La secularización de la enseñanza

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LA SECULARIZACIÓN DE LA ENSEÑANZA DURANTE LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XIX (1812-1857)

Manel Casanova Zamora


2 LA SECULARIZACIÓN DE LA ENSEÑANZA DURANTE LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XIX (1812-1857)

Introducción

En la sociedad tradicional la religión era la institución cultural básica que trascendía la liturgia y la doctrina, confundiéndose con la sociedad y ejerciendo el control social como vehículo de la autoridad. La iglesia impuso pautas de conducta, comportamientos y mentalidades, presentándose como parte de la esencia nacional. La modernización de la sociedad y la expansión de la economía capitalista de principios del siglo XIX iniciaron el proceso secularizador en el campo politicoeconòmico mediante las sucesivas desamortizaciones de Godoy, en 1798, Mendizábal en 1836 y Mádoz en 1855, pero ni en las Cortes de Cádiz ni durante el Trienio Progresista se cuestionó la función de la religión en la sociedad y en la conformación de la mentalidad de los individuos. El proceso de secularización, que en el resto de Europa occidental hirió de muerte a las creencias tradicionales en la primera mitad del siglo XIX, fue débil y de una fragilidad extrema en España.

No obstante durante la cuarta década del siglo se debate la identificación de España con el catolicismo. El liberalismo se plantea, una vez desarbolado el sistema económico del Antiguo Régimen, la necesidad de conformar una base social que soporte las nuevas instituciones, y para ello el nacionalismo ha demostrado su capacidad de homogeneización y cohesión popular. Intentan entonces, mediante la enseñanza pública, formar patriotas que tengan en la nación el elemento de autopercepción como integrantes del ente colectivo nacional. El Plan Pidal de 1845 es el intento de secularización en la educación que persigue estos fines, como afirma Gil de Zárate.

La reacción de la Iglesia fue tajante. La secularización fue considerada atentatoria hacia la posición privilegiada de los eclesiásticos y condenada sin paliativos. El Concordato de 1851 devolvía privilegios y capacidad de control sobre todo el sistema de instrucción al clero, y con ello el liberalismo perdió la oportunidad, por un lado, de cambiar la mentalidad popular en el sentido progresista, y por otro lado de fortalecer el nacionalismo español que diera apoyo al Estado liberal. Al basar la esencia de España


3 en el catolicismo y la monarquía, el liberalismo sustentaba la idea de nación, un invento liberal y moderno, sobre los elementos emblemáticos del Antiguo Régimen.

La débil secularización llevó a identificar, como en siglos anteriores, religión y pueblo, cultura, tradición. No fue como en otros países donde la religión quedó como un referente cultural en lo público y un recurso espiritual en lo privado. En España se identifica catolicismo con nación de forma excluyente. El español se percibe como individuo perteneciente a la gran comunidad de los creyentes antes que a la comunidad política, autónoma y limitada por los límites de la frontera que es la nación.

Secularización como concepto Para Gino Germani1 la secularización es uno de los componentes esenciales del proceso de modernización, en el que se producen tres modificaciones importantes en la estructura social: 1) El tipo de acción social cambia de acción “preceptiva” a acción “electiva”, lo que supone un aumento de la racionalidad y de la individualidad. El sistema normativo sigue regulando las acciones, pero se impone al actor cierto grado de elección, de manera que se introducen variaciones novedosas en las acciones sociales basadas, tradicionalmente, en la costumbre. 2) De la institucionalización de la tradición se cambia a la institucionalización del cambio. Mientras la sociedad tradicional está arraigada en el pasado, rechaza todo lo nuevo, y repite las pautas preestablecidas, en la sociedad industrial el cambio se convierte en un fenómeno normal, previsto e institucionalizado por las normas mismas. 3) La especialización institucional: la sociedad preindustrial tiene una estructura indiferenciada, la familia, la comunidad local y la religión están estrechamente ligados y abarcan la mayor parte de las actividades humanas. En la sociedad industrial cada función tiende a estar especializada. La economía, la actividad política, la educación, etc. crean su propia organización especializada, que

Gino Germani, “Secularización, modernización y desarrollo económico”, en Carnero Arbat, T, Ed., Modernización, desarrollo político y cambio social, Madrid, Alianza, 1992, pp. 71-100 1


4 favorece, a su vez, el surgimiento de diferentes sistemas de valores. Las sociedades secularizadas se caracterizan por una congruencia valorativa mucho menor, aunque subyacen valores comunes.

La ciencia moderna, la tecnología y la economía, que necesita a las anteriores, se caracterizan por los tres aspectos de la secularización: electividad, institucionalización del cambio y mayor especialización. Debe quedar garantizada una mayor movilidad social para que la estructura ocupacional esté gobernada por el principio de la eficiencia en lugar de estarlo por criterios de familia, religión, etnicidad, etc. No obstante la religión estaba tan profundamente unida a los valores sociales que los cambios necesarios para modernizar la economía debieron implicar una transformación en dichos valores y, por tanto, en la incidencia de la religión en las mentalidades y de la Iglesia como institución en la sociedad.

En las primeras fases de las sociedades en vías de desarrollo se declaró la necesidad de una educación primaria universal, seguida por la aplicación del mismo principio a la enseñanza media. Eran necesarias reformas educativas capaces de racionalizar el sistema de reclutamiento laboral. Pero esta tendencia coexistió con un fenómeno contradictorio que limitaba el acceso a los niveles más altos de la estructura de clase, a la llamada elite de poder. Estos obstáculos indican un límite al proceso de secularización que propician movimientos de protesta en los sectores que ven limitada su aspiración de ascenso social, aunque el proceso, en general, produce un incremento real en la participación de los sectores tradicionalmente excluidos.

La educación tiende a extenderse a la totalidad de la población y se hace necesario reducir las diferencias de oportunidades educativas que origina la estratificación. Es necesario, para el avance de la modernización, el cambio en contenidos educativos para incrementar el conocimiento técnico y científico. Esto choca con los valores de prestigio de las formas no técnicas de conocimiento, con el carácter humanista de la educación de la clase alta y a los valores religiosos. Es una condición esencial del desarrollo que la religión sea transformada en una institución especializada que permita los cambios en la familia, la posición de la mujer, la educación, la ciencia, los valores individuales, etc.


5 La religión cumple con la función social de integrar y unificar a una sociedad en torno a unos valores mediante una serie de referentes comunes que permiten, por ejemplo, legitimar la desigualdad en pro del orden social. Justifica el ejercicio de poder y los privilegios de los poderosos y hace menos intolerable la situación de los no privilegiados, debilitando los sentimientos de rebelión. Aunque igual que cumple esta función de fuerza conservadora, puede convertirse en una fuerza de agitación social cuando recoge las motivaciones de grupos o individuos concretos y ayuda a configurar la solidaridad de clase2. La resistencia a la secularización surge de la persistencia de pautas tradicionales interiorizadas, que adopta forma ideológica cuando se convierte en conflicto abierto de grupo.

Aunque los procesos, tanto objetivos como subjetivos, a los que alude la secularización son muy amplios y complejos, el concepto de secularización que aquí manejamos es el que implica una pérdida de influencia de la religión en la sociedad, relacionada con su modernización. Un proceso mediante el cual las distintas esferas de la vida humana van adquiriendo autonomía respecto a la tutela que sobre ellas ejercía la religión. En lo relativo a lo que nos interesa en este trabajo podemos distinguir dos ámbitos sobre los que puede actuar el proceso secularizador: uno político-institucional, o secularización externa, que afecta a las instituciones; y otro sociocultural, que incluye las mentalidades, y que implica cambios en la moral, en la socialización de valores, ideas y actitudes.

