Memorias culinarias de altos vuelos

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Memorias culinarias

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El boleto lo dice: comidas incluidas. Habrá que documentarse, abordar el avión y despegar. En unos minutos más se servirá la cena. El lugar: el aire, el comensal: el pasajero. Mi primer viaje en avión: 1952, VillahermosaVeracruz, un bimotor de trece o diecinueve plazas, ya no recuerdo exactamente. ¿Que si comimos? Más bien descomimos. Al principio la azafata iba y venía con los sangüichitos de rosbif y las tazas de café en vasos de cartón. Al rato que empezó la Las señoras hechas un figurín de tafeta, turbulencia, porque guante y sombrero; los señores, traje de tres había nor te e n piezas y gabardina. Pero eso sí, para viajar Veracruz; a’i veías a la como antes había que tener buen diente. pobre azafata repartiendo bolsas de vómito a diestra y siniestra. Desde la señora copetona hasta la sirvienta de las niñas, todos terminamos con el traje pringado. Volar en aquella época era toda una aventura; yo era piloto e ingeniero agrónomo. Empecé

fumigando el campo en el sureste. Luego me contrataron para trabajar en una empresa de pesticidas que tenía oficinas en Londres. Y de ahí, puro viajar. Horas de vuelo no me faltaron, aunque fuera de pasajero. Varias veces tomé el vuelo LondresMéxico. Eso fue por ahí de 1962, si la memoria no me traiciona. Hacíamos escala en Trinidad para cargar combustible. O era en Bermuda… Ve tú a saber. Ora sí que ésos eran altos vuelos: las señoras hechas un figurín de tafeta, guante y sombrero; los señores, traje de tres piezas y gabardina. Al puro centavo. Era bien incómodo, para qué te echo mentiras. N’ombre, si vieras que hasta menú nos daban. A todos parejito. Para viajar como antes había que tener buen diente.

Aperitivo... Ora verás: pues estaban de moda los cócteles, pero bien servidos, en chaser o en copas de tulipán. ¿Vinos? Pues nomás había franceses. Eso sí, servidos en unas copas de cristal como sacados de un arcón de boda. Alguna vez nos dieron langosta en un caldo de vino blanco, sabrosísima. Desde ese entonces el pan de los aviones ha sido una suela de huarache que nomás servía para hacer migas. Lo que sí estaba para chuparse los dedos era la tarta de limón; de ésa yo pedía hasta tres veces, y mira: las azafatas nunca nos negaban nada. Pero no te creas que todo era tan pípiris nais. La gente es gente y los olores se encerraban mucho. ¿Te imaginas? Ahora ya no se puede fumar pero, para que te hagas una idea, en el vuelo de París a Nueva York incluían cigarros Gitanes en el menú. Es que la gente se ponía muy nerviosa de atravesar el océano, no como ahora. Era muy poquita la gente que podía pagar el pasaje. Por eso los aviones eran como el lobby de un hotel cinco estrellas. Por ejemplo, en el

trayecto México-San Francisco –me acuerdo muy bien– había un menú de bebidas que daba gusto: cerveza mexicana, kahlúa y tequila. ¡Uy! Ora sí que veías a los gringos volados. Luego ya no se querían bajar del avión... ¿Placeres? Pues volar y comer: si hasta la pregunta ofende. Pero más volar. Eso es lo que más extraño ahora. Subirme a la avioneta y ver el campo desde el aire: los campos de caña, los cebúes como escarabajos blancos, los maizales que se pierden allá donde alcanza la vista, los campos de piña... Luego aterrizar con hambre, treparme a la camioneta y agarrar camino al rancho para llegar a merendar. Eso también lo extraño. Pero más volar. Don Arturo Morales (1924-2009) era ingeniero agrónomo y piloto. Nació en la ranchería de San Buenaventura, Coahuila. A raíz de un accidente, en 1975 dejó de volar su avioneta, renunció a su trabajo y se dedicó a cuidar su rancho en Tabasco. Cuentan sus hijas que fue galante, glotón y testarudo hasta el último de sus días.

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Luza es poeta y coordinadora editorial. Su gusto por la buena gastronomía y los vinos la han llevado a una constante investigación sobre las historias de los personajes del mundo culinario.

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Entrevista a Don Arturo Mor ales

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