LA OBRA MAESTRA DE ESPAÑA MANUEL SIUROT
MARÍA ESQUIVEL MARTÍN
LA OBRA MAESTRA DE ESPAÑA (Enseñanza popular. España en América) TALLERES VOLUNTAD, SERRANO, 68-MADRID
MARÍA ESQUIVEL MARTÍN
A Manolo y Malbuena una maravillosa conjunción de bondad y de inteligencia. A mis nietas
MANUEL SIUROT
MARÍA ESQUIVEL MARTÍN
CONFERENCIA PRIMERA Breve noción de América. — El hombre viejo. El hombre nuevo. En un magnífico salón de la plaza de España, en la que fué Exposición Ibero-Americana de Sevilla, donde el ladrillo labrado alcanza una expresión de belleza incomparable y donde el arquitecto Aníbal González ha dejado reliquias gloriosas de un arte andaluz sonriente y triunfal, se reunieron, una tarde de primavera, cincuenta alumnos de las mejores escuelas españolas, para saludar a un grupo numeroso de jóvenes americanos, cuyo profesor iba a desarrollar, ante ellos, una serie de conferencias sobre “Historia de España en América”. La alegría y compostura del simpático auditorio, el lugar bellísimo, la materia de la lección, tan apropiada para sugerir ideas interesantes, y la competencia reconocida del educador americano, doctor Colombino, que sabe sembrar siempre la bondad y la luz en las almas de los discípulos, eran motivos para explicar la expectación de los oyentes, que parecían unos hombrecitos a pesar de que ninguno de ellos pasaba de los 15 años.
Dijo el maestro: — América, que es una creación de España, es el inmenso país que siente sobre sus cuarenta millones de kilómetros cuadrados todas las influencias geográficas del planeta, porque tiene la cabeza y los pies en los hielos de los polos; el calor de los trópicos le calienta los cinco mil doscientos kilómetros que hay desde el centro de Méjico y norte de Cuba (Cáncer) hasta Antofagasta y Río Janeiro (Capricornio). El Ecuador le proyecta un sol de incendio desde la desembocadura del Amazonas hasta las costas occidentales; y en los Estados Unidos y norte de Méjico, arriba, y en la Argentina, Uruguay y Chile, abajo, las caricias de la zona templada hacen de sus tierras un tesoro de bienes y un paraíso de dulzuras. En las edades prehistóricas, opinan algunos que no existían tan estrecha la faja de la América Central que une a las dos grandes masas continentales. La América Central de entonces, según aquella opinión, era más ancha; pero al Atlántico y al Pacífico que son dos hermanos gemelos, les molesta no verse más que en las regiones frías del Canadá y Magallanes. Quieren darse un abrazo eterno entre los perfumes de la flora tropical, y batallan siglos y siglos golpeando con sus olas la estrecha faja que los separa, para conseguir algún día el triunfo geológico de la unión. El hombre ha querido adelantar este día cortando las tierras centrales con el canal de Panamá; pero, aunque mercantilmente hablando, el canal es una obra de gigantes, a los dos océanos les parece poco y cantan con sus olas, en perpetuo trabajo, el himno del triunfo definitivo que esperan.
— (Los alumnos han oído atentamente al maestro porque han entendido muy bien la imagen. Hay en el ambiente una emoción mixta de progreso y de patria.)