La secularización se percibió por la sociedad de principios del siglo XIX como un proceso ligado al campo político-económico. La transmisión de propiedades de la Iglesia al Estado mediante las desamortizaciones emprendidas por las Cortes de Cádiz y las del Trienio, así como la supresión de privilegios económicos, no fueron acompañadas de un cuestionamiento de la función de la religión en la sociedad y en la conformación de la mentalidad de los individuos. Sin embargo, los sectores más progresistas del liberalismo reclamaban la reubicación de la religión en la nueva sociedad, es decir, un cambio en las mentalidades que permitiera la autonomía de la razón frente a la intolerancia. La identificación de España con el catolicismo no

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La Iglesia puede así unificar a la sociedad en torno a un mismo núcleo de valores (función integradora), y expresar los intereses de las clases en conflicto o, al menos, de una de ellas.


6 constituyó objeto de debate durante el reinado de Fernando VII; sin embargo, en la cuarta década del siglo ya era necesario defenderla explícitamente 3.

A pesar de que los liberales españoles no cuestionaron el catolicismo la Iglesia tomó partido en el conflicto político y social. Intentó imponer su visión maniquea del conflicto según la cual la religión no influía, sino que determinaba la vida de los hombres en todos sus aspectos mediante un dogma cerrado e incontestable. Aprovechando su preeminencia social, su capacidad integradora y su papel como referente identitario, impuso pautas de comportamiento y mentalidades, presentándose como parte de la esencia nacional4. Sin embargo no todo el catolicismo fue extremista. El progresismo preconizaba la modernización, el aumento de libertad y autonomía personales frente a la tutela religiosa, pero no la aniquilación de la religión. La secularización que proponían era una forma de estar en el catolicismo. Según se avanza en el tiempo aumenta el número de individuos que afronta su vida prescindiendo de las interpretaciones religiosas o, por lo menos, relegándolas a un lugar periférico de la conciencia.

Frente a esta teoría de la secularización que propone la transformación de la religión, que ha pasado de ser el elemento legitimador de las reglas de convivencia social a ser una experiencia privada y personal, durante el siglo XIX, hay autores que afirman que la secularización no existe5. Afirman que la religión sigue formando parte del horizonte vital de la mayoría de los individuos, y argumentan la imposibilidad de aceptar la secularización desde el punto de vista empírico, ya que no es posible verificarlo de forma universal. Afirman que en países como España o Italia la tesis de la secularización no se sostiene, porque la religión sigue constituyendo un elemento fundamental del sistema cultural de la mayor parte de la población.

Durante el siglo XIX hay pruebas verificables de la pérdida de influencia de la religión en los ámbitos político y económico. A su empobrecimiento por las desamortizaciones y la erradicación de privilegios fiscales hay que añadir la merma de su capacidad de control social debido a la disminución de influencia en la educación. 3

Álvarez Junco, J., Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Madrid, Taurus, 2001, pág. 405 Mira Abad, A., Secularización y mentalidades. El Sexenio Democrático en Alicante (1868-1875), Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2006, pág. 28. 5 Mira Abad, A, ob., cit., pág. 32 4


7 Los cambios que se producen en el orden político, económico y social responden a los intereses de la clase dominante. Si la difusión del catolicismo obedecía a la necesidad de organización social mediante la difusión de los valores dominantes, la transformación de los intereses en el contexto del capitalismo modernizador varió los valores y el papel que debía jugar el fenómeno religioso. Aunque en la sociedad nada es inevitable es innegable que la secularización, por diferentes canales y con avances y retroceso, aparece ligada a la modernidad.

Secularización institucional

El catolicismo ha pesado en la sociedad española. Forma parte de la cultura popular en un sincretismo que aúna costumbres paganas, magia y superstición. Pero pese a esto, la secularización se desarrolló como un derecho del Estado y de los ciudadanos frente a la Iglesia. Existió durante el siglo XIX una tendencia a desligar el aparato eclesiástico del civil, especialmente en el campo institucional, pero con restricciones. El horizonte mental y doctrinal de los españoles decimonónicos era católico, lo que limitó el proceso secularizador a avances moderados, a pesar de radicalismos puntuales. Incluso durante el Sexenio se reconocía la relevancia social de la religión en la práctica moral de los ciudadanos, sin entrar en contradicción con la separación de la Iglesia y el Estado. Quizá debido al dilema del liberalismo del ochocientos, que se debate entre el rechazo al dominio eclesiástico de las conciencias y el pánico a un Estado excesivamente democratizado6.

El estatus socioinstitucional de la Iglesia la convertía en un pilar básico de la sociedad, con un enorme poder y capacidad de injerencia y control social. La nueva sociedad que pretendía el liberalismo progresista exigía del clero su dedicación a la atención de las demandas espirituales de los fieles católicos, sin entrometerse en los asuntos temporales. Así lo evidencian los decretos de libertad de prensa de 1810 y el de la abolición de la Inquisición de 1813, que abrieron el camino a la secularización. El primero permitió que circularan ideas y planteamientos anticlericales, mientras el

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Mira Abad, A., ob., cit., pág. 35


8 segundo terminó con un símbolo del Antiguo Régimen y con el más poderoso instrumento utilizado por la Iglesia para influir en los asuntos públicos. La Constitución de 18127 en su artículo 12º define la confesionalidad estatal y la intolerancia religiosa: “La religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”. Pero al mismo tiempo consagra en su artículo 3º que “La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a esta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales”. Pese a la contundencia del artículo 12º los liberales no dudaron en adoptar medidas contrarias al clero, aunque estas medidas se equilibran con una concepción del Estado en el cual la soberanía política no excluye la permanencia de connotaciones confesionales. El liberalismo gaditano se aleja así de la laicidad emanada de la Revolución francesa, que concibe un Estado portador de sus propios valores y separado de la religión a la que mira con indiferencia. Quizá tuviera que ver el hecho de que de los 308 diputados de Cádiz 97 fueran sacerdotes, incluidos tres obispos.

El Estado que nace de la Constitución de 1812 se identifica con la nación, a cuyos intereses deben plegarse todas las instituciones y personas. Las exigencias del Estado liberal, que pretendía instaurarse para incrementar la riqueza nacional, no podían conciliarse con los bienes vinculados a la Iglesia, las instituciones municipales o los mayorazgos aristocráticos ni con los privilegios estamentales. Se toman, pues, medidas antifeudales, no anticlericales, ya que afectan tanto a bienes y patrimonio real, señorial o municipal como a la Iglesia8. La privatización y liberación de las posesiones estamentales, fuesen eclesiásticas, de la aristocracia, o de realengo, fueron un factor irrenunciable de la nueva organización social surgida de las Cortes de Cádiz. No pretendían abolir el clero, sino reformar la institución e integrarla al Estado liberal con nuevas funciones.

Durante el Trienio Liberal se ahondó en la reforma eclesiástica en una etapa que puede considerarse la génesis del Estado laico. Se expulsó a los jesuitas; se promulgó la

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Constitución promulgada en 1812, en http://www.cervantesvirtual.com/portal/1812/ Pérez Garzón, J. S., “Curas y liberales en la revolución burguesa”, en Rafael Cruz, Ed., El anticlericalismo, Ayer, nº 27, Marcial Pons, Madrid, 1997, pp. 67-100 8


9 ley de supresión y reforma de órdenes religiosas; se suspendieron la provisión de beneficios y capellanías; se redujo el diezmo a la mitad; el gobierno podía expulsar a los obispos desafectos o al nuncio con autorización de las Cortes. La libertad de imprenta permitió de nuevo las críticas a las instituciones o personas representativas del absolutismo, especialmente empleados públicos y la Iglesia como estamento privilegiado y soporte del absolutismo.

Pero la crítica diferenció entre la necesidad de abolir injusticias como el diezmo o liberalizar los bienes acaparados por los clérigos, de la necesidad de mantener el culto a una religión que se estaba transformando en elemento nacionalizador9. Así pues, a pesar de la contundencia de las medidas secularizadoras, se buscó la legitimación religiosa de los planteamientos políticos. Como señala Payne, aunque los liberales creían mayoritariamente en la necesidad de reducir la independencia y las propiedades eclesiásticas, seguían siendo católicos y otorgaban una considerable importancia al papel de la Iglesia y de la religión en la sociedad 10.

