin burra —le repuse en olvidando lo de dar buena impresión—: ¡mierda para el humano que adopte por envolvimiento la postura del perro! No hay dios ni paganía que me genuflexione. Ni es de mi agrado parlotearle a quien me increpa desde lo alto, así que o bajas o subo. —Voy comprendiendo que te apoden la «varona putativa». Pues sube, que a fin de cuentas eres realeza y yo con el lumbago no quiero moverme. Asciende esas escaleras y habla alto para que todos te oigan. Me senté arriba, en su altar y a un par de metros de él, muy deslumbrada por tanto dispendio de oro, elegancias y encerados, y le dejé decir, para ver de qué pie cojeaba. —Pronto te soltaron los bestiarios. Cuéntame cómo ha sido. —Poco hay que contar: pues que hubo inundaciones y nos fuimos todos en navegación para verle la cara al mundo. Muchos amigos dejé allí, que eran bien simpáticos y habladores. Ahora dime tú el plan que me espera para que yo sepa a qué atenerme —le hablé esquiva para cambiar el tema. —Muy a gusto estarás entre nosotros si te anexas al axioma irrefutable de nuestra fe. Devoción le debemos a nuestro pegollo sobre el que nos sustentamos, leyes y predicciones incluidas: sabrás que vivimos empatronados bajo tutela del semidios Lujermasen, no por entretenimientos, sino por ser dueño del mundo todo, y ser nosotros sus preferidos, por lo bien que le agasajamos. Mira, bella Ruta, mira qué epigramas tenemos en la pared, dictados por él mismo (si entiendes el sagrado idioma de los antiguos), cuando bajó a la tierra como sutilizador, y en carne y huesos.
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—¡No sabía que fuese un semidiós! —exclamé muy cáustica—: ¿qué, no teníais para un dios entero?... ante dioses ilustres me he amarranado mil veces, incluyendo sobre Arcano, de cuyo prepucio me desgajé yo, lo que no le da para mis fervores. ¿Y qué me dices de inscripciones en la pared?... que no te sepa mal unicunvirato, pero además de «varona putativa», quienes me quieren me llaman «la mirada insobornable», de suerte que muéstrame dichos revelados, que yo he de encontrarles la ternilla, si la tienen. Consejeros, lacayos, gentes doctas en lameduras, diplomacias y bufones de la protectoría erguían sus orejas por mi mofa, y me sancionaban con sus pupilas, muy atentos a lo que iba a pasar, y me dio respuesta su justificador Onomástico, rey de los enesinógamos. —Ruta, insolente: el aprecio que le profeso a tu padre con el que he compadreado en cacerías y torturas ejemplares, no será abastanza para que yo te trague, por más que mis primeras intenciones fueran muy nobles. ¡Cállate y escucha, que te queda mucho por saber! —y de pie salmodió alguno de los esmaltados rezos de las paredes, con propósito de acallarme y derogarme la razón—: «rolenstra in yu rasllar ti to», «la perfección la goza el disoluto», o lo que es lo mismo, en el amor y su frotamiento, sin freno, se encuentra lo elevado. —Cien vergazos le daría yo a tu traductor por poseer inteligencia de sapo —le contrapuse yo mi conocimiento en lengua «chichipó»—. «Rolenstra» es verbo pero significa «rozar». «Rolenstra in yu rasllar ti to»: «la perfección la roza el conjunto», o lo que es lo mismo, «la perfección» que en chichipó se refiere al «pensamiento libre del lamer´» se nos vendrá si aunamos la emoción con la razón, porque ambas son lo mismo desde los siglos de los siglos. Los escuchantes de la sala me insultaban, e increpaban a su jefe para que me diese lección definitiva con retractación. Con alguna baba rabiosa pidió Onomástico silencio. Yo sentía acercárseme mucho un ahorcamiento seguro, y refiriéndose a otro rótulo, me habló así: —Ojo y prudencia, dividiva, estás jugando con fuego al cizañarnos en el pundonor nuestro. A ver qué pega le sacas a esta otra: «pulcombri dea disprodeja, uta cuja remil drosa, a, a». Palabras mayores hidalgota Ruta, tormento de Sorna Negra: «no existe el amor sin mucha repetición». —Baratería de nuevo. ¡Mil azotes al traductor! ¡Bazofia lingüística y anacronismo! —y bisbiseando hice traducción fiel y rápida—. ...combri...
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prodeja... cuja... drosa... «no exista», como amonestamiento lo dijo el censor añejo: «no exista el amor sin mucha comprensión». Corría mucho peligro mi espalda por mi chulería y agraviosa lengua, pero sólo el humano plegable corrige sus palabras si con ello esquiva un pizco de desdicha, o le ordena el silencio a su boca para hacerse invisible, aunque más arrufianado. Envenenado Onomástico, por el desaire de una arcanita intrusa y sabihonda, requirió a una autoridad para impugnar mi versión: —¿Dónde se esconde Esclarecido Pasamanos? ¡Preséntate, adquisición y escuderaje de la Razón! De entre la salvadera de insignificancia surgió un alfeñique de carácter, y obligado (por ser de bolsillo adicto), a subir fue al estrado. Su rostro estaba tallado por la insipidez del lacayo que, con maestría, ha ordenado todos sus gestos para serle al mundo inadvertido. —¡Sácanos del enredo con tu académica paráfrasis! ¿Es correcta la leyenda del muro? ¿No estuviste tú en la Aldea de la Razón para enterrar toda tu necedad y dar luz al que te alquile? —Así es —contestó el hombrecillo poca cosa, que yo no conocía por pertenecer a otro curso de la aldea—: la traducción está bien. —No volverá a mentir tu lengua cuando te la haya cortado —amenazole muy en serio el reyezuelo Onomástico—: ¿qué traducción te atreves a decir que «está bien»? Pasamanos afina tu puntería y no yerres, pero pídele consejo a tus agallas. —La traducción está bien —repetía el de mente alquiladiza. —Escucha con atención compañero de casta estudiosa —le indagué yo para enlozanarle un poco, a costa de sí—: en verdad que si estuviste en la Aldea de la Razón no se te escurrirá la rectitud de esos leyendajos: elimínanos esta duplicidad que sufrimos y habla, no por temor a unos latigazos, que yo también te he de dar si mientes, sino por el encantamiento que produce asincerarse. ¡Hazte abolicionista de la esclavitud mental por un momento! Cuando yo me marche puedes aferrarte a tus temblores y a tu nómina. Hubo acallamiento absoluto para que limpiase las dudas la autoridad erudita del criado. Tardó lo que le costara el anticipo imaginado de futuros dolores: su cara adoptaba la expresión que se le pone a la Naturaleza cuando está pariendo un bodrio, y por fin habló: —Una de las dos traducciones es la correcta, pues no soporta una frase dos significados —daba el tal Esclarecido un rodeo a la verdad
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y en voz tan escuálida que los presentes protestaron por no llegarle a sus oídos prestos. —¿Qué? —interrogaron todos los bucolitas, incluido Onomástico. Y ovillado por mi mirada tierna y mi sonrisa que tanta valentía presta al indeciso, dijo verdad y en tono más alto, acorralado de su propio llanto, de tan indiscreto, impúdico: —Ruta posee toda la razón: «la perfección la roza el conjunto» y no «la goza el disoluto» como el bucolismo vetusto y sectario ha pensado a sus antojadizas anchas. «No exista el amor sin mucha comprensión», dos veces tiene la razón la princesa; exacta es la interpretación y no su malversación, «no existe el amor sin mucha repetición», por más que a la integridad de mi costillar le duela y pese. —¡Prendedlo! —gritó la autoridad—, y llevadlo a mazmorra sin lujos. Ya pensaremos luego si se le despieza, destierra o se le da soltura, después de quitarle la lengua pecadora. Y tú princesa de la cizaña —a mí—, sepas que si tenemos un semidiós es porque los dioses enteros superabundan y de tanta verdad como quieren tener la pierden toda: la verdad es pequeña, circunstancial, barata y discreta, y sólo yo hablo con ella. —¡Por Arcano que no sabía que la verdad es lo que tienes entre las piernas! —Cuida tu insolencia no me merezca una guerra con tu padre por no oírte. El mundo evoluciona y tú quedas como niña anticuada: la verdad tiene prisa. —A la verdad, ya que dices —le insistía yo para empalagarle de asco—, le importa el tiempo y tu calendario lo que a mí tus ladillas, y no se hable más reyezuelo mierdoso. —Por Lujermasen que voy a devengarte caro el antidogmatismo que pregonas, y no saldrás de nuestro pueblazo antes de alabar a dicho semidivo. —¿Ese Lujermamón tiene algún poder o gracia que no sea para derretirse de la risa? —¡Luj-er-ma-sen! —deletreó el magnate muy trabado por la ira—, tiene cuatro caras que corresponden a sus cuatro caracteres. Lujurio: bello y activo. Eros: delicadeza interna y enfisema teórico. Machino: de rostro andrógino y conocedor del universal sexo, y el mundano Sensorio: el más alindado de los seres y con la piel más viva que una ortiga. El mismo dios aglutina cuatro divinidades que son la misma
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sin ser igual; y cuatro templos le construimos, como viste esquinados en la misma muralla que los une; representación fiel de la separación y apartamiento del conocimiento y el amor, o lo que es lo mismo, la sabiduría del sexo; una inconexión válida y en su totalidad nueva. —De eso nada uniconzote, que mi abuelo inventó lo de «empuja más un cipote que una horda de hugonotes». Sólo la imbecilidad tiene el sexo separado de la entendedera. Tu teoría es un remedo de los buscapichas antiquísimos, una mixturación de prejuicios que habrá hecho a encargo cualquier hortaliza de tu corte. —Atente a la refutación —se me puso analítico el cretino—: lo que dices flaquea, pues los hechos lo desmienten: aquí todos tenemos los sentidos alejadísimos de la sesera. —Eso es una hipótesis, pues por demostrar está que tengáis cogote, y en nada importa «lo unido» o «lo separado» cuando sólo se posee una cosa, por gorda que esta sea. —Pero nuestra existencia es más divertida que la tuya —ultimó ya desarmado, ardido como una seca yesca—. —Nada hay para más mondarse de la risa y ser feliz en esta existencia asquerosa, como tener razón; lo atestigua la alegría que esta noche me desborda; y a ver si servís la cena. —¡Prendedla, prended a la hipercrítica!, que no escape: Demostrado queda que en sus entrañas porta virus asesino como se nos tuvo dicho. Mientras los soldados tiraban de mí hacia el reclusorio dije algo más para no desperdiciar la oportunidad de dirigirme al populacho del que me retiraban; ¡sabe Arcano cuándo me dejarían otro caso!: —¡Machunos y hembrunos bucolitas! huid de esta farsa tan enrobinada: todo ser sabio concluye que amar a uno o a cien es arbitrario, pues si nuestro corazón ama y desea no es lo particular, sino la maravilla y totalidad que el mundo esconde, salvo en vuestro caso, que la estupidez os asedia por la meadura invertida de Lujermasen: se mea por abajo y no por la testa. —¡No hagáis caso, bucolitas acérrimos: seguid adheridos a nuestra amorosa brega, que es bien racional e igualitaria! —chillaba Onomástico temeroso de perder adictos. —¿Igualdad de derechos o de orina? —ultimé por mi manía de quedar encima cual aceite de oliva. No pude decir más porque de un empujón puse mis morros en el suelo, allende la puerta. Así fue la primera impresión que di
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a los concupiscentes y enesinógamos bucolitas, por lo poco que me esforcé. Ni hubo cena ni desayuno al día siguiente. Me enmazmorraron junto a Esclarecido Pasamanos, y hermanados a la misma cereceda, que terminaba en una bola de mil kilos, vivimos unos días, a mi bies entendido, harto felices. —Mira lo que has conseguido —me decía Pasa. —A mí me gusta tener lo que me merezco. Esa es la justicia —le decía yo para suavizarle el atentatorio—, además no se conoce un lugar hasta que no se disfruta de sus prisiones, y o me equivoco o estas son, con mucho, acogedoras. Comíamos bien, una vez al día, lo que es punitivo para la mayoría, pero para una servidora, tan familiarizada con la gazuza, me parecía atiborro, más, si el gasto de nuestro cuerpo era ínfimo. Una vez al día nos pegaban con un palo blandito, aunque a Pasa no le parecía. Poco a poco, por apretadura de la costumbre y por mis palabras, fue curtiéndoseme un tanto el lacayo. Un día... Interrumpió a la princesa el portavoz anciano de los escuchantes. —Ruta, con la venia. Nos miramos y no acertamos la fatalidad de los bucolitas que te maltrataban. Ni comprendemos sus predicaciones en chichipó, ni en qué les influía el tal Lujermasen. Escórzanos lo más inusual de sus vidas. —Pues ahora es el turno. Si me interrumpís no acabaremos nunca —dijo mofándose ella y contagiando a los demás de la risa—: y ponedle cuatro oídos que se complica. Como decía, un día, o una noche pues allí no entraba ni el clareo, amistados ambos por la proximidad de nuestros dolores y sus fedores, para amainar la cansera, le pregunté: —¿Vives solo o amparas con alguien? —¿Qué dices? Aquí nadie vive solo, pues obligadas son las relaciones sociales, incluidas las extramaritales. Lujermasen insta en su teodicea «no dejar un sentimiento por cumplir», y eso incumbe a todos, y su defecto se pune con impuestos, o con latigazos si es muy flagrante. ¿No viste los cirios alumbrando las ventanas y los quicios?... pues eso es, coitos llegados a buen término, como en otros lugares de este mundo los encienden para que llueva, o para que se retire una epidemia. Está
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mal vista la abstinencia, incluso la desgana, lo que deviene en tortura sexual y sinsabores. Hace un año, comprando el pan, la mujer más gorda y necia de Bucolitas me expendió una sonrisa con invitación y como yo no consumé, me denunció... En ese momento entró un lacayo funcionario a flagelarnos un poco. Nada, nos bataneó cuatro golpes y alguna patada. Pasa se endurecía a mi vera. —Abrevia que estamos hablando —le dije—: te tengo bien olido y lo notarás cuando salga. —De aquí no saldrás —amenazaba el siervo mientras me pellizcaba. Al alejarse le escupimos y le improperiamos muy imaginativamente: «marrano», «de la testa te ha caído un cacahuete», «maldito el vientre que te tuvo»... cosas así. Nuestro valimiento había engordado tanto por dicho ocaso perpetuo, que nos amparábamos de mutuo, y seguimos hablando como si nos hubieran traído un bollo. —¿Y a qué dedicabas tu inteligencia redondeada en la Aldea de la Razón, lacayo? —Sí, soy lacayo sin remisión —y me contó asincerado sus andadas—. Años llevo con la misma conchabanza: escribo pastorelas y todo tipo de historias, por las que cobro en recitarlas, o a papel pasadas. Las trueco por dinero contante, por lo que en lo material ni me quejo, aunque cuando repienso en mis entendederas hechas un desperdicio... —Me decepcionas Pasa —le dije muy afligida, y me relató los pormenores de su corrupción, las circunstancias obligadas para que al plato arribasen las lentejas, y cuando vio mis helados ojos de asco, mas no con lágrimas, me dijo: —¿Qué esperabas que hiciera? Salvación no tiene este mundo. Yo no soy fuerte para aguantar zurriagazos. —Cuando no hacemos una cosa se nos pega una vez, dos a lo sumo; nadie pega toda la vida, es absurdo... hasta la mano más verduga, obediente a su voluntad tirana de la que comisiona más o menos pingüemente, tiende a amainarse y deponerse agotada por la molienda; además si fuéramos más, a menos palos tocaríamos por la ley de la equivalencia. Le di una puñada que le dolió hasta en el alma, y pese a mi flaqueza le hizo tanto mal que, atarantado, cual niño caído de un abeto, se quebró a llorar, separado de yo, y al otro lado de la bola. A mí se me contagiaba su llorera de borrego, pero con lagrimones de impotencia, y como si de ablución se tratara me volvió la entereza.
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Le abrí, en fisgoneo a pecho abierto, cuál era el predominio de mi alma y su castigo: — ...escurrirse de este mundo envidiando la victoria que saborearán otros. Saberlo desde hace tiempo que me iré estafada, reída por todos, que más listos que yo, me dejarán muy sola, a sabiendas. Este mundo del que somos propietarios no perderá ese saborcillo a bufonada ni gastando en ello un fortunón de hombres libres, Pasa. Soy parte del drama, la alcahueta de verdades acorraladas que culpabiliza al mundo, y esa es mi atribución. La manía que me cala, desde que Sorna Negra acariciaba mi manita musitándome «la- ca- yo», es una quimera marchitable. La conjura que me define como despertadora del alma seca, para despabilar al memo miserable, es la juglería de un error maldito: el hombre no necesita ni una elucubración más, sino hacerse lavamiento de cinismo y dejarse llevar. No es su inteligencia donde se aglutina su dolencia, siendo en la voluntad: allí se oculta el pecado de su truhanada. ¡Ojalá te desolle un lagartija!, maldito Pasamanos, que buen gramático te puso el nombre, Pasamanos, ¡cínico!, que parapetas la verdad como si no supieras dónde habita, de tanta aversión como le tienes; y permites que Ruta, esta mujer que colecciona enjutamientos, vaya a la zaga de una verdad que lleva años empeñada. Yo, implorándote la animadversión a Onomásticos, ulanos y fulanos, y tú, prófugo, me lees el poema añejo de tus lentejas; yo, pidiéndote el odio como tesoro para destronar magnates, y tú, cochambrosa humanidad, me lo niegas de lo mucho que a ellos envidias. Abandonaste tu juvenil lógica, si te meció alguna vez. Nunca se acercarán mis ojos, ni un metro más, a la victoria de lo que ahora están. No venceré nunca, no venceremos los proscritos porque lo seamos de carceleros metodizantes, sino por aglutinarnos alrededor de un error, el de pretender lo imaginado e imposible. Un mamut soy, con el fino pelo de una coneja. Muy diezmada, envejecí varios años de una sola lucidez, y mi corazón, de unitario bombeo, produjo alarma con parárseme un instante, lo que a un tirano le cuesta extraerse de la napia un moco, y me asusté: me produjo el dolor de una hernia intermitente, que se presencia o se afloja para esconderse. Este saboreamiento de destino cruel alumbraba a mi daga como única hipótesis y salvadera, pero es tan limitado su filo y tan dudosa la teoría que anexiona a su cobertura que...
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A un día o dos de silencio, cada uno absorto en sus desguazados recuerdos y cubiertos de tinieblas, retomamos la conversación allá donde quedara, luego de perdonarle un poco y disculparse él, intercalando el lacayo alguna llorera merced a su arrepentimiento. Largo rato le costó para relatarme cómo prestó su sesera a postores de moral dudosa: escribió genealogías familiares, líricos poemas para sexuales componendas, relatos fantásticos de coitos idealizados, falsos epitafios cuya mentira era decir lo único bueno del extinto, inventadas remembranzas para justificar el festejo milenario del tocino, gestas imaginadas de guerrillas gloriosas y epopeyas, testificamientos falsos para enjuiciar a desertores, recopilaciones de la cocina arcanita u otras, y en general, toda crónica encargada con un final ordinario. Yo, por mi parte, le pormenoricé lo acontecido en la Aldea de la Razón, limpiándolo del anecdotario; y avergonzado hasta las entrañas quedó, comprendido el encargo que me hiciera el Espíritu Desvelador, y se deshizo su adhesión tan instalada quedando en entredicho, al desocultarle esta servidora el secreto de la primera página del Libro sagrado: «nadie ha visto el mundo futuro, como nadie se ha encontrado con su alma allende la muerte; el mundo venidero será como nosotros lo hagamos. Princesa escribe tú en él un digno relato». —Ruta, dividiva, perdóname —se me dispuso de rodillas implorando. —¡Desempotra tu rodilla del suelo o te doy tullidura completa! —le amenacé muy en serio—: y guarda tu pleitesía para el pundonor al que te debes. —Ruta, dame más, cuéntamelo todo y tómame por único pupilo: sólo hablar contigo me mejora mucho. Ya soy hombre nuevo y saneado. —Anhelar y tener no son la misma cosa, y si fuiste alquiladizo de mierdosos y ahora indemne estás de lacayosis, mejor para ti, pero cuando saquemos de aquí nuestro espinazo, cada uno por su camino —concluí muy resoluta. Al renovársenos las expectativas, ya menos desavenidos, vi disiparse mi desmoronamiento, incluso volvieron mis espejismos y sentí una nueva victoria, cuando dejó Pasa de ser masa un momento, conquista en nada raquítica por cierto. Vi una rosa en mi imaginación y me pareció Sempiterna; me vino a la memoria como nebulosidad y alucinamiento, mi amadísima doncella mixturadas sus carnes con acero. Luego de rebañar los platos del mediodía por toda cena, le conté al blandengue mi entrada en Arcano y todo lo respectivo al Relato total, y me interrumpió:
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—¿Pero es posible?, ¿se puede escribir El relato total? Como nos sobraba tiempo, e hinchado por el interés que para él la escritura tenía, pese al agravioso uso que de ella había hecho, me pidió todo detalle de su semántica, en aras de su juramento «por Arcano que nadie ha de oírlo de mi boca», me dijo todo santurrón. A mí no me importaba que nadie pudiese hacer aprovechamiento de ello, igual que al viento se la sopla contar sus misterios, quien quiera hacer ventosear que lo haga; o al mismísimo Arcano, quien por su sandez guste parirse del escroto dos gemelos, ¡pues ea!, aunque primero hay que tener escroto. Saber qué hace el héroe no nos impele a ello, ni siquiera nos acerca. Primero le di, sin ambigüedad, una ración de lo escrupuloso, lo que los sabios llaman lógica; cosas sencillas, el sentido común comprimido. Tautologías que en suma no elevan nuestro conocimiento, pero muy primiciales: que ningún nacido es más tonto que un lagartija, que los bestiarios son lerdos innatos o por contagio (qué más da), que un tirano es un hombre venido a menos, que un lacayo es un tirano en potencia, que limosnear es preservar el statu quo, que todo muro contiene una fiera, que todo templo contiene fiera divina, que quien dice ser levítico es un farsante (el hombre flota mal en el aire, a no ser subido en artefacto mágico)... y así hasta mil. Una hora me llevó esto, y varias, explicarle que nada de todo ello se encontraba en El relato total, sino que se aprendía con operaciones algebraicas y poniendo mente blanca, en mirando representaciones sencillas, como una cachiporra, una pirámide lacerada, o dos pájaros, uno en soltura y otro metido en jaula. —¿Es posible? —preguntó sorprendido Pasa, la ñoñez. —Eslo. No interrumpas o se nos colará gula inmunda. Le expliqué que estaba escrito con mucha intención y sin apoteosis, y que después de pasar cien páginas el leedor quedaba impregnado de aplastante lógica, y olvidaba todo lo oído anteriormente en bocazas vanilocuentes, y por ende le nacía un nuevo parloteo personal y entendido por todos, imposible de desmemorizar y que acrecentaba el denuedo, por muy acoquinado que el leedor estuviese. Con estas palabras: —Cambia el latido del humano, arremete contra la dormidera y contra las tragaderas, extrae la humanidad defecada, insufla mundología, elimina el aislamiento (el mal de creer individuales nuestras desgracias), da la vuelta al lacayo y lo presenta del envés, irrita el espíritu produciéndole cólico y agudo tabardillo, cura la cerrazón y el cretinismo. Es lengua
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nueva, absolutamente memorizable al redondearse sobre sí misma en espiral, cuyo centro es lo único hermoseable que todo hombre tiene en su corazón, más o menos enterrado, y une lo que el hombre, en aras de su entretenimiento, ha estado a punto de disipar: la razón y su pulmón, el sentimiento, mixturados juntos antaño, en solidez profetal muy beneficiosa. Penetra mi lógica en la médula y en el plasma, y fabrica una especie de alcantarilla que los une por siempre. Y no sólo te da un neolenguaje, sino la forma apacible de leerlo, pues retarda la lectura con un freno que le puse: cada cien palabras escribí: «¡error, vas acelerado, serás un sabio científico, un artista o un alcahuete lacayo, pero no el hombre rescatado». Y subsiste siempre, una vez acabado, pues enlazadas están las palabras con tino, de tal forma graciosa que cada objeto que el mundo tiene, sea flor, concepto, sentimiento o el mismísimo Arcano, te evoca en esa alcantarilla que mi relato crea, la cara de un marrano lacayo coronado con pinchos de chumbera. —¡Razón y sensorios entrelazados, qué hallazgo! —resumió Pasamanos muy admirado de mi descubrimiento. —Sí, plasma y médula hermanados para siempre, se acabó el cisma: la piel que la savia roja moja pide cuentas a través del espinazo a su alteza la médula —alardeé yo, un ápice engreída. —No más divinidades, ¡hurra por la alcantarilla dividiva! —concluyó el lacayo muy zalamero—: dime más, dímelo todo. —Al transformar las entendederas te nace lengua nueva —seguí yo—: como una semilla en las entrañas que germina a su aire, como un parásito servicial que sólo come basura; y de lo sencilla que es dicha lucidez en el parloteo, se traduce sola, gracias a la hospitalidad de sus vocablos. En pocos días desaparece la bisagra del vasallo y su diplomacia por la que lleva milenios agachando, pero deja intacto el instinto de la conservancia para doblar la cabeza si te acecha una pedrada. Siente el hombre nuevo su piel como única patria y su único alimento el beneplácito que a los demás escancia. Arremete, con contundencia proporcional a la espesura y turbiedad que el desperdiciado lector tuviere: se embute más en el más averiado y adicto; virulento y muy hábil se muestra con el humano superficial y viajero, contra el manso bonachón bestiario al que le roba el silencio en un minuto, y contra el estudioso, villano por el exceso de entender mucho. —¿Y la belleza, Ruta inteligentísima? ¿Es descortés con la belleza de cantos bucólicos que al sentiente hombre emocionan? —preguntó
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Pasa muy intrigado, arreciado el peligro por él intuido, en lo que a su manducar trastocara. —¿Te parece poco bello lo que te cuento?... —le dije y agité mis brazos para ennoblecimiento de la razón que yo tenía—. Dos ojos tenía la pureza, uno a cada lado de su concha: el primero miraba la justicia y el segundo sólo buscaba la belleza; bizquea ahora la ostra en su encargo de escudriñar al mundo, desde que yo le saqué un ojo, el de la belleza (siempre ojeando con ademán adormecido e independiente), y lo mandé junto a Arcano, a su nube; la ostra de la pureza que nos dieron para analizar, tuerta, ha dejado de girar en su movimiento de escudriño, cual luna que mira sólo de un lado, con lo que no le desaparecemos de su vista. —¿Ya no tenemos el ojo que engatusaba nuestros sentidos? — preguntó el asustadizo escritorcito. —No tenemos. Solitario ojo nos queda, ojo aglutinador que ve lo justo, en lo cual se refleja la belleza, como el lelo solitario que le dice a su rostro en el espejo de la charca: «somos dos, menos mal que nos tenemos». Es lo justo quien posee la corpulencia, y la hermosura le acompaña, como la espuma invisible que vive en la ola, más espuma porta cuanto más inmensa, más bella cuan más justa. —Entonces... ¿debo retirarme de escriturar por exceso de pedantería? —me indagó Pasa oyendo los gritos de su futuro en caída por el despeñadero. —Haz lo que a tu conciencia le salga, pero recuerda: el festoneado que persigue la belleza le hace estragos al recado, o le asfixia, como hace la cerda con su lechón, que le aplasta con una teta, al tenerlo por preferido entre el bullicio de la camada. Así di por finalizada la lógica, dictaminando subalterna a la belleza, incapaz de ensancharse por sí sola. Cortó de nuevo el anciano portavoz, que largo rato veía las caras de los demás vejestorios, como él, ausentados de no asimilar ni sopa de esa reflexión tan lejana a los menesteres de su existir labriego. Los dos mercenarios arcanitas sobaban con sus testas sobre la mesa soñando con ascensos y gloria, pues menosprecia la doctrina quien prefiere el yugo de las órdenes. —Princesa de la daga y de las palabras que quieren ser más: Por Arcano que hace una hora que nada de lo que cuentas se nos queda.
El don-donaire de Clara y La ira de Onomástico
—Pues seguid así de postizo, que por boca del instinto algo os penetra. Mal acepta la buena teoría (como el cuento esforzado), la mala leche del resumen: nada entiende el cachorro de la mamá puma, cuando por lo que esta es, le arranca de su pezón, y a su cazadero marcha a por corada, que más tarde, por rojísima que esta sea, su vientre transformará en leche, por mucho que a la cría incomprensible le sea. Sigo, ¡y esforzaos!, que mal no os ha de hacer: Y como la noche del prisionero es de mucha envergadura por no poder el estómago conciliar sueño alguno, le expliqué las restantes partes de mi Relato; menos sistemáticos son el resto de moldes que el lector completa al empaparse de ellos: La «Metafísica del abatido o estado del predifunto», donde se produce abismamiento del lacayo influido por la lógica, y aprenderá que todo cuello duro de tirano es degollable, al igual que todo cuello blando de lacayo. De ahí extrae el aprendiz lo que yo llamo término medio. «Verdades de hecho y Verdades de la hambruna», donde elimino toda descripción y las ideas toman el relevo como único énfasis y herramienta: «nada hay más inhumano que teorizar» piensa el lerdo, y eso es lo que yo me cargo, con silogismos muy demostrativos, y le hago verse al tonto como un marrano que se apoya en la hambruna para no decir verdad, y poco a poco, este transita, y deja de sopapear deviniendo en grácil humano; y sin mantecas, pues me cargo el oficio de quien describe al detalle, como timador, como amigo de la ambigüedad. Después de acicalar y reputar a la malquerida reflexión, al pensar le nacen patas, para que se propague con mi «Teoría del Movimiento» se desperezan y caminan en ella las ideas escasas del lacayo venido a más, y abandona la ancestral envidia al tirano; como el esputo sigue al tosido, erguido el lacayo, ve asomar el señor la oreja del peligro; ninguna metáfora hay en esta parte; sólo la musicalidad de un tambor, que marca al advenido y mejorado, cada verdad, con un redoble, pum... pum. Y llegamos al final con «El ser de la superchería y el Superser» (lozanía positivista del humano): aquí, por fin, el ser se desagarrota, a riesgo de desprenderse de la alegría que la adhesión animal comporta, y enferma su hígado de tanto excremento como debe drenar, y le nace «la mirada insobornable» con la cual define e insulta. Desaparecen así las ideas innatas del servilismo, trocadas en justo desafío.
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—Por todas las divinidades, que me has convencido, aún sin leerlo —me dijo el poeta Pasa—: arrepentido estoy de usar la palabra como historiador y subalterno de la propaganda, que nunca más comeré de mis mentiras apañadas. —Dices bien si hablas en serio —le contesté, y seguí—. Ahora durmamos hasta que nos desayunen con el palo. No te preocupes y convalece un poco, que de aquí saldremos. Tengo yo buen presentimiento de este subterráneo. Muy deslustrados por la cochinada de vida que llevábamos, hice caso omiso a los desdenes y me dormí con el recuerdo de mi Amadis querido, trocando, eso sí, el fedor de sangraza por el aroma del bosque arcanita que mi memoria preserva para estos casos, y ronqué de memoria bajo un roble que le corría su ardilla al almacenar de sus bellotas. —¿Y funciona El relato total? —murmuró intrigado mi compañero. —Sí. Convirtió en conejo al ser más villano —le contesté en susurros lo que la chochez me asegurara al respecto de Autopsio, sin alejarme de mi plácido sueño—: mañana te lo cuento. —Haces de este hueco sin cielo el mejor lecho que yo haya tenido, Ruta dividiva. Y le dejé acurrucárseme amorosamente sobre mi desnudo muslo, y le tapé con mi falda: como un nocturnino romance de desventuras pro indivisas.
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capítulo xi La conspiración madrugadora. Ruta bilingüe, o El mosaico: sendero de los caracoles Se retiró el anochecido y colados por la ventana los rayos primerizos del sábado, revivió Clara, y se tropezó con lo que la vida tiene de muy serio, ya recogidos los juguetes esparcidos que el sueño deja. El agua fría y clara retiró sus legañas, y en un momento supo quién era: la terapeuta que el día pasado vio nacer a Sebastián, subrayado dicho acontecer con su presencia y oficio de partera; la promotora de la desdicha de Angelín, al que una vez negado su amor, por imposible, le vio abalanzarse a lo posible, hacia el regazo de la bruja Luisa que, incansable, siempre le esperaría para acabar con él; la psicóloga que nada tenía que hacer con el esquinado Máximo Alegre chipirón, por la cantidad de cocción que a su lenguaje le faltaba; nada pensaba de Mari Pili en su estuche de quehaceres infinitos. Pero le quedaba intacta la fuerza destellante que Ruta le prestó la noche anterior, la princesa que hacía de lo adverso —que toda cochambrosa prisión representa—, el paseo en barca por una bonita y melancólica albufera. Se mañaneaba Clara con la mujer de «la mirada insobornable», y como golpetazos de terruños en el ataúd querido de un hombre justo, sus palabras le resonaban, cual diáfanos sentires que se apiñan alma adentro, pizcas de belleza y verdad: se quitaba el camisón y oía lo que al encéfalo produce El relato total, «cambia el latido del humano... extrae la humanidad defecada... da la vuelta al lacayo colocándolo del envés, irrita el espíritu produciéndole cólico y agudo tabardillo». Al frotamiento a cepillo de sus dientes, le decía el espejo, «¡Razón y sensorios entrelazados, qué hallazgo!», o al soltar una mirada al sospechoso jardín de la residencia con mueca de asco, «es lo justo quien posee la corpulencia, y la hermosura le acompaña, como la espuma invisible que vive en la ola, más espuma porta cuanto más inmensa, más bella cuan más justa». Un puño llamó a la puerta, y sin darse cuenta de lo desnudísima que estaba (una diadema en su pelo recogido por toda tapadera), abrió a Sebastián, el cual, tempranero, necesitaba hablar con ella, y
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no esperaba el gratuito desnudo femenino fuera de programa, aunque lo agradecieron sus sentidos glotones. —Pasa, querido: eres la única persona a quien hoy me gustaría ver. Invitó Clara al que se apostaba helado en la puerta. Cruzó ella un brazo por su pecho, a modo de envoltura, como el que se oculta tras el humo, y puso al desnudo un toque de distinción. Sebastián entró, desabrochándole al ahogo un botón de su cuello, y tal como secándose imaginariamente las babas. Intentó ser natural. Cuando la vida está en juego se nos desprende el manojo de las tonterías. —Te he traído el correo y el periódico. Clara le echó un vistazo a la correspondencia, y de entre asuntos de bancos y publicidad consumista entresacó una carta del buen Hans. Le pidió a Sebastián que la leyera en voz alta mientras ella se vestía. —¿Debo? —preguntó el Hombre de Oro. —Pues claro —le contestó ella muy segura—: la intimidad es el parapeto de los miserables. Sebastián, sentado en el sillón, de espaldas a la ventana del asqueroso jardín, se frotaba las manos ficticiamente, con el residuo de mezquindad que todavía le quedaba: «Clara, estimadísima, amor mío: Te mando mi recado traducido para librarte de cualquier impedimento. Esta es la décima carta, y hasta ahora no he recibido contestación. ¿Cómo es posible que un día me dieras todo para luego retirármelo? Soy un hombre corriente y enamorado. Nada tengo, a parte de mi cotidianidad y mi trabajo, lo cual degenera por verte reflejada en las cosas que me rodean, con toda la fuerza de la obsesión. Mis labios no pueden soportar más tu recuerdo y mis ojos se están quedando ciegos de no ver otra cosa que la luz de tu rostro. El otro día me quedé absorto mientras ordeñaba, hasta que una vaca me despertó de una patada en la boca, que me costó cinco puntos bajo la nariz, por donde de niño resbalaban mis mocos canadienses. Nada puedo ofrecerte más que mi sinceridad, mi amor y la tierra que labro para el buen forrajear de mis `niñas´, esta tierra sin la que un hombre como yo, no sería nada. Es la tierra, junto el cielo grande que la cubre mi único tesoro, el único lugar que me tutela y que me hace ser quien soy.