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— Si no fuera por la corriente del Golfo tendrían un frío intolerable, no sólo las costas de Europa, sino las americanas del Centro y del Norte. Esta maravillosa corriente es un singular aparato de calefacción atlántica. El Gulf-Stream es un círculo eterno de movimiento, de calor y de vida. Si nos colocamos en la península del Yucatán podremos ver que la corriente va costeando las orillas del Golfo; pasa por la Florida; sube hacia el Norte, dirigiéndose a Europa, y baja desde la península escandinava hasta las islas de Cabo Verde, para luego virar en ángulo recto, internándose en el Atlántico y empalmando en el Yucatán en su eterna circulación. — Un muchacho andaluz, después de fijarse atentamente en el mapa que ha dibujado con yeso el profesor, pregunta: — ¿Y por qué se mueve esa corriente? Los compañeros miran con simpatía al interruptor, y el maestro dice: — Hay muchas teorías para explicarla, pero ninguna convence del todo. Quizás reuniéndolas nos acerquemos a la verdad. El calor del Ecuador calienta las aguas del mar. La temperatura del Norte las enfría. Si en el extremo de un baño de agua se introduce un chorro de vapor y en el contrario una barra de hielo, al instante se producen dos corrientes: una templada, que va por encima desde el calor al frío, y otra fría, en sentido contrario y por debajo. Unid a esto la influencia de los vientos, la fuerza centrífuga del movimiento giratorio de la tierra, las atracciones lunisolares, los desniveles producidos por las evaporaciones y acaso las influencias magnéticas no estudiadas ni conocidas bien todavía, y todo ello explicará estas corrientes que circulan por todos los mares, porque además del Gulf-Stream hay corrientes en el Pacífico, en el índico y en los mares del Sur. El gran descubridor Ponce de León observó la corriente del Golfo, en la Florida, en los primeros años del siglo XVI; y Alaminos, siguiéndola, descubrió la gran ruta circular atlántica para venir pronto desde América al viejo continente. Como esa masa de agua tiene una porción de grados de calor más que el resto del mar, se produce una temperatura, en los continentes afectos a ella, superior a la que tendrían si desapareciese la causa productora. Pero hay un fenómeno interesantísimo de la vida de los peces, producido por este maravilloso Gulf-Stream.
(Los muchachos redoblan la atención.)
Los peces de las aguas tropicales, gustosos del calorcito de la corriente, se dejan llevar a toda comodidad por ella y viajan desde el Golfo de Méjico a los mares del Norte con una velocidad media de seis kilómetros por hora. Como son, no diré millones, sino billones y trillones de seres embarcados en esa masa de agua, que tiene un volumen dos mil veces más grande que el Amazonas en su desembocadura, cuando esa multitud de peces choca con la corriente fría que baja del Norte, se producen verdaderas catástrofes, y la miríada de millones de seres muertos sirven de alimentación a los peces de aquellos climas, v. gr., al formidable banco de bacalaos de Terranova, que vive de eso.
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Y, por el contrario, los peces de las aguas frías del Polo Sur, como vienen embarcados en la corriente de los mares australes, que sube por el Atlántico hasta encontrarse en las costas de África con la corriente del Golfo, mueren al contacto del medio más caliente, y esto da lugar a la alimentación de los extraordinarios pesqueros africanos, sobre todo a los magníficos del Senegal, cuya riqueza es incalculable. De este modo las corrientes del mar, en su ir y venir inacabables van creando la vida y produciendo la muerte, como si en el enlace de las dos estuviera el cumplimiento de las leyes de Dios.
