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RIO GRANDE REVIEW

crónica

Wendy García lo que conservamos en nuestra memoria

poesía

Yenny León Matza Maranto Roberto Arada Carlos Téllez Jair Cortés

cuento

Gabriel Martín Barbablanca

dossier:

viajes a la memoria Sasha Pimentel Amarilis Véliz Diepa Carlos Zamora


MFA Programa Presencial

Creación Literaria de las Américas Única en su género, la maestría en creación literaria (MFA) de UTEP ofrece un programa totalmente bilingüe de cursos que cubren las áreas de ficción, poesía, dramaturgia, guión cinematográfico, ensayo y crónica. El programa requiere que los alumnos tomen 48 créditos académicos que normalmente se completan en el curso de tres años. Nuestras materias cubren un amplio rango de tópicos que incluyen la traducción literaria, escritura de libretos, novela corta y prosa poética, entre otros. Nuestros estudiantes también pueden elegir materias en otros departamentos, tales como Teatro, Inglés y Lengua and Lingüística. Nuestra revista literaria, Río Grande Review, es editada exclusivamente por los estudiantes de la maestría. Situado en el Desierto de Chihuahua, donde confluyen dos naciones, nuestro programa está en constante proceso de cambio para satisfacer los intereses de estudiantes que vienen de toda América Latina, España, Estados Unidos y el resto del mundo. Ofrecemos trabajo en el campus universitario a la mayoría de nuestro estudiantes. El éxito de nuestro programa se refleja en el éxito de nuestros estudiantes, quienes han ganado importantes premios literarios, tales como el Premio Tusquets de Novela 2012, Premio Clarín de Novela 2006, el Premio Nacional 2005 de Cuento de Colombia, el Premio 2005 Chicano-Latino de UC Irvine, el Premio de Poesía Andrés Montoya 2004, el Premio Binacional Frontera de Palabras / Border of Words 2003, convocado por Conaculta, el Premio Nacional de Poesía Joven Elias Nandino 2002 y el Premio bienal Copé de Poesía (Perú 2002) Contacto: Department of Creative Writing University of Texas al El Paso Liberal Arts 415 500 West University Avenue El Paso, TX 79968 (915) 747-5713 mfa@utep.edu


RIO GRANDE REVIEW

Mensaje Especial de la Rectora Río Grande Review (RGR) es solo uno de muchos ejemplos del éxito de la Universidad de Texas en El Paso (UTEP) en cuanto a la promoción del acceso y la excelencia. La pasión de estos talentosos escritores por sus obras es característico de los estudiantes de UTEP en todo nuestro campus, sin importar su campo de estudio. En nuestro camino para convertirnos en la primera universidad nacional que aliente la investigación y con una demografía estudiantil del siglo XXI, UTEP está transformando el mundo a través de investigaciones relevantes y empoderamiento de la exploración creativa y la expresión en las artes. Celebramos los muchos éxitos alcanzados en este campus en los últimos 99 años, los cuales están basados en nuestras cada vez mayores aspiraciones para el futuro. Dra. Diana Natalicio Presidenta de la UTEP



Río Grande Review

Revista bilingüe de literatura y arte contemporáneo Otoño 2013. Número 42 Director Editorial Jago Molinete Editores Marco Antonio Murillo Gianfranco Languasco Editor Invitado Joseph Michael McBirnie Asesora de la Facultad Rosa Alcalá Directora de Arte y Diseño (invitada) Malena Villar Obras de Portada Helier Batista Díptico Riveras. 2013. Oleo en masonite 16 x 12 .5 pulg. Comité de Lectura Rosa Alcalá Luis E. Álvarez Marín Jesús Silveyra John Neils Paul Guillén Riley H. Welcker Agradecimientos Especiales Lori De los Santos John Fahey Marilú Valenzuela Perla Chaparro Anibys Labarta

Contenido poesía Roberto Arada Jair Cortés Carlos Téllez Matza Maranto José Sánchez ensayo Rodrigo Chacón crónica Wendy García ficción Gabriel Martín Carlos Martín Wendy García Itzel Guevara poesía Yenny León Ángel Vargas Gerardo de la Rosa Gonzalo Trinidad Enrique Solinas Manuel Iris

traducción Stacy McKenna JM McBirnie dossier: viajes a la memoria Carlos Zamora Amarilis Véliz Diepa Sasha Pimentel

ficción Martín Letona David Anuar Darío Zalapa Joel Florez

Río Grande Review es una publicación bilingüe de literatura y arte contemporáneo con fines no lucrativos. Tiene una frecuencia bianual y es rectorada por el departamento de Escritura Creativa de la Universidad de Texas en El Paso (UTEP). Este proyecto es editado en su totalidad por estudiantes del programa bilingüe de especialidad en Escritura Creativa de la Maestría en Bellas Artes. RGR ha estado difundiendo la creación literaria en El Paso, en la frontera México-Estados Unidos y a nivel mundial por más de 30 años. Su sostén financiero corre a cargo de los Servicios de Comisiones Estudiantiles de UTEP, además de ventas de publicidad y los contribuyentes privados. Damos la bienvenida a intercambios de anuncios.


editorial l río fluye como la palabra, diáfana, transparente… Ahora mansa, ayer arremolinada, mañana luz y tiniebla, vida y muerte. El río tiene dos orillas, la palabra también: La mano del poeta y el oído del que escucha. Con sus ahora 42 números publicados, Río Grande Review ha sido un espacio de convergencia de dos lenguas, el español y el inglés, que a su vez son dos formas distintas de mirar e inventar el mundo. A pesar del escaso parentesco que tienen entre sí, dichos idiomas se hermanan en la totalidad de las páginas presentadas. Y es que, no importa el pincel o la pluma o el ritmo, la palabra (la creación) nace como el río, fluye como el río desde un manantial inagotable, recóndito. Al leer la RGR podrás sumergirte en el caudal creativo de la región Paso del Norte (El Paso-Ciudad Juárez) y un poquito más allá… hasta la tercera orilla: un canto sin filo, donde todo se permite, siempre y cuando desnudes el pecho y la mente, la mirada y las manos para que brote el deleite, el del pez: alimento espiritual que solo se paladea siendo manso y brutal, sol y luna, ciudad y sepulcro… silencio y vocablo: pez. Asimismo, te sorprenderá la diversidad de visiones y maneras de expresión que pueden producirse aún dentro del idioma; ello demuestra que no sólo el mundo es una Torre de Babel, sino también esa lengua que nos es tan cercana y personal, esa playa desde la que nos desenvolvemos, desde la que miramos la arena de otra orilla. Sobre esta arena del lenguaje, el ecuatoriano, Jorge Enrique Adoum escribió: “Y uno siente que la playa comienza a hundirse porque le falta ese grano de arena”. En RGR creemos que los lenguajes (el propio como creadores, el nuestro como colectividad) son soledades susceptibles a compartirse, aguas solitarias que en algún punto de la tierra donde afloran se retroalimentan. ¿Acaso no basta un solo grano de arena como una palabra para comenzar a conjugar los lenguajes? Como dice el poeta estadounidense, Hart Crane en su poema Response of Rivers: “I heard wind flaking apphire, like this summer, And willows could not hold more steady sound.”


poesía

Ángela Villarreal Ratliff. Windows. 2013.

Nació en McAllen, Texas y creció en el sur de California. Vive en Austin, Texas con su esposo. Ha publicado varios libros de bolsillo de poesía. Su trabajo ha aparecido en diversas publicaciones y antologías.


Roberto Arada Velázquez

Cocina de Bruja con espejo ¡Ay de mí! Aquí me vuelvo loco. Goethe (Fausto)

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No hay en la noche más que amargura de muertos; hielo secular que fluye por sus hojas: filo donde abatir hechizo y luna. Siluetas devoran el silencio y corren a morir junto a la llama, en su chasquido redentor. Esta visión ya huele a infierno, tiene su nombre agridulce, victorioso. Mi espíritu se agencia la copa y la memoria cuando los ojos caen y no basta la mano o el soplo de una luz brevísima que ampare el paso entre los negros signos del cículo que anuda mi vejez. Si he de caer será frente al espejo con su niebla ancestral y la figura ilegible de una diosa. ¡Qué agudo golpe: su vapor en mi retina, en los músculos del alma donde el mundo ya no es! ¡Qué bella metáfora: su rostro argentado entre el humillo de la magia!¡Allucinatio! ¿Cómo salvarme de esta Idea? ¡Detente, sí, minuto en el que pueda saber que su fantasma arde: vive! ¡Apresura, enemigo, el veneno o la herida con tal de ser espectro hoy mismo y vagar atormentado por sus pasos! ¡Ay de mis ojos! Han mirado al espejo su maldito azogue.

Ausencia Cómo iba a entender la sal acumulada en una sílaba torpe. Yo era una criatura de treinta y cinco latidos con las manos rasgadas por los partos anónimos. Cómo iba a dominar las leyes del trigo. Yo era un ente azulado como un blues de Nueva Orleáns. Un animal sin mística y sin cuerno.

Ella

Cantares 6.10 Quién es esta que baja de la espuma a inaugurar la desolada ínsula. Bajo sus pies nacen girasoles y echan a volar los sagrados insectos. Quién es esta que irrumpe en el más septiembre amanecer, que proclama con sus rayos la santidad del día y de los goces. Quién es, si tiene un ojo como luna y el otro sol en nacimiento. De su sonrisa escapan los gorriones cuando en los pechos se posan dos palomas más blancas que sus dientes. Quién es, la que de tales sortilegios ha sepultado mis ejércitos, aniquiló de un tajo mi amurallada soledad, hízome esclavo recitador de salmos penitentes. Gea, Sunamita, Astaroth: cómo nombrarla si todo sustantivo la define, justo cuando el último verso me corta la garganta.


Mi lugar en la Utopía Si no hay lugar ¿dónde estaré al final del día? Alguien me dijo “quédate” y casi tiemblo por los que soñaron antes que yo. Pero el sueño se evapora en el bolsillo. Alguien me dijo “construye” pero el asfalto no definió sus límites y partí a fundar una ciudad en el árbol. Alguien me dijo “multiplícate” y fecundé una lágrima nueva y vigorosa.

Alguien me dijo entonces “márchate” y por eso estoy aquí. y un sombrero sepultando las ideas. Tú estabas allí bajo una linterna al fondo del milenio, pasmada de tanta claridad. Yo sin bastón daba mi traspié de medianoche. Tú estabas lirio, verbo, mano… y nos fuimos.

Si no hay lugar ¿dónde estaré al final de este latido?

La temporada infinita

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(Por la película “El lector”) Lloré con Michael Berg las arrugas de Hanna y el silencio de la cuerda en su cuello. Lloré porque las palabras no saltan de los libros a la memoria como en las artes mágicas de la imaginación. Yo también leía para una mujer que adelantada y voraz me descubrió una mañana de agosto. Le acariciaba con algunos poemas solemnes donde el sexo acompañaba los regaños tibios de su lengua. Otras veces me arrastraba hasta sus muslos con una serpiente en la boca oteando en la oscuridad el bálsamo negro de sus labios. Ella resplandecía en medio del polvo aferrado a las máscaras que ocultan las vidas múltiples de mis héroes. ¿Y qué me han enseñado estas lecturas del cuerpo, de la

casa, de los viajes y retornos a la misma isla de palabras flotantes? He aprendido que no tengo más pasado que un círculo de letras clandestinas, devoradoras del tiempo. No existe un futuro, solo es anunciado en los títulos de prensa, de la que todos sospechan. El presente es este verso confundido entre Alemania y el trópico, entre Auschwitz y mis tripas. Lloré con el muchacho porque ella no nos entendió del todo. Lloré con el hombre porque el miedo nos hunde en la mudez y nos quedamos tan desiertos… Hanna sigue colgada sobre mis libros, sobre aquel poema que nunca leí bajo sus párpados. Y tú sigues ausente una temporada infinita.

Roberto Arada Velázquez (Holguín, Cuba, 1972). Poeta, narrador y director de programas de televisión. Licenciado en Comu­nicación Audiovisual y en Educación. Ha publicado el poemario Araciones por la Editorial Sanlope, 2004. Finalista del Certamen Internacional de Relatos Cortos “Yoknapatawpha”, Madrid, España 2008. Obtuvo premios en cuento y ensayo en el concurso literario Portus Patris 1998 y 2000. Incluido en la antología poética La isla en versos: cien poetas cubanos. Ediciones La Luz, 2011.

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Galvanizado Torpe, lenta rueda de las cuatro de la tarde, cuando la alacena queda abierta y un reloj gotea segundos sobre la estufa.

Y le devuelve a la noche su oscuridad primitiva ¿De dónde proviene ese murmullo, ese siseo sin sentido? Como un insecto que de un árbol baja y llega hasta la ventana al pasillo a la mesa. Escucha: puede ser un grillo, una arandela solitaria rozando el quicio de la oscuridad.

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Jair Cortés

Galvanizados quedan los oídos, cuando los motores se apagan y el pulgar y el índice apresan la plateada llave del Nissan. Torpe, lenta la mano, tontea en el bolso para buscar el cigarro. Torpe, quieres echarte hacia atrás, delimitar terrenos con un dedo sobre la arena, dibujar un diagrama para explicar en esta hora sagrada que la rueda rechina desde tus oídos hasta tu garganta.

Escucha la noche: pega tu oído a su pecho altamar / bajamar tu respiración.

Sin aviso: la música inicia y da cuerda al viento: sin aviso. En.gra.nes mo.viéndose…

Es una cuchara la noche que hurga en el fondo del frío peltre: ruido azul.

La maquinaria otra vez tiene vigor, avanza gigante con todos los camiones del mundo en donde los choferes encienden la radio.

¿De dónde, ruido, de qué extraño escondite vienes? ¿de esa pequeña caja gris (radio)?

La música da cuerda a los que perdieron la cordura.

12 pm: lo último que tus oídos alcanzan a distinguir es un himno que te invita a la guerra.

Sin aviso. Torpe tú, solo, barandal, caminas ciego buscando una almohada, que cubra tu antojo de dormir. El índice y el pulgar deberían decirte que ya, ¡listo! el motor enciende, pero, siendo sinceros, ¿para qué?

Jair Cortés (Tlaxcala, México, 1977). Poeta, traductor y ensayista. Maestro en Literatura mexicana por la BUAP. Columnista del suplemento cultural del diario La Jornada. Autor de los libros A la Luz de la sangre (1999), Tormental (2001), Contramor (2003), Caza (Premio Nacional de Poesía “Efraín Huerta” 2006), Enfermedad de Talking (2008) y Ahora que vuelvo a decir ahora (2013).


Carlos Téllez Espino

Elogio a la ciudad Contra tus muros las manos se dibujan como cuerdas, como hilos trenzados en la roca. Nadie sabe, ciudad, de tus noctámbulos cuando la luz cae a golpes lentos, pero ellos te habitan grises y te navegan el rostro y te destruyen el maquillaje diurno. Juega limpio que te marcan las puertas y te cierran; moja tu rostro endurecido, lávalo, ya importa el tiempo que falta para armar, limpiamente, la danza del regreso. Lluvia, renueva el agua cuando la ciudad palidece porque faltas; haz que el árbol pueda con la espalda de la noche; gotea aquí que la infancia muere a sorbos largos; cala; refúgiala ahora y vuelve a abrir los ojos; invócale esta luz pero deja que mis manos la construya. Escucha, hay luna pero el perro de la suerte falta, hay fuego pero nadie sabe cómo usarlo. Amanece aún, ciudad, y todo puede suceder en un instante. Todo. Hasta la vida.

Elogio de la culpa Nadie venga con el oficio tierno del agua. Nadie compre los acuarios vacíos. Escuchen, hay escenarios cómplices, hay un corazón paterno que no es. Escuchen: nada será eterno ni mortal. Nadie venda los horarios de la culpa -los torpes incendiarios mueren de amor- Nadie renuncie al cuerno de la paz. Nadie, para refugiarse, invente de la lluvia algún invierno. Nadie venga a vender su sempiterno talismán. Nadie quiera profesarse Padre y Dios. Ya nada podrá salvarse fuera de mí, no importa cuál infierno. RIO GRANDE REVIEW

Oración del ahogado Intermediaria la madera, el mar propone otra aventura, marinero. Tú lo olvidaste. Ahora, misionero de la muerte, decides convocar la vida. Lo olvidaste al levantar el ancla, pero el tiempo, bandolero sin rostro, puede más que el carpintero y el árbol. De nada vale nadar líquido el aire, la madera inclina el pecho a las columnas de agua. Todo cae. Un cuchillo de luz despedaza un trozo de cielo. Tu cuerpo termina como anzuelo. Algo nos duele. No hay modo de salvarte. Lejos, un barco pasa.

Carlos Téllez Espino (Las Tunas, Cuba, 1960). Poeta, guionista y director de programas de radio y televisión. Licenciado en Dirección Audiovisual. Autor de los libros de poesía Hambre del Piano y Campanadas (para niños). Aparece en revistas Cuba, España, Argentina, México, Uruguay, Venezuela y los Estados Unidos. Ha obtenido numerosos premios provinciales y nacionales en Poesía.

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Matza Maranto El silencio como una centella atraviesa la habitación, como si ese filamento que te dibuja intentara salvarnos. La ciudad se tiende bajo el crepúsculo, a mitad de la muerte. Es de noche y la marea lunar que somos se empeña en reunirnos, flujo y reflujo. En la metrópoli él y yo somos el tintineo de los hielos en una copa de whisky, diáfana y ambarina campana de cristal en la hora de nadie. Nos reímos mientras el apartamento se incendia. La ciudad no es porteña, pero llega al ventanal la brisa y el chillido inubicable de las gaviotas. Aunque la noche se vuelve insoportable, me torno indecisa, apuesto y pierdo, también gano. Odiosamente feliz me convenzo de haber descifrado el enigma. El edificio no tiembla, vemos la avenida apenas iluminada con esa paz que ocasiona el nunca. (De Atajos para llegar a nadie) ༺•༻ A Javier Molina Este lugar es una provocación. Llovió. Mientras los diarios refieren sucesos y consecuencias a largo plazo; el Wall Street danza al compás de las horas, el crepúsculo se convierte en puerto para los barcos de este boulevard marítimo. Me interno en viaductos donde la brisa no llega, pero las ráfagas de hielo azolvan esta oleada de júbilo. El mar es una grieta en el epicentro de la plaza. (De Atajos para llegar a nadie) ༺•༻

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La catedral y su reloj marcado por un doble espejismo. La tarde amenazada por una parvada deja en un instante, sobre el empedrado de la plazuela, el sonido de la angustia. Aquí no existe la fe; sólo se termina el ciclo, cuando los dados quedan suspendidos en el aire. El verano deja sus alfileres en la frente. No hay más. El reflejo marca la sensibilidad de esa boca. Busca alguna voluntad ajedrecística que conozca el movimiento exacto de las piezas, pero ha dado un paso y el horizonte es interrumpido por un manto de lóbregos signos. (De Ajedrecístico) ༺•༻ En la ciudadela, cualquier canción mal aprendida es el acorde puntual para entonar la vida. Cualquier acto de fe se desvanece en un santiamén. El viajero ve a través del cristal la perfección del olvido; nada devolverá la cordura, todos los caminos lo llevan al incumplimiento de las promesas. (De Ajedrecístico) ༺•༻ Yo soy el viajero. Iba de paso; sin embargo, me convertí en habitante de esta ciudad-derrumbe. Alguien pronunció mi nombre pero no volví la vista, nada podía ser petrificado. Ninguna vereda llevará a otro sitio; todas las catástrofes están cumplidas. Aquí los rastros del crimen son lo único verdadero. (De Ajedrecístico) ༺•༻ Aquí viví todas mis muertes. Moví las piezas hasta ahogar el tablero, la solución no es el final; quedarán los nubarrones, su voz por los altavoces, la enmohecida satisfacción de salir ileso, la memoria. Intercambié tiradas, y es así como sé que todas las bardas tienen las claves exactas para concluir: hemos vivido en el reflejo. (De Ajedrecístico)

Matza Maranto (Chiapas, México. 1984) Actualmente estudia el doctorado en Ciencias Sociales y Humanísticas en el Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica (CESMECA). Es autora de los poemarios Atajos para llegar a nadie (SE del Estado de Chiapas, 2011), Peldaños (Universidad de Sonora, 2012) y Trozos de azogue (Artepoética Press, 2013). Fue becaria del PECDA 2011 y Premio Estatal de la Juventud 2010 en la categoría de poesía.


José C. Sánchez Lara

Entopoemas Tras momificarla, incrusta un huevo en el abdomen de la mantis. Su larva brota y devora las partes frescas. Entre semillas se inflige (una) adultez. Crujen alas, tornillos, ganglios. Su elasticidad produce luz. La avispa (plástica, arrojada) surca un cráter.

Los avaros dictámenes del caos incluyen su fecundidad como muestrario (un ínfimo muestrario de la clase obrera). No son una especie vacilante. Carnívoras las hembras retornan al cortejo, tras picotear la redondez del glúteo. Maravillados en su multitud fabrican hilo. Se instalan en los bordes de las uñas. Resisten bajo fuego intestinal. Sus huevos parasitan un país que nutre. (Para los oxiuros el hombre es dios, y el infierno un antibiótico).

La araña terafósile corta en pedazos al macho después de la cópula. Se lo traga y lo defeca. Unta el detritus con semen que almacena en sus bivalvos. Secreta líquido apestoso para camuflar el crimen, huye. Féretro, falange o muralla: la momia guarece unas termitas.

Noche tranquila y labios minerales palpitan sobre techo de laringe. Debajo (en alquerías) el silencio mueve otros dominios. Secretas fundaciones de bacteria que ignorando ruta de palomas segrega su sustancia en el duodeno.

El saltamontes, manubrio, se atraganta en la faringe del lémur. Vomitado mueve aún sus alas. El ácido de glándulas lo paraliza. Consigue una muerte sigilosa. Al desmembrarlo el criminal deglute su eternidad pieza-por-pieza.

La belleza crepita a sangre fría sobre escafandra que la mueve.

sarcoptes scabiei

El arador de la sarna padece una infección en los tejidos. Profundiza la piel del hombre al escapar a su ardentía microscópica. Crea excoriaciones (en canales deposita huevo y sarro). Su excavación no es un misterio. Nos están vedadas metafísica y origen de su horroris vacui.

taenia saginata Durante un día elaboran su prolongación situando anillas en excreta, esófago y protuberante colon. Su inmortalidad radica en destejerse. (No son nada solitarias).

Un tardígrado de 30 ojos en la noche olfatea al individuo.

José Carlos Sánchez-Lara (Cienfuegos, Cuba, 1969). Poeta, y narrador. Estudió Arte en el Conservatorio de la Habana. Premio Ada Elba Pérez (2003). Autor del libro Regiones (2004). Ha publicado en Rio Grande Review, Azoteas, Ceiba, Cuadrivium. Está incluido en la Antología de poetas cubanos, editorial Aduana Vieja, España (2011). En proceso su libro de ensayos sobre la escritora mexicana Isabel Fraire.

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Víctor Ramírez. Trazos. 2012.

(Chihuahua, México, 1980). Estu­­ dió Diseño Gráfico en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ). Trabajó de 2005 a 2010 con El Diario de El Paso cubriendo las áreas de publicidad, sociales, de­­ por­ tes y noticias. Ha expuesto en el Pecha Kucha 2010 y en el Con­ sulado General de México en El Pa­ so en 2011 y 2013. Fue mención ho­ norifica en el Photo Walk 2011 y primer lugar en el 2012.

ensayo


Hibridez, subalternidad y resistencia

en dos novelas de Salman Rushdie.

R

Rodrigo Yuani Chacón Torres

Un acercamiento a las marginalidades retratadas en “Los versos satánicos” y “El último suspiro del moro”

econocido como uno de los más grandes representantes de la narrativa contemporánea por la institución literaria occidental, espe­cialmente la inglesa, Salman Rushdie ha conseguido situarse en una posición pri­vilegiada para la emisión de discursos de ficción que pretenden cuestionar, desde la visión de un sujeto (supuestamente) trans­ cultural de la diáspora indomusulmana en Gran Bretaña, los ordenamientos simbólicos de la metrópoli. Partiendo de esta relativa importancia que posee la obra de Rushdie como discurso de un sujeto no-hegemónico, este ensayo pretende mostrar la forma en que las categorías de hibridez, subalternidad y resistencia funcionan en los personajes de Los versos satánicos (2007) y en El último suspiro del moro (1996), como propuestas de articulación de realidades sociales plurales y transculturales en un con­tex­to poscolonial. De esta ma­ne­ra pretendo poner en evi­den­cia la forma en que Rushdie responde a las problemáticas deriva­das de las nociones de propio y ajeno en situaciones de do­minio político, social o cultural de un grupo humano sobre otro. La trayectoria de este “acerca­miento” se deriva de la lógi­ca de la exposición del proble­ma en torno a los tres con­­ceptos centrales ya mencionados, a saber: la hibridez, la subalternidad y la resistencia; para fi­nal­ mente abordar có­mo se conjugan en la construcción de la idea del sujeto, colonial y poscolonial, situado al margen del poder hegemónico y, muchas veces, como opuesto a él. Con una revisión de los personajes y la diégesis en general como primer paso en cada uno de los casos, la exposición crítica de los conceptos tomados de distintos teóricos y críticos del poscolonialismo y la posmodernidad funciona como un marco crítico-explicativo que se despliega a la par que los fenómenos son presentados recurriendo a ambas novelas; consi­guiendo que la argumentación desemboque finalmente en una imagen, coherente y fácilmente aprehensible, de la presencia y el uso de estos conceptos en ambas novelas de Rushdie. Hibridez En la obra de Rushdie encontramos una serie de personajes que, debido a su particular situación en el sistema geopolítico construido en la diégesis narrativa, se hallan inmersos en dinámicas políticas, sociales y culturales que ocurren al margen de tradiciones particulares. Así tenemos, por ejemplo, en Los versos

satánicos, a un par de personajes principales que se insertan en el marco socio-político de una Londres ficticia que, curiosamente, sostiene formas y modos de relación con una Bombay también ficticia, que se asemejan en mucho a las que Londres y Bombay tenían entre sí hacia finales de la década de los ochenta; en otras palabras, una relación de coloniaje cultural y económico en un contexto poscolonial. Ambos personajes, que responden a los nombres de Gibreel Farishta y Saladin Chamcha, existen en y a través de estas formas de relación entre ambos “focos” del sistema, como en la “escalera” que describe Bhabha (1994) en El lugar de la cultura: “La escalera como espacio liminal, entre-medio [in-between] de las designaciones de identidad, se torna en el proceso de la interacción simbólica, el tejido conectivo que construye la diferencia entre lo alto y lo bajo, entre negro y blanco” (p. 20). Entre estos focos se desplazan y viven los personajes, Chamcha co­mo un sujeto nacido en la India, que la repudia y por lo mismo viaja y se avoca ha­cia Londres; y Fa­rishta, que no só­ lo desprecia abier­ tamente todo lo inglés, sino que tam­­ poco logra ge­ nerar vínculos de pertenencia e identidad con algún lugar (no necesariamente geográfico). Este “tejido co­nec­tivo” entre el “ser inglés” y el “ser hindú” que parecen ser construidos por el discurso de los personajes y el narrador es re p re­s e n­t a d o en dos ni­ve­­les, por un lado aparece la met­á­f ora d e l

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“aire-como-espacio-liminal” (especialmente evidente en la caída de los personajes desde el Bostan y en los momentos del proceso de viaje y del no-descenso del avión), como una sustancia mutable y mutagénica, y por el otro lado se muestran a través de la ya referida analogía, es decir, por la representación mimética de este mismo tipo de “tejido” existente en el contexto del autor. En ambos casos esta escalera es una escalera eléctrica que avanza en más de dos direcciones que en realidad termina por abarcar la totalidad de los espacios de la diégesis, desde el interior de los personajes hasta la misma atmósfera que les cobija, llegando a parecer que genera un flujo caótico, más que dinámico; en palabras de Bhabha (1994): “El movimiento de la escalera, el movimiento temporal y el desplazamiento que permite, impide que las identidades en los extremos se fijen en polaridades primordiales” (p. 20); “El ‘pasaje intermedio’ de la cultura contemporánea […] es un proceso de desplazamiento y disyunción que no totaliza la experiencia” (p. 22). Produciendo la hibridez como resultado de la existencia misma de la interacción entre culturas, como una necesaria realidad contemporánea. Como sujetos híbridos, dinámicos y polivalentes, su existencia misma amenaza el binomio de absolutos que pretende contenerles y explicarles; exactamente como sucede en El último suspiro del moro, donde la relación entre Aurora Da Gama y su hijo Moraes Zogoiby ejemplifica esta tensión a través de la metáfora de la relación materno-filial, llevando el juego metafórico con el coloniaje hasta el último nivel narrativo. En la novela de Rushdie (1996) Aurora ve la diversidad como impureza, como una debilidad:

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Fue en aquella época en que los disturbios por cuestiones lingüísticas prefiguraron la división del estado, cuando anunció [Aurora de Gama] que dentro de sus muros no se hablaría marathi ni gujarati; el idioma del reino era el inglés y nada más que el inglés.

-Todas esas jerigonzas diferentes nos separafican unos de otros-explicó-. Sólo el inglés nos une (p. 202). Después de todo, como dice Todorov (2003), “con demasiada frecuencia, el universalista es un etnocentrista sin saberlo” (p. 29); motivo por el cual la anormalidad del moro conduce al personaje de Rushdie (1996) a repudiarlo: “Auroraque no estaba dispuesta a permitir que su embarazo más difícil terminara con nada que no fuera un triunfo- se guardó su horror y asco, […] hasta el día de nuestra última pelea, en que lo soltó…” (p. 166). Al negarse al diálogo en la diferencia, Aurora atenta contra su propia continuidad (su hijo), completando así la metáfora del orden colonial intransigente. Subalternidad Ahora bien, estos híbridos culturales, estos sujetos posco­ loniales pero víctimas del coloniaje se mueven, como mencioné previamente, al margen de ciertas tradiciones, es decir que se hallan en situación de subalternidad con respecto de un poder hegemónico, en este caso cultural, cuyo excedente de capital simbólico le permite el ejercicio de la violencia contra los grupos disidentes. Es necesario aclarar, sin embargo, que el sentido de subalterno se halla distanciado, en el uso que hago del mismo, de la noción binomial Gramsciana, siguiendo la lectura que John Beverley (1999) hace de la revisión de Spivak al concepto: “Este sentido de subalterno como ‘límite absoluto’ a la narrativización significa para Spivak que el subalterno en el mundo colonial y

poscolonial debe ser necesariamente otro que ‘el pueblo’, y debe resistir en particular la totalización sugerida en el binomio gramsciano ‘pueblo-nación’” (p. 101). Para mí, el sujeto subalterno es aquel que, existiendo bajo determinado sistema sociocultural, se halla restringido en sus posibilidades de recepción y enunciación de discursos empoderados en su hábitat social por un grupo (hegemónico) que por medio del ejercicio de la violencia impone los propios y los naturaliza en detrimento de la capacidad autogestiva y autonómica del sujeto violentado. La violencia de la que son objeto los personajes principales de las novelas de Rushdie es bastante explícita, y por lo mismo hace ver muy claramente los medios de los que se vale el orden neocolonial para imponerse. En Los versos satánicos vemos como Saladin Chamcha es atacado por un grupo de agentes del servicio de inmigración de Inglaterra, quienes lo confunden con un inmigrante ilegal: “el barullo en el furgón era cada vez mayor […] y los jóvenes bobbies pateaban y sacudían diversas partes de su anatomía […], procurando, eso sí, a pesar de su excitación, limitar los golpes a las partes más blandas y carnosas, a fin de reducir al mínimo el riesgo de fracturas y hematomas” (p. 208-209).

Mientras que en El último suspiro del moro se observa el escarnio que Aurora da Gama hacía de su familia, del que Moraes dice: Ay padre, padre, ¿por qué le dejabas que te hiciera eso? ¿Por qué eras su diario blanco nocturno? ¿Por qué lo éramos todos? ¿La seguías queriendo realmente tanto? ¿La queríamos realmente siquiera en aquellos tiempos, o sólo era su antiguo dominio sobre nosotros y nuestra aceptación pasiva de la esclavitud lo que tomábamos equivocadamente por amor? (p. 106).

Momentos de violencia como esta se hacen presentes constantemente en ambas novelas, exponiendo los mecanismos que operan en las formas de dominio colonial, tanto en la diégesis como en el contexto sociocultural de publicación de las obras. La crítica de Rushdie abarca también las percepciones mismas que justifican la dominación, la amenaza misma que el sujeto híbrido representa para la metrópoli occidental. Retomando el ejemplo anterior de Los Versos satánicos, en cierto momento uno de los oficiales dice a Chamcha: “Animal […] Todos sois iguales. No se puede esperar que los animales observen normas civilizadas. ¿Eh?” (p. 205); demostrando así la actualidad del mito del salvaje descrito por Bartra (1992), “salvajes de toda índole que constituyen simulacros, símbolos de los peligros reales que amenazan al sistema occidental” (p.192). Las categorías mismas con que se califica y construye a estos sujetos los distancian de la fuente de los discursos empoderados, incluso temporalmente mediante el recurso de la alocronía , entendida por Vargas Cetina (2007) como “la adscripción temporal de tiempos pasados a sociedades presentes” (p. 57). En el ejemplo anterior he señalado dos de estas categorías que tipologizan el tiempo y consiguen así el efecto de alocronía que separa sociedades y culturas. Los sujetos no-occidentales son asimilados al arquetipo del salvaje, y por tanto responden también, en el imaginario de la metrópoli, al universo natural-agreste que se contrapone a la civilización (otra forma de crear una distancia ontológica mediante la retórica colonial); según Bartra (1992): “desde la perspectiva moderna podemos decir […] que el mito del hombre


salvaje es una expresión del contrapunteo entre la cultura y la naturaleza” (p. 192). Son los recursos de naturalización del sujeto híbrido colonial y su adjetivación con categorías temporales alocrónicas lo que autoriza al poder hegemónico a someterle y volverlo en un ser subalterno, contribuyendo así a su propio sostenimiento, apareciendo como la expresión misma del pensamiento etnocentrista metropolitano. Resistencia De acuerdo con Beverles (1999), la situación marginal de personajes como Saladin Chamcha y Moraes Zogoibi les coloca en un lugar privilegiado para le enunciación de discursos disidentes que inauguran propuestas de ser, de representar y de hacer: Bhabha reconoce que, de acuerdo con la dialéctica del amo y el esclavo, el subalterno […] está en una posición de privilegio epistemológico, en el sentido de que su misma condición de subordinación requiere a la vez que le permite el ‘ver a través’ de la ilusión de la autoridad y presencia de los signos de poder que confronta. […] En otras palabras, el subalterno sabe […] que ese poder es un efecto del significante. Si no lo supiera, no tendría bases para la negación o la resistencia” (p. 99).

sean sólo personajes secundarios en el trasfondo; a diferencia de El último suspiro del moro, que se centra en la experiencia del individuo mientras su trasfondo socio-histórico permanece casi anónimo: “La Mayoría, ese elefante poderoso, y su compinche, la Mayor-Minoría, no aplastarán mi relato bajo sus pies. ¿No son indios todos mis personajes, todos? Bueno, pues entonces este es también un cuento indio” (p. 102). Son estas palabras las que finalmente aparecen en El último… para reclamar una identidad negada (una “nueva” identidad por ser nuevo el reclamo por la misma) por la violencia de la segregación racial y religiosa. El reclamo de esta identidad “negada” corre a cargo, principalmente, del personaje intertextual Zeenat Vakil (Zeeny Vakil en Los versos satánicos), quien, a pesar de hacer su aparición como un personaje marginal en El último…, sostiene la tesis y el proyecto profesional y vital de reivindicar el eclecticismo y la hibridez de las distintas tradiciones artísticas confluyentes en el subcontinente como un “al­ ma”, como característica esen­cial del propio arte indio y como llave y fuente de su propio futuro: era crítica de arte y había escrito un libro sobre el mito limitador de la autenticidad, esa camisa de fuerza folklorística que ella trataba de sustituir por la ética de un eclecticismo refrendado por la historia, porque ¿acaso no se basaba toda la cultura nacional en el principio de apropiarse los trajes que mejor parecían sentar, ario, mogol, británico, eligiendo lo mejor y abandonando lo de­ más (p. 74).

Estos márgenes porosos en los cuales se sitúan los sujetos subalternos, para Bhabha (1994), “proveen el terreno para elaborar estrategias de identidad [selfhood] (singular o comunitaria) que inician nuevos signos de identidad, y sitios innovadores de colaboración y cuestionamiento, en el acto de definir la idea misma de sociedad” (p. 18); ideas de sociedad que los personajes de Rushdie El personaje de Vakil se expresan performativamente en sus opone, en dos momentos y entornos, asociadas necesariamente en dos situaciones distintas, a la noción de subalternidad en el a dos protagonistas de ambas sentido de existir como opuestos al novelas: Moraes Zogoiby y discurso colonial hegemónico. Salahuddin Chamchawala. Las opciones inauguradas por En ambos casos abogando los personajes en ambas novelas abren por la mezcla de tradiciones, espacios, en cada uno de los casos, identidades y orígenes, y para la disidencia incluso más allá de Luis Eduardo Álvarez Marín.Titiritero. 2010. buscando el reconocimiento la suya propia. Perciben como posibles otras visiones de mundo del protagonista en turno de sus propias “herencias” culturales. cuyo requisito previo es la negación del orden anterior; lo cual, Claro que decir “herencia” implica necesariamente el no negar después de todo, es su consecuencia “natural”, tal y como Beverley la coexistencia (o la no coexistencia) de otras “herencias” no (1999) menciona: “La negación de la ideología dominante defendidas por Vakil, sino compartidas por el mismo sujeto; es acompañada al mismo tiempo por la composición de otra he aquí un breve fragmento de El último… para ejemplificar lo ideología, que posiciona como autoritativa, auténtica y verdadera dicho: otra forma de identidad, valor, territorialidad e historia” (p. 100). -Qué bobadas, te lo juro-protestaba-. En primer lugar: en una Articulando las formas nuevas de identidad e ideología, aparecen religión con mil y un dioses, deciden que importa sólo un capítulo. en la obra de Rushdie las comunidades, al tiempo que desaparecen Entonces, ¿qué pasa con Calcuta, por ejemplo, en donde no son los individuos; es por eso que los ejemplos se multiplican en seguidores de Ram? Y los templos de Shiva, ¿no son ya lugares de culto apropiados? En segundo: el hinduismo tiene muchos libros Los versos satánicos: “El símbolo del Macho Cabrío con el puño sagrados, no uno, pero de pronto todo es Ramayana, Ramayana. levantado en ademán de fuerza empezó a aparecer en pancartas Entonces, ¿dónde queda el Gita? ¿Dónde están todos los Puranas? en las manifestaciones políticas” (p. 364). Pues el relato incluye […] Una deidad única y marcial, un solo libro y un dominio del personajes colectivos con voz, la polifonía Bajtiniana, aunque

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populacho: eso es lo que han hecho de la cultura hindú, de su belleza de muchas cabezas, de su paz. (p. 377)

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Una breve aclaración (un matiz, si se quiere) que es necesario hacer sobre el discurso de Vakil viene dada por la posible ambivalencia del término “tradición”. La tradición, en el sentido invocado por este personaje, se refiere a la hibridez históricamente dada, opuesta a la retórica purista de un régimen hegemónico, especialmente en un entorno nacionalista pero bajo un régimen neocolonial. Bhabha (1994) escribe, respecto de esta última forma de entender la tradición, que: “El ‘derecho’ a significar desde la periferia del poder autorizado y el privilegio no depende de la persistencia de la tradición; recurre al poder de la tradición para reinscribirse mediante las condiciones de contingencia y contradictoriedad que están al servicio de la las vidas de los que están ‘en la minoría’”(p. 19). Es decir que no propugna por una falsa tradición única en una sociedad diversa, sino por una tradición de diversidad en una sociedad de diferencia. Las formas de resistencia generadas y presentadas por Rushdie pueden ser consideradas como una cultura de la protesta surgida en tensión dialéctica con la igualmente persistente cultura de la opresión, que hace enormemente visible, misma que “puede definirse como una amalgama de significados y valores dominantes, acompañada de prácticas en las que la violencia y la coerción entran como elementos constitutivos significativos en la reproducción del orden hegemónico, por medio del cual los que tienen el poder procuran mantener y reforzar su posición superordinada” (p. 598), en palabras de Devalle (Dube, 1999). Según Devalle (Dube, 1999), estas formaciones culturales se expresan por medio de textos, explícitos (en el caso de la cultura de la opresión) y ocultos o clandestinos (en el caso de la cultura de la protesta), “Tanto los textos explícitos como los ocultos tienen que ver con el poder; ambos son intencionales y se traducen en prácticas sociales” (p. 598). Prácticas sociales como las llevadas a cabo, en la clandestinidad primero y como una forma de resistencia pasiva después, por el Londres no-blanco en Los versos…, al llevar el símbolo de la disidencia de la cultura hegemónica al nivel mismo de los mitos fundacionales de su civilización: Mientras los no pigmentados neogeorgianos soñaban con un enemigo sulfuroso que trituraba bajo su humeante pezuña sus perfectamente restauradas viviendas, los nocturnales morenos-ynegros aclamaban en sueños a aquel casi-negro-como-no-podíaser-menos, quizá un poco zarandeado por el destino de clase raza historia y demás, pero que alzaba el culo del asiento para repartir algo de leña (p. 363).