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Mi corazón te espera, y mis pinos que un día bendijiste con tu belleza, expuesta bajo tu gorro de blanca lana; y mi hermana, la de los mofletes, quien te envía un saludo. Siempre tu Hans Delbrouk.» Sebastián lloraba por dentro al haber desamparado con sus fechorías financieras a hombres como este, y comprendió para siempre que ciertas propiedades nada tienen que ver con el dinero con que se compran: no es versátil lo que te mantiene erguido, ni es peonza intercambiable el aire que nuestro espíritu respira. Clara agachó la cabeza y reconoció en este asunto la única maldad de toda su existencia, pero ella se debía a su metamorfosis, aunque a Hans esto le supusiese una pisotada. —La mujer del gorrito blanco que fue a Canadá ya no existe — musitó Clara como un rezo íntimo. Ella no tenía ninguna prisa en encontrarse junto a la flota de quemados, y vestida con colores muy claros que exhibían sus turgencias, amén de atestiguar su hostilidad contra el gremio del que definitivamente se había desyugado (de los lacayos de uniforme enlutado por el que se ganan los mendrugos), se sentó en la esquinita de la cama y hablaron mucho. Haré un escueto extracto, o estofado de narradora. —Me gustaría contarte lo que he sentido esta noche, pero nos ocuparía una hora... —insinuó Sebastián como disculpándose; aún no era de los hombres verdaderos que en nada le temen al tiempo, los hombres que reconocen en la sustancia con la que trabajan los relojes, la misma argamasa de la que estamos hechos. —Como dijo el filósofo alemán, «la teoría no tolera el resumen», y le ocurre lo mismo a las buenas historias, se desvanecen por el apañamiento de lo omitido —le contestó ella muy radical y expuesta, y no dejaron ya de reflejarse ambos en los ojos del otro, intimados. Disculpe el lector lo que ahora sigue, por lo que de espesura tediosa tenga, y pase la página quien por parrandear lea, ya que lo verdadero tiene eso, es correoso y regocija sólo al listo: —Anoche me encontré triscado, como un buda al que le retiran la posibilidad de trasmigrar: me has cambiado y no sé qué hacer ahora con mi pasado... —Derruirlo estaría bien. —Derruirlo... derruirlo —repetía el Hombre de Oro engarzado en lata—: qué fácil lo ves todo, Clara... todos mis desfalcos pueden ser
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olvidados, pero, ¿qué me dices de las grietas simadas que en mi alma han dejado?... no querida, pagaré por ello, y lo sé, y lo veo bien, sea con tristeza o con desarreglos del sueño. Se apoyó el silencio unos instantes sobre el espejo de sus miradas entrelazadas, y continuó Sebastián: —Anoche ya tuve un anticipo: no podía conciliar mi sueño, le veía la cara a todos, (a cada uno de mis depredados), y no creas que tenía remordimientos, no, los remordimientos no han quitado el sueño a hombre alguno; era la lástima que me doy, la dificultad en fabricarme otro. Has tenido la gracia o el don de sacarme fuera de mí, pero cuando retorné yo ya no estaba. Me encerraste con la verdad y taponaste todas las salidas. —Querido, no sabes cómo lo siento. Yo esta semana estoy cambiando, y sin quererlo, te llevo por delante. Dicen que para crear una nación hay que olvidar muchas batallas, y a los individuos nos pasa lo mismo, creo... hay que olvidar... olvidar. Lo difícil es el relleno. Te he quitado el suelo y no puedo ponerte otro. —Ni lo quiero, eso es cosa mía, y nunca te arrepientas, y si por el bien que me hiciste, al mal llego, sea. Como una iguana en un país de nórdica humedad y las setas me siento, pero de la fealdad del mundo no tiene la culpa el médico que le opera los ojos al cegato. ¡Maldito sea quien no quiere ver! —Sí, ¡maldito! —corroboró ella—: maldito el cardenal Bellarmino que no quería mirar por el telescopio de Galileo para no verle los agujeros a la luna, para no incomodar a sus creencias. Le contó Sebastián la noche pasada, que le dio mil vueltas a la cama, que miró el asqueroso jardín cien veces, que se le representaron el león y la leona con la cara de su abuela, que se le venía vago el rostro de Hans Delbrouk, que imaginaba a Ruta, con el cuerpo de Clara y con sus ojos muy verdes, degollándole sin dificultad su cuello duro, hasta que aturdido por esta bacanal de reajustes encefálicos cayó rendido en la cama, boca abajo, como esperando la llegada de cualquier Casandra con su oráculo; pero no hubo ninguna Casandra, y se creyó morir asfixiado por su propio peso de hombre mal nacido. Casi en su último aliento, en el último segundo que el ahorcado soporta, recordó la frase de la bravura: —Me vino a la cabeza la frase de la vida, la voz de Ruta aniquiladora de toda pereza, dispuesta a rebanarle el cuello a Existenciario,
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el Espíritu desvelador: nadie ha visto el mundo futuro, como nadie se ha encontrado con su alma allende la muerte; el mundo venidero será como nosotros lo hagamos... y se me borró todo idiotismo, y sentí las ganas de enmendarme, no para ser mejor cual si nada, ni para beneficiarme de condonación alguna, sino para disfrutar mirando el vuelo del pájaro arbitrario. —No te entiendo —le recriminó Clara sin desasosegarse nada. —Sí, mujer: he sido un escéptico faccionario y egoísta; me he contentado con un mundo de demonios sin salvación, hasta que Ruta dinamitó a los bestiarios a destierro forzoso, y no te digo nada de lo que hizo con los bucolitas... —¿Ya has llegado ahí? —le interrumpió ella. —Lo he leído todo gracias a mi insomnio. Te va a encantar el duelo entre dioses y la incursión en el palacio de Onomástico sobre el caballito Pisaduras. Como te decía, Ruta y su emisaria terrenal, mi querida terapeuta, me mostrasteis el talón de Aquiles del poderoso: el rastrero respeto que le tiene el insignificante. No se tiene en pie jurisprudencia ni mando sin el pandillaje de quienes le reímos a la jaula, y yo he sido uno de ellos, un paje de la coyunda, un adherido al pájaro arbitrario. —Ahora te entiendo tanto como te creo: hemos sido, ambos, dos musas del fiasco. ¿Quién limpiará nuestra alma de todo lo que hemos demonizado en favor del protectorado universal? — preguntó como para sí la compungida Clara, desmantelada de toda su sorna, indispuesta, encaramada a lo que de inexorable tiene el futuro, y concluyó como en trance—: el tiempo nos va a plantar cara. —No, amada mía, por Arcano —y la abrazó el Hombre Niquelado y la cubrió con su ejército de besos, apolillados de desuso. Hasta aquí lo correoso. Nada hay más erótico que dos voluntades atenidas a lo mismo, y durante un rato se quisieron mucho. Suponga el leedor, a partir de esto, lo que quiera, que yo no he de contarlo. Al cabo de un rato, habiendo encontrado por un momento, demasiada hembra, demasiado galán, un asimétrico y repetido taconazo llamó la atención de Clara, y miró esta por la ventana que custodiaba al citadísimo jardín: —Mira, Sebastián, ahí va el irreductible, ¡un utilitarista! —invitándole a posar sus codos en el poyo de la ventana—: un hombre que siempre creyó en el pájaro arbitrario.
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Enfisematosa era su andadura, pues corregía con la buena el acalambrado desparpajo de la mala pata. De otra habitación escapaba de un transistor una voz mal urdida, que interpretaba el Ave María, como enroscándosele grácilmente a los movimientos del rabo del endemoniado Veletas: dicho demonio inmundo salía de la residencia a cumplir su trama y escabechina. El de andadura estrábica, o simplemente cojo de alma facciosa, presto caminaba a llenar su bolsa con salarios, con lo que valdría, cual ventajosa inversión, la maquinación de sus favores: esto lo apodan unos «lentejas», otros «el pan de mis hijos»; yo lo llamo vileza. Pletóricos de insensata bondad, Sebastián y Clara, con sus dos pares de codos apoyados en la ventana de aluminio se rieron mucho, mas no se entiende. Clara y su anexionado Sebastián, ya repletos de su amor un tanto patético y circunstancial, bajaron a encontrarse con el resto de encendidos corazones, y todos reunidos tomaron la cafetería a su antojo, pues nadie más habría de venir al ser ellos los únicos «privilegiados» que en fin de semana permanecerían en la residencia. Muy ufanos de gozar el sábado sin terapias y libres de compromiso algunos se dispusieron al solaz, a la aburrida pastosidad de no hacer nada: lo malo es que la terapia maniobraría por su cuenta, invisible e insonora, individual y secreta. —Nos falta el indispensable Veletas —informó chistoso Angelín. —Ha ido a enchufarse un ratito a su cadena de mando: no tiene el adherido jubileo, ni pascua ni día festivo —le contestaba Clara, muy al margen de la interna problemática que Ángel padecía. La ostra enigmática abrió un momento su casa bivalva y rió un par de carcajadas, una por valva. —¿Qué nos toca hoy? —preguntó la tata problemata temiendo que la falta de programa la desquiciase. —Podríamos darle vueltas al asqueroso jardín y romper farolas y duendecillos de escayola —dijo Sebastián—: eso siempre es divertido. —Me parece un tanto brusco —replicó la jefa del clan y propuso muy seria—: llamar a un taxi y fugarnos a la montaña, al campo verdadero. Eso sí estaría bien. —No tenemos permiso para hacer eso —repuso la otra dudando de la conveniencia de saltarse normas, muy temerosa de estar tantas horas desamarrada. Angelín que estaba muy reconciliado con Sebastián insinuó medio en broma la posibilidad de ir a la sala de curas, a «charlar e improvisar»,
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dijo, pero se le echaron encima todos por agorero, como si quisieran paralizar la vida, muy hartos de retesarse la mente y de no dar abasto en reflexiones muy dañinas. Por unanimidad eligieron el pecado, y dejaron a un centinela en la puerta por si aparecía un subalterno disfrazado de psicólogo, presto al chivatazo; mientras localizaban por teléfono al taxi que les llevaría lejos de ese hospital para dementes. Al tiempo que esto ocurre contaré la conspiración madrugadora del cojo enlutado, que como se supone, visitaba a Don Ramón en acto terrorista de maquinación bucal, allá en el despacho central de los inmensos paquidermos psicólogos y sus sanguijuelas de córtex amembrillado. —Pasa, madrugador Veletas —le invitó Don Ramón muy puesto en su acomodo, envidia de otros que aspiraban a despacho. —Tenía muchas ganas de estar con usted —dijo la sanguijuela prosélita—: ¿su señora? —Pues muy hermosa, a Freud gracias. Se sentó el Doctor—Loco Veletas en la silla para criados, diseñada con éxito para disuadir ascensos, y soltó su voracidad encalabozada en el secretismo de su mente espía, y puso al fuego los garbanzos: —Verá, munificencia y jefe idolatrado: —¡Por Dios, Veletas! ataja. —No sé cómo empezar... pues que no sé a qué atenerme, creo que Clara está más loca que las mentes perturbadas que debe curar... —¿No me digas? —Tal le digo, y es más —confabulaba el coyote—, por mi polio que esto acabará mal. Le explicó al estupefacto patrón, desde su silla para lacayos, cómo quimerizaba Clara con ese avenate que le había dado de buscar las soluciones en la firmeza de carácter y en la introspección «ideosomática», que no daba un duro por los quemados de tanto como empeoraban por momentos, que se embobaban contándose cuentos y demás menudencias infantiles acientíficas, que si un «león y una leona en la estepota», que si «un rey y un monstruo zampador», que si «la voluntad nos hará muy grandes», que si «la fornida racionalidad lo puede todo», y lo peor, que no era Le petit prince lo que leían, sino una macabra historia que provocaba, al oficial juicio, imparable estampida.
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El jefecillo exclamaba como una metralleta, «¡qué... cómo... ¿seguro?... por Skinner!» El cojo, en traición perfumado, continuó sus componendas y atenido a los hechos: — ...es como una dañina novela a la que acuden constantemente, que les produce entereza y traqueteo —insistía con sus ojos saltones de anfibio—, de una princesa que abomina de toda ley civilizada, fullera, que no se aviene a rectitud alguna ni moral ni divina, y que por gustazo corta cuellos lo que aumenta el aplomo del que se alimenta. Dice que «el mundo será lo que nosotros queramos», contraviniendo las leyes milenarias de la oferta y la demanda, y de las circunstancias vitales que justifican la mansedumbre, disparatando contra la teoría de las clases sociales, del respeto a los mayores, y de la subsistencia de la autoridad preponderante, amén de cien cosas más que enardecen al colado. Y Clara les insta a dicha lectura por ser «curativa», por «desvelarse lo psicosomático como ideosomático», les dice muy cuca... —No digas más —concluyó el magnate burócrata con cara de perro—, eso lo arreglo yo de un expedientazo. Vete y prevarica, astuto Veletas. El lunes me tienes allí. Confesada la humanidad adulterada del cojo, no más lacayo que cualquier temeroso de su jefe, salió frotándose las manos y persignándose, al musitamiento de, «ya rellenaré yo ese agujero que dicho expediente deje». Gritó el vigía hacia el vestíbulo de la residencia: —¡Viene un psicólogo! —¿Lleva bata blanca con la «RQ»? —gritó Clara desde la cafetería azul, sentada junto a sus quemados, todos, pies estirados, cual marquesotes. —¡Nooo! ¡Cojea de un lado! ¡Es el miserable ácimo Veletas! Y respiraron todos. No tardaría en llegar el taxi que les alejaría de la residencia hacia la holganza de la Naturaleza, a extasiarse de la desigual comparanza entre esta, tan reverenciada por su buen gusto, y el asqueroso jardín. Parloteaba Clara desinhibida, a sabiendas de la discrepancia que el mamoncillo Veletas ya habría fraguado. Siguió la conversación allí donde estaba, cuando el vigía avistó dicha tullidez: —No, mi querido Sebastián, todo está en todo —argüía Clara— dale un cachete al prejuicio que te atosiga, a «más mundo visto más cultura», es falso. Más sabe de biología el anciano que plantó un roble y al verlo crecer se extasió, que el imbécil viajero que en sus correrías
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turísticas lo araña con su navaja para ponerle fecha, o le hace foto ambulante para llevárselo a casa miniaturizado. —Pero, Clara, es el mundo inmenso... —Sí, y se materializa en el cerebro mixturador de conceptos, con los que este crea reflexiones, singularidades o muy sofisticados cocidos; no en los ojos que reflejan la imagen cual simples espejos. En eso se les unió Veletas que venía muy efervescente y bien atetado por la mamandurria de su puerca visita a la central. En alarde de su humanidad contrahecha, en la mesa de al lado quiso apoyar sus piernas para hermanarse con los locos, y palpó la desdicha conformándose en descansar la que tenía viva, pues la seca, enjaulada en hierros, no había quien la levantase. —Recuerda lo que Ruta le espeta al arcanita noble que viaja por el desierto con la manía de verlo todo —continuó Clara obsesionada con lo suyo, y echando mano de la memoria—: madura, arcanita... si quieres conocer mundo, mírate a ti mismo al quitarte los calzones; el mundo no se deja conocer por verlo, sino por hundirse en él con la aptitud de la conciencia activa, allí donde respires. —Mucha razón tienes —doblegábase Sebastián—, pero... —Pero nada —le interrumpió Clarísima—: es más fácil codiciar imágenes de aquí y de allá que disolverle los grumos a un cocido. En cambio, reflexionar y deshacer embrollos es arduo e ingrato: de dicha dificultad surgió el turismo. Y digo más —recalcaba la terapeuta muy acalorada, como henchida de razón—: en la levedad se encuentra también toda la grandeza; cuántos humanos de hoy día denguean por la gran ciudad esperando extraerle a la aglomeración esas tres o cuatro personas que necesitan, como si una esquina del bosque más cercano no portase toda la sutileza y matices que la esforzada Naturaleza despliega. Para conocer el mundo no hay que irse muy lejos: mirad al cojo; sin salir de esta cafetería se puede una empapar de toda la vileza y degradación humana, en análisis de esta maravilla de miserable y humano water-closet. —Pues algo parecido decía mi abuela: que «si has hincado el diente a un pestiño, para qué quieres más». —No te sepa mal, Clara, lo que voy a decirte —intervino Sazonado Corazón, que hasta el momento permanecía muy enigmático, con
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su nariz muy levantada, como hace un buen segundón—: parloteas como una provinciana; muchos hombres hay que ver en sus patrias para entresacar esos dos o tres que pregonas. Mucho hay que ver, y con tenacidad, si queremos sacar conclusiones. —Pues no te sepa mal, mierdoso atributo de tu bruja —le contestó ella entremezclando escaso cariño y abundante contundencia—: careces de lo que haces gala, pues pueblerino serás por muy actual y ambulativo que te veas; es tu aldea la más diminuta que hombre habita, y la regenta la rubia peligrosa, por la autoridad de sus tetas; has metido a la raposa en tu gallinero. Angelín bajó la cabeza ante la verdad, tan dolorosa como arrebatadora, que encisma y pudre el oxígeno del más selecto infierno. Esposado a la verdad, díjole en voz baja un residuo de ridícula dignidad: «maldita sea la verdad que tenga yo que tragarme, y de balde, que corre con los gastos la seguridad social». Avisó un claxon la llegada del transporte, que por suerte era bien amplio, y se levantaron todos los excursionistas, incluida Su Efervescencia, Veletas, que se apuntaba cual triquinosis al marrano, y hermanado al cabizbajo Angelín Sazonado, le tomó por el hombro, lo que no era de gran ayuda, por no ser enjundiosa su compañía —más al contrario, mucho daño nos produce que nos vean compartiendo los manjares de una porquera—, y por el traqueteo asimétrico e incómodo que infundía su anca desnivelada. Mamá pata encabezaba la procesión de los dolientes, e impunes atravesaron el vestíbulo al no haber ni bedel los sábados. La amplitud del taxi benefició al más miserable, pues es de suponer que de sobrar alguno, nadie tenía tan en ascuas el billete. Cargaron la sillita de ruedas de la mujer fantástica, por si se irritaba o le entraban picores, y embarcaron todos muy contentos. —Buenos días —saludó Clara al piloto—: ¡a la montaña más cercana! —Muy bien, señores. ¿Vale al cerro de los mineros? Una hora casi tenemos de camino. Clara dio un salto, como si la hubiesen pinchado con algo muy fino dos veces; una por reconocer al conductor y otra por los recuerdos que le traía dicho cerro; «es el hortaliza» se dijo, «el Mannolo Bull Starboy que despercudimos hace años». Muy pronto este devoto de la psicología por los favores prestados antaño, se introdujo en la conversación, en cuanto reconoció a su terapeuta idolatrado.
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—Muy honrado me siento de portar en mi humilde cochecito tamañas eminencias —lanzó el Mannolo refiriéndose al miserable, al cojo que le favoreciese su vida, al que agradecía su vulgaridad reembolsada. Y dirigiéndose a él por el espejo retrovisor—: señor Venéreas, cómo me alegra los ojos volver a verle. —¡Veletas! señor Mannolo, Veletas me llaman. —No se dirija al doctor, por favor —le recriminó Clara—; ahora es hombre muy enfermo y se encuentra en medio de una complejísima terapia secreta: como ve usted, nada menos que cuatro psicólogos le acompañan... más una servidora. —¡No me diga! ¡Qué desgracia!, pero claro, claro, los doctores son humanos y también se debilitan, y padecen sus dolores. Veletas no se encontraba las vísceras, encastrado entre Sebastián y Angelín que le hacían sentirse poca cosa y escueto. —Pues nada, nada, ustedes a su terapia que no he de ser yo quien interrumpa, por el bien de este hombretón benefactor mío. Todos se silenciaron y se ensimismaron en sus ventanillas respectivas, menos el poliomielítico, que azufrón de cara —por la presión de su propio congojo—, se centró en el cogote del taxista, a la remembranza de dicho expediente y de todo lo que le hiciera: «sí, este es al que le rescindí el delirio de grandeza», se decía muy profesional y ufano. La ciudad absorbía y filtraba toda reflexión silenciosa de los quemados, arrastrada por cada uno, a su pesar. Por ejemplo: Sebastián, que ya no era de oro, sino de feldespato muy barato, se sentía en viaje solitario con su Clara conversando, «algo propio, algo propio... perder mi libertad por algo muy amable», se repetía incandescente, y en obsesión machacona le decía al mundo «es mi psicóloga, es mi psicóloga», henchido de humilde orgullo. O Podrido Corazón, asediado por la chusma de sus pensamientos propios, sin capacidad de evasión, ya incurable, desestimaba aquello que no podía tener, como vaca cuadrera atenida a su baja jerarquía, conformada con el resumen de una tentación, cuando su hermanastra, más robusta, ocupa el pesebre que contiene fabuloso aroma de maíz dulzón: pierde casi siempre el que lucha, pero el apocado-cagapoco nada tiene que perder, a no ser éter desprendido de su bregar revenido, atrofiado, indemne y yermo, por falta de uso; porfiaba Angelín, de memoria, y veía el cuerpo semidesnudo de la bella Clara, pero al acercarse al rostro era su bruja sonriente la que ostentaba dicha suavidad y blancura, y ponía entonces
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la mujer imaginada sus brazos en jarras, en actitud reproducida de la mujer que todo lo supo desde siempre. O el berberecho de hechuras humanas, desde su cielo tan lejano como incomprensible para un usual humano, que al pasar por el monumento a la generación del veintisiete —un artefacto de acero a modo de bacinilla gigante para lavar pechos de cíclopes féminas, construido por un palurdo postvanguardista con menos talento que vergüenza—, abría su boca ladeada y se le escurría una baba impregnada de chiflamiento insonoro, reflexionado en el incomprensible dialecto chichipó, «Clara-ruta lala taxiteta venérasdiva bo cata bestiario jamón». O la Mujer Fantástica, en efemérides melifluas de poca monta y de voz baja, que al traspasar por el mismo monumento a los poetas de la luna, se animaba a sí misma con irrefutables reflexiones: «mira la bonita plaza de los poetas... qué sucio está todo con lo bonito que es... por esa calle se llega a Guillén de Castro donde yo jugaba a la comba... y allí, en la iglesia del Buen Consejo se casó la hija de Merceditas, que ¡qué fea estaba con ese vestido tan carísimo!... pero ya se sabe de tal Mercedes tal astilla... qué dinerales se gastó en la boda con el hambre que hay en el mundo... pero si puede... cada uno... yo qué sé». Abandonados todos por el realismo, a veces muy aconsejable, miraban y no veían apenas nada, sólo Veletas, más pordiosero si cabe, se aferraba al ordinario giro del planeta, distanciado de toda insurgencia, vigilante afelpado del statu quo; sólo los miserables no despegan los pies del suelo para soñarse ni un tictac: «mi dios no puede habitar más allá de mi estómago», se decía al bordear la bacinilla susodicha para bustos de mujeres cíclopes. Caso bien aparte era el de Clara —protagonista del relato por decreto incontestable de esta narradora—, que, al igual que Sebastián, también se sentía a solas con él, por portar este más humanidad almacenada; y a miradas intermitentes que rozaban la calva del orgulloso taxista hortaliza de Albacete, le transmitía telepáticamente, cual confidentes en pesquisar, sus pavuras y resquemores, adornados con alguna frase inteligentísima: «Sebastián, querido, nunca me sacarás la fascinación que antaño tuve cuando daba vueltas a mi escuela de la piel, a la velocidad serena de mi motocarro, ¡qué infructuoso y aporético es respirarle el aliento al pasado!; pero te has apropiado de mi desventaja, la de ser una mujer doblegada y entristecida; tienes lo que un humano necesita para ser más; muéstrale a tu hábito el
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nuevo mando que regentas y déjate llevar hacia el mar, después de superar el último embolsamiento de agua retenida... míranos aquí, rodeados de lagartos y bazofia en un viaje, al que de jovencita jamás me hubiera apuntado. La vida hace coincidir lo que a la imaginación le cuesta mucho. Pagará el humano mejorado con su misericordia desechada, inservible piel de reptil, seca y ovillada sobre sí, junto al pedrusco abandonada, y lo veo bien, pues es la misericordia en lo que se sustentan los sistemas, la sustituta, el banquillo de reserva cuando no nos quedan Ulises». ¡Bonito! aunque ñoño es dicho pormenor cerebral, que yo he cincelado un poco a mi gusto, como es lógico. Se quebraron las anónimas reflexiones por la simpática incongruencia, propia de transportes públicos, funerales y viajecitos en ascensores. —Nos hemos vuelto todos locos —decía uno al respecto del tráfico y demás urbanitas aglomeraciones. —¿A dónde vamos a llegar? —preguntaba el otro sin esperar respuesta. —Sí, fíjate, como si para vivir hiciese falta todo esto —aseveró Mari Pili a la manera de quien aguinda un pastel; toda hipócrita, pues de todas las cosas que esperaba, que se cociera algún cambio, estaba allá abajo de su lista, cayéndose del papel. Misterioso es en el humano quejarse de la misma cola a la que pertenece. Humano que repleto de inmodestia, enjuicia con pericia el desvarío de sus compañeros de tendencia e intrinsiqueza: una cola es una procesionaria de inconformistas gozando. Sin necesidad. Y cuando la ciudad de los pasquines se terminó, las mismas moscas propensionadas a lamer el cadáver, en cotidiana decisión a diario revisada, por igual incongruencia pero de disposición inversa, ya alababan a coro lo mismo que se habían vedado desde ha mucho: —¡Qué bonito es el campo campestre! —decía uno ante el ensanche del espacio—: si no estuviera tan lejos... —Yo si pudiera viviría aquí. Hasta se respira mejor y parece que uno está más optimista —vaneaba el taxista, lacayo de vientre (no de cuna), al empujoncito elemental gracias, al empujoncito que Veletas hace años le prestara. —Nos hemos vuelto muy burgueses: en la ciudad todo es ostentación; para figurar se vive —dijo la Mujer Fantástica, muy vocacionada en hazmerreíres, al cruzar un bonito arroyuelo, custodiado por un señor de boina, que a todos se les hacía muy feliz.
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Misterioso es en el humano alabar públicamente lo que a sus penetrales repugna: no existen dos palabras más distantes que «decir» y «hacer», por más que de una a la otra, un pasito fácil de recorrer haya, parejo en distancia a la que separa una «causa» y su «efecto». El error del humano no es tolerarse torpe, sino creerse humano. Sin necesidad. Salieron al paseo. Sólo el conductor permaneció en el automóvil contando las claudias de su esfuerzo, y en otras bajuras ocupado, como en imágenes soñadas de inflados taxímetros con muchos ceros. Los demás, eufóricos de escapar por un rato de esa existencia rutinaria de terapias, goma antideslizante y sillas de plástico, no querían perderse esa limpidez novedosa que la Naturaleza les ofrecía, como simulacro milenario de lo que un día fuimos. El campo tiene eso, da a cada cual lo suyo: al muerto descanso eterno, al humano vacuo le vacía un punto más, exceso de salud provoca al hombre saludable ya, y al lacayo persistente le insufla poderosos motivos y vilezas nuevas que bonifican y extreman su apuesta por la astucia: hermoseado, si ello es posible, caminaba Veletas aliviado de su cojera. La Naturaleza, exhibicionista siempre, castellana o muy húmeda tapizada de floresta, con el bullicio de su exceso, eleva y multiplica lo que el hombre tiene, ya sean virtudes que enlustrecen, ya piojos en alma negra. La Naturaleza que refríe lo que siempre estuvo frito, ya dones lozanos, ya miserias de igual frescura, corta con sus tijeras todos los antifaces con que los hombrecillos saineteamos. Esta narradora necesita ahora una descripción, no por cumplir el ritual de los poetas de la luna —Arcanodios me libre de prendarme de la belleza plástica de la sintaxis—, sino por lo mismo que el fiambre y sobre todo el queso, al pan necesitan. No debe ni pasárselo el mejorado lector que habituado por tanta ausencia de ello, ya no lo precise: Salía mal el día, y eso que era casi la hora de sentarse a la mesa, pero las nubes, en su pereza, apegadas al cuello de las montañas, retrasaban desasirse de su apoyo para proceder a su correcto vuelo. Terraplenes y cuestas muy impropias para zapatos, para suelas consecuentes con el asfalto y la gravilla de los jardines peripuestos. Demasiada humedad en el suelo para dichos pies, donde, sí juncos y sapos hacían su agosto esquivando labrantías, aunque muy escasas por lo incómodo del terreno. Hijos de árbol de diminuto porte, indultados por el mismo ajusticiador, que, mucho más impetuoso y joven, a sus padres añosos
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rebanara. Y allí donde lo escarpado hacía arriesgada la tala y el saqueo, indulto completo, Naturaleza libre y acorralada, como las obras de un museo: fachada escapada de los tiempos. La Naturaleza, con ese fanático instinto por sobreponerse, se conformaba con pintar los llanos con lo permitido: gramíneas y tréboles, y algún «roblato», temeroso de alzar su cabeza más alta que el diente de león, a ras del manto todos mantenidos por la voracidad de algún herbívoro. No dejaba tan rica cespedera verle la cara al suelo, de seguro negro y orgánico, gracias a la afabilidad en deponer lo sobrado los rumiantes y rumiantas que lo pacían; y mucho más abajo, enterrado, donde sólo se acerca la curiosidad de los geólogos, otro museo, pero petrificado, plegado en filones superpuestos color carbón, muy negro e inorgánico, que no alcanzará la superficie por el infinito enterramiento que el presente sedimenta. El «dónde» importa sólo al geógrafo estudioso, o al geógrafo aficionado, quienes anotan en sus diarios todos los monumentos, calles y casas de comidas que en sus largas vidas han visitado: no se soliviante el lector quisquilloso que si he descrito un lugar será por algo. Clara, en esta pradería, salpicada de vacas a la suya y humedales, cerrada al norte por el cerro de los mineros y rodeada de árboles jóvenes, se paró muy en seco. —No hay árboles ancianos porque los cortó mi padre —le dijo Clara al viento en voz baja, y a quien de más cerca la seguía. —¿Tu padre se dedica a la madera? —le preguntó Sebastián que disfrutaba de un paseo por primera vez en su vida, tal vez ayudado por el deslumbramiento de la buena compañía. —Sí, era el encargado de una mina que había aquí hace muchos años; preparaba la madera para apuntalar la seguridad del saqueo. Nunca quiso entrar en la mina por la claustrofobia que sufría en sitios cerrados. Un día hubo derrumbamiento y quedó atrapado su hermano y entró hasta la galería más profunda. —Y ¿qué pasó? —curioseó con interés verdadero Sebastián. —Pues que estamos pisando su tumba: su hermano salió, nadie se explica cómo, pero el cuerpo de mi padre nunca fue encontrado. —No sabía... —No tenías por qué saberlo. Mi madre contaba siempre de él que quería tener una tumba grande y sin letreros, ni fotos ovaladas con «no te olvidamos»; pues ya la tiene, la tumba más inmensa del mundo en el cementerio que él quería: la tierra toda.
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Sebastián se cogió a ella del brazo y siguieron caminando, con cuidado, como el aprensivo que deambula por un cementerio plagado de sepulturas y porvenires truncados. Veletas se sentó detrás de una vaca que acostada daba vueltas a un agriado bocado, tragado quién sabe cuando; giró la cabeza el animal para mirarle e hizo muesca de asco: no sé quién dice que las vacas son necias. Cuando se extinguió el llano, se disipó la niebla de una sola vez y se llevó toda la humedad. Del fresco pasaron a lo tórrido sin insinuaciones previas, y Clara apretó el paso para ponerse sombra por techo: el extraño submarinista que llevaba dentro, inquietado por los sentimientos tan violentos que le transmitía su madrastra, se había puesto a la pericia de acrobacias acuáticas y demás números arriesgados. La tripa expandida parecía que quería estallar: amenazaba el nonato anfibio con llamarse sietemesino. Cesó de repente dicha actividad acrobacuática y Clara, aliviada se sentó en una roca al costado de Sebastián, única alma capaz de ser su albacea en tan crucial instante. Los demás, incluidos el taxista que ya se les había unido, estaban como suele decirse, a su bola, manchándole a la Naturaleza todo esfuerzo por ser muy bella, con la mala leche de sus comentarios triviales. Sólo Angelín Corazón Descastado, con su contradictoria belleza de cactus se mantenía neutral, enroscado en sí mismo, triste de no ocupar la primera fila en el concierto de trastornadura que ofrecía Clara: al no poder conseguir lo dificultoso, su bruja, sin el mínimo esfuerzo y a kilómetros de distancia, se lo ganaba poco a poco. Eso le pasa al hombre de fácil gozne. Lleno de estrías por hacerle de menos Clara, se enconó en susurraciones muy dañinas, atravesado por una traición inexistente, como el corredor de poca monta que prefiere llegar el último que a un paso del primero, seguro de protagonizar así, múltiples comentarios: tanto da que hablar la excelencia de una gesta como su inversa e increíble torpeza. Por ello se mantuvo Angelín a la distancia correcta, inmerso en un círculo de silencio. —¿Qué te ocurre, Clara? —preguntó Sebastián, afligido de verla ensimismada y transpuesta por los dolores, tan a su desmano. —Estoy mejor. Déjame descansar un poco —y respiró aliviada prestándole una lejana sonrisa a sus otros mirantes, quienes por no incomodar dicha intimidad de seda, le siguieron colgando andrajos a la Naturaleza, o sea domésticas poesías exudadas. Ambos, Clara y su Sebastián, habían quebrado sus juramentos deontológicos a sus gremios respectivos: ella por desacreditar la mano
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que le daba de comer e intimar con su cliente, y él, por precipitarse a una traición global de sus antiguas correrías financieras; la vida, enemiga de las pausas, presta sus provisionales retoques y rellena con rabia los huecos y filigranas de nuestros incongruentes desnucamientos. Pero, lustrados por sus valentías nuevas, le perdieron el respeto al futuro y se dedicaron a sus escarmentadas reflexiones. Atenidos a dicha lumbre hablaron así: —Veletas ya me habrá acuchillado, y no creas que estoy muy preocupada. El lunes abandonaré la Residencia de Quemados y cambiaré de vida: yo siempre había querido solucionar problemas, pero sin trastocarle las entrañas a los enfermos, y actué así por miedo... ¿y ahora?... cuando he dejado de ser compasiva conmigo misma, he traspasado la barrera del doctor que no abre todos los vientres con la misma gana, como el abogado que se suelta del atadero y no puede defender al canalla, o como el soldado que en el campo de batalla recoge a un amigo muerto y deja al herido a desangramiento lento, porque sabe de su amabilidad con los dictadores. He sido tan estúpida... —Pero... a mí me has ayudado. Si abandonas, otros Veletas ocuparán tu puesto. —No lo entiendes, querido Sebastián, el sistema ya no me necesita, la psicología ya no me necesita... yo no puedo dar un consejo que dañe al mundo que quiero, y ¿qué me importa si dejo mi plaza al acecho de sátrapas y energúmenos?: no es que no quiera mentir más, sino que no puedo; estoy harta de hacerle la pascua a la humanidad, a sabiendas. —Sí, pero en tu trabajo podrías actuar entremedias, y no ser tan fulminante. —No, ya no podría... —puso las dos manos sobre su rostro para taparle la vergüenza, como si el juzgado del mundo todo la estuviese escudriñando—: lo posible, lo que me pides que haga, es el sucedáneo de lo verdadero, y de eso justamente es de lo que estoy harta. Aprisionados en lo que aborrecemos ya sabemos lo que hay, ¡nada!, ¿qué expectativa se puede atisbar desde el agujero que anula toda expectativa?... no, querido, prefiero lo imposible. No sé qué será de mí, pero yo me retiro —y rompió a llorar. —Pero, ¿y el mejillón?, ¿qué será de ese muchacho en manos del Veletas? —preguntaba muy en serio Sebastián mientras la cogía de la mano.
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—Máximo Alegre siempre será un mejillón —prosiguió ella sorteando la desmesura de sus lágrimas—, y es lo mejor que puede ocurrir. Nunca abandonará un bestiario su lógica del sopesar porque tiene tomada la medida a sus palabras, y pobre de nosotros si aumenta su locuacidad: te aseguro que un tipo así hace pagar la incomodidad de haberle sacado del falso suelo desde el que libraba sus batallas insonoras, donde habitaba a salvo de mil acechos y tormentas. Un buen rato estuvo Clara removiéndole lágrimas a «lo sido»; parecía que para expiarse tenía que llorar todo lo atrasado: las travesuras, el daño propio, el ajeno, amén del llanto anticipado por el futuro que se le hacía tan incierto. Fueron horas muy amargas, pero la valentía tiene eso, cuando nos cubre con la gasa del rigorismo. —Mal día ha pasado la señorita —dijo Mannolo Bull Starboy en el taxi camino de la residencia—: no se preocupe, todo saldrá bien y ya verá usted qué felices se las traerá su niñito. —Ha sido un día bonito de campo —señaló el maldito cojo al pasar por el monumento de los cíclopes a la postmodernidad lunática del veintisiete—: estoy contento y por eso convido yo: yo le pagaré a usted, señor Mannolo. —Así se habla. No se quejarán ustedes... ¡menudo caballero! Sin desearlo, el sábado había sido muy terapéutico y algo milagroso: lo raro era que las fuerzas vengadoras que habitan lo subterráneo del mundo, no produjeran un crujido que avisase de la muerte de una enemiga, pero el mundo no tiembla, igual que carece de escrúpulos, sólo es un cuerpo inmenso lleno de vísceras que todo lo metabolizan. La Naturaleza, que como dije, da a cada uno un poco de lo que ya tiene, había sido generosa con la tropa y reinaba la euforia. Clara apoyaba su rostro consolado sobre el hombro del buen Sebastián y en los vaivenes pendulares que las curvas forzaban, se debatía ella entre la arrogancia y el miedo, y viceversa, cual venado que atisba manjares y brotes muy verdes en el arriesgado ensanche de un prado, por una escopeta y un imbécil vigilado. Ya sola, en su cuarto de la residencia, disfrutaba Clara la noche de la psicóloga harta solitaria, la misma noche tantas veces repetida, el deslucimiento de su represión, de su amargo abrazo invisible y majadero. Las muchas cosas que pasaron después de la excursión, por asépticas, no merecen ser desentrañadas. Sebastián hubiese deseado tenerla esta noche, para mostrarle otra vez su adoración, pero a la metamorfosis
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de Clara le faltaban mandíbulas de bestia, horrorosas transformaciones menos escandalosas de darse allende el populacho, en la nocturna sombra de un cuartucho. Volvió la espalda a la realidad y cogió su libro, a sabiendas de que Ruta se encargaría de devolverla al mundo, como al niño escapado, la mano de la madre anula su travesura. No acertó a la primera y sus ojos equivocados cayeron sobre los contagiosos arrestos de la princesa: en el párrafo de la familia bestiaria desgregarizada por emigración forzosa e inundación alocada, que se ve dispersada en el desierto, sin legislación a que obedecer y sin mandato al que someterse; se niega Ruta a ser su mandamás y les ofrece la última lección: Autorreflexiona desbivalvado bestiario —refiriéndome al acongojado padre—, y saca a tu familia de la miseria contraponiéndole la holgura de tus intereses propios, despegado de toda tradición mierdosa, sujeción que conforta a corto plazo. No te asustes del vacío y desamparo que tu corazón experimenta, pues eso es el humano, individuo muy expuesto a que el grupo le advenga en pelele.