Poco importó que la revolución liberal española no se planteara despegarse de su contenido religioso, ni que nunca legislase contra el catolicismo sino contra los privilegios. Las partidas antiliberales contaron en sus filas con la presencia abrumadora de clérigos, que fueron agentes decisivos en el desencadenamiento insurreccional de 182211. Los absolutistas se levantaron contra la desposesión de bienes, pero también contra las costumbres y valores que suponía el carácter burgués del régimen liberal. La restauración del absolutismo, con ayuda internacional, trajo el restablecimiento de sus propiedades a las órdenes religiosas, pero sobre todo ideológicamente supuso una espantosa reacción. A la entrada del “Ejército de la Fe” (los Cien Mil Hijos de San Luís), siguió la acción represiva de un “Tribunal de Purificaciones”, encargado de depurar a los funcionarios públicos, y una “Junta de la Fe” que resucitaba la Inquisición abolida en 182012.

La venganza absolutista alimentó la horca donde se ejecutó a Riego, el símbolo de la etapa liberal, y acabó con las medidas secularizadoras progresistas. Las tropelías 9

Pérez Garzón, J. S., pág. 73 Payne, S. G., El catolicismo español, Barcelona, Planeta, 1984, pág. 114. 11 Jaume Torras, Liberalismo y rebeldía campesina, 1822-1823, Barcelona, Ariel, 1976, pág.19. 12 Antoni Furió, Història del País Valencià, Tres y Quatre, València, 2001, pág. 446 10


10 de frailes y realistas quedaron en la memoria de los liberales nutriendo la violencia anticlerical durante la larga guerra civil de seis años que costó implantar el Estado liberal. Sin embargo este anticlericalismo no tenía un sentido antirreligioso, más bien se trataba del rechazo al poder y a la estructura de dominación por parte de los sectores subyugados. Durante los sucesos de 1854 no se atacaron las iglesias y conventos, sino que se dirigió la violencia contra los palacios de la reina madre y los potentados, casetas de consumos, tahonas o contra las quintas. El Estado liberal había establecido una nueva realidad de dominio económico cuyos símbolos de opresión eran otros 13.

Con las desamortizaciones de 1836 y 1837 los frailes desaparecieron prácticamente de la sociedad española. Durante la regencia de Espartero se terminó la reforma y desamortización del clero secular, y a los párrocos y obispos se les incluyó en la nómina del Estado liberal para cumplir las funciones de beneficencia y educación. El reinado de Isabel II concilió las relaciones Iglesia-Estado, iniciando una etapa de entendimiento que no era la antigua alianza de Altar y Trono pero se atenuó la secularización en la esfera pública, lo que trasladó ambigüedad e indeterminación a la percepción social del proceso secularizador. Las décadas centrales del siglo XIX vieron discurrir la vertiente más moderada del liberalismo español. La Iglesia era considerada un eficaz instrumento de legitimación y gestión para cohesionar la sociedad tras las convulsas etapas anteriores.

El acercamiento a la Iglesia suavizó y paralizó la legislación secularizadora. Las leyes de imprenta de 1844 y 1852 constituyen una evidencia en este sentido, ya que regulaban tanto la difusión de impresos considerados subversivos para la religión, el dogma o el culto, como cualquier delito contra la moral pública14. El Concordato de 1851 supuso la reafirmación de la confesionalidad del Estado y la recuperación de la Iglesia en todos los campos, especialmente el educativo. La Ley Moyano de 1857 consolida la catolicidad del sistema de enseñanza, aunque el Estado defiende su protagonismo en la educación.

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Pérez Garzón, J. S., ob. cit, pág. 100. Mira Abad, A., ob., cit., pág. 38.


11 Secularización de la enseñanza

En las Cortes de Cádiz nació un nuevo régimen basado en el imperio de la ley, los derechos del ciudadano, la soberanía nacional y la implantación de gobiernos representativos. Pero el nuevo régimen también hereda de la Ilustración el papel de la educación como fuerza transformadora de la sociedad, de la instrucción como vía de progreso. El Título IX de la Constitución15 ampara el derecho a la educación de los españoles, la necesidad del estudio de “todas las ciencias” y señalando, al mismo tiempo, la catolicidad de la enseñanza: «Artículo 366: En todos los pueblos de la Monarquía se establecerán escuelas de primeras letras, en las que se enseñará a los niños a leer, escribir y contar, y el catecismo de la religión católica, que comprenderá también una breve exposición de las obligaciones civiles.

Artículo 367: Asimismo se arreglará y creará el número competente de universidades y de otros establecimientos de instrucción, que se juzguen convenientes para la enseñanza de todas las ciencias, literatura y bellas artes.

Artículo 368: El plan general de enseñanza será uniforme en todo el reino, debiendo explicarse la Constitución política de la Monarquía en todas las Universidades y establecimientos literarios, donde se enseñen las ciencias eclesiásticas y políticas.

Artículo 369: Habrá una Dirección general de Estudios, compuesta de personas de conocida instrucción, a cuyo cargo estará, bajo la autoridad del Gobierno, la instrucción de la enseñanza pública.

Artículo 370: Las Cortes por medio de planes y estatutos especiales arreglarán cuanto pertenezca al importante objeto de la instrucción pública. El primer liberalismo expresará, mediante el Informe Quintana 16 de 1813, su fe en la igualdad ante la instrucción que ha de ser universal, pública, gratuita, uniforme y libre. 15

Constitución de Cádiz de 1812, en http://www.cervantesvirtual.com/portal/1812/ Véase el Informe Quintana en Historia de la Educación en España. Textos educativos y documentos, volumen I, Ministerio de Educación, Madrid, 1979. 16


12 El primer liberalismo El Estado moderno, desde su aparición, intenta hacerse con los resortes de la enseñanza que antes estaban en manos de la familia y de la iniciativa privada, en un proceso por el que progresivamente va asumiendo funciones educativas y culturales como elemento básico del nuevo régimen. Solo una población instruida para la libertad, conocedora de sus derechos y deberes podrá sostener el edificio liberal. Así lo expresa la Comisión de Instrucción pública de las Cortes en 1814: “sin educación, es en vano esperar la mejora de las costumbres; y sin estas son inútiles las mejores leyes…nuestra Constitución política…miró la enseñanza de la juventud como el sostén y apoyo de las nuevas instituciones”17. Inducidos por exigencia políticas, de supervivencia del mismo Estado, económicas, nacionales o morales, todo cuanto es educación debe quedar supeditado a la influencia del Estado.

El Estado liberal comprende desde su nacimiento la necesidad de tener ciudadanos instruidos capaces de apoyar el nuevo régimen que ha puesto fin al Antiguo Régimen absolutista, por lo que debe intervenir de manera decidida en materia de educación. Concibe la instrucción como una necesidad y función suya y considera la enseñanza como un atributo de soberanía y como un instrumento esencial para la civilidad del Estado y la laicización de la sociedad. Para ello debía romper con el monopolio que tradicionalmente había venido ostentando la Iglesia en este terreno. Se trataba de algo tan sensible como es el control de las conciencias y la formación de un espíritu laico que asegurara la obediencia al Estado.

Pero los innovadores y heterodoxos tuvieron a menudo enfrente a los apologistas, conservadores de la tradición que ejercieron una influencia extraordinaria en la formulación de la doctrina antiliberal del siglo XIX. Eran clérigos retrógrados inspirados en el pensamiento reaccionario europeo (francés e italiano) que ponían frente a la cultura ilustrada, el progreso y la innovación, la educación cristiana y el sometimiento a la autoridad de la fe 18. La débil secularización, especialmente en materia educativa, será una constante que determinará la fragilidad el Estado liberal. La Iglesia

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Dictamen sobre el Proyecto de Decreto de arreglo general de la enseñanza pública, de 7 de marzo de 1814. en Historia de la Educación en España. Textos y documentos. De las Cortes de Cádiz a la revolución de 1868, tomo II, Ministerio de Educación, Madrid, 1979. 18 Juan M. Fernández Soria, Estado y educación en la España contemporánea, Síntesis, Madrid, 2002, pág. 18.


13 seguía con el control de las mentalidades, lo que dificultaba el proceso nacionalizador que se estaba produciendo en el resto de Europa: la identificación del pueblo con la nación, con la lengua, con la cultura. La Iglesia identifica el pueblo con el catolicismo y exige obediencia a Roma, antes que al Estado.