Otra muestra de cómo la tradición se convierte en un recurso al cual recurren los personajes de Rushdie como fuente de la cual abrevar para resignificarla y apropiarse-reapropiarse de ella, en voz de Bhabha (1994): “En su ser mítico [Chamcha] se ha vuelto la figura “fronteriza” de un masivo desplazamiento histórico (la migración poscolonial) que no es sólo una realidad “transicional” sino también un fenómeno “traduccional” (p. 269); pero siempre en vista de la resistencia a ser reducidos a lo mismo: “La blasfemia va más allá de la ruptura de la tradición y reemplaza sus reclamos de pureza y origen con una poética de la reubicación y la reinscripción. (p. 271). Todas las prácticas clandestinas destinadas al reforzamiento de la propia identidad o a la contestación contra el proyecto identitario del poder hegemónico nos son retratadas en una discordancia completa. La historia de Moraes Zogoiby, la

historia que reúne y articula muchas otras historias que no son propiamente La Historia pero que corren paralela a ella como posibilidades alternativas e igualmente válidas, da la impresión de existir dispersa, e incluso fragmentada, desde un inicio, cuando el origen de Moraes Zogoiby es puesto en duda una y otra vez; cuando la “autenticidad” de sus historias familiares es cuestionada por él mismo, al igual que su paternidad, los discursos de otros personajes que desfilan por su narración e incluso sus propias percepciones con respecto de sí mismo y de su historia de vida. A su vez, la vida de Saladin Chamcha y Gibreel Farishta se convierten en una mutación a lo largo de muchas otras mutaciones que no dejan finalmente ninguna certeza con respecto de quién es qué ni de dónde proviene. Y sin embargo, las dos novelas parecen llegar a la misma conclusión y a la misma certeza una vez vuelta la última página: La única certeza es que no somos lo que nos dicen que somos. Conclusiones A lo largo de este trabajo, como se aclaró al principio del mismo, se ha pretendido mostrar tanto la manera en que Rushdie ha llevado los conceptos y fenómenos de hibridez, subalternidad y resistencia en las dos novelas analizadas: El último suspiro del moro y Los versos satánicos, como las maneras en que estos mismos conceptos y fenómenos se ven reflejados a través de tales narraciones. Si bien ambas posibilidades se integran en las dos novelas sin mayor problema, el análisis no podía abarcar todas las posibles vertientes derivadas de este hecho, debido a la complejidad y la extensión del trabajo requerido para el caso; por lo cual los resultados se han visto limitados, si bien parecen responder de manera suficientemente satisfactoria a las cuestiones planteadas primeramente. Con respecto a la hibridez, Salman Rushdie la muestra en sus novelas como una constante abarcadora e integradora, como un fenómeno del cual no es posible evadirse más que mediante discursos autodestructivos y enormemente violentos contra los que la misma existencia de la hibridez se plantea como una amenaza constante. La hibridez aparece, para Rushdie, no como una panacea universalista y salvadora, pues como el mismo Todorov (2003) ha dicho: “con demasiada frecuencia, el universalista es un etnocentrista sin saberlo” (p. 29); sino como una nueva especia de ética cultural posmoderna. No asegura nada ni tampoco parece atreverse a prometer mucho, pero definitivamente se asegura de una cosa: no estancarse, y con ello pretende caer en dogmatismos incluso a costa de su propia validez, volviendo a Todorov: “ya es hora de olvidar las pretensiones universales y de reconocer que todos los juicios son relativos: a una época, a un lugar, a un contexto” (p. 435). De la subalternidad el autor hace un retrato completo, nos la presenta como “es” en sus novelas. Los sujetos que describe en situación de subalternidad pasan por una serie de situaciones de violencia (simbólica, física, moral, discursiva) que es explicitada en cada momento en que esto es posible; la alienación de la que son objeto (y que además a veces ellos mismos se infligen a sí y entre ellos) no se encuentra ausente, e incluso las secuelas de esta misma condición de sujetos (en tanto que atados) a un orden que les es más adverso que no-favorable. Pero además de todas estas problemáticas derivadas del ser sujetos subalternos, el autor hace explícita la capacidad creativa de estos mismos individuos,


les dota de una plasticidad epistemológica y ontológica que, aunque violentada, no deja de proponer alternativas más “libres” desde su misma existencia. Las opciones surgidas de su andar-en-el-mundo de la diégesis no son testamentos de liberación ni tampoco son manifiestos o panfletos de doctrinas y teorías posmodernas, lo que sí parecen querer llegar a ser es una especie de testimonio de existencia, de la misma forma que un epitafio, lo cual no significa que la puerta se halla cerrado, sólo que alguien más ya ha transitado por esa ruta antes que el lector. Resistencia es el resultado inmediato de las condiciones de hibridez subalterna de los personajes de Rushdie. Resistencia es el resultado de su capacidad creativa y de su plasticidad puesta a prueba en un entorno hostil que parece no estar cambiando lentamente, pero que sí lo está, cambiando al ritmo al que ellos mismos cambian. Son muestras de resistencia violenta los enfrentamientos apocalípticos y purificadores en las calles de Londres, que oponen principios absolutos tan híbridos como cualquiera de los otros personajes involucrados en el zafarrancho; es también muestra de resistencia ante el coloniaje el testimonio-testamento-historia-confesión de Moraes Zogoiby ante la inexorabilidad de su propia muerte tras una vida acelerada como la evolución política de la India, historia de otras historias que no son La Historia y que, sin embargo, podrían serlo. Es incluso un acto de resistencia el mantener viva a un personaje como Zeenat Vakil, cuyo discurso es tan contundente explícito, en Los versos satánicos, para luego “asesinarle” hacia casi el final de El último suspiro del moro, un gesto de mucha importancia para un personaje con apenas unas cuantas intervenciones en todo el texto

de la novela. Un vínculo intertextual en la obra del mismo autor que puede leerse casi como un llamado de atención sobre qué es lo que quiere que sea escuchado en sus obras. Luego entonces, y partiendo de lo anterior, ¿qué es posible decir de lo propio y lo ajeno de Salman Rushdie a través del recorrido hecho a lo largo de estas dos novelas suyas? ¿Es posible sostener que el autor busca argumentar a favor de una determinada corriente, de inscribirse a sí mismo en una cierta tradición? Lo dudo. Pocos son los personajes que “logran” darse cuenta de las formas de relación transcultural que los traspasan y que ellos mismos contribuyen a construir a lo largo de su actuación en las novelas. Si bien la voz de Zeenat Vakil parece ser la excepción, al aparecer como la única que se avoca concienzudamente a la tarea de proponer una alternativa concreta para oponerse al proyecto de dominación colonial británica tanto como al estado segregacionista hindú, no es posible considerar a este personaje como una expresión abierta y verdaderamente desafiante de la ideología del propio autor, ni siquiera como algún alter ego que sí haya podido llegar a decir en la India lo que Rushdie no. Hacerlo sería no solamente caer en una contradicción, pues Vakil misma, siendo Rushdie, no podría aceptar la idea de ser quien llevara el único proyecto viable en ambas novelas; sino que también sería cerrar los ojos ante las otras múltiples realidades expuestas en los diversos tiempos recorridos por ambos relatos. Tiempos y realidades que si no logran mostrar un proyecto coherente y sistemático, es solamente porque en una novela no puede escribirse el mundo ni puede tampoco inscribirse al mundo.

Siguiendo a Susana Devalle en “Cultura de la opresión y cultura de la protesta”, compilado en Pasados poscoloniales por Saurabh Dube (1999): “la cultura se concibe aquí como un estilo de vida modelado por fuerzas sociales y económicas, implicando un orden social íntegro que involucra un conjunto de prácticas significantes-los lenguajes en que se expresa una cosmovisión que apuntala un orden social- y un estilo de sentir- la experiencia subjetiva de lo social que le permite a uno vincular, en palabras de Samuel (1981: xxxii), ‘el momento individual a la longue durée’” (p. 595). Las traducciones del inglés son mías, a menos que se indique lo contrario. En el caso de las novelas, ambas son citadas según la traducción al español de las respectivas casas editoriales; sacrificando la precisión ante la pretensión de mantener el tono “literario” que poseen ambas ediciones. Los originales en inglés, al no haber sido citados, no son referidos directamente. Las cursivas son mías. Citando a Fabian (1983): “El anacronismo significa un hecho, o la declaración de un hecho, que está fuera de tono con un marco temporal dado […]. Estoy tratando de mostrar que estamos enfrentando, no errores, sino mecanismos (existenciales, retóricos, políticos). Para señalar esa diferencia me referiré a la negación de la coevalidad como el alocronismo de la antropología” (p. 32). Para Fabian (1983), “[El tiempo tipológico] señala un uso de Tiempo que es medido, no como tiempo transcurrido, tampoco por referencia a puntos en una escala (lineal), sino en términos de eventos significativos socioculturalmente o, más precisamente, intervalos entre dichos eventos”

(p. 23); así, para Vargas Cetina (2007), “Este sería el tiempo evolucionista que opone ‘analfabeta’ a ‘letrado’ […] y todos los demás epítetos que ponen distancia temporal entre sociedades coevales” (p. 57) Comparto aquí el concepto de etnocentrismo de Todorov (2003) en Nosotros y los otros: “En la acepción que se da aquí al vocablo, RIO GRANDE REVIEW el etnocentrismo consiste en el hecho de elevar, indebidamente, a 19 la categoría de universales los valores de la sociedad a la que yo pertenezco” (p. 21). Referencias •Bartra, Roger (1992) El salvaje en el espejo. México: Editorial Era. •Beverley, John (1999) Subalternity and representation. Arguments in cultural theory. Durham: Duke University Press. •Bhabha, Homi (1994) El lugar de la cultura. Buenos Aires: Manantial. •Dube Saurabh, compilador (1999) Pasados poscoloniales. México: El Colegio de México. •Fabian, Johannes (1983) Time and the emerging Other. En: Time and the Other. How Anthropology Makes its Other (pp. 1-35). Nueva York: Columbia University Press. •Rushdie, Salman (1996) El último suspiro del moro. México: Plaza & Janes. •---- (2007) Los versos satánicos. México: Mondadori. •Todorov, Tzvetan (1991 [2003]) Nosotros y los otros. México: Siglo XXI. •Vargas Cetina, Gabriela (2007) “Tiempo y poder: la antropología del tiempo”. Nueva Antropología, 67: 41-64.

Rodrigo Yuani Chacón Torres (México DF, México, 1988). Licenciado en Literatura Latinoamericana por la Universidad Autónoma de Yucatán en el 2011, aspirante a maestro en el programa del Posgrado en Estudios Mesoamericanos de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha participado en varios congresos estudiantiles en México y ha sido ponente en el “Congreso Internacional de Estudios Literarios: La Revolución Mexicana en Perspectiva. Problemas y Retos Actuales”.

Luis Eduardo Álvarez Marín. (Bogotá, Colombia, 1982). Narrador y dibujante. Licenciado en Educación Artística de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Vive de los oficios de la lectura y ocasionalmente de la educación. Actualmente es estudiante de la Maestría en Creación Literaria en la Universidad de Texas en El Paso.


Gladys Marina Castillo. Ánfora tigua. 2013.

(Chihuahua, México, 1972). Fotó­ grafa. Estudió Licenciatura en Cien­ cias de la Comunicación y la Maestría en Administración de Recursos Humanos en la Uni­ versidad Autónoma de Chi­hua­hua campus Ciudad Juárez. Trabaja en El Diario de El Paso como fotorreportera.

crónica


crónica Wendy García Ortiz

Lo que conservamos en nuestra memoria

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na exhibición de diversos artefactos de la tribu Tigua, asentada en El Paso desde la década de 1600, cuenta la historia de sobrevivencia de esta cultura y obliga a reflexionar acerca del origen y conservación de las tradiciones en nuestros días. Cuando era niña, algunas vacaciones las pasaba con mi abuelita, en un municipio del norte de Guatemala llamado Rabinal. Recuerdo que la seguía a todas partes, lo que significa que siempre estuve cerca de ella durante los oficios domésticos. Uno de los rituales que más recuerdo es el desayuno. Desde temprano, cuando yo todavía dormía, se había dado a la tarea de caminar hacia el molino comunitario para triturar maíz húmedo. Regresaba a casa con una mezcla blanca y viscosa que amasaba sobre una piedra, con la ayuda de un rodillo del mismo material y un poco de agua. Yo le ayudaba a hacer pelotitas con esa masa, como si jugara con plasticina. Entonces, ella aplastaba esas pelotitas entre sus dos manos y, con una serie de aplausos, le daba forma a las tortillas. Mientras las colocaba una a una sobre el comal, esa base

Jaime Torres.

Instrumentos Tiguas. 2013.

redonda de barro, calentada con fuego de leña, buscaba un espacio para dejar caer dos huevos sobre una delgada capa de sal gruesa. Al mismo tiempo, en una olla, recalentaba los frijoles negros que había cocinado el día anterior y una jarrilla con café hervía en otro extremo del comal. A los pocos minutos me servía los huevos en un plato hondo, flotando sobre caldo de frijol. Mientras yo devoraba aquel jugoso desayuno, ella seguía llenando el canasto con tortillas calientes, sin olvidarse de verter ese espumoso café en mi pocillo, que invadía toda la casa con su olor característico.

Colectividad al rescate Esta exhibición, no sólo de objetos culturales sino de la vida de los Tigua, me obligó a reconocer los puntos en común que todavía conservamos los herederos de esas tribus mesoamericanas. Incluso nos parecemos en la artesanía y los tejidos hechos con hilos de colores vistosos. Lo primero que recibe al visitante en el lobby del Museo son dos trajes ceremoniales de los Tiguas. Puestos sobre dos maniquíes, nos hacen más fácil la tarea de imaginar cómo se veían los dueños de este lado de Texas. Sin embargo, la música los hace diferentes a nosotros de Centro y Suramé­ rica.. Los conecta más con las tribus nortea­ mericanas, pues su base rítmica se encuentra en los tambores. Hay una línea de tiempo que resume lo que ha sobrevivido “la gente del Sol” (People of the Sun), como se hacen lla­ mar. Así se titula también este trabajo museográfico.

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¿Y por qué mi memoria me trajo estos recuerdos? Porque hace algunos días estuve de visita en el Museo de Historia de El Paso, conociendo las tradiciones y la historia de los Tigua, habitantes de Ysleta del Sur. También ellos usaban la piedra para moler maíz, el comal para cocinar y otros artefactos similares a los que usaba mi abuelita en Guatemala. Vivían en casas de adobe y fueron desplazados de sus tierras, como también sucedió con muchas familias de origen maya en mi país. Las piezas más importantes de la exhibición son algunos de estos instrumentos, resguardados dentro de una caja de cristal, debido a que es­ tán hechos con pieles animales. Han so­bre­vivido más de 110 años gracias a un etnólogo holandés que visitó estas tierras en los años 1881 y 1882. En uno de los libros de memorias de es­te explorador, el Dr. Herman F.C. Ten Ka­ te, cuenta que durante tres días acompañó a la tribu en su vida cotidiana. Observó sus danzas, sus tradiciones y recorrió el pueblo, sosteniendo conversaciones con varios de sus líderes. Su interés por las diversas comunidades indígenas del sureste de Estados Unidos, lo

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Wendy García Ortiz

motivó a coleccionar este tipo de objetos que luego conservó el Museo de Leiden, en Ho­ landa. Por eso el Museo de El Paso ha podido incluir estas piezas en su exhibición. Pero, ob­viamente, el Centro Cultural Tigua ha te­ ni­do también protagonismo en el montaje. Na­da de lo que uno ve y lee en estas salas es improvisado. Requirió de un año de pla­ nificación y coordinación con ellos y con es­ pecialistas holandeses, según me contaba la curadora Bárbara Angus. Me pregunto qué habrá pasado con la piedra de moler o el comal en el que cocinaba mi abuelita. Desde que se fue a vivir a la capital, muchos de sus rituales se fueron perdiendo. Y ella es sólo un pequeño ejemplo de lo que está sucediendo con cientos de familias del área rural en países latinoamericanos. Se es­ tán cambiando las costumbres artesanales por las que ofrece la vida moderna. ¿Quién es­ta­rá haciendo el trabajo de conservación? ¿Es­tamos conscientes de lo que estamos perdiendo?

La comunidad más antigua de El Paso Ysleta del Sur Pueblo fue fundada por los Tiguas en 1682. Después de que se revelaran contra los españoles, fueron obligados a abandonar su territorio en lo que hoy es el sur de Albuquerque y se establecieron aquí, en El Paso. Un breve recorrido por el Museo de Historia, en el centro, proveerá al visitante de valiosa información relacionada con la comunidad más antigua que habita este suelo. Estará abierta durante un año entero (septiembre 2013 a septiembre 2014) y, de acuerdo a su curadora, Bárbara Angus, celebra la historia y herencia cultural de los Tigua.

(Ciudad de Guatemala, Guatemala, 1977). Perio­ dista y escritora. En 2011 y 2013 obtuvo menciones honoríficas en dos certá­ me­ nes de cuento corto or­ ganizados por el es­ cri­­ tor nicaragüense Ser­gio Ramírez y por la edi­­to­rial centroamericana Ama­nuense. Actualmente cursa la Maestría en Crea­ ción Literaria en la Universidad de Texas en El Paso. También trabaja en su primera novela pa­ ra niños titulada El diario de Abi.

Gladys Marina Castillo. Molcajete. 2013.


ficción Victor Ramírez.

Años. 2011.


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Barbablanca

sted está aquí. Cada ocasión que consulte sus mapas recibirá una respuesta desde un paraje diferente y no por ello más cercano a tierra. “Aquí” será a unos cuantos centímetros de la estrella que señala los puntos cardinales, apenas fuera del alcance del monstruo marino que asoma hileras de afilados dientes. Hubo un tiempo en que la cartografía tenía tanta imaginación como los marinos y a veces gastaba bromas: los gavieros aseguraban saberse observados por el Leviatán justo antes de que las peores tormentas se desencadenaran. Juraban que los asechaba desde atrás de una ola. También juraban haber tenido amoríos con sirenas y pleitos de cantina con gigantes. Muchos de ellos decían comprender el lenguaje de los albatros y tener gaviotas como confesoras, tal vez la soledad de la gavia…, pero eso es otra historia. Se diría que “La Portuguesa” aún creyera en monstruos por sus lamentos de madera contra la mar brava, por los bandazos que hacen perder pie incluso a una tripulación ya muy hecha a la mar pero que a cada tumbo enseña aún más sus dientes amarillos. Usted está aquí, a un par de millas náuticas de su última consulta. Usted, bienquerido Barbablanca, había pensado dejarle la trayectoria al viento. Soltar amarras e izar velas. Encomendarse al buen deseo de la mar fue su primer y único itinerario. En este mundo de mapas insolentes y de rutas ya mil veces navegadas, creyó que el viento y la mar podrían llevarlo a nuevas tierras. A un nuevo continente sólo conocido por los náufragos, quienes sin dominio de sus rutas encallaban, sin saberlo, en su sueño. La Portuguesa hacía la ruta entre Las Indias y Europa. Acostumbraba mares cómodos, piratas conocidos y buenos puertos para la vitualla. Su negocio, en un principio, eran las especias, más adelante “Piezas de ébano”, esclavos llevados desde África hacia el nuevo mundo que ya le parecía viejo a Usted. Lo conoció siendo un grumete y de entonces a estas aguas ya casi ha perdido la vista y la barba blanca le cubre dos botones dorados del uniforme. Lo llaman Barbablanca y a veces el capitán de la barba de espuma. Conforme de grumete se convirtió en capitán, el mundo se le volvió más pequeño, terminó por caber en cuatro o cinco idiomas. En cada puerto reconoce algún nombre, en cada puerto continúa, un poco, anclado a su país de origen. Esas rutas ya no tenían ninguna sorpresa que ofrecerle, Capitán, jamás llegarían a ser completamente suyas porque miles antes las habían ya cruzado. Una noche de marea en calma, cerca de Brasil escuchó el rumor de las olas y reconoció el mismo sonido con el que arrullaba sus sueños de niño allá en Portugal. Sueños diferentes a los delirios qué más adelante tendría. Una de esas noches decidió comprar una embarcación al modo de sus sueños, La Portuguesa. Años después, gracias al intercambio de chucherías por metales preciosos, gracias al estoicismo con el que soportaba el hedor de “Las piezas de Ébano” que, piadosamente, llevaba a las colonias, logró reunir capital suficiente para hacerse de una tripulación y a la mar… Barbablanca, continuó navegando algunos años más en negocios conocidos, pero ya no traficó con ébano.

Gabriel Martín

Y cuando llegó el momento de darle forma a su gran proyecto utilizó promesas de grandes tesoros y de navegación tranquila para reunir a la mejor tripulación posible. Esas promesas no aparecen ni a babor ni a estribor y la mar se levanta brava. Barbablanca ha pasado más de tres cuartos de su vida sobre la cubierta de algún barco -ni siquiera sabe caminar honradamente a pie firme en tierra-, pero como a la mar conoce al viento. El viento siempre sopla para estrellarse contra alguna montaña. El suyo no es el sueño de un loco. Barbablanca, ya odia Usted la sucia cara de su segundo al mando, y esto es historia de apenas unos días de mal viento a esta parte. Soares comenzó cumpliendo sus labores cabalmente y tenía a la tripulación contenta y a la Portuguesa reluciente, sólo levantaba la voz cuando era necesario. Conocía el oficio y el lugar que pisaba; algo intuye de su itinerario, Barbablanca, y a usted no se le escapa que Soares le encuentra beneficio. Pero sin isla al horizonte las cosas han cambiado. Si bien Soares no le muestra los dientes como el resto de la tripulación, de unos vientos a este día, al verlo tiene usted la impresión de hablarle a una barracuda bien educada pero dispuesta a clavar los dientes en su cuello a la primera oportunidad. Grave error embarcarlo sin credenciales. Las cosas comienzan a presentarse mal. Hace bien en visitar las bodegas y racionar el agua. Queda carne seca y galletas para una semana, tal vez para nueve días. Media pinta de ron más al día para alargar el agua dulce; sin embargo el ron puede ser mal consejero, piénselo bien, es buena recomendación de éste su servidor y buen amigo. En el cielo no se ve nube alguna que prometa lluvia y los marinos, ya se sabe, detestan el pescado. La tripulación enseñará un poco más sus dientes… Habrá señales de rebeldía y descuido por cubierta. Barbablanca, las decisiones buenas o malas son sólo suyas, yo sólo le doy mi humilde opinión. Mañana descubrirá a dos bribones tirando los dados y apenas se molestarán en esconderlos a su paso. Usted terminará por recurrir al sextante, al compás y a su siempre devota cartografía, para servir a usted. “Usted está aquí” lo tengo dando vueltas alrededor de los senos de una sirena desde el inicio de esta historia, y esta es nuestra historia, lo tengo dando vueltas y me perdonará usted, pero me plazco en el mar. Nunca había viajado tanto tiempo al socaire de un velamen; algo tiene esto de soberbio. No pienso renunciar a ello por un buen rato y menos ahora que el motín se levanta, tal vez sea cosa digna de verse. Me quedaré con usted, capitán Barbablanca, aunque su sangre me salpique. El lugar que estrellas y sextante, sin olvidar a un humilde servidor, le indicamos sobre la ubicación de la Portuguesa, no se ha movido un milímetro desde la última vez que nos consultó. Sí, no se puede explicar la inmovilidad cuando el viento ahora no ha dejado de soplar. Yo soy la línea que semeja la sístole de una ola, casi la sonrisa. No crea que me burlo de usted. Tan sólo es bueno sentir la brisa. Es mi bienestar la línea que usted creyó sería la ruta del viento. Usted está aquí, columpiándose en los hilos que manejan los elementos. Usted está aquí. Tus sueños no los señala este mapa, buen amigo, porque tengo los propios. Y me disculparás si te tuteo, pero de unas olas a esta parte siento que


nos conocemos desde siempre… Pero no te preocupes, te llevo a Mujer abandonada por marino que se hace a la mar en buen puerto, ya te darás cuenta. embarcación calafateada entre dos mareas. Fue fácil saber de ti En aquel entonces embarcaste en tu propia hamaca a una y de La Portuguesa. No se podría decir que fue una búsqueda de joven de las islas. Eras casi un rey al comprar La Portuguesa. Ella, puerto en puerto. La primera vez que tu retoño encontró a La apenas poco más que una niña que encontraste deambulando por Portuguesa anclada, estaba más ocupado en subir peldaños que los mercados, harapienta y sin techo. Y tú, en gran señor, le diste en un tal vez padre. Fue hasta el tercer encuentro que cruzaron cobijo en tu generoso y desatendido lecho. Palmera la llamaste palabra. Buscabas reclutas y él se encontraba sin madero para a falta de mejor idea y por su esbelto y orgulloso porte que ni andarse sobre el mar. Así, sin mayor intención se dio el diálogo las privaciones habían logrado encorvar. Tras algunos meses de siguiente del que ahora maldices la hora: buenos tratos y con el trato por La portuguesa ya hecho, la dejaste -¿Nombre? en otro puerto sin que siquiera conociera la lengua y sin menos -Emanuel Soares. comprender el porqué de esas gordas monedas que le diste: una -¿Última embarcación? fortuna creía ella, apenas la indemnización sabías tú. Entre marinos -La Hispaniola. aquello no se podía tomar a mal: son los usos y costumbres de -¿Cargo? atracaderos; nadie se extrañó porque la abandonaras a los cinco -Primer oficial. meses y días antes de que te naciera un pequeño Barbillablanca, Barbablanca, levantaste la mirada para leerle en la cara su un grumetillo que le chupó toda la leche y de paso la vida en historial. Él aceptó la mirada sin un pestañeo, arrogante como tan sólo un año. Porque a Palmera, así, sin apellido, meses de tus bien convenía a su rango adquirido en ese preciso instante. Si bien buenos tratos y los reales que le dejaste al partir no le bastaron para ya era oficial, aún le faltaban méritos para ése, pero quizás era buen reponer un cuerpo que a fin de cuentas ya estaba muy usado, por momento para subir de categoría, algo le debías y pensó cobrarse dentro, por el hambre. el adeudo. De la suerte de Palmera y de tu grumetillo nada sabes, de -¿Por qué dejó el servicio en la Hispaniola? hecho pocos lo saben o recuerdan aún en tierra. Sobre -No lo dejé, usted debe saberlo, capitán, la La Portuguesa apenas somos dos al tanto: yo, que Hispaniola estará en tierra por semanas. Es mala cosa ¿Qué te acompaño desde el primer día y aquel a quien encontrarse con piratas. La providencia me dio el habrías hecho de embarcaste en el último puerto, pero mientras honor de conocerle a usted; poco me faltó para tu vida, Barbablanca, tú lo ignores... Tal vez así sea mejor. ¿Qué dejar el pellejo, sólo lamento que el Capitán habrías hecho de tu vida, Barbablanca, de Vizcaya no haya tenido la misma suerte. Era de saberte no tan solo al mar? saberte no tan solo al mar? ¿Habrías pisado un buen marino. ¿Habrías pisado tierra de vez tierra de vez en cuando o te habrías dejado -Sí, lo conocí, era un maldito idiota en cuando o te habrías dejado mecer en la mar en calma de un comercio pero se le extrañará. Que descansen en paz mecer en la mar en calma de un sus huesos ¿Documentos? en tierra mientras lo veías crecer? ¿Habrías negado que naciste para morir bajo una -En mi otra casaca, no esperaba comercio en tierra mientras lo ola? hacerme al mar tan pronto, los tengo a un veías crecer? ¿Habrías negado día de viaje, mañana en la noche los tendrá Tu barbichuelo creció como el milagro que naciste para morir de tantos otros bastardillos, al cuidado de un ante sus ojos. Fue paseando por el muelle que convento; golpeado con las mejores intenciones me di cuenta que buscaba tripulación y quise bajo una ola? para hacer de él un buen cristiano temeroso de los tentar suerte. golpes de la buena y única santa madre Religión: el -No me conviene, zarparemos con el alba. Si nada temor a Dios inculcado a golpes se queda para siempre en la piel, lo ata en tierra, estoy dispuesto a confiar en usted. Vizcaya tenía aún en la más dura. Esas marcas de cicatriz son prueba de amor buen ojo para su gente y tiene usted una pinta que me gusta. divino. A los diez años ya soportaba demasiado castigo como para -Muchas gracias, capitán. Sabré ser digno de su confianza. que las caritativas hermanas del convento creyeran que algo bueno pudiera aún sacarse de él. Escapó del convento un año más tarde Fueron semanas de navegación tranquila. El segundo estaba con la mirada igual de cicatrizada que la espalda. a la altura de su cargo, la tripulación era capaz y el ánimo adecuado Se inició otra vida que, si bien al principio encontró muy como para la empresa que tu “grumetillo” alcanzaba a imaginar en insípida, la fue acomodando conforme se habituaba al puerto del tu mirada. Navegaban en ruta hacia alguna gran isla pasada por alto. que hizo su refugio. Un día fue cosa de asomarse unos pasos más al rancho de los estibadores. Tiempo después ya era íntimo de No es que en verdad le importara la calidad de su cuna: los aprendices de cocina de cada barco mediante rumores bien los tiempos ya no exigían la misma hidalguía para ascender en la colocados acerca de la meretriz recién llegada al lupanar favorito. jerarquía de un navío. Claro, los puestos clave estaban prohibidos. Así subió de peso, subió hasta de rango y pudo colocarse como Nunca se ha sabido de un Wellington, de un Drake, Nelson o pilluelo de primer grado en una tripulación de regular muerte. Halsey hijos de la nada y un Soares no habría de brillar desde lo Tu barbichuelo –porque tienes uno, ya te lo decía antes– menos que nada de la bastardía: un almirante navega desde su ahora lleva la barba a la gauthier –creo que la llaman así por cuna. Sin embargo los pasos sobre las espaldas de otros emparejan Teophile pero no puedo jurarlo– y quizá dentro de poco dirija un a más de un cualquiera. Tu barbichuelo no tuvo de quién aprender navío, está a sólo diez pasos de ti. Tu barbichuelo heredó tus ansias escrúpulos, ni mucho menos la culpa. Las buenas maneras no se de mar, y no es un pirata, no pretende lanzarte por la borda, tan pueden mamar en los senos de un convento, sea éste de cualquier sólo no le has dejado mucho espacio para maniobrar a tu favor. Ya época o latitud: leche amarga a lo largo de la historia. lleva sombrero galoneado y un relámpago en la voz como el tuyo Las órdenes de Barbablanca eran siempre en inteligencia a su edad. Ya no es marino de la última leva. con el viento y con cariño hacia La Portuguesa. Desde la primera

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semana Soares se dio cuenta que el viejo, así lo llamaba él para sus adentros, conocía a la perfección el carácter de su nave, la manera cómo encaraba al viento, las velas que mejor la vestían en ventiscas o mar revuelta. En varias ocasiones lo sorprendió acariciando la madera y susurrando como para la nave. Ya antes había tenido capitanes expertos, simples, ineptos y crueles la mayoría. Había servido en navíos mercantes, bucaneros y hasta remolcadores... en algo debía comenzar. Barbablanca no le era del todo indiferente, algo extravagante tan sólo. Pero si le encontraba manías particulares, en algunas de ellas él mismo se reconocía; algunos gestos suyos eran los mismos de aquel viejo de vientre abultado. No, no había motivo para odiarlo. Emmanuel Soares, por sí mismo, se había construido una vida que le convenía y nunca pensó mucho en otra que quizá le habían arrebatado. Conoció de privaciones y se las fue quitando de encima. En Barbablanca no encontró gran cosa que envidiar. Una existencia al garete de las olas como la suya propia. De un barco como patrimonio ya se haría en algunos años. Y pensando en ello se dijo que si bien no tenía motivos de odio contra su capitán, sí tenía algo que obtener de él. Podría ahorrarse años de trabajo y hacerse de La Portuguesa como su parte del tesoro prometido. O quizás podría obtener mucho más que una nuez con velamen. Pero el viejo no suelta prenda, nadie sabe del derrotero que llevan; tan sólo se le adivina en la mirada un ansia prometedora, una seguridad que brilla y tintinea en los bolsillos del último marino. Lo habrían seguido al mismo infierno, pero eso al inicio del viaje. Habrá que darse tiempo antes de las grandes acciones y ver lo que el viento trae. Barbablanca, para qué conservar las formas cuando bien puedes alimentar a los peces en unas cuantas horas. Para qué el ceremonial de doblar pantalones y cepillar tu casaca galoneada. Mejor harías en ponerte en paz con las estrellas. Mira, ahora se asoma brillante la cruz del sur, santa guía de locos como tú. Mírala bien. Sonríe ufana a través de la claraboya. Ya no tiene las de ganar con el equipaje, tal parece que el viejo equivocó la ruta, se dice Soares. Más vale hacerse hacia donde más fresco sople el viento. Ya apesta a motín y el segundo al mando camina por la plancha apenas después del primero, eso es cosa bien sabida si es que acaso no es el segundo quien lidera el motín. ¿Padre? ¿Amigo? ¿No tan odiado padre? (incluso algo admirado porque le adivinó el sueño y no le parece tan mala idea), pero ante todo, primero va el pellejo propio. Desde el punto de vista de las monedas, si el viejo atina al blanco ¡diantre! qué buen negocio podría ser. Un virreinato como pago por la aventura sería buena cosa ¿Pero hacia dónde sopla el viento? La marinería muestra un hambre que no habrá de calmarse con un solo paseante por la plancha. Habrá que jugar cerrado. Tu sueño se ha convertido en tu peor enemigo, es mala geografía la de tus tiempos. Sueño de un loco que bien habría podido edificar familia con Palmera, aquella joven de tus años mozos. Te extraña que a últimas fechas su imagen se te haya vuelto tan recurrente. Tal vez podrías haber tenido un buen negocio frente al puerto, un heredero. Una goleta para llevarlo a pescar de cuando en cuando. La imagen de Palmera te carcome y en tu camarote vuelves a fornicar con ella como en tus mejores tiempos; aunque ya la imagen de su rostro se te escapa la mayoría de las noches, aún es la mujer presente, mucho más que aquellas de en

ocasiones en algún puerto. Se lo podrían llevar en sus cuchillos junto al viejo. Sin llegar a eso… lo que se rescate es bueno, porque dividir el tesoro del hambre alcanza pero no construye un castillo. A como van las cosas esta noche se decide la suerte de Barbablanca y la suya propia. Así que ya es hora de usar a su favor la llave de la reserva de víveres y ocultar la de la santabárbara. Más vale que no haya pólvora de por medio. Con un empujoncito del sable bastará, porque ya se rebanó la cabeza una y mil veces y no le encuentra salvación al viejo Barbablanca. No será su culpa, merecido lo tiene por su terquedad. Sabías que de no haber tierra a la vista todo se iría por la borda. A pesar de las cincuenta monedas prometidas para el primero que gritara “Tierra, tierra a la vista” no hubo marino que levantara la vista de cubierta. Por eso escribiste esas hojas de más. Los perros tendrán problemas para explicar quién las arrancó. Describes con letra nerviosa el motín que vendrá. Es Soares quien subleva al equipaje. Lo escribes con todas sus letras. Soares se apoderó de la Santabárbara, te encañonó para guardarte en tu camarote. No tuviste oportunidad de hablarle a la tripulación. Habrías querido confrontar la ponzoña de tu segundo al mando pero no hubo oportunidad. Al día siguiente te llevaron a punta de sable hasta la mal llamada plancha y la espuma casi te llenó los pulmones. La Portuguesa se alejaba cuando tu pie dio con fondo. Imbéciles, la tierra bajo sus ojos y nadie... la nueva tierra y sólo tuya, Barbablanca. Sonríes, sí. Llegaste a la arena de tu sueño. Soares grita ante la horca. Fueron esos hijos de perra los únicos culpables. Lo aventaron al mar cuando el hambre les apretaba el cogote y la inteligencia no les alcanzó para darse cuenta que habían alcanzado nueva tierra. Grita a voz del cuello que aún conserva “Vean como esas malditas ratas callan ahora”. La tripulación, para salvar la horca, entregó a Soares envuelto para el patíbulo, dijeron que fue el único responsable de la revuelta, que les envenenó la sangre. ¿De qué otra manera podrían salvarse? Pero cómo decirte ahora que él nada tuvo que ver con el motín, que incluso se rebanó el seso para encontrarte una salida cuando tú te habías cerrado todas. Cómo decírtelo cuando yo continúo el viaje a bordo de La Portuguesa y tú te bronceas al calor del exilio en las playas de tu sueño. Te confío que él apartó la mirada cuando diste de cuerpo contra el mar; tardó más de una hora en recuperar el juicio. Para cuando lo hizo, la plebe ya había encontrado la bitácora y decidido su mala suerte y en un santiamén se encontró maniatado en una bodega. Debían sacrificar algo y les serviste de seguro cordero a Soares. Barblanca, moderno Abraham de tu piadoso siglo. Se los diste en charola de plata con esas últimas páginas. Ellos no te llevaron entre sus hojas, pero con otras hojas les diste salvación y a tu hijo condena. Sí, Soares, a ese que le encontrabas mirada de barracuda es tu hijo, fruto de Palmera. Es bueno que te lo grite desde lejos. Ya no hay razón para que lo calle. Ahora pisas arena firme pero tu venganza está firmada. Ya puedes caminar a tus anchas, eres descubridor, conquistador, hiciste de tu sueño un pabellón, Barbablanca. Encontraste tu isla prometida y una buena venganza. Lo digo a sabiendas que no me escuchas, qué caso tendría…

Gabriel Martín (México DF, México, 1966). Narrador, traductor, locutor y poeta. Ha publicado el libro de cuentos “Ellas y no siempre el espejo” (2012). Traductor de alrededor de cincuenta poemarios de autores canadienses y franceses entre los que destacan Pierre Perrault y Gatien Lapointe. Ha sido corrector y traductor con el maestro Fernando del Paso. Es un activo protagonista de la difusión cultural de Jalisco, México.