«Difícil lo tiene la familia bestiario» se decía Clara, «que prefiere la felicidad a la obligación: dos cosas que sólo en el héroe se dan juntas; felicidad de la dormidera ya he tenido yo bastante; dobléguese esta a la obligación, por más que yo le tema». Y encontró la narración de Ruta allí donde la dejara, y tanto Clara como su bestia nueva, o interno remango, se arrimaron a la untuosidad del silencio. En ese momento Ruta cerró los ojos para que el recuerdo aludido permaneciese dentro de su cuerpo inundándolo de sabor muy acre: Esclarecido Pasamanos dormido junto a ella y auspiciado por la excelencia metalescente que Ruta derramaba, en esa mazmorra con sus famélicas osamentas, y a una bola, ambos, encadenados, intimados por unánime desgracia. Como decía, descuidada Ruta por el amargo recordar y mientras seguía hablándole a los escuchantes, los dos guerreros a una, de cuatro saltos por encima de la mesa se le abalanzaron y en duelo manual a tres, entre coces y manotazos intentaron, en improvisación táctica y rebosando braveza, reducir a la princesa, hartos de tanta historia y muy alterados por sus retrasadas ordenanzas. Cuando Ruta abrió los parpados, advertida pero impasible, ya tenía en sus costados dos docenas de golpes, mal dados por las prisas. Como
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la serpiente de rápida se puso ella a contundir, tímidamente primero, hasta coger la delantera, y en soba muy profesional y sistemática se los fue amansando, infringiéndoles mucho castigo y tormentos, más dolorosos si cabe por ser en público, y en calzones, que le hacían a los tortazos, a sus carnes llegar primero, muy puros, sin amortiguación alguna. Ruta, acuciada por el tiempo y por lo mucho que quedaba por contar, siguió la azotaina mientras hablaba: Aprendí en la mazmorra de Bucolitas... ¡toma!... a realizar varias cosas al mismo tiempo... ¡ríndete mierdoso!... Para afligirnos nos pegaban mientras comíamos y tragábamos tortos adobados y servidos a la misma vez que las tortas, con tal hambre que yo sin masticar tragaba, eso sí con mucho dolor nutrida. Pero así no te hace daño la comida, pues la digestión... ¡toma codazo!... acaba, casi, con el último bocado. No creáis, que incluso entre tragada y tragada aún tenía tiempo de insultar al bellaco que nos apaleaba con verga o palo, indistintamente. La princesa sin jadeos perceptibles les amordazó a un pilar de madera, donde dieron rienda suelta a los resuellos de tan desigual contienda, y ya sin rechistar saborearon los dolores que les llegaban retardados, como quejidos musculares previos a las amoratadas contusiones, y sonrojados por sus pericias humilladas, derrotados. Los ancianos circunstantes en la mesa de escuchar, que nada igual hubieran visto en sus vidas, abrían la boca circunspectos e imitaban con espasmos en la espalda y en el vientre tal golpeadera, como si los dolores les pertenecieran. Ruta limpió de sangre sus preciosos labios pasándoles la muñeca y siguió hablando: A ver si ya no nos interrumpe nadie... Nos era muy primordial escapar pronto de aquel pupilaje porque el cuerpecito de Pasa, agusanado, me hacía malas señas, muy poco enseñado como estaba a dicha sufridera; a mí el flagelo me resbalaba, incluso cual acomodado cebón, me veía engordando. —Pasamanos, compañero único de esta bola inmensa —le dije una mañana que noté la angustia corriendo por sus venas, y muy desmejorado—: vamos a salir de aquí. Imagínate que estamos fuera y nos las vemos muy felices...
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—No me hundas princesa, por lo que más quieras. —Tú imagina por doloroso que te sea, que no habitamos ya esta coyunda —le insistí muy seria—: ¿qué necesitaría yo para fundar y legislar en Bucolitas? —Sólo los nombrados Sabios Bilingües pueden. —¿Bilingües? —le pregunté. —Sí, quien por naturaleza o esforzado aprendizaje se maneja por igual en las dos lenguas: la de los hombres cuyo padre es Onomástico, y la de Lujermasen que habla por sí mismo, cuando le apetece. —¿Cómo llega uno a encarnarse en eso? —Te elige Lujermasen si superas el Duelo de los Dioses. —¿Quién puede beneficiarse de dicho reto? —Un condenado, que ante los Jurisprudentes Inapelables en juiciote a libertad o muerte, salga absueltísimo. —Y tú, ¿alguna vez has visto eso? —Eso no lo ha visto nadie, que yo sepa; además, prendidos como estamos ni derecho a juicio tenemos. Sólo un delito se pune con la muerte en Bucolitas: el asesinato de Onomástico o su intentona. El anciano portavoz de los escuchantes no pudo contenerse e interrumpió a la princesa: —Dividiva tremenda, que nos enseñas a los insignificantes tus heroicas trastadas en tus viajes... —Ataja barbas blancas que el tiempo acucia —le refirió educadamente Ruta. —Pues... a eso vamos, que puedes pasarte esa parte, ya que la leyenda a nuestros oídos llegó, y la creímos y veneramos. —Las leyendas satisfacen a los zotes. ¡Glósamela! sin comedimientos y saltándote guarniciones y postres, ¡a la chicha! —le ordenó la curiosidad de la princesa que quería analizar el empaque de tales habladurías. El viejo narró a su modo: La princesa Ruta, más dividiva que nunca, en la Colina de los Sagrados Coitos, en el desafío de los dioses se encontraba muy expuesta y valiente. Rivalizaba con ella el guerrero Reputeras a quien el Bilingüe Viperio había convocado para defender a Lujermasen. Armados hasta los dientes comenzaron la esgrima, y al notar reiterada igualdad en el arte de luchar, llegó Lujermasen volando con sus cuatro cabezas, dispuesto a matar a la princesa desvalida. Ruta, la mujer más bella
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que se conozca, alzó sus manos hacia la nube, «¡por el escroto que me parió!», gritó a las alturas: «regráciame otra vez y mata a Reputeras, hijo predilecto de Lujermasen; tu dominio del cielo lo requiere», y se descolgó Arcano de su nube donde cubila y reposa. Nada duró Lujermasen, que perdió, una a una, sus cabezas en cuatro golpes tajadores. Se arrinconó Arcano para dejar dirimir la disputa terrenal entre humanos, y Ruta dio convalecencia total al otro guerrero, sólo con su daga bendecida, ante el orgullo del que se disfraza de nube, a la cual se escaló después. Así lo oímos y de la misma manera te lo cuento. —¿Quién os largó e inculcó esa calderilla? —le preguntó ella con chocarrería. —Un Arcanita fue. —Pues a callar todos y a escuchar lo verídico, que de fantástico no tendrá más que eso, que es verídico —resolvió ella y siguió la historia donde la dejara: Al pie de la letra seguiríamos las explicaciones y pormenores del apocado Pasa, el entecado de aspecto y alma por la malísima vida que llevábamos, que parecía estar devengando una a una las mentiras locuaces de su oficio con las que se ganaba la vida, antes de conocerme. Me hice una lista muy sucinta a modo de plan: escapar primero, degollar más o menos al tirano Onomástico, ganar el juiciote a muerte o libertad ante los Bilingües estafadores y enmendantes, batirme en empedernido duelo contra Lujermasen y algún guerrero suyo a sueldo, y luego legislar y fundar a mi modo. Le leí a mi compañero de torceduras mi plan, escrito en sangre sobre su sayo, e incrédulo, casi con ampuloso cinismo me contestó que «era perfecto, y que le avisara cuando él tuviera que hacer algo»; yo le di un cachete para recordarle mi nombre y sus ropajes —los apellidos—, y sin demorarme me puse a ello. Después de mucho meditar, nada se me ocurría para escapar más que la fuerza bruta. Esperamos varias jornadas que se nos hicieron interminables, hasta que nos diera de comer el carcelero que no se quitaba las llaves ni para arrimarnos el caldo de despojos, con mucho cuidado, eso sí. Demasiado trasiego había de día por lo que esperamos a la noche de su turno: «a menos guardias menos botín de palos», me reflexionaba yo. Caída la sonochada, a los primeros ronquidos de los innúmeros presos pernoctados, le dije a Pasa: —¡Hala, Pasamanos!, que nos vamos. Veamos lo partidario que te muestras de la valentía.
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—Por Arcano mi Ruta dividiva: una cosa es hablar y otra exponerse al descrismamiento... ¿no podíamos esperar a otro día que yo más intrépido me regente? —¡Grita! Esclarecido Pasamanos, y en cuanto nos desacerrojen guarnécete detrás de mí. Como no evidenciaba inquietación alguna que despertara al carcelero, le amenacé con mis ojos opacos, opacos de mucha violencia como porto vista, y lancé mi mano poderosa a sus ternillas, y sin encontrarlas por poco (de lo diminutas que el frío y el terror se las tenía), apreté un poco. El grito fue tan auténtico al esponjarle, que en pocos segundos se presentó el guardián, entre la algarabía que los demás presos nos prestaron, que peritaron el grito de Pasa como algo muy serio. El piquete era horrible de musculoso y ya nos había demostrado su destreza en lo de percutir su cachiporra, pues era el de más sanguinaria naturaleza, que por eso, por lo seguro que se veía, no se desprendía del llavero. Al notar en peligro a mi compañero —que muy bien yo fingía—, se dispuso a separarnos con una molienda, de lo que se llamaba, preventiva. No pude evitarnos las primeras porradas, pero descuidado en recuperar su aliento salté sobre él y le reduje un poco, hasta introducirle la porra bien adentro del gaznate: —Malvado Tesituro —así se llamaba—: no te devengo lo que nos debes porque es mucho y el tiempo apremia: dijiste que no saldría de aquí y yo te juré hacerlo. ¡Ríndete! —le indiqué con una patada—: yo he de volver aquí y quiero encontrarte más hospitalario, o la próxima vez te mato. Analicé sus pupilas de orinarse encima y le dejé, después de quitarle las llaves y desabrocharnos, y ya en ganga, aclararle la extensión de lo dicho con un par de cachiporrazos, espuma de venganza, señas de mi instinto humanitas, por mucho escroto celeste que tuviese por vagina. Allí dejamos a Tesituro, atado a nuestra familiar bola. Ya en uno de los pasadizos, el cabecilla de un atajo de pordioseros reos me llamó: —¡Princesa de los arcanitas!: tú que citaste a Lujermasen y por ello te encerraron. Cambia nuestro destino y desabrocha nuestras cerecedas —eso me propuso el menos cobarde. —¿Delito de sangre o mínimo delito? —les indagué casi sin pararme. —Somos todos siervos de Bucolitas, débiles de carácter que haciendo caso a nuestros ganglios nos corrompimos un poco, por
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envidia cochambrosa a nuestros regentes o munícipes jefazos. No tenemos otro delito que querer imitar la riqueza y el despilfarro. —¿Y de Lujermasen sois devotos? —les pregunté por último para constatarme de lo que iba a hacer. —Muy devotos —admitió el reo cabecilla mientras sus desgraciados compañeros le asentían a cabezazos. —En lugar de descifrar la pirámide jerárquica de vuestras responsabilidades, dedicados estuvisteis al regodeo y a la complicidad de la bruteza, apoyados en vuestro cobardeo; y en consecuencia, el mangoneo, por vos todos, capaz es de ser lo que significa —les resumí muy seria, sin más aclaramiento por el apremio. —¿Qué...? —preguntaron todos. —Que sois unos mierdosos cedepasos y que hagáis más hogareña vuestra celda haciéndooslo con la mano a vuestro modo. Y nos fuimos corriendo hasta la sala de armas donde avisté un yugo y cabruñé una daga a golpes de maza, muy dispuesta a seguir mi plan al dedillo. —Ruta justiciera —se me refirió Pasa con tembleques de pavo en corral—: no cabruñes muy fino que en Bucolitas se pena duro la longura del tajo, y sangre aún no acumulamos en nuestro currículum. —La daga bien afilada —le asesoraba yo—, como para servir embutido o fiambrar fino, y las secuelas de la puntilla la determinan la impulsión y la destreza de la mano. Tan malo es pasarse como quedarse escaso. Fuimos ascendiendo de los calabozos subterráneos abriéndonos paso entre los guardianes que ofrecían resistencia bucolita; me explico: que un garrotazo de estos guardianes le dolía al espinazo la cuarta parte que el mismo, de ser descargado por un arcanita. Lo tenía yo muy visto: si el dios es blandito, los que de él se consideran sus protegidos, también lo son. Al poseer sus corazones ocupados en coitos, al no tensarse el arco de sus pasiones con la ambiciosa mirada insobornable que ausculta el mundo todo, se mostraban impávidos y mustios. Salimos a la calle sin desenvainar la daga, indemnes de mínimo delito de sangre, y sólo mi porra permanecía caliente, con pelos de cráneo de guardián, pegados con engrudo del plasma. Muy alegres y deshospedados respiramos aire limpio, pero a la noche le quedaba mucho apuro: vislumbré un carro de transporte de algún aprovisionador nocturno que estaba tomando copas y le desuncí el corcel. Era el caballo más inmenso que yo haya visto hasta ahora, de
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grupa partida y con expresión entre noble y sádica. Saltamos a su grupa y galopamos hacia palacio. Obediente el équido a los deseos de mis bridas, no le temía a nada, y aplastamos a tantos piquetes como salieron a nuestro paso, y yo, entre las piernas, sentía el calor de aquel gigante, y sus bufidos me mencionaban mucho a Espartaca, de talento idéntico en enhebrar lacayos, por muy armados que se antepusieran. Pasa, agarrado a mi cintura, ni mirar podía, aspiraba mi tufillo de guerrera y se sentía como historiador al que permiten ver batallas. Se encendían las luces de las nobles casas, despertadas por el estruendo de huesos rotos, y las abolladuras que los cascos del caballito le hacían a los inoxidables metales de las armaduras. Como la cabalgadura era muy cómoda y segura, improvisé la entrada en palacio a lomos de dicho poderío. Ascendimos las escaleras mientras la defensa se endurecía; recorrimos pasillos rompiéndolo todo, como pesadilla introducida en buen sueño, como marrano que se adentra en un nido de mariposas, y llegamos al dormitorio de Onomástico. No subimos a su cama por muy poco. Descabalgamos y agarré al unicunvirato del pescuezo, entre los gritos y aspavientos de sus diez vestales: —¡Retiraos, hembrunas y famulillas de alquiladiza entrepierna! ¡Dejad de sobornaos los pechos! —amenacé para que dejaran sola mi presa. —Por Lujermasen que eres la peor lengua que yo tenga escuchado —me dijo Onomástico antes de enmudecérseme por el cachete que le diera. —¡Calla, tirano que vengo a matarte! —y refiriéndome a Pasa, como si fuese mi escudero—: aguanta la daga en su cuello mientras yo cometo un delito que mi alma reclama. Me acerqué a la estatua de Lujermasen que promediaba tan imponente dormitorio y la hice añicos contra el suelo. Me arremangué y le quité la daga a Pasamanos, que no era de fiar, de tantísimo como le temblaba su pulso de pusilánime gramático, y agarrando a Onomástico del pelo le apunté a la yugular, mientras el cubículo se llenaba de guardaespaldas y mercenarios dispuestos a cambiar su vida por mi rehén: —¡Déjame escapar de esta inmundicia de pueblo que tenéis! — propuse para oír cómo me lo negaba. —Por mi cuello que quisiera, pero tu padre arrasaría Bucolitas. Si quieres te agencio un palacio con cuadra, corceles (ya que veo que te gusta meterlos en casa), y con cien sirvientes... puedes ser muy feliz y galantear con nobles apuestos.
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—¿Me ofreces un mausoleo? —declinaba yo, sin poca ni mucha tentación y muy congrua. —¿Quieres correindar conmigo? —Prefiero matarte: vuestro pueblo me resulta incomprensible y en él desfallezco. Ruta saca sus arrestos de una forma arcanita de mirar, por más que entre los míos tampoco me sienta yo a gusto. Mierdosos se me muestran ahora los hijos de Arcano, pero son mis mierdosos, y vosotros ni a eso llegáis. —¿Entonces... tú no eres del mundo todo? —me preguntó Onomástico temiendo por su cuello, al no encontrar el precio del tajo. Y siguió para retrasar el desjuntamiento de la cabeza con el cuerpo—: entonces dividiva ¿te mantienes unida a tu costumbre y a un parecer, como nosotros? —Ni hablar de eso, cabrón sodomítico —argüí yo—: mis entendederas flotan sobre el tufillo de los infinitesimales pareceres. No me puedes engatusar con eso, que lo tengo bien estudiado y tatuado debajo de la cabellera: provincianos sois los bucolitas por atender a la felicidad de un corral; yo necesito la dicha de la geografía completa; yo baño y aclaro mi grandiosidad allí donde me fecundaron y mecieron, y de allí mana mi fuerza, ¡jefe de los cedepasos!, pero la buenandanza que quiero no es arcanita, sino para gozarla en todos los azules de este mundo, sean mares o cielos. La grandilocuencia que llevo es vasta y la puedes sacar de donde quieras, pero es caca de marrano descompuesto si a los demás no les luce y repercute, o si habitas alerdado. ¿Lo coges jefecillo de un cacicazgo? —¿Quieres que cambie de parecer? —No puedes, adiposidad máxima de los coitos, por más que tu cuello lo pida. ¿Tengo que rebanártelo para merecer sumarísimo juiciote? —No. Ya es tuyo, pues parece muy auténtica tu violación —me contestó el tirano. —¿Juras dar soltura a tu lacayo Pasamanos por estar aquí contra su devoción? —Por Lujermasen que lo juro. —¡Júralo por algo más terrenal y palpable! —Lo juro... lo juro por por tu padre, Sorna Negra, y por el pánico lógico que a mi pueblo le merecen sus mandingas. Me entregué a la comitiva mercenaria y a sus armas, y se llevaron a Pasa sin hacerle el menor daño, y a mi caballo querido que permanecía
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en el dormitorio mordisqueándole las flores a una gigante camelia, como si no hubiese roto nada. Dormí esa misma noche en mi calabozo custodiado por Malvado Tesituro, a quien irritado por la cachiporra que casi le hice tragar, y con sus absolvederas muy crecidas por el arresto y coces que yo le mostrara, dejé que aliviara los moretones y heridas que me concretaron los guardianes del hijo de famulilla puta Onomástico, cuando les rendí mi empaque. Le conté a Tesituro mi hazaña con pelos y señales, y cómo los aguerridos se me encogían antes de la pelea al imaginar mi esgrima con más galanura que sus destrezas a sueldo, —el que lucha por una onza de oro atiende a la alerta que le dicta el miedo antes que yo, batida por ideal, más valioso que la vida—; y le relaté el estropeo definitivo que le hice a la decoración del palacio. Me preguntó: —¿Y entraste hasta su cama a caballo? —Al galope. —No hay en ti brizna de amilanamiento ni maldad. Eres de íntegra y fértil como la tierra. Eso me musitaba mientras me fregaba ungüentos que anestesiaban mis sufrideras, y me refirió docenas de bonitos encomios que ahora ni recuerdo, y llorando de vergüenza humana por los palos con que, repetidamente, nos había obsequiado a mí y a Pasa: —Eres bellísima princesa. Le dije que eso era un epíteto muy bonito; se lo comenté entristecida por los múltiples azotes de noche tan procelosa, pero aliviada de verle un claro al porvenir: un lacayo convertido, ¡qué dicha!, como un bulbo invernado que teme ser narciso entre pinchos, y le descubrí el pecho entero que sólo Amadis me sobara, para que Tesituro, el grandullón, me lo aliviara con aceite y la sal de sus lágrimas, gotitas de expiación. Sólo treinta días me adjudicaron para preparar mi defensión en el juiciote, y me sobraron veintinueve, muy bien empleados en fortalecerme y en disfrutar de las nuevas comodidades de mi celda, gracias a Malvado Tesituro, que por no separarse de mí, me malcriaba con caprichos de reinaza y favores, por los que mantuvo serios encontronazos con otros carceleros, incluso más de diez veces, cachiporra uncida en las disquisiciones. Una mañana que me atiborraba yo de «pote bucolita agridulce con pavo engordado a la miel y ciruelas arcanitas garrapiñadas extra júdice» —es decir, robadas—, me vino Pasa, compañero de celda no ha mucho:
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—Por Lujermasen que pensaba yo que la ley era inamovible y rigurosa —me comentó él, no sin antes saludarme con cariño efusivo—: no estás abrochada a la bola, comes mejor que cualquier noble bucolita y tienes una cachiporra. —La ley no nace —le informaba yo—, se hace, y la cachiporra es blandita y disuasoria. Malvado Tesituro —seguí pormenorizándole— mantiene todavía su alma de lacayo, pero por admiración justa ha cambiado de arriate y me ceba, amén de defenderme de la misma chusma de la que antes era un disponible: no es hombre verdadero, sino provisional insurrecto; nada puedo hacer por él, por ser más grande su bisagra que sus entendederas; es todo plasma y fidelidad intestinal; me da mucha pena. Hombres de esta afonía cerebral puedes encontrártelos en una batalla y no se dejan herir: encantados por su atolondramiento y no por una idea más o menos refutable, precisan tajo mortal. Tras conmemorar, cual los buenos amigos, cómo lo pasamos juntos en esta misma celda, y de disfrutar la recordación de nuestro asedio al palacio de Onomástico con el poderoso caballito descrismador, me comentó Pasa cosas que yo no sabía de las leyes bucolitas, y que de mucho me valdrían de comprenderlas al dedillo para el juiciote que me esperaba. Me dejó un librote que rezaba en su tapa de madera «Jurisprudencia de Lujermasen»: escrito en chichipó, exponía las leyes divinas y municipales, todas revueltas, muy propio de pueblos temerosos y blanditos. Yo le eché una asomada para toparme con lo primordial, que se encontraba escondido en último lugar, para que el aburrimiento nunca te llevara hasta allá. Se llamaba «Resolución contra el hereje: absolución a cautela, exlujermación con destierro perpetuo o combate entre divinas fortalezas». Resumía la ley así: «establecida la herejía, se nombra hereje a la tozudez que la propone, se dictamina decretazo contra tal para que la retire; de no ser así se le absuelve a cautela para establecer el orden, para que este supla a la crispación; de no aceptar el insurgente dicho decreto bilingüe se anatematizan la herejía y a su hereje con exlujermación incluida, conminándole a destierro sin dolores; de no poder ser por causa mayor, o porque este no se vaya, o por el carácter indisoluble del anatema, se convocará al combate de los dioses». Pasé el mes engordando y acopiando frescura de mente, palabrería, lógica e insolencia, y me despedí de Malvado Tesituro agradeciéndole
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mi feliz estancia, con mi corazón en reserva, pues como antedije, su albedrío de veleta podría encarármelo en otra reyerta, por más que llorara y me dijera que jamás me olvidaría. Y llegó el día esperado, y me llevaron al hemiciclo de la jurisprudencia, muy sagrado e inviolable, sólo abierto para estos inusuales casos, o lo que es lo mismo siempre cerrado. En el centro estaba el meollo, un gran círculo en cuyo centro me sentaron sobre un gran cono que me elevaba por encima de Onomástico —lo cual me pareció buen presagio—. A su lado, los diez bilingües o Jurisprudentes Inapelables, y dos docenas de consejeros, y ya apiñados fuera del redondel, la chusma vestida de chusma, acordonada ante el espectáculo. —Ruta dividiva, princesa de los arcanitas, hija predilecta de Sorna Negra, que nos fue confiada para habitar nuestra placidez y redondear sus estudios —leía un bilingüe calvo—: es acusada de presunto homicidio a nuestro unicunvirato. ¿Te parece el cargo verdadero? —refiriéndose a mí—, ¿o es un mal entendido y te encontraste en palacio, y te tropezaste el cuello de Onomástico con una daga afiladísima por accidente, después de zaherir a media guarnición? Si así lo reconoces quedarás absuelta. —¡Y una mierda! —comencé yo mi defensa sistemática—: prestadme una daga y aquí mismo desfloro al marrano. Por Arcano que vais a juzgarme, pues la arcanita tiene los arrestos que a vosotros se os negaron. Este tribunal yo no reconozco por ser civil, y exijo que se me juzgue por lo religioso. —¿A qué te avienes para pedir eso? —me demandó el bilingüe emérito, el de más canas y rango, que por cierto se llamaba Viperio, como consta en la leyenda, y luego me preguntó—: ¿qué delito a sancionar sería de tu agrado? —De mi agrado, ninguno —puntualicé yo—: pero la justicia es más grande que tú, bilingüe honorífico... —¡Emérito! —me espetó el venerado. —Emérito —rectifiqué yo—, pero atarugado como un encino milenario, y como te decía, yo no vine aquí con intenciones incógnitas, sino bruñida por una conspiración muy mala, por los poderes arcanos enviada para veros temblar. Se silenció la sala por mi oratoria, a la que sus gelatinosos corazones inhabituados estaban, y sintiéndome bien encaminada y muy lista, seguí:
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—Lo de matar a Onomástico señuelo es y nace de mi manía, pero es Lujermasen quien está en entredicho por ser mediocre, o que me mande un rayo, costumbre que tienen a bien los dioses enteros. Yo he venido a destituirle por parecerme en demasía suave, y con él, todas vuestras costumbres que le copiáis en hermenéutica caprichosa, y a enfrentarme a él, a solas, si lo requiere el caso, de la confianza que me tengo —y para derogar el juicio civil les conminé a—: ¡disolved este fraude y que se constituya lo legítimo! Venga ya el juiciote para ser bilingüe, y no lo quiero por decreto, como se lo otorgaron a todos esos lameculos de Inapelables que tenéis, sino a la antoñana usanza, por derecho propio, por venceros a todos —y concluí—: no quiero un juicio por intento de sangrar al marrano, que en más estima me tengo, sino juicio religioso y total, que para eso vine de tan lejos. Hubo mucho revuelo y cundió tanto pánico como expectación. Los bilingües se marcharon todos y volvieron al minuto con un gorro puntiagudo sobre sus testas, y se me refirió de nuevo el tal Viperio emérito: —Constituido queda el tribunal sagrado para delitos de herejía: ¿ura fervo ra cebo llera, chichipó? —Pues claro que manejo el mierdoso dialecto, desde niña que estaba empachada y me lo enseñaban para evacuar, cual vomipurgativo, y que me aliviara con flatulencias. —Cuidado reinaza —dijo Onomástico. —Ni una palabra más que no sea en chichipó, el lenguaje de Lujermasen —dispuso el bilingüe calvo, que se sentaba junto al emérito por ser aquel el segundón más importante de este. Y comenzó el juiciote con mi chichipó chapurreado y chapucero, que se esparcía por toda la sala en boca de los traductores, para entendimiento de la bucolita chusma. Un mes casi duró lo que así empezara. Yo voy a contaros sólo lo más importante para no cansaros, y para que comprendáis por mi pasado a qué se adviene mi futuro. Os noto boquiabiertos... si tenéis hambre comed algo... ¿no?, pues sigo: Los escuchantes ancianos no abrían su boca por dictarlo el apetito, que era mucho, sino por admiración a la gesta que la princesa con tanta gracia contaba. Los guerreros aún remembraban el dolorido de los anteriores golpes, y en el suelo, muy cerca de ella, se fingían
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desmayados, para que Ruta no reparase en ellos. Y continuó la princesa con su forma de relatar: Muy agotada quedaba yo por las tardes, cuando regresaba a mi celda, de muy limpita gozosa y repleta de manjares, a Tesituro gracias. Allí me reponía yo de atestación tan constante, pues a los diez bilingües debía responder, si quería que me condenaran a herejía inexorable y total, y si mi anatema se arrugaba y fracasaba me vería años deambulando por las calles infestadas de ladillas en ese mangoneado, muy exilada, con mis razones allanadas, al permanecer cual emigrante en su ostracismo, alejada de la fuente de donde extraía yo toda mi fiereza organizada y arcanuda. Una semana de sesiones me costó blandir mi herejía asfixiadora, encaramada sobre su punto flaco, que tuve que extraerlo con preguntas muy astutas, pues no podía ser herejía planificada, sino impugnación global y réplica a toda reflexión de mis diez desafiados: un silencio mío y mi futuro quedaría a recaudo, con esos flemáticos de sesera. Así fue como di con su endeblez: —¿Y la guerra? —preguntaba yo. —La guerra presupone que un pueblo se cree con razón, aunque no la tenga —me decía un bilingüe. —¿Y la libertad? —preguntaba yo. —Es la familiaridad que siente el humano al conocer de su pueblo las normas, y sentirse libre acatando todas, dicha jurisprudencia de su mangoneado —respondía otro. —¿Y la historia? —insistía yo, ya muy cerca. —Se corrige para agrado y parsimonia de la comunidad. —O sea, que no hay nada que a un hecho contante y sonante se le parezca, ¿no? —¡Nada! —me refutaron los diez a una sola voz. —Pues la cagasteis Lujermasens —repliqué muy ufana y segurísima de la razón que amablemente me asistía—: la guerra concreta el desafío de un pueblo que se siente fuerte, contra otro que se observa muy soberano de lo leve y atacado que se nota. La libertad es la negación de todo mangoneado, por muy de tenue que se vista, y la historia corregirse puede, pero porque existe una más indómita y verdadera, pues nada puede enquiciarse si antes no es. De esta suerte azarosa saqué yo el anatema, pues daba igual el tema, al ser «la Levedad» de todo lo tratado, el único axioma bucolita,
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y la emprendí contra dicho molde a mi manera, no importando cuál asunto fuera: —El ser «es» y el no ser «ya te lo he dicho» —coceé yo contra sus cimientos. —No, princesa, como dijo el avispado Manufacturo de los Palotes, «el no ser es el doble que el ser, si no el triple, por englobar todas sus manifestaciones y los opuestos que le repelen» —parafraseó la Calvicie. —Eso es una exégesis de una resaca pertinaz, ¡melenudo! —le repliqué yo muy expuesta, jugándome expedita el todo por el todo—: muy frágil es el suelo desde el que recitas, pues «la nada, por ser ello, ni al culo le hace servicio, y eleva a verdad lo que son minúsculos pareceres», como dijo Pepino, un amigo mío muy sabio que cobraba impuestos, y en horas libres, ganadero. —Nuestro parecer es uno no más, tan imponente como el más abundante, por ser nuestro y de Lujermasen —me contestó el emérito, y siguió a la zaga de la razón, por mucho que los volátiles, afincados en su mierdosa Levedad no quisieran tenerla—: y para no ser provincianos (pues, otros pareceres son dignos de retasación), mi pueblo, por turno exhaustivo de mayor a menor nómina, hace turismo y contrasta su parecer con el mundo todo. —Para ser la Levedad el ungüentario del que mamáis los ideales, no os resbala lo que os dice esta princesita, lo cual os refuta por lo mucho que os apiñáis hacia la razón: existe el reino de los pareceres que tanto hechizo y fortunón os merece, porque vuestra sesera monigota concibe un antro más profundo, ¡jefazo de las otras interinidades de embudo! —alegorizaba yo contra el emérito, e hice una comparación estupenda—: como se le insulta a un árbol de raquítico, porque hace lustros notamos otro que nos encandiló, de grande como era, añoso y gordísimo. Os arrimáis a los pareceres porque teméis al hecho verdadero. Y así, día tras día, seguí minándoles el carácter que ya de por sí era bien escueto, en arponeo constante de todo lo tenue en lo que se empecinaban, muy concienzudos de verse salvos de provincianismo (a la mierda del turismo gracias), como si el conocimiento de demasiarse en otros contornos o mangoneados, tuviese algo que ver con la sabiduría, con la temeridad de los corazones, y con el arranque de nuestro espíritu. «El pueblerino eslo, esté donde estea», les insistía yo cada poco. Hasta que el penúltimo día, después de manosear todos los temas de dentro afuera y viceversa cruzamos la puerta del dolor,
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lo básico, lo que más secuelas y estropicios ocasiona de tocarlo, y no desdeñé en agotarlo, como hace con su dedo rebañador el glotón. —Nada tolerante te muestras —decía en ese momento uno de los bilingües de repertorio menos brillante. —Sí, ya veo que vuestro dios es de escasa pujanza y blandito, pero las creencias a las que vosotros os entregáis son como el acero, como lo demuestra el mes que llevamos debatiendo para deificarme, para que deje yo de reflexionar a mi modo. —¡Embustera!, no es verdad que seamos intolerantes, y lo demuestra nuestra máxima primordial: que «todo es amor», ¿qué tipo de intolerancia te parece eso?, ¿a quién puede el amor hacer daño? —me exigía a ello contestación el emérito Viperio, muy descompuesto al ver cómo la salud le huía. —Vejestorio, presumes de clarividencia, y no eres más que una caja mustia repleta de conveniencias y lacayunos. Onomástico soporta este juiciote por no ver claro el destierro, que antes que yo saliera hacia el ostracismo, por la puerta ya estarían los mandingas borrando de vuestras caras esa Levedad y tolerancia que pregonáis. No soportáis la libertad, como buen mangoneado, y os indecenta mi opinante honor, como le repugnan a la lógica del enano los humanos grandes y apuestos. Os amáis los unos a los otros porque me odiáis a mí, a la princesa que os gustaría ser; os rendís al coito por conveniencia, porque mi rectitud os hace de menos y os presupone de la textura de la mierda. Retirasteis de vuestro léxico la palabra «rectitud», porque la odiabais mucho. Así entramos en un diálogo de frases cortas entre el emérito y yo, en las escoceduras próximas a lo que es básico, al forúnculo bucolita enconado: —El amor es magnánimo, atento y campechano y al practicarlo en continuidad cedemos la mitad de nuestra fuerza al otro —propuso el emérito. —Confundes amor con conveniencia de prepucio —contesté yo—. A mí el amor no me atiborra, sino que me lanza indómita; sólo los necios ceden arrestos en intercambio coital, preceptuado por Lujermasen y sus babosas bilingües. —El amor «es» y el no amor «no es» —dictó el emérito su tautología más reputada. —¿Y a mí qué? —improvisé yo para aflojársela.
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—Los amantes se acuestan con un tercero: la Belleza, con la cual se aminora, en dicha intimidad o terceto, el horror del mundo —muy lírico el vejestorio. —Maldito seas, poetastro, que en tu maniobra metes a una tercera en la cama apuntándote al tumulto, para que los amantes transformen la alcoba en ágora, en un tinglado en el que la Belleza se inmiscuye en vuestros complejos, lo que debe darle mucho reventazón. —El amor se transforma en compromiso cuando el coito cede, pues antes no se hace cargo de sí el amante, de lo exhaustivo y agudo que es un coito —afirmaba el viejo, próximo ya a la llantina por sentirse perdido y acorralado. —Bucolitas de corazón sazonado...
Clara cesó un instante la lectura por la coincidencia con su Angelín, de entretelas bien parecidas, amén del nombre, pero no podía dejar de leer, apretada por lo mucho que Ruta le gustaba. — Bucolitas de corazón sazonado: el compromiso no cede en el acto de dos cuerpos que se frotan, aunque los lacayos, en dicha actitud de prevaricación, quieran echar a la Justicia de su cama, y por más que inviten a la Belleza para que bendiga sus sudores —e insistí—: no hay coito más allá del bien y del mal, aunque al honor queráis arrinconar en intersticio mientras fingís quereros mucho. —¡Coito libre hasta el advenimiento de su fundamento: la familia! ¡Luego, coito a escote! —gritó el emérito muy apurado, por cómo yo le pelaba con mi fino desacato todo su magisterio, y se aventuró en más, demasiado expuesto—: son los niñitos la escultura del coito verdadero, llegado dicho fundamento. —Ja, ja, ja —me reí yo—, te repites. ¿Te rindes o deseas un receso para revisar tu asidero?: son vuestros niñitos lacayitos con los que rellenar el pavo de vuestro cacicazgo. La Naturaleza, en su tedio, hace eso: le escupe al aire millones de esporas para distraerse averiguando dónde crecerá la seta. Se desperdicia mucho para el feliz nacimiento de un humano verdadero. —«La felicidad y el contento son el alimento del amor» —recitó con su libro en las manos—: Trasto, «Cuando Lujurio hablaba con su loro», capítulos V y VI, páginas de la quinientos a la quinientos cincuenta.
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—Bien resumes tantas páginas: «el contento es la bazofia con la que el lacayo bucolita se nutre, aliviado de quitarle a la vida el jugo que coloca en su bolo alimenticio, para desamparo de princesas como yo», me cito de memoria a mí misma, en la obra que voy a redactar muy pronto, titulada «Bucolitas y demás excrementos». —En la intimidad desaparece la teoría —apuntó el calvo, que quiso socorrer al vejestorio, al que ya asomaba un acceso de lipotimia. —¡Tan rala tienes la sesera como la cabellera! —lancé mi perorata, izándome muy erguida para empujarla con más fuerza—: en la intimidad se modela la teoría entera, en coito bipartito, o desesperado y unitario: intimidad maldita es en la que se desendurece el humano, e inspira en ella (más como solipsismo que todo lo desdora), el egoísmo de su interés muy suyo. Y no hubo una palabra más por agotamiento de los bilingües todos, que yo aún mantenía fresca mi altilocuencia. La mitad de los bucolitas que atestaban la sala bajaban sus cabezas ensimismadas, y la otra mitad pedía que me seccionaran la mía para resarcir su aldeanismo ultrajado. Al día siguiente Onomástico leyó la sentencia, para lo que yo me había puesto muy guapa: —Ruta, dividiva, reinaza de los arcanitas todos: «Resolución contra el hereje: absolución a cautela, exlujermación con destierro perpetuo o combate entre divinas fortalezas». Te proclamamos bilingüe por propio esplendor y por no tener más remedio, por tesorizar la grandeza del verbo y en lengua extraña, lo que le crece mucho el mérito. El destino que suele mostrársenos misterioso y volandero, tú puedes escoger a requisito e inclinación tuyas: puedes disfrutar de soltura total y hacer lo que te plazca, o exigir destierro con todas las incomodidades que a nuestro pueblo ocasionaría, o asentarte en Bucolitas y fundar a tu antojo y dogma´. Yo que lo tenía bien reflexionado contesté: —Me pido lo último, fundar y legislar en este engordadero, que no tengo prisas por verle la cara a mi padre, de momento. —Nos lo temíamos —intervino el emérito ya recobrada su airosidad que yo le minara—: bilingüe de lomo puedes ser, pero al no beneficiarte de decreto, sino por juiciote, deberás acceder al combate entre dioses para resolver el anatema entre divinidades. —¡Acepto! —contesté muy valentonada.
