Al grito de Napa

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Al grito de Napa Dos mexicanos que conquistaron el valle Por Luza Alvarado

Morales y Herrera migraron de niños a Estados Unidos y crecieron trabajando en el campo. Hoy sus vinos compiten en Napa y se han servido en cenas oficiales de la Casa Blanca. Sus historias son las de un loco y un soñador a los que el viñedo nunca los dejó partir.

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Rogelio Morales, enólogo y propietario de Volcán Cellars en Napa Valley.

El loco y el volcán Es un día normal en la secundaria de Peribán de Ramos, Michoacán. Los muchachos de primero platican de cualquier cosa mientras el maestro lucha por ganar su atención. Desesperado, toma el borrador y lo lanza contra Rogelio Morales. A sus 13 años tiene buenos reflejos y alcanza a esquivar el golpe. Pero detrás de él está La Lombricita, la más pobre y desnutrida de sus compañeras; el vuelo del borrador se detiene en su nariz. Enfurecido, Rogelio desprende el tubo suelto de una de las bancas y se va contra el maestro. “Le pegué como si fuera una piñata”, recuerda. En la dirección, hincado en el suelo sostuvo un ladrillo en cada mano, a la altura de los hombros, hasta que el cansancio se transformó en libertad. Rogelio lanzó un tabique hacia la ventana y escapó corriendo al huerto donde trabajaba armando cajas para los aguacates. – ¿Me llevas a Tijuana? –le preguntó al chofer. – Nomás que terminen de cargar el camión. No traes maleta, ¿vas solo? – Sí, mi papá ya sabe. Mi hermano me está esperando en San Diego.

Tres días después, Rogelio cruzó por las playas al otro lado. Iba huyendo del cinturón de su padre y no le había dado tiempo de conseguir el teléfono de su hermano. Mientras tanto, sus padres imaginaban que el chamaco andaría por Monterrey o Laredo con sus familiares, los de las paleterías La Michoacana. Vagó por algunos barrios hasta encontrar refugio en una iglesia. Dos semanas después ocurrió el milagro: su hermano entró caminando al templo, vivía a 300 metros. Rogelio Morales tiene 43 años y conserva la mirada de niño inquieto. De visita en Morelia en Boca 2015, promociona los vinos de su bodega Volcán. En la etiqueta, un dibujo del Paricutín. “Yo era un niño flaco y con los pelos alborotados, pero muy atleta. Cada semana subía el volcán a pie.” En 2008, después de trabajar más de dos décadas como jefe de bodega, decidió hacer su propio vino y empezó a buscar una etiqueta significativa. Curiosamente, los primeros braceros michoacanos que llegaron a Estados Unidos eran agricultores desplazados por la erupción del Paricutín. “El volcán iba a nacer en Uruapan, pero se hundió y nació en donde está ahora. Así soy

yo: emigro y nazco en otro lado.” Eso le ha ocurrido varias veces. Gracias a una carta que le hicieron en la iglesia de San Diego, obtuvo una Green Card y se fue con otros paisanos al Valle de Napa. “Me dijeron que se parecía a Peribán, que había montañas y mucho trabajo. Y me fui.” Ahí conoció a Mr. Robinson, quien al ver su necesidad lo ayudó, lo mandó a la escuela y lo empleó como jardinero. Ahí también conoció el olor del vino, que lo atrapó para siempre. Tenía 16 años y no lo dejaban entrar a la bodega, pero él se metía “como un fantasmita” a limpiar y a ordenar todo. El enólogo se dio cuenta y lo tomó como aprendiz; lo mismo le pasó con la jefa de bodega. Años después, él se quedó como responsable “Tenía casa, coches, un yate. Un sueño hecho realidad. Hasta que en 2005 pasé por un divorcio y el juez me quitó todo.” Tuvo que empezar desde cero. Un día, le dijo al dueño de la bodega que quería hacer su propio vino. – Para hacer un vino hay que ser millonario o estar loco –le advirtió el dueño. – Pues yo estoy loco –contestó.

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Para Herrera y Morales, existe una semejanza geográfica y emotiva entre Michoacán y Napa Valley.

Hoy los vinos de Volcan Cellars se venden en las tiendas Whole Foods de California, una tienda que sólo acepta productos agroecológicos de muy alta calidad. Morales también da consultoría a enólogos y viticultores mexicanos de Ensenada, donde ya sembró sus primeras viñas. Después de 30 años de trabajaba sin descanso, Rogelio no se detiene. “Si alguien te cierra una puerta, tienes que abrir diez”, dice Morales. Si fuera una cepa, sería cabernet sauvignon, “el rey de los vinos, es fuerte, es natural, puede expresarse puro, es muy resistente”. Hoy vive la mayor parte del tiempo en un avión. De Napa a Ensenada y de ahí a Michoacán, donde tiene un rancho y huertas de aguacate. Ha empezado a hacer un vino de zarzamora y, para sorpresa de muchos, está construyendo una bodega y sembrado varias laderas con cabernet, syrah y uvas blancas en Peribán. “Es cuestión de no rajarte, de no rendirte. El 90% de los trabajadores en las bodegas de California son

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manos mexicanas, pero no creen en sí mismos. Yo soy un buen trabajador, no me cans, el dinero que gano siempre lo invierto, y mis socios tienen fe en mí. Si migras, tienes que creer en ti, nunca mirar hacia atrás, siempre hacia delante.”