Carlos Martín Briceno

U

Zona libre

na mujer de vestido rojo levanta el pulgar pi­ diendo aventón. Era peligroso detenerse en aquella desolada carretera, él lo sabía, pero pre­fiere arriesgarse antes que continuar el viaje cabeceando. Las cervezas del almuerzo, sumadas al calor de la tarde, comienzan a provocarle un sueño graso como el puchero de tres carnes que recién ha comido en la fonda con techo de paja que le recomendaron. Y ni siquiera pensar en un descanso. No puede llegar tarde a la cita. El presidente municipal de Río Hondo fue muy claro: tres en punto, amigo, si llega después, olvídese del negocio. Sin analizarlo mucho, detiene el auto en una cuneta y espera con el motor encendido hasta que la mujer asoma su cabeza sudorosa por la ventanilla. El pelo lacio, falsamente rubio, la nariz grande y la cara flácida, excesivamente maquillada, le recuerdan los ariscos perros afganos que su abuela acostumbraba criar para vender cuando él era niño. —¿Me llevas? –La voz, pastosa de tabaco, pretende ser sexi. “Carajo, se veía más joven de lejos”. —Claro –contesta con amabilidad fingida. Quita el seguro de la puerta. Mientras conduce, siente el dulzor del penetrante perfume con el que intenta disimular el tufo de la pobreza. Estornuda dos veces. Continúa manejando sin abrir la boca. Ella se seca el sudor de la frente con un clínex y cruza la pierna. “Aguanta la vieja”. Había andado por estas carreteras solitarias desde que comenzó a trabajar para la John Deere como agente de ventas y conocía bas­tante bien el ambiente. La mayor parte de los habitantes de estas rancherías eran seres de médula podrida, individuos ve­ nidos del norte hasta esta frontera olvidada huyendo del narco o de líos con la ley y que, nada más agarrar confianza, volvían a sumergirse en la misma mierda. El tiempo le había enseñado que si no quería terminar como su antecesor, con la garganta cercenada por un desconocido, debía de andarse con cuidado e intimar lo menos posible con esta gente. Pero tampoco era cosa de volverse pa­­ ranoico. Tenía que des­pa­bilarse para llegar a tiempo a firmar el contrato. —¿Vas hasta Río Hon­ do? –pregunta ella. Un le­ve olor a ron envuelve su aliento. —Debo estar allí antes de las tres. La mujer alarga la ma­no hacia el radio. —¿Puedo? El hombre alza los hom­­bros en se­ñal de indi­ferencia. Quisiera ser un pez Para tocar

mi nariz en tu pecera Y hacer burbujas de amor por dondequiera Pasar la noche en vela Mojado en ti Juan Luis Guerra rompe el silencio con una suave bachata. Ella comienza a tararear y a ondular el cuerpo como cobra encantada. —Adoro esta canción. —Ajá. —Me recuerda un amor que tuve hace mucho. —Ajá. —Oye –pone una mano sobre la pierna de él –Estás muy serio. —Estoy manejando. Súbitamente, la mujer desabotona su blusa y se saca las tetas del brasier. Él la observa perplejo. —¿No te gustaría parar por allí y juguetear un rato con este par de niñas? Anda, ayúdame con lo que tengas. No te vas a arrepentir. La vamos a pasar bien. El frenazo hace que se vayan hacia adelante. Estuvieron a punto de estrellarse contra un tráiler detenido en la carretera. —¡Putísima! ¡Casi chocamos! –Vuelve a acomodarse los senos adentro del sostén. —¿Nunca has visto un par de buenas chichas? “Hija de la chingada, ¿por qué carajos la subí?” —¿Y si te la chupo tantito? –La mujer vuelve a la carga-. Anda, no te vas a arrepentir. Se arrima al hombre y trata de bajarle el cierre de la bragueta. —¡Quieta! —¿Qué pasa? ¿Eres puto o qué? El hombre no contesta, mira alternativamente el reloj en el tablero del automóvil, –cuarto para las tres– y el mensaje en la señal de la carretera –Río Hondo, 20 kilómetros–. —Deja de estar jodiendo. No puedo perder un minuto. La mujer tuerce la boca. —Bájame aquí –intenta abrir la puerta. Al hombre se le enciende la cara de furia. —¿Estás pendeja? ¿Quie­ res matarte? –Dis­mi­nu­ye la velocidad. —Para o abro. Otro frenazo. Ella se va para adelante. Sus mentadas de madre su­ben de inten­si­ dad. Ya con medio cuerpo fuera del auto, exige:

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—Dame algo, por la compañía. El hombre menea la cabe­za y farfulla un insulto al tiem­po que saca un billete de cincuenta pe­sos de su car­tera. El ros­tro de ella se ilumina. Toma el dinero y pone un instante la mano sobre el sexo del tipo. —Nos estamos vien­do, adiosito. La observa alejarse me­neando el culo. Busca la hora en el reloj: diez para las tres. Tiene el tiempo justo. Pisa el ace­lerador a fondo. Cuando entró a la cantina, ya lo estaban esperando. El bochorno en aquel galerón, pese a los ventiladores de techo que giraban con fuerza, era insoportable. El olor a humedad minaba el sitio. Su anfitrión se puso de pie. Era un individuo moreno, regor­ dete y chaparro, de cara redonda y pelos lacios, con unos dientes disparejos y una falsa sonrisa permanente en el rostro. Le dio la mano. Enseguida llamó a un mesero y ordenó cerveza y tequila. —Le agradezco su puntualidad, ingeniero. Tengo una junta con el dirigente local de los cañeros y debo salir pronto. El presidente era un buen ejemplo de lo “bondadoso” que podía llegar a ser el partido con sus correligionarios obedientes en aquel estado sureño. A punto de terminar su período, lo esperaba ya una senaduría. Para salir por todo lo alto, tuvo la ocurrencia de di­ señar un ambicioso programa para cultivar café orgánico en la zona. —Mi idea, ingeniero, es convertir a los campesinos en empresarios. El mercado de los productos orgánicos es cada vez más importante –dio un largo trago a su cerveza–. Tengo el visto bueno del gobernador y como le dije por teléfono, el presupuesto. El hombre bebió de su tequila y se arrellanó en su asiento. Sonrió a medias. Pinches políticos corruptos, sería tan sencillo ir al grano…, pero no, les encanta hacerse a los pendejos. Los conozco perfectamente ¿En verdad pensará que me trago el cuento? Detuvo un momento su reflexión. Vio las botellas de vodka y whisky de importación que menudeaban en las mesas y recordó que aún debía pasar a la zona libre a comprar los encargos de su mujer. Se acercaba diciembre. La sorprendería con una bola de queso holandés y el árbol artificial de navidad más grande que encontrase. —Presi, sin duda la idea es excelente. El clima y la tierra de esta parte del país son ideales, ¿cómo no se le había ocurrido antes a nadie? –Trató de parecer amable. —Lo ignoro, ingeniero. Lo que sí le puedo decir, es que usted y yo vamos a hacer historia. Fue entonces cuando el hombre juzgó que era momento de soltar su perorata sobre las bondades de la maquinaria John Deere y la forma en que había ayudado a aumentar la producción en la zona cafetalera de Veracruz. Y aunque estaba seguro que, más temprano que tarde, las despulpadoras quedarían olvidadas entre la maleza y los campesinos igual de jodidos que siempre, al terminar hurgó en su carpeta y colocó el contrato encima de la mesa. —Revise las cifras –los números lanzaron destellos en medio de la oscuridad del bar–como quedamos, presi. La sonrisa del funcionario se volvió más amplia. Tomó el do­ cumento y examinó minuciosamente el contenido. Varias veces frunció el entrecejo. Por un momento el hombre pensó que iba a tener que transar de nuevo el porcentaje, pero cuando su anfitrión

firmó sin objetar nada, sus temores se disiparon. —Salud, ingeniero –levantó su caballito de tequila y bebió. —Salud. —El balón está de su lado –agregó el político, a manera de despedida, poniéndose de pie. Le estrechó la mano. Luego lo vio caminar hacia la puerta saludando parroquianos. Pidió más tequila. Se sentía bien consigo mismo. Hizo cuentas. Por fin saldría de sus problemas económicos. Rojo. La visión fugaz a la sombra de aquel algarrobo lo obliga a detenerse. Mete la palanca de reversa. Ahora tiene todo el tiempo del mundo. —¿Otra vez tú? –la mujer se acerca a la ventana. —Súbete. Empieza a oscurecer. El hombre conduce lentamente. No tiene ninguna prisa por salir a la carretera principal. Es más sencillo escoger un lugar adecuado en las afueras del pueblo. Además, el tequila le ha aletargado el cerebro. Se fija en los muslos descubiertos y no puede reprimir las ganas de alargar la mano y acariciar por debajo del vestido. La mujer cierra las piernas, se echa a reír grotescamente. —¡Si no compra no magulle! –Sus carcajadas retumban en el interior del coche. El otro la secunda, ríe con más fuerza. Deduce que ella también ha bebido. Está contento. Pronto tendría en su cuenta una cantidad mayor a la que gana en un año rompiéndose la madre, comiendo cualquier cosa en cualquier fonda, manejando día y noche por estos pueblos de mierda donde vive gente de mierda. Dobla hacia la derecha y entra a un camino de terracería que termina en un maizal. Las plantas, robustas y verdes, alineadas marcialmente, le parecen casi artificiales. Detiene el auto. Ya es de noche. Hay un silencio abrumador. El único sonido que les llega es el zumbar de los grillos que arrecia de cuando en cuando. La mujer se ha puesto seria. —¿Por qué no enciendes el radio? –Con los dedos de uñas larguísimas, pulsa el botón de encendido y se avoca a buscar una canción de su agrado. —Nomás. —¡Luis Miguel! –Aplaude como si el artista estuviera cantando en vivo para ella- ¿Te gusta? A mi hija le fascina. —No está mal. —Oye, van a ser quinientos ¿OK? - Dirige la mano hacia el sexo del conductor. —OK –echa para atrás el asiento. —No te vas a arrepentir –comienza a bajar el cierre de la bragueta. El hombre entrecierra los ojos. Se ve así mismo encima de ese cuerpo ajado y piensa que no le gustaría clavársela. Lo mejor es dejarse hacer. Siente cómo esos dedos de uñas falsas y rojas van acariciando, abriéndose camino con destreza. Luego la boca húmeda que parece conocer a la perfección las áreas sensibles. ¿Sería posible contratarla para darle unas clasecitas a su esposa? No te vas a arrepentir, no te vas a arrepentir, no te vas a arrepentir. De pronto, un ruido como de ramas secas que se quiebran lo arranca de su marasmo. Abre los ojos y alcanza a distinguir entre el maizal las sombras de varios hombres que se acercan con rapidez al coche. Empuja con brusquedad a la mujer. La culata de un rifle se estrella contra su ventana.

Carlos Martin Briceño (Yucatán, México, 1966). Narrador. Premio Nacional de cuento Beatriz Espejo (2003), Premio Nacional de cuento de la Universidad Autónoma de Yucatán (2004) y Premio Internacional de cuentos Max Aub (2012). Ha publicado los libros de relatos Después del aguacero (2000), Al final de la vigilia (2003 y 2006), Los mártires del Freeway y otras historias (2006 y 2008) y Caída libre (2010).


De amarillo a negro

Wendy García Ortiz −Mire usté, anoche me puse a pensar muy seriamente. Tengo que hacer algo. Me asusté, sabe. Todavía me asusta decirle lo que le voy a decir, pero tengo que sacármelo de adentro. Me siento como los toneles que llenamos de agua todas las noches. ¿Ha visto que les caben un montón de litros? Pues yo ya no puedo guardar ni un vaso más. Me estoy rebalsando, fíjese. Anoche me desperté con un brinco, empapada de sudor. Soñé que estaba en el río, allá en mi pueblo, lavando la ropa con el agua hasta las rodillas, como lo hacía mi abuela antes de que mi mamá y yo nos viniéramos a la capital. Ahí estaba lavando, un trapo tras otro sobre la piedra, cuando empezaron a volarme mariposas amarillas alrededor. Usté ha de preguntarse y dónde está lo feo… Pues mire, las mariposas se me empezaron a parar encima, como mosquitos, me picoteaban la espalda, la cabeza… y yo me hacía los quites para que no me ensartaran el veneno, pero terminé cayéndome al agua. Desde ahí abajo vi que cambiaron de color, se volvieron negras. Y se me desapareció el fondo del río, ya no lo pude tocar. El sol se oscureció hasta que me dejó negra la vista. Pataleé para salir a la superficie, moví los brazos como si fueran las alas de esas mariposas, pero no me respondió el cuerpo, fíjese. Entonces me desperté con el agua en la garganta, tosí, me arranqué el camisón… ¡Vaya que mi marido ni se dio cuenta! No me haga esas caras, usté. Yo también pensé que me estaba volviendo loca, pero por eso le digo que tuve que sentarme a pensar muy seriamente. ¿Sabe qué creo? Que, para empezar, nunca debí de haberme inscrito en la escuela. Mis desgracias empezaron ahí. ¿Sabe por qué? Conocí a mi marido en la secundaria. Yo quería ser maestra, pero no pude terminar de estudiar por casarme con él. Con eso de que ya estaba esperando a la Yola, qué tiempo me iba a dar de pensar en la escuela. Por eso me conseguí el trabajo en la fábrica. Me pagaban mejor que donde doña Ani. Ella era buena patrona, no me trataba mal, pero ya con una muchachita a cuestas, necesitaba más plata. Uno a esa edad no piensa las cosas, verdad usté. ¿Qué otra nos queda a las mujeres como yo, que venimos solas a la ciudad a buscar el

sustento? Cuando yo vi al hombre ese pensé que tenía mi vida arreglada. Tan guapo que era, el más varonil de todos mis compañeros. Yo estaba feliz… pero ya ni me recuerdo cuándo empezó a cambiar todo. ¿Cuántos muchachitos tendríamos él y yo ahora? ¿Cinco? Ya perdí la cuenta. Lo que más me duele no son las patadas, fíjese. Ni tampoco el dinero que desperdicia en guaro. Son esos angelitos a los que nunca pude ver a los ojos. ¿Qué culpa tenían? Regáleme papel para sonarme la nariz, por favor. Disculpe, qué vergüenza. Y también me duele ver a la Yola, que no entiende nada la pobre. No me gusta que la haga llorar. Yo hago cualquier cosa, para que no haga llorar a la nena. Cuando él llega en esos estados, y lo oigo venir, prefiero encerrarla. Funciona, sabe. A veces ni se recuerda que existe, no pregunta por ella. Otras veces no nos va tan bien y las dos terminamos juntas en el suelo. Pero eso sí, nunca la suelto. A pesar de todo, siempre tengo fuerzas para abrazarla. Eso le hizo falta hacer a mi mamá conmigo cuando mi papá la golpeaba. Para no hacerle larga la his­ toria, ¿sabe qué hice hoy? Empaqué nuestros tanates y sa­lí de la casa sin que se diera cuenta. Ese sueño me estaba presagiando muerte. Estoy se­ gura. ¡Quiero salvar a uno, por lo menos, doña Carmen! No puedo se­ guir escondiendo esta nue­va panza. −Ay dios, mija. ¿Y qué quiere que yo haga? A la policía no le recomiendo que regrese. Ya ve que sólo lo hizo enojar la vez pasada. Pero, más con­ sejo no le puedo dar, porque venirse a es­conder aquí conmigo, ni se le ocurra. Si mi ma­rido se entera por qué tengo a la vecina aquí, me deja peor que a usté.

Wendy García Ortiz (Ciudad de Guatemala, Guatemala, 1977). Periodista y escritora. En 2011 y 2013 obtuvo menciones honoríficas en dos certámenes de cuento corto organizados por el escritor nicaragüense Sergio Ramírez y por la editorial centroamericana Amanuense. Actualmente cursa la Maestría en Creación Literaria en la Universidad de Texas en El Paso. También trabaja en su primera novela para niños titulada El diario de Abi.

Foto: Víctor Ramírez.

Maternidad. 2013.


Itzel Guevara del Ángel

Sandro cantaba

desde el tocadiscos

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:00 de la mañana. El reloj comprado en la sección de ofertas del supermercado, y que simula una antigüedad que ni remotamente posee, marca las 7:00. A pesar de la hora, ya se pueden escuchar los ruidos provenientes de la cocina: el café a punto de salir, los platos y las tazas chocando entre sí, la puerta del frigorífico rechinando cada vez que es abierta, el aceite hirviendo sobre el sartén y la música,… Te propongo, disfrutar de una mañana caminando de mi mano una flor en tu ventana o que algún violín gitano nos regale con su voz. Siempre la música,… te propongo, elegir la cartelera de algún cine continuado o tal vez mirar vidrieras, te propongo simplemente las cosas del amor… Las Lolis deben levantarse temprano, aunque Dios sabe cuánto les gustaría holgazanear otro rato, enredarse entre las sábanas, abrazarse a la colcha, extenderse a todo lo largo de la cama queen size comprada ex profeso para dormir con soltura, sin que sus pies se toquen continuamente, para que no las sorprenda en algún momento del sueño la cercanía de la otra, su aliento sobre la cara. En contra de sus deseos deben levantarse, completar su ritual matutino y estar listas para abrir el salón de belleza a las nueve. Las Lolis cantan mientras disponen el desayuno…yo no te propongo ni el sol ni las estrellas, tampoco yo te ofrezco un castillo de ilusión…, cuatro huevos, tres rebanadas de tocino, dos tazas y media de café, seis cucharadas de azúcar, dos bizcochos glaseados,…yo tengo para darte tan sólo cosas buenas… con sus pijamas idénticas, de un color rosa pálido y grandes corazones rojos,…triviales y sencillas, las cosas de este amor… Todo lo compran por pares, misma talla, mismo color, mismo modelo. Incluso el nombre es el mismo. María Dolores y Dolores del Carmen se convirtieron desde pequeñas en las Lolis. Era mucho más fácil así, las maestras, las compañeras de escuela, los tíos, tías y demás parentela e incluso sus padres podían unificarlas, darles un nombre que se dirigiera a ambas pero las hiciera una sola. Era preferible hablar en plural que perder el tiempo tratando de encontrar las diminutas diferencias que las hacían seres individuales. Hacía mucho que no escuchaban a Sandro, María Dolores trata de recordar exactamente cuánto tiempo, cuándo fue la última vez, dónde estaban, quizás así desaparezca este malestar que se ha ido formando mientras desayuna. Si alguien le preguntara qué es lo que siente, en verdad que no podría responder, porque hay sensaciones que por indefinibles, por

no atacar una parte concreta del cuerpo, tal vez no se les ha inventado un nombre. Sandro le ha puesto la carne de gallina. Cuando la canción termina, Dolores del Carmen habla del bombón que era, con ese pelo negro azabache y las patillas gigantescas que le cubrían buena parte de la cara, el Elvis Presley latino que nos hacía gritar a todas cuando, metido en esos pantalones entallados, entallados, comenzaba a mover las caderas, ¿te acuerdas?, ¡era un papito!, claro que al final, de ese macho ardiente sólo quedó un viejo gordo que necesitaba cargar su tanque de oxígeno para todos lados, triste fin. Después de escuchar esta bellísima melodía sólo apta para aquellos verdaderos románticos, nos vamos a unos breves comerciales, dice Nachito Borja. Siempre sintonizan su programa, les encanta su voz apenas ronquita y la manera en que jala las palabras al final de una frase, pero sobre todo, lo escuchan porque parece conocerlas, saber cuáles son sus gustos, Nachito nunca falla; hoy las sorprendió con el especial de Sandro de América. Antes, solían leer los periódicos por la mañana, ojeaban los titulares y comentaban las noticias más importantes, pero desde que sólo se habla de terrorismo y desempleo, lo sustituyeron por la radio. Así fue como conocieron a Nachito Borja y su programa “Para corazones jóvenes”. Recogen los platos, tiran los restos de café en el fregadero y corren al baño a ducharse. El baño es grande, con forma cuadrada, demasiado amplio y anacrónico como la mayoría de las estancias de este condominio en el que ni la pintura de la fachada, el papel tapiz, la baranda de las escaleras o las grandes lozas de los pisos han sido cambiadas desde hace quién sabe cuántas décadas. Pero a pesar del aire de nostalgia y abandono, de belleza perdida, tiene proporciones descomunales, a diferencia de los apartamentos modernos donde reina, como norma, la economía de espacio. Por eso lo rentaron. Mientras Dolores del Carmen canturrea dame el fuego, dame, dame el fuego, dame el fuego de tu amor, María Dolores se agarra los pechos, esos de los que ha estado tan orgullosa desde jovencita, carnosos, con enormes areolas rosadas alrededor de los pezones, los mira, pero el malestar no se quita, es más, parece que se hubiera arrastrado de la cocina al baño y hubiera trepado por las baldosas para llegar hasta sus manos, por las que ahora se escurren los pechos. Hoy no puede sentir orgullo. Dolores del Carmen le llama la atención por estar tan distraída, le pregunta en qué está pensando, pero más que


pregunta parece una acusación. No espera respuesta, le ordena que se ponga el champú y el tratamiento para mantener el color, para que el tinte no se pierda con cada lavada. Finalmente, María Dolores sale de su letargo, apresura el lavado del cabello y en un momento está afuera, a la par que su hermana, secándose y poniéndose la ropa interior. Una buena peluquera debe dar el ejemplo, ese es el lema de las Lolis, por eso pasan más de una hora frente al enorme espejo oval dispuesto sobre el tocador, se colocan la base arena 07, polvo traslúcido neutro, delineador dorado para abrir la línea de los ojos, y café en las cejas para darles un aspecto más tupido y la forma deseada, mascarilla negra en pestañas superiores e inferiores, sombras ocres porque es otoño, un poco de blush rosa-amelocotonado, aunque saben que no es el color más indicado para la temporada ni para el conjunto de maquillaje, pero no pueden evitar darse el gusto de ver sus mejillas sonrosadas como de adolescentes. Y para los labios, un tono coral. Cuando terminan el maquillaje, utilizan un difusor en el secador para secar, abultar y rizar el cabello, todo al mismo tiempo. Finalmente se recogen el cabello en una coleta, que es lo más práctico para trabajar, cuidando dejar suficientemente abombado el frente y rociándolo con espray. Por un momento, en la habitación queda suspendida una nube con olor a cítricos. Respiran y disfrutan de ese olor que forma parte de todas sus mañanas. Al llegar al salón de belleza ya hay varias clientas esperando, dos vienen por corte, una para aplicarse color y el resto aún no ha decidido lo que se harán. Las Lolis se preparan: tijeras, guantes, peróxido, capas de nylon, brochas, acondicionador diluido en agua, pinzas. De inmediato se organizan los turnos y en cuanto cada cuál toma su lugar, la charla comienza. La clienta que se va a hacer el color dice, con voz triunfante, que el marido volvió, las otras opinan, hay quien la felicita, quien le dice que eso es ser muy mujer, quien le sugiere que lo haga sufrir, hablan al mismo tiempo, las voces forman una especie de zumbido donde todo se confunde. En algún momento de la discusión, la que espera su turno para el corte de pelo se ha puesto a llorar, no ha sido un llanto abundante, más bien pequeños suspiros entrecortados y por la discreción con que se han realizado ha sido necesario que pasen varios minutos antes de que alguien más se dé cuenta. Las Lolis dejan lo que sea que están haciendo y corren a atender a la clienta, la abrazan, le toman la mano, le dicen dinos lo que te pasa, no seas tontilla, puedes confiar en nosotras. Las otras

Itzel Guevara

del

clientas la rodean y la incitan a que hable, a que saque su dolor, porque el dolor es el peor veneno que hay, si te lo tragas te va comiendo poco a poco, te va destruyendo por dentro, mira tú, ¿por qué crees que hay tanta mujer con cáncer de seno y de matriz? Finalmente, la clienta se decide a hablar y en un instante se hace el silencio. Explica, con voz agotada, con voz de hacer un esfuerzo para no quebrarse, que su marido tiene una amante. Yo sé que debería dejarlo, dice, pero no puedo, me prometí nunca perdonar una infidelidad, sé que lo estoy compartiendo con otra pero lo amo y eso es preferible a perderlo. Las mujeres hablan, no se sabe bien a bien de dónde sale cada opinión porque hablan a la vez, asienten, se quitan la palabra, repiten lo que otra ya dijo: una mujer jamás debería compartir a un hombre, eso es rebajarse. Una mujer debe luchar por su hombre pero no compartirlo. No puedes aceptar que esté contigo y con otra, ¿o qué, vas a permitir que pase de tu cama a la de ella, y de regreso?, piénsalo, eso es igual a estar los tres en la misma cama, quizás tú dirás “ojos que no ven, corazón que no siente”, pero ¿te sabe bien ese arreglo? Dolores se topa con la mirada de su hermana, burlona, segura, altanera, esa mirada que ha estado presente todo el tiempo, viendo lo mismo que ella, cómplice. La pobre mujer a la que abrazan sufre al pensar que está compartiendo a su hombre, pero no tiene la menor idea de lo que significa compartir, piensa Dolores, y como si estuvieran recién dichas, le llegan las palabras del último amante: ¡Abre las piernas! Dile a tu hermana que las abra. Hoy, las palabras laceran, hace dos noches no, hoy todo duele. Hoy no tolera la mirada de su hermana, mirada que finalmente le recuerda que no siempre lo compartieron todo, que antes del día en que entró a la recámara y vio los muñecos de peluche regados en el suelo, la falda del colegio y la blusa hecha bola sobre el tapete, y vio más ropa que no reconoció, que era extraña, antes de ese día no lo habían compartido todo. Y luego vio a su chico, en la cama de su hermana que era igual a la suya, misma colcha, mismas sábanas, mismo tamaño, únicamente diferente en la ubicación, una a la derecha y la otra a la izquierda del buró, su chico con la sorpresa en la cara al verla entrar, la sorpresa de no saber quien era la que acababa de entrar, pero ya no importó porque entonces se hicieron una, y Sandro, que era bello y joven y sexy, Sandro con pantalones entallados moviendo las caderas, Sandro que ya está muerto, cantaba desde el tocadiscos.

Ángel

(Xalapa, México, 1976). Profesora, narradora y promotora de lectura. Durante los últimos diez años ha estado al frente de una biblioteca escolar en Xalapa, Veracruz. Licenciada en biología por la Universidad Veracruzana. Es autora de los libros de cuentos: Santas Madrecitas (CONACULTA, 2008), Domingo de Summertime (2012) y Renault Alliance, Amante y Pistola (2013). Formó parte de la IV Antología Letras en guardia (Secretaría de cultura del Distrito Federal, 2009).

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poesía Amarilis Ve´liz Diepa Fecundidad. 2010.


Yenny León

Entre árboles y piedras cada latido es un autoataque: el corazón golpea contra el corazón con el árbol ocurre algo distinto su corazón por encima del agua corrompida es fuego meditativo hambre congelada. ༻༺ el árbol bordea el cielo mientras la cuerda larga y pesada se hunde en la sombra quejumbrosa de la rama aquello que ha caído al suelo es irrecuperable sin línea la montaña que eleva a la piedra desenfunda sus raíces.

༻༺ una roja eternidad horada el cielo desaparece de ti contra todo abismo nacen de sus hojas los párpados. ༻༺ caminante en la hendidura de la luz silencio que se retrae entre el espejo y la guarida RIO GRANDE REVIEW

árbol: ceniza desesperación sol imaginario.

༻༺ cuando el intruso atraviesa la piedra el vacío se desdobla la noche no revienta un espasmo de sentidos anudados blanquea sobre el árbol hasta que la luz con su penumbra deja caer gota a gota su plumaje antiguo.

Yenny León (Medellín, Colombia. 1987) Filóloga Hispanista de la Universidad de Antioquia. Premio Poesía Joven 2011 (revista Prometeo/Festival Internacional de Poesía de Medellín) Premio Nacional de Poesía Joven Andrés Barbosa Vivas (2011). En 2012, ganó la IX Beca a la Creación Artística y Cultural Ciudad de Medellín. En 2013, la Editorial Planeta publicó su libro “Entre árboles y piedras”. Cursa la maestría en Creación Literaria en UTEP.

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Ángel Vargas

Gerardo

Melancolía del árbol (fragmentos)

La palabra m a d r e me desgaja, me abre como nube de marzo o como arbusto preñado de ventisca; es regresión de mar, claridad repetida de la sombra en un silencio opaco de cursivas. El hueso de su voz me despertaba. No era amorosa, era mujer en vela que repartía el recreo sobre la barra. Nos gritaba ¡se hace tarde! Y allá vamos, ¡íbamos! Recuerdo, cruzando un basurero enorme que a pesar de todo tenía el aroma fresco de la albahaca. La palabra m a d r e está ceñida de árboles, duerme junto de un fuego que se descascara de sombras, diría que ha sido un árbol desde siempre: un abedul, un fresno, un débil zazanil. RIO GRANDE REVIEW

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La palabra quiere decir m a n g l e, uno dice m a d r e y sabe que está hablando de un bosque, esa migración en las horquetas tiene una estampida que amarga, que deforesta la infancia como racimo de leche.

de la

Rosa

La luz que se pierde El día que anocheció en tus ojos supe que nunca más verías mi voz ni hablaríamos del color de nuestra infancia ni nada que volviéramos a pronunciar se haría luz dentro del corazón nada de que el olor tuviera un color parecido al ansia ni que los álamos de la calle parecieran tan verdes Ese día quise llorar hasta desgajarme los ojos contigo reventar mis retinas con alguna maldición quedarme ciego contigo solos inventándonos en las sombras solos como animal abandonado en medio de los días solos hasta saciar la soledad y morirnos Supe que mis palabras quedarían en algún lugar de tu recuerdo como frágiles mariposas que esperan el vuelo de la luz y nada de vernos de nuevo Quise hacer nuevos colores con tu pelo acariciar tu alma de niña tu cuerpo de madre tu gesto de chamana hacer que todo se hiciera otra vez de colores oscuros hacer que tu voz negra iluminara en la luz de mi vida pero no puedo más que reventarme en estos silencios de tus palabras donde nada dices porque un remolino de ciegos anida en ti Los ojos ya no timbran como cuando éramos niños y nos llevabas de las manos a mis hermanos y a mí a los campos del maíz y veíamos el dorado sol haciendo diamantes en tu cara sonreíamos y nos dolía verte con la piel terrosa pero tu sonrisa siempre acechando el cansancio era lo que valía al final de la jornada nos llevabas a sembrar maíces en la tierra que no era nuestra y todos te seguíamos el paso junto a mi padre

Sólo el árbol sabrá de nuestra espera cuando en él se resuelva El milagro del tiempo y la memoria.

Ángel Vargas (Acapulco, México, 1989) Estudia Lengua y Literatura Hispánica en la UNAM. Premio Estatal de Literatura Joven 2012 (Poesía). Premio Estatal de Bando Alarconiano 2013. Es beneficiario del Programa de Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico de Guerrero.

Gerardo

de la

Rosa

(Tlaxcala, México, 1984). Premio de Cuento “Beatriz Espejo” 2012, Premio Estatal de la Juventud 2011, Premio de Poesía “Dolores Castro” 2008. Autor de Este corazón un tigre enloquecido (2010) y Contramar (2011). Incluido en la antología Doscientos años de poesía mexicana (2010). Cursa la maestría de Literatura Mexicana en la BUAP.


Rio de la memoria Enrique Solinas

Con el padre íbamos a pescar al río, eran tiempos lejanos y violentos, como ya sabrás. Los peces desaparecían y nadie era capaz de preguntar por ellos. Yo prefería bañarme en el río, que el río me abrace, me atraviese, entrar en su cuerpo, con la certeza de que nadie se baña dos veces en las mismas aguas. El padre pescaba y luego, devolvía al río sus peces. “Cada cosa en su lugar”, decía el padre, “lo que viene del agua, al agua debe ir”. Con el padre íbamos a pescar al rio, había peces de colores diversos, como ya sabrás. Yo tenía siete años y me creía pez, compartía con ellos un ritual incomprensible. Había uno que siempre aparecía y tenía el color de la esperanza. Había uno que siempre se mostraba y de repente desapareció. Lo buscamos por toda la eternidad, lo buscamos, lo buscamos a lo largo y a lo ancho del rio. Nadie quiso decir en dónde estaba. Nadie pudo explicar adónde van los peces cuando mueren. Y todavía hoy, que ha pasado el tiempo, cierro los ojos y recuerdo, y me sumerjo en las aguas, otra vez. Viene hacia mí de nuevo el pez de la esperanza.

Gonzalo Trinidad

Here comes the Trane Here comes the Trane levantando una carpa negra escupiendo humo por la chimenea de un jazz club abandonado Jhon Coltrane decir tu nombre es invocar una tormenta —y refugiarse a su paso— o esperar un tren descarriado a media noche que avanza chisporroteante recortando el silencio y el espacio. ¿Han escuchado el sonido de la estela de un cometa allá en el cielo de una tarde de verano cuando fugaz e instantáneo sobrepasa sus cabezas? Ése es Jhon Coltrane. El tren se acerca. Su nombre inquieta el aire con sólo pronunciarlo. Más cerca cada vez. Descarrilando una orquesta de metálicos estruendos de estaño que suenan como saxofones en la niebla. Here comes the Blue Trane obstinado negro y vibrante como el telón de estrellas que cae sigue cayendo cuando escuchas su orquesta…

Voy de nuevo hacia él, como la única verdad posible. Gonzalo Trinidad Valtierra (México DF, México, 1986) Poeta y narrador. Lector insaciable. Disfruta la literatura en inglés, portugués y castellano. Ha publicado en revistas, periódicos de su país. Es colaborador del magazín Mil Mesetas.

Enrique Solinas (Buenos Aires, Argentina, 1969). Profesor de Letras, poeta y narrador. Publicó en poesía: Signos Oscuros (1995), El Gruñido (1997), El Lugar del Principio (1998), Jardín en Movimiento (2003), Noche de San Juan (2008), El gruñido y otros poemas (2011). En narrativa: La muerte y su conversación (cuentos, 2007).

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Manuel Iris

Correspondencias Tema y variaciones I A veces uno pone a Debussy para que todo se serene, para que el aire corra con voluptuosidad, y todo pasa lento como espuma, todo va pasando bella y lentamente, como haciéndole el amor a una mujer extensa, a una mujer en cuyas manos caben ambas tuyas, de espalda como río, de pelo como arena. Una mujer que más que carne es un paisaje, y sus dos ojos, más que ojos, son momentos tristes. Una mujer callada y bella como estanque.

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En otras ocasiones uno va y le hace el amor a toda esa mujer y lo hace con palabras, celebra todo el ruido y toda la violencia que la ternura incluye para olvidar la lentitud de Debussy. II A veces uno pone a Debussy o a Hector Lavoe para que todo se serene o se acompase, para que el aire corra con voluptuosidad, y todo sea tan lento como lenta espuma, todo pase del azúcar a la leche del tambor a la tumba del piano al bongó de la palabra al vientre de una luz a otra que baila que celebra candelabros y candela. A veces uno pone a Hector Lavoe o a Debussy para sufrir a gusto, para morder los muslos que se han imaginado, y recordar el vientre, el arco, el ritmo en que se guardan los silencios que lo asaltan, lo persiguen en la madrugada.

III A veces uno pone a Debussy para que todo se serene y la serenidad no da ni pausa ni silencio ni consuelo. A veces uno busca el ruido, el ruido más vulgar que entrañe Debussy, como buscando a la mujer más fea, la única distinta a la mujer que amamos y verla y olvidarse de que existen la belleza o el silencio y Debussy se queda tan sereno, delicadamente espera a que nosotros regresemos nuevamente enamorados. IV A veces uno pone a Debussy para que todo se serene, y en verdad lo que uno quiere es convencerse de la lentitud de afuera, adormecer las ganas de salir a la mañana para corresponderle a la mujer dormida, extensa y bella como un sol de carne, de ritmos tan de isla y tan de cerca de uno mismo como la desnudez o el llanto. A veces uno pone a Debussy para que todo se serene y nada más que la belleza nos convence de que lentos son la calma el deseo, el sonido y la espera. Manuel Iris (1983). Doctor en lenguas romances por la Universidad de Cincinnati (EEUU). Premio Nacional de Poesía “Mérida” (2009). Autor de Cuaderno de los sueños (Tierra Adentro 2009), compilador de En la orilla del silencio. Ensayos sobre Alí Chumacero (Tierra Adentro, 2012), y coautor del libro de poemas Overnight Medley (2014)


Luis Eduardo Álvarez Marín Esperando la Lluvia, 2005,

ficción


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Martín Letona

l

Sueños que uno sueña

o último que recordaba era el olor a carne quemada. Lo demás parecía ajeno a su memoria, como un sueño que se tiene en vigilia. No le pertenecía. Era, tal vez, la textura de esas gasas con que la habían cubierto todo este tiempo. Sentía el cuerpo reseco. Escamoso. ¿Dónde estaba? ¿Recordaba su nombre? Comenzaba como eme... ¿o hache?

Le dolía la cabeza. Estaba cubierto con una sábana roja, como de algodón. ¿Hacía calor o tendría alguna fiebre? ¡Tuvo un accidente! Era lo más lógico. La habitación parecía de hospital... Sí, a lo mejor tuvo un accidente, se golpeó la cabeza y perdió el conocimiento. Pero, ¿qué accidente? ¿Iba conduciendo... no, tal vez iba caminando? Le picaba la piel por culpa de los unguentos. Sentía que el cuerpo se le desprendía bajo la tela. Cerró los ojos, vio los restos de un brazo mutilado. ¿Suyo? No de alguien más. “Suficiente descanso. Sigamos”. ¿Cómo? ¿Enfermera? Volteó buscando la voz. Distinguió entre las borrosidades de su mente el cuello degollado de una joven. Partes de su cuerpo habían sido quemadas por cigarrillos y cortadas por navajas. ¿Quién carajo era esa? No le gustó el sabor agrio de la medicina. ¿Medicina? ¡Éter o cloroformo! Sintió los párpados pesados como piedra. Ni la luz los penetraba. Lo veía todo rosa. Incluso, podía distinguir algunas venas. Trató de concentrarse de nuevo. ¿Los había abierto ya? Vio la cara morocha de ella. Era hermosa. Ahora recordaba algo: la había raptado. Amarilis Ve´liz diepa Ideas Confusas. 2005

¿Cuándo? ¿Esta mañana? ¿Ayer? ¿Hacía un mes? ¿Qué es esto?, se preguntó el hombre contrariado, mientras trataba de mover los brazos, quería restregarse los ojos, sacurdirse la visión que tenía enfrente. Pero no pudo. En lugar de movimientos, sintió cosquillas en los sobacos. Ahora abría los ojos más allá de sus cuencas. Estiró la nuca hasta donde pudo. Le habían cercenado las extremidades. Las coyunturas -de las que aún era amo y señor- transpiraban pus sanguinolenta. Un grito deseperado salió de su garganta: ¿¡Cómo es posible!? Un sueño, le respondió ella así mutilada y tiesa como estaba. La muerta tomaba, ante su atónita mirada, con las manos su propia cabeza y la removía del cuello para posarla después sobre una mesita de noche donde yacían apilados una docena de libros. Allí la acomodó el cuerpo sobre los manuscritos, para quedar a su altura y acercó la mesa. La cabeza lo miró sonriente, en tanto que el cuerpo desapareció de su rango de visión. Mordió su lengua. Trató de pensar, de reaccionar y decirse que pronto despertaría. Se dijo que seguro estaba en su cama roncando y tirándose pedos, que era cuestión de tiempo para despertarse. Empezó a llorar cuando se dio cuenta que el cuerpo había vuelto, empujando una chirriosa carretilla de metal de donde sacó un bisturí y unas pinzas. La cabeza tenía un sonrisa apacible. Parecía meditar. Un sueño, repitió la cabeza de repente, clavándole la mirada y asintiendo con la barbilla al cuerpo. Mi sueño, añadió antes de ordenarle al cuerpo que le arrancaba los ojos.

Martín Letona Nació en San Salvador, El Salvador, en 1980. Es licenciado en Comunicación Social. Obtuvo su MFA in Creative Writing en la Universidad de Texas en El Paso. Es fotógrafo aficionado, periodista y miembro fundador de la Asociación de Cine y Televisión de El Salvador (enero 2010). Actualmente es reportero para El Diario de El Paso.

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Sólo placeres David Anuar

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rabajarás todos los días, todos los meses, 48 horas por semana; reducirás tus gastos a lo mínimo, y en tu mente se dibujará una y otra vez la puerta de cristal opaco que visitarás una vez a la quincena. Estacionarás en el mismo lugar donde siempre te estacionas, bajo la sombra que florece del mango, tras el muro de la casona vieja que se levanta en el centro de la ciudad. Caminarás una cuadra bajo el sol y sentirás las punzadas de dolor. Diminutas agujas invisibles te cercenarán los pies, el cerebro. Entrarás. El vestíbulo, vacío, te recibirá con una brisa de aire frío, olor seco que te hará estremecer, desde la punta de tu hígado hasta la guarida encarnada de tus uñas. Esperarás. Desde el asiento de mullida tela escucharás ruido de tacones, acercándose. Un intercambio de palabras, limpias como un vaso lleno de agua. Andarás unos pasos, en la puerta corrediza del segundo cubículo privado, entrarás. Ella te esperará con la misma postura de ángel silenciado por los años, te atenderá con sus manos de alabastro y la desnudez de su cuello entregado, con la infinidad de su cuerpo atrincherado en el mutismo de saber complacerte, consolarte, llevarse tu dolor.

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Como la luz, todo se hará en silencio. Te acostarás en la misma postura, con el frío boca arriba, con el ambiente pegándose a tu cuerpo descubierto, revelado. Entre mullidas sombras, recostarás la cabeza, dejarás tu cartera en la silla, y cerrarás los ojos como siempre lo has hecho. Nada extraño acontecerá, sólo el pequeño placer de tus secretos… Sentirás sus dedos

entre tus dedos, el aceite, la crema, el cosquilleo, la tranquilidad… Escucharás otras voces, hombres como tú, de negocios, casados. Unos renegarán de esposas, peleas en casa, ausencia de caricias; otros se quejarán de la economía, naufragio de pétalos, que se hunde bajo la fragilidad de aguas políticas: “pura fachada”, dirán entre el olor a desinfectante y el sonido de pequeños motores ronroneando. Otros más, como tú, cubrirán su cuerpo bajo la faz del silencio, bajo los signos de la tregua. Abrirás los ojos, mientras ángeles de alabastro construyen paraísos en tu piel. No dormirás, gozarás de la piel frotándose en la tuya, delicado contoneo de manos y plumas sobre el páramo de tus miembros. No dormirás, la sentirás penetrar los quicios más recónditos. En algún punto del ritual, caerás rendido; extenuado, dormirás unos momentos. Se levantará, te limpiará, te secará como siempre lo ha hecho, envolverá tu cuerpo con el amor de una madre. Desde la afonía de sus ojos se despedirá de ti con la caricia final de un ala imaginaria. Cesarán los ronroneos. Otros seguirán hablando, farfullando, desparramando lenguas sobre el mutismo blanco de ángeles acuclillados. Saldrás del recinto, caminarás lento, con el placer a flor de pies, llegarás al vestíbulo, hombres y mujeres esperarán, atormentados, por un pedazo de cielo con los ángeles de mármol silenciado, que tú visitarás cada quincena, a buen resguardo de conservar la cordura de tus pies: el pequeño placer de tus secretos.

David Anuar González Vázquez (Quintana Roo, México 1989). Licenciado en Literatura Latinoamericano (UADY). Corrector de estilo de la Revista Temas Antropológicos. Primer lugar en el “Concurso de Cuento Corto Juan de la Cabada” (2011). Autor de Erogramas (2011, Catarsis Literaria-El Drenaje).

Foto: R.A. Santos.

Second Hands. 2013.

Fotógrafo y escritor filipino-estadounidense, radicado en Nueva York. Su obra se centra en las ideas de la casa, el movimiento, el espacio y el tiempo. Actualmente trabaja en relaciones públicas y aspira a cursar su MFA en Narrativa.