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—Tienes derecho a un discurso para investirte —dictó el bilingüe calvo—: ¿lo quieres? —Pues sí, ya que estamos... no lo tenía preparado, pero veré qué puedo decir; dejaré albedrío a mi corazón en improviso. Y les violenté durante dos horas y pico con sencillez y palabras firmes, con intención muy mía de triturarles esa tolerancia tan dañina. Os resumo: «Bucolitas, antes de enfrentarme al peor guerrero que tengáis para averiguar la preponderancia entre Lujermasen y Arcano, quiero deciros que he sido muy feliz en vuestras prisiones... ¡bucolitas adheridos al coito indiscriminado!: Arcano que preveía mis desventuras, para ahorrarme tiempo, me dio el amor por anticipado, de muy juvenil, y me lo hizo piedra para ahormar mi destino, que de no ser otro Amadis de la misma talla, no hará relucir a mis sentidos... ¡bucolitas, desenalmenaos de este mangoneado travestido de tolerancia!: toleráis porque vuestro aldeanismo desprecia los cambios, que al igual que el marrano no desea ser sapo, el bucolita quiere ser bucolita, y acérrimo a sus ídolos, a Lujurio, Eros, Machino y Sensorio, las cuatro cabezas y sílabas de Lujermasen...». La mitad de los oyentes ya habían periclitado a mi lado, atentos a ese horror al vacío que tiene el humano, y gritaban el rendibú clásico, «Ruta dividiva, preséntanos a tu bienamado Arcano»; y la otra mitad, anexionada todavía a su unicunvirato gritaba consignas para que sus bilingües verdaderos me callaran. Mi discurso terminaba así: «Por Arcano que pienso degollar a vuestro guerrero, aunque Lujermasen se presente, —que no creo— pues como de existir es un semidivo blandito, mis agallas se lo imaginan enanito. Un año me propongo estar con vosotros por más que el sueldazo de bilingüe es glotón, pero ni una onza pienso llevaros, que emplearé los dineros en fundar monumentos que a Ruta os recuerden, y algún festejo me pienso decretar para profanar a los vuestros, que son de significado mierdoso; mi presencia aquí la considero un tropezón de mi destino, aunque una vida sin dichos sobresaltos que a tiranos desmoche, es existencia malograda; mi énfasis es oponerme a Onomástico al que odio mucho por mayorazgo y engreimiento, no para hacer mío el poder que le usurpe. Aflojad pues esos vítores que ahora me coreáis, ¡malolientes cedepasos!, y agenciaos otro cabimiento en el que cubilar, muy alejados de magnatarios: constituíos solitarios, o en comuna regida por la ley
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de la simpatía. Que prenda la semilla de mi pasadura por el imperio de las ladillas, y que se remuevan noveles arrestos muy sanitarios, amén de desaparecer vuestra antropofagia y espiritual alicaimiento: ¡no más mangoneado ni coyundas y haced de la resistencia de vuestro corazón un lugar de residencia!». Esa noche muchas ganas tuve de llegar a mi hogareña celda, para que la austeridad me hiciese fuerte antes del combate, y para despedirme de Malvado Tesituro, el cual no paraba de llorar en anticipo de «mi muerte segura», decía. Yo no pude consolarle y dediqué toda la tarde a entrenarme, más en talante y fiereza que en desarrugar mi esgrima, y le pedí a mi corazón temple para que equilibrase mi esplendidez, y los kilitos de gordura. Cogí un palo que quería ser catana con el que estoquear a la pared hasta hacerlo pedazos, gritando como loca para ensalzamiento de mi maña, muy poco asidua por la vidorra. Hasta cien palos deshice, por mi imaginar, en espadones convertidos, emberrenchinada, contra la piedra, en cara de guerrero transformada por mi fantasía estatuaria, que se la zurcía sin armisticio, como digo, a todo lo que daba mi garganta, para mayor susto de Tesituro y de los estupefactos reos. Cuando me hube calmado cené ligero para no apurar al estómago antes del torneo, y desnuda le pedí a la humedad y a la podredumbre que me curtieran mientras dormía. Y despatarrada sobre un charco de sudores y fluidos peores, con mis ojos clavados en la cúpula, me dispuse a abellacarme no fuera que el guerrero anónimo se las trayese; pero, presto se me vino el sonochar encima y con él un bonito sueño, que ahora os cuento: Amadis y yo éramos de piedra en la montaña más inmensa que pueda imaginarse; él con sus brazos alzados como al comérsele la caliza, y yo en jarras junto a él, ambos mirando hacia abajo con ojos verdaderos: la llanura grande como la vista, con una ciudad en llamas en su promedio y millones de huellas de caracol, cual mosaico, que a babas habían marcado con su antojuelo y arbitrariedad, sobre los campos bañados por el lujo de las flores: los humanos que escapaban de la ciudad eran los caracoles, que al no saber dónde se encontraba la felicidad, manchaban con su desorientado moco de invertebrados mucho terreno. Amadis, más humano que yo, me susurraba en chichipó: «qué mal le sienta a ciertas almas una ración de libertad»; «ningún problema, cariño», le contestaba yo. Y llegó la mañana. Una carreta con bonitos caballos engalanados me llevó a las afueras de Bucolitas, a la colina de los Sagrados Coitos
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—lo que hasta ahora, como os parecerá, es idéntico a la leyenda—: adelantamos a miles de imbéciles que se dirigían con bolsas de comida a la explanada de Lujermasen, sita en su centro; un lugar muy bonito y amplio, entre árboles, donde muchos bucolitas habían pasado la noche para reservarse sitio. En un palco rústico hecho de troncos estaban los bilingües, y Onomástico con cara de vengativo, y la chusma se apostaba por doquier, siempre fuera del círculo amplio que marcaba una soga. Mientras me acorazaban de muslos para arriba llegó el guerrero sin nombre, al que también enlataron minucioso y con favoritismos: —Escoged espadón —dijo Onomástico. —A mí dadme uno cualquiera —pedí yo con rebuscada indiferencia—: lo quiero para rompérselo en la cabeza, así que no precisa ser de hoja fina. —Este es Pederasto el invencible —le presentó el emérito—, el orgullo de nuestro ejército, muy fornido en matanzas, el más fiel y de mejor tundir, ya sea con sus manos o con la espada. Como veis la leyenda era inexacta, pues no se llamaba el guerrero Reputeras, como vosotros decíais. —Sí, hombre, sí —me referí yo a él muy socarrona para restarle hígados y sacarle aventajamiento a su denuedo—, si ya le conozco, es Pederasto, el jefecillo de la Guarnición Sur, el mozalbete de arrogante mandíbula, muy apetitosa para partir: ¿cómo estás machote?... ¿esto es lo mejor que habéis encontrado? Pues un tanto escuálido se me hace. El emérito hizo un discurso entre el atento silencio de la chusma, en el que explicaba la ofensa y bla, bla, bla, y convocaba a Lujermasen para dirimir y restablecer su preponderancia. Yo, para no desmerecerle al protocolo, hice lo propio: «Bucolitas apocados: vosotros habéis decidido tal parafernalia. Yo mañana estaré fundando y legislando, que siempre lo tuve por ilusión desde niñita, y ese Pederasto estará llamando a la puerta de Lujermasen para que le deje pasar a su caverna llena de estalactitas celestes. Y recordad esto: el humano bucolita comete el error de alargar la visión de sus entrañas, por la que siempre se reconoce como idéntico a los suyos, y hace lo mismo en análisis del mangoneado que habita, majadería de sentir por propio, lo que siempre debiera ser extraño. Esa persistencia envenena al mundo: ¡desechad toda ley que no sea
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intrínseca, toda regla de entrañas afuera! ¡Maldito sea ese bucle que al humano le hace sentir su pueblo como algo propio! ¡Maldita dicha persistencia en el que el mangoneado se asemeja a un humano con historia y voluntad, y le adoráis como si fuese un amigo!».
—¿Qué...? —gritaron todos los bucolitas al unísono. —Que o séase, que voy a quitaros el embozo que padecéis — apostillé en palabras para orejas simples—, y desfundaré todo lo que pueda para disfrutar mi sueño de aldeanismo quebrado, «huyados» todos esparciendo babas por el suelo sin colonizar. Amad vuestro destino y a nadie más. ¡A la mierda el chichipó y todas las lenguas de los pareceres! ¡Que gane el mejor atleta!, o sea yo. Abrí mis brazos en oración hacia la única nube que contemplaba nuestras diferencias y grité: «¡Arcano enfaldado en tu mierdosa nube!: aquí está tu empollona novicia. No te descuelgues de tu cúmulo por contumacia en defenderme si no deseas que te raje; no hagas escalada inversa, que al guerrero Pederasto lo anhela mi espadona para sí sola. Que empiece la lucha de hecho». Encarnizada fue la primera esgrima y muy sonora, por los golpes atestados a las armaduras. Cinco minutos soportó Pederasto con dignidad mi embestida, hasta que empecé a gritar como frente al muro de mi celda, con el filo en alto, asido con las dos manos golpeando a derecha e izquierda en táctica muy primitiva pero convincente, siempre adelante yo y reculando el otro, mientras sus manos se debilitaban de pararme tal apogeo, y los calambres le obligaron a soltar su daga, y en el suelo, como el marrano que roe de cerca la muerte, se descapuchó el casco para poder respirar y pedirme clemencia. —Ruta dividiva —me suplicó muy plañidero el hombre—: ¡no me des más!, ¿no ves que Lujermasen no ha venido? Yo también retiré mi casco y miré al cielo: —Esa gallina gigante con cuatro cabezas tentaculosas a cual más mierdosa que tenéis por agarradero divino, no aparece —dije a los mirones del duelo, y apunté mi espada al occipucio del guerrero, por donde le fluye el plasma al cerebro—: ¿hace falta la sangre de Pederasto para que yo pueda fundar? —¡No, no! —gritó el pueblo muy blandito, tal moco de nariz. —Pues no he de matarle ni un ápice ni un pelo, por más que nadie tiene conmigo las mismas indulgencias.
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Muchos visionarios cuentan que Lujermasen, la gallina gigante —y de ahí viene la leyenda—, bajó a que yo le seccionara sus cabezas, pero por Arcano que no es cierto, pues mi espada lo hubiese notado. Así finalizó el duelo de los dioses, que fue encarnizada lucha entre dos vesanias bien humanas, la del joven Pederasto que le llegaba encargada, y la mía, bregada con mi sufrimiento desde niña. —¡Ruta dividiva, preséntanos a tu querido Arcano! —celebraba a voces la muchedumbre muy alborozada. —¡Maldito seas, Lujermasen! —gritaban otros a la gallina todopoderosa cuadrucéfala. Y otros, con sus penetrales de manada deshechos, escupían a Onomástico en la cara. Muy felices se me hicieron los días que siguieron, y empecé, sin demorar, la humillación del mangoneado que tanto odiaba y a porfiar a sus caciques. Me ofrecieron palacios propios, sirvientes, carro con corceles muy elegantes y vivos, tierras de labranza con sus aparceros, y honorarios de bilingüe, amén de propinas por cada plaza o festividad que yo fundase, y una pensión vitalicia por cada decreto. Yo le comenté a Onomástico que no quería nada, «salvo el dinero, que estipendiaré a mi modo en resanar el mangoneado», le dije, para desquiciarle. Me fui a mi celda a fundar a destajo y a promulgar decretazos, o en su contra a derogar lo que me placía con mi cuño de «Extralegal» que me hice grabar. Nombré a Pasa mi interino, que cada día me era más pegajoso y acérrimo, para que me ayudase, y a Tesituro mi alguacilillo. Como no tenía mi Relato total no podía modelar entendederas, lo que hubiera sido preferible, y en su defecto me dediqué a una insurrección urticante a modo de enredadera, pensando yo que de la nada —que es lo que quedaría tras mi trastada y derrumbe—, podría surgir una reconstrucción mejor, o qué sé yo. Me agencié a ojímetro unos bandoleros sin escrúpulos para reventar festejos, a los que los bucolitas —como todos los humanitas que moran urbanizados— eran adictos por amor al estrujamiento. Estos hombres se ganaban lo que cobraban, pues no paraban de enredar por aquí y por allá, muy sistemáticos, aunque tuve que golpear a alguno empeñado en redidivarme. También venían a mi celda ciudadanos modélicos que, confundidos por lo estrafalario de mis decretos, querían saber «qué era ahora ser un buen bucolita»; yo les sosegaba
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insultándoles mucho: «mierdosos», les decía, «desmochad todo lo que podáis y huid; haceos ilotas unipudientes donde encontréis un chorro de agua». Fundábamos con vigor Pasa, Tesituro y yo, a veces cada uno por su lado para mayor cundimiento, y llegábamos a la celda exhaustos: El Día de la constricción por ofender al humano. El Día de los cuatro marranos: Lujurio, Eros, Machino y Sensorio. El Día del sagrado advenimiento de Lujermasen, en el que no advino. El Día de la bilingüicidad y la demagogia. El Día de la bucolitada: individualismo clandestino. El Día del asedio ecuestre de Ruta al palacio. El Día de los tiranos enmustiados. El Día de las artimañas. El Día de las torturaciones y otros suplicios. El Día de la nada. Y así hasta cien que ni me acuerdo: ¿Y decretos?, infinitos; los fabricábamos por la noche, los hacíamos cumplir y si nos parecía, los derogábamos en comiendo una empanada: Decreto de libre circulación: no es bucolita pasear por la villa con una bolsa. Decreto de bilingües: hablar dos lenguas es un estado de ánimo, no un privilegio. Decreto de emigrantes: una onza de oro para el que se marche. Decreto de inmigrantes: una onza de oro para el que no vuelva, menos lagartijas y bandidos con certificado, que serán naturalizados bucolitas, más gratificación de tres onzas. Decreto de coito justo. Decreto de libre abstinencia. Decreto de no enfervorización. Y muchos más que provocaron convivencia muy difícil, y no pocos problemas sanitarios, además de acercar mi sueño: miles de bucolitas desorientados que escapaban con un carretillo de trastos y berrinches; yo le hablaba a mi querido Amadis con la imaginación, «mira, cariño, mira, las estelas de baba de los caracoles».
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También emprendí exitosas cesaciones de los bilingües apoltronados, al denunciarles corruptos, que al soltar su agarradero, me los encontraba mientras inauguraba yo, mendicantes y muy pordioseros; junto al «monumento al caballito Pisaduras», por decir alguno. Pasado el año —que no os minucio por ser asunto de la historia, a la tergiversación propensionada, y por las prisas—, convoqué en mi celda hogareña a Pasa, Tesituro y a Onomástico, el exunicunvirato, cesado en su cargo por Decreto de coherencia antimarrana, y les dicté allí mi consecuencia, en el último fraseo de mis menesteres allá, en la ciudad de las ladillas: —Malvado Tesituro —me referí al verdugo para sacarle los colores y ocasionarle mi última llantina—: hemos tenido rencillas y en esta misma celda ambos nos hemos contusionado. Todo lo que me vapuleaste ya te lo he perdonado, y me marcho a desemboscar mi destino... —Ruta, dividiva —me atajó sin dejarme acabar—, que yo me voy contigo a morir si es preciso, que también he olvidado los escozores de la garganta, cuando me hiciste tragar dos terceras partes de la cachiporra, sin mentar otros golpes que me diste muy serios y que ahora me parecen muy sensatos. —Desengáñate Tesituro que el destino es chulada propia y despeñadero solitario, tan íntimo es como el aire que respiramos o las flemas de un ahogo, y así debe ser, y sólo el amor refuta dicho axioma —le concluí para que a ello se atuviese, no sin yo llorarlo muy dentro. Pasamanos, temido de lo mismo, bajó la cabeza y desatascó sus lagrimales: —¡Princesa mía!, hermana de mazmorras que me robaste con acierto mi pedantería de cronológicas, y demás redacciones muy sospechosas: ya soy tu lealtad desde que me insinuaste El relato total, bálsamo para el lacayo más desahuciado; no me arrincones ni bifurques mi destino, y asendérate conmigo hacia donde dicte tu capricho. ¿Es que no me has condonado? —Agradecida estoy a tus deberes y nada te debo en perdones, ni los años que envejecí a tu costa una noche cuando me vi abrochada a un lacayo de los más abanderizados, ni la parada de mi corazón con el susto y alarma que me produjo. —Ruta, mi «mamut, con el fino pelo de una coneja», como te definiste aquella noche: ¿no ves que además estoy enamorado? Amplía tus
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absolvederas y llévame a un paso detrás de ti (que iguales no hemos de ser), hasta morir cien veces arrimado a tu donosía. Se lanzó a mis pies y los lloró enteros a un paso de derrocar mi entereza, y me lo pordioseó —lo de hacérseme emparedado con mi destino— repitiendo con exquisita memoria, palabras mías de aquella noche en la que desaguó su inocencia de tan culpable como le hice: —Ruta, amor mío: recuerda la llorera con la que rompiste tu secreteo, influida por el desprecio que en buena razón me tenías esa noche: «... escurrirse de este mundo envidiando la victoria que saborearán otros. Sabido desde hace tiempo que me iré estafada, reída por todos, que más listos que yo, me dejaron muy sola, a sabiendas. Este mundo del que somos propietarios no perderá ese saborcillo a bufonada ni gastando un fortunón de hombres libres, Pasa». —Dale órdenes muy severas a tu corazón para que se aminore al momento, y se consuele —le aconsejé muy seria con mi alma pellizcada—: y relámete después de rebañar este abrazo que te doy, a sabiendas de ser el definitivo. Y por último me referí al excacique, haraposo como la miseria, ya muy poco distinguido, como su novel privilegio: —Por Arcano que no te llevas bien con la gloria y muy mal te trata la vida, desde que te desertó la cuadrucéfala «kikirikí»: para ti tengo un legado. —Cuando me lo des ¿te perderé de vista? Me lo has quitado todo, y para qué... ¿es acaso la chusma más feliz en deambulo?... Has deseslabonado la ley del bilingüismo y arruinado el tapadizo que habitábamos, la paz de Lujermasen. —Hay que darle una oportunidad a la chusma para que desvegete —le dije yo—. No me engaño: muy pronto los bucolitas que ahora huyen volverán de ese alrededor, y por el acobardamiento que los define bendecirán a otra gallina con otro cielo, y untarán de favores a otro unicunvirato. Las apretaderas del culo de un lacayo son inconmensurables. —Y de mí ¿qué quieres? Estoy arruinado. —Aún tienes, que yo sepa, algo que deseo mucho: el caballito Pisaduras que arrestaste la noche de mi asalto a tu palaciote relumbrante, ahora muy descuidado de todo lujo, que tenga yo entendido. Yo, a cambio, juro no tocarte un pelo, que no era esa mi intención, cuando me enmazmorraste por disentir de tus traductores a sueldo: quedas
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desheredado de tu hermosa posición, y si no te marchas, porque le tengas apego al pasado, pues disfruta de mis fundaciones, cual legado. —Ruta dividiva —me dijo—, admiro tus arrestos, por más que sea alta la tarifa que pago. Al día siguiente, a horcajadas sobre Pisaduras, entrepelado, ni alazán ni pinto, salí de la ciudad salpicada de llamas y saqueo. Cientos de personas le giraban a los alrededores sin saber a qué atenerse, y me pedían asidero político y leyes nuevas, además del clásico rendibú. Sólo cuatro o cinco familias corearon mi nombre a mi gusto: —Ruta, alegres estamos de tu desbarato —me chillaban. —Pues haced como yo, amad a vuestro destino, aunque le escueza al estómago la gazuza que eso le cuesta —les respondía yo muy alegre. Y ufanísima le comentaba yo a mi Amadis querido, «mira cómo reluce la desunión acuñada por tu amada», y a Pisaduras le acariciaba el cuello que él agradecía con relincho poderoso,»¡hala, caballito!».
Reajustada Clara en su metamorfosis, y un tanto engreída por lo que la princesa ansiolítica le prestaba, que al mundo real y giratorio la devolvía más honestada, como el creyente que recibe un sacramento, le dijo adiós al sábado, serenada, temerosa de que el sueño esparciera de nuevo todas sus consignas de incongruencia. Un puño conocido llamó a la puerta y abrió a Sebastián. —Tenías razón. Lo del caballito Pisaduras es muy bueno: Ruta me da lo que mi cobardía me niega —le dijo con cariño mientras entraba el otro, como aceptando una limosna.
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capítulo xii Domingo de sufridera y reconcilio. El negozuelo propio de la princesa Superada Clara y venida a más en la semana narrada, escaldada en sus logros propios que empezaran con la muerte del Mudarrilla, y apurada en su necesidad nueva y morrocotuda, abandonó muy de mañana su habitación en la Residencia de Quemados, en cuya cama, boca arriba y con los brazos en mariposa (entrelazadas manos bajo la nuca), quedaba Sebastián, satisfecho, y con sus sentimientos desencorvados por exceso de gula, por caricias recibidas, y con lloraderas de remordedor intercaladas; terapeuteado. Mientras el Hombre de Oro entresacaba de su nuevo amor buenos propósitos, una vez superado el acertijo de su abuela, que ahora le lanzaba, como si fuera un globo en celo, a hundir sus pies en algo propio, Clara se dirigía en taxi a saldar una antigua deuda, muy honestada y no sin lógicos temores, atenta a la repetición del estribillo que impertinente se apoderaba de su cabeza: «como en Antígona, ahora toca sufrir... como en Antígona, eso es lo correcto, sufrir». Sonidos cromáticos escuchaba yo esa mañana, como una selva que le suena incomprensible a nuestros urbanos sentidos, y que muy extrañados se proponen temblar. No se me asuste el lector, pues entenderá de un plumazo qué pinta una en todo esto, ya que nada es arbitrario, si reina el buen gusto de lo exacto. *** Como buen domingo, la ciudad se disponía al ocio, mientras Clara, difusa en su pensamiento, la atravesaba de una a la otra punta: ciudad profunda en su silencio a la que se le imponía gandulería, para engañar al tedio que el lunes se renueva. Veía a papás en las cafeterías con su pitillo y copa de aguardiente, que leían el periódico mientras sus niñitos se tomaban un batido; y las mamás, en casa, hacían lo indecible por ponerse guapas, para mostrarle más tarde a las avenidas, su asueto y protocolo. Por las aceras, jóvenes imbéciles se deslizaban con patines, con la visera de su gorra vuelta del revés al
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viento, y algún banquero rebozado en su sebo de despacho, corregía lo dicho con una carrerita pedestre por el parque de los álamos; sebo, que en días laborables acumularía cual repuesto. Otros, metían en sus coches mesas plegables, fiambreras y todo tipo de miserias para alejarse de la ciudad por un día, a esos campos de bote que en las afueras se construyen a la talla de ellos, en aceptación del justiprecio que eso cuesta: la angustiosa caravana donde aúllan el dominguero y su prole, reposición de la inagotable chusma. Aguerrida es mi descripción y de brutal deshoje, que jamás encuentra lo bueno en las costumbres aglomeradas, no así Clara, que pasó en diez minutos la misma ciudad con su tráfico adormecido y endomingado, con recatados juicios debido a su más tenue condición humana, todavía: bombacha le queda dicha panorámica urbana a nuestra Clara, pero cada una mide lo que mide. Y entró ella en mi psiquiátrico dejando caer sus miradas en las dependencias repletas de muertos verticales, el desecho que los psicólogos devuelven, agotada ya en ellos —en los susodichos fiambres respirantes—, su sabiduría escasa y sus servicios. Fue largos pasillos acompañada Clara de una celadora chaparra, la cual caminaba al contrariado paso marcado por la desdicha de su turno festivo, hasta que avistó mi cogote, en la sala donde ven la televisión los dementes. Despidió a la celadora y se sentó frente a mí como cuando éramos niñas y nos escudriñábamos en silencio, para jugar a «la primera que llora pierde». Ocho minutos nos mantuvimos calladas con los ojos muy saltones y obcecados en ruborizar a los de la otra, y desesmaltarle así las enterezas. Cerré mis ojos, bajé la cabeza y reí a carcajadas, mientras a Clara le entraba la llorera. Hace años siempre ganaba ella. —¿Qué, hermanita?, vienes muy embarazada: ¿es que no utilizas chaleco antibalas?, o ¿acaso ahora se lleva el epiplón? —Pues mira, ¡la vida! —exclamó ella plegando en su pañuelo mocos y lágrimas. —¿Ahora la vida te hace eso?... como hace tiempo que no salgo... —y lancé mi piropo—: estás horrorosa, ¿sabes? —Pues muchas gracias. —No seas tonta, que estás muy guapa —rectifiqué yo muy sincera. Ella quedó muy absorta, como preguntándose qué hacía allí con su hermana olvidada durante quince años; y yo, que me alegraba por
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dentro, le mostré sólo lo más arisco de mi cara muy puesta en fajar lo bueno —como ya habrá adivinado el visionario lector—, y dije como sigue: —Si has venido a pedirme perdón puedes quedarte, de lo contrario te vuelves con los que te chiflaron. —A rogarte el perdón he venido y a redoblarlo cien veces, de ser preciso —manifestó ella y arrimando su sillón para estarse más cerca, me acarició la cara y dijo—: ayer estuve en la tumba de papá. «... en la tumba de mi padre», pensé yo, «la tumba de mi padre era el mundo todo», me dije, por lo que ya sabe el leedor al respecto de su cadáver volandero; y así comenzó el perdón y nuevo atadero con la que era mi hermana, alma gemela cuando la escuela de la piel, cuando las meninges se presentan tiernas y propensionadas en rasparle verdades a este mundo, al que en aquellos años palpábamos muy valientes y expuestas. Clara, encinta, me confidencializó el motivo de tal henchidura, el viaje a Canadá, su amor por un hombre sencillo, sus posteriores jaculatorias por dicho exceso de sencillez, y un sinfín de arrepentimientos. Que no fue ni por vicio ni fornicio —como se decía antes—, sino por sentir en «vacante» sus sesos, por tantas enterezas trasgredidas, ora por pereza, ora por humano miedo, ora por desorientación o por contagio de chusma. «Fui chusma y temple de lacayo, hermana mía» me decía, y me contó cómo, adherida a un solo error había dejado que la psicología tragona se comiera, uno a uno, sus proclamas y principios... —¿Qué error? —le pregunté yo. —Desmerecerme la humanidad entera por el fraude de un hombre sólo. —¿Como hace la ciencia cuando se encuentra con un mirlo blanco? —insistí yo muy ansiosa—. ¿Es eso? —Pues eso: la humanidad entera al garete por insignificancia de uno de sus miembros; todos los caballos hadados por el notición de un unicornio avistado... error de principianta: todo el amor al saco de lo pordiosero, por la patraña de mi amor, que de pretender ser muy grande, hubo de conformarse con opositar a despecho. De tan juiciosa como me parecía Clara sentí que ganaba una hermana, pero, esta servidora muy avezada en podar florestas, se dispuso a sacarle las pegas, inspirada por mi natural y justo odio:
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—¿Y a qué has venido? ¿A clasificar las cenizas de esa birria de vida que has llevado? —pregunté yo muy mala. Clara, que en dicho reencuentro iba a levantarse tres veces para marcharse, enconada, hizo su primer intento, pues soportaba muy mal mi vapuleo; rebajé un tanto dicho ensañamiento para que ella me durara más, y dije así: —Clara, cariño, en aquellos tiempos estabas por terminar; muchas veces tenemos que cambiarnos el agua para no amargar —dije melosa y le propuse—: cuéntame a tu modo lo que te ha traído aquí, pero con orden y desde el principio. —Sea —contestó muy calmada, sentándose de nuevo y me amenazó—, pero Elena, a la próxima desaparezco para otros quince años. Sí, Elena me llamo, por si se me ha pasado por alto, Elena Hierro Guerrero, que aunque el nombre me va muy bien, no era mi padre de metal sino de trapo, y mi madre tenía de guerrero el apellido: recuerdo sus soponcios cuando nos ganaba al «parchís», de la pena que le dábamos. Me contó, inteligentísima mi hermanita, cada resaca que le dejó su primer amor, apodado «el moreno» —así llamaba yo a su galán—, del que ya se sabe mucho por lo contado de Clara a Sebastián y a Angelín al respecto de la escuela de la piel. Me decía cómo el primer amor hizo crujir sus sentidos, y cómo, la falta de experiencia dictaminó que tenían «ciertas carencias» cuando la comunión era única. Muy triste me explicó cómo confundieron la comunicación con sentirse ambos anulados por el otro: «madriguera muy peliaguda la del excesivo pundonor», me decía. Hasta que llegó la fatídica proposición en la que se enredan los propósitos: ella estaba dispuesta, y él quería ver más, como el majadero viajero masoquista que cuanto más recorre más feo le parece el mundillo que habita, lo cual chafa sus ilusiones ya mierdosas por naturaleza. Y no fue por falta de experiencia por lo que no se decidieron, como digo, o por parecerles demasiado bello y justo para ser cierto, sino por flirtear con un retruécano, ajenos al miedo; Clara, no porque sea mi hermanita, sino por ser más desenvuelta, aceptó el reto creyéndose más fuerte que el otro, y dejaron para más adelante lo que sólo acepta el «ahora», como si los ríos esperasen a que se consoliden los puentes: ja, ja, ja, me reía yo por dentro. Me contó que poco después de perderle escribió en un papel: «supe, en ese momento, que ya nunca sería feliz», y así fue. Él no lo escribió
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pero también le fue abonado alto la novatada del exceso de lirismo, que siempre se apoya en el fantasma de la duda: el abismo resultó ser menos peligroso que el vacío, y ambos tuvieron que encontrar sus respuestas en solitario, como si el mundo se hubiese tragado a esas «magníficas personitas» que ambos intuían, y que como siempre pasa, es improbable que se hagan las topadizas, cuando ya ambos se habían lanzado a la búsqueda de dicho «más». Algunos aparecieron, como era lógico y de esperar, pero hablaban demasiado, o lo que es lo mismo, odiaban lo que ignoraban riéndose de ellos, como hace la red plegada en un rincón cuando el hocico del trapecista llega al suelo muy deprisa, a la velocidad del viento. Los humanos posteriores no entendían lo de «acompasar dos vidas», por ser el anatema obra de Clara y del moreno, y comprendieron allende mares y kilómetros por medio, que algunos pseudoproyectos podían ser más hermosos que otros, y ambos pusieron grandes esperanzas en el otro, o séase, nada. Clara, me pormenorizaba cómo intentaba explicarle su desesperanza a otros que nada sabían de ello, porque nunca tuvieron dicha esperanza, plato cocinado de una receta hacía años extraviada, y que sólo la inusual parejita conocía. Y como broche, ella escribió una vez las palabras de Huxley: «¿Y le gusta la raza humana? No, no mucho», broche que daba por terminado algo que nunca empezó, pues ninguno de los dos supieron qué era lo que se habían perdido, como fieles quedos y compuestos con sus cirios en los portales, cuando la lluvia cancela la procesión y su culto. Ja, ja, ja, volvía a reírme yo hacia adentro, que recordaba cómo, al ser más lista y mayorcita se lo vaticinaba, que no me caía muy bien el moreno. Y mi carcajada se hizo sonora cuando la televisión, en la que no habíamos reparado dio su anuncio de la dirección general de tráfico con imágenes del accidente de un borracho: «las imprudencias se pagan, cada vez más», decía. Hasta una arcada con sabor ácido del desayuno se me vino, de lo encanada que me puse, y Clara se me levantó por segunda vez, y yo hice lo que tocaba, echar una palada de arena para rebajar: —Cariño, no te enfades, la historia me entristece mucho, pero no me digas que no es gracioso y oportuno, ja, ja, ja... Ella se contagió, y juntas nos reímos mucho, y entre carcajadas siguió con su cronicón: mi crueldad se fue amortiguando con su dulzura y comprensión. Me describía ella cómo otros que vinieron después, que no le llegaban a la suela de los zapatos al moreno, y mucho menos
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a ella, se mofaban de su pretensión tan arrogante, dando a entender «lo mediocre que es la vida», para lo cual les sobraba con mirarse sus vísceras asquerosas y usuales, y de ahí lo inferían. Clara, con análisis muy plausible comparaba lo que podía haber sido su vida con el moreno, con esas películas malas en las que se mata al principio al más despejado que tiene las respuestas, y así los protagonistas gozan de todo el tiempo del mundo para imaginar, en épico y lírico, cómo hubiera sido el destino de no haber aparecido el azar asesino. Me relató algunos posteriores encuentros con el moreno, y cómo ella, incauta, aún esperaba que los susodichos tiempos, mares, y kilómetros que les separaban se unieran e hicieran una excepción con ellos, como si la separación fuera un matiz: «no conseguimos nada», me decía muy apesadumbrada, «cerrábamos viejas puertas con impericia, y con aire de nuevas propuestas». Como no funcionó «el uno más uno» hubieron de conformarse con el tradicional uno con otro, y otro, y otro... así sucesivamente en degustación del plato único que la vulgaridad ofrece a sus sazonados corazones. «No pocas veces» me decía ella, «me despertaba como cruzando los dedos con la esperanza ingenua de no dar por terminada dicha historia que todavía no había ni empezado, hasta que muy despierta le veía la cara escindida a mi destino, tan vulgarcito como el de los demás». —¡Chaparra huevuda —corté yo refiriéndome a mi celadora preferida—, sírvele dos cafés a estas dos señoras, o le doy una coz a la tele, que estoy hoy muy nerviosa! —¿Y te hace caso? —me preguntó Clara muy afrentada—, yo tengo un psicólogo de igual guisa pero un tanto… malo; se llama Veletas: ¿te lo cuento? —Luego. Vamos por partes. Y siguió ella por inercia y lagrimada pensando en voz alta: «¡maldito sea el romanticismo que siempre quiere ser más ofreciendo lo menos!», exclamó, y como a mí se me ponía cara de paramecio, se me explicó: «sí, mujer», me dijo, «que él se fue diciendo que creía en mí, ¡más que en nadie!, y yo le despedí con ternura, con esa ternura que tan mal acepta el abandono, por lo que cada uno se despedía de una cosa; influencia del romanticismo que sólo come despedidas», y concluyó, «no sé de dónde sacaría el moreno que creer en alguien no es suficiente, como si hubiera algo más, y luego toda la vida para ver cómo se eleva a la categoría de acérrimo, lo que menos lo merece, lo
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efímero: acérrima se nos presenta la soledad que creíamos efímera». «Ya te entiendo», concluía yo, muy satisfecha de imaginar al ya tripudo moreno intentando limpiarse de toda esta perorata maloliente. —Ahora estará con alguna guarra. Ya sabes que nunca me cayó bien el tío... no llores, mujer —le aconsejé muy en serio. —No lo creo. Clara, indefensa como el primer verso de un poeta, no acababa de escapar de su atascadero: seguía explicándome (mientras sorbíamos el café de máquina que nos trajo la machota), la asfixiante historia del moreno, más vivo cuan más recordado, como si el pasado, amasado con arcilla obcecada, no perdiese jamás su rango de disparate. Se centró ahora Clara en lo que le era más escabroso a mis entendederas, poco dispuestas, por naturaleza y propio regodeo, a desacatar las consecuencias de un pecado; entre comillas: —No te imaginas lo que sufrí, Elena. ¿Te acuerdas que juzgábamos a diestro y siniestro en enfadamiento constante contra todos en pos de una utopía? —Yo sigo haciéndolo contra la escoria y es muy laborioso —aclaré yo a mi respecto, y aduje—: tener una utopía es como ver visiones. ¡Maldito el injusto que le dibuja un cerco a su mundo privado, vado que al mundo encara como única propuesta! ¡Maldito el esquimal que cierra el mundo todo en su choza de hielo! Es bonito amonestar al marrano, ¿no? —Ya lo creo, fue muy bonito pero el moreno se me llevó ese don, y en avalancha me vino el resto, como le ocurre al desorden, cuando le quitas una insignificancia y el armario se te derrumba entero. Me explicó que el galán, no robó la capacidad de enjuiciar con su huida, sino que, al aceptar Clara el error de dicha decisión, le cogió ella miedo al mundo, muy docto en venganzas, y ante el cual se ruborizaba de tanto como antes le había cuestionado, para nada: había comprendido demasiado bien la imposibilidad de echarse atrás cuando un error te señala con su dedo, escapándose entre las manos, como agua, esas anteriores y muy auténticas acusaciones dirigidas a la chusma. «Mala cosa», le recriminé yo, pues dicho error de cálculo, cual amuleto inverso de la buena suerte —según yo lo entendía—, atrajo cáscaras de plátano a su privado resbaladero: se alejó de la filosofía para arrimarse a algo de pretensiones más leves; se consoló con el estudio de la mente, la psicología, contra la que se estampó, al no conseguir esta que Clara olvidara lo que ya sabía de antes, por lo que
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de imposible tiene el desaprender; enanitos obsesionados en medir y en formación de plaga se le colaron desde los oídos, e invadieron su materia gris tenue: la psicometría que cronometra los trastornos, la estadística que diluye el nombre del paciente en sus promedios, los test que nos encasillan con su sabiduría de mentirijilla, y los experimentos con ratones para medir la ansiedad... son sólo una muestra de esos chiquitines. La decepción se aposentó en su corazón y en sus opiniones, como un veneno silente que toma posición en su apostadero de matar incautos, y se hizo errante su sabiduría, en pedantismo de feria transformada. El desamor, la psicología con la tempranera decepción que llevaba pegada, y mi problema con Valentín que pregonaba para mí un similar destino (lo cual a ella influía de lo mucho que me quería), hicieron de su cerebro que tanto prometía, una fina gasa, sólo obsesionada con la clasificación, e incapaz ya de la admonición: eso tan bonito que la reflexión ofrece. Así fue cómo la psicología, disciplina de noveno orden, gallita por naturaleza y muy pretenciosa, se codeó con los socios mucho más sabios que anteriormente vivían alma adentro, en Clara, como el borracho pendenciero que hipoteca las reuniones, nunca por lo que asombra, sino por lo que a dicho redondel humano le incomoda. Todos los enanitos que antedije hicieron palanca con su unánime «achilipú». Igual le ocurre al sapo, oveja negra de la familia de las ranas, que se le deja entrar por deferencia, y más pertinaz en sus costumbres, se adueña de la charca. Sepa el lector que yo guardaba un secreto, un trocito de pasado acordonado que no debía desvelar, hasta que Clara me anunciase «el gong». Espesa, por perdida mi costumbre de escuchar, y muy apetitosa, se me hacía la mañana dominguera, y como la Naturaleza ni se movía ni respiraba, nos dulcificaba la jornada, y al jardín salimos a beber el aire, como un zumo. Jardín pordiosero como los haya, sólo iluminado por nosotras, luz que ella desprendía por bonita y yo por satisfecha. Valga por toda descripción que el jardín era una piltrafa, y en él seguimos la conversación, ahora por otros derroteros: —Elena, cuéntame cómo llevas lo de Valentín. —Ni pensarlo —le dije dándole vueltas a un seto, tan podado que haría a un indio natural echarse las manos a la cabeza—: no te esfuerces, Clarita: derrámate tú primero. Y encaramadas a ese verdor fosilizado (ella en un banco para mejor equilibrio de su tripa, y yo pisoteando, con coces delincuentes, flores
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presuntamente bellas que el seto de brezo custodiaba), me habló del absentismo cerebral que todo ello le produjo: —Mi conciencia, que era de enamorada muy descarada, se fue quedando en vacante —así llamaba ella dicho absentismo de la mente— una vez marchado el trápala a pilotar su patinete; eso, y que yo te veía mal camino con Valentín, y sobre todo, lo de la psicología, que ya no me dejó apartarme de farsantes y hombres de trapo que a mi galán me recordaban... no sé... me sentía como cuando te parten un ojo en la calle y pides socorro a un suizo. Acabé la carrera como pude, curso tras curso, odiándome más cuanto más sabía, pero negándole a mi boca gorrona toda repulsión. Y al poco de acabar me dieron el trabajo: estaba yo como para curar. Y cuando yo le comenté lo estúpido que me parecía hacer lo incorrecto si sabe nuestro corazón qué es lo correcto, con las frases que se dicen siempre, que «tenemos una sola vida y tal y tal», me cortó: —No, si ahora viene lo peor —impávida y compungida por la aventura que una confesión supone, manifestó—: que se me apoderó lo insano del repetido transgredir, y al agotarme, comenzó a brillar lo que de natural era muy opaco, la psicología, y se me hizo doctrina. —¡Maldita sea!: ya te dije muchas veces que no se podía jugar con el fuego y sus ascuas —la reñí yo—: que hasta la duda menos peliaguda de tonta que se presenta, es sibilina y jugando jugando se le imprime al carácter. Yo le expliqué a Clara que un acto muy pequeño se somete al mismo juicio que otro que pueda zumbar a la humanidad entera; por ejemplo, que un niñito al que repugna otro, de tan pelirrojo y muy pecoso, le ocasiona al cerebro el mismo cortocircuito que si un dictador, ante cien mil insensatos, les induce a la masacre de otro pueblo; o, si un adolescente analfabeto en sexo, veja a una muchacha inocente como él al utilizarla para sus propósitos (lo que de primeras parece inocente utilización mutua entre dos adolescentes), produce la misma marea en la testa que si un chulo sin remedio, o de ello orgulloso, su brutalidad dirige a su putita; o, que se necesita la misma mecánica de confluencias psíquicas para que un lacayo baje la cabeza, que para efectuar un servicio con mil víctimas. Ya no había risas al adentrarnos en el meollo y siguió hablándome de su pasado, como si este fuese una joroba. Yo, al escucharla, me sentía entremedias: una mitad la quería mucho, y la otra la odiaba, por
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tanto sufrir sobrante, que años, su silencio me causó. Así, sin detalles, me contó cómo se metió en curaciones muy sospechosas de hombres malvados y demás pacientes, que a ella acudían para que el diagnóstico perdonase sus osadías, como hace el cura con los padrenuestros; y cómo se le cuajó, lo que era error ocasional, en férrea doctrina. Y muy desamparada me fue soltando todo el salitre que había en su derrumbadero, con la sistemática narración de mil «sanados», en enemigos públicos convertidos por bendición terapéutica, o lo que es lo mismo, por palmadita científica, y miserias en ciento ochenta grados giradas, como abogados necios que plantean la enajenación cual eximente asiduo de todo aquello con visos de réprobas conductas. Y como la fortaleza de Clara era indudable fue lacaya cabecilla y fundadora al indumentar su error con la sutileza del terciopelo, no como el lacayo de nacimiento, vasto en su pujanza y natural aposento. Yo, que representaba todos los trastos que ella mantenía envueltos en sábanas, allá, en la trastienda de su pensamiento, al polvo del olvido expuestos, y por conservar intactos, esta servidora, los condimentos vitales que ella desdeñaba, pagué su artimaña con su alejamiento: se apartó de mí, con la lógica de la alerta con pitido, con la lógica que la mano usa ante la llama. Por un caminito del jardín de mi psiquiátrico —jardín por nosotras bien conversado—, a pocos metros pasó un muerto vertical, un hombre que había perdido la compostura, un antiguo paciente con el que no pudo la psicología y su jactancia. Avistado por Clara, me preguntó: —¿No es ese un tal Ramiro Cabezas Del Pozo? —El mismo —contesté yo—, que lleva quince años hablando con el coche al que le fallaron los frenos, lo que a su querido hijo mandó al garete, al infierno, diría yo, al lugar más ardiente del universo: «¿por qué volaste, cochecito?», repite el hombre día y noche. —Yo le conozco: le traté y no hubo remedio —y esparció un suspiro. —Desahuciadora se muestra tu psicología con el que más lo necesita —pontifiqué yo muy remordedora y dolida con mi hermana. En su catálogo de los mil «sanados» que me contara no había lugar alguno para el purgamiento, pues sólo dos o tres, incluido el tal Cabezas Del Pozo, extraviados en su zozobra y locura, merecían asilo y tratamiento, y no por casualidad se conformaron con asilarse, por costumbre de la psicología en eludirse y desahuciar lo complicado. Ejerzo mi supremacía en la narración y quedan esquivados de la categoría de personajes estos entristecidos, no por ser de los menos
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importantes, sino por la expulsión lógica que estipula el relato, como un tosido pulmonar se excluye del concierto. Así llegamos a la actualidad, pasando por alto lo que a mi vida más le concernía y que luego contaré si Clara lo merece, para lo que aún le falta. Yo le pregunté por el «pisaverde», doblada ya la esquina de su apesadumbramiento: —Se llama Delbrouk —me contestó—, y apareció en el momento más álgido de mi insolvencia, en el ápice de mi desgana por vivir: yo, aturdida por toda la verbena que te he contado, en un intento de evadirme, pidientera, que no casquivana, vi en su sencillez el número cero, un comienzo para enmendarme... —Será el número «Pi», so guarra —la recriminé yo un poco puritana—: el número que siempre mide lo mismo, por mucho que engorde la redonda tragadera. Como se me levantara por tercera vez, y esta, con muy digna la pechuga, mentí un poco para que no se me escapara, e hice arreglo cínico con la intención de guardar para luego recriminación completa: por experiencia sabe una que si dejas hablar, el otro, lejos de escurrírsete acaba autodislocándose, y queda una mucho mejor. Así me esforcé por exculparla con peroratas que todos se gastan, de usuales muy socorridas, acerca de «las malditas circunstancias», o sobre lo humanos que somos todos, como si ser honestos fuese para dioses; se deja, en exclusiva, para asnos los tropezones: el desliz del asno llámase asnada, el del humano, debilidad o «humanada». Y como Clara se conformó con mi reajuste hipócrita se arrellanó otra vez en el banco del asqueroso jardín, y me pormenorizó todos los detalles de su metedura con el «pisaverde»: las mismas excusas de milenios de historia desolada. Y al cabo de veinte minutos, yo calladita y ella haciendo el ridículo, le advino la honestidad como una invasión de sinceridad: —¡Soy una cochina! —me dijo—. Tenías razón, no hay que darle vueltas cuando la explicación es muy sencilla: por saciarme estoy encinta, como el que se atiborra de dulces y le echa la culpa al pastelero. —No digas eso, Clara —le sugerí muy cínica, ansiosa por presenciar sus seguros desgarrones—: algo tendría el tal Delbrouk para fijarse en él. —Pues claro: que es un buen hombre sin dobleces, que no merece el panorama de tener un hijo a diez mil kilómetros de distancia, en una penumbra que yo elijo a mi único gusto.