La vuelta del absolutismo La vuelta del absolutismo de la mano de Fernando VII terminó con las iniciativas legislativas de las Cortes, con las Cortes mismas y con la Constitución. La instrucción volvió a manos de la Iglesia como pago al apoyo al absolutismo y por el convencimiento de que solo poniendo la enseñanza de la juventud en manos de la Iglesia se podrían conjurar los males que acechaban España. Se volvió al Plan Caballero, de 1807, para el ámbito universitario, pero resultó demasiado avanzado para los absolutistas y se instauró el plan de 1771 de tiempos de Carlos III, en una vuelta al pasado que ignoraba los acontecimientos acaecidos entre 1808 y 1814 19.

El miedo a la propagación de los efectos de la Revolución francesa de 1789 dio el triunfo a la reacción. La libertad era un mal que dejaba sueltas las pasiones a las que solo la religión era capaz de someter. La intolerancia campea desde los inicios del siglo XIX enfrentando las ideas diametralmente opuestas de los herederos de la Ilustración y la de los absolutistas apologistas. Manuel José Quintana lo describió así en 1822, una vez pasada la primera pulsión absolutista: “Vencieron, con efecto, por un momento los eternos enemigos de toda verdad y de toda virtud; y en la embriaguez de su triunfo presumieron apagar la antorcha del saber, y retrogradar el entendimiento en España a la tenebrosa confusión de los siglos bárbaros” 20

El Trienio Liberal: Reglamento general de instrucción pública de 1821 Las relaciones Estado-Iglesia conocieron diversas fases a lo largo de la primera mitad del siglo. A la etapa de las Cortes de Cádiz y la llegada en 1814 del rey Fernando VII que entrega la instrucción a la Iglesia, sigue la ruptura del trienio liberal (18201823) en el que se aprueba el Reglamento general de instrucción pública de 1821, que puede considerarse la primera ley general de educación que orientará las reformas 19

Manuel Puelles, Historia de la Educación en España. Textos y documentos. De las Cortes de Cádiz a la revolución de 1868, tomo II, Ministerio de Educación, Madrid, 1979, pág. 16 20 Discurso pronunciado por Manuel José Quintana en la Universidad Central el día de su instalación (7 de noviembre de 1822) en Historia de la Educación en España. Textos y documentos, op., cit., pág. 403.


14 educativas del siglo XIX español. El protagonismo del Estado y el ejercicio de su soberanía conlleva no solo la construcción de un sistema nacional de educación, sino una confrontación con la Iglesia cuyo control y preeminencia en la enseñanza reclama el Estado. El Reglamento21 de 1821 es importante no por su operatividad, que fue escasa por su corta vigencia, sino porque fue la referencia y la base del sistema educativo que propondrá el liberalismo español durante el siglo XIX. Respetaba el principio de libertad de enseñanza (art. 4º y 5º), al permitir la enseñanza pública y la privada; confirma la gratuidad de la instrucción pública en todos sus grados (art. 1º), aunque la realidad hizo que el liberalismo moderado abandonara el principio de gratuidad y se limitara a quienes no pudieran costearse la instrucción y solo en la enseñanza primaria; y organiza en tres grados la estructura del sistema educativo (art. 9º). Sigue así las líneas trazadas en el Informe Quintana de 1813 y del Proyecto de 1814.

Hay, sin embargo, una diferencia notable en lo que respecta a la libertad de enseñanza. El Reglamento de 1821 exige un examen a los profesores de los centros privados de tercera enseñanza (art. 6º), y a los alumnos ante el profesorado de los establecimientos públicos (art. 8º). La causa, según Puelles22, es la división del liberalismo enfrentado tras la reacción sangrienta del absolutismo político con el apoyo entusiasta de la Iglesia. Para una parte importante del liberalismo la Iglesia se ha convertido en un enemigo cuyo poder hay que neutralizar. Y ese poder es enorme, puesto que posee prácticamente la totalidad de los centros privados de enseñanza y el Estado carece de medios para implantar establecimientos públicos. La instauración del sistema del doble examen en las universidades privadas suponía el control de la tercera enseñanza por el Estado.

El Plan Colomarde de 1824 Los Cien Mil Hijos de San Luís restauran el absolutismo monárquico que inaugura la Ominosa Década regida por el Plan Colomarde de 1824. El plan cede a las presiones del catolicismo ultramontano con la instauración de un “tribunal de censura y

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Reglamento General de Instrucción Pública, aprobado por Decreto de las Cortes el 29 de junio de 1821, en Manuel Puelles, op., cit., pp. 43-60 22 Manuel Puelles, ob. cit. pág. 16.


15 corrección”, dos de cuyos cinco miembros son eclesiásticos, y desarrolla planes de estudio y reglamentos centralistas, doctrinarios, farragosos y reaccionarios. Como había dicho Quintana23 en su discurso de 1822, “las causas del escandaloso atraso…(de) nuestras escuelas, no es preciso cifrarlas…en las persecuciones primeras que sufrieron algunos sabios españoles. Esta enfermedad entonces no era particular de España…el mal consistió en que el espíritu de persecución, pasajero aunque cruel en otras partes, se perpetuó, se connaturalizó en España, y sumergió la voz de la verdad en un espantoso silencio”

Esta segunda reacción absolutista fue más dura y profunda que la primera. Se derogó en Reglamento de 1821 y se promulgó el Plan Colomarde 24 de 1824 con la finalidad de limpiar de liberalismo a la Universidad. En su artículo 1º dice: “El plan literario de estudios, y el arreglo general de gobierno interior y económico y de disciplina moral y religiosa serán uniformes en todas las Universidades…”, señalando desde su inicio su carácter doctrinario y censor. El plan consagró de nuevo los estudios clásicos; reguló los libros de texto, los métodos de enseñanza, el calendario escolar, los horarios de profesores y alumnos, los órganos de gobierno, el régimen del profesorado, los premios y castigos, etc. sin dejar la más mínima posibilidad de iniciativa a profesores, alumnos u órganos de gobierno.

El rector pasó a ser el representante del poder central ante la Universidad, nombrado por el rey a propuesta del claustro que propondrá una terna con “profesores acreditados por su talento, prudencia y doctrina” (art. 231º). También se podrán “incluir en la terna canónigos o dignidades de la respectiva Iglesia catedral…” (art. 232º). Entre sus tareas el artículo 240º le asigna la de oír o hacer oír por un comisionado de su confianza “las explicaciones de los maestros, calando sobre la pureza de las doctrinas religiosas y monárquicas.” El extenso Título XXX (artículos 266º a 302º) se dedica a la “Disciplina religiosa y moral.” Establece un “tribunal de censura y corrección” encargado de velar y hacer cumplir las “leyes de policía escolástica y disciplina moral y religiosa,

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Discurso pronunciado por Manuel José Quintana en Manuel Puelles, ob. cit., pág. 411. Plan literario de estudios y arreglo general de las universidades del reino, aprobado por Real Orden de 14 de octubre de 1824, en Manuel Puelles, ob., cit., pp. 61-117 24


16 que obligarán a los maestros y a los discípulos”; se exige la fe de bautismo y un certificado de buena conducta política y religiosa para el ingreso en la Universidad; se vigilará que no circulen libros prohibidos ni personas sospechosas de malas opiniones; también se velará por que los estudiantes cumplan con sus obligaciones religiosas.

Este plan consagra lo que será una constante para el absolutismo español: la unión de la política y la religión en el ámbito educativo. “No se trata ya, como en las Cortes de Cádiz, de aceptar la religión católica como la religión del pueblo español desde hace más de un milenio, sino de fundir ambos términos en uno solo, es decir, para el absolutismo español y, posteriormente, para el sector más reaccionario del conservadurismo político, la ortodoxia política presupone la religión y viceversa25”.