Darío Zalapa Solorio

Lo hizo pensarlo

P

sin

ichón casi se desmaya cuando el director fue a decirnos que Chave tenía SIDA. Supongo que no fue el único, que muchos más sintieron que les metían arena caliente por el culo. A mí, la verdad, me dio lo mismo: yo nunca abusaría de la retrasada del pueblo para saber qué se sentía remojar la brocha por primera vez. Cuando salimos de clases todos nos veíamos con disimulo, juzgándonos culpables y víctimas al mismo tiempo, pero sabiendo quién sería el único condenado. Y es que no era secreto que Chave se desbalagaba por todo el pueblo, y que cuando llegaba a la secundaria, más de uno le decía: “Chave, ven conmigo y te invito una coca”, sólo para llevársela al descampado y conseguir que le enseñara las chichis, o que le diera una chupadita, o, ya de plano, para que se la dejara meter. A la pobre no había quién la cuidara. Ella y Jonson, un moreno con retraso, aunque no tan obvio como el de Chave, eran los vagabundos del pueblo, los que pedían un taco en el mercado, un ride a los taxistas y una cobija cuando llegaba enero. Dormían en donde les viniera a bien. Recuerdo a Jonson más de una vez echado en la puerta de mi primaria, por ejemplo, y a los policías llegando por él cuando la madre superiora pedía que fueran a recogerlo. También recuerdo a Chave en los teléfonos públicos, hablando con nadie, mentando madres al cielo. Eran, a final de cuentas, personalidades del pueblo: los vagos que el presidente mandaba a esconder en la cárcel cuando algún diputado iba a promocionar su campaña, costumbre que le duró hasta que uno se puso borracho, los policías no lo reconocieron, y terminó compartiendo celda con Chave y el Jonson. Al día siguiente no hubo pared que no amaneciera forrada con cartulinas fosforescentes. “Chavelita tiene SIDA, se ruega pasar a la clínica a todo aquél que haya tenido relaciones con ella”, decían. Pasó una semana sin que alguien se atreviera a ir, a pesar de que todos conocíamos al menos a un cabrón que ya se la había echado. Fue por eso que se convocó a reunión en la pérgola, dirigida por el presidente y el médico de la

Monos, archimonos, estùpidos, viles e inocentes, con la inocencia de una puta de diez años. José Revueltas, El apando.

clínica. Nosotros andábamos por ahí pero no dejaron que nos acercáramos, así que nos sentamos al otro lado de la plaza tratando de averiguar algo; todos tenían la cara agachada o las manos en los bolsillos. Cuando vimos que la gente empezó a irse, tomamos rumbo hacia el panteón, lugar en donde nos escondíamos para probar las que fueron nuestras primeras drogas fuertes. Nuestra camada estaba conformada por Aldo y Juan, los gemelos Pérez: dos tipos igual de flacos que vivían con su madre en el trasfondo de una fábrica de la cual ella era la veladora; resistol y thinner nunca nos faltaban, pues. También estaba Chuy el gordo, un gordo que se llamaba Chuy y del cual nadie sabía más nada, sólo que los domingos vendía en el tianguis ropa de segunda que le mandaban sus tíos del otro lado. Luego estaba Manecas, que había sido monaguillo y se quería meter al seminario cuando terminara la secundaria. Su única razón para estar con nosotros, decía, era hacer todo lo malo que pudiera antes de entregar su vida al Señor. Por último estaba Pichón, el más rifado de todos. Su papá era árbitro en la liga municipal de fut, así que creció en las canchas, jugando en las divisiones mayores, emborrachándose después de los partidos, partiéndose la madre con el que se le pusiera enfrente: echando rock desde los diez años. La mayoría de ellos ya había tenido encuentros con Chave, pero sin pasar nunca de agarrarle las chichis o enseñarle la verga esperando que se las chupara, cosa que nunca consiguieron (sería puta y retrasa, pero a veces se hacía la difícil). Yo prefería pasar: me bastaban los fajes que le ponía a Claudia a la vuelta de su casa, después de la escuela. Pichón, en cambio, era el único que ya se la había cogido; pero él se cogía a lo que se moviera: cuando andábamos en el desmadre hasta al Jonson le hacía ojitos. “Moreno, ven, te va a gustar”, le decía, pero el pobre sólo se carcajeaba y se iba corriendo. Lo de Chave nos lo contó casi después de hacerlo: se la encontró atrás del mercado y la convenció de que se levantara la falda para dejarse manosear, pero ella se calentó y le pidió que se la metiera. Lo hizo sin pensarlo. Olía a meados con vómito, pero había estado

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poca madre. Por eso aquella tarde, cuando llegamos al panteón, sabíamos que las flores no eran lo único que apestaba a podrido.

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El pueblo enloqueció en una semana. Fue como una epidemia: arrasó poco a poco. Después de varias juntas, se había llegado al acuerdo de prohibir el acto sexual. Sin excepción alguna, nadie podía, bajo ninguna circunstancia, tener relaciones, y todos aquéllos que habían tenido algo que ver con Chave debían ser revisados. Todos. A Josué, el sacerdote del pueblo, le ordenaron que confesara a los hombres en edad de coger. Él se negó de entrada, siempre había sido un padre bonachón que no se metía con nadie para que nadie se metiera con él y sus vicios. Pero cuando el presidente lo amenazó con sacarle todos sus trapitos ante el Presbiterado, no tuvo más alternativa que sentarse a escuchar los secretos sexuales de medio pueblo. Después de revisar hasta la última alma, entregó al comandante de policía una lista con los nombres de los inculpados asegurando que nadie había mentido. Uno por uno los fueron recogiendo para encerrarlos en la comandancia hasta que pasaran el análisis de sangre. Pero las dos celdas no fueron suficientes, así que cercaron la plaza, improvisaron un campamento, y los mantuvieron en una especie de cuarentena. Y como la pequeña clínica no se dio abasto para realizar tantas pruebas, hubo un periodo extra de espera de casi dos semanas para recibir el equipo necesario. Por las mañanas se realizaban las visitas conyugales. Decenas de esposas formaban largas filas para entregar comida, ropa limpia y paquetes de cigarros. Entre los detenidos estaban los obreros que trabajaban en las fábricas de las orillas, casi todos los taxistas, más de cincuenta albañiles, media comunidad estudiantil del internado forestal y varios miembros de la comunidad de Alcohólicos Anónimos (que, en sus tiempos de loquera, llegaron a compartir trago y saliva con Chave en la calle de la amargura, callejón añejo que albergaba a los teporochos). Algunos infortunados no consiguieron el perdón de sus esposas por haberlas engañado con la loca del pueblo, así que tuvieron que conformarse con las sobras de los otros detenidos para no morir de hambre. Pero no había absolutamente ni un solo alumno de la secundaria: Pichón salió corriendo del pueblo la misma noche en que nos fuimos del panteón. Durante esos quince días nadie dijo ni preguntó

nada. Aunque las calles estaban más vacías que de costumbre, todos sabíamos que era algo momentáneo, que pronto se sabría quiénes estaban enfermos y las cosas seguirían como antes. Mis padres, dueños de la única farmacia del pueblo, pidieron cien cajas de condones: avizoraban una pequeña fortuna a la vuelta de la esquina. En la secundaria se­ guían insistiendo con que confesáramos, pero al menos ninguno de nosotros se atrevió a decir algo. Casi nadie notó la ausencia de Pichón durante algunos días. Los gemelos seguían consiguiendo materiales industriales para nuestro deleite, Chuy seguía vendiendo ropa y Manecas aún iba cada tarde a misa y le ayudaba al padre Josué en sus esfuerzos por calmar tanta esposa desconsolada. Yo le rogaba a Claudia para que se dejara manosear, como antes, pero ya no pude conseguir nada, ni un besito, ni una agarradita de calzón. El periodo de recesión sexual terminó por alargarse. De la capital informaron que era imposible mandar el apoyo médico sin realizar los debidos trámites, y que lo único que podían hacer era recibirlos en grupos no mayores a veinte personas por día. Alfabéticamente fueron enviados a realizarse el análisis. Cada mañana salían dos patrullas de policía retacadas de tipos en la parte trasera, atados por las manos, encajados como cerillos. La gente salía a despedirlos como si fueran a jugar la final de un campeonato, como si en sus hombros recayera todo el honor del pueblo. Por las noches, en cambio, su regreso parecía un cortejo fúnebre: pocos andaban en la calle y nadie se atrevía ni a levantar la cabeza al verlos pasar, llegar a la plaza y ser dirigidos nuevamente a su campo de concentración uno por uno. Días después, un viernes, el papá de Pichón fue a la secundaria. Los gemelos, Chuy, Manecas y yo fuimos llamados a declarar en la prefectura. En un juego de policía malo-policía bueno, el director y el psicólogo nos entrevistaron. Mientras el primero amenazaba con expulsarnos si no decíamos dónde estaba, por qué se había ido, el segundo nos aseguraba que no pasaría nada, que sólo querían saber si su ausencia tenía algo que ver con Chave. Pero no consiguieron que dijéramos una sola palabra, ni cuando amenazaron a Manecas con hablar al seminario y acusarlo de provocador para que nunca lo aceptaran. Y es que a Pichón le debíamos mucho: era él quien nos defendía cuando alguien llegaba buscando madrazos, y el que se echaba la culpa cuando la policía nos descubría sustancias ilegales para el consumo humano. Quien nos había enseñado a masturbarnos y cómo hacerlo para acabar más rápido

No hicimos nada, o no supimos qué hacer. Sólo la vimos pasar mentando madres, pero eso no era nada nuevo. Y fue hasta ese momento cuando caímos en cuenta: nadie había visto o sabido algo de Chave en las semanas pasadas.


y aventarlos más lejos. El que nos enseñó a descargar porno. El que me decía cómo hacerle para lograr que a Claudia se le pusiera jugoso su cuartito de birria. No, no podíamos delatar a Pichón. Y su papá, sentado al fondo del cuarto, sabía el culto que le guardábamos y que no diríamos nada por mucho que insistieran, así que sólo nos agradeció casi en silencio y se fue con la cabeza baja, como ya era normal que anduviera toda la gente del pueblo. Regresamos a nuestro salón sólo para esperar el timbre de salida. Los gemelos anunciaron medio litro de solvente para esa tarde, pero en realidad nadie tenía el humor necesario para perder el sentido. Acordamos que el domingo nos encontraríamos en el puesto de Chuy, como de costumbre, para hablar con calma del asunto y ver si en algo podíamos ayudar al pobre viejo, quien no tenía la culpa de tener un hijo como Pichón. Mis padres pasaron la semana entera construyendo un nuevo mostrador para poner todas las variedades de condones que acababan de recibir. Las cargas de hombres seguían saliendo rumbo a la capital todos los días. Hasta entonces nadie sabía los resultados de tanto análisis, sólo el presidente y el médico, pero no decían nada. Letreros anunciando un circo comenzaron a tapar las cartulinas fosforescentes que acusaban a Chave. Claudia ya ni me volteaba a ver. El domingo fui el último en llegar al puesto de Chuy. Mientras atravesaba el tianguis, de apenas dos calles de largo, vi que los otros puestos eran atendidos sólo por mujeres, quienes les cobraban a otras mujeres. Mujeres cuidando niños. Niños cuidando niños más pequeños. Ni un solo hombre; sólo el Jonson, sentado a sus anchas en mitad de la calle, a unos metros de donde ya me esperaban aquéllos. Los gemelos cargaban la mochila de siempre, manchada con tantos químicos industriales como para poner una tlapalería. A Manecas ya se le hacía agua el cerebro y Chuy estaba desesperado por recoger. En ésas estábamos, guardando la ropa, cuando escuchamos un griterío acercándose. Lo primero fueron las groserías tartamudas, el “¡chi-chinga tu male-le, vete-te a la

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chinga-gala!”. Alguna señora gritó como si hubiera visto al mismo diablo. Otra más quiso aventársele encima pero fue rechazada con un puñetazo. Varios niños lloraron, el caos estalló: era Chave y en verdad parecía el diablo. No hicimos nada, o no supimos qué hacer. Sólo la vimos pasar mentando madres, pero eso no era nada nuevo. Y fue hasta ese momento cuando caímos en cuenta: nadie había visto o sabido algo de Chave en las semanas pasadas. Nadie. Sólo se había dicho que tenía SIDA y fin de la historia. Y ahí estaba la pobre: repartiendo manotazos, sin saber por qué, a todas las señoras que luchaban por someterla. Se le abalanzaron como perros a la carroña, y mientras ella alcanzaba a acertar un codazo o un escupitajo a la cara de alguien, más señoras llegaban y poco a poco Chave iba desapareciendo entre el mar de brazos y piernas que la molían a golpes. Cuando al fin llegaron los policías, y calmaron lo que amenazaba con convertirse en un


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linchamiento, la recogieron cubierta de sangre y con la ropa hecha más añicos de lo normal. Tenderas y marchantas regresaron como si nada a lo que estaban haciendo. Se la llevaron esposada, pero todavía alcanzó a mentarle la madre al Jonson, que se moría de la risa revolcándose en el suelo. Terminamos de guardar la ropa y nos fuimos a la plaza para saber qué pasaría con ella. Sólo supimos que la tenían aislada en las celdas. La gente seguía llegando. Los hombres en el campamento estaban furiosos, exigían ver a la perra que los había infectado. El padre Josué trataba de calmarlos diciéndoles que el Señor no perdonaba a quien no ofrecía el perdón. Algún albañil gritó: “Que a Dios lo perdone su chingada madre por dejar que pasen estas pendejadas”. Debimos durar una hora ahí hasta entender que nada se sabría pronto. Fuimos a la casa de Chuy a dejar las bolsas con ropa y nos encaminamos al panteón. En realidad pudimos drogarnos en cualquier sitio del pueblo y nadie se daría cuenta, pero mantuvimos el paso y llegamos hasta la tumba en la que siempre nos echábamos. Quise empezar la plática sobre Pichón, pero uno de los gemelos sacó el solvente y comenzamos a pasarlo. Después de siete toques caí al suelo y ya no pude levantarme. Sólo escuchaba que alguien, no sé quién, se reía hasta quedar sin aire. Luego ya no escuché nada y perdí el conocimiento. Cuando desperté todos me estaban mirando. Ya había anochecido. Te pusiste bien loco, me dijo Manecas. La cabeza me dolía como si me la hubieran apuñalado. Pregunté qué había pasado, pero nadie me dijo nada. De repente todos miraron detrás de mí y sentí una mano tocarme el hombro. Casi me orino del susto, pero me controlé y pude voltear a ver quién era. Descubrí a Pichón tambaleándose con el solvente en la otra mano. Al día siguiente las clases se suspendieron en todas las escuelas; nadie quería salir por el temor de encontrarse con Chave. Mis padres me pusieron a limpiar la farmacia. Según ellos, faltaba poco para que el asunto tuviera fin, así que debíamos prepararnos para la venta masiva de condones que se avecinaba. Sería un éxito total, nos volveríamos ricos. Por la tarde fui de nuevo al panteón. Salí media hora antes para ser el primero en llegar. Por todo el pueblo se escuchaba el eco de un altavoz anunciando la llegada del circo. En alguna calle me topé con una camioneta que arrastraba payasos dentro de una jaula; el Jonson corría tras ella dando gritos de alegría. Encontré a Pichón trepado en un árbol, había permanecido ahí desde la noche anterior. Yo todavía sentía un desmadre en la cabeza por culpa del solvente. Ya con calma, me contó que sólo estaba de paso, que iba a despedirse y por algo de dinero para largarse

en paz. No tenía ningún plan, sólo quería morirse tranquilo y que nadie lo viera hacerlo. Llegaron los demás con lo que habíamos quedado: ropa, comida y algunos billetes. Le entregamos el motín a Pichón. Los gemelos llevaban, para una situación tan especial, los ingredientes básicos de la calimaya: Coca-cola y alcohol del noventa y seis. Manecas le había robado mariguana al padre Josué. Chuy iba vestido con su mejor ropa: sería una noche inolvidable. Comenzamos la fiesta de despedida y poco a poco la realidad se nos hizo menos, dejó de pesar tanto. No había pasado mucho tiempo cuando nos largamos a la calle de la amargura, atravesando el pueblo como fantasmas que flotaban entre el anonimato y la desesperación, el delirio. Al llegar nos encontramos a dos o tres teporochos prófugos de la justicia. Ahí terminamos el bastimento y ya nadie tenía dinero para conseguir más. Uno de los borrachines nos ofreció charanda. Tomamos de la botella. Sabía a orines. Ya en confianza, el tipo se puso a llorar. Extrañaba a su novia. A su Chavelita, que amaba tanto. Todos volteamos a ver a Pichón, pero él permaneció como si nada. “Si la ven, díganle que la extraño un chingo, que vuelva pronto, que no sea gacha, que hace apenas un día que se fue y ya no tengo ni ganas de vivir”. Logramos mantenernos en pie hasta que amaneció. Pichón comenzó a hablar en tono serio. Nos agradeció por ser tan buenos amigos. Si dijo algo más, la verdad es que no lo recuerdo: yo ya estaba al borde de la congestión. Se fue despidiendo de uno por uno. Cuando llegó conmigo, me encontró hincado y con las manos en el estómago. Me abrazó y casi entre dientes le pedí que revisara la bolsa de mi chamarra. Extrajo dos paquetes de condones que robé de la farmacia. Ya en el suelo, y con un solo ojo abierto, alcancé a decirle: “Por si aún encuentras algo que atravesar”. Con esas palabras murieron las pocas fuerzas que me quedaban. Ahí me quedé hasta que unos policías me despertaron a con un puntapié en las costillas. Los gemelos, Manecas y Chuy ya estaban a bordo de la patrulla, esposados y con cara de perro muerto. Era de día. Pichón se había ido de nuevo. Hacía frío y metí las manos en las bolsas, sólo para descubrir que el cabrón no se había llevado las cajas de condones. Nos llevaron a la comandancia para que esperáramos a que alguien fuera por nosotros. Estábamos hechos añicos, ninguno paraba de vomitar. Tuvieron que hablarle al médico para que fuera a revisarnos, pero sólo nos dio suero y una regañada por andar de pendejos. Al otro lado de la pared escuchábamos llorar a Chave. Pasamos ahí la noche porque nadie fue a recogernos, quizá porque a nadie

“Duré tres días encerrado en mi cuarto. Cuando por fin pude levantarme de la cama, salí a ver qué había pasado, cómo seguían las cosas.”


le avisaron. Cada quien se acomodó en el rincón que pudo. Yo convencí a Chuy para que me dejara dormir a su lado y no pasar tanto frío. Pero su corpulencia no fue suficiente y desperté temblando en mitad de la madrugada. Comenzaba a dormirme de nuevo cuando escuché las voces de varias personas, pasos entrando en la comandancia y dirigiéndose a las celdas. Alguien se detuvo frente a la nuestra varios segundos y después afirmó que estábamos dormidos. Con un ojo abierto los vi pasar uno por uno: eran el presidente y el médico acompañados por el comandante y dos tipos de traje, con finta de guaruras. La caravana entró a la celda de Chave. No supe en qué momento ella había dejado de llorar, pero en cuanto quiso hacerlo de nuevo, se escucharon forcejeos, algunos gemidos y un “cállate, perra” seguido de lo que debió ser una serie de cachetadas. Alguien preguntó: “¿Es ella, es ella?”, y otra voz respondió: “No, pendejo, que era morena”. El presidente gritó cuanta chingadera pudo. El médico ordenó que sacaran un teléfono. Nadie dijo nada. Se escucharon unas teclas. Chuy se movió y me apretó contra el muro. “Bueno, ¿señor? Disculpe la pregunta, pero es necesaria: ¿era hombre o mujer?”. Silencio. “Que era hombre”. “¡Puta madre, culeros!, ¡pinches diputados putos!”, terminó por gritar el presidente. Salimos por la mañana. Todavía tuvieron el buen gesto de darnos un cafecito. Aquéllos estaban muertos de la risa: nuestra primera noche en la cárcel. Cada quien se fue a su casa sin que dijéramos cuándo nos veríamos de nuevo. Duré tres días encerrado en mi cuarto. Cuando por fin pude levantarme de la cama, salí a ver qué había pasado, cómo seguían las cosas. En la plaza ya no había casi nadie, pocos eran los que aún doblaban sus cobijas o esperaban que alguien, quien fuera, llegara para llevárselos. El circo también se había ido. En la puerta de la capilla estaba pegada una lista con los nombres de todos los que habían permanecido en cuarentena. A un costado se leía palabra “negativo”. En todos los renglones. Nadie tenía SIDA. No me sorprendió saberlo. Vi al padre Josué paseando entre los pasillos del

mercado. Me acerqué para preguntarle por Manecas, pero me dijo que tenía varios días sin verlo y me ofreció un cigarro. Se lo rechacé y me fui directo a la casa del Chuy, a quien tampoco encontré. Seguí hasta llegar a la fábrica en la que vivían los gemelos. Su mamá me corrió a escobazos en cuanto me vio: siempre había creído que yo era el que les surtía tanta chingadera. Anduve sin rumbo hasta encontrarme totalmente solo A la siguiente semana las clases se reanudaron. Conforme pasaron los días, todo, absolutamente todo, regresó a ser como antes: la mina de oro de mis padres funcionó un rato pero claro que no nos hizo ricos e, inclusive, algunas cajas de condones se quedaron en la farmacia hasta que caducaron; Claudia me dejó que la acompañara de nuevo a su casa, al poco tiempo empezamos a coger en el panteón y todo fue perfecto hasta que uno de esos condones caducos se rompió, ella quedó embarazada y se la llevaron del pueblo; el padre de Pichón terminó por convertirse en uno más de los teporochos que rondaban la calle de la amargura; más de una madrugada fue a mi casa, o a la de alguno de los otros, a gritarnos que le devolviéramos a su Pichón, a su blanca palomita. Poco tiempo después el asunto se hizo un rumor, algo que pocos sabían y de lo cual no se podía hablar en público. Luego pasó a ser un chisme que se escuchaba en el mercado o después de misa, hasta que terminó por convertirse en un chiste. “¿Te acuerdas que creían que la del SIDA era Chavelita? Pinche Jonson, se las aplicó gacho. El culero, tan calladito y tan puto”. Años más tarde recibí una llamada de Pichón. No me dejó hablar, tenía prisa. Se sentía bien y aún no empezaba a morirse, según él. “A que no sabes a quién me encontré. Al moreno del Jonson. Anda con un circo acá por donde vivo. Se le sale lo maricón. El otro día me lo topé atrás del mercado en el que trabajo. No sé si me reconocería, pero se me echó encima y empezó a quererme besar. Cuando menos acordé ya me había metido la mano en el pantalón. Yo, la neta, andaba medio pasado, y como no había nadie, y ya tenía rato que no agarraba nada, pues me dejé querer. Ya luego, como no queriendo, lo puse a gatas y me lo cogí. Lo hice sin pensarlo. Rapidito, nomás para acordarme

Darío Zalapa Solorio (Michoacán, México, 1990). Autor de los libros de cuentos Asfalto (CONACULTA-UANL, 2013), Los rumores del miedo (Tierra Adentro, 2012) y Personas desde el fondo de la laguna (SECUM, 2010). Premio Michoacán de Literatura 2010, Juan Rulfo en 2011 y Eduardo Ruiz 2012. Becario del PECDAM en 2012..

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Luis Eduardo Álvarez Marín Sendero 2010.


Luis Eduardo Álvarez Marín

Notas Antes del Fin. 2010.

Joel Flores Era el mediodía y seguíamos en la cama, hasta que decidí levantarme y recoger el calzón que estaba en el suelo. A Marisela le gusta que duerma encuerado. Me estiré viendo los libreros viejos y desvencijados. Di un gran bostezo. Ella seguía acostada, moviéndose entre la sábana y el edredón. Me preguntó si estaba consciente de que uno de los relatos que había mandado a la revista donde me pidieron colaborar era una copia del texto de otro autor. —¿A qué te refieres, mujer? —No te hagas tonto, Gerardo, leí tu relato antes de que lo enviaras por correo electrónico. Marisela siempre está al tanto de qué estoy escribiendo. A veces me desespera con sus preguntas. He pensado que desea robarme lo que he escrito para publicarlo bajo su nombre y ganar fama. No sé, quizá por eso me cuestiona. Tiene cara de cabrona, a pesar de que es muy cariñosa. Pero yo soy un genio de la literatura, un escritor que tiene todo bajo control y sabe hacer su trabajo. Aunque ayer por la noche, cuando ella regresó de la peluquería donde trabaja, me descuidé un poco y leyó el relato sin mi permiso. Cogí el calzón. Lo olí para saber si aguantaba otra puesta. Luego intenté sacar a Marisela de su error, guiándome por uno de los consejos del decálogo de la revista Cómo escribir bien: “Todo relato es una canción compuesta por los sonidos de otras; el escritor echa mano de esos beats para crear su propia música”. Marisela se puso la mano en los labios. Fingió estar sorprendida mientras yo le hablaba y ajustaba a mi cadera el calzón. Sentí que las palabras salían de mi boca con fluidez, como si fuera un experto dando una cátedra sobre el relato. Claro, soy un experto. Me excita que cada día esté creciendo intelectualmente y que le muestre mis dotes a mi novia. Soy un escritor. Un genio. Marisela se rió ponzoñosamente. De seguro para ella eran estupideces lo que le había dicho y así se lo pregunté. Con la cabeza declaró que no. Siguió burlándose. Apuntó a mis calzones. Al mirarlos me di cuenta de que me los había puesto al revés. Me sentí ridículo. Le di la espalda y fui a bañarme. Mientras enjabonaba mi cabello en la regadera, Marisela abrió el cancel para entrar; acercó su cuerpo al mío. No pude

verla bien porque la espuma me había nublado la vista. Aproximó sus labios a mi oído y dijo: “Eres un pirata, pero tendrás tu recompensa”. Sentí sus manos en mi pecho, bajaron a mi abdomen. Enjuagó mi animal erguido y se lo comió. Terminamos de bañarnos. Le propuse ir a comer al centro de la ciudad mientras nos vestíamos en la habitación. Ella aceptó. El día anterior le habían pagado bien por unos cortes de cabello en la peluquería. Se puso un vestido blanco con flores amarillas; el vestido la hacía ver hermosa y fresca, a pesar de que era una prenda seminueva que le compré en la tienda La Segunda. Cuando se la obsequié, le mentí diciendo que lo había comprado en H&M. Para estar a tono con mi novia, me puse el saco negro encima de la playera de AC/DC. Salimos de la casa y abordamos mi pick up. Sonó mi celular. Lo atendí. Del otro lado se escuchó una voz gangosa. Preguntó si yo era el escritor Gerardo Saldaña. Le contesté que sí y me dijo, de manera natural, que me había ganado un premio. No entendí bien. Miré a Marisela. Ella alzó los hombros. Me sonrió. Le pregunté a la voz de respiración resfriada a qué se refería. “Sí, un premio por su mérito como escritor, ¿o no cree merecerlo?”. Por fin me estaban valorando. Le pedí informes y me respondió que por el momento sólo me hablaba para felicitarme: “Usted es un ganador, siéntase orgulloso por ello”. Me citó en el restaurante La colmena; una hora después. Ahí comentaríamos los detalles. Le di marcha a la máquina, le expliqué a Marisela lo de la llamada y me dijo: —Qué bueno que por fin te darán algo por tu piratería. —¿A qué te refieres? No has dejado de hablar de eso. —No seas lelo, Gerardo. Todos tus relatos son copias de otros. ¿No te apena recibir un premio que no mereces? —Me estás haciendo enojar. ¿Copias de qué? —Lo peor del caso, es que son copias malas, no tienen ni un mínimo de inteligencia. No entiendo por qué en las revistuchas que te publican no te ponen un alto. Han de ser igual de piratas que tú.

Cómo

escribir

bien

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Seguí manejando. Tomé sus comentarios como insultos por la envidia que me tiene. Cuando Marisela se propone ser castrante, chinga lo que esté a su paso. A ella ni siquiera le llaman para agendar cita en su peluquería, menos le iba a hablar algún estilista para premiarla por sus originales peinados. Además, su envidia no iba arruinar el día en que por primera vez reconocerían mi trabajo. Yo soy un escritor. Así que encendí el estéreo para que tocara la música a todo volumen. En el centro batallé para estacionarme. Dejé la pick up a tres cuadras del restaurante. Llegamos a La colmena. Tomamos una mesa cerca del balcón. Se acercó un mesero delgado y de pelo crespo para darnos la carta. Marisela, sin siquiera leerla, encargó una ensalada de verduras y una copa de vino blanco. Esa Marisela es una cabrona: siempre le gusta encargar lo que sus actrices favoritas de telenovelas comen cuando actúan. Yo le encargué al mesero una cerveza y su encendedor para prender un cigarro. Me encanta beber después de escribir. Creo que para ser un mejor escritor no debo pasarla sobrio. Marisela y yo permanecimos varios minutos en silencio. No dejé de pensar en cuánto dinero me darían con ese premio, ni de voltear a la puerta para saber si llegaba algún conocido para presumirle mi suerte. Todo mundo se cagaría de la envidia al escuchar que me darían un premio por mi talento y creatividad. Quizá por fin me publicarían la novela que he estado trabajando desde que nací. Sí, esa novela que habla sobre el matrimonio de mis padres y que registré en mi memoria cuando estaba en el vientre de mi madre. Qué gran idea. No cabe duda de que soy un genio. Me salen las ideas al instante. No entiendo por qué no la he terminado. Calma. No debo comer ansias. La revista Cómo escribir bien lo advierte en un punto de su decálogo: “No pierda la calma si sus textos no se publican de manera inmediata, o si las revistas se los regresan argumentando que son textos fallidos. Lo que ellos quieren decir es que su genio es tan grande y ellos tan ciegos que no lo han sabido apreciar”. Claro, claro, mi genio. No hay que olvidarlo, la paciencia hace al genio. Lo que me había dicho Marisela comenzó a desanimarme. Apagué mi cigarro en el cenicero. ¿En realidad ella tiene razón? ¿Yo soy un tramposo que se roba las historias de otros libros? No, se equivoca; esto es un truco más para despistarme de la envidia que me tiene. Si en verdad yo soy un tramposo (me visualicé en un futuro, sentado frente a mi escritorio), comenzaré a escribir historias diferentes después de recibir el premio; historias que no hablen de alcohólicos, ni de muñecas inflables que se hacen supermodelos, ni prostitutas que terminan de maestras, mucho menos de dildos que se convierten en santos o padres que violan a sus hijos. Voy a escribir relatos que hablen sobre el ajedrez, la cultura china y temas históricos. Aunque me cuesten más horas de trabajo. ¿Qué estoy diciendo? Marisela, como siempre, se equivoca. Yo no quiero escribir esas porquerías, ni hacerme pasar por un pinche sabelotodo. Debo aprender a convertirme en piedra ante terceros. La revista Cómo escribir bien me ha enseñado que la primera regla, si deseo conservar mi estatus de experto de la escritura, es no dudar de mí mismo: “Siempre se debe estar erguido, como un boxeador cara a cara a su contrincante, ante el veneno de la crítica y los insultos. No se debe perder la calma ante estas situaciones. Por el contrario: “Muestre más ánimos de escribir y de salir adelante. Usted debe ser un ganador”. Pinche Marisela, ya me está hartando. ¿En qué se basa para decirme pirata si ella no sabe nada de literatura? Nunca

en su vida había leído un libro hasta que comenzó a acostarse conmigo. Pendeja. Chupapitos. Ella sabe de peinados, de degrafilados, de poner uñas postizas, de maquillar a mujeres gordas y de piel grasosa. ¿Qué iba a saber de mi trabajo? Yo soy más que un experto y los años que he pasado frente a la computadora lo avalan; tengo un trasero grande y unas manos ágiles. Por algo la voz gangosa que me llamó al celular me dijo que soy un ganador. No me tienen que hacer dudar las palabras de una peluquera fracasada. Confío más en la revista Cómo escribir bien que, en uno de sus consejos, propone: “Como escritor nunca va a innovar. Como ya se dijo antes, sólo cantará y cantará las mismas canciones que ya han cantado otros en el canon literario. Toda obra o canción es un cover de otra… Usted debe, si quiere perfeccionarse, tomar pasajes de otros textos y ejercitar su mano con las ideas que le evoquen esos pasajes después de haberlos leído. Las ideas le vendrán a la mente sin premura y usted logrará ser un gran escritor, hecho y derecho”. El mesero regresó con mi cerveza. La bebí de dos tragos. Antes de que se fuera le pedí otra. Marisela me lanzó una mirada de reprobación mientras le entregaba la botella al empleado. Me desentendí. Paso más de una hora frente a la computadora trabajando y esta mujer se escandaliza porque me gusta mandar todo a la chingada para relajarme. ¿Acaso no tengo el derecho a festejar por mi talento? Preferí sacar la pluma de mi saco y escribir en una servilleta lo que pensaba comprar cuando me dieran el premio: Uno: computadora con disco duro de mayor capacidad. Por la pornografía. Dos: librero para acomodar los libros que tengo en las cajas. Tres: home theater para escuchar a Carcass mientras escribo. Cuatro: camisa nueva con el estampado de Ron Jeremy. Cinco: los ejemplares que me faltan de la revista Cómo escribir bien. Seis: un dildo vibrador para que Marisela se divierta cuando me encuentro trabajando. El mesero puso la cerveza frente a mí. Miré el reloj de la pared de enfrente. Volteé a la puerta para ver si aparecía el hombre que me entregaría mi premio. Me sentí estúpido; ¿cómo iba a saber quién era, si no lo conocía? Sin duda alguna la ansiedad por tener dinero en mis manos me estaba ganando. De seguro el hombre tendría la facha de un funcionario mofletudo, de bigote ridículo y ojos saltones, como si tuviera los güevos rasurados y le calara el calzón. Sí, uno de esos sujetos politiqueros que visten camisas a cuadros y pantalones grises de casimir. Sí, uno de esos que mueven las manos como histriones mientras hablan para fingir elocuencia. Esa gente me da asco. Y lo digo porque tengo pruebas, muchas pruebas. Llevo más de seis años pidiendo una beca al Estado porque ya estoy harto de que Marisela se haga cargo de los gastos y me eche en cara que soy un mantenido. La beca me la han negado por mi edad. ¿A poco eso importa para ser escritor? El decálogo de la revista Cómo escribir bien me ha enseñado que no hay edades para ser escritor. Yo llevo tres años en este oficio y actúo como si gozara de plena juventud; leo un libro al mes y quiero escribir miles de relatos. Los escribo, claro, pero los dejo inconclusos. No porque no tenga potencial, sino porque me gusta detenerme a tiempo, meditar antes de convertirlos


en textos inservibles salpicados de ideas tontas. Si me pongo a trabajarlos en un día, fácil termino un libro de micro-relatos. Yo soy un escritor. Un chingón de la literatura. Eso no es todo, tengo una historia mejor. Hace un par de años tuve un pleito con un funcionario que me juró que pagaría bien por uno de mis textos y hasta me prometió que pronto lo vería publicado en un catálogo de nuevos escritores de esta ciudad. Sucedió así. En realidad no sucedió nada. ¿Para qué miento? La historia a la que hago mención es un relato inconcluso que he estado trabajando desde hace meses. En él hablaré de los círculos literarios cerrados, de las instituciones que les niegan el dinero a los artistas, de las editoriales que no quieren publicar el libro que estoy escribiendo. Momento. Otro de los consejos del decálogo de la revista Cómo escribir bien me ha enseñado a no contarle a nadie las historias que tengo en mente; alguien puede robarme la genialidad y ganar fama con mis ideas. Ya ven a Marisela. Pero odio a los funcionarios porque son imbéciles, cerdos, doble cara, parlanchines, bebe orines. Y se victimizan y se creen muy ocupados sólo porque se visten de traje. Cualquiera se puede crear un juicio sobre ellos. Sólo hay que verlos actuar en los periódicos, por la televisión. Tienen caca en lugar de sesos. Su comportamiento oculta desfachatez e ignorancia. Son unos brutos. ¿Para qué ponerles atención a los funcionarios? Si en esta mesa se presenta un idiota así, sólo voy a recoger mi premio y luego lo mandaré a la chingada. Lo único que merecen es que los mandemos a la chingada. El decálogo de Cómo escribir bien aconseja que todo escritor debe tener una postura política. La mía es ser apolítico. El llanto de Marisela interrumpió mis ideas. Leyó lo que escribí en la servilleta. Me le acerqué para abrazarla. Era mejor portarme cariñoso; faltaba poco para que llegara la persona que me había citado y no quería que nos descubriera discutiendo. ¿Qué iba a decir de nosotros?; ¿cómo un escritor tan talentoso gasta su tiempo junto a una sentimental? Su actitud ya me tenía harto; siempre, todos los días, por cualquier detalle suele enojarse. Nada le parece, no le doy gusto a la cabrona. La tomé de la mano y le dije en tono conciliador: —Por favor, piensa en lo que vamos a comprar con el dinero del premio. Quiero ampliarte tu peluquería, cambiar el mobiliario donde lavas el cabello y tú no haces más que chillar. —No, Gerardo, eres un mentiroso, di lo que en verdad estás pensando. Para ti no soy más que una ignorante que no sabe de nada de lo que tú haces. Di lo que piensas de mí. Soy una pendeja que sólo sabe poner uñas y que sabe besar pitos. ¿Cuántas veces no has deseado que sea otra? —No, no, Marisela, no eres eso. En realidad estaba pensando que eres una mujer hermosa e inteligente y en lo bien que cortas el cabello. No puedo pedirle más a la vida. Mira mi cabeza. ¿Quién más logra darle está forma tan perfecta a mi flap top? No quiero que seas otra, tranquilízate. ¿Qué van a pensar los clientes de nosotros? —Me vale madres, no me engañes, Gerardo. ¿Cuántas veces no has deseado que sea otra persona? Dime, con una chingada. —Marisela, relájate, está por llegar el hombre que me dará el premio —le dije mientras miraba a la puerta—. El tipo tiene

que ver que somos una pareja unida, que me apoyas en lo que hago y que gracias a ti soy un escritor. Por favor, Marisela, no seas infantil, no chilles. Vamos, sécate esas lágrimas que se está acercando un hombre a la mesa. Marisela se quedó callada, encajó sus uñas postizas en mi palma y me murmuró algo que no escuché. El hombre que estaba por llegar a nosotros era un viejo canoso, de ropa desgastada. Llevaba un maletín colgado al hombro. Se acercó a mí preguntando si podía comprarle libros. Sacó uno de su maleta y me lo enseñó; era un compendio de leyendas sobre la ciudad. Me encabroné; primero la actitud infantil de Marisela y luego un vendedor de porquerías. ¿Por qué no estaba saliendo bien mi día? Odio, además de los funcionarios, a los charlatanes que confunden la superación personal y los mitos urbanos con la literatura y, orgullosos de su ignorancia, se exhiben en la calle. Hay que estar informados, si se quiere ser escritor. No dejarse llevar por pendejadas. De seguro este tipo de gente no conoce la revista Cómo escribir bien. Le tiré el objeto de un manotazo al fulano y me paré diciendo: —Lárguese de aquí, estoy esperando a una persona muy importante y usted viene a colmarme los güevos. ¿Qué no sabe que yo soy un escritor? Vaya y métase por el culo las porquerías que vende. Los clientes voltearon hacia mí. Un mesero que se encontraba en la barra se apresuró hacia nosotros. Levantó el libro que había caído al piso y le pidió al hombre que se fuera. En la salida el vejestorio me gritó que me iba a arrepentir. Siempre hay que tener paciencia ante estos episodios, no iba a perder la elegancia ante la amenaza de un viejo desaliñado. Soy un hombre tranquilo, no caigo en cualquier provocación, menos en la de un mediocre que no sabe qué es literatura. Le di un gran trago a la cerveza hasta terminarla. Los clientes me siguieron mirando. Marisela tomó su bolso, me dijo: “Eres una mierda”. Se paró de la silla y se fue sin siquiera despedirse. No la quise detener, a pesar de que se veía hermosa. Por el contrario, le grité que no regresara, que se largara a cortarles el pelo a los perros que hallara en la calle. Y me burlé de mí mismo; ¿cómo un genio puede cogerse a una ignorante como ella? Mi talento comenzaba a exigir cambios en mi vida personal. Le pedí otra cerveza al mesero para serenarme. Me comí la ensalada que dejó Marisela. Esperé unas horas más en el restaurante. Bebí varias cervezas. El tipo de la llamada telefónica no se presentó. ¿Qué habría pasado con él? Mientras buscaba la respuesta, no dejé de revisar el reloj. Me enojé. ¿El sujeto se había confundido de persona? ¿Me había dejado plantado por razones políticas? Transcribí algunos de los consejos del decálogo Cómo escribir bien para relajarme: “Los premios no hacen a los ganadores, un escritor debe permanecer en el anonimato, la fama es para los actores, mas no para los artistas. El único y verdadero premio que existe en la carrera de un escritor es la fuerza de voluntad y el ánimo de cada día”. ¿Qué se piensan los funcionarios? ¿Uno tiene que estar detrás de su culo para que lo tomen en cuenta? El número de quien aseguró darme el premio se había almacenado en mi celular. Le marqué más de diez veces; no tuve respuesta alguna. Poco a poco se retiraron los clientes de mesas aledañas. La colmena quedó vacía. Una y otra idea saltaron a mi sesera como conejos desaforados. Pero no perdí la esperanza de que el hombre me hablara en cualquier momento.