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Me decía, mientras sus lágrimas le venían desde la lejanía, como sube la saliva desde el gaznate cuando se la llama, y a un minuto de verlas yo en la fuente de sus ojos por el presunto trabazón, me lancé a empujarlas: —¡Qué vergüenza!, ¡mi hermana que tanto prometía!, ¡doña sierva!, ¡so guarra!... —me explayé yo, pues ahora sí cabía, al darme ella la vez y su confianza—: pagarás caro el hacerle eso a un hombre bueno. Me sentí mala, incluso pensé arrepentirme, pero me dediqué a escuchar el crujido que se produce en el universo cuando un cristal de mentiras se quiebra, y me senté con ella, cara con cara, en abrazo fraternal a salvo de cinismos —para quien me conozca—, e intenté ayudarla en su deterioro, nada fácil en esa intemperie sentadas tan cochambrosa y barata: —No llores, bonita, no llores, que está aquí tu hermanita del alma —susurraba yo acariciándole el pelo mientras gemía muy encharcada pero en nada mojigata—, no llores que de todos los leprosos eres a quien más dedos le quedan. Como un rayo, se nos vino mi perrito, al pisoteo de flores y otras engañosas bellezas, lo cual me había costado un dolor enseñárselo; venía con la lengua fuera de la boca, a un lado, preso de su jadeo, ¡ha, aha, aha!, con sus ojillos fijos en mí al anticipo del cariño; llegó a todo lo que daba su diminuto galope mi Forniquín, el animal que me hacía compañía en este psiquiátrico, amigo fiel que mordía todo lo que llevara bata —adiestrado al bies de su ama—, y de un salto, invadió nuestro común regazo de lo próximas que estábamos, y con besos nos curó, ejerciendo su simpatía y poderío. —¿Has dicho «Forniquín»? —preguntaba Clara mientras lo abrazaba sobreponiéndose a las lágrimas, a sus carantoñas y besos gracias—: eres un perro muy bonito. Mira, mira cómo me chupa los ojos. *** Ya en el comedor comíamos patatas rellenas, rellenas de patata, por todo manjar dominical, pues de segundo tocaba filete blindado, al que únicamente no le hacía ascos mi Forniquín. —Elena, sabes que está estrictamente prohibido la entrada de animales en el comedor —dijo la chaparra con ese gruñido desagradable que portan los celadores por toda voz. —Y tú sabes de mi hurañía, ¡hija puta!: ordénale media vuelta a tus arrestos, que llevo aquí seis años haciendo lo que me viene en gana.
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Y no hubo más conversación. El silencio se apoderó de la sala, salvo los gruñidos de mi terrier tragando los filetes que todos los locos desdeñaban, a excepción de mi hermanita y una servidora, que empapuzábamos nada recoletas y con mucha gana. Cuando Clara me vio hincarle el diente con mi donosidad y fiereza, me preguntó cómo podía engullirme dicho solomillo y yo le contesté con mi elemental vocación faríngea: «Clara», dije, «maldito sea a quien produzcan ardores lo que por la garganta se desliza, ya sea bazofia o manjares, que veo de honestidad nada sufrida comerlo todo, por lo que de milagroso me parece comer varias veces todos los días». Clara, como sabe el lector desde el principio, es de molleja también propensionada a lo mismo, pero no por cavilación, como en mi caso, sino por discreción gustativa: aún así, por ser yo mejor que ella en todo, hasta el filete, límite de cualquier enunciado culinario, me pasaba más diligente por la garganta, apenas en la boca detenido. Como la tarde era muy fresquita ya no salimos al jardín y decidimos transitar los pasillos de mi hospital neurológico, para en amplios círculos, ayudar la descensión de la bazofia que a Clara se le resistía por el hiato de cuarentona que sufría, y a mí, por tragar sin desgastar la dentadura. Luces marcaban la largura de los pasillos como pistas de aterrizaje, y aromados aires con sabor a ansiolíticos flotaban por toda brisa. Acosada por la digestión se me vino el odio a mi hermana, que aplicándome la sordina con sus años silenciosos me denostara, siendo yo tan célebre; pero ordené resguardarse a mis represalias, para hundirla más tarde por condenatorio total. Esa era mi intención. —Yo a este pasillo lo llamo el «arrecife del Pacífico» —le informé, como la mujer que enseña orgullosa su casa—. Sigue hablándome de ti en la actualidad, que lo del «pisaverde» ya se ha agotado. —A eso he venido, a contarte lo que me ha pasado esta semana: un milagro, he recuperado mi juicio paso a paso. Me daba a entender que conforme su juicio se restauraba, aparecía yo más nítida en su mente, como eclipse no atento a su naturalidad sino a una ruleta, cual si me diera, en atropello, la razón que durante años me negara. Me detalló a su modo la historia que el lector ya conoce: cómo el azar puso esa maravilla de Ruta en sus manos, poderosa en invocar y ceder arrestos a quien le flaquean; la crónica del Mudarrilla, hombre de espesura actual que se empinó de vacaciones donde se atan
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a los forniquines con longanizas, allá en lo celeste; la serenidad de su madre, doña Cesárea que refutó sus propias lágrimas atacando la indecencia de su vástago mierdecilla, lo que dio a Clara mucho que improvisar al respecto de la verdad y la entereza, subida por encima del más infinito dolor de una madre; y se adentró en la magia de sus quemados, de usuales dolencias, pero con el resplandor de nuevas repercusiones, tal vez debido a los morosos rumores que salían del alma pavonada de Clara. —Mira, Clarita, goza de mis arboledas —insté a su sensibilidad imaginaria. —Pero... si este pasillo es exactamente igual —protestaba ella. —Poca sensibilidad goza tu olfato, que no percibe el aroma de las pinadas, aunque provenga del bienoliente bote que expande fragancias del bosque soñador, instalado en los inodoros. Me hablaba, meticulosa en detalles y con entusiasmo, de Ángel Torrado, hombre de muy amplia cultura y repleto de teorías a las que se enroscaba en huida circular por no tenerle aprecio a los hechos, o lo que es lo mismo, por no hacerles el menor caso. Y al serle la vida árida, por lo mismo quedó envuelto en la primera coacción que se le vino, una rubia llamada Luisa y apodada «la bruja», de teorías escasas y corrientes, pero estricta en realismo y muy arpía. Él se ubicó exacto y resignado en el fango en el que ella se sentía a su gusto: pálida era la existencia de Ángel, tránsfuga de la racionalidad que mima, por un lado, y que pisotea por el otro; empatado hombre en nobleza e imbecilidad. Peligrosa es la cultura sin dirección. —Sorprende su inmensa cultura, tanto como su inmensa debilidad —concluía Clara—: alma elevada que se desperdicia en su inepcia general, que no tiene arreglo alguno por ser hombre en exceso versátil, por haber convivido con el enemigo, el cual en sus charlas, legitimado, estableció sus banderas, desactivando las alertas que Ángel tenía: el enemigo tiene sus razones y nos las impone sin apenas darnos cuenta. Ahora ya es tarde para redimirse el tal Angelín: las excusas se han transformado en razones. El enemigo, con su lenta ocupación, va minando nuestra resistencia. —La cultura no sirve de nada sin el mecanismo que la tutela —aseveré yo, harta de ver a la sabiduría incendiada por errores minúsculos, y continué con un ejemplo inverso, el de la cultura que sabe muy bien lo que quiere—. O cuando ese mecanismo la tutela demasiado
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porque produjo dicha sapiencia como hinchazón voluntaria, como fray Diego de Landa, que estudió muy en serio a los indios del Yucatán para inspirar posterior y más eficaz matanza: cultura en marketing social transformada... peligrosa es la cultura con perversa dirección. —Sí, gran labor antropológica la del asesino —apostilló Clara para mi júbilo. Como yo pedía más, me habló de Máximo Alegre, el «troglológico», el hombrecillo prevaricado desnudo, o ataviado sólo de silencio; la misma nada que crece en sus adentros, como lava de inmenso volcán en diminuta isla promediado, que acaba por apagarse autodestructivo al vaciar su incandescencia en el océano: exceso de agua que se traga la misma tierra que le sustenta, y en la cual se derrama. —Ojo con las ostras —avisé a mi hermana—, que aspiran mucha vida si te obsesionas en confundirlas con humanos; o fíjate en mí, que aún pago por mi error de arrimarme a una criaturita de esas, a mi molusco privado. —Lo difícil no es que lleguen a hablar —reflexionaba en alto, Clarísima, muy científica—: sino, que produzcan verdad alguna. La psicología se consuela con anexarlos a la humanidad más corriente, aún a sabiendas de que jamás pronunciarán palabra que amenace su secretismo, lo que los moluscos tienen por tesoro. —Su peligrosidad radica en el increíble parecido a lo que cualquier vagina humana pare, aunque sólo la astucia conservan de lo que le es usual a nuestra especie —pontifiqué yo, a quien mucho habían castrado dichos energúmenos. Torcimos hacia el último pasillo, el más largo tan sólo por unos centímetros. Forniquín iba delante a toda la arrogancia que le permitía su tamaño, con trote cochinero y de medio lado. —Mira, Clara, los arenales son bonitos ¿eh? —y me referí a mi mascota, única alegría en mi vida—: Forni, aquí sabes que puedes hacer lo que quieras, pipí o caca... El terrier, que era un disparate de listo, se puso a corretear por el pasillo fiel a mis indicaciones, y a olfatear los marcos de las puertas al recuerdo de sus olores, con esa manía humilde de ensuciar siempre los mismos rincones, por mucha lejía que las señoras de la limpieza derramaran para despistarle. —Sí que huele a yodo del mar, que no debe de estar muy lejos — dijo Clara que ya seguía mis excentricidades, y soltando su melancolía
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siguió al respecto de los monológicos—: yo he actuado como si todos los seres, incluidos los ineptos en lengua, tuvieran algo que enseñarnos. —¡Falso!, error al que se apunta quien no teme despeñarse —aseveré yo para acuñar mi supremacía en perspicacia—: esos que aglutinan silencios por toda manifestación, experimentados contorsionistas en el arte del escaqueo, nada saben de dar, y si nos lo parece, es decir si alguna vez producen algo más que bochorno, no es por su valía, sino por nuestro decaimiento: sólo nos parecen seres vivos cuando de nuestra vida quedan los rastrojos, cuando han conseguido su propósito de chuparnos hasta el ímpetu. Y en esto estábamos, cuando por lo fortuito —llamamos fortuito a aquello que nos oculta su porqué— me ablandé. Mi alma destinada a entresacar lo malo de las cosas, antaño extrajo de ella a su hermana, de tanto como la odiaba: alma mía de adentros muy magnánimos y plena de perdón verdadero, en nada mojigato. Ahora, por dentro, comencé de nuevo a llenarme de Clara. A partir de ese momento empezamos a darle vueltas a los pasillos, como turistas necios que dejan de mirar el paisaje repetido. A Clara se le vino encima una tonelada de culpa al reconocer las escuetas dimensiones de mi presidio, y en fingida naturalidad, delatada por su voz tartajosa, me contó, en cómodos retazos —pues para más no daba—, las inclemencias incurables de Mari Pili la Fantástica, humanidad de desecho, en tanto las personitas como ella, representan la sabiduría popular que todo bien nacido desearía ensombrecer. En pocos minutos la pusimos verde, turnándonos en desprecios, más crueles los míos, si cabe: que si «horizonte basura», «escoria que por la educación de los escuchantes asciende a persona», que si «heroína de la chusma», que si «a mucha actividad a raudales, ahuecado cerebro», que si «efemérides, cálculo y fechas por toda reflexión», etcétera, etcétera; hasta que adujo Clara a modo de finiquito: —Que sí, que sí, ¡una asquerosa! a quien la sociedad perdona por el mínimo cumplimiento del deber: dos hijos bien criados por toda contribución. —¡Asquerosa! —rematé yo, muy alegre de constatar cómo Clara se apuntaba a la bonita cruzada del incordiar, misión en la que hasta ahora, muy sola me sentía, cual cofradía sin adeptos. Y así llegamos al sanable más importante, que Clara, como golosa que deja para lo último el más azucarado de los bocados, pospuso.
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Como estaba ella muy cansada de zapatear por mis arboledas y arenales, me propuso volver a la salita de la televisión, al confortable sillón donde, después de quince años, se produjo este bello reencuentro, el más maravilloso que yo haya tenido, por lo que el avispado leedor ya va intuyendo. Me resumió la miserable vida que llevaba el tal Sebastián, enajenado hombrecillo por las mercancías y los negocios, que en un mundo en el que «todo es dinero» —como él mismo repetía—, se agremiaba demasiado a su gusto, como si el planeta todo se hubiese erigido sospechosamente a su favor; hasta que se le vino el arrepentimiento contra sí, como una columna despachurradora: Sebastián se daba cuenta de que había participado en pintar dicho mundo del color de un burdel. También me contó, con ancha entrecogedura, la farsa en la que había vivido muchos años, cómo se calzaba la americana por la mañana y se la quitaba por la noche, arrugada de quebrantar todos los principios. Eso pasa: no hay venialidad en el pecado cometido en la anterior jornada laboral, pues se convierte en monotonía los días posteriores, como vaivén de apariencia insignificante, pero que muerde al alma y transforma el mundo entero, al cual cambia el rumbo. El Hombre de Oro, como lo llamaba mi hermana, había hinchado el mercantilismo hasta convertirlo en el motor de todo, y para no quedarse atrás, el hombrecillo, se puso a la cabeza y veía en cada transacción la esencia del planeta, en arena de circo transformada por él mismo, a la carrera tras la idea más dañina y falsa que el mundo conoce: que «las cosas son como son» —a primera vista irrefutable, analizado con la humildad del agua clara—, como cree el imbécil que el fuego vive dentro del árbol, por el hartazgo de verlo salir de él en cada incendio. Así, de esta manera, se acostumbró el mundo a que los asesinos le pintaran la cara: de pinceladas tranquilas se componen los claroscuros que muestra el mural de un holocausto. Pero el tal Sebastián se refundió en otros metales más mansos, hasta que Clara le hizo nacer de nuevo, y se escuchó el golpetazo, el estrépito que en el crujidero terrenal se produce cuando uno de sus enemigos se apunta al llanto: el chasquido con que rugen los enigmas y los milagros. —¡Milagro, milagro! —gritamos mi sorna y yo—. ¡Qué maravilla!, creció el enano: la sanadora le mató los chinitos que le habitaban, y caían como los patitos de una feria, y vivieron muy felices, la sanadora y el sanado, una relación «tralará».
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—Tu «rigoritis» no ha mejorado —apuntó Clara herida por mi hachazo—: ten piedad de ti misma... ¡por el amor de Dios! —No apeles al traidor global —contesté yo muy enfadada y radical—: no se nombra en mi presencia al magnate de la sangre y el estofado. Resopló Clara y me perdonó, mientras yo decía dulcificante, «venga, nenita, que no ha sido para tanto», y volvió a verdear la hermandad entre ambas. Muchas más cosas me contó de sus quemados y de la ternura con la que se despacharon Sebastián y ella. Yo era todo oídos y risitas camufladas, pero me sentía feliz de recuperar a mi hermana. El culmen llegó cuando salió a la conversación el insignificante Veletas, personajillo nacido de los arrabales del mundo, del mismo mundo que a protagonista eleva a los miserables, para contribuir a la gran broma universal: —Espécimen muy raro —dijo Clara. —¿Y cojea por un estornudo de Dios? —Sí, sí... y siempre está en el lugar adecuado, como un genio, como la espuma de la ola. —¿Y le pegas cachetes? —Cada poco. Hasta la sepia molla Adivina Qué le escupe de mierdoso que es. —Es un ortopeda poliomielítico. —Es un Forniquín. —Es rastreador de estelas gaseosas, o séase, huelepedos. —Es un pajecillo lameculos. —Es un cedepasos. —¡Ja, ja, ja! —¡Ji, ji, ji! —rió la otra. Así, a rachas, entre sonrisas y penumbras fue fraguándose tan bonito reencuentro, y nos fuimos acercando a lo más escabroso, a la obstinación que nos separó, al centro de nuestros corazones, después de rodearlo muchas veces por el decoro. Caía la noche dominguera en mi psiquiátrico. Oscurecida era la nocturna tanto como mi vida: el ahorro retrasaba la iluminación y se desemboscaron, poco a poco, mis temores, y se me vino, con la victoria, una vida nueva. Me preguntó Clara:
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—¿Has leído la historia de la princesa Ruta? —Yo no leo —contesté muy ruda—: no creo que la escritura tenga el don de modificar el mundo. —¿Qué le podría dar entonces un empujoncito? —Nada. El futuro es tragado de antemano por las fauces de un mísero pasado —dictaminé yo. Y Clara, maravillosa, por fin ataviada muy de claro por dentro y por fuera, se desmarcó de toda la «chinada» que tanto la había chiflado, se envalentonó y negó el inconsciente —no porque no exista, que publicidad no le falta—, sino por desconocer a qué lucha se ampara, y por la primacía de otras fuerzas más imponentes: —Cuando más maltrecha me encontraba, llegó a mis manos, por azar, una leyenda construida sólo de fuerza. Es una princesa muy arisca y sabihonda que se impone por la audacia de su pecho. ¡Qué bonita me la imagino adornada con los encantos de su coraje! —exclamó Clara repleta de dulzura y modestia, y siguió hablando como si yo no estuviera, como hace el creyente al orar a un Dios que lava sus dientes—: Ruta nunca duda y todo lo que le pasa, la engrandece. No se desvive por el amor, pero le viene; no rebaja un ápice los principios de sus sienes y todos la veneran; no cree en la palabra, pero su boca, agria y azucarada al tiempo, convence y refuta; es obstinada en regalar la libertad a quien no la quiere, y sólo odia la debilidad de carácter, como si de eso, en estricto, le viniese la oscuridad a su mundo, tan antiguo que la sabiduría aún vive entre dagas, guerras y soldados, y crea una utopía, viable por ser pequeña: doce familias encerradas en una armonía estrellada pero cercada por imperios, y no puede quedarse en ella, porque imagina más utopía y se sacrifica... —y se calló, de repente como si su éxtasis se hubiese socavado de golpe. Yo me sentía tan feliz entre la penumbra de la salita y sus palabras que me quedé muda, y ¡mira que tengo palabrería!... La chaparra encendió la luz pero dicho resplandor no me sacó por entero del arrebato de escuchar a mi recién nacida hermana. Clara, ya más natural y menos divina, continuó con el surtido de halagos a su princesa. Me decía, como si yo no lo supiera, que los lacayos, a quienes la princesa culpabilizaba, no tenían eximentes por participar de la misma locura que sus tiranos; humilde teoría para nuestra actualidad estremecida, para nuestra actualidad muy acostumbrada a los círculos concéntricos de las circunstancias que exculpan a diestro y siniestro. «Hace Ruta
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hombres allá por donde pasa», decía Clara, «al donarles algo que los lacayos por comodidad se niegan: la autoconciencia de su colaboración y miseria». —A veces la teoría más sencilla en su propio desgarbo lleva la verdad enramada —concluyó Clara al respecto de los pensamientos más insignificantes. —Pues claro —corroboré yo para ponerle un ejemplo de un diminuto logro cerebral que precisó mucho ingenio—: solemos pensar que lo sencillo no fatiga a la verdad porque existió siempre, pero alguien muy listo tuvo que desperdiciar sus días para inventar el carretillo. —¡Maldito sea el farsante, el hombre de trapo y el malvado! —exclamó mi hermana muy dolida con sus años de terapias—, que acuden a la psicología para que les establezca sus excusas a conveniencia: el traidor mira a su corazón y hace otra cosa, carambola de intereses. Decide desde la más umbría zona de lo humano, la gula. —¡Ay, chiquitina mía! pues sí que te «chinaron»: tantos años para reconocer lo que ya asomaba desde el balcón de nuestra adolescencia. —Sí, Elena, y lo siento —me confesó—: tú tenías razón y yo no. Te castigué por tu exceso de rigorismo, por tu radicalidad. Yo, en cambio, me he perdido en conversaciones apocalípticas, me he desperdiciado en echarle las culpas a «don nadie», al sistema, en vez de dedicarme a cualquier charla más aburrida pero fructífera. Yo sentía que la conversación se hacía más interesante poco a poco, y me entusiasmaba de cómo nos cundía, debido, en gran parte a mi axioma: «más nos caldea el alma una gran persona que todos los rizos de la morralla». Escupí en el suelo de la salita —escupitajo como simbólico brindis contra el inconsciente «achinador»— y pedí a Clara que me diera más. El azar, que está muy desprestigiado por su enlace con lo arbitrario, no le explicaba del todo a Clara la cómplice magia que casaba, cuales parecidos ardides, las dolencias de sus quemados con los imperios enemigos de la princesa de los arcanitas. «Esa tribu de troglológicos apodados Bestiarios, ¡son de tan semejante guisa a mi incurable chipirón...!», me comentaba tan extrañada, como quien a la luna ve rodar por las montañas cual pelota. Pero más parecido, si cabe, encontraba entre Angelín Corazón Desquiciado y los bucolitas entregados a la tiranía del coito en agolpamiento sin par, en pisoteo masivo de toda verdad y poesía. E imaginaba ella que con
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los habitantes de Tierranegocia y su Sebastián pasaría lo mismo, aunque no había llegado tan allá, pero muchos ardores le acuciaron a su Amante de Oro cuando lo leyó, según este le había confesado en la cama la noche anterior, con el llanto de un arrepentido pelele, molido de adensarse en la usura y sus aledaños. Mari Pili, en cambio se le escapaba del acuario, y yo le encontré un hueco: «Mari Pili es el paisaje donde se colman los hechos, es el panorama donde habitan las costumbres y la chusma», pontifiqué yo muy expuesta pero con mucha razón tenida. Ya no le engañaba a Clara que sus enfermos se sintieran por encima de otros de igual dolencia, pues reconocía que esa precisamente era la suya: «la demencia del enfermo», me decía, «es sentirse superior a sus iguales, en un reflejo brillante y desdoblado entre la supervivencia y la individualidad». —¡Maldito sea el tiempo perdido! —se lamentaba Clara—, malditas las bruces que me he dado y el sofoco por ayudarles, cuando sólo ellos conocían la gruta secreta de su enfermedad. —Es que a lo absurdo no se le guerrea con la razón, sino con lo absurdo —dije yo y me quedé muy a gusto. Cuando ya habían cenado todos mis absurdos compañeros de psiquiátrico, Clara y yo seguíamos hablando todo lo atrasado por nuestros quince años de rebanada hermandad. Clara no quiso tomar nada —y eso que había alitas de pollo al olímpico, en nadadera veloz al surcar de la salsa—, pero no se encontraba bien: exceso de emociones y algarabías domingueras, tal vez. Ya le habíamos dado suficientes vueltas al meollo, como hace la tormenta que amenaza y amenaza sin ponerse a ello, y Clara, como un acorazado rompe hielos, me interrogó sobre mi prodigio: —¿Por qué mataste a Valentín? —Fue un accidente de hogar. Valentín era el monológico que vivía conmigo como antedije capítulos atrás. Me atrapó su silencio y mi inexperiencia. Como era yo tan joven y obstinada le saqué de quicio al tirarle de la lengua, como le hace el agricultor al ciruelo, al injertarlo repetidas veces empeñado en que dé guindas. La noche que decidió hablar, le contaba yo a Clara, «me confesó que a quien quería era a ti, y que si no podía tenerte, no te tendría nadie». Valentín se había chiflado de golpe y hablaba muy en serio. Seguí contando a mi hermana los hechos:
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—Me propinó un zarpazo en la cara y me dijo, loco de amor «moluscológico», que iba a matarte; yo, que soy mala de recibir, más si cabe de jovencita, le recorté la salida saltando por encima del aparador, y para intimidarle le antepuse el cuchillo de cortar el pan, lo demás lo hizo su imbecilidad, que no había necesidad de clavárselo. Clara, que nunca había oído esto, se estremeció y me preguntó: —¿Por qué no lo confesaste de esa manera? —Porque tú eras mi hermanita menor, a quien yo más quería, ¡mi ídolo!; y yo era tan joven que no pude soportar que la muerte fuese tu límite de la palabra, y todos confundisteis mi valentona forma de ser con el móvil, a nadie se le ocurrió pensar en la defensa propia; y cuando me diste la espalda como si estuviese loca, cuando te ablandaste por la psicología me radicalicé, y creí enloquecer de verdad: no me hacía cargo de mí. Ni una sola vez viniste a verme a la cárcel, y seguiste con tu mierdoconductismo, aún a sabiendas de lo que me estaban haciendo, y leías los informes como profesional de la demencia, obviando que éramos hermanas. Yo no podía perder mi orgullo por ser lo único que me quedaba, el orgullo de ver el amor que te tenía defraudado, y tuve que crecer a solas, y soy lo que ahora ves. Mido lo que mido, y ni un centímetro se han de aproximar mis sueños más de lo que están. Como dos hermanas comunes lloramos mucho, subiendo y bajando de la cima del presente a las profundidades «de lo sido», como ancianas que quimerizan sobre lo que pudo ser y no fue, hasta que llegó la hora de los compungimientos: —¡Perdóname! por lo que más quieras. —No, perdóname tú. —No. Tú. —Te perdono. —Yo también. Como dijo Rousseau —cité yo cambiando lo de «hombre» por «mujer»—: «toda mujer tiene derecho a arriesgar su propia vida para conservarla», y yo lo hice a mi peculiar manera. Clara comprendió que yo le había perdido el rumbo al mundo y con ello toda diafanidad, adentrándome, tan adrede como incauta, en la curvatura de la soledad y las sombras; soledad que se compone de los mismos átomos que la locura; locura que sólo podía ser apaciguada por mi protectriz, por mi hermanita querida, a quien yo tenía por horizonte y único alumbramiento: lo mismo y todo lo que Clara me negó.
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Desaparecido dicho horizonte terrenal, tuve que crearme otro a la medida de mi hundimiento estelar, y nació Ruta, como una flor demasiado bella que teme a la nieve y anhela vivir en lo celeste. —Con mis influencias esparcí el relato de la princesa de los arcanitas entre tus manos —confesé—, para que su torbellino extrajese la sabiduría que de adolescente recitabas, y que se escondió en tu memoria. Ruta tiene lo mejor de nosotras, muy puntual en valentía por no tener que vérselas con sanables mojigatos, muy exacta en hermosura, muy contumaz en distinciones prácticas: siempre sabe qué es lo que importa y su contrario baladí. Distingue al vuelo entre lo que se erige universal y lo que no supera a los meros pareceres, entre lo que es total, como el relato al que se aveza, capaz de transformar en ursulina al más estricto asesino, y lo escuetamente proporcional. Es una maravilla de la Naturaleza con la que escrutar. —Entonces tú... lo escribiste para mí —susurró Clara, como quien ha visto un asno de tres al cuarto disfrazado de unicornio. —Yo lo hice: para espirarle a tus narices ese aire nuevo que ahora me enorgullece —presumí yo muy estirada. Y cuando se extrañaba de tanta similitud entre sus quemados y los tres imperios que Ruta va desencastillando, yo le contesté que a veces la suerte hace eso, que muy fácil es acertar cuando pocos son los apocamientos que el corazón del hombre padece. Se lo dije como sigue: —¡Enigma y birlibirloque!, Clara queridísima: miles de patologías padecen nuestros corazones excesivamente humanos, pero se cogen de la mano disciplinadamente en tres grupos muy feroces. La devotería por el silencio del monológico, más astuto cuanto más insonoro, es el primero, pues por padecerlo mi Valentín mierdoso, a dicho grupo bestiario me siento yo muy apegada. Los Corazones Sazonados y embelesados, bucolitas todos, que emplean su pasión piojosa aromándola de pitiminí son los segundos en peligro, pues confunden la inclinación de sus partes bajas —por las que brincan de alegría y a las que apodan «corazón»—, con el deber común y el deber consigo mismo. La alienación por las mercancías y el dinero son el tercero, y como sabes, muy pertinaz en objetivar legumbres: avisan antes de jodernos por el «pan de sus hijos», o por las malditas lentejas, que todos odian y tanto citan. Asaltada el alma de Clara por tantas emociones reunidas, encamada en su desánimo, como un herbazal al que le ha caído un duro aguacero, y muy falta ella de aliento, ya no se sostenía. Llamé a mi
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taxi preferido, al tal Mannolo Bull Starboy que conocí años ha en este mismo psiquiátrico, ambos aprobando con nota nuestras respectivas prácticas «a imbécil»; y me despedí de mi hermana, muy convencida de nuestro querer devuelto en dicha estada dominguera, y que he narrado por venir muy a cuento. Ya en la puerta del cochecito del hortaliza, me preguntó Clara muy intrigada, y plena por el renovado consuelo de una hermana para siempre recuperada: —¿Y por qué lo llamas El relato total? Nada es tan somero, nada puede englobarlo todo por mucho que lo pretenda. —Tienes razón —aduje yo—, pero El relato total que Ruta crea no es total por que todo toca, sino porque aquello que roza lo agota: es total porque todo lacayo que lo lea, sale de su alma, y desde las afueras, desde las pendientes del mundo, deja de ser lacayo. Así es mi sueño rutilante. —Elena, atrevida hermana: «eres la mejor semilla de la tierra» —y se marchó. Horas más tarde, en la cama, leía Clara. Y ufanísima le comentaba yo a mi Amadis querido, «mira cómo reluce la desunión acuñada por tu amada», y a Pisaduras le acariciaba el cuello que él agradecía con relincho poderoso, «¡hala caballito que nos vamos del segundo imperio!, ¡qué bonito eres y qué fuerte!». Magnífico sonaba el silencio de los escuchantes, por Ruta retenidos, prisioneros de la historia, más por admiración y recato que por el respeto que ella infundía; y con sus codos muy labriegos semiapoyados en la mesa querían saber más. Los dos guerrilleros, amordazados seguían a la columna de madera, humillado su ser pendenciero por el último vapuleo. Pidió el anciano portavoz la palabra: —Ruta dividiva, desflémanos nuestra ignorancia, que por muchas vueltas que le damos no se le ocurre a estas seseras —a las de todos los escuchantes el anciano referido—, qué pudo pasar después: ¿dónde se encuentra el caballito Pisaduras que nunca hemos conocido?, ¿cuándo y cómo nació tu Andurrio de azafranados mofletes?, ¿cómo se te vino El relato total perdido y que ahora posees?, ¿cómo llegaste hasta nuestra disposición la mañana que llegaste, tan deshecha y por hechos maltratada, a cuestas con tu niñito, y ramaleada la potra que ahora conocemos como hija de Espartaca?