El sueño del jardinero Rolando Herrera tenía ocho años cuando salió de El Llano, Michoacán, rumbo al valle de Napa. Su papá ahí como bracero, y después de juntar un dinerito se regresaron a México. Rolando extrañaba a sus amigos y su vida en California, así que a los 13 años volvió y se instaló con su hermano, entró a la escuela y empezó a trabajar de noche en los restaurantes como cualquier otro migrante. Era bueno para los números y siempre le había gustado armar y desarmar cosas. Entonces pensaba que sería ingeniero en electrónica, se veía con traje y portafolio hasta que en 1985 consiguió un trabajo picando piedra en una bodega. Y se

enamoró del viñedo. Durante diez años lavó barricas, preparó tanques, hizo y aprendió de todo en la bodega. En 1995 se convirtió en asistente de enología y dos años después tuvo la oportunidad de embotellar un vino propio. Elegir el nombre fue muy sencillo. Cuando había sido estudiante, trabajaba como jardinero en los veranos. “Era bueno, tuve hasta ocho jardines a mi cargo, así que mandé a hacer unas tarjetas de presentación: Mi Sueño Landscaping. Es una palabra que me ha acompañado desde niño.” Al proponerle el nombre a otras personas recibió muchas negativas: que cómo le iba a poner ese nombre al vino en Napa, que si era muy femenino, que los gringos no lo pueden pronunciar porque tiene la “ñ”. Pero él insistió porque ese vino era el sueño de un trabajador que empezó picando piedra. “Ahora puedo compartir este viaje de vida con mis hijos y mi familia y hasta la gente me felicita por el nombre. Vivo el sueño tal como lo imaginaba.”

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Rolando Herrera es consultor, enólogo y viticultor en Napa Valley.

Hasta ahora, los vinos de Mi Sueño se han servido tres veces en banquetes presidenciales de la Casa Blanca, un reconocimiento que pocos enólogos pueden recibir. El oficio de Herrera se gestó desde su infancia en Michoacán, cuando sus abuelos lo hacían trabajar en las parcelas, con todo y azadón. “Gracias a que me obligaron, hoy tengo las bases para hacer buenos vinos, porque todo empieza en el viñedo. Mi abuela me enseñó a entender a la madre naturaleza, a comprender la importancia del micro clima, el aire, el sol. Eso me dio mucha confianza, porque también tengo una parte de agricultor.” Ahora que sus vinos han ganado visibilidad, se encuentra con el prejuicio hacia los mexicanos. “Dicen que no tenemos cultura del vino porque nadie nos la heredó, pero no tiene que ver con la nacionalidad; yo crecí en el valle de Napa y por eso el vino es parte de

mi cultura, he tenido buenos maestros y esto es lo que sé hacer.”

Trabajar con viñedos es caminarlos Herrera forma parte de la Mexican American Winers Association, un grupo de veinte enólogos, colegas y amigos que producen vino en Napa. Son la primera generación, pero a decir de Herrera, la segunda camada viene más fuerte. “Estamos abriendo camino para otros.” Si fuera un vino, Herrera sería un ensamblaje: mitad cabernet y mitad malbec. Coincide con Morales en que el cabernet es el rey de los vinos en Napa, “no lo puedes confundir, es consistente y firme, pero muy noble y generoso para trabajarlo”. Del malbec le fascinan el color del racismo y, la belleza de sus hojas; se identifica con la armonía y la acidez que le da al vino una gran gama de sabores.

Herrera se considera un alumno de al vida, le aburre la rutina, necesita retos y cosas nuevas que aprender. Por eso le encanta hacer vinos, es un oficio que de hecho se parece mucho a la ingeniería: “armas, desarmas, estás activo con tus manos, trabajas con una planta que se convierte en jugo y evoluciona, te conectas de manera muy personal con el vino, aprendes a conocerlo”. Pero todo sueño tiene su precio. Para abrirse camino en Napa Valley, la región vinícola más competitiva del mundo, ha sacrificado salud y familia, pero ha valido la pena. “Rompí la barrera de la pobreza, sé lo que es no tener luz y agua potable, pero eso me ha ayudado mucho. Hoy mis hijos tienen la oportunidad de vivir una vida sin límites, pero tampoco con lujos. Hemos pagado el precio necesario, pero lo haría de nuevo. Todo otra vez. No cambiaría ni un día de mi vida.”

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