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La última vez que fui al baño, recordé que no llevaba dinero; Marisela era la que iba a pagar la comida. ¿Cómo le iba a hacer para largarme del restaurante sin pagar? Hablé por celular a la casa; la llamada se transfirió al buzón. Salí del baño. Los meseros estaba limpiando las mesas y el encargado de la barra lavaba el frigorífico. Aproveché para huir del sitio. Corrí las tres cuadras hasta llegar a la pick up. Hallé los neumáticos ponchados. El parabrisas estaba roto y habían arrancado el estéreo del tablero. Le di una patada a la defensa y se cayó. ¿Quién chingados se había animado a hacerme esto? Abrí la puerta. Pensé que en la guantera había algo de dinero para pagar el taxi. No hallé nada, sólo los cables sueltos, vidrios rotos y el libro de leyendas que me ofreció el viejo vendedor. El coraje ardió en mis tripas. Tarde o temprano volvería a toparme al harapiento para vengar a mi vehículo. Le puse el seguro al volante. Traje conmigo los discos de música que el ladrón no se robó y abandoné mi pick up. Caminé durante una hora. Las bofetadas que me propinó el aire hicieron que el alcohol que bebí me encendiera más. Varias veces pensé en parar un taxi y pedirle dinero a Marisela en casa. Pero de seguro la muy cabrona, como no me contestaba las llamadas, se había ido a visitar a una de sus amigas para platicarle lo que le había hecho. Después de una hora, con los pies hinchados y con la cabeza dándome vueltas, crucé la puerta de la casa. La luz de nuestro dormitorio se encontraba encendida. En el baño estaba Marisela lavándose los dientes. Llevaba puesto su camisón para dormir, significado de que no quería que la tocara. La hice a un lado diciéndole que me habían robado el estéreo de la camioneta y que me habían ponchado las llantas. Actuó como si no estuviera allí. Alcé la tapa del escusado. Y se fue a la cama. Abracé el retrete y vomité. Me quejé escandalosamente para preocupar a Marisela. Luego me tiré al suelo fingiendo que me daba un paro cardiaco. Ella no se molestó en atenderme. Bajé la tapa del retrete y me senté en él. Duré un par de minutos allí. No iba a arreglar nada. ¿Qué haría el día de mañana para conseguir dinero y reparar la pick up? Marisela tendría que trabajar más horas. No le quedaba de otra a la cabrona si quería estar a mi lado. Volví a enjuagarme la cara. Salí del baño y me

quité la ropa al lado de la cama. Me metí entre las sábanas. Marisela me dio la espalda. Sabe que esa posición hace que mi miembro crezca. Me le acerqué más para abrazarla y poner mi pene en medio de sus nalgas. Respondió con un codazo en mi abdomen. —Ya, Marisela, no te tomes las cosas tan a pecho. He pasado un muy mal rato, tuve que salir del restaurante sin pagar y abandoné la camioneta. No voy a poder dormir por lo que hice esta tarde. La pasé mal, créeme. El hombre que me llamó al celular nunca llegó. Vamos, ¿me la puedes chupar como lo hiciste en la regadera? La habitación seguía en silencio. Afuera pasó un carro a toda velocidad. —Quiero que nos separemos. Sin pleitos, nada. Sólo separémonos. Tú te quedas con la casa y yo me voy con mis hermanas. No quiero hablar más. —No digas estupideces. Deberías leer las biografías sobre artistas que tanto te he recomendado para que puedas entenderme. Sabes que soy un escritor y sólo haces que la relación sea complicada. —Tú eres el estúpido y el que hace que la relación sea complicada, Gerardo. Y no tengo por qué leer nada de lo que me pides. —Yo hago todo por sobresalir, Marisela, pero no lo entiendes. ¿O me tienes envidia? Te reto a que dejes de ser ignorante un día, vamos, yo me voy a trabajar a la peluquería y tú te quedas a escribir en casa. Estoy seguro de que terminarás lavando el baño o limpiando la cocina; no tienes ni idea de lo que es escribir un relato. —Tú tampoco tienes idea de lo que es cortarle el cabello a alguien, ni de lo que es escribir. ¿Por qué no has publicado por lo menos un libro, o por qué nos va tan mal y no te pagan por lo que haces? Eres un mediocre. —Soy un escritor. Acéptalo, peluquera putona y fracasada —le dije y pensé en citarle uno de los pasajes de la revista Cómo escribir bien para fulminarla. Pero dejé la cama. Me puse la bata. Caminé al estudio. Pensé en los premios que podría ganar si escribía lo que acababa de sucederme. Me encerré allí y resultó esto.

Joel Flores (Zacatecas, Mexico, 1984). Narrador y profesor de Literatura. Becario de FONCA y FECAZ en 2005, 2008 y 2010, en la categoría Jóvenes Creadores. Su libro El amor nos dio cocodrilos fue publicado por Vozed, editorial digital. Ganador del Certamen Internacional de Literatura Sor Juan Inés de la Cruz en 2012. Sus textos han sido publicados en México, Nicaragua, España y EUA. Actualmente escribe su primera novela.


traducción Amarilis Ve´liz Diepa.

Sueño de Amor. 2013.


translation Vivir la vida / Living Life Translation by Stacy McKenna

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Introduction

Living Life – Translation

In Sara Sefchovich’s novel, Living Life (Vivir la vida), the reader follows the adventures of the protagonist, Susana, after she leaves her childhood home and her overly protective and highly superstitious grandmother and nana. With little life experience and only her grandmother’s old-fashioned advice and inscrutable warnings to guide her, Susana must navigate her way through relationships, marriage, inlaws, travel, and a variety of random jobs. In this particular excerpt, Susana has started working at the President’s house, and after meeting and becoming friends with the First Lady, she is allowed to enter the private premises of the official residence – which turns out to be an astonishing disappointment. Her candid description of the First Lady’s life and unfaltering faith in her husband’s saint-like abilities is both disconcerting and funny. The novel’s chapters are comprised of carefully crafted vignettes that leave the reader with a gasp, a nod of recognition, or a burst of laughter. Each one is an unsettling mixture of the tragic with the ridiculous, the mundane with the grotesque, or the inhumane with the kindness of strangers. Yet each vignette depicts a level of truth, reality, and uncertainty that is Mexico. The reader begins to wonder if one woman could experience so many bizarre coincidences and calamitous encounters in her lifetime, or if life in Mexico is truly stranger than fiction.

Señora Luisa’s goddaughter was around my age, and she worked in the President’s house. She was making good money, but had almost no time to spend it because she only went out one Sunday every two weeks. She’s the one who told me, “They’re looking for help, come with me.” So I went. They wanted someone to take care of the flowers people sent as gifts to the First Lady, but I didn’t know anything about flowers. “In this country nobody knows anything about the job they’re doing,” my friend said. “Everyone grabs whatever they can and learns as they go.” And she added, “Even if you were a Gringa or a French girl, you wouldn’t know how to do something before you started doing it.” It was hard work because so many flower arrangements arrived every day. I would put them on the stairs, and when there was no more room, I would put them in the hallways, the tables and terraces, the offices, even the bathrooms. I had to water them, take out the dead flowers, put the old ones in back and the new ones in front, change the water, toss in an aspirin and ice so they lasted longer, clean the leaves with a cotton pad soaked in milk so they’d shine, and keep the enormous bows for the little girl of the house because she collected them. All of them came with beautiful cards and dedications on behalf of people, businesses, institutions and different organizations and even some from abroad. At night I collapsed completely exhausted my hands covered in cuts and scratches from thorns, my waist sore, my stomach upset from the sweet, sometimes rotten smell, my fingertips stained a greenish yellow. But I liked working and getting paid, and that’s what I told my friend who looked at me

Stacy McKenna Recibió su Maestría en Bellas Artes en Inglés y Escritura Creativa de Mills College en Oakland, California. Sus traducciones han aparecido en The Other Poetry of Barcelona, Códols in New York, y 580 Split. Ha sido profesora de Inglés y ESL a través del Área de la Bahía y trabajó en varias organizaciones sin fines de lucro como el Center for the Art of Translation. En la actualidad enseña traducción literaria en la Universidad Autónoma de Querétaro en Querétaro, México.


traducción incredulously, “That’s ridiculous, working is the worst, and we only do it because we have no choice. Come on, even if you were German or Japanese you wouldn’t like working. Just play dumb and go about your business. Do just enough so they don’t fire you, but don’t take it seriously. No one takes it seriously, not here or anywhere else in this country.” One day, the First Lady was walking past and greeted me. She was going on her way, when she stopped and said, “Hey, could you come up and help me? The woman in charge of my wardrobe had an emergency and won’t be back for several weeks, right when the US president and his wife are about to arrive, and we have to go to a lot of official events.” That’s how I came to enter the private premises of the official residence. And so instead of taking care of carnations and roses, spikenards and gardenias, gladiolas and lilies, my hands sewed buttons, ironed skirts, fixed hems, washed nylons, polished shoes and put away nightgowns. The First Lady was a homebody. She liked nothing more than staying home and taking care of her daughter. She fulfilled all the commitments her husband’s office imposed on her, but it was obvious she didn’t enjoy it. She said, “Women should be devoted to their family, and their husbands should work to provide for them.” And she added, “Don’t listen to what the feminists and human rights groups say.” Since the poor woman didn’t have anyone to talk to, she started talking to me. She would tell me about her childhood and her parents, all the people she’d met and all the places she’d been, but mostly, she tried to convince me that her husband was the best president Mexico had ever had. She’d always say, “He’s a man who loves his country and sacrifices himself for it. He’s resolved the most serious problems; whoever wants a job can get one. Those people who don’t work, don’t work because they don’t want to; they’re just lazy. He’s greatly improved access to education and health care services and the economy is more robust than ever.” I didn’t really care about her speeches, nor did I care what her husband did, said, or became, but she was adamant. Once she even told me that a visit from the president had made it rain in an area where there’d been a drought for months. That made me laugh, so I told her, “Seriously, it’s not like your husband’s a saint.” Then she got all upset and told me

I should stop listening to what the NGOs, intellectuals, and opposition parties said. Gradually we became friends. I started to go with her to the Children’s Institute meetings and the annual fundraiser for the military hospital. She even started sending me to represent her at public events like the National Immunization Week and the National Day for the Terminally Ill. As for me, I learned what I needed to know: hug the children and old ladies, smile, and keep my mouth shut. One Tuesday morning, I met the President of the Republic. The First Lady took me with her to help take care of him because he was really sick, and according to her, she had to make sure nobody found out since it could cause unrest in the country, and the stock market could crash if the truth were known. Even though I’d seen him many times on TV, I didn’t recognize him. Where was that good-looking man, so arrogant and sure of himself whenever he appeared before the citizens? Definitely not in the president’s bed. In the bed, there was nothing but a puny little man, sick, wrinkled, and whiny. The gentleman who was in charge of the National Palace on the other hand had been tossed over a chair. There were the shoulder pads that made his shoulders look broad; and the girdle that held in his spare tire; the elegant Italian suit that gave him an air of arrogance; and the fine shoes with the hidden heel that made him look taller. And the dark colored shirt that made him appear athletic. And the contact lenses that intensified his eye color. And the toupee that made his hair thicker. And the mustache dye that made him look younger. And the false teeth that gave him a movie-star smile. And the makeup that gave his face that tan, well-rested appearance. And the Viagra, the ginseng, the vitamin C and E, the chicken and pork injections, the vials of collagen, everything that gave him energy, vitality, and aplomb. And the wireless earpiece used to dictate speeches to him, so they seemed to come straight from his memory, and the powerful but tiny microphone that made his voice sound clear and firm. When the First Lady noticed my astonishment, she rushed me out of the room and decided to take care of her husband by herself.

*BUSCA EL ORIGINAL EN NUESTRA SECCIÓN EN ESPAÑOL. P´ÁGINAS 51 Y 52.

Sara Sefchovich (México D.F., 1949) Es socióloga e historiadora, investigadora en la UNAM, comentarista en radio y prensa, traductora, lectora voraz y caminante empedernida. Como ensayista ha publicado numerosos estudios sobre cultura y literatura. Es autora de las novelas La señora de los sueños (1993), La suerte de la consorte (1999) y Demasiado amor (Alfaguara, 2001), que recibió el Premio Agustín Yáñez. traducción literaria en la Universidad Autónoma de Querétaro en Querétaro, México.

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The Tramp Jacques Réda (Translation by Joseph Michael McBirnie) Around suburban chaos—its magic so clear— I believed eirenically I wouldn’t love them all the more. I looked for you, Rainbow’s End. After all, we are who we are and what’s that calling me here? So long as my strains of vigor are stretched and strong and keep my stalwart feet to the pedal and brake, then through these labyrinths I’ll begin again to make my way between the boulevards dragging along.

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Everything changes always; a failed memory makes me see again what hasn’t changed its station, and often the unknown seems like a summation of faces peopling the bleak territory

Like the verse starts and turns in the stanza out right, taking rhyme without reason to hinge upon, I frequent the dappled street corners: my prison adheres to the infinite with no end in sight.

where I sink once more. There, I don’t seem to bristle at old decrepit walls, sunsets withering dim at the base of barren gardens where the vermin disappears under floods of lilac and April.

But then the barriers fly off. We’ve reached the plateau, a ledge where the sky strokes every corner and crack. In their motionless intimacy, I pass back and forth as one invited and incognito. As in the lucidity penetrating dreams where I recognize it all (but it’s so unplanned), everything beckons. I’m going to understand— or maybe in an instant which lasts, which redeems. I weightlessly ride, let go of the steering wheel. Here is the real beginning, cutting short my voyage: the real world revolves around this auto garage. I can see the gas pillars, traced by smoke and steel.

Joseph Michael McBirnie (El Paso, Texas, 1984). Recibió su Licenciatura en Teología y Ruso en la Universidad de Notre Dame. Es poeta y traductor. Actualmente cursa la MFA bilingüe en Escritura Creativa, en la Universidad de Texas en El Paso. Sus traducciones se pueden encontrar en Watching America y Transference Magazine.


Morning Song Paul Celan (Translation by Joseph Michael McBirnie) Endless ivy tresses across the cheeks of silence between her strewn strands of hair, wanting to pinion the pallid dove’s wings. My past is just a flicker in the air. Now the anchor lifts from the ocean’s depth. Now the black flags are erect on the mast. Now the grass has regrown where we have slept. You know what I’d give just to rest upon wings of a dove, to wrest each ivy leaf. Would you weep if I hoist the sail at dawn, though it’s overshadowed with every heave?

Fixed Love Beyond Side Effects Francisco

de

Quevedo

(Translation by Joseph Michael McBirnie) Loveral may cause your eyes to liquidate, twinkling down your cheeks and alimony bills. Tell your doctor if you have undrafted wills or your kid finds out his dad ran out too late. It should not be taken if nurses inject frigid finger-held IV’s and Celebrex, lest in cold and fevered sweat you chance forget words that can’t be words without a severed x. Seek medical help if tubes tie you to beds, marrow is, shall, or has been a memory, or tomorrow at hours that may quell your breath. May cause lack of body, only custody of those bony tropes designed for hackneyed pens. May cause veins to void, and you to love again.

*BUSCA EL ORIGINAL EN NUESTRA SECCIÓN EN ESPAÑOL. P´ÁGINA 53..

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Amarilis Ve´liz Diepa. Sueños Eróticos. 2013.


viajes a la memoria

Carlos Zamora

Improvisacion a la manera de Allen Ginsberg Por la gracia del padre que va a morir sin conocer nueva luz tras el último golpe por los hijos que apellidé sin darme cuenta un día de eternidad y otras historias para disfrazar el pan o el reclamo o la duda para ser infiel ya que no me atrevo a proscribir mi cena mi oficina o mi patio por error por un impulso de saltar de conseguir mayúsculas para que las palabras no se herrumbren en medio del discurso porque quiero justicia una palabra que parece antigua porque me estafaron al decirme que sería feliz y mayor y ya no puedo escuchar sin que me duela antes de que sea un lujo llorar en la mesa del prójimo por temor a la muerte sin un verso de sal escribo poesía.

Repaso

Me atraviesan barcos y ciudades que cruzan infelices sus itinerarios. Pero alcanzo sólo estelas: columnas de humo antiguo y anónimo que quiero descifrar contra toda molicie. Sobre mi costado nervudos combatientes, ladrones y titiriteros, lavan honores y ropa de trabajo, sin mirarse a los ojos. Barricadas de pólvora y hastío amanecen sembradas en mi huesa y confundo consignas y rencores como un aprendiz desamorado. Desconfío del bronce a pesar de los ruegos de mi madre que me quiso más alto. Cuando los héroes no crecieron conmigo ya no supe espigar. Y eso suele ser herejía. La pobreza es mi casa y escribo apenas. Pero las cicatrices toman nota.

Itinerario Alcé la vara y dije: esta es mi vida y comencé a calcular cada pisada. Me cuidé del error como del tifus, del ciclón o del oro. Donde debí torcer me arranqué un tajo. Pacté cada ventaja hasta llegar… Pero nadie aguardaba.

Carlos Zamora Rodríguez (Matanzas, Cuba, 1962). Licenciado en Filología en la Universidad Central de Las Villas (1985). Poeta y narrador. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Tiene publicado Estación de las sombras (Sanlope, 2001), la antología El amor como un himno. Poemas cubanos a José Martí. (Centro de Estudios Martianos, 2008) y el poemario Cada día la eternidad (UNIÓN, 2011). Premios: Fundación de la Ciudad de Matanzas 2012 (Literatura para niños y jóvenes), Narrativa Guillermo Vidal (2011), Nacional Cuentos de Amor (2000), Décima joven de Cuba (1996). Menciones en Concurso internacional ARTÍFICE, de poesía (Loja, Granada, España) 2002, 2005 y 2006.

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En el lugar incómodo del hijo para mi padre, que no fue a París

En el lugar incómodo en que Dios espiaba sus temores inventó una casa con todos los pilares. Creía en el frijol más que en el salmo, y en paladear la lluvia en la mañana porque la luz – decía– acompañaba a la semilla . Cada vez que invocaba algún demonio –porque la torpeza trucaba sus dedos de gigante– una cacerola perdía su silueta. Luego reía, como disculpándose de no guardar paciencia para esos afanes de muchacha. Él, que tanto esperaba, reía de su fe de grumete.

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y unos naipes dorados de Madrid. Pero Dios espiaba y arrancó a sus bueyes memorables, aquellos corridos fieles de amores mejicanos para hacerle ceder. Arrastró los hábitos que todos nos temíamos: Esa seguridad de habernos otorgado una nariz, unos vellos rabiosos, unos ojos de acecho innecesarios. Ese irreconocernos, luego, tras el cristal de la vejez. Casi al filo de Dios retó al vacío con maldiciones nuevas…

No fue a París por vocación de aldeano: Más allá de las islas era casi el cielo y él no estaba listo para un viaje tan largo.

Definitivamente, ya no iría a París, aguardaría vigilando el arroz para que mi madre corrigiera las camisas por su afán de dejarle, como todos.

Se aferró a la costumbre de atisbar nuestras marcas desde su taza tibia, por entre los dibujos del café azucarado, hundido en el sillón y en la inocencia.

Se quedaba, como los pilares, para que nunca fuera maldita nuestra casa. Tomándose las culpas

Casi tuvo su vuelo cuando traje noticias de la nieve

de la ira de Dios.

Aún sobre la nieve Moscú, 1990

Circo Sobre la cuerda, el equilibrista sonríe; sopesa ligeramente la gracia de su figura, el guiño del suelo y el encantamiento del público que no perdonará una caída. Todo está en juego, pero sonríe; camina sobre nuestras cabezas…

Aún sobre la herrumbre de la nieve, que como una piara de furiosos peces me galopa el cuerpo; aun sobre el frío de mis ojos que no admiten lo que los martillos devuelven a la nada: fragmentos pesados, dolorosos, rendidos en la hierba; trofeos al cerrar la noche. Los que alguna vez clamaron casi desde el cielo, cuando el perfume de las ofrendas se marchitaba sobre el bronce; los elegidos: desarmados. Un precio justo parece decir la lápida. El metal sigue silbando en mis oídos. La gente arrastra los pies sobre la nieve, renueva flores donde las ruinas llaman. Sin alzar los ojos, me permiten llorar por sus difuntos.

Carlos Zamora


Carlos Zamora

Autocrítica Literaria Este poema necesita ventanas, un ángulo discreto para mirar el amor con ojos de serpiente. Cuando escriba: penden los relojes como ciegas espadas, debe el poema reconocer el cuerpo, la gravedad de las curvas, el filo de tu lengua; debe reconocerme colgado de tu pie. Tal como está no es un poema para cortejar a una muchacha, le haría bien desabrochar sus vestiduras... Aunque el final sea pobre no ayudan los cerrojos. Quizás una ventana le corrija, quizás las espadas caigan al vacío.

En Noche Asonantada Casa del humo tu cuerpo. Voto por la memoria en crucigrama deshecho.

Concierto de primavera

Humedad de la deshora para festejar la sombra.

Y la primavera entonces ha de seguir Cernuda

Erupción en viaje estéril que a la noche se devuelve.

Amaneció en su madera mi arpegio prófugo, al fin besó el alma del violín, airosa, la primavera. Presumo de la ceguera que me guardó su camino; arriero de paso fino, dicta el amor, obedezco. Luz del violín donde crezco: madrigal de mi destino. Adagio de tu cintura, verso que vuelve a mi boca y liba la gracia poca de mi espalda y la ventura en tus ojos sin usura bajo la tregua del cielo. Razón que se escapa al duelo de la razón más profunda. Primavera que se funda para refugio del vuelo.

Límites en el fragor. Ventanas del corazón en mar de sirenas. Fiebre.

Amantes Deportados a oscuros menesteres de ofidio. En la sombra del aire; como pulpos erráticos de absorbida violencia. Voluntarios. Ciegos. De una sed.

Malena Villar La Papaya de la Diosa. Óleo 4’x6’ 2010


Amarilis Ve´liz Diepa.

Encuentro con la Luna. 2013


“...el arte es un gran regalo que Dios nos da porque es una manera de canalizar nuestras emociones y poder compartirlas.”

Viajes a la Memoria Amarilis Véliz Diepa (Las Tunas, Cuba, 1957)

e graduó de la Escuela Nacional de Arte Cubanacán, en La Habana. Realizó estudios de postgrado en diseño industrial, arte contemporáneo y textiles. Veliz Diepa es uno de los pocos artistas en el mundo cuyas obras se encuentran archivadas o expuestas de manera permanente en el Vaticano, en Roma, Italia. En el Museo de Arte Moderno de París, se encuentran archivadas diapositivas de obras suyas y su currículum. Tiene una obra en el museo de Arte Contemporáneo de Las Tunas,

Cuba y otra en la Sala Cívica del Museo del Comune di Terracina, en la ciudad de Latina, Italia. Ha participado en más de sesenta exposiciones colectivas dentro y fuera del país. Sus piezas se encuentran en colecciones privadas de los Estados Unidos, Japón, Italia, Francia, Bélgica, Alemania, España, República Checa, México, Perú, República Dominicana y Cuba. También, ha sido merecedora del Premio Internacional Beato Angélico, del Vaticano (2003), el Premio de Escultura

en el Festival Mundial de la Educación y la Cultura de San Remo, Italia (2002) y el Primer Premio del Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas en Cuba (1999). Sus creaciones plásticas han sido reseñadas o publicadas revistas y boletines como Caimán Barbudo y Quehacer (Cuba), Elos (Bélgica), La Colina de Pavece y Género (Italia). Está incluida en el catálogo Veinte Artistas Plásticos Tuneros. Actualmente reside en Miami, Florida.


Amarilis Ve´liz Diepa.

Viajes a la memoria. 2013. (Segundo lugar en Concurso Internacional de Dibujo en Festival de Arte de Doral- Doral, Florida)


Amarilis Ve´liz Diepa.

Viajes a la memoria. 2013. (Segundo lugar en Concurso Internacional de Dibujo en Festival de Arte de Doral- Doral, Florida)


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mfa-writers

Jennifer Falcon Diana Esparza Sam Calvin Brown Abby Carl Klassen Yasmin Ramirez Miranda Smith

american aficionados: ernest hemingway & tom lea Mimi R. Gladstein

dossier: journeys to memory Amarilis Veliz Diepa Sasha Pimentel Carlos Zamora


President’s message The Rio Grande Review (RGR) is just one of many examples of the University of Texas at El Paso’s success in fostering both access and excellence. These talented writers’ passion for their craft, is characteristic of UTEP students across our campus, no matter what their field of study. Well on our way toward becoming the first national research university with a 21st century student demographic, UTEP is transforming the world through groundbreaking research and the empowerment of creative exploration and expression in the arts. We celebrate the many successes achieved on this campus over the past 99 years and are energized by our even bigger aspiration for the future PhD. Diana Natalicio UTEP President


Amarilis VĂŠliz Diepa La Mesa Esta Servida. 2005

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Rio Grande Review

A Bilingual Journal of Contemporar y Literature & Arts Fall 2013 Number 42 Senior Editor Jago Molinete Editors Marco Antonio Murillo Gianfranco Languasco Guest Editor Joseph Michael McBirnie Faculty Advisor Rosa Alcalá Art Director and Design (Guest) Malena Villar Cover Art Works Helier Batista Riveras Diptych. 2013. Oil on masonite 16 x 12 ½ inches Board of Readers Rosa Alcalá Luis E. Álvarez Marín Jesús Silveyra John Neils Paul Guillén Riley H. Welcker Special Thanks to Lori De los Santos John Fahey Marilú Valenzuela Perla Chaparro Anibys Labarta

Content poetry

Mike Belair Alan Meyrowitz Scott Miller Mary Nadwick Rachel Landrum Frank Terry Monica Wendel Sally Dunn Leslie Aguilar Eugenie Juliet Theall

fiction

Devin Murphy Lou Galia Zita Arocha

essay

Mimi Gladstein

mfa-writers Jennifer Falcon Miranda Smith Abby C. Klassen Sam Brown Tafar Nugent Diana Esparza Jazmin Ramírez

translations Stacey McKenna Joseph McBirnie

dossier: viajes a la memoria

Sasha Pimentel Amarilis Véliz Diepa

poetry

Michael Hemmingson Joan Marie Wood Jame C. Otto John Sibley Williams

fiction

Jens Birk Chad Green

Rio Grande Review is a non-profit bilingual journal of literature and contemporary art. Is published twice a year and is rectorate by the Creative Writing department of the University of Texas at El Paso (UTEP). This project is edited by students of the MFA Billingual Creative Writing Program. RGR has been difusing creative writing in El Paso, on the United States - México border and worldwide for over 30 years. RGR is economically sustained by the Student Commission at UTEP, besides publicity and private contributors. We welcome ads interchange.

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editorial he river flows like the word, diaphanous, transparent. It’s gentle today, but it swirled yesterday, and tomorrow it may be light and darkness, life and death. The river has two banks, and so does the word: it’s the poet’s hand and the ear of the listener. With 42 issues already published, the Rio Grande Review has been a place of convergence for two languages, Spanish and English, which in turn are two ways of looking at and creating the world. But despite the lack of similarity that they have with one another, these languages come together throughout the presented pages. It doesn’t matter what the brush, pen or rhythm is, the word (the creation) is born just as a river flowing from an endless and secluded spring. By reading RGR you can immerse yourself in the creative flow of the Paso del Norte (El Paso-Juárez) region and even a little further into the third bank. Like a song without an edge, where everything is allowed, as long as you lay open your chest and mind, your sight and hands, there will be an outburst of joy, the joy of the fish. It’s a spiritual nourishment which can only be tasted by being gentle and brutal, sun and moon, city and tomb, silence and word: the fish. Likewise, you will be amazed by the diversity of visions and ways of expression that can occur even within the language. This demonstrates that the world is not just a Tower of Babel, but is also a language that is so close and personal to us, like a beach from which we unfold, from which we look at the sand from the other shore. On this sand of language, the Ecuadorian writer Jorge Enrique Adoum, wrote: “And one feels that the beach starts to sink because it lacks that grain of sand.” In RGR we believe that languages (our own as creators and ours as a community) are solitudes, most likely to be shared, like lonely waters that at some place on earth emerge from and feed back into. Is it not enough for a single grain of sand, like a word, to start combining languages? As the American poet, Hart Crane, says in his poem, Repose of Rivers: “I heard wind flaking sapphire, like this summer; And Willows could not more steady sound.”


Helier Batista Pencil Drawing 2012

poetry


Alan Meyrowitz

The Bakery The steamed-up window of the Polish bakery blurs its wide, raked display of breads, doughnuts, cupcakes, and cookies, fuzzes them into formlessness, into soft, mysterious packets of pure potential of the sort I remember—nose pressed to warm windows—dreaming into as a boy

Snow Day

Mark Belair

No Small Unease to hear my name in whisperings of wind where none should be (trees long settled into calm) then more, a cautioning as through a wall too thin hinting there

Big
 I know that man squeezed behind the wheel,
 head down, elbow out the window. Big as well in ideas, bigger dreams.

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The ivy glints green

beneath a sugarcoat of snow, green bright as the eyes of a peeking-outdoor child

Were his dreams more modest,
 ideas toward the minuscule, I believe he still would be

while the water towers atop the apartment buildings take snow sprinkles like ice cream cones,

A Contrast Of Symmetries

the dizzy white confection falling, collecting, promising—once the park hills are buried in the expected two feet—

Snowflakes cover windows in crystalline display.

to offer every city child a sweet country ride.

tight fit behind the wheel.

Some portion of your heart put forth. Held back, the same that none may see. One is gift of winter’s day. Path to misery, the other.

Mark Belair

Alan Meyrowitz

His poems have appeared in numerous journals, including Harvard Review, Michigan Quarterly Review, Poetry East, and The Sun. His books include the collection While We’re Waiting (Aldrich Press, 2013) and two chapbook collections: Walk With Me (Parallel Press of the University of Wisconsin at Madison, 2012) and Night Watch (forthcoming from Finishing Line Press).

He is a Doctor in Computer Science from the George Washington University. He retired from the federal government in 2005 after a career in research. Meyrowitz’s poetry has appeared in numerous journals. The Science Fiction Poetry Association nominated his poem “Wishing It Were Otherwise” for a Dwarf Star 2012 Award, being published in a chapbook of nominees.


Scott Miller

Mary Natwick

Headstones

Becoming Ocean

The car they sit in is an erect nipple

when you become ocean you are not only wave lapping at shore

on a hill of bodies. Someone waits on them, asleep, in God’s house. The distance between them is a spooky action: worms struggling in the dark, tulip bulbs sprouting, the wild things of tomorrow. They cannot see it happening; their eyes are flawed. The sound of smoke is a hissing taste on his tongue— on hers, fruit, ripened too long. He says I where he meant you. She reads volumes—bands in the glimmer of his digits— counts the stars

you are furious storm without witness relentless claw that rips cliff into sand you are cushion for calving iceberg for river of lava cushion for meteor tumbled from space you are mist drawn over land dancer partnered with moon tides lift your suspended heart spill from your salty eyes consummate life in your womb you become your own beacon omnipotent o mysterious sh infinite n you are ocean, and ocean, and ocean

and excuses herself to a place far from death.

Tiger danger in its slitted eyes, tiger-striped decision insinuates rippled hide into my dark, jungled dreams once asleep, I dare not wake for fear I’ll lose track of where it lurks in shadowed undergrowth once awake, I dare not sleep for fear I’ll find spiked claws flaying my back as I tumble into dream wrong way round so I snarl, and pace, and scowl while this decision stalks through my heart

Scott Miller

Mary Natwick

A graduate of MIT, Miller received his MFA in poetry from Antioch University Los Angeles in 2008. He is a poetry editor for The Splinter Generation, an online journal dedicated to encouraging the voices of younger writers. He works as a software developer while pursuing a writing career to achieve the elusive left-brain/right-brain balance.

She received a BA in computer science from the University of Tennessee and her MA in creative writing from Goddard College. Her work has appeared in Phoenix, Salamander, Tanasi, Whole Person, Rivertalk, etc, and she has two books of poetry (Spoken Incense Press). Natwick was a Heekin Foundation finalist and won a National Council for Teachers of English Achievement Award in writing.

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Rachel Landrum Crumble

Frank Terry

Hold the Moon

A Marriage With a Different Kind of Sex

I. Wading through the cold current of your silence, I am waist deep, going deeper as I move towards you. Your skin of night is soft and hot almost against me, but an ice floe breaks loose, pushes me away. For a moment, I forget to breathe: the cold air, dangerous, jagged in my chest.

There is a picture On my wall, I loved my guitar More than Any girl I’ve kissed.

What a pair we are: you fear intimacy; I fear abandonment.

But no girl makes me cry Like it does,

Love, think of the continents our blood has traveled to bring us here.

Maybe the Cubs do, But that’s a whole ‘nother story.

II. You are a house without doors; I am a house without walls. It is raining. Open the window and let me in.

I went on a date last March. We had a good time, Just right there In my apartment.

III. Does my unrequited love for words render you silent, or does your silence render my love for words unrequited? All I know is when the words come, in my torrent of loneliness you are left looking silly, helpless as any man desperately clutching an umbrella under a volcano.

I played her a song I wrote About a girl from the year before. She touched my leg And said she loved the song. It’s still in my head That she left without Coming back.

IV. Six years ago, I lifted our daughter high under a December night’s sky, until her small heart filled up with words of longing: “Oh hold you moon.” Wordless lexicons opened up inside me. And I felt held in that moment. (Is this your language, and will you teach me?) Never mind, love, don’t speak; Just hold me like that.

And then today, My face pressed against My desk,

Rachel Landrum Crumble

Frank Terry

She received an MFA from Vermont College and has published in Southern Poetry Review, Louisville Review. Her poetry manuscript Sister Sorrow was a finalist for the 2004 Ohio Review/The Journal poetry prize. She has been awarded scholarships to Bread Loaf, Vermont Studio Center, and later, Vermont College’s Postgraduate workshops. Crumble received Honorable Mention in Writer’s Relief Peter K. Hixson Award for Poetry in 2013.

He was born in Galesburg, IL in 1988. He graduated from the University of Iowa with a bachelors degree in English literature in 2013. He currently has a poem scheduled to appear in Rhino Poetry’s 2014 Issue and has had poems appear in Inwood Indiana and Rubber Lemon.

Crying for four minutes Because I can’t sing Very well in my Natural low voice.


Monica Wendel

Sally Dunn

One Onethousand

A Moment Of Eternity

Slick of chlorine on skin. Ice cream coats spoon. One boy’s sunburned shoulders point towards the sun. It shrinks to a small disk behind a washed-out sheet. And the hotel looms over the grassy sand that surrounds past the short wall. And elevators call out in mechanical voices: going up! going down! On the other side of the window, Christina said avocadoes are shaped like wombs. Good for fertility. Walnuts and fish brains for the mind. The curtains moved like rollercoasters. This morning, lightening appeared as a camera flash in my dream. We compared notes on thunder.

One cat curled upside-down on the bed; one cat curled, tight, on the floor near the closed curtains; the dog stretched, full-length, against the bureau; my husband, in bed, curled his back facing.

The Lightning Continued To make this state God took a great carpet of sod and unrolled it at an angle over the ocean and then didn’t bother leaving. So now His name appears on signs with metal legs, stuck into grass, and on highway billboards next to pictures of tiny translucent fetus hands. Not to say there isn’t joy. This morning the thunder smelled like wet rope, I said, Dear God, if You love me, let me live. And He did.

Me, awake, reading. The wind howling 73 and roaring outside.

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And a comet flying over.

Monica Wendel

Sally Dunn

She is the author of No Apocalypse (forthcoming, Georgetown Review Press). She holds an MFA in creative writing from NYU and a BA in philosophy from the State University of New York at Geneseo. Her poems have appeared most recently in the Bellevue Literary Review and Nimrod.

She holds a BS in natural resources from Cornell University and an MS in environmental communications from SUNY ESF. She lives in upstate New York. Her poetry has appeared in Yale University’s The Perch.


Leslie Aguilar

Lengua de Lenguas

Creation Myth

I come from a long line of mujeres with hips like washing machines stuck on spin cycle. They gyrate

In this version, skin is a mask for Satan & corn tortillas are hostias of fire

in a circle around caballeros without horses or llanuras to call home. I am afraid of my heritage hips, the way they expand like plains, debajo de mi cintura como mesetas. But they are easier to carry around than the propeller letter R at the end of my last name. It slices through knots in my tongue. Hasta la sangre no es mi sangre. The taste is rust on door hinges to rooms I cannot lie down in, RIO GRANDE REVIEW

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like licking a battery & tasting burnt garlic or onion. My tongue— a foreign flag I am afraid to wave over the Llano—stains hems on faded blue jeans but washes out with spit & laundry soap. The detergent label tacked to the front of the blue bottle shows a plush bear that reminds me of Bimbo, & the way I hoard sweet cakes of my childhood on my plateau hips. Dígame que tú recuerdas, begs my Abuelo, in his mustached voice. I come from

stacked on a rusted iron griddle. Here, my mother is Eve. Standing half-naked beside the ceramic sink in our kitchen, she washes clay bowls with both hands. She whispers, a man can carry an apple between his legs. One day I’ll understand, I think, but I don’t I want to understand. In this version, I’m what-comes-next. My lover says, babies are failed periods. When I tell my mother she refuses to laugh. It’s a cultural thing. This “white thing” that dulls the color of his freckled skin. She always warns, you shouldn’t laugh, when lighting prayer candles with portraits of la Virgen de Guadalupe etched in the glass. It’s generational like knowing the difference between Papa & Papá. I tell her I know, as I lean over her trembling hands to take the earthen bowl from her wet palms.

prairies & sun cracked skin that burns against cool cotton sheets on a bed, but I am sweat on the Jarrito de Toronja I clutch in my fist like a passport porque mi lengua no es mi lengua. Leslie Marie Aguilar She was born and raised in Abilene, Texas and is currently an MFA candidate at Indiana University. She served as the Poetry Editor of the Harbinger Journal of Literature and Art and was a finalist for the Stephan Ross Huffman Memorial Poetry Award. Her poems have appeared in B-Gina Review, Emerge Literary Journal, and San Pedro River Review.


Eugenie Juliet Theall

Mama Tells You She Slept Well Mama didn’t want surgery, more tubes, EKG tabs, a catheter, a bedpan— didn’t want to wake in CCU not knowing where she was. Why did you call 911, Jr.? Is that what you thought she wanted when she grabbed your hand, told you to save her? When her heartbeat slowed and her breath grew shallow, Dad and I were able to breathe. Her mother came for her, the grandmother we never knew. Mama saw her standing in the doorway, called out, told her she couldn’t stand the pain, but the door closed; the new pacemaker kicked in. RIO GRANDE REVIEW

Can you imagine how far an angel must cross to get to the foot of the bed of someone they once loved? Grandma waited forty-six years to hear her only child say her name, again. Where are you now, Jr.? Dad couldn’t pull Mama off the toilet; I had to leave work early. She won’t let us hire a nurse, won’t go into a home. We needed you to lift her out of the tub. Her bloated legs couldn’t bend at the knee. Here’s a pair of gloves—it’s your turn. Hose her down while she shouts hurry.

Eugenie Juliet Theal Born and raised in White Plains, New York, Theall completed an MFA in poetry from Sarah Lawrence College. She teaches creative writing in Rye Neck Middle School in Mamaroneck, New York. Her work has been published in numerous collegiate and literary magazines. Theall also won first place in the Elizabeth McCormack/Inkwell contest.