El Plan del Duque de Rivas de 1836 Desde la muerte de Fernando VII en 1833 a 1843, España conoce un nuevo período liberal. El mismo año 1833 se funda el partido moderado, de cuya ala izquierda se escindirá en 1837 el partido progresista, consumando así la separación ideológica que desde los viejos liberales de Cádiz se habían ido polarizando en dos grupos: moderados y exaltados o radicales. La división ideológica tiene su reflejo en el campo de la educación, y el Plan de 1836 a cargo del Duque de Rivas26, reflejará el ideario moderado. Aunque de corta duración, es un trabajo legislativo importante por su proyección e influencia en el Plan Pidal de 1845 y en la Ley Moyano de 1857, ya que consagra los principios del liberalismo moderado en materia educativa que expresarán las redacciones citadas.

El plan de 1836 sitúa la enseñanza bajo la dirección del Estado, pero se abandona el principio de universalidad y gratuidad. Los moderados abandonan el dogma de la soberanía popular, sustituyéndolo por la soberanía de la inteligencia, lo que equivale en política el abandono del sufragio universal a favor del sufragio censitario. La libertad y la igualdad son superadas por la propiedad que capacita a los individuos para gobernar y son los más cultivados gracias a su posición social.

25

Manuel Puelles, ob. cit., pág. 20. Plan general de instrucción pública, aprobado por Real Decreto de 4 de agosto de 1836, en Manuel Puelles, ob., cit., pp. 118-144 26


17 El plan busca el apoyo de las clases medias como sustento del régimen mediante el tratamiento de la enseñanza secundaria y superior a las que solo podrán acceder las clases que gozan de ciertas comodidades y tienen medios para pagarlas. La enseñanza secundaria se concibe como preparación de la enseñanza universitaria, al contrario de la propuesta progresista que la concebía como una extensión de la primaria. El resultado es la estratificación mediante la instrucción, la colocación de barreras educativas que separen unas clases de otras.

Los moderados también intentarán limitar la libertad de enseñanza, principio irrenunciable para los progresistas que ven en ella la forma de salvaguardar la libertad de pensamiento. El plan de 1836 intenta implantar el monopolio ideológico del Estado como instrumento de adoctrinamiento desde el poder, pero la necesidad política de acercamiento a la Iglesia se irá concretando en concesiones de privilegios que limitarán los efectos de la secularización educativa. Sin embargo no cabe la posibilidad de cursar estudios de tercer grado en establecimientos privados, por lo que esta área educativa será un monopolio estatal.

La Constitución de 1837 asignó a las Cortes la competencia de la educación, por lo que se derogó el Plan del Duque de Rivas y las Cortes aprobaron la Ley de 21 de julio de 1838 y el Reglamento de la Escuelas Públicas de Instrucción Primaria elemental de 26 de noviembre de 1838, ambos con pocas variaciones respecto al plan de 1836.

El Plan Pidal de 1845. Un verdadero intento de secularización de la enseñanza

Aunque, como hemos visto, los liberales españoles de la época no cuestionan el catolicismo, la defensa de la libertad de expresión, la tolerancia y la razón parecen incompatibles con la Iglesia española ultramontana, tradicionalista e integrista que se opone a que la función educativa descanse en manos de la sociedad civil. El Plan Pidal27 de 1845 consagró la centralización y la pérdida de autonomía de las universidades, pero

27

Plan General de Estudios, aprobado por Real Decreto de 17 de septiembre de 1845, en Manuel Puelles, ob., cit., pp. 191-239.


18 también supuso un período de secularización en la Universidad por el alejamiento de la enseñanza del poder de la Iglesia.

Las dificultades que ponía el plan a la instrucción en centros de órdenes religiosas y el monopolio académico que se reservaba el Estado respecto de la enseñanza superior, movilizó a la Iglesia contra las perspectivas de la política educativa del Estado. Sin embargo el deseo de los liberales de regularizar la situación de la Iglesia creada por la desamortización llevó a un acercamiento de posiciones entre ambos poderes que cristalizó en el Concordato de 1851.

Antonio Gil de Zárate El Plan Pidal fue elaborado por el liberal Antonio Gil de Zárate 28, que en 1855 publicó De la instrucción pública en España29 donde refleja sus ideas y todo cuanto cree necesario para hacer de España un Estado moderno. Es en la sección primera de este libro y al hablar del Plan de Estudios 1845 donde Gil de Zárate expuso las bases fundamentales de la reforma y de su ideario político-educativo y pedagógico. Dicho ideario, que corregía los principios del liberalismo gaditano y exaltado de principios de siglo, se basaba en cuatro puntos:

1) Secularización o sustitución de la iglesia por la sociedad civil, y en nombre el Estado, en todo lo relativo a la organización y dirección de la enseñanza.

2) Libertad de enseñanza en su versión no radical sino mitigada, combinando la actividad de los particulares con la intervención regular promotora y controladora del Estado.

3) Gratuidad de la enseñanza en su versión también no extrema sino parcial. Es decir, exigiendo el pago de matrículas en las enseñanzas secundaria y superior, limitándola, en la enseñanza primaria, a los menesterosos y dándola en toda su extensión, por razones de oportunidad política, a las enseñanzas «industriales». 28

Las referencias al texto de Gil de Zárate en Julio Ruiz Berrio, (dir), La educación en España. Textos y documentos, Actas, Madrid, 1996, pp. 136-138 29 Gil de Zárate, A. (1855). De la instrucción pública en España. Madrid: Imprenta del Colegio de Sordomudos, t. I. (Se ha hecho una edición facsímil en 1995, por la Editorial Pentalfa, en Oviedo), citado en Julio Ruiz Berrio, ob., cit., pág. 136


19

4) Centralización académica y administrativa y configuración de un sistema educativo con sus autoridades y agentes jerárquicos territoriales (rectores e inspectores).

Puesto que uno de los objetivos básicos del Plan de Estudios de 1845 fue impulsar la creación de los Institutos de segunda enseñanza, es decir, configurar la enseñanza secundaria como un nivel educativo con entidad propia, la exposición del pensamiento e ideas de Gil Zárate quedaría incompleta si a los aspectos anteriores no se añade su concepción de la segunda enseñanza como aquella destinada a las clases medias o acomodadas, que preparara no sólo para los estudios universitarios, sino también para el ejercicio de otras profesiones, proporcionando, además, aquella educación general necesaria para hacer de dichas clases ciudadanos útiles.

Respecto a la primera cuestión, que es la que nos interesa aquí, Gil de Zárate plantea abiertamente la necesidad de la secularización de la enseñanza como una cuestión de poder que el Estado, como representante de la nueva sociedad, no puede permitirse ceder. Así afirma con contundencia: “Porque, digámoslo de una vez, la cuestión de enseñanza es cuestión de poder: el que enseña domina; puesto que enseñar es formar hombres, y hombres amoldados a las miras del que los adoctrina. Entregar la enseñanza al clero es formar hombres para el clero y no para el Estado; es trastornar los fines de la sociedad humana; es trasladar el poder de donde debe estar a quien por su misión misma tiene que ser ajeno a todo poder, a todo dominio, es en suma, hacer soberano al que no debe serlo (...).”

Gil de Zárate plantea la pérdida de soberanía a la que Iglesia se ha estado oponiendo desde que el primer liberalismo de las Cortes de Cádiz cuestionara la identificación de la Iglesia con la nación. “…la Iglesia, después de haber sido soberana en el orden político, ha perdido igualmente esta soberanía, teniendo que renunciar a sus dorados sueños de teocracia universal; … la sociedad civil, recobrados sus derechos se gobierna sola a su vez, no recibiendo sino de sí propia las leyes que han de regirla.” A la pérdida de soberanía política añade que la Iglesia ha perdido el control del conocimiento que requiere una sociedad moderna que tiene fe en el progreso y en el dominio de la naturaleza que proporciona la sabiduría científica. Por ello “la Iglesia,


20 después de haber sido soberana en los dominios de la inteligencia, ha perdido esta soberanía, la cual se ha trasladado a la sociedad civil, como más ilustrada y progresiva.”