— (Los jóvenes, entretenidísimos con la narración interesante, están encantados con el ameno profesor.) — Desde el Canadá hasta la Tierra del Fuego, son muchas las perspectivas de la costa americana pacífica que dan el espectáculo de las nieves eternas de sus cumbres. De Norte a Sur, es decir, en una longitud de más de quince mil kilómetros, que representan más de quince veces la distancia recta de Bilbao a Gibraltar, se mira al mapa americano y da la sensación de que aquella cordillera inacabable es como la columna vertebral del nuevo continente. Vértebras gigantescas de ese espinazo de montañas son las sierras Cascadas del Canadá y los montes Rocosos que bajan desde los territorios del Dominio hasta los Estados Unidos. Estos tienen, por la costa del Pacífico, la Sierra Nevada, y en la región Centro-Este le sirven sus montes Apalaches para romper la monotonía de las dilatadas llanuras centrales. Un eslabón formidable de la gran cadena occidental es la sierra Madre de Méjico, que se va disipando con nombres distintos por las costas de la América Central, y, por último, las vértebras mayores corresponden a la región de los Andes; y es grandiosa la visión de la cordillera en toda la América del Sur, singularmente en Perú, Bolivia y Chile, donde el Aconcagua se remonta a los cielos con una altura de siete kilómetros sobre el nivel del mar. Los pasos de la llanura argentina para ir por la cordillera a Chile tienen cuatro y cinco mil metros, lo que da lugar a la enfermedad llamada puna. La altura extraordinaria origina un desequilibrio entre la presión interior humana y la presión atmosférica. El aire, a medida que vamos subiendo, pesa menos sobre nosotros, y llega un momento en que no están equilibradas las dos presiones; la sangre se nos escapa por la boca, oídos y ojos, y una borrachera sin alcohol nos marea hasta dejarnos sumergidos en un sopor de envenenamiento del que algunos viajeros despertaron en la eternidad. Es claro que los naturales del país alto andino están aclimatados y no sienten los efectos desagradables de lo que ellos llaman apunarse. La cordillera, en toda la extensión de América, está llena de volcanes, y aunque destacan principalmente en Méjico el Colima, el Toluca, el Malinche y el Orizaba, y en el Ecuador el Cotopaxi y el Chimborazo, puede decirse, en general, que en toda la cordillera, desde el Canadá hasta el cabo de Hornos, los cráteres de los inmensos conos respiran llamas sulfúreas como focos luminosos de aquella brava naturaleza de las alturas.
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Si en un determinado momento se encendieran a la vez todos esos focos, sería una serie sucesiva de espectáculos incomparables los que presenciaría el aviador que, volando por las costas admirara en las noches tropicales el misterio de aquella iluminación fantástica, encendida por los gigantes de la cordillera, para avisar, por oriente, a las llanuras interminables, y por el ocaso, a las soledades misteriosas del mar, que el genio de los Andes sabe escribir con nieve y fuego la página más bella acaso de la naturaleza. — Los lagos americanos son numerosos y de una extensión enorme, sobre todo en la América del Norte, pues llenan con sus aguas llanuras interminables del Canadá; y cuando esta región linda con los Estados Unidos, el lago Superior, el Michigan, el Hurón, el Erie y el Ontario dan un carácter especial y bellísimo al norte de la gran república, y muy especialmente cuando, en la unión de los dos últimos, un río inmenso se precipita en el aire, por un corte gigantesco, produciendo la catarata del Niágara, que, como espectáculo, es incomparable, y como fuente de energías eléctricas, una riqueza fecundísima. Los ríos americanos son casi siempre grandes. Basta fijarse en los del Hudson, en el Colorado del Norte, en el San Lorenzo y en los del sistema central de los Estados Unidos, donde el padre Misisipí muestra la inmensidad de su masa arrolladora, penetrante en el Golfo de Méjico como una cuña de agua dulce que el río clava leguas y leguas en la masa salada del mar; y en el Plata grandioso, que formaron el Paraná, el Paraguay y el Uruguay, para ostentar, en la desembocadura, que es un mar dulce, el mar dulce de Solís, ciudades tan cosmopolitas como la mundial Buenos Aires y la bella y gentil Montevideo, metrópolis cultísimas de dos pueblos libres. El Amazonas nos sugestiona más, no sólo por su grandeza, sino porque aún conserva casi intacto el prestigio de su leyenda primitiva. El calor sofocante, la fauna y la flora tropical y la difícil aclimatación del hombre blanco en sus riberas, le hacen conservar su misterio, al que ayuda la agobiadora extensión de su carrera central, en la que concurren numerosos ríos, cada uno de los cuales es una maravilla americana, por sus cocodrilos, tortugas, arenas de oro, peces de especies raras y desconocidas, y por las selvas ecuatoriales que llegan lujuriosamente hasta las mismas orillas, aplastando al hombre, pequeño y deprimido ante el triunfo imponente de aquella desbordada naturaleza. El Amazonas, que nace en las faldas de la cordillera andina y atraviesa inmensas llanuras, lleva más agua que todos los ríos de Europa reunidos, y sus líneas onduladas se desarrollan en una longitud de 6.000 kilómetros. Aquella masa líquida necesita, para volcarse en el mar, una extensión de trescientos kilómetros de costa. Vicente Yáñez Pinzón, el gran marino, célebre en la historia del descubrimiento de América, fué el primer hombre europeo que vió las aguas del río americano; por cierto que estuvo a punto de naufragar en su desembocadura, porque el “Pirozcoa”, o sea una terrible tempestad, que suele formarse, durante la luna llena, al chocar la marea atlántica con la corriente fluvial, por poco hunde en sus aguas para siempre la carabela del inmortal piloto descubridor. Era entonces el año 1500, y puso al río el nombre de Marañón.