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—Anciano lamedor —contestó ella para todos, sobrehumana, muy chula de soportar tan bien la mole de nostalgia que arrastran los finales—: la historia se acaba; una carrerilla le restan a mis avatares, una ristra de desventuras muy amena que no he de tardar en pormenorizaros, habida la cuenta que me hago de vuestro fascinar y de la prisa que a mi destino apura. Caminó Ruta, la princesa de los arcanitas, hasta el portón del gran chozo que abrió de par en par, para que el sol de la segunda albada barriera la humedad por la noche acumulada, y respiró dicha calentura fresca diez veces para destrabarse ella su corazón de unitario latido, por la emoción de ese destino, que como ella dijo, la apuraba; corazón menos firme desde que Pasa (el bucolita semiacérrimo), le acongojara el palpitar con su disgusto, con la decepción de su humanar tan deficiente de cronista, de su humanar de lacayo desarrimado de toda donosura. Volvió junto a la chimenea de relatar y despachó así su última trastada: Poned en alerta vuestras creederas que aunque irritado llevo el bocio de la mucha historia relatada, por Arcano que debo meteros en vuestra repleta meollada esta última restregadura que yo tuve, allá, contra «los sin vello», contra los habitadores de Tierranegocia. Pues no quiera la mala sombra del destino que la muerte me lleve a su intersticio, donde el mundo deja de ser mundo y te nubla la muerte, ya sea con dolor natural, ya con faca clavada en el pecho entre los honores de una reyerta, y mi hijito Andurrio no tenga —cual príncipe birlado—, quien de su madre le cuente. Habían de vengarse las benévolas planicies horizontales de nuestros cascos y pies, respectivamente, cuando se nos encaró a la vista la escarpadura de Volcampún, y la empezamos a trepar, a lo bueno mal acostumbrados: devenimos Pisaduras y yo misma en agotadura y pesadumbre. Ya no era lo empinado, que con esforzada escalada se solventa, sino la textura que la piel de la tierra allí tiene, de blanca como el talco pero de cortante como una daga de cuarzo, amén de lo tórrido por acercarnos al Sol, y de nada para agarrarnos, ni frondas para el reposo, de no ser alguna zarza asesina disfrazada de cactus. «¡Ay de mí!», hubiera dicho Pisaduras de tener lengua humana, pero armado de infinito valimiento no se me despegaba, y cuando a la quietud de la noche nos rendíamos, juntos nos acostábamos para recibir al frío, el cual nos prestábamos el uno a la otra, agudísimo, semejante en tasa al achicharramiento de la mañana. Yo debí arrancarle los ramplones,
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pues allegadas las alturas de nada le servían, más que para patinar y hacerse mucho daño: todo su peso que en el llano le favorecía, aquí en lo escarpado, se le trocaba en fardo de equinas angustias. Y si el subimiento fue penoso y no consentía errata para mi garañón, peor se le presentó el descenso de Volcampún para su ponderoso cuerpo, que en un tris podía despeñarse. No daba paso que yo no le indicara por miedo al vacío, colocándole cada pata en el agujero que más le convenía: «¡hala, bonito!», le convidaba yo a seguir, «que ya resta poco para la llanada». Muchas turgencias descubrí en sus patas al otear las selvosas brañas de Tierranegocia, y de esas heridas, huellas que la soberbia de la roca le hizo, dilucidé yo que nuestros destinos habían de separarse. Con dolor y desgana por lo que le quería, le busqué una intemperie para su felicidad más propicia; unos campesinos que habitaban fronterizos en tierra de nadie se enamoraron de su porte: —¡Por todos los dioses apelotonados! —dijo el jefe, padre y magnate del pequeño feudatario—: digna señora, ¿a dónde te diriges con esa mole? Nunca vimos animal de macicez tal, y tan bello. ¿Lo tienes en venta? —Princesa de los arcanitas soy... Y sin dejarme terminar se arrodillaron todos como era costumbre, a lo que yo, en jarras mis brazos, les asesoré muy seria y escocida: —O enderezáis los cuerpos de súbito hasta la humana posición, o por muy aniquilada que venga, os doy vergajos hasta atediarme, y mirad que en esa labor soy muy compacta. Como la amenaza los dispuso erectos y con pupilas de pavura, les propuse trato muy ventajoso: —Pisaduras se llama el caballazo y como está herido, será para vosotros por una bolsa de oro. —Nunca vimos una onza de eso, hazte la cuenta, pues que ni en sueños se nos representa lo que sería una faltriquera repleta de lo mismo, que por lo que tenemos entendido es rubio y brilla —contestaron ellos al unísono. —¡Por Arcano que sois bien cortitos! —les definí y dispuse—: que el caballo ha de ser vuestro para siempre, más este saquito de oro que yo os doy —y me lo saqué de la toga enseñándoles mi muslo bueno, el más egregio por llevar la pirámide lacerada tatuada, lo que animaba al respeto—: os compro una vida buena para él; a cambio, su candor nunca se agotará con vosotros.
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—¿Y qué es una vida buena al razonar tuyo? —preguntó uno. —Genuina es vuestra pregunta: vida buena es buena vida. Sinónimas son, pues ambas portan la misma moraleja; a saber, que te llevan a muerte buena una vez descartadas melifluas avideces, que el tirano intenta que compremos para preponderarse en su pedestal. «Buena vida buena» es morir de listo, jubiloso de haber sido muy libre, saciando en la «anteboca» miles de sospechosas comilonas. Buena vida es recolectar albedrío, que apenas ganado, se desecha por maldito y escaso, pues al hombre le es natural no estar (como el mozuelo que mama, eructa y duerme), del todo satisfecho. También se llama «buena vida buena, no fallida» a esas miles de comilonas imaginadas en hambres convertidas, que intercambian la desnudez del estómago por el atiborro de su testimonio público, cual digna acidez, con que nadie se enseba de no ser el alma, que come mucho. Tener el cuello de duro, íntegro, ¡que agache mal!, también es vida tal que eso; y no sólo el doblegarse propio, sino que el ajeno desmoronarse de otros cuellos nos desquicie, que por poco que tuerzan en nada son inofensivos: ya no son meras alabanzas, sino empujoncitos jurídicos en los que el tirano apoya, cual almohada, el vicio de emperejilarse, a lerdos constreñir gracias: miles de sabihondos se han grillado intentando pelar dicha redondez, pues lacayo y tirano se confunden, como de difícil es saber dónde acaba el desgraciado y empieza su joroba, bulto en el que el triste engiba a buen recaudo sus complejos, por ser ambos la misma cosa, joroba y desgraciado. Arremeted contra todo parecer que más de un bípedo venere, ya que sólo la idea buena es solitaria: maldito sea el que se hacina, sea en comuna múltiple, sea en monopolio, cúmulos de sesera que derivan en instrumento, declarando lo subversivo a conveniencia. Vida buena es felicidad, y colaborar es su contrapelo, sea por una bolsa de doblones, sea por un puñado de arcanitas piñones: que no os liéis, que lo contrario del hambre no es la gula, sino bazofia digna que a manjar te sabe, o dieta, por más que el estómago lo critique. Sacarle, a mi declamatorio, un vaso de lo que le sobre. Así les dije, y les pregunté si lo habían cogido: —¡Ni una palabra! —contrariados de no entender protestaron todos—, ni aunque en un papelucho lo copiáramos. —No tembléis en manada que la bolsa ya es vuestra —les informé para tranquilizarles—: ya que no habéis pillado ni jota, os traduciré el enigma a «buena vida cuadrúpeda» —y con voz muy queda para su
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mayor certidumbre, les pormenoricé—: mil sobos en lomo cuello y patas precisa Pisaduras para que se sostenga su ambición de caballo noble; hablarle sin gritos ni aspavientos, comer a muchos pocos, no sea que la gazuza que porta acumulada en el viajar, revolvimiento le produzca en el intestino; dos partes de cascarilla por una de avena a medio moler, mañana y tarde, más trebolillo y demás hierbas frescas a lo que él diga, y antes de dormir, hatillo de heno sin cardos ni moho; y con la puerta siempre abierta, para que él se asome a su aguadero según su gusto, lo mismo para con el calor o el invierno, que se regule su libertad de pelo. A cambio, licencia tenéis para uncirle a labranzas, a diez caricias por hora, o la veintena de arreciar el sofoco. También gusta de la carreta, o con silla para lujurioso paseo, o a pelo con ese niñerío que tenéis, que no atinará hacerles daño, en queriendo, de lo delicado que se pone con la pequeñez; pero siempre a filete, que todo lo que tiene de inmenso le falta en sus encías finas. Todo ello, no sin antes lustrarle de las turgencias que yo le hice, sobre todo esa que le supura en el casco, con compresas de vinagre y cascarilla. ¿Está claro ahora? —¡Todo! nuestra benefactora y dividiva princesa. A una sola voz afirmaron y en acatable tono, tan alegres por el caballazo como ilusionados por la bolsa que acariciaban, para mejoranza de sus indigencias opinantes y vocabularias, amén de otras más materiales. Yo pensioné una semana con ellos, para reponerme, no tanto de la agotadura de mis bucolitadas y fundaciones como de lo aguzado de las holladas de Volcampúm, afiladas por lo racheado de sus vientos, cual a la divina onda lanzados entre los collados. Con ellos me quedé, nunca por mi privilegio, o aprovechamiento de regalía que facilitaba mi realeza, que sin regateo podrían mantenerme diez veces muerta con lo que les pagara por Pisaduras. A mi paso por la granja, eso ni que decir tiene, cuchicheaban muy jusmetidos por el respetazo que me tenían. Yo les ayudé en sus labores, y a la par aprendimos, yo de su oficio de justa expoliación de los terruños, y ellos de mi palabrería muy exacta y tangible en la mesa conversada. Se me ensebaron la cintura y el alma, lo cual no tuve en frivolidad por la reserva de penurias que llevaba pasadas. Me impuse yo no quererles mucho por no sembrar lo que, en el futuro, no habría de recolectar y que redoblaríase, con la imaginación, cuando me vinieran ausencias y dolores, pero se me resistió un niñito
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pedorretero y orondo que me embriagaba, que se me hacía como mi Andurrio nonato. De esta felicidad pasajera, que de aventura sólo tuvo sentimientos humanos renovados, extraje yo la idea que ahora os mantiene a vosotros, felicidad impuesta a unos pocos cual experimento, alejados del ahínco verdadero que es la vida, del asedio al lacayo, sea a daga, o sea a su contorno —la palabra— para adquirir humano talle. El remanso que habitáis, mis queridos escuchantes, más allá de toda disputa humanita, es el producto de mis desapuros de esa semana, descubrimiento mío para curvarle el destino a la desazón humana: doce familias, doce, en al dedillo y preciso trueque, son las necesidades que todo hombre destrabado y sin embustes requiere. Lo aprendí en ese firmamento de riachuelos sin bullicio: la derechura de lo humano, ya arcanita, ya bestiario o cochambroso bucolita sea, no rondará lejos de la sencillez que nos ofrece la mano, a buen seguro, en barbechar con buen gusto mieses, al acecho de la natural y estrellada intemperie. La octava mañana me entregué al futuro: le puse al cinto mi daga, oxidada de no infringir tajo alguno, y salí de allí hacia la estepa verde, con la ufana componenda de escobar la mierda de Tierranegocia —que por lo que se me prometía era abundante. Llevaba mucha hospitalidad reunida de esas gentes, a quienes al despedirme dije, «que no os parezca poco el destino que os espera, que el mundo enorme, a vos todos desconocido, está a rebosar de lacayos y del asqueo que estos contienen». No hubo rendibú ni ribetes de lo mismo por lo mucho que días antes insistí, incluso algún manotazo adobado con bronca le di a un viejo que se le resistía dicha aspiración. Como comentaba, la octava mañana salí yo exenta de cansancios y con ilusión muy fresca: me alejé al paso mientras los niños me gritaban cosas bonitas, y dejé que Pisaduras me acompañara un rato, sin ánimo de hacer más recia la despedida. Como me apetecía le monté un poco, a pelo y sin bridas, para recordar la cómoda suavidad de su montura, y al llegar a una línea infinita de pedruscos que hacían la vez de artificial frontera, le dije así: «¡Vete fiel amigo!, lacayo por naturaleza cuadrúpeda y no por flemáticos arrestos; vete a tu destino nuevo y quiérete mucho, y date el reposo que esas heridas enconadas e infectas ya requieren, culpa de mi ambición por tenerte». Un beso le di en la grupa descomunal, y una palmada para aligerarle al polo opuesto de mi trayectoria.
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Presa de mis verdades hube de llorar y pagar por ellas, al alejarme de lo amado por mis cometidos, porque es mi carácter la vivienda propia en la que cobijo, hecha de palos, desnudez e intemperie sin perfiles: Amadis, Sempiterna, el anciano Existenciario y ahora Pisaduras, que cada cual a su valía una vida merecían, y apetecíame dar al traste con los heroicos cometidos. De esta inusual manera se adensaba mi penuria. Forrada de todo esto, de un salto crucé la frontera, y tres o cuatro segundos pasaron hasta que cinco soldados camuflados bajo las piedras se me vinieron. —¡Alto quien seas!, ¡defínete! —instó el vocal del grupo. —La princesa Ruta soy, en viaje de incógnito y montaraz para ilustrarme en las maravillas de Tierranegocia —proferí yo a mi burlescas formas—: vosotros debéis ser una brigada camuflada de mierdosos soldados a las serviles intrigas de «los sin seso». ¿Acierto? —Muy charro es eso que dices —me aclaró el vocal con su expresión de morcilla perfecta—: no existe soldadesca en Tierranegocia por carecer en ella de subversivas personalidades que «soldadura» agresiva o disuasoria precisen. Somos una subcontrata de vigilantes disuasorios al acecho de inmigrantes mendicantes, y no al servicio de «los sin seso», que ni me suenan, sino de la raza resplandeciente de «los sin vello». —Me hago cargo, pues gozáis todos de la misma armonía, muy pareja a los embutidos con pimentón que hacen en mi pueblo, que me invocan, como vuestros rostros, a lo andrógino —contesté yo un tanto escurridiza y risueña para mis adentros, de tanto como se parecían a eso, e insté— ya que nos hemos presentado y como la vida es corta, llevadme junto a vuestro jefe, del que no tengo el placer de conocer más que su nombre. —Colócate entre nos y sin despegadura, que vamos a escoltarte —dijo el jefecillo de la subcontrata. Hacía un año que mi daga no temblaba por no presentársele insolencia alguna. Ordené tregua a mi cinto y dejé que me escoltaran amagando mis odios y simulándome muy recoleta. Les conminé a que abandonasen su trato etiquetero, y que de tener prisas se me adelantasen en dicho romeraje, en miramiento al trajín que yo traía en mi vientre: un año de preñez bestiaria entre los silenciosos adictos a Bivalvo, tres meses de huida por el desierto, tres meses en la prisión de Bucolitas con mi compadre Esclarecido Pasamanos, con su año de fundaciones y adve-
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nidas conmemoraciones, más las penurias en atravesar Volcampún a la vera de mi adorado Pisaduras... en sumatorio, a mi afanado útero, desde que me asemillara de malas maneras el apestoso Expectoracio, se le cumplían casi tres años. Empreñación inusual si se compara con lo que a otros vientres le es natural, mas no cundía, por mucho que yo me esforzaba, tal creación: sea por la genética lucha que en adentros míos se entablaba, sea por la donosura del escroto que me parió, o sea porque a mi gelatinoso Andurrio en atascarse le daba. Cortés se mostró el pelotón de «los sin vello» en esperarme, para que no me perdiera yo entre aquellas soledumbres que tan extrañas se le hacían a lo que, en viajar, yo tenía visto; al viajero le pasa eso: le duelen las entendederas de lo mucho desconocido, máxime si al paisaje le rige la cochambre, si el novedoso albedrío que se visita es el propicio a la chumbera. —Pocos árboles tenéis por estos lares —comenté yo muy guapa como iba, con mi capa de cretona y puesta la capucha, para que el polvo no me deshiciera los pelos. —Tenemos los justos, y a Onzodoro gracias —así se llamaba su mandamás, y en orgulloso tono siguió la morcilla— desde que este definiera, el muy talentoso, la teoría del Oportunismo, la cual se la figuró una noche encantada. Temiéndome lo peor le insté al encargado de la subcontrata disuasoria y fronteriza que me lo explicara, amén de darme su nombre, como la buena educación establece. —Me llamo Nefando y de apellido, Salchicho, como mi padre decidiera sin calentarse los cascos —dijo el embutido de aspecto y alma, y por apellido de opción paterna. Al instante de mi carcajada, continuó el lacayo—: detén la burla, princesa de los arcanitas, que tenemos permiso para usar la cachiporra, o subcontratarla a un especialista de obligarlo el menester. Metí la carcajada en mis adentros por no sotanearle la morcilla que por cara mostraba, y continuó: —Es la teoría del Oportunismo la salvadera que compuso Onzodoro una noche en trance visionario, y reza así: «por ser los nacidos sin vello privilegiados entre otras chusmas, y atenidos a la dictadura de la precariedad de la carne, se dictamina un sinsentido no apropiarse de lo que le llega a la mano, siempre a mis normas subyugado por mi envoltorio de mandamás, y el que venga detrás, que se joda». Por eso
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no tropezarás con arboleda ni pingüe ni chica, pues esta ley otorga que quien tenga por voluntad cobijarse bajo un follaje, con sus manos se lo plante, de no interferir a superior norma. —¡Maldita sea la mamadera de la que estás preso, Nefando Fiambre! —aduje yo malhumorada, por mucho que decidiera contenerme—: maldito sea quien, por creencia o gustazo, entregado vive a cualquier sistema, aunque abundante sea el alucinamiento que eso produce. Tal cual sentenciéle yo, muy percatada de haber dado con uno muy listo, afanada en que el Nefando me enseñara lo que a mi sabiduría le faltaba al respecto de dicho imperio, que era mucho. —¡Ojo, princesa de lo obsoleto! —protestó el sabihondo—: no confundas Fiambre con Salchicho, que pese al parecido, ofensa es tergiversarle el nombre a quien lo tiene por preciado. Y al respective de eso que apodas «sistema», nada parecido aquí existe desde que se concibió La Martingala, o séase, «bonanza de todos, aunque de unos pocos, más». Es La Martingala una transparencia bien comandada por nuestro edil Onzodoro: ineluctable es tal creación en cuanto al destino, pues nada mejor se nos ocurre, y amadísima mucho por todos sus angustiados. A ninguna mente, que yo sepa, en lo referido a la necesidad periódica del atiborro, mejor perspectiva puédasele ocurrir. ¿O qué propone su eminencia arcanita para los retortijones estomacales? —Ya te lo dije, asqueroso enculado —aduje notándole ansia y ganas de salir a mi desusada daga—: que ningún sistema o Martingala merece que hombre ninguno le ceda favores para serle propicio, pues la claudicación del lacayo son las aletas del tiburón que tiene por fauces las leyes que se inventa; o más fácil: eres, cual adicto en mamadas lacayas, lo que a la fosa de la mierda todo su contenido y condimento. Presto el morcillo imberbe a empuñar con malas maneras su cachiporra, le masculló un secuaz a su oído, serenidad y calmazo, no fuera que se desatase mi famosa furia, o la de mi padre Sorna Negra, a quien, invadir por invadir, no le importaría hacerse con este cagadero. Así, más tenue de arrestos y aguada insolencia, dijo el Salchicho: —¿Y qué se te ocurre en lo de paliar hambres? —¡Dieta! aconseja la moral del joderse, pues por flaqueza de vientre no se muere uno, cuando los mandamases, adictos a su sensibilidad y acostumbrado atiborro, ceden primero, al no ser propensionada su idoneidad a soportar dichos retortijones.
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—Pues yo creía que el argumento de la inanición era irrefutable —dijo sincero Salchicho muy cabizbajo. Y encontrada por mí, en su tragadera una fina grieta, muy locuaz y a la rima que daba nuestro marcial paso, me explayé tarareando: «¡Menuda!, no de menuda, sino de inmensa, es la teta que a vuestras gulas extasía, de la puta Martingala que me atufa y desde las afueras, por Salchicho, señalada». —¡Por todos los orinales de los dioses! —exclamó el embutido al resto de su soldadesca—: que no haya nadie escuchado tan abultada grosería —y a mí referida—: destruécate princesa de esa palabrería, que es acostumbrado, en La Martingala que ensucias, matar a palos por la décima parte. —Entonces, ¿quieres decirme que en este pestilente hondero que habitáis no gozáis de la presencia de un hombre parcial al régimen? —preguntaba yo. —Ni se nos ocurre qué es eso. —Pues un hombre que haga titubear a La Martingala, un adicto aunque sea a medias, y que cumpla su descontento en prisión como cualquier dios manda. —¿Cómo? —preguntaron todos con el gaznate abierto. —En verdad que sois mierdosos —y les propuse—: portadme prestos junto a vuestro jefecillo que yo he de ejercer de eso, cual fuego a la llama se le echa, y yo seré esa piña que le crepite. Y ya no hubo más durante mil pasos: sólo se escuchaba la duda de Salchicho, que era muy interna, si le mirabas los ojos. De los otros, nada puede nombrarse, a no ser las cagarrutas que atestiguaban sus canguelos, por escoltar personaje tan violento para sus adheridos espíritus. Pero al cabo, al paso mil cinco, avisté a un paisano que pendía del cuello, y de un cordel, del único árbol en todo el horizonte que llevábamos trasgredido. Y les pregunté qué era eso «tan parecido a un rebelde ajusticiado por qué sé yo». —Ya te dijimos que en Tierranegocia no hay subversivos, lo que tu apodas «hombres parciales en creencia» —me explicó Salchicho sacándome de dudas—. Ese que ves colgado y teñido de muerte y cetrino,
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se llamaba Sacacuartos y guardó para él las tasas de una transacción, que como la totalidad, deben pasar por las manos de Onzodoro, el cual, nos repercute dichos impuestos en mejoras públicas. —¡Monopolio! —sentencié yo. —No. «Monopolito» se llama —rectificó Nefando Salchicho. —¡Ah sí! —insinué yo con sarcasmo, y para subvertir semántica— no gozáis de Monopolio porque establecisteis el «Monopolito», que debe ser sinónimo de Martingala; al igual que carecéis de guerreros por pertenecer todos a una subcontrata, que es pirueta semántica de «pinches de armas adictos a la Martingala...», ya voy comprendiendo. Y vuestra utopía será acumulación de enseres propios... —No —me atajó el tal Salchicho—. Nada propio nos es permitido, y no por Onzodoro, que ¡qué más quisiera él para sus atenidos!, sino porque es delito no reinvertir el total de los honorarios en amortizar antes el desgaste del negocio, para beneficio de todos: digamos que la «utoposa» (que así se nombra lo que tu equívoco interpreta), es el Advenimiento de la Transacción Global: todo el oro en activo al mismo tiempo. —Tengo hambre —informé yo para que sacaran los bocadillos. Miró Salchicho a otro canijo, encargado de la logística que pertenecía a diferente subcontrata, el cual se me refirió: —Castigadísimo está comer a deshora. —¿Querrás decir a deshoras? —No. He dicho bien, pues única es la vez que se traga, por la crisis detectada en La Martingala, hace ya un lustro, amén de un virus que gangrena los estómagos repletos —me contestó el sub-subcontratado. —¿Y queda mucho para la bendita hora? —Suena un gong en la ciudad —me resumió Salchicho. —Pero desde aquí no lo oiremos —dije yo muy preocupada. —¡Qué va! —contestaron todos al unísono. Casi a un día de andadura, con una noche de dieta por medio, sin más alimento que el modesto consuelo, el que la belleza de las estrellas a mi sensibilidad le prestaba, un ruido infernal se desparramó por el pavimento. Yo, que en mi vida hubiera sentido nada así, pregunté muy desasosegada, y Salchicho se apresuró a tranquilizarme: —Es el ruidazo de Tierranegocia, la imponente ciudad que ya se avista: es el movimiento del oro que ruge, y hoy parece próspero en transacciones.
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Y entre el estridor ruido que zumbaba, allá extramuros, se escuchó claro un gong, a lo que mis acompañantes sacaron de los zurrones un mendrugo relleno por cuatro piñones garrapiñados, y que devoraron a lo que tarda un gas en disiparse cuando hay ventolera, y de ello extrañada les pregunté: —¿Es que sois, además de «los sin vello», «los sin muelas»? Es muy beneficioso el masticar. —¿Y tú, princesa de los arcanitas, extranjera, no has escuchado el segundo gong unos instantes pasado el primero? —Sí —contesté yo muy resuelta—, pareciome el eco, o que es festivo y se come dos veces. —No: el segundo gong marca el final de la manduca y decreta el ayuno. Depende su intervalo de a cómo esté el canje. Atónita, comprendí de un respingo, lo que a mi destino, en cuanto a desventuras, le esperaba, amén de lo famélicos y enjutados de sus cuerpos, cebados entre gongs muy estrictos. Dificultosa se le hacía a mi imaginación desparroquiar a estos mierdosos del tercer imperio, tan adictos a su ralea, que blandir mi daga en el cuello de Onzodoro se me presentaba escaso. ¡Nunca me vi, desde que me desposeyeran a la fuerza de mi Elucidario —o lo que es lo mismo, de mi Relato total—, tan perdida, pues para este «desmonopolitamiento», dicha poda de cavilosidades lacayas, me hubiera venido al vello, nunca mejor dicho. Por querer saber más, mientras cruzábamos las calles entre imberbes que se devengaban unos a otros el oro en doblones, entre corrillos reunidos que se comisionaban por servicios prestados, y otros que en caballos muy veloces pasaban muy cerca a riesgo de atropello, o en carretas de reparto de enseres, y algunos más ociosos que me rendían honores de princesa, pregunté a Salchicho si cobraban mucho por el servicio de escoltarme desde territorio fronterizo. —Está bien pagado —me informó el imbécil—: dos doblones de oro que debo repartir con el sub-subcontratado en logística por mí, quien a su vez deberá hacer partes iguales para las otra tres subcontratas que te han traído. Nueve de cada diez partes de cada subcontratado son para reinversión de la subcontrata, y el resto, remuneración obligada de impuestos por servicio o transacción, y una parte de la décima parte de la otra décima parte es para nosotros, aunque este año la entregamos de buena gana para los pobres, que Onzodoro distribuye redondeándose algún pellizco lógico.
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—¿Y quién pone los precios? —le pregunté yo a su melonada. —Impedancio le llaman, cuñado de Onzodoro, de su quinta mujer y que se granjeó el puesto en oposiciones estrictas entre mil aspirantes. Por una detención tanto... por llamar la atención, tanto... por vigilar seis días la frontera en ayuno pertinaz por la lejanía del gong, tanto. Es este último de los peores recados. Nadie comprende el porqué «los sin vello» desprecian habitar alejados de La Martingala, y si lo reflexionas un poco... lo del gong, ¿verdad?; ¡ah! y por encaminar a reinaza desde los confines, pues eso, dos doblones. —Sois muy ricos —concluí yo penetrada de desolación por lo que se me hacía extravío de lo humano y avenamiento. —No creas, hay que hacer muchas detenciones en aras del rendimiento de la subcontrata. Además, se complica mucho por la movilidad obligatoria de los sectores: yo antes era profesor de Martingala, por eso me expreso a la fina, y antes envasaba frutos secos, y antes tuve subcontrata de fabricación de subcontratas, que es de lo que hay superfluencia de pre-sub-adscripciones. Cuando me cogieron para subcontrata disuasoria de inmigrantes, preso yo de dicho laberinto laboral, vaciaba toneles de licor arcanita. Al final de mi viaje arribamos al monopolito de Onzodoro, con mucha gazuza arrastrada por mi parte, cuya plaza la custodiaban cien columnas, en cuyo ápice una estatua representaba a cada uno de los cien martingalos anteriores al vivo. Una subcontrata en ceremonias y rendibús, a miles de ilusionados famélicos en dicha explanada había congregado, y a mi paso egregio, lanzaban vítores de vulgar chusma, mientras yo me abría un pasillo a neutrales escupitajos —de lo que se entiende que se repartían ecuánimes—, y que acertaban todos por la aglomeración, y les lanzaba consejos negativos, o séase, insultos sin comedimiento alguno, que yo hacía viajar a lomos de dichos escupidos. Cuando penetré en el palacio del principal truhán, vulgar como toda guarida de bribón, acompañada ya sólo con Salchicho, muchos nobles se rindieron a mi paso en más selecta cacareada que la de su populacho, vulgar de contenido, aunque de molde afiligranado y florido: a cada uno largué un enmarranador agasajo negativo, de tasa justa a su sensibilidad. En un portón me despidió el de apariencia embutida, con palabras que mostraban una ranura de barruntada hermosura, ranura de claridad entre su idiotismo. «Princesa de los arcanitas», me dijo susurrante y amable a modo de salvoconducto: «ojo al mayorazgo
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que te enfrentas, que te aprecio, pues mi corazón se ha tropezado con una hermosura inaudita que mi cabeza lastrada me niega». Una sonrisa mía le valió dicha preciosidad, pago por engordar mi humanar en declive. Le dije que me arreglara el escote a su buen gusto, y con delicadeza me lo agrandó al límite de lo reverendo, pues casi al aire sobresalían los pezones, y se le escapó una lágrima apresurada que rodó por la mitad de su morcilla. Yo me giré hacia el destino y entré en el salón, mientras un chambelán me anunciaba a gritos, «Ruta, la insigne dividiva de los arcanitas todos», dijo. —¡Salud! ¡Que alguien me muestre al marrano principal! —exclamé para presentarme a medio empaque entre la insolencia de mi putería y mi valentonada—: es difícil discernir quién es el campeón cuando el cagadero se nos presenta unánime de repleto. Pregunta retórica la mía, pues de fácil barrunto era que el mejor alimentado era el magnate, quien promediaba el salón rodeado de las diez imponentes azafatas que con su belleza enmarcaban la barriga más prominente, que yo tenga admirada. —¡Ruta! —gritó el mandamás para hacerse valer entre su chusma—: ¡por todos los martingalos ancestrales, que muy descobijada de pechos te presentas! Mitiga esa destapada para que te muestre mis respetos, amén de despojarte de la capa, pues nadie la porta más que yo; en mi presencia, se comprende. —Muéstrame la fuerza de tu imperio en mandarme unos alguacilillos de esos que tienes subcontratados para que les rebane sus partes, o que me fuercen ellos a lo que pregonas y me propones. Sangre martingala de «sin vello» he de verter en las baldosas de mármol que me aguantan, en darle toque todavía más charro —y desenvainé la daga dispuesta a morir en público, y para que no fuera la primera impresión de amilanada. —¡Prended y traedme intacta a la respondona! Torpe esgrima era la del escuadrón famélico que me mandara, por lo que enfundé para darles castigo y despachadera a mano, acorde con la tasa de sus habilidades. En unos segundos sólo se escuchaban quejidos, y el sonido de su desorganizada deserción a la escurribanda, portando, cada cual, según donde atinara mi brutalidad, y con las manos cubrían su dolencia: uno corría tapándose su oreja, otros se cogían sus partes raquíticas colindantes por no encontrarse las verdaderas, y un pimpollo armado hasta los dientes corría adelantando a su sombra y con las
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manos en la cara, no por ninguna colisión contra mis manos, sino para esconder la pavura. Otros se hacían los muertos para despistarme. —¡Recoged a los heridos! —gritó contrariado el edil. Yo me acerqué a él, y como no se levantara, lo cual le era natural a su atuendo de sebo, di un puntapié a una azafata y me senté junto a él. —¡Malditas seáis todas, expertas contorsionistas en destrezas vaginales para con el gordo! —de una mirada mía bajaron sus cabezas humilladas. Y refiriéndome a la espesura grasienta del magnate—: no pareces de la misma raza que tus congéneres; sí en lo del vello, que no se te encuentra ni un espécimen, mas no en la constricción de tu esqueleto, que en nada se parece en el encogimiento a la de tu pueblo, ¡Adiposidad!, tras esa vestidura de sebo que te hace destellar, sin rival, como el de más favorecido epiplón. ¡Onzodoro, jefe de este acaparamiento en el que os hacináis!: te saludo y no retrases el plan que hayas pensado para con esta princesa. —Despediría a mis diez famulillas con tal de yacer contigo de lo mucho que me gustas, y sería, dicho acuerdo cónyuge, quien unciría los dos imperios de más valía —osó pronunciarse de tal manera el cebón, y agregó— ¿aceptas, o te mando a las cien subcontratas de mercenarios que darían su sangre por La Martingala? De un salto apunté mi faca a su gaznate y miré los lagrimones de una de sus concubinas a medio sueldo, lo que inexplicablemente me retuvo por ser la única que se amancebaba con el gordo al margen del emolumento; y anublada por el odio, mientras una legión ascendía los peldaños para darme escarmiento, solté mi parrafada: —Sépase que, por Arcano de cuyo escroto vi la luz en primicias, voy a decapitar al marrano, o séase, a vuestro cientoún martingalo. Que no asusta la muerte a quien la tuvo un millar de veces a la mano... Y como se detuvieron los armados de ver dicho asesoramiento y el filo empuñado con destreza, dime unos instantes en reflexionar: no quería yo morir sin ver cumplida mi manía de desencastillar a los arcanitas; y de dar martirio al cebón, jamás abandonaría La Martingala, pues aún siendo «los sin vello» raza de sensibilidad gallinosa, en ofensa de asesinato al jefe, no les amilanaría ni el miedo que le tuvieran a mi padre. Enfundé y caminé unos pasos adelante para aceptar el vapuleo que por mi bravata era ya inevitable. Me sirvieron más de cien golpes, casi todos tenues por la ordenanza de no causar en mí herida de muerte, aunque yo desvié algunos para que cayeran entre ellos.
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El daño era relativo, debido en parte a sus musculaturas habituadas a detenciones de enjutos; incluso, más de cuatro rompiéronse la mano al chocarla contra mi fortificado pecho, amén de múltiples acalambrados que hubieron de retirarse. Me sacudí como para desconcharme de la badana, y humillada como jamás que recuerde en mis travesuras, me amarraron a un taburete. Allí me dejaron descansar en expurgación de mi deterioro, más profundo en trastorno por mi denostada fortaleza en entredicho, que siempre fui yo risueña de merecerme; me musitaba a mí misma muy indignas consignas por el acopio de palos, sobre todo por ser ellos unos mierdas, no por la cantidad devengada, que aunque pareciese a ellos aparatosa, en más se asemejaba a una fina llovizna. Mientras tanto entraron a un copista subalterno de una cadena de subcontratas que había cometido nepotismo con un cuñado, al que hizo interino sin ser optante al puesto, además de otros delitos, y le hicieron un juiciote. El enjuto que se llamaba Pecunio se eximía a sí mismo de la falta por haber quedado cojo, lo que le impedía para el trabajo por los dolores, por lo que pidió refuerzo al cuñado. Después de muchos testigos y refutaciones, de ello, quedó en libertad, cuando se subió las faldas y mostró, de la rodilla hasta abajo, su pierna en llagas gangrenadas muy fétidas, aunque no quedó claro por qué no subcontrató a otro menos allegado. Pero luego un pasante de Onzodoro le acusó de falsificación: el tal Pecunio pintaba a mano cromos tamaño gigante de los cien Martingalos, y en uno de ellos, pinceladas subversivas traicioneras dejaban ver un incipiente bigote, lo que constituía herejía civil, al no existir en La Martingala de la otra: que no hay anatema religioso donde no asoma un dios ni grande ni chico, al no tener más divino que su apestoso Onzodoro laicizado. El pasante pedía la muerte, Pecunio aconsejaba para sí la piedad, y propúsose a trabajos duros en sectores gratuitos, y Onzodoro sentenció destierro. Cuando sacaron la estampa del Magnate célebre motejado Abundancio Fortuno, y mientras se alejaba en lágrimas el condenado, solté una risada escapada de mi gracia natural. —Ja, ja, ja... hacéis cromos de tiranos. —¡Calla!, homicida de pareceres. Se refería Onzodoro a mi feliz desencastillamiento de los bucolitas, que hice crepitar, cual pedrusco que acierta el centro de la hoguera, con el afanamiento de mis fundaciones.
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—No es mejor el parecer en que La Martingala se sustenta. —El parecer que nos sustenta ha devenido en tradición gracias a su antigüedad —adujo Onzodoro sin intuir el hondero en que caía. —No hay conocimiento que no esté a la mano, siendo el contacto la primera regla del conocimiento; contacto que has negado a tu raza con el invento de las subcontratas, y que les hace eructar de ignorancia al verse alejados de las cosas propias que engrandecen: «profundiza en cualquier sutileza», profirió el sabio, «pues todas participan de la donosura universal». ¿O es que niegas, gordo petulante, que en cada semilla puso la Naturaleza todo lo que a nascencia se refiere? Al que sabe mucho de una cosa, cual torbellino, le vienen las razones de otras: sólo las gallinas picotean en tesonera imbecilidad, por serles de ineluctable destino dicha talladura moral. —Ruta, ojo con el fuego que pasas por la mano. Aquí condenamos por la mitad, como si eres lista, te habrás percatado con el asuntillo de los cromos. —Vanilocua es tu palabrería, o séase, traducido a tu enjuta entendedera: ¡mierdosa! —proferí yo, que ya recuperaba el temple que me define—. No se diga nada más, de no ser el plan que me espera, pues el primero, el de desposarme con el jefe del cagadero, queda de momento descartado. ¡Desamarradme para que en digna postura pueda yo decidir!, amén de mostrar mi encanto. —Jura por tu padre que no has de acercarte a mi cuello. —Lo juro, por la única famulilla que soltó medio llanto cuando vio tu gaznate en entredicho. Así pasó, aunque diez subcontratas antidegüellos mantenían un retén por si acaso. Magnífico resonaba el mutis en la sala de los peludos nobles. Con fabulosa voz epiplónica, más que gutural, habló el gordo: —Dos angustias se me ocurren para desbravarte el pulso: una, puedes habitar nuestra hospitalidad y ser ama de un palacio en adoración de nuestra jurisprudencia; o dos, retorcerte en una celda durante un año, en soledad estricta, al carecer La Martingala de otros subversivos, que sepelidos boca abajo, ataudados en espinos, aplauden desde su hospedaje mortuorio nuestro ajetreo. Apenas oí esto, me encenagué en un pozo de tristezas anticipadas: ¿a quién le contaría yo mis conjeturas, si no existía en La Martingala hombre parcial al que yo me apandillase?
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—Me pido el dos, que la vidorra me enseba —respondí yo muy rápida, para que no le llegase a Onzodoro ni brizna de tufillo de mi alma prisionera—: sólo una condición requiero que a mi bies le es muy pulsional, para mi privado testaje pupilar de tus adictos. —No entendemos —apuntaron los oyentes. —Un discurso corto os pido para condolerme anticipado del vegetar que me espera —repetí en más sencillo vocabulario. Murmuraban «los sin vello», a quienes repugnaba mi decisión que postergaba lo del palacio para otro momento; y barata la petición les parecía, pues aceptaba yo embargo y torcedura de mi albedrío, lo más preciado que tenga yo visto en la sensibilidad del humano, cual jilguero que se descuelga de la rama de su árbol, y se arresta en cochambrosa jaula. Maravillados los escuchantes por dicha juglería de aconteceres tan increíbles, pero inquietos por sus estómagos sonoros que reclamaban algo sólido, y faltando pocos minutos para que volviesen del laboreo los jóvenes, instaron a la princesa a que epilogara su perorata. Ruta les repitió aquello de que «la verdad soporta mal cualquier resumen»; mas, segura de no soportar un nuevo despedimiento con su pompa y martirio, de los agradecidos componentes de la comuna, y menos aún repetir lágrimas por su Andurrio —que bastante embrazilado y ñoño estaba ya con su madre—, se encaminó a despachar su final sin tropezar en pormenores. Por Arcano que antes de un rato yo me habré ido, y gozará del correspondiente masticatorio todo estómago que ahora no resiste dicha añoranza gustativa. Como decía, antes de apearme del Monopolito pestilente de Onzodoro para aprisionarme a disposición mía, lancé a los tontuelos presentes mi grandilocuencia, a ver qué: Pimpollos y pimpollas, martingalos y martingalas, filigranas que la Naturaleza, una noche que sufría entripada, al haceros el tegumento, la muy torpe, olvidose de los pelos: ¡malditos seáis vosotros y vuestra estampa! No desmerece en nada la repugnancia que me dais, a otras comparada que bestiarios y bucolitas me ocasionaron, y a quienes desacolité de sus respectivos aglutinamientos: os juro por la mala sombra de mi
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padre, que igual de expedita me propongo ser con vosotros en lo de desgajaros del gordo al que os arrimáis entarquinados: pues sabed, mierdosa muchedumbre, que al acaparador y a sus lacayos, la misma proporción de culpa les caben, por participar la edilidad del tal Onzosebo de puro tocino, y vuestra iliterata asnada, de la misma ascosidad, cual burbuja de agua, que en trance se esparce por la charca, al suponerse parte de lo mismo. Borregada plena de entresijos y farsa sois, a los dictados de vuestros usureros pegados, cuales gregarios que destino común y multitudinario anhelan, como si espiga de trigo fueseis, conformada con parecerse a millones de compañeros. Soy la princesa Ruta, homicida de pareceres, como me pusiera el gordo, desacolitadora de seres adhesivos: a vosotros lanzo mi dogmatizante encomienda: desasíos del miedo a la muerte, acollaos con otros por simpatía y abandonad la locura, pues cerquita de la fantasía que se nos hace inaccesible está la vida, y no sin antes refutar al marrano con una huida masiva y espontánea, que produzca en el mundo todo un bello y atónito chillido. No han de poder los hombres verdaderos sumarse a una convidada que les desmerece. Recoged, cual errante, de trozos de destino, unas pizcas dignificantes, y habitad nueva escala, exenta de tratamiento de tirano, que sin batir la sangre, coloquen al mandatario en su puesto corregido, para irrisión mía, abajo de ese ápice que por vocación creasteis. Con este sonsonete peroraron mis entrañas, a demasiada verdad para orejas tan escasas, y escapándoseme como entre los dedos, que acólito alguno se me uniese, al picotearles en el humilladero. Abucheo unánime por respuesta me mandaron los tristemente mortales, en aprendidas consignas, de las que mi oponible carácter pleiteante no dejó escapar una sin contestar, mientras una subcontrata de engrilletar, a empujones, me sacaba del Monopolito, mientras me juraba yo volver con mejor azar y suerte. Como estruendo resonaban las voces de la chusma: —¡La felicidad en Tierranegocia, de los martingalitos buenos, no conoce parangón! —a una sola voz la muchedumbre gruñía. —¡Y una mierda que os comáis!, de cogeros en la molleja que tenéis por buche —gritaba yo a modo de canción. —¡Arriba el comercio libre!, ¡todo era muy bello hasta que se vino la dividiva arcanita! —vaneaba el coro de la turba.