Pero esta pérdida de control sobre el conocimiento no es caprichosa. Es la misma naturaleza de la comunidad eclesiástica, su posesión de la verdad absoluta y su fe en elementos externos a la humanidad lo que choca con los que creen en las personas y lo que son capaces de realizar en sociedad. Por ello afirma que “sólo puede haber progreso intelectual donde existe la libertad y la discusión; y que excluidas la libertad y la discusión de la sociedad eclesiástica, se han refugiado al seno de la sociedad civil, donde existen ahora todos los elementos del saber, progreso y civilización.”

Siguiendo la lógica de la argumentación, el derecho a educar reside en el soberano, ya que debe formar hombres adaptados a sus necesidades. Cuando la sociedad eclesiástica era la soberana era natural que fuera la encargada de enseñar, pero “perdida la soberanía, la sociedad eclesiástica no puede ni debe ser ya la enseñante… trasladada la soberanía a la sociedad civil, a esta sociedad corresponde sólo el dirigir la enseñanza, sin que se mezcle en ella ninguna otra sociedad, corporación, clase o instituto que no tenga ni el mismo pensamiento, ni la misma tendencia, ni los mismos intereses, ni las mismas necesidades que la sociedad civil”. Las ideas, intereses, necesidades y tendencias de la Iglesia no coinciden con los de la sociedad civil moderna, por lo tanto no tiene sentido poner la enseñanza en sus manos. Cuando se entrega la enseñanza al clero, la sociedad civil abdica su poder y sus derechos, y hace una cosa contraria a lo que exigen sus principios, sus necesidades e intereses, de forma que se pone en peligro la estabilidad social.

Solo el Estado, a través del gobierno, conoce las necesidades de todas las clases que lo integran, por lo tanto será solo él quien puede definir la dirección de la instrucción y dictar las normas educativas sin desatender a unos o perjudicar a otros. “La enseñanza ha menester dirección y reglas; pero ni aquélla ni éstas pueden emanar del clero; porque las reglas habrían de ser entonces trazadas con sujeción a cierto orden de ideas, y la dirección limitada a las necesidades de una sola clase, cuando es preciso ensanchar el círculo de las ideas, y atender a las necesidades de todas las clases del Estado”. En esta misma línea de pensamiento inserta Gil de Zárate su idea de libertad de enseñanza. Un Estado cuya constitución esté cimentada en la ancha base de la libertad y de la discusión no ha de temer un


21 gobierno tiránico. Así una enseñanza abierta, libre, que respete las diferentes formas de instruir no se opondrá al progreso de las luces.

Plan General de Estudios de 1845. La secularización por decreto El Plan General de Estudios de 1845, más conocido como Plan Pidal, constituye uno de los hitos fundamentales en el proceso de implantación del sistema educativo liberal en España. Tras el fracaso en la aprobación por el Senado del proyecto presentado en 1838 por el marqués de Someruelos para regular las enseñanzas secundaria y superior, estos niveles educativos permanecían enredados en una maraña legislativa y carecían de una verdadera ordenación. Con el propósito de efectuar tal regulación se renuncia a elaborar una nueva ley y se prepara este plan educativo por decreto, que sería finalmente aprobado en 1845. Como señalamos anteriormente, aunque lleve el nombre del ministro que lo promovió y defendió, su autor principal fue Antonio Gil de Zarate, jefe de la sección de Instrucción Pública, ayudado por sus compañeros Revilla y Guillén y basándose en un proyecto preparado el año anterior por el Consejo de Instrucción Pública.

El Plan Pidal responde ideológicamente a los principios políticos de su autor principal, es decir, del liberalismo moderado. En su concepción, las enseñanzas secundaria y superior constituyen un instrumento fundamental para la formación de las nuevas clases dirigentes de la sociedad liberal, como queda recogido en su preámbulo 30: “…el proyecto divide la segunda enseñanza en elemental y de ampliación; la primera, general y formando una suma de conocimientos indispensables a toda persona bien educada, y la segunda, compuesta de estudios más especiales, divididos en varios ramales que se dirigen a distintos fines”. En la primera se destaca “…la moral, los deberes del hombre y de la religión católica; pues sin la religión, sin que se labre desde la niñez sus sanas doctrinas en el corazón del hombre, perdidos serán cuantos esfuerzos se hagan para cultivar su entendimiento”. En la segunda enseñanza de ampliación ha bastado, según el preámbulo, “reunir las ciencias que pueden servir de preliminar a las diferentes carreras”.

El plan impone los principios de centralización y uniformidad en los estudios universitarios, con la pretensión de acabar con la autonomía de las universidades. Con 30

Plan General de Estudios, aprobado por Real Decreto de 17 de septiembre de 1845, en Manuel Puelles, ob., cit.,pp. 191-208.


22 ese objetivo, regula minuciosamente sus planes de estudios y su organización académica y docente. Establece un nuevo modelo retributivo y de carrera docente para los profesores de ambos niveles, aplicando un criterio más uniformador que el precedente. Por último, limita la libertad absoluta que tenía la enseñanza privada, estableciendo ciertos criterios restrictivos para la apertura de colegios de segunda enseñanza y reservando para el Estado la impartición exclusiva de los estudios universitarios. Esta serie de limitaciones a la libertad absoluta de creación de centros y su carácter centralista fueron la causa de los ataques lanzados contra el plan desde las posiciones conservadoras y eclesiásticas. En el fondo, lo que estaba en juego era el dominio de la educación por parte de la Iglesia y del Estado, lo que originó una polémica que se reproduciría en años posteriores.

Como consecuencia de la aprobación del Plan, una real orden cesa a todos los Rectores en ejercicio, cuya función asumen los Jefes Políticos, quienes, en calidad de Visitadores y Comisionados regios, quedan encargados de la reorganización de los centros conforme al nuevo Plan centralizador que califica como establecimiento público de enseñanza aquel que en todo o en parte se sostiene con rentas destinadas a la Instrucción Pública, votadas por las Cortes en los Presupuestos Generales del Estado, y están controlados exclusivamente por el Gobierno31.

Los medios para conseguir la centralización y el control gubernamental, además de la inclusión en los Presupuestos, serían la unificación de los fondos, la integración de los catedráticos en un Cuerpo único, la configuración del Distrito universitario y la uniformidad de textos y programas. Por otra parte, todas las oposiciones a cátedra, así como la obtención del grado de Doctor, se celebrarían en Madrid (Universidad Central), cabeza de las diez universidades que permanecieron en pie a partir de esta reforma. Desde este año toda la normativa procede de Madrid.

En cuanto a la enseñanza, el plan de 1845 establece que los textos deberían ser aprobados cada tres años por el Consejo de Instrucción Pública que controlaba así los manuales de las asignaturas, autorizando listas y limitando de esta manera la libertad de cátedra. Este control y la dependencia administrativa de las autoridades académicas 31

Artículos 52 a 55 del Plan General de Estudios, aprobado por Real Decreto de 17 de septiembre de 1845, en Manuel Puelles, ob., cit., p. 223.


23 aseguraban el dominio estatal en la instrucción pública. Como pieza clave de esta reforma se crea, por decreto de 1846, la Dirección General de Instrucción Pública, que se encomienda al inspirador de todo el proyecto, el liberal Antonio Gil de Zárate. Había triunfado la idea de la enseñanza como servicio público. Sistematizando toda la legislación publicada desde las Cortes de Cádiz y reuniéndola en un solo texto legal, se emancipaba la Universidad de la vieja tutela eclesiástica para someterla al Estado, que sigue siendo confesional, pero muy celoso de sus derechos.

El Concordato de 1851. La ofensiva antisecularizadora Pero el plan de 1845 nació herido de muerte: no logró convencer ni a liberales moderados ni a los progresistas. A los progresistas y los radicales de izquierda el plan supone un control excesivo del Estado, una limitación de la libertad de pensamiento y un freno a la promoción social, que consideraban la fuente de la igualdad y el progreso; para los conservadores y los clericales, estas medidas favorecían la secularización de la enseñanza y abría demasiado las expectativas de democratización. Tras un breve período de secularización, la firma del Concordato con la Santa Sede en 1851 devuelve la enseñanza al dominio eclesiástico.