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fiction

“The novel is a long written narrative that sustains the reader’s interest by deliberate means, explores at least one aspect of the human experience without reinforcing it or passing judgment on it, and leaves a lasting impression behind.” José

Malena Villar

Ghosts in the Tree 2011

de

Piérola


Devin Murphy

The ’65 Shelby Mustang

O

ver the years Kirk and his father lived in a series of trailers. In each the doorknobs, sink basins, and walls of the main corridor were caked with motor oil. Counters coated in dust. Dirt smeared across the carpeting. When the trailer felt unlivable, they brought in a new one, set it up behind the last, and moved from one to the next, until there was a stack of four. Each full of years of blue light from the drone of reruns. Each reached deeper into the property, closer to their barn. In the first, Kirk’s father had tried dethawing a frozen chicken by putting it in a pot of water on the burner, but forgot about it and the water boiled off and the pan melted. The scent of the burnt Teflon, chicken, and smoke seeped into the grout, and for years, when the trailer would settle, or the walls would pop, little gusts of that foul stench breathed out. When Kirk was in high school he moved back into a trailer closer to the road for more independence. In the early mornings, his father would launch fireworks at his son’s trailer to wake him. The schizophrenic tail of whistlers burned orange over the property and pinged hot and angry off the windows or corrugated roof. Often Kirt would return fire in an unsupervised show of affection and freedom between them. Kirt’s father taught him how to fix cars as a child and had given him the time and tools to pull apart whole engines in the garage. When he took to it, his father began paying him to help with the repair work. When Kirk was fifteen his father brought home a flood damaged ’65 Shelby Mustang salvaged from a dump in Duluth. “You fix this up, get it running, and it’s yours,” he said. Before that season changed, the car’s engine block had been pulled apart, put back together with spare parts scavenged from the local junkyard, and purred when it turned over. He solidified the unity body and chassis with an arc welder, buffed and detailed the hood and panels, and fitted it with new windows. His father let him drive it along the county roads in the evenings when they were together. So he started working on the body, buffing out the dents, replacing and painting the panels, and then laying the fire streaked decals along the side until the car was perfect. They drove into Lake Geneva on a Saturday night and cruised through traffic along the ice-cream shops and tourist clothing boutiques. It was along the waterfront with the two of them eating an ice cream and leaning on

the hood that a lean man his father’s age, with clean hands, and dressed in a toothpaste colored polo shirt with pleated khaki shorts held up by a braided leather belt approached them. He wore boat shoes. No socks. What’s the make of this one?” the man asked. “Ask him. He built it,” Kirt’s father said, and patted his son on the shoulder. “’65 Shelby.” “You built this?” “He sure did,” Kirt’s father said. “From the ground up.” “It’s a beauty.” The man walked around the two men leaning on the hood and looked down the side. “How’s it run?” “Like an angry tiger,” Kirt’s father said. “I’ve got a son about to hit driving age?” the man said. “This for sale?” “We’ll be willing to listen to offers,” Kirt’s father said too fast for his words to feel like anything other than an immediate betrayal. The man from the waterfront lived in Chicago and had a second home inside of Geneva National, the 54hole golf course on Route 50 and county road CF, not far from where Kirk lived. Kirk had known of the golf club his whole life, but had never been on it or seen more of it than what was visible from the road. But the man who lived there showed up to his barn the next morning with his checkbook, and drove off with the Shelby. Kirk’s father handed him the check for $8,400. “You use this to buy another car, fix it up the same way, and you still turn a hell of profit.” Kirt had never seen that much money before. He studied the check. Read the man’s name across the top. Thomas J. Kelly. But the paper with the number on it didn’t yet equate in his heart to the missing car, the hours he’d spend fixing it, bringing it back and then beyond its initial marvel. He hated the man who swept in and took it away so easily, and even hated his father for letting that happen. It was that night, Kirk looked up a Thomas J. Kelly in the local phonebook. He found the address on the Avenue of Champions in the golf course. The next night, after it got dark, he snuck out of the trailer and biked to the golf course with his potato launching gun slung by a canvas strap around his back. The budding tassels of the corn stalks swayed in the breeze. Fireflies burned a quick glowing green over the soy fields. He biked past horse pastures and up the country road to the back entrance of

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Geneva National where they didn’t keep a guard at the gate made here was made to leave. But not him—he wouldn’t after ten. When the headlights of a car began coming up be leaving this place. the road behind him he biked off the side and lay down in Well past one in the morning, he slipped into the pine trees. When the car passed he biked on, into the his bed, and lay there imagining the moment that stone maze of roads and subdivisions until he found The Avenue peaked and started gaining speed for its descent. of Champions and worked his way along the numbered In the morning, he woke up later than normal, mailboxes to 1467, the Kelly address, a standalone home ate a bowl of cereal, and then walked outside to meet his with a three car garage and the Shelby parked in the father in the garage. The Shelby was in the driveway. The driveway. windshield a spider web of cracked glass. Leaving his bike in a crop of bushes he “Know anything about that?” his father snuck through the woods lining a fairway asked, walking up behind him as he stared at with his potato launching gun. His the windshield. range was about hundred feet which Kirk didn’t say anything. he could hit from the woods. “Mr. Kelly said he found it His range was about Though he wanted to destroy the like that when he woke up this hundred feet which he could car, to pull it apart panel by panel morning.” He put his giant hand on and leave the rivets scattered Kirk’s shoulder. The scent of diesel hit from the woods. Though he on the driveway. He dug in the and sweat filled the air around wanted to destroy the car, to pull it fuel woods for a rock the size of a him. “He’d like us to fix if for him. apart panel by panel and leave the Pay handsomely too.” baseball. When he found one, he lined up the PVC pipe nozzle His father cupped the back of rivets scattered on the driveway. and aimed high into the air so the Kirk’s neck. “Looks like you just taught rock would arch upward and smash yourself all about repeat business.” Then directly on top of the car. The detailed he walked to the garage. paint job gave him a moment of hesitation, Kirt watched his father rifling a shelf of but it was no longer his, it had been sold to tools and saw that they could build another car. some stranger who had more than he would ever have. The That this time he could put it on the lawn to sell when he ensuing flash of anger led him to pull the trigger. The rock was done. He could direct its fate and thereby align his launched high into the darkness where he saw the gray desires to that fate. The car didn’t matter. It was the building shape of it disappear and then there was only the sound of of it that mattered. He would get better at rebuilding the the cicada’s insane racket, finally broken by a large smashing cars and would charge even more the next time. Each new sound of the rock cracking and shattering the windshield. car he restored would inch closer and closer to a piece of He ran back to his bike. There were no cars on the art. Something he’d spend reverent hours meticulously country road as he returned home. A yellow Caterpillar fixing, painting, and trimming into a masterpiece. The cars tractor pulling a high-pressure bailer was idle between the would be his art form. He would work on each as if it were windrow of straw and stubble field. Neat rows of hay bales some holy tenant of change—a display of skill, power and stretched over the incline and down the trough of farmland beauty that he alone could possess regardless of who drove like dark packages. Kirk figured if anything was going to be off in a flash of chrome and exhaust, disappearing over the leaving this place it would be that hay. What was grown or roll of hay, corn, and soy fields into more sparkling lives.

Devin Murphy PhD from the University of Nebraska—Lincoln, Devin Murphy is an Assistant Professor of Creative Writing at Bradley University. His work appears or is forthcoming in over forty literary journals and anthologies. Murphy has also been a winner of The Atlantic Monthly’s 2009 and 2010 Student Writing Contests. He hold an MFA from Colorado State University, in Creative Writing.


Lou Galia

F

rom outside the corner store on St. Marks Place, with a newspaper tucked under my armpit, I looked across Third Avenue as if expecting it. The taxi’s brakes screeched and the man who had trotted oblivious in front of it slammed heavily sideways against the hood and rose end-over-end above the car, landing on his back behind the screaming taxi. People walked and cars kept moving on my side, but across the street those who’d been walking along stopped still on the sidewalk and traffic came to a halt from behind. I drifted to the front of the bagel place next to two women, one of whom exclaimed something and moved past the curb to get a closer look. Soon the crowd across the street was thick and a siren wailed, so I backed my way into the bagel place. The workers behind the counter had stopped everything to watch too. The tall man, with whom I’d had a shouting match the day before about my insistence that his bagels were really rolls, asked me if I’d seen it, and I nodded and stood against the counter. An ambulance fought its way around Cooper Square. “You want a coffee?” the tall guy said. I turned around. “Yeah.” “And do you want a bagel?” He pointed to the rolls. “Or a bagel.” He pointed to the rolls again. “Okay, I’ll take a bagel then,” I nodded and looked across the street again. “I guess it’s not that important, what they’re called, huh?” But when I glanced over he was making the coffee, his back turned. The outside tables were still wet from September Saturday morning dew,

False Hope

but I brushed water off a chair with my sleeve and sat anyway. The ambulance had gotten through, but the crowd blocked my view, so I ate my roll and opened the newspaper from the sports section side, looking up after each article or swallow to see whether the ambulance was still there. Later the crowd thinned, and I could see the feet of the man on the ground and the EMS workers who knelt over him, busy. He seemed younger than me, maybe late teens or early twenties. I recalled how he’d bounded across the street, against the light, hoisting his knees high with each step like a kid. Some kind of jerk, I thought, folding the newspaper. But a jerk with a mother somewhere, and what if he was beyond help and the workers were only making some last ditch try. I took up my coffee, remembering him flipping into the air, seeming to hang suspended—the end imminent, maybe, the pause at the top of his rise for emphasis—before landing. The silence then and the thud onto his back; the unheard gasps of those on the street and people rushing over; and only his half of the street realizing and my half moving along as if not a thing had happened. Methodically I threw my newspaper and wrapper and coffee cup into the trash and slowly passed the counter where the tall man arranged croissants (or maybe they were donuts). “Thanks for the roll,” I said. “Bagel,” he said tiredly. I stood out front, staring at the Walk/Don’t Walk sign, the red Don’t Walk sign flashing its warning now. He’d run into the street against the racing cars…like a toddler. I waited at the corner, determined to stand there until they moved him into the ambulance, and then I’d know—maybe by how fast the ambulance left with him in it, or whether

police hurried to the scene or casually shooed onlookers away. The Tylers’ toddler, from my Long Island childhood, had run happily out onto Fifth Avenue traffic the same way this fellow had. From our lawn I’d watched him run toward the street—my mother and Kay talking on Kay’s porch— running toward Fifth Avenue where cars habitually sped at fifty in the thirty mph zone. It was summer, between fifth and six grades, and I played each day with Brian and Todd Tyler—Brian a year younger and Todd two years younger than me— and Christine, my age, who’d thrown up on me as I sat at my desk in third grade while she waited in line to see Mrs. Lind about classwork. Then there was the three year old boy whose name or face I couldn’t think of as I stood leaning against the Walk/Don’t Walk sign on my side. More sirens, and a police car stopped in the middle of Astor Place and two officers got out to redirect traffic. Neither went over to the injured man. “Looks like he’s going to be all right,” I said to the tall guy who’d come out to wipe tables just behind me. “He’s dead. What’re you talking about?” “He’s not dead. The police are clearing the way for the ambulance.” “He’s dead or they would have had him out of there already.” “They’re working on him. Look.” He waved me away as though I were some lost cause. “He’s dead, he’s gone. What are you, a moron?” he added. “Get lost.” “You get lost.” He turned away, but over his shoulder he scoffed, “Up yours, he’s dead.” “Up yours. He’s alive.” He disappeared behind the garbage can and back into the store. The white “Walk” sign stared

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steadily at me from across the street, but I didn’t move from the corner, peering between bodies for movement from the man’s legs. Jay Sanders lived next door to the Tylers. He sometimes kicked at our fence and taunted our Boxer, Pudgy, until my older sister went after him. When Brian and Todd and I were flying a kite high and motionless far above the trees, Jay came over to suggest that instead of holding onto the kite we save energy by putting a rock on top of the string—which we did, hesitantly, only to the see the string immediately slip from underneath the rock and the kite sail far over the houses and gone, past Fifth Avenue, all the way to Pulaski Road, we figured. Jay called me over to his driveway that same summer (he was already a teenager) while he washed his parents’ car, and he asked me to hold the hose for a second. When I took it he reached down for a bucket and dumped water over my head, drenching me. Weeks later, he called me over again. “Come here, kid, I need your help.” I shook my head. “I’m not going to do anything to you. Relax, kid.” I moved hesitantly toward him and his smiling face, but as soon as I reached him he grabbed another filled bucket from behind and drenched me again. He called me over to him one more time near the end of the summer. “Hey, kid,” he said. “Hey, I’m really sorry about that bucket stuff. I was just kidding. I want to say sorry.” He reached out his hand. “I feel real bad, man.” I stood motionless on the Tylers’ lawn, Brian and Todd behind me. “Come on, kid. Shake hands.” “No.” “Do I have a bucket? Do you see any bucket here? Come on, I’m really sorry. Give me a break here.” I went over then, carefully, looking around for a bucket. He shook my hand, his face serious. “I’m really sorry kid.

Really sorry.” And then he couldn’t help but smirk before reaching back for the hose behind his legs and blasting me from head to foot while I stood there, taking it. My older sister hopped our fence and ran through the Tylers’ yard after Jay, who rushed into his house laughing, but it was too late: I was soaked through; and as I turned to the grim faces of Brian and Todd, who’d moved beyond hose-range, I knew I’d hate Jay forever. The EMS workers had taken a stretcher out of the back of the ambulance. “You think he’s going to be all right?” I asked a man in a long coat who appeared next to me. “I don’t know,” he answered quietly. The EMS workers looked like they were ready to move him, and I leaned against the pole of the Walk/Don’t Walk sign. Jay was rotten, and so I decided to hate him just as much as I hated snotty Mrs. Bennatti, my fifth grade substitute teacher who’d replaced the wonderful but suddenly pregnant Mrs. Moskowitz halfway through the year. Mrs. Bennatti yelled red-faced at me, rushed me impatiently through math problems, and called on me out of the blue, only days after a sobbing Mrs. Moskowitz had hugged me and the other kids goodbye. But as summer was ending and sixth grade was about to begin, Jay moved ahead of Bennatti on my hate list, and it became my habit to immediately hurry the other way when he called me over, prepared to yell for Pudgy to sic ‘em if he ever chased me as far as our yard. Then, a day or two before school started, the Tylers’ toddler ran out into the middle of Fifth Avenue, oblivious, as if splashing through the water’s edge at a beach. Kay and my mother, from next door, cried out while I stood frozen on our lawn. The speeding car screeched—its hood lower to the ground as it desperately tried slamming to a stop—but Jay raced

across the road from nowhere, scooped up the toddler, and streaked to the other side just as the car roared and screamed past the spot where they’d been an instant before. I remembered nothing else except my mouth wide open when Jay returned the boy to his mom and Kay squeezing her son to herself tightly and running with him in circles around the lawn. I don’t remember where Jay went, and I didn’t see him until much later, in high school, when I found myself standing next to him at a bus stop in town. I knew who he was but stood with my back to him, silent, until he gave out a long whistle. I glanced behind. He was looking at the sky and smiling. “Hawk,” he said. “Pretty cool.” I nodded and started to look away. “Pretty neat looking hawk, man,” he insisted. And I watched him smile up at the hawk, until I couldn’t help but watch it too. The workers carefully placed the man into the ambulance—carefully meant all right, maybe, not dead, not gone, with a chance, maybe—and the ambulance backed up and then made its way uptown through the police-blocked Astor Place and up Third Avenue, picking up speed, but with no siren blaring. Maybe the speed was a good sign, I hoped, watching after it before looking back to the tall man who was dealing (rudely, I imagined) with another customer—insisting that rolls were bagels, maybe, or that a living man with a chance was dead already. I turned away and walked up Third Avenue toward nowhere in particular, not caring how well a person could serve coffee, or smile at a hawk, or hand a “you’re promoted” report card to a fifth grader: mean was just mean, I decided; but then I slowed down (pedestrians behind me passing me on both sides) as I recalled how fast, how ready Jay had been to bound across Fifth Avenue to scoop up the Tylers’ toddler. I wondered, after all these years—my hand to my forehead—

Lou Galia His short story collection, Poor Advice, is forthcoming from Aqueous Books (2014). His work appears in The Cortland Review, JMWW, Waccamaw Journal, Breakwater Review, Rose & Thorn Journal, and others. He teaches in e New York.


Zita Arocha

Excerpt from

Tres bellezas

a historical novel about the rambunctious Cuban, Spanish and Italian immigrants who created Ybor City, Florida, the cigar capital of the world.

F

lor pinches a thimble size of picadura with her thumb, index and middle fingers from a tidy pile and drops it absentmindedly into the center of the moist Vuelta Abajo leaf stretched out on the scratched tabletop. Her slender arms tremble from the tension of sitting too long in a bent posture. She rocks her bowed head from side to side to loosen the muscles in her aching neck and thinks of Pura, her mother, doubled over a sagging ironing board propped against a corner of their sparse living room in their stifling rooming house. She can see her mother leaning over the rickety board, her forehead wet with thick lines of perspiration. Before starting the day’s ironing, Pura has a habit of removing her 24-karet gold wedding band and dropping it into a white china candy dish. She then sprinkles drops of water with her right hand onto a starch-stiffened man’s shirt and presses the pulsing coal iron over the stubborn seams as if she were stomping on a bunch of unruly orishas. Before leaving the house that morning, Flor had glanced at the pile of wrinkled trousers, guayaberas and tobacco-stained handkerchiefs waiting jumbled in the corner, a daunti ng mountaintop waiting to be climbed by her long-suffering mother. It is decent work, Flor thinks, although she knows Pura believes taking in ironing is trabajo de mulattas and beneath her but a necessary concession to the family’s reduced economic circumstances. Behind her back, the cigar workers refer to the amplebreasted cinquentona who still dresses in black although her husband had been dead and buried for 15 years as la viuda de la ocho avenida, the widow of 8th Avenue. But even Pura admits that the bachelor cigar rollers pay good money and on time to have their clothes laundered, starched and ironed. The going rate is three cent a shirt, two pants for five, a dozen handkerchiefs for 10. Flor knows her mother likes to iron the handkerchiefs best. The squares are straightforward and quick, unlike the rigid trouser seams or fussy ruffles and bows on women’s skirts. Pura starts to iron when Flor and Carlitos leave for their cigar factory jobs in the morning and continues until early evening. She tries her best to ignore the bulging veins in her calves and swollen ankles. She takes short breaks only to attend to her necesidades in the hall bathroom or nibble on a slice of leftover pan cubano dipped into a chipped cup of café con leche. “An old woman can get by with one meal a day,” Pura says when Flor scolds her for not eating enough. By 7 o’clock when Flor and her brother Carlitos walk into the darkening living-dining room, Pura has laid out the night’s

repast on a round all-purpose table with uneven legs. She dresses the table with a well-laundered but still-blue checkered cloth, a solitary silver candle holder from Cuba and three round white soup bowls for the sopa de garbanzo with bits of chorizo she has managed to coax that week from Mauricio the Italian grocer who understands a widow’s sorrow. Flor thinks the middle-aged bachelor has a soft spot for her mother. Ay mami, Flor sighs, returning to the gleaming tobacco leaf on the table waiting to be rolled. I wish I could take up your burden. The factory clock chimes the quarter hour and Flor glances up at the tidy triangle-shaped pile of finished cigars on her tabletop: fifty since 8 that morning; another 75, she hopes, by the lunch chime; two hundred, quizás 250 cigars—bellezas she calls them—by the end of the day. She counts the day’s wages in her head. Her goal for the week: one thousand puros, one quarter the month’s rent. She glances at the massive clock hanging on the brick wall near the open windows, its whisperthin arm approaching the Roman numeral X. Soon Don Diego Rivero will stride in with the day’s papers curled under his arm, hiding a hefty new tome, and whistle his way down the noisy factory floor toward the reader’s pedestal in front. Rivero will read the days news—a strike at the Vilazon factory in West Tampa, more Cuban freedom fighters arrested in Cienfuegos, several explosions on the Spanish railways—until the 1 o’clock chime. After lunch, he will read again from a book. The stories, especially those filled with political intrigue, murders and steamy love affairs, are a welcome tonic to the blurry-eyed workers, who take frequent buchitos de café to keep drowsiness or boredom at bay after their heavy midday meal. What new book will he bring today? A history of Europe or Latin America? Another dry political commentary about the struggle of the masses like Das Capital? This book struck Flor as didactic and moralistic and she didn’t much care for it. She much preferred the English novel grandes esperanzas, Great Expectations. She was mesmerized by the story of Pip, the scrappy orphan who encounters a convict and it changes his life, which Don Diego read in a sonorous, melodious voice. The reader even changed his inflection and pitch for the characters of Ms. Havisham and Estella. Her favorite thus far was Les Miserables, the story of the Frenchman Jean Valjean imprisoned for stealing a loaf of bread and pursued relentlessly by police chief Javert. She had to run to the bathroom several times that afternoon to hide her tears after the part about the death of Fantine, the young prostitute who Valjean befriends too late to save her life. She cried again

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Malena Villar 3 Sisters 2011

after supper when she recounted the scene to her mother, who dabbed at the corners of her puffy eyes with a lavender-scented handkerchief and cried out “pobrecita.” “Coño, basta de lágrimas,” Carlitos cursed, enough of tears. “Fantine was an idiot. Instead of allowing herself to become a victim of an oppressive and corrupt system she should have chosen to fight for her rights and the rights of all poor people.” “There’s no need to shout,” a startled Pura admonished. Flor was about to blurt out a defense of Fantine but decided to let her hothead brother have the last word. She quietly hoped the lector’s next book was a novel with a romantic heroine. Her mother would like that very much. At 10 on the dot Don Diego Rivero strides to the upraised lectern and eases his dapper body into a stiff wood chair at the top. It is a throne fit for any self-respecting man, especially a college-educated Cuban like Rivero who publishes his own proindependence newspaper called Revolución. Before he climbs up to the lectern, he tosses his half-smoked puro on the floor and crushes it with the tip of his brown boot. The factory floor

is an undulating sea of color and activity with dozens of rows of young-and-middle-aged men in guayaberas and undershirts and young women with short-cropped dark hair in plain cotton dresses. The workers grow silent as Don Diego nods toward a young boy, about nine or 10, couching in a corner. The boy scrambles toward the lectern. As he approaches he fumbles nearly spilling a frosty glass of water on Don Diego’s freshly polished shoes. The boy places the glass with shaking hand on the lectern and Don Diego nods to the expectant room. He clears his throat three times. Today, he declares with the solemnly of a priest, he will read from a new Russian novel about the Russian aristocracy. It is called Ana Karenina, after the heroine.

Zita Arocha She is a bilingual journalist and senior lecturer in the UTEP Department of Communication since 2004. She is director of borderzine.com, is a bilingual journalist, writer and educator. Born in Cuba and raised in Tampa, Florida, she has completed a memoir, “Guajira: A search for place in America.” She teaches multimedia journalism at the University of Texas at El Paso and directs the bilingual website borderzine. com. She is currently working on a historical novel about 19th century Cuban, Spanish an Italian immigrant cigar workers in Ybor City.


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Tom Lea. The Brave Bulls. 1949.

Harry Ransom Center. The University of Texas at Austin. Tom Lea Art Collection. Courtesy The Tom Lea Institute.


Mimi Reisel Gladstein

American Aficionados: Ernest Hemingway and Tom Lea

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n the Pamplona chapter of The Sun Also Rises, Jake, the protagonist, has a conversation with Montoya, owner of the hotel he and his group are staying in during the feria. Montoya does not believe that Jake’s friends have real “aficion.” The narrator explains: “Aficion means passion. An aficionado is one who is passionate about the bull-fights.” He then goes on to explain that the bullfighters with real aficion stayed at Montoya’s whereas the commercial bull-fighters stayed one year and then did not return. Jake tells of times when Montoya introduced him to the Spanish aficionados who stay in the hotel, “it amused them very much that I should be an American. Somehow it was taken for granted that an American could not have aficion. He might simulate it or confuse it with excitement, but he could not really have it.” Hemingway’s passion continued throughout his life, beginning when he saw his first major bullfight in 1923. Throughout his career, he demonstrated this deep interest in works, both fiction and non-fiction. Bull-fighting features prominently in Hemingway’s first successful novel as well as in an assignment in one of the last active years of his life when he was working on a non-fiction chronicle of the mano a mano between Antonio Ordonez and Luis Miguel Dominguin for Life magazine, posthumously published as The Dangerous Summer. Besides the full-length works, a number of short stories prominently feature the bull-fight, bull-fighters or would-be bull-fighters. One of the most poignant is “the Capital of the World” where a young boy dies in an accident while playing at bull-fighting. Clearly, although Hemingway was the most famous of American bullfight enthusiasts, he was not alone in his aficion. Tom Lea was to join Hemingway in this small and exclusive fraternity. These two men, born less than a decade apart, Ernest Hemingway in 1899 and Tom Lea in 1907, achieved this unusual and prestigious category for Americans. However, although they were both members of that elite and small group, there is no evidence that they knew each other. Of course Lea, like any writer of his

period, would have been aware of and read Hemingway. The index of Heywood Antone’s biography of Lea includes four references to Hemingway; none of Hemingway’s major biographers reference Lea. Hemingway had achieved international fame, a reputation which his “bullfight” novel helped to establish. The Sun Also Rises, published in 1926, not only put Hemingway on the map as a novelist, but it also created for Pamplona a status as a worldwide tourist destination, attracting would-be aficionados and others, anxious to prove their courage in the traditional running of the bulls. Almost a century later, travel sites are already advertising “Running with the Bulls” tours for 2013 and 2014. Just as Hemingway’s first publically acclaimed novel prominently featured bullfighting, so Tom Lea’s The Brave Bulls also heralded his debut as a popular novelist. However, it was not published till 1949, more than three decades after The Sun Also Rises. For Lea, the publication was a venture into a new artistic arena, fiction, after he had established himself as a visual artist. Besides the fact that both men had written novels about bullfighting, there are a number of other provocative parallels, given the fact that they never met. For both men, the bulls were not a one-time inspiration or passing passion. As I explained earlier, Hemingway used the bullfight as a controlling metaphor and continuing passion till the end of his life. Tom Lea’s interest in bullfighting began when he was a boy. Growing up in El Paso, he was in close proximity to the sport or as Hemingway called it “tragedy.” Lea had seen his first corrida at the age of eight. Many young El Pasoans of the time responded to the lure of the bullring. At one time, the sister city of Juarez, Mexico, had two bullrings and traffic back and forth across a mostly shallow river made it feel like one large metropolis. Before 9/11 businessmen from downtown El Paso routinely had lunch in Juarez and Juarensians still do much of their shopping in El Paso. In Lea’s era bullfighters had their equivalent of “groupies.” Certain Juarez bars were frequented by the bullfighters, their fans, and the “groupies.” The ethos was so strong that it even drew female adherents, some serious,


like Pat McCormick, others feigning interest so that the handsome young matadors would teach them the passes. Interest was compelling enough that at about the same time as he was writing his novel, Lea also produced Bullfight Manual for Spectators. (see Fig. 1) Published in 1949, it was republished in 1952, 1954, and 1957, evidence of its popularity. In addition, a few years earlier, in 1947, Lea had written a series of articles on bullfighting for The El Paso Herald Post. The bullfight was Lea’s subject for works of both non-fiction and fiction. In addition to writing, Lea expressed his interest by painting a portrait of the great Manolete (Manuel Rodriguez). The visual/verbal art connection was another point of contact between these two aficionados, although only Lea was adept in both media. Hemingway, who met the great pioneers of modern painting at Gertrude Stein’s atelier in Paris, is often quoted as saying that he was attempting to do with words what Cezanne did with paint and canvas. Ross K. Tangedal argues Heingway’s skillful fusion of text and image, calling Hemingway “the visual artist—the complex imagistic stylist.” He underlines as Messent and Brand had, the significance of Hemingway’s choice of photographs for Death in the Afternoon. Like Hemingway, Lea went to Paris as a young man and was inspired by the art he saw there, however, it was Delacroix, the great Romantic whose exhibit at the Louvre had a great impact on him. Unlike Hemingway whose introduction from Sherwood Anderson gave him entrée to the vibrant world of Stein, Picasso, Matisse, Ezra Pound and Sylvia Beach, Lea and his wife Nancy (in his words) “saw the Rotonde and the Select and sat there very uncomfortably not knowing a soul” (35). Eventually, Tom Lea became that most unusual of combinations, a writer who drew his own illustrations. Both men had a passion for research, for getting the information right, down to the minute details. Carl Hertzog tells about waiting for two hours in the cold wind while Lea spoke in “low Spanish to the truck driver who delivered the bulls to the Plaza de Toros. According to Herzog: “This peon had ideas which might be deeper than those of the hacendador who was supposed to know all about the bull. Tom’s eyes sparkled with enthusiasm as he interviews this unexpected aficionado. Here was a new angle—more know-how—the inside dope. No bits of knowledge are too small. No compromise with half facts. He had to know everything, regardless of the hours and energy it took,” (West,10). Hemingway’s famously articulated his credo on the necessity for a depth of research, appropriately in an essay in his “bullfight” book Death in the Afternoon. Popularly known as his “iceberg theory” Hemingway explains that if a writer knew well what he is writing about, he can leave things out and the reader will sense the information between the lines. However, he states emphatically that if the writer does not know the material,

the prose will ring hollow. He concludes that the majesty of an iceberg is the 7/8th that is below the surface. Or as he repeatedly said, he tried to tell it “how it was.” In a similar vein, to quote Lea, “I tried to make it as authentic as I possibly could. . . .” To return to the bullfight connection of their first significant fiction accounts, although the bull-fighter is featured in both, it is Lea whose gaze is more detailed and encompassing. In The Sun Also Rises, Pedro Romero is a key character, some might say he is the Code hero of the story, but the protagonist is Jake Barnes. It is his “agon,” struggle, that we are focused on. The entourage from Paris does not arrive in Pamplona until Chapter XIII. Pedro Romero is not brought on the stage until chapter XV where he is pictured in a room for his ritual dressing with his sword-handler and three hangers-on. Unlike Luis Bello, a matador of accomplishment and the protagonist of The Brave Bulls, Pedro is but 19, at the beginning of his career. Luis Bello, who we are introduced to in Chapter 2, has already developed a reputation, known as “The Swordsman of Guerreras.” In fact, the plot starts with Eladio Gomez, a bullring owner and impresario, trying to figure out some way to be able to afford him for a bullfight in Cuenca, not one of the significant bullfight venues in Mexico. Lea is adept at showing the reader the complex and draining nature of those that Hemingway identifies as “hangers-on.” Luis Bello has many, and not just those who attend him for the bull-fight. And while Hemingway does not give us much insight into Pedro Romero’s family, Bello’s large and dependent family are described early in the story, as standing around “like oxen.” Luis Bello’s success has turned many in his family into a conclave of leaches. At this point in his story, Bello returns home because Old Uncle Pedro, a member of the family Luis had felt positively about because he had been like a father to him, has died. Bello takes some comfort from the fact that his fame had been able to buy the old man some years of rest before his death. In The Sun Also Rises Pedro Romero’s older brother is in the ring with him: he is the one to ask the judges’ approval to cut off and present an ear to Pedro (220). The reader learns little else, but certainly Romero is not presented as being fed off by his family. When we first meet Pedro Romero, he is looking straight, dignified, and promising, ready for the outstanding performance he will deliver. Lea, by contrast, shows us a beleaguered Bello, waking up with a hangover, feeling sore from where he had been gored but was presently healing. He is not in the best of places, mentally. He calls it being off his stride. And he blames his feeling on the fact that a recent corrida where he and his brother Pepe fought together for the first time had not gone well. Among the other weights of family responsibility on his shoulders is his need to help his brother’s career.

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A call from Raul Fuentes, his manager/agent, offers the possibility of a corrida at the Plaza Mexico—a significant venue. Ominously, the place on the card had come open because Velasquez, the matador who was originally scheduled, had been gored. To make matters worse, before he leaves his family in Guerreras, his brother Alfredo bursts in to announce that he had gotten drunk and wrecked Luis’s new car. But, Alfredo explains, it was a fortunate accident as he was not hurt. Furious, Luis Bello throws him out of the house, although he is sure that once he leaves for Mexico City, the family will take him back. The family’s cart-oxen-like demeanor after this scene infuriates Luis and he screams at them about the way they all mooch on him. “Everybody asking for money. You ask me for money in my sleep! I pay for this house. I pay for everything with my flesh. My flesh, you understand? The flesh I expose to the bulls while you get rotten with fat!” (23). Ultimately, Bello is betrayed by his friend and agent, his lover, and drained by his family. By contrast, in The Sun Also Rises the people around Pedro Romero try to protect him. They are suspicious of the group Jake Barnes is with. When Montoya sees Romero at a table with Jake, Brett, and their drunken friends, he does not even nod to Jake. When Jake leaves Brett alone with Romero: “the hard eyed people at the bull-fighter table watched me go. It was not pleasant” (187). For both Hemingway and Lea, besides the ritual, the pageantry, and the attendant excitement of the bullfight, the core of the experience is the moment of truth, that ritualized test of courage which is at the heart of the event. For Hemingway, it was only the bullfighter that lived his life “all the way up” as he faced his death regularly. This brings us to another area in which Lea and Hemingway parallel each other significantly. Bullfighting is aboutfacing death, albeit in a ritualized manner, and both Lea and Hemingway had been tested and seen a different testing of courage firsthand in the context of war. Hemingway’s war experiences spanned a number of wars in different decades. He had been blown up as an ambulance driver in World War I; he then covered the Spanish Civil War in the 1930s, and came ashore with the troops on D. Day during World War II. He faced death repeatedly. Meyers writes of unanimity in the reports about Hemingway’s behavior during the Spanish Civil War, reports that he was “courageous and generous” (305). Hemingway’s WWII exploits have been well-publicized. He was a correspondent for Collier’s, his dispatches republished in part in By Line: Ernest Hemingway. In a humorous aside, and as part of his legend, Hemingway claimed to have reached Paris ahead of the 4th army and “liberated” the bar at the Ritz Hotel; that bar was subsequently named for him. Besides the Normandy Landing and the retaking of Paris, Hemingway covered the battles of the Hurtgen forest, the Siegfried Line

and the Battle of the Bulge. Lea was also a war correspondent; originally, he had been hired by Life magazine to do portraits of the military in Texas, such as the Master Sergeant at Ft. Sam Houston. He was with the Navy in the Atlantic when Pearl Harbor was attacked. Subsequently his war travels were widespread. He went to London, Algiers, Tunisia, and Marakesh. Life then sent him to chronicle the war in the Pacific in pictures. He traveled with the Navy, Air Force and Marines, from Cairo to China, Karachi and Szechuan Province, drawing some of the iconic images of the war, including “Flying the Hump,” “Hitting the Beach,” “The Two Thousand Yard Stare,” and “The Price.” He also did portraits of some of the great war heroes and military leaders, such as Jimmy Doolittle, Clair Chenault, and Joseph Stilwell. In China he drew General Chiang Kai-Shek. Unlike Hemingway who sometimes defied the Geneva conventions for correspondents and carried weaponry, Lea exhibited his bravery by carrying only his drawing and writing tools into battle. When he went ashore with the troops at the battle of Pelelui, the carnage was devastating. The casualties were so extensive that the lst Division lost over half of its manpower. In addition the 81st Infantry had 3,300 dead and wounded. Lea’s remarkable pictures of the battle of Pelelui are housed at the U.S. Army Center of Military History. After the war, Lea returned to Texas. He had done a portrait, as mentioned before, of the great Manolete just two years before he was gored to death in Spain. He sent Life magazine a proposal, which included a 7000 word essay and fourteen paintings. Life’s response: “What’s this bullfighting—Nobody’s interested—Hemingway is way out of date.” But Lea could not let go of the idea and it grew from an article into a full-fledged novel as Lea grappled with the artistic conflict that certain things could not be painted—such as the interior of a human, as he put it “man’s heart and brain.” Changing his medium to writing fiction did not come easily for him. He came to understand the key differences between the tools of painting and the techniques of creating scenes and dialog. And, he did what few artists have done successfully; he allied the two forms of artistic expression—the verbal and the visual. He illustrated the dustcovers, chapter headings, and frontispiece for his novel. As he put it, he thought that the words “could be deepened and sharpened by pictures which issue from the same brain that put together the words.” (see Fig. 2) Returning to the Hemingway connection, after World War II, Hemingway wrote a universally panned novel Across the River and Into the Trees, whose protagonist is a grizzled war veteran, Colonel Cantwell. For one critic, The Brave Bulls is Lea’s war novel, an idea reinforced by the dust jacket blurb that reads: “It is the shadowy story of all of us facing the horns; the sand under foot at the bullring of Cuenca is the same sand of the beaches of Peleliu and Normandy.”


And while Hemingway’s post-war book did not achieve much acclaim, the Little Brown first edition of The Brave Bulls was ranked number #6 on the New York Times best seller list for May 8, 1949. At number 7 is Norman Mailer’s famous war novel, The Naked and the Dead. Each is a novel dealing with courage and facing death. A week later, Bulls is still #6 while Mailer’s book had dropped to #9. The New York Times book review, quoted on the back of the later paperback edition reads: This is bullfighting from the inside, the way it looks to the people who make it a profession, and not even Ernest Hemingway at his best has ever done a better job of getting the whole thing on paper.” Before returning to a fuller explication of just how Lea accomplishes the “better job of getting the whole thing on paper,” a few of the other parallels between Hemingway and Lea are worth exploring. Both men spoke Spanish and incorporated a technique in their writing that attempted to communicate to the monolingual reader a sense of the structure and lilt of the language. Perhaps because of their comfort in the language, each man often made a Spanishspeaking country the locus for his writing. For Hemingway, Spain was his country: “I love Spain the way I love Idaho, Wyoming and Montana” and he noted that “In Madrid I feel more at home than in New York” (Qtd. in Stanton, XV). and it was only a little behind the United States in his loyalty. His various projects for supporting the Republican side of the Spanish Civil War are well chronicled. He was to return to it in his fiction as a setting for his Spanish Civil War book For Whom the Bell Tolls. When Spain was lost to the Fascists, having supported the Republican side, Hemingway found another Spanish-speaking country in which to reside. He moved to Cuba, where his famous fishing parable (also about courage and facing death) is set. He did not return to Spain until 1953, an absence of some fifteen years. For Lea, it was Mexico to which he returned again and again—not hard when you live in El Paso. Mexico as setting features prominently in the novel Lea wrote after The Brave Bull, The Wonderful Country, and then again in the Hands of Cantu. The Wonderful Country is set in the borderlands between Texas and Mexico. Its protagonist flees from Texas to Mexico after having killed the man who murdered his father, moving between the two countries as circumstances dictate. The Hands of Cantu charts the arrival in the New World of the Spanish stallion, its efficacy as an instrument of conquest, and the futile efforts to keep horses out of the hands of the Native Americans. The title refers to Don Vito Cantu, an expert trainer and breeder. Having established these parallels of passion, there are a number of explanations for why the New York Times reviewer states that in terms of reproducing the wide world of the bullfight, Lea’s The Brave Bulls is much more detailed and in-depth than The Sun Also Rises. Lea’s explanation of

the plot to an editor at Little Brown: “I trace one bullfight, one corrida, from its birth in the brain of an impresario to its full, unexpected flowering on a sunny afternoon in December.” It begins with two men, at the moment completely unaware of each other’s existence and brings them and some remarkable bulls together, as the narrator explains: “It is in such ordinary and explainable actions that the weavers of destiny begin their unseen patterns.” Along the way, the reader is introduced to the many components of the corrida, among them the cuadrilla—Bello’s team of banderilleros, swordhandlers, drivers, and gofers. With some insightful psychological analysis Lea describes the composition and workings of the group. “Luis Bello ...was their master in the plazas: outside they depended upon him in a peculiar way. When he was in form, his cuadrilla was a team, and felt like one. When he was not, the team fell apart into single morbid pieces. Each piece was a man without confidence. Even Enrique, the new one, had come quickly. They are a superstitious group, sensitive to omens, and like his family, dependent on Bello for their livelihood” (53-4). Another area where Lea excels is in his explication of the business of bull-breeding. This is not unexpected as it was a visit to the Hacienda del Sauz in Zacatecas where he was hosted by Don Julian Llaguno that the seed for the novel was first planted. Lea writes: “I did not know it at the time but I know now: when I walked into the stone-linteled doorway ...I was walking into the writing of a book” (qtd. Antone 67). A central part of the novel consists of the visit that Eladio Gomez, the impresario for the Cuenca bullring, makes to select the bulls for the Bello corrida. Luis Bello had insisted on bulls from Las Altas, described as “the greatest bull ranch in Mexico.” Don Tiburcio Balbuena, the owner, is possibly modeled on Don Julian Llagunos. As Balbuena tours Eladio Gomez through the Hacienda, the reader is educated about how the breed stock is selected, fighting spirit and bravery being the prime indicators. Don Balbuenas brags about his purebred fighting stock that he had brought originally from Spain. A step-by-step manual on the development of the creatures who give their title to the novel is unfolded, culminating in a haggling over the price and whether or not in order to get the quality of bull he wants Gomez will also take one ugly bull whose tail had been bitten off when he was a calf. Hemingway gives us none of this aspect of the business. Our encounter with Pedro Romero in the bullring shows him in top form. The narrator does acknowledge that when the bulls are not much, the fight suffers. Hemingway explains the difference between Romero, identified by Montoya as the real thing, and other bullfighters who “fake the look of danger.” Romero works close to the bull. Jake studies how “Romero never made any contortions; always it

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was straight and pure and natural.” Lea, on the other hand, also shows us Luis Bello when he is not at the top of his game. The announcer at a fight at Plaza Mexico toward the middle of the novel describes “a very mediocre high pass. The bull does not turn for a repeat. Luis Bello is trotting after the bull. There is some whistling from the crowd. This is very dull, friends of the radio audience. Bello is angry. The Swordsman of Guerreras has not shown us anything yet this afternoon. He has not shown his usual feeling of domination” (111). The details of what follows are quite gruesome as Bello tries again and again to make the kill, hitting solid bone, attempting to sever the spinal cord at the base of the skull with a descabello that is no good. He is not successful till the ninth attempt. Then he leaves the arena with tears streaming down his face as some spectators throw cushions. In The Sun Also Rises we are never privy to Pedro Romero’s inner being. We do not know what he is thinking or feeling in the ring. The characters comment on how easy he makes it look, but what it takes from his perspective to face his possible death is not explored. Lea gives us what Bello is feeling and thinking. “All of Luis Bello, the breath he took, the blood that pumped through him, the hands and wrist that held his knowledge, the eyes he saw with, the feet that felt the sand under him, all of Luis Bello, all of him cried out the sentience of being alive as he stepped toward being alive no longer” (234). (See Fig. 3) The narrator explains how the many years he had spent in plazas “were his servants now, rushing up to guard him” But, experience is not enough and Luis Bello ends up running from the bull: “He ran away and jumped the barrera” (237). Later when he returns after his brother has been gored, the narrator describes his courage: “Nothing reveals so much of what a man has carried within himself, nothing strips him down so bare, nothing probes so sharp into this yet living heart, as the true expectation of a violent death in the moment of its approach” (246). The final corrida in Cuenca is long and detailed, first one and then the other brother is wounded, only to return to the ring. Both perform bravely in the end, to be carried out of the ring on the shoulders of the crowd. Luis does not want to be carried; he wants them to demonstrate their mastery by walking out of the ring on their own, declaring to his brother, “We’ll live forever and both get rich.” Both Lea’s and Hemingway’s bullfight novels underwent adaptation at the hands of Hollywood. The critics were generally appreciative. The New York Times” reviewer Bosley Crowther found The Brave Bulls the “best film on bull-fighting.” In its favor he cites its “authenticity,” having been filmed at various sites such as “the streets and bullring of Mexico City . . . .the night clubs and weird fiestas and plaza-de-toros of a small provincial town,” as well as the fact that much of the cast was Mexican, although

Mirolava who played the love interest had immigrated to Mexico as a young girl. The closest lead actor Mel Ferrer came to authenticity is a Cuban-born father. Made in 1951, it also attracted good reviews for what was called its capture of the raw and savage power of the bull-fight scene. Oddly enough, The Sun Also Rises which had been published some thirty years before Lea’s novel was not made into a film until 1957, with the unlikely casting of Robert Evans as Pedro Romero. Ava Gardener, who was one of Hemingway’s favorites, played the role of Lady Brett Ashley. Reviewers liked the film. Crowther thought it a good movie, beginning his review with the observation that the book’s fans would be ”bristling” in expectation of a poor adaptation. In his opinion, among its other virtues, the film remains Hemingway all the way, brought to the screen with intelligence and technical splendor. Scheuer, appreciated the “visually magnificent tour of Europe” and fidelity to Hemingway’s dialog, although he thought it too long. Ironically, Mel Ferrer who played Bello the bullfighter in The Brave Bulls played Robert Cohn, one who had no appreciation for the bullfight, in The Sun Also Rises movie. For this study, the focus has been the two novels, however, also important in the world of aficion is Hemingway’s Death in the Afternoon. Kenneth Kinnamon claims that all “modern American taurine writing comes from the legacy of Death in the Afternoon, focusing particularly on Norman Mailer and Barnaby Conrad. In his conclusion about Conrad’s Matador’s supremacy as a taurine novel, Kinnamon cites Tom Lea’s The Brave Bulls as the “only possible rival,” but dismisses Lea as “much more parochial” than Conrad” (299), thus illustrating his ignorance of Lea’s life and work. Herschel Brickell, himself an aficionado, understood the significance of Lea’s wealth of experience, having “the good luck to be born in El Paso.” Brickell calls Lea’s drawing, illustrations of “grace under pressure,” evidencing “the heart and understanding of a real artist.” The bullfight has since lost much of its luster. Juarez, that had two working bullrings at one time, now has none. And to add to the metaphoric stake in the heart to bullfighting, the Plaza de Toros Monumental was razed to make way for a WalMart. Although Pamplona fever has seemingly not abated, in other parts of Spain, the attraction has diminished. The Province of Catalonia banned bullfighting in 2010 as did the Canary Islands had done almost a generation earlier in 1991. Reasons vary. Not only are the animal rights groups’ philosophies prevailing, but attendance had dropped and also many of the bullrings were half empty. There is no writer equivalent to Hemingway and Lea writing today—in the constellation of American Aficionados, theirs are two of the names that burn the brightest.