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—¡Eso... arriba el comercio libre! —les repetía yo—: que dicta, «siempre habrá otro imbécil que te sirva más barato». —¡Es La Martingala neutra, sin dioses, el mejor mundo posible! —sentenciaban ya contrariados por mi labia. —¡Sí, sí!, así es La Martingala, como el agua: incolora, inodora e insípida; es decir, marrón, que fiede a cagadero, y de sabor, de espeso indescriptible, a medida de boca de los martingalitos necios —les porfié en última instancia, con el último empujón que me sacaba del hemiciclo. Esa fue mi contactada con La Martingala, y no imaginaba qué podría hacer esta servidora para iluminar dichas tinieblas, ni para subvertirle el rumbo al destino que con tan brutal asociación me apuntaba, sin lo cual mi hado no cumpliría su plenario cometido. Me metieron en el castillazo, vacío de reos por lo que había contado Onzodoro «sepelidos boca abajo, ataudados en espinos...» y ello hacía del imperio una mole como el acero, imposible de derribar, sin proscritos que se opusieran; al menos eso me parecía al patear en solitaria mi hospedaje nuevo. «¿Hay alguien más?» le gritaba yo a los muros helados que me devolvían intacto mi eco. Varios días tardé en recorrerme el castillazo, cuyo silencio me expoliaba toda imaginación y sutileza: la soledad tiene eso, te desnuda el alma, empequeñeciéndote con diminutas mezquindades, cual máscara que te invade los adentros. Creí volverme tocha, hasta que una semana después, entre los arcos que daban al pasadizo de la sala de las torturaciones, de los tormentos que en el pasado efectuaron martingalos anteriores, cuatro voces ancianas, me revivieron. —Definíos los cuatro —les insté desde lo oscuro—: ¿sois martingalos o decentes humanos? —¡Qué más quisiéramos que ser algo! —exclamaron—: dos inofensivos subversivos somos, con nuestros respectivos ecos, por lo que te parecemos cuatro. Acércate quien seas —me propusieron sus enjutas voces ataviadas de desesperación. —Soy Ruta, la princesa arcanita en trapisonda tremenda, a la zaga de noble destino, muy tentada de mitigarlo y mandarlo por ahí, de tanto como se me niega. —¡Por los diez Talentos de la Aldea de la Razón! —exclamó el más anciano.
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—¡Existenciario, amigo Existenciario! —le chillé yo en abrazo a toda mi fuerza y remembranza de desventuras. Una hora estuve llorando sobre él, al igual que, hacía años, después de la tarquinada vaginal que me ocasionara Expectoracio, y antes de hundirme en la sima de los bestiarios. Cuando de la alegría nos calmamos, dijo mi querido Espíritu Desvelador: —Mira, Rutita, este es Necesero, que apódase Juan —apuntando con su dedo al otro indigente, que pese a ser más joven, bien sus sufrimientos en el rostro se lo ocultaban—: el único hombre parcial que tiene vivo la asquerosa Martingala. Carecía Necesero de ideal verdadero, por tener la imaginación presa de la urdimbre martingala, hasta que yo le hablé de ti y se hizo hombre. ¡Déjale que te abrace, pues va a morir! El enjutado, de mucho agobio respirado, había sido adicto modesto y a medias, que no le vino la espantada total por sonarle demasiado los gorgoritos del mercado libre. Le coloqué en mi regazo y descansamos los tres —no sé el tiempo—, crujientes de alegría por tenernos. Mientras, Existenciario le explicaba al moribundo Necesero: —Esta es mi Rutita empollona, que tres veces, en su vida plena de desventuras y sin holganza material, tres, ha lagrimeado en mis faldas: la primera por la muerte de su Amadis enamorado, cuando yo le encargué un Relato total contra los meollos; la segunda, fue recién estuprada por un gigante semental que ella mandó a criar narcisos de varios bocados, estuprada y muy apelmazada de sesos y por abajo; y esta es la tercera, deshecha de anticipar su sufridera en culpabilizar a este mundo. Y aquí la tienes ahora, Necesero, hecha una mujer enfrentada al imperio más descomunal que se conozca, dispuesta a ponerle emparchamiento. Fueron días muy felices, hasta que al mes, en mis brazos, perdía la idoneidad humana el subversivo parcial de La Martingala: se moría el tal Juan Necesero. Existenciario, naturaleza de letras, no podía mirarle la cara a la muerte, y dio en alejarse. Yo alisé su alma moribunda para que expirara sin pericias ni remordimientos: —Déjate llevar Necesero, y no luches contra la marrana muerte, que has vivido honestado, y rebanaré un cuello en tu nombre. —No, por El Martingalo Bueno Desconocido, no lo hagas: desencastilla a mis hermanos, no por las bravas, sino con el semblante de tu palabra, que tengo bien entendido que es, de muy estricta, mágica.
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—Muere a gusto, Necesero, déjate marchar desanexado, y escúrrete —le aconsejaba yo para que el último estertor le aliviara la longitud de la cabronada—, mas deja ya de respirar. —No, Rutita, déjame en mi apuro —iba a sutilizarme sus eufemismos de su ser semilibre y parcial hombre, aunque exquisito—. Mira, princesa bellísima de los arcanitas: voy a glosarte los aislados beneficios de La Martingala, pues no es todo nebuloso e impugnable. Conseguimos sacar a los dioses de nuestras vidas, pasar hambre equitativa (ni un piñón más para nadie), y depender de nosotros mismos, con el logro de las subcontratas, amén de asistencia sanitaria... —¿En qué consiste? —le pregunté yo temida de lo peor. —Pues a todo martingalo que no tenga deudas se le regala muerte indolora, cuando está enfermo —y continuó explicándome el «decreto de no zanganería»—: yo no veía bien que se expulsase a los que no fraguaban negozuelo próspero, y tampoco que Onzodoro dejase cien miserables de retén para que a los demás, cual ejemplo, se nos mostrase la pobreza. ¡Júrame que opugnarás sin quebrar los logros! —Lo juro —mentí yo haciéndome cargo, dispuesta a retirar la promesa si el viejo resucitaba. Y murió el rebelde tibio, y con el fiambre aún en mis piernas, grité, «¡y una mierda!: juro desencastillamiento completo de esta Martingala, aunque se me trague la vida entera». Asesorada por Existenciario que hizo mi enceldamiento muy llevadero, lancé a Onzodoro mi primera propuesta, y custodiada le visité en su palacio, pasado el primer año: —¡Hola Adiposidad mondonga!: propongo crear una escuela del ocio, que yo dogmatizaré para que cada martingalo pueda leer a los clásicos una hora al día. —¡Imposible! —sentenció inamovible el gordo—: a raudales se establecerá el ocio cuando yo diga, cuando rebote la crisis y retorne la bonanza del oro, la esperadísima mejorana. Por cierto —me propuso— ¿firmas el finiquito de antisubversividad? —¡Ni hablar! a mi enceldamiento vuelvo, que no soporto el tumulto. —¿Y lo de desposarte conmigo? —¡Jamás! —le contesté con recuperada ilusión de rebanarle el cuello.
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Al año siguiente volví con la segunda propuesta en mi mano: —¡Buenos días, Adiposidad gasterópoda!: establece el trueque como alternativa monetaria para los indigentes. —¡Prohibidísimo!, no cuela reinaza: eso provocaría economía subterránea —contestó el tirano, y me propuso de nuevo que estampara mi firma en el finiquito de mansedumbre. —Volveré mañana —le dije. Existenciario había cumplido su promesa de recuperar para mí los objetos personales que habían de darme la fuerza en mi última misionada, la ya conocida obsesión que a mi idoneidad le era irremediable. Se adelantó la ancianidad de mi protector y se le escapó el aliento entre mis brazos, los que tenía yo muy habituados ya al semblante de la muerte. Indispuesto me dijo: —Rutita, este enceldamiento te va a matar: tendrás que acogerte a la astucia por mal que la tengas vista. —¡No! Haré otra propuesta más. —Tú me has enseñado la extraviada voluntad que el humano dejó en la encrucijada, por intereses vanos. Eres la mejor semilla... Y murió mi Espíritu Desvelador, amante de la palabra. Como el enterramiento era impensable dentro del castillo, le llevé sobre mi espalda a que yaciera junto a su amigo Necesero, ya mojama putrefacta, pese al helor que de los muros dimanaba. A buen recaudo había puesto todos mis enseres Existenciario en una granja, antes de dejarse tomar preso y ajuntarse conmigo en La Martingala: El relato total, capaz de emancipar a un níspero, mi monóculo de discernir almas lacayescas, mi daga envenenada —mortal sólo con rozar la epidermis—, y Galana, la hija cuatralba de Espartaca, la que según me contara Existenciario, murió de mucha pena después de parirla, cuando al exilarme forzosa de mi Arcano, nadie efectuó con ella atropellamiento alguno, lo que a su sensibilidad le era primoroso. A mi alma, por la muerte del viejo, se le cayó un trozo para siempre, como el día que Amadis se sustanció en pedrusco inerte: «la vida está al ladito del ideal», me repetía yo mis propias palabras muy triste: «la vida tiene un pacto con la renuncia, que con cada una, a pedazos invisibles de semejante textura que los átomos de la sombra, se nos derrama. Por eso es necesaria alma muy grande, para ni un minuto habitar desalmados, exclusivamente materiales».
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Con las prisas que da la hambruna, pues hasta el masticatorio se me olvidaba de tanto mojete de sobras como hacía, más las prisas que a mi Andurrio empecinado por salir le vinieron, fragüé un tanto a la desesperada la última proposición, antes de la astucia a la que en poquísimo soy propensionada: —Onzodoro: establece la moralidad y desestima la ética de los Martingalos ancestrales. —¿Es la moralidad individual y la ética populachera? —me preguntó el muy vivo. —Así es —le respondía yo a sabiendas del fracaso de mi propuesta—: la moral es unitaria y tiene por fragancia la de los lirios exclusivos, y no produce ni resaca ni mangoneado alguno. Al contrario, la ética es populachera, tradicional y dicharachera, y transforma al hombre en pinche gregario, por su facultad de aunar destinos (como te dije en el famosísimo discurso el día que nos conocimos), cual agropecuario, que con su hoz, de único tajo aúna cien destinos, en hatillo de espigas incautas. La moral por el aire camina, mientras la ética en el cieno, por su torpeza a la deriva encalla. —No cuela —dijo escueto. —El individuo es grande y diminuta la chusma, por más que a los ojos del principiante le parezca lo contrario —aduje yo con pocas esperanzas de arreglarlo. —Vas de perfecta, y atentas contra La Teoría del Permitidero, que reza: «lo que no haga yo, lo hará otro, y a joderse». Esa es la voluntad populachera aunque los adheridos no lo sepan, por tener negada y seca la mayor parte de su entendedera. ¿Yaces conmigo a pesar de presentarte a punto de reventar, cual globo? —Otro día. —¿Me firmas el finiquito susodicho que te regeneraría como afín y adhesiva? —Prefiero volver a mi hospedaje donde esta noche doy una fiesta. Esta vez fue Salchicho comandando su subcontrata de escoltar reinazas quien me acompañó a mi cereceda, y por su amor me instó a que me doblegara; me metió bajo las faldas kilos de embutido, a riesgo de su vida, y me dio un beso que a mi flaqueza muy propagada le dio por agradecer. Ya en el castillazo me puse a parir, pues mi buche, en atiborro por los atrasos, empujaba y empujaba. ¡Por Arcano que el Andurrio
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que conocéis era lo más bonito que yo hubiera visto antes! Yo tenía poca leche por las avideces coleccionadas, pero como la jalea real en espesura y de alimentaria, y a Salchicho gracias, que apiadado de mis desdichas, le dio por jugarse el ahorcamiento en cebarme. Me subieron las maternales hormonas al ápice por cómo empapuzaba Andurrio, que las tetas, de turgentes, parecían escapárseme del pecho. Crié con prisas lógicas y recogí las hormonas susodichas con paños muy fríos, dispuesta a la astucia y a deshospedarme de la maldita Martingala, en aras de la salud de mi recién nacido chiquitín, ¡que no sabéis con el oficio que le succionaba a mi teta! En poco menos de un mes sutilicé mi treta, que cual sistemática propuesta, y a malas, al jefecillo de la feligresía, lancé, y esta vez, de pura obcecación arcanita, no le aceptaría yo nones. Mi chiquitín iba amarrado a mi espalda, mi cara decorada, mi falda recortada para mayor movilidad y defensa, y mi daga, mil fricciones de cabruñamiento, hasta redondear una esquina de muria: —Hemos venido a la propuesta final, pues se me niegan las manos a continuar en este condominio apestoso, dirigido por un chancho gordo —le amenacé resoluta y presta a morir con mi Andurrio—: mi ahínco me manda hacerte una oferta, que de negarla, por mi retoño, que no moriré a solas, ya que a un ciento habrán tus esbirros de enterrar, lo que tú no verás, al ser de los primeros. —No quiero matrimoniar contigo ya, pues mi libido se siente al soñarte acongojada, pese a que esté en ti consumada toda la belleza natural que yo haya visto en estos y otros muy lejanos lares; ni puedo concubinar con mis mujeres de tanto como mi sensibilidad varonil te ansía. Tampoco necesito ya tu finiquito de adulación martingala porque ha prescrito: mis consejeros, temerosos de tu fuego aconsejan que te vayas con viento fresco. Márchate con tu rapacejo y no digas que Onzodoro no es aplomado, magnánimo, benévolo y... —Ni hablar —atajé yo al sentirle recular—: Ruta no ha de escapar de aquí por mucho que te tiemble el escroto y demás. Esta arcanita no abandona mangoneado alguno sin dejarle huella. Acepta mi propuesta años meditada, a sabiendas de ser la mejor, aunque te mandara otras simuladas, y recuerda lo denegatorio que te mostraste en las anteriores; además, lo quiero sin matices: por todas las melenas de los martingalos, que Ruta quiere echar raíces en este principado, y gozar, sin privilegios, de negocio propio, con derecho a infinitas subcontratas.
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—¡Denegado!: no lo permite la legalidad martingala, ni a transeúntes, ni pordioseros —sentenció Onzodoro incauto mientras a su oreja, un consejero le ejercía, bisbiseante, su lamedor oficio. —Pues ponle un parche a tu mierdosa jurisprudencia, que cien muertos, por lo menos —amén de múltiples doloridos—, bien lo valen. Yo te lo dicto ahora mismo: «pueda cualquier peludo o princesa arcanita ostentar en este cagadero el privilegio de forrarse». En un mes me puse al día en libérrimo comercio. Contraté a Salchicho, único amigo que tenía en La Martingala, y le nombré director de mil subcontratas, fundadas a su capricho, a más de treinta diarias, amén de inventar un método para impulsar las ventas: consistía en ir casa por casa convenciendo a los imbéciles de una inaudita necesidad, luego empapelando las calles de estampas, y a gritos de mis subcontratados por cada rincón de Tierranegocia. Llamamos a esta disposición «vociferación de chupadera», en honor a mi Andurrio que se criaba como un animal. Cual desagüe que se vacía, marchaba el negociado en espiral muy beneficiosa. Cuando comenzamos la fabricación de alcancías, ya todo el mundo quería una para cada miembro de su casta. Incluso para los niños, hacíamos una de barro muy corrompible, con la cara marrana de Onzodoro esculpida. Proliferó veloz mi teoría del ahuchar, «para paliar la crisis» decíamos. Plañideras a sueldo, en exquisita dramaturgia, fingían ser desgraciadas por no tener ellas su hucha. En pocos meses no circulaba oro, escondido este en las infinitas alcancías, y Onzodoro enloquecía por no descubrir el secreteo que manejábamos, ni por qué las subcontratas disminuían en número. La quimérica «utopasa» que La Martingala promocionaba, como el día de la Transacción Global en el que toda onza circulara al tiempo, se desvanecía. El obsesivo ahuchamiento reventó los precios, al no consumirse servicios, y el engorde favoreció la rebeldía: los estómagos comenzaron a ensancharse por el movimiento de caerles algo, pese a lo pegados que la imaginaria crisis los tuvo. Resumiendo: fuimos felices el último año de La Martingala, y salimos en tropel junto a otros mil, que ni conocía, ni me endechaban pena alguna de lo culpables que se me hacían. Hecho añicos el mangoneado salimos mi Andurrio pedorretero y yo, y sólo de la fidelidad de Salchicho digné despedirme. —Ruta, dividiva: llévame contigo por amor, o para ser tu esclavo.
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—Querido Salchicho —le contesté yo saldando cuentas—: gustosa te llevaría como guerrero, pero por lo que te aprecio, te mando a ver mundo, y a crear, en otros cielos de abrasador sol, o de nocturnino firmamento, tu inclinación y destino. A Onzodoro le adelanté cuando reposaba bajo un algarrobo. Demacrado y delgado conservaba aún la mirada de un tocino, pero extraviada de sus ojos la ferocidad: le di una coz y ¡a senderar! Muy contenta llegué a la granja donde se encontraban mis enseres y mi Relato total, imprescindible para la misionada que me esperaba. Di a esas gentes las gracias, manoseé mi libro, lo que me donó fuerza desigual, y no me pude dominar: salí sintiéndome de veras poderosa, con Andurrio a la espalda, dispuesta a acoplar mi montura a la de mi nuevo corcel. Al galope, con el pecho de Galana fingía atropellar lacayos que se me representaban como juncos, escorzoneras gigantescas, arbolucos, y riachuelos a los que me lanzaba pinchándole su agua, para demostración al Andurrio de lo que sabía hacer su mamá. Sentía la montura de Galana a similar usanza que la de su blindada madre Espartada. Los escuchantes no podían ni creer la historia tan inusual de palabrería, voluntad y dagas, que Ruta comenzara la noche anterior, cuando, con esa concupiscencia y realeza les mostró la pirámide lacerada a fuego arcanita tatuada, en su dividivo muslo. Ruta, a sabiendas que de todos los imperios, el de peor saña estaba por desmangonear, soñó, por un momento, suspender el destino, y habitar la ligereza de dicha comuna luminada por la fortaleza de ella, donde reinaba la paz; amén podría, jugar a la peonza con su Andurrio. —Escuchantes pacientes con mi manera de narrar, presa a veces de pormenores —dijo Ruta, con esa voz que sale nostálgica del alma para clausurar amistades y otras despedidas—: esta ha sido mi fisiología de los lacayos, que en vosotros lego, por si el mangoneado de mi padre repleto de bandidos verdaderos y mandingas se me resistiese. Habéis sido mi reposo para ajuntar toda la fortaleza desperdiciada en otros imperios, y la más deliciosa de las compañías, propicia para la crianza. —Ruta, dividiva —comenzó el anciano portavoz su misiva, plena de auténtica dulzura—, nadie quiere que te vayas. Tenemos un plan para que lo pienses: zurramos a palos hasta la muerte al dúo de guerreros con los que tu disposición era marchar, y te quedas con nosotros, o si
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te parece peligrosa la proximidad a tu Arcano porque de este puedan venir otros mandingas, nos vamos a otro mundo, ya sea campestre o hacinados en apartamiento suburbial, o en nomadismo perpetuo, si tú lo quieres, sin detenernos dos noches en la misma hoguera. Seremos los acólitos a tu adherencia y juntos leeremos El relato total o Elucidario. ¿Te hace? Una atmósfera dubitativa se impuso en el aire de la sala: de estos momentos se compone la historia, acostumbrada a arrancar tras un desliz...
A Clara, que veía en mañana el comienzo de su futuro, hasta ahora deshilvanado, le vino un crujido uterino a modo de dolor. La duda de Ruta, cual sorpresa, la hizo temblar —¡tiemble con ella el lector—, y tuvo que utilizar una vez más la lógica de lo peor. Crujido ventral y sorpresa moral, ambos, cedieron muy pronto y Clara tersó sus muslos, y siguió leyendo. ...de estos momentos se compone la historia, acostumbrada a arrancar tras un desliz al que resta el inepto sus consecuencias, las cuales, embromadoras, tienen su aliada en la torpeza de no creerlas inminentes. A escasos cinco minutos muy meditativos, despertó Ruta sonriente de ese trance a modo de sueño: —Será mi Andurrio querido —saltó Ruta—, criado por vosotros con la amabilidad que por respeto me tengáis, quien acabe lo que yo deje. Profecía bienllegada, en cuenta tenido, que nació por un encargado estupro de mi padre, y siempre será vencido todo mangoneado por uno de sus hijos, alzado desde el cieno o el mármol, o desde el punto más lejano si lo tiene por acierto. Palabras altisonantes que los escuchantes no entendían. Sabia Ruta, se atuvo a su natural tono, desamarró a los guerreros —que todavía temblaban por lo que propuso el anciano al respecto de la zurradera—, se atavió de sus enseres, abrazó su arma más poderosa entre su pecho, El relato total, y quebró la confusión: —Me rindo y me doy presa —refiriéndose a los aguerridos mercenarios—: ¡Prendedme y escoltadme, y que comience el ayuno! ¡Vámonos lamedores, que quiero llegar pronto a la invasión!
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Respiró Clara ante el rigor y la valentía, lo cual, salvando las distancias y sin ser gran heroína, sino simplemente humana, la obligaba a revisar todo el asunto de su nómina, y lo que esta, cual pequeñita letra ilegible de contratos, de colaboración indebida suponía. Clara pasó la página de su relato favorito y se le desplomó la avaricia por querer saber más: páginas y páginas en blanco, que ya no permitían asomarse más al destino embriagador de Ruta, la princesa de los arcanitas todos. Mientras tanto, yo por fin, me sentía disponible para vivir, al escapárseme en desbandada la zozobra de verme tan sola, pues a mi hermana había reencontrado, tal y como relaté. Atacada de euforia, fue esa noche cuando, en decisión nada forzosa, me prometí escribir la historia que ahora se acaba; así, como asesino doble que de un disparo mata dos veces, quise en dicho relato —con el afán cosificador que ya sabrá el lector cuánto me caracteriza en lo de decidir qué es crucial y qué no vengarme de la psicología, a quien tanto odiaba, por el daño que me hiciera; y a la narrativa, hoy día a la ñoñería propensionada, aportarle mi aliento nuevo. Remordida de conciencia, Clara, arrepentida de haber pertenecido a la banda de los humanos equivocados, y ladeada hacia el lado oscuro de las cosas —lo que había abierto dos orillas entre nosotras donde sólo cabía una—, hizo de su cubículo, donde vivía su niñito, un islote imposible de soportar, y al prematuro Andurrio que llevaba dentro le dio por escapar. Demasiadas emociones hacen eso: una humedad cálida te moja los muslos y rompes aguas, como es natural. Siete meses justos —ni un día más— se cumplían del fornicio con el pisaverde, salvando el desfase horario, por ocurrir dicho lance entre cuerpos allende el charco. En ese momento de ternura, miedo por el sietemesino, y de agobio extremo por lo inminente —según me dijo ella años después—, comprendió el acertijo que las páginas en blanco del relato de la princesa suponían: no podía el destino total revelarse, pues destino y «mundo serán lo que nosotros queramos». De nosotros dependen los matices. Según me contó una partera días después, entre una explosión de esperanzas nuevas y dolores, gritaba Clara: «que venga Elena, mi hermana, la mejor semilla de la tierra».
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No lea más y dese por satisfecho quien ya tenga bastante. Arrójelo quien lo note innecesario, pues una vez imbuido en nueva corajina, le pueda un escaso final robarle lo que primero le regalara, o lo que es lo mismo, quien lleve el coraje apegado a un «depende». No así quien, dispuesto a pagar el precio de lo que las cosas valen, sea inmune e incapaz de irritarse porque se anuncie un futuro escaso y fracasado. El coraje sólo es amigo del presente, por eso nadie muerde lo podrido, de tenerlo en mente por seguro. Sólo para el esforzado lector, que imitando la recalcitrante actitud de una madre, de embrollos quiera saber más. Diecisiete años después, en una habitación decentemente decorada... Diecisiete años después, en una habitación decentemente decorada, una muchacha de diecisiete años de edad e inocencia, empujada por la justa pretensión de hacerse valer, o lo que es lo mismo, que quiere del caos de este mundo participar, escribe la primera página de su diario: martes Mamá dice: «quien escribe un diario es tan imbécil como el que hace un crucigrama», y mi tía, más estricta, lo compara a quien cuida de su «asqueroso jardín». ¡Mi tía Elena... mi tía Elena...! aquí la tenemos muertecita y mañana la vamos a enterrar. De nada sirvió pordiosearle clemencia a su larga y sorda enfermedad. Yo creo que se puso mala de lentejuelear en exceso con la «hermosura de su odio». Al menos eso es lo que decía mi madre, «que se la iba a llevar la tirria que tenía a los criminales, de una congestión», porque para ella todo conocido era un criminal. Mi tía de joven era bonita pero, tan industriosa en lo del odio había perdido todo destello: ha muerto fea y descuidada, por más que mi
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mamá y yo la hemos mimado, y no se crean que se dejaba, pues no le daba tregua la odiosidad de su alma. Anoche, después de cenar cedieron un rato los dolores y me mostró por primera vez del cariño que era capaz cuando se quitaba el tabardo de su carácter, al que vivía esclavizada como única indumentaria: —¡Acércate Elenita a mi cama! —me dijo—, y deja ese vaso de leche en la mesita. Tú sabes que Clara y yo vivimos juntas desde que naciste, y que tanto tu madre como yo te queremos mucho. —¡Cómo no he de saberlo tía, si habéis hecho de mi infancia la felicidad que todos los niños deberían tener! Pues claro — atestiguaba yo tomando su mano de difunta, descargada de vida. Cerró los ojos un momento como si canturreara una melodía muy difícil, tan extraña a mis oídos que no la podía descifrar. Emocionada al no haberla escuchado nunca cantar, le pregunté qué era dicho sonsonete. —Es Arcanita, la pelandusca leprosa. —No me suena —respondí yo. —No le suena a nadie, por desgracia —y volvió a mirarme abandonando ese pequeño éxtasis y me aconsejó—: tienes que ser muy lista Elenita. Yo, que no solía hablar mucho con ella debido a su mal carácter, me silencié un poco a sabiendas de que esta nueva actitud suya de aparente simpatía podía romperse de repente, pero no pude desaprovechar dicha oportunidad, y di a entender que no sabía qué era «ser lista». —Ser lista es ser valiente —dijo ella entrecortadamente, como cediéndole el paso a su dolor de pecho intermitente, y siguió—: ser lista es ser muy valiente y romper el hielo de la geometría que se obsesiona en ser imparcial. Sólo una cosa nos distingue de la Naturaleza: el lenguaje con el que hacemos juicios de valor... culpabilizar y no dejar impune, siempre un ápice por encima de nuestros instintos; sí, Elenita, instintos que giran todos en el tío—vivo de la supervivencia, y que hoy día se llaman prejuicios, y que nadie desea que se extingan. Son como la sopa calentita. —Pero yo quiero ser imparcial —protesté mientras me tumbaba junto a ella por el cariño que le profesaba y para escucharla mejor, de tan bajito como los arranques de tos a su voz permitían, y continué expresando lo que mueve mi alma—: tía, nada me gustaría más que escribir, pero siendo imparcial, sin intervenir en los relatos, para
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que los personajes sean quienes muestren el mundo que habitamos. Desearía escribir mil historias, ni desde dentro del alma, ni desde fuera de ella, mostrarme original y no buscar la verdad, sino describir sus diferentes deterioros... —¡Qué disgusto me das Elenita! Me cortó ella contradiciéndome, y transfiguró el tono de su habla para convencerme, muy mermada, como malgastando el aire de la última bóveda que a su tiempo le quedaba. Y seguía hablándome como se le hace a un muñeco que no tiene en su mirada intención de contestar: —Ni para morirme he tenido suerte... un relato no puede ser interno, que sólo supure belleza, y quien quiera mostrar sus dolores de estómago desde la perspectiva de su ombligo que le haga una foto a dicha redondez; ¡ni externo!, que recalcitrante muestre las verdades del poliedro. Escribir es como respirar: sólo merece la pena para conquistar desiertos y moribundas conciencias. De no ser para eso, para hablar del mundo en su soledad, merece la pena aguantar la respiración y que viva otro. —Yo dejo las verdades para los profesionales que a duras penas las entresacan de sus respectivos campos pequeñitos —me defendí yo muy escueta. —¿Sabes lo que hago yo con los profesionales... lo sabes? —y como no podía ni moverse enfatizó con su rostro la obscenidad a la que se refería. Yo intenté calmarla suavemente incorporándola para que dejase de toser, hasta que su ahogo remitió un poco, y encendido el rostro por las prisas que a su muerte le entraban, me habló, a modo de sermón apoyándose en su nobleza, que yo no entendía pero que admiraba: —Escribir es querer decirlo todo de una vez, por más que dicha imposibilidad te envenene. Esa es la intención y su travesura. Escribe el obsesivo, el fanático, el que intenta integrar todo el espíritu que existe, tanto al que nos guía desde dentro como los más elementales saberes que se nos apegaron desde fuera. ¿Entiendes Elenita? Las armonías de nuestro pesimismo y las batallas con las que el mundo nos decora; el existencialismo del encuclillado baboso que chilla, «la soledad me acompaña cual colirrojo tizón sin su hembra»... sí, esos que en todas las lenguas nos han hablado de sus dolores, bordándolos con poesía; y la canción universal materializada por el mundo y sus mil caretas:
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careta de goma la del científico, que pisotea toda dialéctica sobre una verdad diminuta subido... careta cristalina la del psicólogo mago, desde la ventaja poliédrica de ser el único que sabe en qué sombrero escondió al conejo... o máscara de «payaso sin fronteras» con la que el político se nos presenta, siempre apretujándose entre los márgenes de los escrúpulos, siempre sin rechistarle a su alma práctica y astuta, cual animal. Yo remiraba esta última llama de vida con mi admiración incolora, como quien se emboba por nada, a ciegas. No era la muerte como yo la había imaginado: serena, en paz y clausuradora de tareas; mi tía Elena moría poniéndose trabas y al ritmo de su rabia. Seguí con ella muy cerquita mientras me dictaba un legado que me hacía sentir muy ingrata al no entenderlo. Los puntos eran sus tosidos: —Integrar todo el espíritu, el que sale de dentro y el que acecha desde fuera —repetía—. Todos los estilos en uno solo: el del adorno que hace enfermar a las buenas razones, de tan barroco en enredos y adulterios, de los que extrae la risa del lector; el del matemático que brilla en su exactitud, muy tautológico en su disimulo, analítico... uno, dos, tres; el del hombre realista aterrado de sus sentimientos, compadecido de las heridas de los otros, con sus pies apegados en la tierra, en el suelo de los humanos; y el estilo fantástico, absorto en su propia tirantez, equidistante entre los milagros y un niño pordiosero de mucha carne y hueso, quien desde su esquina, da una patada remordedora y te despierta, que adensa nuestra alma, siempre entre voces que rebotan, siempre entre la imaginación y la utopía. Entrelazar todos los estilos con las dos formas de escribir: los picores internos que a borbotones nuestro corazón escupe, y la frialdad de los documentos. «¡Plasma y médula entrelazados, qué hallazgo! se acabó el cisma...» una llaga que ilustra a un pensamiento elevado, y viceversa. Deslizábase la muerte hacia su cama, y a los gritos de mi tía entró mi madre muy llorada pero serena. Nos apostamos las tres junto a ella —la muerte y nosotras dos. La moribunda siguió un ratito más en su sofoco por el mundo, después de que mi madre pinchara en su vena un calmante con morfina: —Clara, explícale a tu hija cuáles han sido mis sueños estos últimos años, que ya es mayorcita y tiene derecho a saberlo. —Te prometo que se lo explicaré todo —dijo mi madre con ánimo de que se calmase, y se giró hacia mí—: recuérdame que te lo cuente todo, hija mía.