La Iglesia asume la función de vigilante de la ortodoxia en todos los niveles de la educación, como pone de manifiesto el Concordato32. El artículo primero reafirma lo que el liberalismo había aceptado desde su nacimiento en la Constitución de Cádiz: “La religión católica, apostólica, romana, que con exclusión de cualquiera otro culto continúa siendo la única de la nación española, se conservará siempre en los dominios de S. M. Católica con todos los derechos y prerrogativas de que debe gozar según la ley de Dios y lo dispuesto por los sagrados cánones”. A pesar del apoyo y la inclinación de la Iglesia hacia el carlismo y el absolutismo, que hizo surgir el anticlericalismo entre las filas liberales, en todos los textos legales del liberalismo se proclamó el respeto a la religión. La coyuntura política de los años cuarenta favoreció el acercamiento del gobierno moderado y de la Iglesia, mediante la cesión del Estado de su derecho al control de la enseñanza a la comunidad eclesiástica.

32

Concordato de 16 de marzo de 1851, en Manuel Puelles, ob., cit., p. 240.


24 El artículo segundo establece que “en su consecuencia la instrucción en las Universidades, Colegios, Seminarios y Escuelas públicas o privadas de cualquiera clase, será en todo conforme a la doctrina de la misma religión católica; y a este fin no se pondrá impedimento alguno a los obispos y demás prelados diocesanos encargados por su ministerio de velar sobre la pureza de la doctrina de la fe y de las costumbres, y sobre la educación religiosa de la juventud en el ejercicio de este cargo, aún en las escuelas públicas”, en clara contradicción con los argumentos que esgrimía Gil de Zárate en defensa de la soberanía estatal y el derecho a educar del soberano.

El Concordato otorgaba a la Iglesia el derecho a la inspección de la enseñanza con la colaboración del gobierno de la nación: “S. M. y su real gobierno dispensarán asimismo su poderoso patrocinio y apoyo a los obispos en los casos que le pidan, principalmente cuando hayan de oponerse a la malignidad de los hombres que intenten pervertir los ánimos de los fieles y corromper las costumbres, o cuando hubiere de impedirse la publicación, introducción o circulación de libros malos y nocivos”. Pero en muchos liberales continuaba el espíritu secularizador que plantearía problemas en el futuro, al defender el derecho a la libertad de conciencia, de pensamiento o de cátedra en lo que se denominará la “cuestión universitaria”.

El proyecto de Alonso Martínez y la Ley Moyano de 1857 Con la llegada al poder de los progresistas en el llamado Bienio Progresista (1854-1856), se evidencia la necesidad de una norma con rango de ley que regule la instrucción nacional. El encargado de elaborar la ley fue Manuel Alonso Martínez, Ministro de Fomento de 1855 a 1856 con el gobierno de Baldomero Espartero. Aunque se consideraba liberal, Alonso Martínez creía en la sociedad organizada jerárquicamente y se enfrentó a los planteamientos krausistas y, por supuesto, a los socialistas. El Proyecto de ley de Alonso Martínez contiene muchos de los principios del moderantismo español. Es la propuesta moderada del gobierno progresista. En él confluyen progresistas y moderados que coinciden el las grandes líneas del sistema educativo liberal de la época. Quizá por este motivo el proyecto de Alonso Martínez se incorporó a la ley de Instrucción Pública de 1857.

El consenso sobre las instituciones educativas que se había conseguido mediante la implantación de las diferentes normas liberales, facilitó la aprobación de la Ley de


25 Bases33 de 17 de julio de 1857, que autorizó al gobierno para promulgar una ley de Instrucción Pública fundamentada en el Reglamento de 1821, el Plan del Duque de Rivas de 1836 y en el Plan Pidal de 1845. el 9 de septiembre de 1857 se proclamó la Ley de Instrucción Pública34 que supuso la legitimación del intervencionismo eclesiástico que se derivaba del Concordato de 1851. El ministro de Fomento Claudio Moyano, fue el encargado de elaborar la ley que se mantendrá en vigor más de cien años. Es una ley fuertemente centralizadora, en la que la dirección, a nivel nacional, de la Instrucción Pública se asigna al Ministerio de Fomento. A nivel local se encomienda a los rectores de las Universidades, jefes de sus respectivos distritos universitarios (arts. 243 y 260 de la Ley). Entre los diez distritos universitarios que configura esta Ley, el de Valencia comprenderá las provincias de Valencia, Albacete, Alicante, Castellón y Murcia (art. 259).

Esta ley consagró legislativamente privilegios a los establecimientos del clero y la censura y el control eclesiástico de la instrucción, tanto privada como pública, iniciado en 1851, en contra de la opinión de muchos liberales que consideraban la libertad de cátedra y la libertad de enseñanza como pilares fundamentales del liberalismo. El artículo 153 de la ley autoriza al gobierno a “conceder autorización para abrir Escuelas y Colegios de primera y segunda enseñanza, a los institutos religiosos de ambos sexos legalmente establecidos en España… dispensando a sus jefes y Profesores del título y fianza que exige el artículo 150” . El artículo 150 establece las condiciones que exige el gobierno a quienes deseen abrir establecimientos privados de enseñanza, tanto en lo referente a la capacidad, titulación e idoneidad de los profesores como de los medios materiales para la enseñanza y condiciones del local. El Estado renuncia, pues, a ejercer este control sobre los establecimientos eclesiásticos donde se aplicarán los criterios que crea oportunos la Iglesia católica.

Además de los privilegios concedidos a sus centros educativos, se reconocía el derecho de la Iglesia Católica a vigilar la pureza ideológica de los estudios. Lo dispuesto en el expresado artículo 153 se complementaba con lo establecido en el artículo 295, que obligaba a las autoridades civiles y académicas a vigilar para que, tanto en los centros

33

Ley de Bases de 17 de julio de 1857, en Manuel Puelles, ob., cit., pp. 241-243. Ley de Instrucción Pública de 9 de septiembre de 1857 en Historia Manuel Puelles, ob., cit., pp. 244302. 34


26 públicos como en los privados, no se pusiera “impedimento alguno a los RR. obispos y demás prelados diocesanos, encargados por su ministerio de velar sobre la pureza de la doctrina, de la fe y de las costumbres, y sobre la educación religiosa de la juventud”. Así mismo el artículo 296 faculta al Prelado para apercibir al gobierno a que instruya el oportuno expediente cuando advierta que en “los libros de texto o en las explicaciones de los profesores se emitan doctrinas perjudiciales a la buena educación religiosa de la juventud”

A pesar del control de las costumbres por el clero, las reformas, aunque de menor calado, continuaron y, una de las señas características de quien asume el poder educativo, la vestimenta, fue modificada por un reglamento de 1859, mediante el cual se suprime el traje talar de los estudiantes y se exige para entrar en el recinto universitario levita de color oscuro, pantalón, corbata negra y sombrero redondo, es decir, del traje eclesiástico, dominante durante siglos en las universidades, se pasa al traje burgués. Las togas e insignias quedaban sólo para las grandes ocasiones.

Conclusión

El pensamiento tradicional y conservador de derechas, en sus diversas variantes, ha sido dominante, si no hegemónico, en la sociedad española, no solo como teoría política sino también como ideología que ha vertebrado el “sentido común” de la sociedad, es decir, el sistema de significados y valores que acompañan la evolución del proceso social. Y el sistema religioso resume lo más inalterable y básico del conocimiento que una sociedad tiene sobre el mundo. Por lo tanto no podremos entender nuestra historia contemporánea sin conocer las características, formulación y alcance de la mentalidad dominante.

Una parte importante de los autores han relacionado esta mentalidad popular con el rechazo de gran parte de la población a la forma que tomó la revolución liberal en España, que solo benefició a una minoría social y política. Algunos sectores sociales intentaron modificar el orden ideológico-cultural existente para incorporarlo a los principios de la modernidad según los intereses del capitalismo. Las nuevas instituciones transgredieron las tradiciones de legitimidad, religión y las normas consuetudinarias,


27 mientras que los cambios económicos diluían las formas de solidaridad colectiva del mundo rural.