1 Haldeen Braddy explores the phenomenon and also cites The Brave Bulls as a possible inspiration for those who tried the sport in the 1950s, some of them Texas Western College, later the University of Texas at El Paso, co-eds., 108.

2 Tom Lea illustrations reprinted by permission of the Tom Lea Institute.

in the Afternoon,” Presentation, 15th Biennial International Hemingway Society Conference, Petoskey, June 19, 2012.

4 Any and all are possibly dangerous sites. It should be remembered that Hemingway’s wounding in WWI had not been on the front lines and the weaponry had improved in the generation between the wars. . RIO GRANDE REVIEW

3 “At Ringside: The Illustrations in Death Antone, Evan Haywood. Tom Lea: His Life and Work. El Paso: Texas Western Press, 1988. Braddy, Haldeen. Queens of the Bullring. Jacksonville, Fl: Southern Folklore Quarterly, 1962. Brickell, Hershel. “The Ritual of Courage: The Brave Bulls,” New York Times, 24 April 1949, BR3. Crowther, Bosley. “Review of The Brave Bulls.” New York Times, 19 April 1951. Hemingway, Ernest. The Sun Also Rises. 1926. New York: Charles Scribner’s Sons, 1954.___________. Death in the Afternoon. 1932. New York: Scribner’s Simon & Schuster, Touchstone Edition 1996. Herlihy-Mera, Jeffrey. “’He Was Sort of a Joke in Fact’: Ernest Hemingway in Spain,” The Hemingway Review, Spring 2012, 84-100. Kinnamon, Kenneth, ”The Legacy of Death in the Afternoon: Norman Mailer and Barnaby Conrad,” A Companion to Hemingway’s ‘Death in the Afternoon.

5 This brings to mind the bullfight held in Rochester, NY: Camden House, 2004. Lea, Tom. The Brae Bulls. Austin: University of Texas Press, 1949. ________ . Tom Lea: An Oral History, Ed. Rebecca Craver and Adair Margo. El Paso: Texas Western Press, 1995. Meyers, Jeffrey. Hemingway: A Biography. New York: Harper & Row, 1985. Scheuer, Philip K. “Hemingway Re-created in “’The Sun Also Rises’,” Los Angeles Times, 29 August 1957, C10. Stanton, Edward F. Hemingway and Spain: A Pursuit. Seattle: University of Washington Press, 1989. Tangedal, Ross K. “At Ringside: The Illustrations in Death in the Afternoon,” Presentation, 15th Biennial Hemingway Conference, Petosky, MI, June 19, 2012. West, John O. Tom Lea: Artist in Two Mediums. Austin: StechVaughn Company, 1967.

Mimi Reisel Gladstein A Professor of English at the University of Texas at El Paso. She is the author of five books and coeditor of two. The Last Supper of Chicano Heroes: Selected Works of José Antonio Burciaga won an American Book Award , a Southwest Book Award, and a Latino Book Award. Gladstein’s scholarly articles cover subjects as diverse as feminism in the Harry Potter series and bilingual wordplay in Hemingway and Steinbeck. Her articles have been translated and published in both Mexico and Japan. International recognition includes the John J. and Angeline Pruis Award for teaching Steinbeck and the Burkhardt Award for Steinbeck scholarship. At the University of Texas at El Paso she has served as Associate Dean of Liberal Arts, Chair of the English Department, Philosophy Department, Chair of Theatre, Dance, and Film and she was the first Director of the Women’s Studies Program. In 2006 she received the University Distinguished Achievement Award for Service to Students. The El Paso Commission for Women named her to their Hall of Fame in2011. The El Paso County Historical Society inducted her into their Hall of Honor. Currently, she is the faculty advisor for YAL (Young Americans for Liberty).

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Jennifer Falcon

Street Games

Wilshire Blvd. March 2013

My slip-on shoes can’t dangle from the wires above the street. The worn out canvas checkerboard patterns and waffle rubber bottoms can’t be strung together to hang over earthquake raised sidewalks ripped apart by city tree roots neighborhood kids scrape their fingers against. We dig out rocks in the cracks to skip and roll down the street for target practice. We’ll pull our arms back, aiming to knock down sun torn shoes of older siblings and Orah Ave. heroes.

They dig their heels in for the night along Miracle Mile among stacks of newspapers and bottles ripping through trash bags piled inside shopping carts nestled against storefronts on Wilshire Blvd. Aluminum cans rattle inside the cardboard boxes when BMW’s pass through Museum Row. “War/Photography: Images of Armed Conflict and Its Aftermath” banners tied to street lights advertising the new exhibit hang over men and women burrowing into the doorways of stores closed hours before sunset, their feet slip through the metal racks.

The City of Angels at an Airport Gift Shop She’s not there in the fronds of the palm trees planted in a straight line. I can’t find her fanned out over the street in a pocket of shade offering temporary relief for the homeless man dragging his cart down the sidewalk cropped from the view of the post card in my hand to include even hedges and the Pacific on his right, but not the discarded chip bags cluttering the gutters around him. Stomped out cigarette butts clump together in front of the bus stops lining Santa Monica Blvd. Aluminum cans chase cars outside the frayed edges of the mishandled paper product on a shelf. Trinkets brandish a Los Angeles I’ve never seen. Scattered across the display of shot glasses and posters, and I’ll buy a few things, secure pieces of someone else’s crafted memory in my carry on. Then slant the tattered post card up against my kitchen window with shot glasses holding it in place on the windowsill display among ornaments in a neat row teetering on the edge.

Jennifer Falcon Born and raised in Los Angeles, CA, Jennifer Falcon is currently an MFA candidate at UTEP. She study poetry and tend to write about Los Angeles in an effort to depict and capture a different aspect of life in the city than the constructed images of film and television.

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poetry Miranda Smith

Dust-storm

Synchronicity

Birds scatter like thrown dish-rags, all at once wind-chimes play the air, and you wonder if the backyard will be uprooted: trunks move from side to side like stems ready to be snapped. So what if there are new blossoms in the trees, and the wood is dark red and young. And maybe you want it all to fly away. The prayer-flags never looked so beautiful, fading and knocking the air. Back inside, it’s just a little cool. If anyone asked, you would say, I traded everything for this moment, for the yard ripped adobe beige, for the young tree’s terror. The wind chime twirls like a postcard in the wind. The pale blossoms murmur daylight.

The man stepping into the library elevator just behind me calls our meeting, synchronicity! But I disagree – synchronicity is when you think of crows, and a ball of wings and feet collides with your glass door. I say nothingthink, coincidence. I’ve learned that synchronicity doesn’t help when my tank sags empty on the dark road, though I’ve passed a highway sign with my name in plain white letters. Nor does it excuse kidnapping someone who looks

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Craving

Golden Absence

The whole day I wanted to scratch insect bites, to keep green daylight in a fragment of glass and hook it from the ear. To touch the warped spine of the double-helix, desire soaring from my eyes like arrows, even to a passing cloud that seemed to have escaped from an Italian chapel. I languished, watching a banana peel bending on the table like a woman’s back, the green leaking into the yellow curve, knowing I’d soon lose it to darkness.

I've been carved out again, to enter the air delicate as a spiraled shell, to make palaces of teacups, garden hoes of spoons_______ I've found a shimmering chamber in the ribcage, through which it all can pass. I hope no prince will notice I've become a golden absence; I want to be lost, a pool of water that knows no pocket of land.

like Natalie Portman. I’ll beware the priest in cloak and top-hat who stops the stammering father in the path, asks to see his rough right cheek. Let’s save synchronicities for lovers, who see each other’s initials on park benches and book-spines, for the chess players married fifty years, who invite me and all-takers to their cafe-table Monday nights. It all works out, they promise me, coffee and pretzel between us. The tale is they met at a Jewish potluck, it was his first time there, her first time there. Explain the newspaper he hadn't bought, open that day on his desk, to the proper date and time.

Miranda Smith Born in Maryland, Miranda Arocha Smith earned her BA from Mount Holyoke College and her MFA from the University of Texas at El Paso. She is currently studying religion at Harvard Divinity School. She divides her time between Las Cruces, New Mexico and Boston.


Abby Carl Klassen

Self-Portrait on Montana Street: El Paso, Texas, 2003

Social Activist Love Song

Passing La Voz Que Calma El Desierto Iglesia Pentecostes at seventy miles per hour

The only white bus driver in Chicago, a strapping young socialist, whose swing shift distributions and demonstrations make him suspicious of every inquiry into his private life, hey, where are you going tonight? I’d like to see you outside of that Metro Authority

I still feel the sting of your black blood clinging to my callouses. I tread above you not knowing what lies beneath the desert. While I was wide-eyed, shaking, you revealed yourself to me. An oilfield flare flickering,

ironed, shirt starched, in handcuffs, but luckily, no one ever wants to know what the hell he thinks he is doing with that stack of fliers, printed in his ex-girlfriend’s basement. Out in the ‘burbs. (Except for that hipster kid with the pervy blonde mustache, who sits next to

180-West. I stood, palpitations rising from your white and yellow lines, stretching

the speakers at the downtown coalition solidarity music festival, and Mr. Thinks He’s Che Guevara just wants one so he can score that new AmeriCorps VISTA volunteer’s address and phone number), just called to say that he couldn’t make it to two dollar you call it

far beyond my red blinking light. I let you lead me Montana,

with us tonight because he was already shit-faced in his underwear on the floor watching a Dorothy Day special on Catholic television.

past Little Albuquerque past Happy’s with the missing “p”

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past Victory Center Homeless Shelter past eight dollar haircuts from Abel past Patsy Cline and the California Raisins past the Halfway Bar and the half-finished house past Fiesta Adult Video Supercenter past Lee Trevino, Joe Battle, and George Deiter past Beer and Flats Fixed Here. Past Guadalupe pass. Blessed be. Black tie that binds.

When she saw his locks at the border wall protest she dragged on her cigarette, an American Spirit, like the oldest social worker at CPS. And laughed. It’s a rare thing to see, a man in the activist scene who shampoos his hair regularly. Lathering. Rinsing. and repeating his sense of purpose, in order to clarify misconceptions, which may arise about the colonizing impact of the whiteness of his smile. A task second only to his clenched fist, which has never struck anyone, except that dude with the dreadlocks. Mr. Burning Man, drum circle solidarity across the southwest. Who seduces girls from the university, newly green and hugging trees. Who normally wouldn’t let some dirtbag backpacker open their chakras, but No More Deaths isn’t taking any more interns this year. Hell, she been there, gotta start somewhere.

Abby Carl Klassen She is a MFA candidate in the University of Texas at El Paso’s Creative Writing program where she also teaches First Year Composition and Intro to Creative Writing. Her work has appeared in The Center for Mennonite Writing Journal, 491, BorderSenses, Lalitamba, and NewBorder: An Anthology (Texas A&M University Press). She is completing her first book of poetry.


Sam Calvin Brown

Psalm

Lover

These are my feet. My feet are part of my body. I control my feet. I use my feet to stand, to walk, to run.

If a door opened, creaked open, swinging wide; Hear it, my love, though asleep. Hear it now, as you sleep.

These are my hands. My hands are part of my body. I control my hands. I use my hands to touch, to feel, to grasp.

You live here. Live. This is reality. Reality is breath and sight. Breathe. See. Breathe. See. Reality creeps in the dark tonight.

These are my eyes. My eyes are part of my body. I control my eyes. I use my eyes to see, to look, to watch.

Reality is a hand, pale and dirty, nails crusted with earth, the hand of the earth, reaching through, under the sheets,

These are my lungs. My lungs are part of my body. I control my lungs. I use my lungs to breathe, to sigh, to speak.

held to his birth place, his birth. Listen to his breath until your breath matches. Soft. To touch. To breathe. A child finding a flower. There.

Selah.

If, though dirty, th ough smelling from what the world did to him, he could not stop it, yet he touched you.

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This is my brain. My brain is part of my body. I control my brain. I use my brain to focus, to reason, to calm. Over that over which I have no control, I have no fear. Over that over which I have no control, I have no fear. Over that over which I have no control, I have no fear.

In His Presence

Say it is all right? Will you flinch under the touch of his fingers, fingers the world made dirty? Will you accept a thought, A message so pure? Purity. He would swear to its purity. You must believe him. You must.

Women want God to rain down soft bruises, want Him to make love to their hands and chest. They stand and feel God heaving inside them, God’s righteous entering, and then filling.

To lie with you, and always. To stay with you, and always. To fail in words, in meaning. To be pure. Always.

Men want God to scream, a mouth in the face, want teeth, curses, whirlwinds; finally, they cringe on broken feet to His altar, too tired for battle cries, and they cry.

Sam Calvin Brown

Children don’t want God. Children don’t need God, but know God, like they know dandelions. They swing His arms back and forth, back and crane to kiss God’s nose as He drops to one knee.

He is a native of Arkansas. He received his bachelor degree in English Education from the University of Arkansas at Little Rock. He is a student in the Residential MFA in Creative Writing at UTEP. He has published one novel, The Last Baby Angel, and also one short story and one poem in magazine Equinox.


Amarilis Véliz Diepa. Imaginary Voyage. 2013.

fiction

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Don’t worry ‘miha I am praying for you: Su ‘amá.

Malena Villar Praying While Running. 2013.


Tafari Nugent

H

ELLO! CAN YOU HEAR ME, ARE YOU THERE! Hello, can anyone hear me! I, I’m not sure of how much time I have. So if you can hear me, please do something. I’m not sure of much of anything right now, except the fact that I know someone is out there. I can feel you out there, somewhere. I’m not sure I’m suppose to talk to you like this, I don’t know if I can even talk to you, but, I know your out there. You have to be, I mean you have to be, if your not then. I really am alone here, and I know that I’m not. I feel your presence. You see me in these lines, and you do nothing. Nothing except watch, I feel you out there just watching what I do. You know what I’m going to do, by simple skipping ahead you can tell the outcome of my actions, and then go back and see why things turned out the way they did. You don’t try to control me, you don’t try to guide me it seems, you simply watch. I don’t know why I’m here; right now I don’t care about that either. What I do want to know is how can I get out of here. I’m trapped within these lines and I know that an end will come. If you have the ability, will you help me? Can you get me out of here? I’m not

Hello! sure where here is outside of these lines, but I know I don’t want to die here. Not like this, not alone. Truthfully I don’t remember much before trying to talk to you, I can’t even remember my name, and I do believe someone placed me here. I know my name is somewhere in these lines, but that’s for you to find. If there’s even time for names, the end maybe closer than I know. I can sense it coming but even that you know better than I do. It’s just a skip ahead for you, a turn of the page if you will. I don’t know if I can take this, but truthfully I don’t seem to have a choice. I am at your mercy. I exist only because of you I was put here, because here you are with me. Here, at least I can feel your presence; I can feel you watching me. You don’t have to leave me here; you can take me with you. In your memories, in your heart, in your soul I know that I Am. Now that you know of me I will continue to exist. In you I will always exist, as part of you. Is this it, is this the end, have you freed me? No not quite, I am still here in these lines. But when you leave I know you will take me with you. At least an idea of what I Am, you will be able to free me from these lines, with your power. You’re not the same as the one who put me here. This is the only place I can exist as I am, for the one who put me here, but for you. I know you will free me; you will release me from these lines. To you, I give myself, because you can free me. I thank the one for putting me here for trying, trying to do what I am not sure. But I thank them all the more, and to you once again, my liberator. I thank you for rescuing me, taking me from these lines and making me apart of you. So here is the end, but not goodbye, because it is odd to say goodbye to oneself.

Tafari Nugent Both, poetry and short fiction have been the crux of this writer’s work, which give voice to particular subjects through the focalization of marginalized characters, during events connected to current times in the second decade of the two thousandth millennia. He is currently pursuing an M.F.A. in Creative Writing, at UTEP. He has been published in Chrysalis magazine.

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Diana Esparza

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Gina’s Adventures in Dickland

ast night Gina got laid. This morning she woke up at seven o’ clock, showered, got dressed, had coffee for breakfast and went ahead and drove ten miles to get to work. Her date stayed asleep naked on her bed. As she was driving, she couldn’t help but get distracted by the random memories of last night running through her head. She recalled their first kiss of the night and how her date abandoned the politeness he had had up until that moment (there had been a few dates before this one), and savagely introduced his tongue inside her mouth. At some point, she thought it was going to reach her throat, but… “… It didn’t! And then I kept wanting him to do more…Ah!” Gina sighed. Her face slightly blushed when she remembered how they kept biting each other’s lips and how her date kept grabbing her buttocks at the same time he pressed her hard against him. After that, the flowers, the dinner, the candles and the wine had had the desired effect Quickly, Gina and her date transferred their dry hump from the living room to her bedroom. “…Was it too fast? Nah! It’s been enough dates fuck it! What if now he doesn’t call me again though?” Gina thought as she bit her lip, at the same time she remembered him licking and playing with her nipples. “Gosh, that was good” she said to herself out loud, but it wasn’t until she replayed in her head the moment in which her date decided to play ABC with his tongue in her vagina that she felt she was losing control, suddenly it was like she was not driving to work anymore. What was good about routine, she thought, was that in these instances, it was almost by inertia that she could get to work. She did not have to be deeply focused on the act of driving. Her mind could daydream about Dickland and operate her vehicle at the same time (how’s that for multitasking?). Gina was fantasizing about that place, seeing herself naked, with her legs wide open. She tried to remember the feeling of male genitalia inside her vagina. She had enjoyed it; her date knew what he was doing and he was creative. She especially liked him moving in circles rather than up and down, and she could not forget about the fingers. Gina’s memory was so out of control that she didn’t even remember her story linearly. She recalled the best parts at first and then

alternated back and forth with the parts that were…OK. The fingering was especially important for her; she always got annoyed when guys thought they could just stick their fingers in and out. She liked the clit massage before it, plus it was in vogue. Her date had been about to ruin it but she grunted a little bit and he got the message. “Thank God!” She said to herself. Of course, a sexually open woman that she was, Gina always agreed to pleasure her partners and she was willing to play the game she liked the least but that she still did have fun with: licking the lollipop. After all the years she had been dating, she still couldn’t find a more priceless image than the face of ecstasy men make when they’re getting a blow job. “It kind of looks like they’re possessed or something” she laughed to herself. Unfortunately for Gina, despite all the excitement and fun in Dickland, there had been one little problem (it’s actually a big problem): Mr. Orgasm decided not to show up last night. “Crap,” she thought. “What does that even mean? I wonder if next time, I wonder if there will be a next time. Maybe I was nervous. Maybe he was nervous.” The reason why this is a problem is because Gina really likes her date. He was fun, smart and sexy. However, all those qualities were not enough, at least for her. “I mean it was good; but I’ve had better. Maybe it’s me, or maybe he’s just not that good. Maybe I can change him, make him a better lover. Shit! What a deal breaker! Oh well, maybe I’m just getting ahead of myself ” She was in the last few minutes of her daydream, by then tainted by her reflective thoughts. However, she was still replaying her favorite memories, she couldn’t forget about the moment in which her date screwed her doggy style. That was her favorite position. They also did Missionary, but by her own request they switched it up. She didn’t really like it very much. Her date had also performed the Black Kiss on her. Unfortunately, right after that, he also tried to stick his penis in her asshole, which Gina wasn’t very happy about. She remembered getting a little annoyed and telling him: “Don’t do that, I don’t like it,” to which he insisted: “But why don’t you like it?” Frustrated, she replied: “I just don’t!” In reality, what she wanted to say was: “Why don’t you like it, motherfucker?” However, such impoliteness wasn’t necessary. Her date no longer insisted.


Malena Villar Diosa D. 2013. Finally, after half her day had gone by, Gina put the matter to rest. She was still a little worried about the orgasm, but sent the issue to the back of her head and continued to work like last night hadn’t happened. John was sitting across her in the cafeteria during lunch. They hadn’t really had a normal conversation ever since they’d broken up. They dated for about a year. He asked if he could sit with her. Gina thought they were ready to be friends, and he seemed to be on the same page. She was sure that she could maintain a perfectly sane, sexless friendship with her ex. For some reason, Gina and John’s conversation turned into a sexual one, reminiscing on when they used to “do it” all the time. “Remember the time we did it in your parent’s garage?” he asked her, to which she couldn’t answer with anything else but a nod, and her face blushing like a tomato. She didn’t know if it was her high libido, the absence of the orgasm, John’s charm or a combination of the three that made her want to jump on him. He was particularly flirty, he did not waste opportunity to touch Gina’s hair, hands and softly put his hand on her knee. Lunch lasted one hour and by the end of it, with everybody else returning to work, John decided to venture back into territories previously explored. He put his hand under her dress and caressed her, navigating as far as she allowed him to. Gina opened her legs just a little wider and let John do as he pleased. At the same time he stole a long, penetrating kiss, one of those in which both mouths open widely and the tongues look for each other. Gina was late from lunch, and her thoughts were back in Dickland. Her date was out of the picture...for now. John was right there, a couple of steps away from her cubicle. At the end of their shifts, he stopped by to say goodbye and they both walked together to the exit of the building. As they walked, they were talking about the shallowest things, “so you have a dog, huh?” John asked, “Yes, a puppy, his name is Richie” Neither one of them knew how to get to the point of what they wanted to talk about (or do for that matter) so Gina took the initiative and suggested coffee. What she really wanted was a cold shower to turn down her heat, except that she couldn’t help but wishing for John to accompany her to remind her of the old days. When they got to the coffee shop, the sex talk got so intense, that they only stayed for a few minutes. They remembered the days of the shower sex, the skinny dipping at the pool in her apartment building, the nights of unending foreplay and licking of skin, tits and balls. They decided to get out of the coffee shop and go to his place, but they didn’t make it. John parked behind an old building. Gina jumped to the back of the car and he followed her. They took off each other’s clothes and John was the first one to go for it. He kissed and bit her neck more aggressively

than her date had been. Gina didn’t know it then, but in the morning she will wake up with hickies all over her neck and boobs. She liked how John bit her legs, her thighs, her arms and her stomach. She also liked how he subdued her, put her fingers in between his, lifted her arms up and did missionary hard and deep. That’s the only way Gina liked to do missionary: a guy just like John, fucking the shit out of her. Since they were trespassing on private property and they were in a car, the discomfort and the paranoia took a toll on their little adventure. They had to hurry, so there wasn’t time for much post play. They could only do a little bit of oral, during which Gina could have sworn she felt Johnny bite her vagina. Johnny took Gina back to her car, and she drove home. She was tired, so this time all she could think about was the fact that she was hungry. “I think I have some chicken, I can cook, mmmm, potatoes with it? Nah, I should have a salad. It’s too late to have big meals…” When she got home, she sat down at the table and had dinner by herself. Her date had left a little note: “Last night was great, call me” “…Why don’t you call me?” She thought. She immediately recalled John, the car and the cafeteria. She didn’t know if it was him, her date, or the fact that she got laid twice in less than twenty-four hours with two different guys that gave her a feeling of empowerment, happiness and satisfaction that she had hardly ever experienced. She wasn’t sure if this satisfaction would be a long lasting reality or just a temporary illusion in her head, but it was definitely there. At least at that moment, the standards and expectations of dating were unimportant. Ah! Let’s see how long it lasts! She thought. A few hours later, Gina took a shower and went to sleep. Neither John nor her date lay next to her. Still, when she went to bed, she was feeling that not Disneyland, but Dickland, is the happiest place in the world.

Diana Esparza A native Spanish speaker; Esparza was born and raised in Juarez and moved to El Paso in 2006. She decided to apply to the UTEP’s Residential MFA because she wanted to be a writer ever since she was a little girl, but it always seemed like an unrealistic dream. It was not until she got accepted into the MFA that she realized she was wrong.

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Yasmin

Foto: Malena Villar Miedo. 2013.

Ramirez

Customs

M

rs. Mahoney called the principal. “I don’t know why she’s crying,” my grandma told the teacher, her English slightly

accented. Mrs. Mahoney and Mr. Taylor stared down at me as I tried to disappear behind my grandma’s leg. I hoped she’d stay, but she’d already begun to back away from my embrace. The warm fleece fabric of her sweat pants pulled away from my clammy hands. Hot snot ran from my nose, onto my lip, into my mouth, and mingled with the salty taste of tears. Mr. Taylor looked down into my splotchy red face and asked, “Don’t you want to be with your friends? Look, they’re all looking at you, and no one’s crying about coming to school.” I looked back at the kids seated in my class and

shook my head. The burn got hotter on my cheeks, like when I stood too close to the stove helping my Ita cook. I looked down at my scuffed pink Converse, away from Mr. Taylor’s white wrinkled face that smelled like an ashtray, and toward the door he’d made my grandma walk out of. I didn’t care that the other kids weren’t crying. All I knew was that I didn’t want to be away from my mom and my grandma. I hiccupped as he stared at me, his blue eyes faking concern, his eyebrows crinkled in the middle. I turned, silent, and shuffled toward my desk. I hiccupped puffs of air, my chest heaving forward in small bursts, as I sat in the hard wooden desk cool against my hot skin. I hiccupped as he talked to Mrs. Mahoney, who looked back at me, eyes crinkled in the corners, make-up sinking into the deep creases of her eyes. I stared down, pretended not to listen as they talked about me, and


read over and over, the name “Jose” scratched on the office before—only really bad kids came to his office right hand corner of my desk. I inhaled the waxy taste and although I didn’t feel like a bad kid—I never hit of crayons and pencils as the other kids stared at me, anyone or anything like that—I still looked at only their faces wrinkled, mouths open, the boys trying my mom or my shoes. Even though I did notice, his not to giggle. face wasn’t as wrinkled when he spoke to her, and his My kindergarten teacher, Mrs. Worman, was eyes didn’t dart back and forth to the door, like when warm and smelled like cinnamon. The classroom he looked at me. walls were cluttered with brightly colored cutouts, “Mrs. Ramirez, we don’t know what to do posters telling us to read, and felt green smiley faces anymore. Has anything happened at home that would with our names on them. These faces each held Legos explain the morning tears? We’ve had other children that tracked our good behavior for a prize at the end who didn’t want to come to school, but after a week of the week. I’d always gotten a prize like a sheet of they liked coming.” His voice rumbled from deep in stickers. his chest, bounced off the inside of him like a ball in I glanced at Mrs. Mahoney’s room still staring a pinball machine before escaping out of his mouth. at the “Jose” on my desk. Only a few green and “Well, Mr. Taylor, to be honest, she doesn’t like yellow Lamar Longhorn posters, in our school colors, her teacher, Mrs. Mahoney. You know, I work a lot, were tacked on the walls. The bright florescent lights my mom brings her to school every day because of made all our brown faces look yellow, like at the that, and I think it would help if, she liked the doctor’s office. class she was in. She needs to like where “Ay, Why couldn’t I just stay with she’s going to feel comfortable, don’t Diosito, que Mrs. Worman? Mrs. Mahoney you think?” gave me hard, unblinking glares He cleared his throat, cuides a mi Gorda, that reminded me of my greatswallowing a pinball. que no le pase nada, y que grandma Mama Lupe, but “All our teachers are great nadie le haya daño.” Oh worse, because Mrs. Mahoney Mrs. Ramirez. I don’t understand didn’t wear glasses. She God, take care of my Gorda, the issue, but if you think it walked around the room and would help—” don’t let anyone hurt her. slammed her ruler on our desks “I do.” She smiled big, only if she thought we weren’t paying it didn’t reach her eyes. She rubbed her hands attention. If she hits my desk she’s The words, hung heavy in the in a circle like going to hit my hand, I thought. I air. When my mom smiled like that, looked at a few of the other kids who’d I knew she wasn’t really smiling. The air been in Mrs. Worman’s class and wondered why they around her stiffened, and even though I hadn’t done liked this new teacher with a face like when I sneaked anything, I scooted farther back into my chair. He drinks from my grandma’s dark black coffee. stared at her, blinking like a blue-eyed owl, through I wiped the boogers that ran from my nose onto thick gold frames. She stared back, unblinking. my arm, afraid to ask for a Kleenex. If I made myself “Is there a teacher you had in mind, Mrs. small after what I’d just done—cried so much she’d Ramirez?” called the principal—maybe I’d disappear. Small, be “Can I be in Karen’s class, Mom?” I asked, small, I thought as I imagined shrinking into myself, turning my face up at her, forgetting the staticy air. until I was a tiny little that could roll away. But then “Now, we can’t just move her into another I slurped, and the noise bounced off the empty walls, class because she wants to be with one of her friends, echoed between the wall’s many empty spots, each Mrs. Ramirez,” he said, his words rushing out in one slurp making me big like air being blown into a garbled breath. balloon. “I understand, Mr. Taylor, but I think all my Every morning the crying happened, until daughter needs is something familiar, don’t you think? finally everyone had, had enough. My mom came You yourself said, ‘Most children would have adjusted straight from work to talk to Mr. Taylor. It was 8:30 by now.' Yasmin needs something a little familiar. I am. We sat in his office, across from his oversized don’t think that’s asking too much.” wooden desk, my mom in her navy Customs uniform, My mom smiled. Again. my legs sticking straight out of his big green chairs This time I looked at my shoes. like two brown matchsticks. I’d never been in his He shuffled some papers on his desk and cleared

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his throat. We stayed quiet, my mom smiling at him, me looking at my shoes. I made a small steeple against the wood of his desk with the tips of my white and black Oxfords. Mr. Taylor stopped shuffling papers and inhaled like an air conditioner vibrating against the wall. “Mrs. Ramirez, I printed the class rosters for the first grade teachers and all the classes are full Mrs. John’s class in the only one that isn’t. I believe that Yazmine will feel more comfortable in that class. It’s not the one with her friend, you understand, because that class is already full, but Mrs. John is a great teacher.” My mom shifted forward in her seat, small. When she started to get angry or annoyed it radiated from her, like the electric heater we used in the bathroom when we took baths at my Ita’s house. “Mom, Mrs. John sounds fine.” I reached out to put my hand on her lap but changed my mind and left my hand hanging in the air. “Are you sure?” she asked, her right eyebrow raised. She looked at me, her eyes asking, Are you really sure? I’ll fight, mija. “Yeah, mom,” I nodded with my eyes, too. As she turned toward Mr. Taylor, I let my hand fall on the top of her blue thigh. The material was thick and stiff, but the touch of her hand on mine was soft and warm. From that day on, I was no longer is Mrs. Mahoney’s class. I walked into her classroom, avoiding her gaze and the odd looks I received from the other kids, to get my pencil box and emergency sweater kept in my cubby hole. My mom stood in the doorway waiting for me. Walking to Mrs. John’s class, my mom asked, “Are you going to be okay, mija? After this there can’t be anymore crying, okay? They aren’t going to keep changing you classes. You have to come to school like all the other kids.” The sole of her heavy work boots echoed and my oxfords squeaked every few steps in the empty hallway. I stayed quiet and nodded, my braid bobbing against my back. At the doorway of Mrs. John’s class now, I looked down at my shoes, then up at my mom’s face. Stray strands of hair surrounded her head in a messy halo, her eyes red, her shoulders sagging a little. She’d

just finished a little less than a 12 am-8 am shift and had to go back for a 4 pm-12 am one. But she’d still come to school with me. “Ready?” she asked me, the corner of her mouth forced up into smile. “Yeah, Mom.” I hugged her, the leather of her belt digging into the side of my head, and I swallowed hard. My hands gripped her pants, but the stiff material slipped out of my hands. She smoothed my hair back, and I knew I had to let go. She waited as I adjusted my backpack on my shoulders. “Do you want me to wait?” “No, Mom, it’s okay.” It was time to go to school. As I walked into the new class, I turned to see her standing there, in her navy blue uniform, nightstick hanging from her hips along with handcuffs and backup ammo. She’d left her gun in the car. I didn’t know how to tell the people at school that I’d also cry before my mom went to work and clung to her stiff uniform pants as she left. I cried when she walked away from me, night stick swaying, so scared I said the same prayer over and over to Diosito: “Please don’t let my mom die. Please don’t let her die.” I watched the local news with my Ita when Estella Casas reported on Customs agents who had a large drug bust. The news showed two officers holding football-sized Saran wrapped bundles, when Ita said, “Ay, Diosito, que cuides a mi Gorda, que no le pase nada, y que nadie le haya daño.” Oh God, take care of my Gorda, don’t let anyone hurt her. She rubbed her hands in a circle like when her artritis hurt her. The two men on the TV had black leather belts like my mom’s, silver revolvers, and the same night sticks, except they were bigger. They were men. As I cried, teachers, Ita, and my mom asked what was wrong. I felt my mouth trying to form the words, “Because you could die.” I never told anyone. If I did it might happen. The words stayed anchored to the back of my throat like the bullets in her holster. I looked at the curious faces around me and thought, “What’s wrong with you? Don’t you know that your mom could die too?” but instead I walked into the classroom and tried not to look at the other kids’ faces. I focused on Mrs. John, her blue eyes bright and smiling at me, warm like Mrs. Worman’s, and I

Yasmin Ramirez She is a native El Pasoan. She attended the University of North Texas, located in Denton, where she earned her degree in Psychology. In 2010, she moved home to pursue her heart’s desire of writing short stories and received her MFA from UTEP. Her short stories have appeared in various literary magazines, and just recently received an Honorable Mention for "Tastes Like God" in the 2013 Texas Observer Short Story Contest.


poetry Helier Batista Pencil Drawing 2012


Michael Hemmingson

The Absent Father

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I was not there when my daughter was born in a private clinic in Cuidad Obregón, state of Sonora, Mexico. It was too dangerous—Obregón was not the type of place Americans visited; I would draw too much attention where the Sinaloa drug cartel had a heavy presence and people were not friendly to U.S. citizens, La Raza demanding the return of land usurped by Los Estados Unidos after the Mexican-American War, a perceived real estate theft of 1848, stolen farms and homesteads. I was told that if I walked down a street in Obregón, in the loud Hawaiian shirts I like to wear, I would be kidnapped and held for ransom, beat up or simply decapitated like the headless bodies strung from Tijuana bridges in the winter of 2006. Her mother did not want it to happen in Tijuana or San Diego; Los Angeles or Portland or anywhere else I suggested; most of her family was in Obregón—father, sister, aunties, cousins, abuelita y amigas from childhood— she needed to be surrounded by them and their love when this new family member, this new life, came into the world like a brave soldier parachuting from a plane, “even if she is half Gringo,” said an uncle jokingly. I told her to remind them I was no Gringo, I was half-Hispanic on my mother’s side, who used to cross the border as a teenager and party it up at bars and clubs that had no problem serving alcohol to fifteen-year-olds. The one person missing, the one she needed the most to hold and kiss her, was this new mother’s own mother, who had died of leukemia five years ago, letting herself go, refusing chemo and food, floating away like a plastic bag in the desert wind. I witnessed my daughter’s birth on my laptop screen via Skype: webcam facing the bed with a very pregnant woman on it. I almost did not recognize her because she had taken the purple and green extensions out of her hair, plus the lighting was a bit dark. She had already received the anesthesia to the spine. A doctor and a nurse performed the C-section and pulled forth my child like a truffle out of the ground, tiny and covered in blood and mucus—the umbilical cord still attached like a tether to a yacht berthed in the marina dock. I witnessed the newborn daughter placed on her mother’s still producing belly, saw the tears of sister, aunties and cousins, heard abuela utter a prayer in Spanish and a friend saying something about how easy and fast that was, unlike natural childbirth, a pain this mother did not want to carry as a memory of this holy day.

I strangely felt hollow, knowing I should have been there—fuck the danger, this was my baby. All I had was the image on my laptop screen and my imagination. Wrapping my daughter in a towel, the nurse brought this little person close to the webcam. You are mine, Rominna, I silently said, fingers on the screen, the digital binary numbers between us like a moat in God’s eye. I made a vow that I would always be there for her, that this was the one and only time I would fail at a father’s job…hoping I would keep my word true, that I would not succumb to being human and flawed like all fathers inevitably continue, playing out old stories of culture and myth, like Abraham at the altar who should have said no, proving he was different and an example for all fathers to show.

Michael Hemmingson He lives in southern California. His work has appeared in Fourth Genre, ZYZZYVA, New Plains Review, South Dakta Review, Gargoyle, Hobart, 5 AM, Star 82 Review, Brooklyn Review, and elsewhere.


Joan Marie Wood

The Wooing she notices first his curls his height then his gaze gray-eyed unfettered warm looking beyond her across the sparsely-grassed field toward the inlet no sails now the channel open she turns half away from his glance sees him pull his collar up with an ungloved hand in the coffee shop he gestures with lively hand to a laughing friend she sits near the hearth her gaze shielded by shadow a popping spark glances from fire to brick a startle warm expletive his eyes catch hers he grins openmouthed tosses his hair a colt in a windy field

After Seeing Homage O Mage O Mine By Jess any way is a way in even blank even what’s this even the Prating Mantis guard-arms under flying cloak the wind hidden goods

he overtakes her on a walk across the playing field next day they talk she watches his hands broad strong palms long fingers muscular a gentle touch on her arm his gaze steady let’s walk back where there’s less breeze of his voice a sudden shyness drops her glance the

Joan Marie Wood She has studied with Diane di Prima and Pat Schneider, and recently completed a master's degree at St. John's College in Santa Fe. AWA Press published her book of poems, Her Voice Is Blackberries. Her poetry has appeared in Peregrine, decomP and Paterson Literary Review.

open the warmth

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he plays for her his fingertips brush & glance off strings soft beat on the cherry wood the field of her perceptions expands within the warm resonance of his baritone the fingers of his left hand an easy stretch up guitar neck his gaze turned within then to her curious open she walks these hills he taps his toe the room fills with his open throated ve-e-il her flush the touch of his glance her glance nobody knows, nobody sees the sun in his gaze holding her at song’s end nothing to field its power but her own a sturdy desire hand over hand turning in her core rooted & warm in the quiet common room he leans toward her warmly she rises steps forward opens her lips he stands too her hand on his wool-clad arm his faintly sweet scent his glance her cheek bone’s sheen in this ancient field the gods bow their heads his trembling breath O gaze O fierce & tender gaze warmed through body’s field open me open O glance separation’s door with your arrow’s hand


Jane C. Otto

Nightfishing After Gjertrud Schnackenberg What was I thinking to have bought two copies of the same book at a time when I could barely make rent—one for myself, the other for you, in 1983—a Father’s Day present for a dad who read mostly Golf Digest and The Wall Street Journal. When you unwrapped my gift, a collection of poems, you quipped, “Schnackenberg—a name that sounds like a sandwich. What am I supposed to do with this?” You walked out of the kitchen, let the screen door slam, not for anything more than your need to break our old, awkward silence. I’d bought the book because of “Nightfishing,” a poem about a girl and her dad, casting off in a row boat in the hour before dawn—the girl given strict instructions for silence, so as not to frighten fish. This was our hour—wood against wood, damp tennis shoes at the helm and in the prow, the rhythm of oars lifting, water dripping, oars dipping again. Then, two silhouettes interrupted by the shriek of a daughter, interrupted by a bat slicing the air—the RIO GRANDE REVIEW

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mighty mountains, shrieking back—and then, a look. Even in darkness, I knew the look of a wry smile clamping down on a pipe. Now, the binding of my twin tome is worn—its lavender dust jacket faded to a pale aqua, as though worn away by salt and sea. You are three days dead. In your office, I survey the landscape of your practical universe—pencils sharpened, notes and numbers on your desk, as though you will return to return phone calls. On your bookshelf, the austere spine of my slim offering rests between “how to” and “fix it” books, its cream-colored pages pristine. Only one poem proves you were here—the tidy triangle of a turned back page. It is a poem about a daughter, unmoored, twirling in the long reach of the moon’s quiet disappearing.