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—¡No, ahora! —protestó mi tía que rezumaba soberbia, incluso casi muerta. Accedió mi madre a hablarme en dicho momento tan desafortunado, pero sin perder de reojo a la enfermedad inapelable que se la llevaba, ya con sus defensas en desamparo, ya sin oposición: mi tía se atenía a la muerte desde hacía días, pero sólo ahora se encontraba a un milímetro de la criminal guadaña. Me contó mamá un montón de cosas que yo sabía, y en el tono que más reconfortaba a mi tía, como si mi madre y yo estuviéramos solas: —Mira, cariño: la tía odia mucho. Son muchos años odiando desde que descubrió que la rabia es el primer paso para la emancipación de los que sufren; pues con ella, con la tirria, se toma conciencia de toda la burlería de este asqueroso mundo. Mi tía suspiró ante el insignificante placer de escuchar la voz de su hermana hablándome. Yo seguí la farsa y puse cara de atención, contrariada al tener que escuchar lo que en ese momento a nadie importaba. Mi madre, con la voz de las maestras retornó a sus andadas fúnebres: —«El que no odia colabora», ¿entiendes hijita?... Y siguió casi media hora más mientras mi tía se desangraba por dentro. Yo no odio a nadie, de no ser al que tanto odia, pero no tuve valor para discutir. Me hablaba de ideas sueltas: que si «los psicólogos habían hecho mucho daño a la tía cuando estuvo encerrada», que si «me siento muy culpable por haberlo permitido», que si «viniste al mundo en el mismo momento en que ambas nos reconciliamos»... y muchas cosas más; trapos viejos a los que la muerte, como impasible herrero que a martillazos modela el hierro cuando caliente nace, no le hacía el menor caso. Luego, dormitaba abatida por la derrota, y por el efecto de su droga, y mi madre me contó, entre murmullos de melancolía, la obsesión de mi tía por escribir El relato total, algo que a mí me aterraba, cual desafiadero impropio de nuestra diminuta condición, como el que sueña colgarle a la luna, en ambos lados, dos pendientes de guirnalda: nunca pude entender cómo ella pudo desperdiciar su vida en una chorrada tal, amén de lo pretencioso que dicho relato me parecía. Pero ahí estaba yo, como una tonta que facilita a la muerte sus crímenes, arrastrada por las últimas voluntades de mi tía, a quien yo quería mucho por ser tía, más que por su cerebro intuitivo y desordenado, a mi entender; más aún cuando siempre pensó que yo era una tonta:
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«esa hija que tienes no sobresale ni un milímetro del montón», le decía a mi madre cada poco; «déjala, que es todavía muy joven», contestaba la otra, y por lo uno o por lo dos, ambas me hacían daño. —¡Nadie puede escribir un relato total! —exclamé yo muy enfadada, pero con sordina para que tía Elena no se despertara. —Eso creí yo, pero la tía lo ha hecho —me contestó mi madre. —¡Estáis locas... las dos! —protesté yo vociferando en susurros—: nada importa ahora. ¿No ves que se muere? —Dale un beso a tu tía y dejémosla dormir. Le di el beso en la frente, que ardía febril por el asedio incendiario que en sus adentros naturales se entablaba. Hizo lo mismo mi madre y apagó la luz. Aún tía Elena entre sueños, mientras nos alejábamos de su cama dijo, refiriéndose a mí: —Muchas gracias, bella arcanita. —Tú sí que eres guapa tía —contesté yo muy sincera. —Sí ...durria, ...toria ...eza la del ...tus —dijo la moribunda sin que yo pudiera comprender. —¿Qué ha dicho mamá? —pregunté yo al abandonar la habitación. —Ha dicho: «sí Andurria, contradictoria belleza la del cactus». Siempre con la misma broma que yo nunca entendía: Andurria me llamaba al ponerse tierna. *** Hoy no he ido al instituto, pues debía quedarme en casa para aprender qué es la muerte. Mamá me despertó a las cuatro de la madrugada: «hala, cariño, levántate que la tía ya se ha muerto», me dijo mientras me destapaba. En pocos minutos la casa se llenó de gente: entraron como el polvo. Eran enemigos todos, pues al concebir ella el afecto como si fuera un tábano al que hay que querer cada vez que te pica, no tenía de los otros. A ninguno de los que vinieron, de estar viva ella, dejaría entrar; pero mi madre —siempre menos radical— lo veía bien: pensaba que sentían por ella una sincera admiración, aunque dicha lumbre no fuese de ida y vuelta, como ya he dicho creo, que a nadie quería mi tía. Yo me he pasado la mañana protestando a mi madre mientras la perseguía por toda la casa, hogar nuestro invadido de conversaciones vanas; en cada rincón me tropezaba con un grupito de poca dimensión, que comentaban cosas que en nada tenían que ver con
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la muerte; mamá, que de sufrir lo hacía por dentro, atendía a todos democráticamente, es decir, a cada uno daba lo que su naturaleza pedía; cuando los visitantes se cruzaban con mi madre, la cogían del brazo, o la abrazaban y espetaban frases ortopédicas de trivial significado: «valor, Clara, que ya ha descansado», o «ya sabes, Clara, que me tienes para lo que necesites», o «¡qué mujer era tu hermana!, no le llegamos ni a la suela del zapato», o alguna vieja, «cuida mucho a tu hijita que los jóvenes, aunque parezca que no, lo sienten mucho». Yo no dejaba de seguir la falda arrugada de mi madre, como si en la casa estuviéramos solas, y eso que todos querían abrazarme simulando que me conocían de toda la vida, cuando la verdadera razón de su madrugón ya estaba en su caja; sólo con que mi tía abriese un ojo saldrían todos corriendo de lo mucho que la temían; ya digo, eran todos de muy ligero espíritu, de los que «toman la vida cual pasatiempo», según decía mi tía, «pues la desperdician de tanto mecerla, como si fuera un juguete o un muñeco»; ¡es que era tan odiosa!. Mi madre se me paró de golpe, se giró y nada amable, me dijo: «deja de seguirme, habla con la gente que ha venido por nosotras, y aprende qué es la muerte». Como yo seguí tras su falda, en la entrada del comedor repleta de desconocidos, me puso la mano en el cuello y se metió conmigo en el armario ropero: —Mira, niñita perfecta... Nunca me había hablado así, pues siempre empleaba conmigo un lenguaje escolar, pero hoy me veía como una mujer. Me clavó sus ojos en la oscuridad de ese armario lleno de trastos, y para cubrirme yo del miedo me tapé los míos con mis manos párpado: —Mira, niñita perfecta: los que odiaban a tu tía no han venido, de lo que se deduce que estos que esquivas la querían mucho... —Pero si nunca venían a verla y ella les odiaba —protesté yo. —Que te crees tú eso: hablaba mal de ellos de lo mucho que les quería: sólo amamos aquello que tiene la capacidad de decepcionarnos. No venían a verla, es verdad, pero pensaban en ella cada día, que es más importante, te lo puedo asegurar. Y también están aquí por nosotras, para que no se nos arrime a esta asquerosa muerte más soledad dañina. Ya sé que ni les conoces, ni te importa... —Mamá, por favor, no chilles, que lo están oyendo. —¡Elenita, escúchame! —y bajó su tono hasta el susurro, para quitarme la vergüenza—: estos desconocidos que tanta animadversión
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te producen representan la pequeñez de la vida, y al mismo tiempo toda su grandeza y argumento. Aquí están todos los sentimientos que tu tía ha sido capaz de aunar en una vida, y merecen nuestro respeto, aunque tú creas que somos nosotras dos las únicas a quienes la muerte ha señalado con el dedo: cada uno de esos peregrinos que está ahí fuera tiene una llaga personal con tu tía, tan dolorosa como de alargada sea su envergadura. No te preocupes que vamos a tener tiempo de estar solas, o con nuestros amigos más queridos, pero ahora le debemos esto a tu tía. La muerte desde su roca, atenta en su apostadero, elige a uno de nosotros y nos marca con una cruz definitiva: ¿cómo te crees tú que aprendemos la contundencia de este hecho?... pues así, con su contrario: aprendemos sobre la muerte gracias a los que se asoman al espejo de la vida; con indoloras heridas que atestiguan lo que ha sido otra existencia, sin que nos duelan, comprendemos la nuestra, y así, desde ajenos patíbulos se nos explica, como una copia, por qué la vida exige el cochino esforzamiento. ¿Comprendes, Andurria?, ¿comprendes que el sabor amargo se nos representa por comer mazapanes y otras chucherías? De no ser así, la muerte occidental, la que queremos entender, la de la caja gusanera que desmiente todas las anteriores necesidades, cual entibiadero que anula la importancia de cada alegría, pasaría inadvertida, como pasa el ser a la nada, sin que la Naturaleza se inmute, ni se le escape un rumor triste. ¡Sal fuera y no busques a quién puso la cruz la marrana! Toma un besito, cariño, y rastrea entre esos extraños dolidos algún significado que se parezca a la vida. Del armario salí muy adulta y con morritos. Por la tarde, agotadas de sufrir la muerte y la algarabía de los cientos de personas que vinieron a ver de cerca a la misma, cerramos puertas a las exequias públicas, en velatorio más selecto, de ocho o diez personas a quienes se les ceñía dicho sufrimiento de manera más íntima. Sentados en el sofá, mucho más que amigos, hablaban mi madre y Sebastián, y veían fotos que les recordaban cosas y qué sé yo. Sebastián no es mi padre, aunque siempre diga mi madre, «que por muy poco». Por lo visto le conoció en una terapia de grupo pocos días antes de que la despidieran; ¡qué pena!, porque creo que mi madre era una eminencia en lo de reparar cerebros; no comprendo cómo abandonó aquello para dedicarse a trabajos mucho más cutres; yo,
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cuando acabe el instituto me matricularé en Psicología, en Psicología del Trabajo, para solucionar problemas de empresa y todo eso; por la mañana trabajar y por la tarde escribir historias bonitas, como por ejemplo, la de un hombre que se hizo vagabundo cuando le echaron de la portería en la que trabajaba, que vive muy triste en su ciudad y al final se tira al tren. Creo que Sebastián quiso ser —una vez que mi mamá lo curó— ganadero, pero por mucho que lo quiso «no pudo acercarse más a su sueño que vendiendo la semilla de los toros», o eso dice mi madre, al menos: tiene la representación exclusiva de todo el semen congelado que viene importado de Canadá, o algo así. Sólo Sebastián y mi madre tenían algo que decirse y hablaban. Los demás, amigos de mi tía, se fueron marchando y educadamente todos se despidieron de mí, lo que yo agradecí al notar cómo la gente ya me tiene en cuenta. Luego has venido tú, amor mío, mi Rafael, con un ramo de flores muy bellas, y por fin me he sentido deliciosamente comprendida: sólo estar a tu lado me produce consuelo. Hace días que no salgo ocupada en vigilar la procesión del martirio, de todo lo que ha pasado mi tía para morir. Después de merendar me has contado cómo van las cosas en el mundo, y yo me mordía el alma de la envidia al habérmelo perdido: una exposición de pinturas y xerografías de Warhol, el quinto certamen de orfeones, el Día de Campo con todas las atracciones que hubo en el parque, la manifestación contra la remodelación del Museo de Arte Contemporáneo, y una concentración de moteros. Mientras hablábamos nos miró mi madre muy inquisitoria, y yo le he sacado la lengua moviendo la cabeza como si fuera tonta: ¡se cree tan lista ella! Un poquito antes de cenar llegó una anciana que yo no conocía, tocada con un velo, y que era vecina de mi madre en el pisito que vivía antes de tenerme. Nada más entrar me la presentó y al ver a Rafael rompió a llorar, y le dijo a mi madre: —¡Santo cielo bendito!, cómo se parece este muchacho a mi hijo. —Sí. Pase Doña Cesárea. Además se llama Rafael —le dijo mi madre después de abrazarla y mientras la acompañaba a sentarse. La viejecita se giraba hacia nosotros muy admirada del parecido. Por lo visto tuvo un hijo que se le mató, que era novio de mi madre,
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y que también se llamaba Rafael. Antes de llegar al sofá la oí preguntarle a mamá: —¿Verdad que tiene un carácter parecido al de mi hijito? ¿Verdad que le embarga la actualidad? —Más aún: atiborrado está de ella, diría yo —le contestó mi madre, por lo que cuando se fueron todos tuvimos mamá y yo un enganchón. —¿Ya has olvidado a mi hijo? —preguntaba la señora con la melancolía propia de los viejecitos. —¿Acaso olvida el pez el anzuelo dulce y amargo, que una vez tragado, le llevó a un extraño acuario? —respondió mi madre, la li-te-ra-ta. No entiendo qué significa esa señora de luto perpetuo para mi madre; es como si entre ambas se escondiera un secreto. Debían quererse mucho el hijo de esta y mi madre, cuando aún era guapa. Casi me da un soponcio cuando tuviste que marcharte a la hora de la cena. Yo pensé que un día tan señalado te quedarías conmigo, pero habías quedado con nuestros amigos en el cursillo de catadores de vino. No he podido reprochártelo cuando mi deseo era ir contigo. —Adiós, Clara —te despediste como un hombrecito. Mi madre te preguntó si no te quedabas un ratito más, y tú, mi amor, con la mayor educación explicaste que tenías un compromiso. Sebastián te dio la mano, Doña Cesárea un beso y te mencionó algo de su hijito, lo que la hizo llorar, y contagiada mi madre de lo mismo, se despidió con un «hasta otro día, Mudarrilla querido». Yo protesté. No hay otra cosa que me saque más de quicio, que alguien intencionadamente te cambie el nombre. Luego me senté con ellos tres con la intención de no decir una palabra. Durante una hora vivieron de los recuerdos. Espero no ser así de mayor. Yo, mientras esto, hice planes para el futuro con la imaginación, y me emocioné al tener una vida por delante tan bonita. De lo que decían sólo recuerdo una cosa que introdujo Sebastián: —¿Qué tenía Elena para poder decir las cosas terribles que decía y que nadie pudiera escapar?... no, no era atrevimiento. —Mi hermana tenía ese don —contestó mi madre dirigiendo sus ojos al techo, como si quisiera hablar con la luz—: el don de decir la verdad dolorosa, a la que el humano no puede taparle la boca... —No es suficiente, amiga mía —cortó Sebastián para estar en desacuerdo, y añadió—: tú misma tienes ese don, trasmites esa reverencia a la verdad de la que tanto hemos hablado, pese a lo cual, muchos son
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los que se te han escapado en esta vida, los que han preferido evitarte una vez servidos, los que te han silenciado, no más que por el placer de darte la espalda. Yo me reía por dentro, muy contenta de que alguien cuestionase a mi sabihonda madre. —Todos somos ríos y Elena era, a ellos, sus orillas —se interpuso Doña Cesárea, que para tener la edad de las momias era muy viva. —Exacto —dijo mi madre pasados unos segundos—. Eso es. Ella te flanqueaba como hace la orilla al río: te orientaba en derechura hacia la cascada, que a riesgo de tu vida, dándole volteretas muy peligrosas bajabas, como una insignificante rama, y luego te ponía un llano para que descansaras, un agua serena entre arenales sosegantes, y cuando te descuidabas, cuando la habías perdonado, volvía a removerte el agua acelerándote por un cañaveral que acababa en orillas de adelfas muy venenosas para el caracol, y muy amargas, y te ceñía de nuevo hacia otra catarata, más arriesgada y suicida, si cabe. —La tía no era eso —protesté yo, que veía cómo recién muerta era insultada—, la tía era buena. —Pues claro, hijita, era muy buena —rectificó mi madre para que yo me callara la boca, cosa que no soporto, y no se habló más del asunto. Doña Cesárea pidió permiso para ir a la cocina y hacernos una cena a la medida de la desgracia que nos unía, «que ante la adversidad hay que comer», dijo muy amable, y no salió de allí hasta arrancarle a la triste nevera unas impresionantes y milagrosas albóndigas con patatas. Mientras la graciosa ancianita elaboraba dicha proeza cogió mi madre de un estante dos fotos enmarcadas, que mi tía guardaba por todo recordatorio de una vida. «Mirad queridos», nos dijo, pasándoles la mano por encima, más como una caricia que para quitarles su polvo. —Mirad: esta soy yo, con mi gorrito de lana blanco junto a los pinos de Hans. —¿Qué Hans mamá? —pregunté yo. —Nadie, Elenita. Fue un viaje que hizo tu mamá a Canadá para aclarar sus ideas, ¿verdad? —me contestó Sebastián y se le escapó un guiño dirigido a mi madre. —Mirad la otra. Es Forniquín, el perrito que tenía Elena los últimos años en su psiquiátrico. Mi tía tenía al perrito de hocico afilado entre sus brazos, y se escurría entre la dulzura que ella le mostraba. ¡Qué sonrisa más ronca tenía
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mi tía! ¡Qué guapa, pese a su mirada asesina y avasallante! Y siguió mi madre para alejarme del tema: —Mi hermana pensaba que dos o tres fotos delataban una vida, ni una más. Dos o tres momentos cruciales, como crestas que marcan el resto de vaguadas, «un par de oasis en el interminable desierto del superfluo respirar», como lo decía ella. Siete meses justos pasaron entre esas dos fotografías. La del perrito se la hizo una celadora la mañana que nació mi niña, poco antes de que viniera ella al hospital. Yo en este asunto me hacía la tonta, desde que un día en las noticias, un avión se caía al mar, y mi madre, que no es de las que lagrimean con los telediarios, al escuchar el percance y sus detalles se fue a la cocina y rompió a llorar. Aquella noche me cogió mi tía Elena y en la cama me explicó que yo era sietemesina, y que el desafortunado Hans puso el polen, y viajaba en dicho avión, invitado por mi madre para que me conociera. «No cometas errores nunca, Elenita», me dijo. Otras doscientas personas murieron en el accidente, que distintas ilusiones truncarían, pero que cuelgan en otros altares hogareños, en otras repisas de las que nada sabemos. El teléfono no paraba de sonar: pésames eléctricos que no nos dejaban cenar. Mi madre los atendió todos con la boca llena, y me reprendió cuando insinué la posibilidad de descolgar el auricular: «¿cómo sabríamos qué es la muerte a no ser por el círculo que la concreta?», me preguntó un tanto sofocada, «¡no ves que todos los que la querían, pese a su talante de hurañía, llaman para recordarnos que somos las únicas albaceas a quienes corresponde sufrir...! ni le quita ni le pone a la muerte, sólo la muestra». Poquitos minutos consumidos desde que la última albóndiga dijo su adiós, se nos durmió doña Cesárea, muy fatigada de vivir ya, y con una mantita mi madre la tapó. Sebastián recogió todos los platos y quedé yo semitumbada en el regazo de mi madre, para que se me remunerara esa herencia sentimental de la que habló ella. Herencia sensitiva y muy silenciosa, en aprendizaje convertida para siempre. Parecía que mi madre, de las palabras vanas que los pésames plasmaban, sacara ella artificiales latidos, que limpiaban la vanilocua palabrería, en auténtica comunicación transformada. Y Sebastián, que admiró a mi tía a ciegas, como dispara el centinela a la oscuridad, paseó por el comedor para empaparse de más duelo, de más pesadumbre de la que ya flotaba. Mi madre volvió a coger el teléfono:
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—Sí... claro... muchas gracias... sé que usted también lo siente... cuando quiera aquí estaremos... lo mismo digo y se lo agradezco. Se podía reconstruir la otra parte del escalofrío observando el gran oficio con el que los ojos de mi madre ejercían su instinto, maestros de la exactitud en mostrar el incoloro sufrimiento. —Era Ernesto, Ernesto Aguilera, el editor de Elena —nos dijo mi madre. Amante de la literatura pero negado para ella, cuando a sus manos llegó Residencia de Quemados (la macabra venganza que mi tía escribió contra los lacayos y los terapeutas), se enamoró de ella, o más bien de su contundencia, pues mi tía ya nunca dejó al amor la mínima rendija, obsesionada con su vida interior que se adensaba día tras día, y que la recluía en sus manías alocadas. Este hombre natural abrió una editorial que llamó Ruta, maravillado por una historia pendenciera que mi tía había introducido en el libro contra la psicología. —Quiere leer los manuscritos de Elena —informó mi madre a Sebastián. —¿Qué es eso de «los manuscritos»? —preguntó Sebastián que no tenía ni idea de que mi tía hubiese seguido escribiendo. —Ernesto es un buen hombre —siguió mi madre—: sus entendederas no le dejaban comprender totalmente a Elena, pero deslumbrado por su fuerza, encalló a sus pies, y no sé cómo se le ocurrió que el mundo necesitaba de mi hermana. Él sabía que Elena estaba escribiendo El relato total desde que Ruta (la única más bruta que mi hermana), se apoderara de su voluntad, que la osadía de esta princesa en la mente de Elena contagiaba, dejándola a merced de la obsesión. Yo intenté por todos los medios que ella viviera y no se encerrara en la fantasía pero... —¿Entonces tu hermana lo intentó? —cortó Sebastián muy interesado. —Ese-Relato-total-debe-ser-muy-largo -comenté yo masticando una galleta tostada al fuego de la sorna. Mi madre se dirigió a la portezuela del aparador para sacar algo, pero fastidiada tal vez por mi comentario, abandonó dicha intención y volvió a sentarse callada junto a Sebastián. —Nada hay más feo... —agregué yo muy contrariada—, nada hay más feo que la arrogancia. Somos humanos y la tía se creía emparen-
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tada con la familia de los dioses. Un poco de pudor, por favor. ¿No os parece inmaduro y patético creer que alguien pueda escribirlo todo? Mi madre me miró como se mira al sudor. «Qué odiosa te me haces», pensé yo, que debió leerse en mis gestos, porque ella contestó a mi pensamiento con un «lo mismo digo», ante la sorpresa del pobre Sebastián que de nada se percataba. —Elenita querida —me rogó mi madre en tono para mocosos, ornado con una mueca muy gráfica de producir ascos—: ¿te importaría que lea a Sebastián las dos reseñas que guardamos del libro de tu tía? ¡Eh, te importaría! Lo que más aborrezco de mi madre es su estiramiento de cuello, arrogancia de pájara que al mirarse sus alas se siente superior. Les dije que hicieran lo que quisieran, que yo iba a tender las piernas e imitar a la vieja pero sin roncar. ¡Qué feo es que las personas ronquen! Como yo desconocía la existencia de dichas reseñas que se habían publicado, por lo visto, en un periódico de hace diez años, me hice la dormida, pero puse mis oídos en escuchar. Mi madre —que tiene una voz preciosa, por cierto— leyó inclinándose sobre el papel, acariciándole el color sepia muerta con el que el pasado lo había teñido: realismo y fábula Residencia de Quemados aborda una temática en nada singular: la observancia de la opresión de la que todos participan, aun los marginados. Narrativa: Residencia de Quemados, Elena Hierro Guerrero Ediciones Ruta Guadalajara, 2009, 400 páginas, 20 euros. Escribe: Emeterio Cabezas de Piedra, nieto. Preciosísima edición para embellecer estanterías, mas no para suavizar la voz que al mundo envenena. Salvajismo el de esta narradora que aporrea el lenguaje con la única intención de vengarse, como quien lanza una pedrada a la farola de la esquina para hacerle una herida al mundo odiado y colindante. Primera novela —espero que sea la última— de esta aspirante a culta que maneja la intuición y la exageración como únicas balas con las que hacer diagnósticos, que en
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eso quedan, negadores diagnósticos de cualquier propuesta. Como el violín que repica la voz de la soprano en semejantes notas para hacer hincapié en una crucial estrofa, remarca con sus incisivos juicios personales todo lo que dicen o hacen sus personajes, meros carretillos con ruedas de madera en la que ella transporta sus experimentales reflexiones. Todo ello carente de lírica, aderezado con una historia recogida del saco de las leyendas, más interesante y desconcertante que la propia narración que con ella pretendía adornar. Más que dos historias que bailan al sonsonete de dos músicas diferentes, dos absolutismos son que se desmerecen de mutuo, al no superar ninguno de ellos la subterránea altura. Clara, una psicóloga sin luz propia, que ha perdido la fe en su profesión —profesión que critica con gigantescos manotazos de mano abierta y prejuicios básicos—, se apoya en el cuento de una princesa que tiene la chulería y los arrestos por toda esencia: absolutismo dieciochesco que el mundo se vanagloria de haber sobrepasado. «El mundo será lo que nosotros queramos», se va convirtiendo en el ambiguo mensaje de sendas historias, escritas con el mismo cinismo y desigual torpeza; triviales por degeneración y exceso de profundidad, y de una inmensa negrura, debido al barullo pornográfico que dicha narradora se marca con la semántica, la que maneja a sus anchas, como un jinete que a pelo monte su caballo loco. Metáforas y metonimias escapan a borbotones de la tirria que en la boca negra esta señora esconde, por aquí y por allá; y en cada párrafo, al relleno, insultos y total ausencia de descripciones, lo que al lector deja boquiabierto y de hombros encogido, por la sudadera esforzada de imaginar lugares, rostros y situaciones, que a la señora le da por omitir. La narradora se sitúa en un trono desde el que escupe su ideologula, en banquetazo indigesto para un lector de buen gusto, que por distraerse lea, y que queda empachado, perdido en este atascamiento de reproches sin rival. Pero hay más: en su sacrificador anhelo de toda tolerancia, se ríe la narradora de lo más sagrado, de la gente sencilla, ya sea silenciosa, a quien con los invertebrados moluscos compara, ya de los hombres apasionados que ningún daño proporcionan con su doliente sensibilidad —precisamente lo que este mundo necesita—, ya de la tiranía del trabajo que esclaviza a los menos pudientes, o ya de las amas de casa, enterradas en la incomprensión de nuestro gélido sistema. Peor todavía es su tratamiento de la miseria cuando aconseja
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dieta para la hambruna en la entomatada historia de la princesa, sorna envenenada con la que escruta dicha miseria violando la contundencia de toda circunstancia. Al romper los sagrados límites entre el poderoso y la víctima, presta en culpabilizar a todos por igual, construye con esmero una perorata fascista que da permiso y abre la puerta para dominaciones más sólidas y sangrientas que las que, en teoría, la narradora anuncia destronar. Por más que se busca, nada bueno se le encuentra a este despropósito, ni siquiera aquello que al principio prometió: una nueva forma de racionalidad. Dúdese de alguien que hace publicidad de tan pretencioso anticipo. Ya en lo más técnico, en la apasionada lucha que emprende contra la psicología —disciplina de la que nadie duda en lo concerniente a su carácter científico—, la emprende a garrotazos bárbaros, que de sus tripas surgen, pues no parece que vengan de una recatada visión filosófica, la que pudiera ser crítica con algunos de los desmanes que la ciencia, en su exceso de celo, como comandadora del meticuloso conocimiento, pudiera cometer. Todo libro suele esconder un detalle que le hace valioso, pero en este caso, ello no se encuentra entre sus palabras, sino en las paredes que las contienen: preciosa edición como antedije, ornada con seis maravillosos dibujos a carboncillo que representan seis escenas del relato legendario. Maravilloso el boceto sin terminar —lo que le da encanto y movimiento— de un príncipe transformado en piedra, y, a sus pies, clamando postrera venganza, su viuda princesa; o el retrato nocturno de la princesa Ruta —que así se llama esta adelantada gamberra— junto a una carreta mal alumbrada por una lamparilla de aceite, un nogal con una lápida en forma de pirámide lacerada, recién estuprada ella, y como llorando con su rostro de rabia a las faldas de un anciano de pelo cano y túnica, ambos con los pies colgando en una sima; o a lomos de un bonito y brioso corcel —dibujado con maestría y retorcido movimiento—, la misma delincuente en pastoral campiña, con un niñito en sus espaldas a quien muestra, en falsete, cómo se lucha contra imaginarios enemigos por juncos simulados... y otros. En todo caso inútil es comprar un libro por sus tapas o sus grabados, como de mala inversión tiene pagar por castañas asadas cuando lo que se precisa es un cucurucho.
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—No sé de qué os reís —les grité muy enfadada de que se sintieran superiores—: yo no he leído el libro de la tía, pero sí creo que todo eso sea cierto. ¡Conociéndola! —¿No estabas dormidita, cariño? —«Como de mala inversión tiene pagar por castañas asadas cuando lo que se precisa es un cucurucho» —cantaba Sebastián que por momentos avanzaba en la escala de los odiosos. Mi madre miró fijamente a Doña Cesárea que había parado de roncar, lo que la hizo suponer que estaba muerta. Volvió a arrancar con fiereza y Sebastián dijo a mi madre que leyera la otra reseña que tenía escondida y que se había publicado en el mismo diario, años ha, tres días después. Clara remiró el recorte completo, haciéndole un recorrido sonriente y comenzó a leer: ¿qué nos queda por salvar?: la voluntad Residencia de Quemados intenta desglosar las patologías del carácter para sugerirnos una nueva manera de tratar la injusticia: con «una mirada insobornable». Narrativa: Residencia de Quemados, Elena Hierro Guerrero Ediciones Ruta Guadalajara 2009, 400 páginas, 20 euros. Escribe: Nuestro queridísimo amigo y editor Ernesto Aguilera Pocos libros avivan tanto la esperanza como este del cual escribo. Un tema obsesiona a esta narradora a quien tengo el placer de conocer personalmente: cómo todo sistema o «mangoneado» se asienta por igual sobre los pocos dirigentes o confabuladores y los muchos colaboradores. Espeluznante hipótesis para los tiempos que vivimos plenos de exculpaciones circunstanciales en los que cada osadía o corrupción —por pequeña que esta sea— tiene por excusa la de un «plato de lentejas» por llenar. Dos historias de la misma importancia cruzan el relato. En la primera es la psicología gurrumina la que establece las razones para que el milagro de una ferocidad —la del sistema—, día tras día, consiga mantener viva la estrella muerta a la que se dirige. La segunda, mítica, carente de tacto, como un sencillo molde donde no cabe transigencia alguna, como una osada y recalcitrante caja de música, es un ejemplo sencillo y mágico del que extraer conclusiones
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para recuperar la voluntad de mejoría, para quebrar el desánimo con el que la cobardía nos tiene sentados en un taburete. Clara, la protagonista de la primera historia —de ojos verdes por toda descripción, para que el lector dibuje el resto con su imaginación—, sufre una metamorfosis al cerciorarse de su adhesión a todo lo que en su juventud odiara. Metamorfosis, pues, sencilla e inversa, al poder realizarla con el recuerdo de lo que ella era, como única herramienta, cual sapo embriagado que descamina hasta convertirse en renacuajo. Consciente de su colaboracionismo, enigmáticamente, como todos los cambios, emprende un camino hacia adelante, una marcha atrás con la mirada al frente, que arrastra a otros, cual niebla descendente por una ladera encamina a todos los animales de nocturna pupila que tienen por enemigo al sol. Clara efectúa sus saltos a las diferentes esferas en pocos días, por decisión propia y desasida de la cómoda cobardía del colaborador. Las esferas anteriores serán superadas pero no olvidadas. Clara, llegada al límite de la desesperación, ejecuta su natural brinco hacia la ética. Junto a esta protagonista, otros actores secundarios la acompañan en una fiesta de locos que ella dirige (aquellos a los que seduce), con la acidez propia de una casa de los horrores: un hombre sensitivo con sus ideas entre su vello y la piel, un muchacho incógnita, sin lengua y deshumanizado por sus silencios, el hombre paradigma que se derrama en las prisas y el peligro de sus negocios y una mujer de espasmos endemoniados sometida a la tiranía de su actividad hogareña; y el bufón, que no podía faltar, un tanto desnivelado y despreciable, pequeño por su insignificancia y grande por lo bien que le cogen todos los defectos de los que la sociedad se nutre. Clara deja de ser terapeuta ajena y asume el papel —más digno— de ser su propia terapeuta, único dispensario del alma que todos poseemos, casi siempre agazapado en la indiferencia oscura de un rincón. Clara comienza así a dominar sus nuevas y razonables verdades, para luego, al final de su esperada metamorfosis, fijarlas junto a sí, en la luminosa zona más íntima del espíritu. Ello no la dejará sola, pues como dije, arrojará a los más avispados hacia sí, hacia un desafío donde a las cosas se las llama por su nombre, impregnadas por penachos de humo y de verdad: cuando mejoramos medio mundo nos lo agradece —aquellos a quienes somos accesibles, claro—; también la Naturaleza y los acontecimientos nos lo compensarían mucho. Este remirar interior, esta manera de autoanálisis
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es diagnosticada hoy día de subversiva, condenada por sospechosa, lo que a las desflecadas almas hace requerir del innecesario terapeuta ajeno, pagado, cual mercenario de la mente. La narradora apuesta por la voluntad, por el análisis íntimo que todo ser racional puede hacer de sí mismo, contra la gelatinosa manera de ser que echa la culpa al viento suave cuando las tejas mal aposentadas se mueven, ante la atónita Naturaleza que tiene por sensibilidad la de soplar. Blandos, estetas sin control sobre sus respectivas voluntades, se muestran los personajes de la novela, en extremo parecidos al hombre Apolíneo de Nietzsche, propensionados en vivir el momento, honrados en su piel más externa, que eluden la repetición por reverenciar la distracción y el divertimento que proporciona la novedad, sin reconocer que es, justamente, en dicha repetición rutinaria donde se encuentra la verdad y el conocimiento verdadero de las cosas: conocer una cosa no es confinarse en el reducto, sino acercarse a la hilera de cosas que tanto se le parecen. Estos satélites de Clara picotean todo lo que a un ojo de gallina atrae, se queman en todas las brasas y convierten en absoluto dicha inconstancia, y tildan de insignificancia al hecho unitario. Transforman el picoteo en hecho eterno. Sólo uno de ellos, abrasado por la desesperación, se dejará resbalar por el abismo de lo ético. En el otro relato —el de la princesa Ruta— no existe la duda por encontrarse su protagonista en una esfera superior. Ella no tiene que dar cuenta a nadie por ser ella misma la cuenta. Relata su historia con fina ironía a unos boquiabiertos escuchantes, con exageración, con la lucidez maravillosa que desnuda a lo crucial eliminando todo desecho. Historia por la misma princesa contada y en voz alta, valiente de osadía y de conceptos que salen de su lengua precisa, como un camino rectilíneo alumbrado por una infinita hoguera, donde las curvas son impensables. Épico y lírico en cada frase, para que la espada vaya cediéndole sitio al pergamino. De Ruta se enamorará el lector por su belleza y por la única patria que destila: el honor sin dengues que descabeza todo aquello que se le interpone, más allá de toda ñoña lógica. Magnífico empujoncito a la voluntad extraviada. En esta historia reina la inventiva, que se esquematiza en conceptos como «idoneidad o sensibilidad y Naturaleza», «unanimidad o igualdad», «albedrío, valentía, coraje y honor»... a raudales, como caricatura y cuento chino, pero aproximándose irremediablemente a las cumbres abandonadas por el humano. Todo ello con frases sencillas, con maestría adornadas
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por un vocabulario muy exigente, pero colocado a sabiendas para que el contexto alumbre la oscuridad del concepto, lo que hace casi innecesario entradas en el diccionario. Enamorada la narradora del idioma nuestro, no duda en transgredirlo, si la complejidad del mundo que quiere describir lo requiere: apegada a la pureza del idioma, pero sin el fanatismo nacionalista de los que protegen su lenguaje de toda contaminación. Desde las cárceles que Ruta habita efectúa el leedor su viaje al reino de la cultura —cultura recortada de excesos, lo que deja fuera al erudito—, y al de la justicia, con la perorata repetida de los hechos efectuados sin estruendo, nunca por su conveniencia, sino por requerirlo su justo precio o la manía propia. Retuércese el destino hasta hacer del llanto y el sufrimiento la dieta que engorda al espíritu, y en consecuencia al más exigente de los cuerpos. Y no se conforma con esto, pues arrepentida de su mano larga, en exceso dispuesta a herir de sangre, Ruta escribe, no diez, sino miles de mandamientos que el lector imagina extrayéndolos de su cristalina palabrería en un Relato total del que poco se sabe, aunque la intuición rellenará los huecos. Dice Ruta a un lacayo: «Y no sólo te da un neolenguaje, sino la forma apacible de leerlo, pues retarda la lectura con un freno que le puse: cada cien palabras escribí «error, vas acelerado, serás un sabio científico, un artista o un alcahuete lacayo, pero no el hombre rescatado». Y subsiste siempre, una vez acabado, pues enlazadas están las palabras con tino, de tal forma graciosa que cada objeto que el mundo tiene, sea flor, concepto, sentimiento o Arcano, te evoca en esa alcantarilla que mi relato crea, la cara de un marrano lacayo coronado con pinchos de chumbera». Conforme se adentra el lector en el conocimiento de la gramática implacable que la princesa maneja, comienza a imaginarse las palabras invisibles que El relato total contiene, sus parámetros y el efecto que en los lacayos produce; y no descuida los detalles, segura Ruta de su locuacidad y la armonía de su rítmica prosa con la que lo adereza. En su afán por la sonoridad de la belleza, musgosa de no ser justa, le cuelga a sus mensajes un arco iris eurítmico, y le comenta a su lacayo: «ninguna metáfora hay en esta parte; sólo la musicalidad de un tambor, que marca al advenido y mejorado, cada verdad, con un redoble, pum... pum». Así caminan su palabras sobre un tapiz que las hace ser más, y las acaricia con un paño que lubrica, que destruye toda ambigüedad, y la postmoderna manía de la libre interpretación: su contundencia no
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le deja nada al azar. En su manera de narrar no existe la libertad del lector en soledad, al ser su prosa de alta voz, por estar presente en cada párrafo el ídolo claro al que venera, como un domador empedernido que duerme con sus fieras, desbaratador terco de sus instintos. Ruta se enfrenta a la escasez de la belleza por la belleza, pero también a su contrario, al gélido miramiento con el que la ciencia trata el folclore de sus bichitos; o lo que es lo mismo, ni lo leve por ser leve, ni la suntuosidad de lo sagrado, farsante vil que «se disfraza de nube». Elena Hierro Guerrero, con una maestría aún por determinar, con esa crujiente voz un tanto charra, se nos muestra como diamante que espera tallado y perfección, pero ya se vislumbra el nacimiento de lo que se conoce como «novela inteligente», que no desdeña lo de «retesar mentes», aunque para ello deba suavizar nuestras puntiagudas turbaciones. Dicha autora, al huir del vicio esteta que deshuesa los mensajes, tres niveles establece en su Residencia de Quemados, en un análisis muy al estilo del danés Sören Kierkegaard: 1.º) El Nivel Estético, como casa de los locos y reino de lo deleznable. En él, sin posibilidad de escapatoria, se mueven «los quemados» empolvados de patologías, con las que cometer pequeños crímenes, embadurnadores al betún de la espiral de la esperanza; fueron diminutos crímenes los que hicieron perder al mundo su pompa y fortaleza. Ni una vez le tiembla el pulso a la autora en el análisis de lo pernicioso, por muy mal que esto sea visto en una sociedad radiofónica que sepulta las responsabilidades. Chasquea también su ira a ritmo de chiste contra la industria psicológica. 2.º) En el Nivel Ético, Clara, la protagonista, desencapuchada, enfermera de su misma enfermedad, se arremanga confabulada contra sí y contorsionándose hacia la estrictez, aún a sabiendas del peligro que se corre si actuamos por la entereza y por mor del deber. No puede Clara mostrarse como el lacayo, quien niega su libertad por autoconservarse en el calorcillo de su hogar. 3.º) Y en el otro Nivel, mucho más alto se coloca Ruta, casi en lo inalcanzable, en la ilusión de la ficción, con el empeño de reestablecer la cordura que se agazapa, «encastillada» en la comodidad de nuestra
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ineptitud. Es el Nivel de lo Divino en el que Ruta compadrea con los que «se disfrazan de nube». Lo divino con vestimenta de andar por casa, como una corona de espino transformada en sombrero hecho de chumbera, como un símbolo sangrante de crucifixión laicizada, en dos palos transformado, unidos y cruzados por un pagano clavo. Lo divino que por fin acampa en la medianoche de los humanos. Aplacado el divertimento al que la industria cultural nos tiene acostumbrados, no es que el relato pretenda ser aburrido —pues no lo es—, sino que, introducido el lector por la fuerza en el carruaje donde al pan se le llama pan y al vino, putrefactas lentejas, aquel que por distraer su tedio lea, no puede menos que abandonar, pues no es costumbre del ocioso, quien lee por matar el tiempo, plegarse a ser insultado. No encontraremos recursos novedosos en la novela, al quedar claro que la novedad es la arruga con la que se tapan los mediocres, en lo que al genio se refiere. Menos aún: añeja es la forma de contar que utiliza la autora, cuando comienza cada capítulo con un a modo de resumen, para que el lector no se pierda, y lo acaba cerrando una puerta: en su afán casi militar por la contundencia, cada pequeño final te manda, bifurcada, una mancha a cada lado de la sien, y un perverso coágulo al corazón, avisado ya por anteriores soplidos y ablandado. Novela para leer en el verano o junto a las primeras brasas del otoño, para el intelectual o el aspirante, para el niño o...
—Clara, por lo que más quieras, no sigas que me apabulla —seccionó Sebastián el cálido flujo de la voz de mamá, y después dijo—: no escribe mal el tal Aguilera. —A mi parecer es un mierdoso librepensador —le rectifiqué yo, y repetí—: un librepensador ortopinante, un filosofete que encumbra a la tía por estar locamente enamorado de ella. ¿Para qué estamos en este mundo si no es para divertirnos?, ¿eh?... La pareja de odiosos, al unísono se rieron mucho: «ja, ja, ja». Otra vez mi madre se fue hacia el aparador y abrió la portezuela, y ahora sí, sacó un manuscrito que debía pesar diez kilos. Yo no me lo podía creer: ¡mi tía que se encerraba días y noches en su habitación, era para eso! —Lo hizo, lo hizo —decían Clara y Sebastián. Ambos lo palparon inclinándose sobre los folios como dos nobletes ante un caprichoso rey, y no paraban de reírse en mi cara, «ja, ja, ja», como si un payaso les hubiese esclafado un huevo.
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—¿Qué pasa, qué pasa? —dijo exaltada doña Cesárea que se había despertado por las risotadas de los odiosos. —Nada, no pasa nada, duérmase un ratito más —le decía mi madre mientras la tapaba. miércoles Nada que contar. Mi tía entró en el nicho sin rechistar.
Residencia de quemados es una novela estructurada en dos partes temáticamente diferenciadas, pero unidas por el argumento de la obra. Clara, psicóloga clínica, iniciará un cambio de percepción de su vida y de su profesión que revolucionará a sus cuatro quemados pacientes: el hombre de oro, adivina qué, sazonado corazón y la mujer fantástica. El acicate de la transformación de Clara y sus pacientes se encuentra en la lectura, aparentemente casual, de un libro de aventuras protagonizado por la Princesa Ruta. La valentía de Ruta presta a Clara, y a los demás personajes, la motivación para actuar. Alfredo Hernández García (Valencia, 1959), escritor y licenciado en Filosofía, publica su tercera novela. Residencia de quemados se trata de la última novela de una trilogía que comenzó con la publicación de El fósil vivo y la posterior La venganza del objeto. La obra mantiene determinadas estructuras metaliterarias presentes en las anteriores novelas del autor. La trama de la trilogía se articula sobre la visión irónica de nuestro mundo, a fin de trastocar su imagen. Para alcanzar tal objetivo, el autor se sirve de la exageración, la ironía y la fantasía.