Sin embargo, la reacción antiliberal del siglo XIX se encuadró en una derecha profundamente reaccionaria y violenta que condicionó la vida colectiva española. El carlismo enfrentó a los españoles en una cruenta guerra civil, y la Iglesia católica como institución, impidió que el liberalismo consiguiera suficiente arraigo ideológico y político, lo que lastró el crecimiento económico en una etapa clave de consolidación del capitalismo.

El modo de producción capitalista tiene como consecuencia inmediata una gran movilidad social. El proceso modernizador que acompaña al capitalismo modifica, entre otras muchas cosas, la naturaleza del trabajo, que Ernest Gellner35 define como semántica, es decir, que necesita un nivel de alfabetización que capacite para la manipulación de mensajes y el contacto con interlocutores anónimos, lo que exige una escolaridad prolongada. Surge así el nacionalismo como principio que establece que la homogeneidad de cultura es el lazo político de la nación, y el dominio de una alta cultura es la precondición de la ciudadanía política, económica y social. El Estado adquiere la función de protector de la cultura y de su reproducción mediante la enseñanza pública.

Pero la nación no solo era esto. Para los primeros liberales de 1812 y 1820 la nación soberana era la garantía de poder disfrutar de derechos y libertades emanados de un gobierno con poder limitado, no despótico ni arbitrario, que permitiera la iniciativa individual. Sin embargo había otras sensibilidades que compartían la idea de nación con objetivos diametralmente opuestos: con un discurso autoritario, de estatalismo monárquico y religioso, que se oponía a cualquier tipo de control del poder monárquico y, por supuesto, no aceptaban la participación en política de las clases populares.

La nación liberal, la que defendía Gil de Zárate, reclamaba la soberanía del Estado y de la sociedad civil que lo sustentaba, sobre cualquier otro elemento. La enseñanza debía estar en manos del Estado para poder fomentar el nacionalismo de la nación que se estaba gestando como comunidad diferenciada del resto de naciones del 35

Ernest Gellner, Nacionalisme, Afers, Catarroja-Valencia, 1998


28 mundo con su propia cultura, lengua, mitos, héroes, etc. Era lo que estaba ocurriendo en toda Europa de la mano del Romanticismo. La nación, invento reciente, servía de aglutinante y elemento movilizador ante la disolución de los lazos religiosos y comunitarios que habían funcionado hasta entonces pero que se veían sacudidos ante el avance modernizador. La clave del avance del nacionalismo era la secularización que apartaba a la religión y a la corporación eclesiástica de las instituciones del Estado. La religión, en la nueva sociedad, tenía asignado el ámbito privado, mientras que desaparecía del ámbito público.

El liberalismo español no supo o no pudo controlar los mecanismos que le permitieran influir en las mentalidades y dirigirlas hacia la razón y el progreso al permitir a la Iglesia católica el dominio de la formación intelectual de los jóvenes. La débil secularización estuvo condicionada por la confesionalidad católica del Estado y la injerencia continuada en asuntos políticos de la Iglesia, especialmente a través de la monarquía.

El nacionalismo español se configuró en torno al mito de la conversión al catolicismo de Recaredo que proporcionó a la nación una fe y una ley, de don Pelayo y de Covadonga. La nación española escribió su historia identificándose con el catolicismo, se fue elaborando un relato histórico que se basada en las esencias católicas y monárquicas. El Estado no pudo someter esas fuerzas que pretendían mantener las antiguas tradiciones y el tipo de relaciones sociales tradicionales al mismo tiempo que se adaptaban a las nuevas formas económicas del capitalismo.

Se desactivó la Iglesia de su vinculación con los poderes económicos y se relativizó su poder político, pero la institución religiosa de la cultura continuó funcionando de forma muy parecida a como lo hacía en las sociedades tradicionales. La contradicción entre una economía capitalista con creciente urbanización y movilidad social, y la mentalidad de Antiguo Régimen que emanaba de los medios educativos controlados por la Iglesia, dio como resultado un liberalismo lastrado, temeroso, desconfiado, incapaz de llevar a la práctica la idea del ciudadano como apoyo de las instituciones del Estado, un liberalismo que se basaba, en fin, en los antiguos estamentos eclesiástico y real.


29 A pesar de su constitucionalismo, los liberales españoles del XIX renunciaron a cambiar las relaciones cotidianas entre los hombres mediante la participación colectiva e individual en la política, en la cultura, en la educación y en la construcción de una sociedad libre, igualitaria y fraterna. El mundo que la institución religiosa definía era el mundo, y se mantenía por el consenso de los miembros de la sociedad 36.

36

P. Berger, Para una teoría sociológica de la religión, Barcelona, 1976, citado por Manuel Delgado en “Anticlericalismo, espacio y poder. La destrucción de los rituales católicos”, en Rafael Cruz, (Ed)., El anticlericalismo, Ayer, nº 27, Marcial Pons, Madrid, 1997, pp. 149-180.


30 BIBLIOGRAFÍA

ÁLVAREZ JUNCO, J., Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Madrid, Taurus, 2001. DELGADO, M., “Anticlericalismo, espacio y poder. La destrucción de los rituales católicos”, en Rafael Cruz, Ed., El anticlericalismo, Ayer, nº 27, Marcial Pons, Madrid, 1997, pp. 149-180. DELGADO, M., Luces iconoclastas. Anticlericalismo, blasfemia y martirio de imágenes, Ariel, Barcelona, 2002. FERNÁNDEZ SORIA,J. M., Estado y educación en la España contemporánea, Síntesis, Madrid, 2002. FURIÓ, A., Història del País Valencià, Tres y Quatre, València, 2001. GELLNER, E., Nacionalisme, Afers, Catarroja-Valencia, 1998. GERMANI, G., “Secularización, modernización y desarrollo económico”, en Carnero Arbat, T, (ed), Modernización, desarrollo político y cambio social, Madrid, Alianza, 1992, pp. 71-100. MIRA ABAD, A., Secularización y mentalidades. El Sexenio Democrático en Alicante (1868-1875), Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2006. PAYNE, S. G., El catolicismo español, Barcelona, Planeta, 1984. PÉREZ GARZÓN, J. S., “Curas y liberales en la revolución burguesa”, en Rafael Cruz, Ed., El anticlericalismo, Ayer, nº 27, Marcial Pons, Madrid, 1997, pp. 67-100. TORRAS, J., Liberalismo y rebeldía campesina, 1822-1823, Barcelona, Ariel, 1976. PUELLES BENÍTEZ, M., en Historia de la Educación en España. Textos y documentos. De las Cortes de Cádiz a la revolución de 1868, tomo II, Ministerio de Educación, Madrid, 1979. RUIZ BERRIO, J., (dir), La educación en España. Textos y documentos, Actas, Madrid, 1996. VOVELLE, M., La mentalidad revolucionaria, Crítica, Barcelona, 1989. Constitución de Cádiz de 1812, en http://www.cervantesvirtual.com/portal/1812/


31

ÍNDICE

Introducción……………………………………………………………….

2

Secularización como concepto…………………………………………….

3

Secularización institucional……………………………………………….

7

Secularización de la enseñanza……………………………………………

11

El primer liberalismo………………………………………………

12

La vuelta del absolutismo………………………………………….

13

El Trienio Liberal: Reglamento general de instrucción pública de 1821 13 El Plan Colomarde de 1824……………………………………….

14

El Plan del Duque de Rivas de 1836……………………………….

16

El Plan Pidal de 1845. Un verdadero intento de secularización de la enseñanza

17

Antonio Gil de Zárate………………………………………………

18

Plan General de Estudios de 1845. La secularización por decreto………...

21

El Concordato de 1851. La ofensiva antisecularizadora……………

23

El proyecto de Alonso Martínez y la Ley Moyano de 1857………….

24

Conclusión …………………………………………………………………..

26

Bibliografía ………………………………………………………………………

30


32

Este libro se acabó de digitalizar en València el mes de abril de 2018

Primera edición: Abril 2018

Esta obra de Manel Casanova está sujeta a una licencia de Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 No adaptada de Creative Commons


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