Jane C. Otto Currently, Otto is a finalist for The Pablo Neruda Prize for Poetry and was a finalist in New Southerner’s 2012 Literary Prizes competition. After earning a bachelor’s degree in English from the University of Utah, She had spent most of her professional career as a speechwriter for four Nobel Laureates and as a grant writer in the nonprofit sector.


John Sibley Williams

Suburban Myths Somewhere there are houses with half-collapsed roofs like someone learning how to cry and broken steps that lead nowhere near a door and there are lights on in these fabled houses and mothers stretched raw over kettles and haunting the windows children’s faces that look so much like the faces of the children hurling stones that nobody can be certain which direction things shatter

A Childhood, In Retrospect The sun goes around dropping things for children to pocket, cherish, and in time forget. Entire drawers weighed down by goldrimmed trinkets and dreams, fractured glass that once belonged to a mirror. The children are men and women with children who are already broken men and women themselves. In the grass between years spent shells woven into necklaces then reloaded and fired back into the crowded summer sun. Let innocence bleed down upon us again for a moment before it stains the empty field with what we’ll become.

John Sibley Williams He is the author Controlled Hallucinations (forthcoming, FutureCycle Press) and six poetry chapbooks. He is the winner of the HEART Poetry Award, and finalist for the Pushcart, Rumi, and The Pinch Poetry Prizes. He serves as editor of The Inflectionist Review, co-director of the Walt Whitman 150 project, and Book Marketing Manager at Inkwater Press.

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Amarilis Véliz Diepa. Woman’s Face 2007.

fiction


Jens Birk

The Visit

A tone of urgency in Ellen’s letter had spurred me to travel to see her in Copenhagen. She’d been my mother’s best friend since their school days, but they stopped speaking years before my mother died. I never knew why. Instinctively, I realized there’d been more to my mother’s early life than the very little she told me. Ellen’s now unexpected insistence that I visit had stirred an inchoate longing for something I could not articulate at the time. When I arrived, Ellen showed me around the elegant house she inherited from her parents. She still slept in the same bedroom she used as a child, not wanting to take over her parents’ room when they passed away thirty years earlier. To me, the place had the look of an odd museum, with its antique Royal Copenhagen porcelain statues of animals, faded photos and seascape paintings on every inch of wall. “It was a horrible death,” she said, talking about her mother and looking me in the eyes with such unpleasant excitement that I had to focus on the cup of tea she’d just served me. “You must understand though,” she continued, as if to right herself, “that I do have a strong distaste for details to do with births and deaths. I’ve always hated it when my friends told me about their difficulties during labor. I was never much interested in seeing the results, to tell you the truth. I’ve always told my family and friends that their offspring are most welcome after the age of twenty-five when they hopefully are capable of holding a decent conversation.” She sipped her tea as I looked at the many photos of her parents, scattered throughout the room. She lit a cigar. The air was already heavy with smoke, and the whole place seemed forever polluted. “You probably imagine I loved my parents. I would say I respected them. I’m grateful they left me this house, although it has become something of a burden.” She sighed. I was wondering why she was telling me this. We hardly knew each other. When I’d last seen her, all those years ago, I’d still been one of those children she preferred not to see nor hear. Yet she’d always maintained an eccentric interest in me, her best friend’s son. I recalled visiting Ellen when I was a child, but had forgotten how big her house was. It felt strange to be in a mansion in the middle of Frederiksberg, the old, bourgeois part of Copenhagen, where everybody else lived in apartments. Such a different world from the seaside village on the west coast of Denmark where I grew up after my parents divorced. My mother used to tell me about the fun she had with Ellen when they were young, but I had trouble picturing Ellen ever enjoying herself. She seemed like someone who simply endured things. Ellen walked briskly around the house and took care of everything herself. She was eighty-four but looked considerably younger, although she wore an old-fashioned and dowdy dress

that could have belonged to her mother. I wondered why as she probably still had a considerable fortune and likely didn’t have any heirs. It had only been an hour and already the stuffiness of the house and Ellen’s intensity had proven enervating. I longed for my life by the sand dunes on the northernmost tip of the European continent, finding comfort in the sea even as it took a bite of my land every day. *** After unpacking my few things, I went out for a stroll in the neighborhood, looking for fresh air. It had hardly changed since I’d seen it some twenty years earlier. The cozy family restaurants bordering the Frederiksberg Gardens were still serving the traditional Danish dishes: marinated herring, open sandwiches of roast beef and ham, served on rye bread with pickles on top. I saw a few tourists, but it mostly looked like locals in for a treat, a good excuse for a Carlsberg beer and a snaps. Frederiksberg was still the place to find clothing shops for the women of the bourgeoisie. I noticed some of the window displays, remembering how, as a child, I was always fascinated by the elaborate dresses parading in the spotlight for imaginary women. It was the end of September and the air was pleasant as I walked through the park. I was anxious to get to the place where one could see inside the zoo. As a young boy, when we were still a family, I’d stood there, mesmerized, looking at the baboons jumping from branch to branch. I begged my parents to take me inside the zoo, but they never kept their promise. I recalled my frustration as I stood there again, the place looking exactly as it had all those years ago. Maybe the baboons, playful as ever, were still the same. I thought about my current life. I’d been lucky to find my beach house. Or rather, we had been lucky. That was when I was still with David. When he left me, I decided to stay there. I still had my job at the Town Hall in Skagen, and where else would I go? I loved the quiet, loved being by the ocean. I told myself I didn’t need anything more, even during the lonely winters. It was easier in the summer, when all the tourists arrived and filled up the place for two months. Although it always came to a point where I wanted my little slice of paradise back to myself. Each day before work, I took a quick walk down by the water in the early morning. I had structured my life, trying hard to put some sense into it. I no longer heard from David. In the beginning, we had written each other birthday cards, Christmas cards. Then he stopped writing. He moved to Copenhagen, and then he moved again, and I had no idea where he lived now. Whether he had met somebody new. Only now could I allow myself to think about it. I never looked for anyone to replace him.

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*** Ellen served me a Dry Martini, and kept looking at me as if she wanted to say something, then shook her head lightly, and continued drinking. I felt uncomfortable, both hoping and fearing whatever it was she was working herself up to tell me. “I had a very nice walk,” I said to her. “I always loved to walk in Frederiksberg Gardens. And they still look the same. Untouched by time.” “That’s about the only place, though. Everything’s changing, in the name of progress. I’m not in favor of change.” Her voice was heavy with something that could be mistaken for sadness, a word that didn’t seem compatible with her emotional vocabulary. She poured herself a refill and let out another puff of smoke in my direction. “You’re probably wondering why I sent out for you.” She adjusted her dress, then looked over at the grandfather clock. “I’m a bit surprised myself. I suppose there are certain things I’d like you to know. Things I might have done differently. I guess I’m getting nostalgic as the end approaches.” She suddenly stopped talking, and after a few minutes excused herself so she could finish making dinner. When she returned, instead of traditional Danish food, she brought in chicken cooked with saffron, chili and olives. I complimented her. “Oh dear, it’s nothing. I cook like this all the time. You probably expected something a bit different, didn’t you? Meatballs and potatoes?” During dinner, she asked nothing about my life, although I suppose she suspected I’d had somebody. I doubted my mother had ever felt comfortable talking to her friend about my relationship with a man. She also gave no further hint about what she’d wanted to confide to me. Any question I asked, she answered politely but without elaboration. I kept thinking she would finally return to the reason she’d asked me to visit, but instead she went to bed right after dinner. I decided to stay in the living room. I felt exasperated and confused and wondered if she’d changed her mind and decided not to tell me more. Now that she’d gone to bed, I could at least look around the living room. Her frustrating behavior felt to somehow give me permission to look into her drawers, yet I was reticent about getting too close. It was like a puzzle. She’d given me some clues and expected me to fill in the gaps. I paused in front of a painting. It was a young woman, maybe a commissioned portrait of Ellen. I didn’t like it much; it was overly worked but conveyed little emotion. I wasn’t sleepy, and decided to stay up for a while, browsing through magazines. She subscribed to French arts and literary journals. I knew from my mother that Ellen had lived in Paris as a young woman.

I noticed the sounds from the street outside as I poured myself a brandy and started to dig deeper into Ellen’s world. I opened drawer after drawer but found only old magazine clippings. When I reached the final drawer, I found piles of letters bound together by a red string. The grandfather clock chimed midnight. I recognized my mother’s handwriting on the topmost envelope. I forgot about time. The letters from the period when Ellen and my mother were still in school were simply accounting for the minutiae of their lives. This changed when Ellen went to Paris and the letters became more personal. My parents had just married. Unexpectedly, the letters then became less frequent, and again less personal. I wondered about the sudden shift in tone and frequency. One of the letters was particularly difficult to understand, as if written in code. It was my mother writing back to Ellen right before she went to see her in Paris. She wrote how she would help Ellen take care of her “misfortune.” There was an urgency to her wording. I wondered if Ellen had become ill. But why the secrecy? I read almost without breathing, between sips of brandy. I was astonished I hadn’t found Ellen’s letters to my mother when I emptied my mother’s place after she died. I recalled that some of her boxes were still in my basement. I hadn’t had time to go through them all, and had then forgotten about them. From my mother’s letters to Ellen, I became aware of Ellen’s struggle to free herself from her parents. I sensed there was a reason why she’d left them for a year. It wasn’t just about studying. But the letters didn’t tell me anything about my mother, except in terms of her concerns for Ellen. It was like listening to one end of a telephone conversation. I was surprised that a lot of the envelopes contained photos of me. As a baby, a toddler. My first bicycle, my first day of school. High school graduation. Why had my mother sent her all those photos of me when Ellen had been so clear about disliking children? I fell asleep in the armchair, and dreamt about my mother on a beach. She was in an extreme storm, walking toward me against the wind but never managing to advance. I stood still, watching her struggle to reach me. *** I woke in the living room with the first light of day and hurriedly put the letters back in the order I’d found them. I felt a bit ashamed of having drunk so much of Ellen’s brandy, and put the bottle away, hoping she wouldn’t notice. I went quietly upstairs to bed to catch another couple of hours of sleep. The smell of tea slowly escorted me out of my sleep. Ellen must have left it there for me. It was close to noon. I enjoyed the tea, realizing that I had probably not been the kind of guest she’d expected, sleeping all morning and disrupting her routines.


I finally made my way to the bathroom where I prepared myself “Yes, Peter, he followed her to Copenhagen. He was hoping to ask her directly why she’d invited me. . . . well, I don’t know what he was hoping. But your mother had “Did you sleep all right?” She was already eating lunch, just married. There was no way it was going to work. She refused alone in the kitchen with a plate of leftovers. to see him, she told me. And then he came back, a few weeks “Yes, I did, thank you. And sorry for sleeping all morning. later, asking for forgiveness. And then . . . no.” She briefly looked It was kind of you to wake me up with the tea.” me in the eyes. “You probably needed the rest after the long trip yesterday. “I was not going to take him back. Apparently, I was just Did you stay up late?” second best. It was your mother he wanted. Despite everything “I actually fell asleep in the living room and woke up that had happened between him and me.” early this morning. I got absorbed in your magazines. I’m very She stopped for a moment, as if to collect herself. She impressed that you keep updated on so many things.” almost seemed out of breath. “Yes, you wouldn’t expect that, would you, from looking at “Many years later, I went to see her. That was the last time. me?” There was an opaque look on her face, and I couldn’t tell if I wanted to confront her. But she pretended to have forgotten. I she was being serious. Suddenly, she rose up, her lips quivering. wanted her apologies. When I didn’t get them, I went home. I’d “You read those letters, didn’t you? I could see it when I wanted it to be like in the past, before Paris, before Patrice. I’d opened the drawer. No, it’s perfectly all right. I’m tired of secrets. hoped, after her divorce, that things would change.” It’s much better you know. Although . . . it’s a bit complicated.” Ellen looked exhausted and sad, as if the weight of She looked tired, vulnerable. that trip, of the never-received apologies, were still “Your mother and I, we had a very special a burden too difficult to live with. I knew I was “Many relationship. But my year away, in Paris, was not not getting the whole story. But I could see years later, I went good for us. Things happened there, and our Ellen was not capable of giving me more. friendship became difficult in the years that I felt dazed and overwhelmed, and to see her. That was followed.” She stopped to catch her breath. needed to be on my own. Maybe I was the last time. I wanted Her voice had changed. not ready to take in the full truth. I didn’t “It’s been different since she died. That’s quite know how to respond, yet I sensed to confront her. But when I could start talking to her again. As if she was looking for sympathy. I quickly she pretended to have we were back to where we started, when our went upstairs to pack, and came down to forgotten. I wanted friendship first blossomed. It’s been easier to say goodbye. forgive her. It was impossible when she was alive. “Already leaving? What a shame. I her apologies. Too many things had happened. You probably don’t like your company. You feel so much like . . . understand what I mean. Maybe you need to be old as family.” And as she said that, she looked like she was I am.” about to cry. I tried to assure her it was okay. She came forward “Tell me what I should know. I can’t keep guessing about to give me an intense hug that almost took my breath away. things. I don’t understand why you stopped seeing my mother. Ellen’s sudden intimacy shook me and made me tearful, and I Why you refused to come see her when she was dying.” rushed toward the door, thanking her for her hospitality. “No, Peter, I really can’t tell you. She betrayed me.” During the train ride back in the late evening hours, I She looked around the room. imagined my mother and Ellen together in my half-sleep as the “Oh, I might just as well. In Paris. The year I was studying train rocked me into a deeper and deeper place. I pictured them there. She came to visit me. I was seeing somebody at the time. playing together, and as teenagers, almost adults, walking on a Patrice. He was French. Not necessarily handsome, but he beach, holding hands, sharing secrets. I saw them with a baby, was – he brought out the best in me. No man had ever done looking at me with loving eyes, both of them. that. I melted. Hard to imagine, isn’t it? I was about to give up And I saw that painting, the commissioned one, that everything. Give up returning, give up all contact with my . . . I had presumed was Ellen. It could have been, certainly. But it horrible mother. I could never break away from her.” could also have been my mother. She finally sat down again. In my dreams, they merged and became one. “So here I am in Paris, in love, yes, I guess that’s what it *** was, in love. Or at least, trying to be.” She tasted the words, It wasn’t until almost ten years later that I received the as if only half believing this about herself and her past. “Then letter from the notary. I had not been in touch with Ellen. I your mother arrived. My best friend. She flirted with Patrice. had sent her a thank-you note, but she’d not replied. I never During my classes at the Sorbonne they would meet. I thought found Ellen’s letters to my mother, and that only made me he’d fallen for me. But after she left, he left, too.” more curious about things I imagined but couldn’t confirm. I “He went to Denmark?” came to accept there were things I would never understand.

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Luis Eduardo Álvarez Marín Ritual Jaguar. 2010

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The letter stated that Ellen Sonderfaden had died on October 17th, and that I was expected in the notary’s office. It didn’t say anything about the purpose, and I could not imagine Ellen had left me any money. Maybe they’d simply found my mother’s letters to her. The trip to Copenhagen was the first since I’d been to see Ellen. I could have just called the notary, but it felt important to make the actual journey. I was prepared to receive the letters from my mother that I’d already read, but astonished when the notary handed me Ellen’s side of the correspondence. He said they’d been left out on her kitchen table with my name on them. With the money from Ellen, I don’t have to work anymore. As to her house, I’ve yet to make up my mind. I don’t know if I’m ready to leave my beach house. Still, the sea is moving closer, and the authorities are urging me to move away. The letters are still in a bundle. I haven’t found the right moment to open them. Sometimes it makes more sense to live in the unknown, I say to myself. I wonder if Ellen told me the truth. I’m not even sure I need to know more about the details of her relationship with my mother. I’ve come to conclude that Patrice was never her real love interest. Every time I think of Patrice, I see my mother’s face reddening when I asked her about Ellen’s love life. Why she went to Paris. Why she only stayed for a year. Why she even came back. Then there’s the painting. I finally decided to take it down from the wall and turn it over. On the Jens Birk

back, it simply said “1934”. When I look at it, I can still see Ellen’s features, but nowadays, I’m certain that it’s my mother in that painting. As if Ellen has at last given up control. As if my mother has finally come to the place that Ellen would have wanted her to call home. I don’t believe what the notary told me. There are no documents to prove it. But sometimes, I look in the mirror, and I notice the resemblance. Strangely, Ellen’s house started to feel like home almost immediately when I stayed there. It might work. I might try. I am originally from Denmark, and I attended the University of Southern Denmark and also studied at the Sorbonne in Paris. After living in France for seventeen years, I now reside in New York, where I have lived since 2004. In addition to having an M.A. in International Business/Marketing and French, I have also devoted several years of study to my writing and have attended many courses/workshops, including short story fiction writing at NYU and an ongoing private writing workshop with Susie Mee, an NYU writing instructor. My work has appeared in The Alembic, Crate Literary Magazine, The Lindenwood Review, The Oklahoma Review, Prick Of The Spindle, and Sanskrit. As doluptat rest hario magnam cupta dolum idem doluptatem faccus.

Originally born in Denmark, Jens Birk attended the University of Southern Denmark and also the Sorbonne in Paris. Now, he resides in New York, where he had lived since 2004. In addition to having an M.A. in International Business/Marketing and French, Birk have also devoted several years of study to his own writing and have attended many courses/workshops. His work has appeared in The Alembic, Crate Literary Magazine, The Lindenwood Review, The Oklahoma Review, Prick Of The Spindle, and Sanskrit.


Chad Greene

Guayabas El olor de la mujer al igual que el de la guayaba no se puede ocultar.

Hers

“You parked under the wrong tree, cabrón!” Shouldering a bag bulging with her hastily packed possessions, she stomped past his convertible. The rash of reddish splotches on its hood was as incriminating as any sexually transmitted disease, but at least their entire neighborhood would not have been able to see that. To smell that. “Only one woman in this town has un árbol de guayaba!” In spite of herself, she sighed. She had thought this was special.

His

His wife was right: Only one woman in that town had un árbol de guayaba. Soft to the touch, ripe to the point of bursting – the sweet scent of his mistress, of the fruit from the tree outside her house floated from the hood of his convertible to his nostrils as he cruised down her street. At that moment, it seemed the most powerful aphrodisiac he had ever experienced. But then, he saw the rash of reddish splotches on the hood of the car driving down the opposite side of the street. In that instant, the scent threatened to turn his stomach.

In spite of himself, he sighed. He had thought this was special. RIO GRANDE REVIEW

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Chad Greene A graduate of the Master of Professional Writing Program at the University of Southern California, Greene is an assistant professor of English at Cerritos College. His writing has appeared in The Binnacle, Cuento Magazine, Nailpolish Stories, Nanoism, One-Screen Stories, Paragraph Planet, The Portland Review, Postcard Shorts, RipRap, Southern California Review, The Southlander


Amarilis VĂŠliz Diepa. I want to Scape With the Moon. 2013.

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translations


Stacy McKenna

Living Life / Vivir la vida

Introducción

Vivir la vida -- Original Spanish

En la novela de Sara Sefchovich Vivir La Vida (Living Life), el lector sigue las aventuras de la protagonista, Susana, luego de que deja el lugar donde nació y a su supersticiosa y sobreprotectora abuela y nana. Con poca experiencia en la vida y apenas con un consejo anticuado de la abuela, que son más advertencias inescrutables para guiarla, Susana debe abrirse paso entre relaciones, matrimonio, familiares, políticos, viajes y una extensa variedad de trabajos. En este extracto en particular, Susana ha comenzado a trabajar en la casa del Presidente y luego de conocer e iniciar una amistad con la Primera Dama, ingresa al círculo privado de la residencia oficial - la cual resulta ser una decepción total. La cándida descripción de la vida de la Primera Dama, junto a su inalterable fe en las habilidades casi milagrosas de su esposo, son tanto desconcertantes como graciosas. Los capítulos de la novela estan compuestos de viñetas construidas cuidadosamente las cuales dejan al lector con un jadeo, asintiendo algunas acciones o explotando en risa. Cada una es una mixtura de lo trágico y lo ridículo, lo mundano y lo grotesco, o incluso lo inhumano con la amabilidad de los extraños. Aún así, cada viñeta presenta un nivel de verdad, realidad e incertidumbre que es México. El lector comienza a preguntarse si una mujer puede experimentar en su vida tantas coincidencias extrañas y encuentros calamitosos, o si la vida en México es realmente más extraña que la ficción.

La ahijada de la señora Luisa era más a menos de mi edad y trabajaba en la casa del Presidente de la República. Ganaba buen dinero aunque casi no tenía tiempo para gastarlo porque solo salía un domingo cada quince días. Fue ella la que me dijo: Están buscando ayuda, vente conmigo. Y yo fui. Querían que cuidara las flores que le mandaban de regalo a la Primera Dama, pero yo no sabía de eso. En este país nadie sabe nada de la chamba que hace dijo mi amiga, todos agarran lo que se puede yo luego van aprendiendo sobre la marcha. Y dijo: Ni que fueras gringa o francesa para saber las cosas antes de hacerlas. El trabajo era pesado, porque todos los días llegan muchísimos arreglos. Yo los acomodaba en las escaleras y cuando ya no cabían, usaba los pasillos, las mesas y terrazas, las oficinas y hasta los baños. Había que regarlos, quitar las flores que se marchitaban, pasar para atrás los más viejos y poner hasta adelante los nuevos, cambiarles el agua, echarles su aspirina y sus hielos para que duren, limpiar las hojas con un algodón empapado en leche para que brillen y guardar los enormes moños para la niña de la casa porque los coleccionaba. Todos venían con hermosas tarjetas y dedicatorias, de parte de personas, empresas, instituciones y organizaciones diversas y hasta los había del extranjero.

Por las noches caía yo rendida, con las manos llenas de cortaduras y heridas de espina, la cintura adolorida, el estómago revuelto por el olor a dulce o a podrido, las yemas de los dedos teñidas de verde o amarillo. Pero me gustaba eso de trabajar y recibir mi paga y así, se lo dije a mi amiga, que me miró incrédula: No digas tonterías, que el trabajo es lo peor que existe y lo hacemos porque no nos queda remedio. Ni que fueras alemana o japonesa para que te guste eso de trabajar no inventes. Tú hazte la tonta y ve llevando el asunto, nomás lo suficiente para que no te corran, pero no te lo tomes en serio. Nadie se lo toma en serio, ni aquí ni en ninguna parte de este país. • Un día pasó por allí la Primera Dama y me saludó. Ya seguía de frente, cuando se detuvo y dijo: Oiga ¿podrías subir a ayudarme? La encargada de mi guardarropa tuvo una emergencia y no va a venir varias semanas, justamente cuando está por llegar el presidente norteamericano con su esposa y tenemos que asistir a muchos actos oficiales. Fue así como entré al recinto privado de la residencia oficial. Y fue así como en lugar de cuidar claveles y rosas, nardos y gardenias, gladiolas y azucenas, mis manos cosieron botones, plancharon faldas, arreglaron dobladillos, lavaron medias, limpiaron zapatos y acomodaron camisones.

Stacy McKenna She received her MFA in English and Creative Writing from Mills College in Oakland, California. Her translations have appeared in The Other Poetry of Barcelona, Códols in New York, 580 Split, and Cerise Press. She has taught English and ESL throughout the Bay Area and worked at several nonprofit organizations including the Center for the Art of Translation. She currently teaches literary translation at the Universidad Autónoma de Querétaro in Querétaro, Mexico.

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traducción

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La Señora Presidenta era una mujer muy hogareña. Lo que más le gustaba era quedarse en su casa a cuidar a su hija. Cumplía con los compromisos que el cargo de su marido le imponía, pero a leguas se veía que no los disfrutaba. Decía: Las mujeres deben dedicarse a su familia. Son los maridos los que deben trabajar y mantenerlas. Y decía: No debes prestar oídos a lo que dicen las feministas y los grupos a favor de los derechos humanos. Como la pobre no tenía a nadie con quien hablar, pues le dio por hacerlo conmigo. Me contaba de su infancia y de sus padres, de las muchas personas y lugares que había conocido, y sobre todo, hizo por convencerme de que su marido era el mejor presidente que había tenido México. Decía: Es un hombre que ama a su patria y se sacrifica por ella. Ha resuelto los problemas más graves, cualquiera que lo desee puede tener empleo, los que no trabajan es por que no quieren, por flojos. Ha aumentado mucho el acceso a la educación y a la salud y la economía está de lo más sólida. A mí ni me iba ni me venía su discurso, ni tampoco si el dicho señor hacía, decía o tornaba, pero ella insistía en explicarme. En una ocasión hasta me aseguró que una visita del mandatario había hecho llover en un lugar donde hacía meses que había sequía.

A mí eso me dio risa y le dije: Pues ni que su marido fuera un santo. Entonces se molestó y me contestó que debía yo de dejar de prestar oídos a lo que decían las organizaciones no gubernamentales, los intelectuales y los partidos de la oposición. Poco a poco nos hicimos amigas. La empecé a acompañar, que a la reunión del Instituto para la Niñez, que a la colecta anual del Hospital Militar. Luego hasta me mandó a representarla en actos públicos como la Semana Nacional de Vacunación y el Día Nacional del Enfermo Terminal. Yo por mi parte, aprendí lo que había que saber: a acariciar a los niños y a las viejitas, a sonreír y a callar. Al Presidente de la República lo conocí un martes en la mañana. La señora me llevó para que le ayudara a cuidarlo pues el hombre estaba muy enfermo y había que asegurarse de que nadie se enterara, ya que el país se puede agitar y la bosa de valores derrumbar si se sabe la verdad dijo. Aunque lo había visto muchas veces en la televisión, no lo reconocí. ¿Dónde estaba aquel hombre bien parecido, arrogante y seguro de sí mismo que se presentaba ante los ciudadanos? Definitivamente no en la cama de la casa presidencial. Allí lo que había era un enanito enclenque y enfermo, quejosos

y arrugado. El Señor que mandaba en el Palacio Nacional estaba en cambio sobre una silla, donde yacían las hombreras que le hacían ver ancho de espalda y la faja que le desaparecía el vientre, el elegante traje de marca italiana que le daba un aire de altivez y los finos zapatos con tacón oculto que le aumentaban la estatura. Y la camisa de color oscuro que le hacía parecer atlético. Y los lentes de contacto que le ponían los ojos de color más intenso. Y el peluquín que le engrosaba el cabello. Y la pintura del bigote que le hacía verse juvenil. Y los dientes postizos que le permitían sonreír como artista de cine. Y el maquillaje que le daba a su rostro ese tono bronceado y descansado. Y el viagra, el ginseng, las vitamnas C y E, las inyecciones de pollo y cerdo, las ampolletas de colágeno, todo lo que le daba energía, vitalidad y aplomo. Y los audífonos por donde le dictaban los discursos que parecían salir de su memoria y el potente pero minúsculo micrófono gracias a cual su voz se oía clara y firme. Cuando la Primera Dama se dio cuenta de mi estupefacción, me corrió de la habitación y decidió que ella sola cuidaría a su marido.

*LOOK FOR TRANSLATION ON PAGE 51. IN OUR SPANISH SECTION.

Sara Serkovich She is a sociologist and historian, a researcher at UNAM, press and radio commentator, translator, voracious reader and inveterate walker. As an essayist, she has published numerous studies on culture and literature. She is the author of the novels La señora de los sueños (1993), La suerte de la consorte (1999), and Demasiado amor (Alfaguara, 2001), which received the Agustín Yáñez Prize.


translation Joseph Michael McBirnie

L’Incorrigible

Amor constante más allá de la muerte Jacques Réda

Francisco

Le chaos suburbain, sa magie équivoque, J’ai cru sincèrement que je ne les aimais Plus : je vous recherchais, Vallée Heureuse. Mais On ne se refait pas. Qu’est-ce qui me convoque?

Cerrar podrá mis ojos la postrera Sombra que me llevare el blanco día, Y podrá desatar esta alma mía Hora a su afán ansioso lisonjera;

Alors aussi longtemps qu’un reste de vigueur Me gardera le pied vaillant sur les pédales, Je recommencerai d’aller par ces dédales Entre les boulevards qui traînent en longueur.

Mas no, de esotra parte, en la ribera, Dejará la memoria, en donde ardía: Nadar sabe mi llama el agua fría, Y perder el respeto a ley severa.

Tout change sans arrêt ; une faible mémoire Me fait revoir à neuf ce qui n’a pas changé, Et souvent l’inconnu me semble un abrégé Des figures peuplant le morne territoire

Alma a quien todo un dios prisión ha sido, Venas que humor a tanto fuego han dado, Medulas que han gloriosamente ardido:

Où pourtant je m’enfonce encore, jamais las De vieux murs décrépits, de couchants qui s’éteignent Au fond de potagers en friche dont la teigne Disparaît en avril sous un flot de lilas.

de

Quevedo

Su cuerpo dejará no su cuidado; Serán ceniza, mas tendrá sentido; Polvo serán, mas polvo enamorado. RIO GRANDE REVIEW

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Comme le vers repart et tourne dans la strophe, En prenant pour pivot la rime sans raison, Je vais d’un coin de rue à l’autre : ma prison Adhère à l’infini constamment limitrophe.

Tagelied

Mais soudain les cloisons s’envolent : on atteint Un rebord où le ciel embrasse tout l’espace. Dans leur intimité sans mouvement, je passe Et repasse, à la fois convive et clandestin.

Unendlich grün wächst Efeu an den Wangen der Stille in ihr aufgelöstes Haar: die weißen Taubenschwinge will er fangen. Ein Schimmer bleibt, was mir ein Leben war …

Comme dans la clarté qui pénètre le rêve Où je reconnais tout (mais tout est surprenant) Tout fait signe, et je vais comprendre, maintenant, Ou bien dans un instant qui dure, qui m’élève.

Nun lichten sich die Anker in den Tiefen. Nun lösen sie vom Mast die Fahne der Gefahr. Nun heben sich die Gräser, wo wir schliefen.

Et je roule sans poids, je lâche le guidon : Voici le vrai départ, qui clôt la promenade, Le vrai monde — son centre est cette colonnade Qu’on voit au loin depuis une gare, à Meudon.

Paul Celan

Du weißt, wie ich die Taubenschwinge misse, die unsichtbar den Efeu überragt. Was weinst du, wenn ich jetzt ein Segel hisse, Das langsam dunkelt, wenn es tagt?

*LOOK FOR TRANSLATION ON PAGES 52 AND 53 IN OUR SPANISH SECTION

Joseph Michael McBirnie El Paso, Texas, 1984. He received his Bachelor of Arts in Theology & Russian from University of Notre Dame. He is a poet and translator enrolled in the University of Texas at El Paso's Bilingual Creative Writing MFA. His translations can be found on Watching America and Transference Magazine.


Amarilis VĂŠliz Diepa. En busca de la poesia. 2013.

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Sasha Pimentel

Because “Some Women Are lemons,”Harlan says he cares for cars instead, the plains rising like bread from our glowing windows, Harlan’s neck blushing to heat and the women he’s wrestled, his barren limbs circling above them in a wash of sweat and sock. We knead our common bodies one to another, palm to bulk, and in middle America, I sit next to a man I will never know, taxiing, Harlan driving us this giving night. We are three strangers in the strangeness of the talk of love, and I am a little drunk, returning to my mother, who stacked warm lemons on my neck. Like her, I know how to cut from the wholeness of fruit, how to squeeze an open body for its juice, my hand a vise, Harlan’s women softening to my fingers: the waxed pocks of their skins, how women keep their wetness under their bitter whites. In Georgia, we learned to drink the watered sour, heat lightning cracking above us, and even new housewives know how to release from three spoonfuls a belly’s worth, how to cut the tart with sugar. The rind, the resistant ellipses, are not the talk we make for men, only Sugah, have some more, and there’s pie too, why, what else could I have done with so many lemons? and we press our sweating cups to their lips, slipping flavor and fragrance—the shells, the containers we broke for want of ade, cast. From the phonograph of his front seat, Harlan’s voice spins me, the man beside me a coiling leg, and juiced, we say lemons!together in the working yeast of this cab, and what unapologetic fruit they are, leaving the smell of themselves even after I have scrubbed my hands free from them, my wrists having pushed men to drink, oh Sugah, and I want more than anything now to call out for my mother, who could roll into a room with the oval of her uncut self, who could press her palm hot against my chest as I breathed. We exhale our imbibed sprits out to glass, wrapping ourselves in smoke. Harlan chews a Nicorette each time he tries to break open a woman and she serves him only lemons. Night is moving us through another coming winter and we laugh quietly now to the pressure, each coming to the cool center of our single selves, and each pressing the other away from our own opposing bodies, where we are drifting to our separate and yellowed hallways, to perfume, the persistence of our missing women.

Last Photograph Of My Mother Laughing The one in the book after this, you’re in Louvre, whiter and colder than Venus. It will be winter, your hands in veins, your lips tight as marble. But now, it is spring and Manila, Jim Croce’s voice is wrapping against an aging purpling sky where a seam of your hair puffs up, nebulous perfection. You’ve placed your hand RIO GRANDE REVIEW

on your hip in young, flirtatious refusal. One wrist steels with a watch so big, it’s halfway to falling, and your arms are plain and hairless enough to turn into a statue’s missing limbs. Gallery mother, swing of my heart, you’re standing above three black-haired sisters who as I look at you there are dead. The investigative report says “dark sky, calm wind” in Louisiana while Jim gazed out the plane’s window, morning sticky with haze. Your city aches in the corner. And your mouth breaks so cleanly across the sky.

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Every Day Our Bodies Separate; Leaving The University Gym

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September, and the great stillness of moonless night and cooling air, the city in blue pockets in the hills, and just under your hands, the current of what’s forgotten. All week long, while you were running, or reading, your forefinger blurring the type, one season was slipping into another as lovers weave themselves across a bed, the odor of yeast from the beer bread lifting through the oven, the dog’s pad cracked, and in class, you were watching one student blink at another. There’s a time to believe in love, you’d thought, watchingher rub her arm hair, and him shift in his shirt, but then you believe all things end, and you’d tried so carefully to explain what Marilyn Hacker meant, how we “wake to ourselves, exhausted, in the late,” before you thought better about it, staring down the rows, and cited thefused limbs, and raised unlettered power instead, the poem’s words comets’ tails on blackboard. Now, you are finally leaving campus, content this time your heart has bettered the howl for sugar, your body hot from the work of itself, when you push through the glass door into Fall— and you remember a draft which was just like this once, when, past the dorm curfew, Tim was clutching your elbows beside a lake, the air cricket -thick, Cassiopeia encrusted in her collar. There is no loneliness as knowing. Years later, you were drunk yet again, at Folies Bergère, swimming the booth when the waiter came in his captain’s suit and sat with you. The gold-enameled dancer was still mounting her white horse. He poured the champagne. You sipped it softly.

Their muscles erupted each other’s as they rode circles on the stage, animal and woman, and you were grateful no one said a word. How could you have named the chill of her breasts, the terrible white fur? It was that gift of silence which happens between strangers, out of country. Then you walked home, tall cathedrals bristling in the baubles of their unrung bells. You turned up your collar against the coming cold as you turn up your jacket now, surprised by the suddenness of the season (or your own inattention to the small shifts), your breath crystal in the air—and each stripe offering direction down the asphalt lot is lamped and glistening, eerie as snow, solstice certain as the short drive ahead, to when you must walk up to your dark, quiet house, sink your key into the lock.


Displaced Women’s Blues Expelling a groan to siphon pain, women cry softly in toilet stalls, lengthening their emptying. The body erupts to loosen what it cannot contain, like a mother bleeding from her ear to call her daughter home. The phone clicks its uneven whine, lengthens its emptyin g. Bodies erupt in earthquakes, bagyos, tsunamis. We call our old countries, flattening our ears to strain up our lost homes. The phone clicks our uneven survivors out. And mothers slip children their first bacteria, pulsing nipples to gumming mouths. In bagyos, tsunamis, we call for our old, our countries flattening to concrete. Our mother drops an ocean from where her daughters survive, and mothers too, we slip our children their first bacteria, milkmicrobed for other soil. A child’s tooth breaks on concrete. A mother drops an ocean. From our lips, longing weaves a chainmail of ghosts, microbes netting the soil. A child’s tooth breaks through, white signaling separation. We bury the native language with Mother’s puffed lips, longing and weaving, but a mail chain of ghosts comes, red and blue, via international post. We smudge the white letters signaling separation, bury the native language. Into our mother -bodies, our sons burrow their dark wet heads, though women’s regrets come, red and blue, via international post. We smudge the letters of our names. The sky sings in sudden summer hail. Our sons burrow their dark wet heads. Women’s regrets grow hoary ankles, black as pansies, secretive as Spanish names. The sky sings in summer hail as a woman moans in tiled public space, sound the residence of her throat. We fountain black pansies, cotton compressing our ankles. Women moan in tiled public spaces to loosen what we cannot contain. We bleed, sounding our residenceless throats. Our bodies fountain and we cry softly, expelling a groan to siphon the pain.

Sasha Pimentel Malena Villar Diosa D. Boceto 2010.

Born in Manila and raised in the U.S. and Saudi Arabia, Sasha Pimentel is a Filipina poet and author of Insides She Swallowed, winner of the 2011 American Book Award. She directs the undergraduate studies in creative writing program at the University of Texas at El Paso, where she is an assistant professor in a bilingual (Spanish-English) MFA program. She lives on the border of Ciudad Juárez, México.

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Amarilis VĂŠliz Diepa. La luna y yo. 2010.

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Journeys to Memory Amarilis Véliz Diepa (Las Tunas, Cuba, 1957)

raduated from the National School of Arts Cubanacán, in La Habana. She has graduate studies in Industrial Design, Contemporary Art and Textiles. Veliz Diepa is one of few artists whose work was stored or exposed permanently in the Vatican, Rome, Italy. You can find digital files of her work, along with her résumé, in the Paris Museum of Modern Art. She has a work in

the Museum of Contemporary Art on Las Tunas, Cuba, and also in the Civic Saloon on the Comune di Terracina Museum on Latina, Italy. She has participated in more than sixty international and national collective expositions. Her work can be found in private collections in the United States, Japan, Italy, France, Belgium, Germany, Spain, Czech Republic, Mexico, Peru, Dominican Republic and Cuba. She has won the International Prize Beato

Angelico, in the Vatican (2003), The Sculpture Prize in World Education & Culture Fest in San Remo, Italy (2002), and the First Prize World Food Programme of United Nations, in Cuba (1999). Her creations had been reviewed or published in magazines like Caimán Barbudo and Quehacer (Cuba), Elos (Belgium) and La Colina de Pavece y Género (Italy). She has been included in the catalog 20 Plastic Artists from Las Tunas. She currently lives in Miami,


MFA Residential Program

Creative Writing of the Americas The only one of its kind in the U.S., the MFA at UTEP offers a fully bilingual (Spanish and English) course of study in fiction, poetry, playwriting, screenwriting, literary translation and non-fiction. The MFA program requires a 48 hour commitment which usually takes three years to complete. Our flexible course offerings cover a wide array of topics, including literary translation, libretto writing, the novella and the prose poem. In addition, our students have access to courses offered by other departments, such as Theater, English and Language and Linguistics. Our bilingual literary journal, Río Grande Review, is entirely edited by our MFA students. Located in the Chihuahuan Desert, where two nations meet, our program is constantly evolving to meet the needs of students coming from the United States, Latin America and the rest of the world. We offer assistantships to many of our students. The success of our program is reflected in the success of our students, who have won major literary prizes, including the highly prestigious 2012 Premio Tusquets de Novela, the 2006 Premio Clarín de Novela, the 2005 Premio Nacional de Cuento de Colombia, the 2005 Chicano-Latino Literary Award given by UC Irvine, the 2004 Concurso Nacional de Novela Joven de Mexico, the 2004 Premio Nacional de Poesía Joven “Elias Nandino,” the Premio Bienal Copé de Poesía (Perú 2002) and, the 2004 Andrés Montoya Poetry Prize.

Contact: Department of Creative Writing University of Texas al El Paso Liberal Arts 415 500 West University Avenue El Paso, TX 79968 (915) 747-5713 mfa@utep.edu


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