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Luego, medio siglo más tarde, Orellana, el valeroso y abnegado explorador, hizo por el río un viaje de once meses, lleno de sacrificios y de luchas, y por unos combates que hubo de sostener con un ejército de mujeres guerreras, puso a la corriente fluvial el nombre que hoy tiene, Amazonas. En el siglo XVII, el P. Acuña, que formaba parte de la expedición mandada por el capitán mayor Pedro Texeira, hizo un libro interesantísimo sobre el río que, como él dice, es abundante de pesca; sus orillas, de caza; los aires, de aves; los árboles, de frutas; los campos, de cultivo; las tierras, de minas; y los naturales que lo habitan, hombres de genio agudo y rara habilidad. No puedo resistir la tentación de contaros la manera de cazar las tortugas de los indios del Amazonas, según el P. Acuña.
(Los oyentes llegan al máximum de interés ante las palabras del orador y maestro.)
La tortuga amazona es de grandes dimensiones y de carne riquísima. Es un animal anfibio que no se deja sorprender por el hombre, pero cuando llega la hora de la reproducción va a poner sus huevos en las calientes arenas de los campos vecinos al río. Se ve entonces una multitud enorme de estos animales que avanzan lentamente hacia sus nidos. Los indios surgen de sus escondites y empiezan a capturar tortugas; mas, como pesan mucho, las vuelven de espaldas, y es curioso ver entonces a aquella piara de animales tendidos mirando al cielo y pataleando inútilmente, porque son incapaces de dar por sí mismas la vuelta a su posición normal.
(Los escolares se ríen al considerar el espectáculo que ofrecen aquellas torpísimas tortugas moviendo sus remos deformes, como si protestaran ante el sol, el cielo y el aire de su ridícula posición.) Los indios, sonrientes, vuelven patas arriba tantas tortugas como hacen falta para el mantenimiento de la tribu. A las demás las dejan volver tranquilamente al río. Luego las van amarrando una a una como si formaran todas ellas un largo tren. Ya unidas entre sí, las vuelven a su posición natural y se forma una interesante procesión hacia el Amazonas, donde espera. una piragua que conduce a la fila, interminable de tortugas hacia una especie de pequeño puerto interior, en comunicación con el rio por un canalillo, suficiente a que penetre por él la sucesión de los animales presos. Luego las sueltan en la cárcel líquida y allí permanecen hasta que les toca el día del sacrificio. En resumen, mis queridos oyentes, que el indio, como no puede cazar la tortuga más que en el período de la puesta de huevos, hace, acopio de estos animales en la ocasión dicha y tiene luego, durante todo el año, carne fresca diaria. Como los indios no han sido siempre tan inteligentes ni mucho menos, acostumbrado como está el lector de los escritores primitivos de Indias, a la vida salvaje de la mayor parte de los pobladores aborígenes de América, se siente una gran admiración cuando se leen rasgos como los de estos cobrizos del Amazonas, tan inteligentes y tan simpáticos.
— (Esta vez han aplaudido los oyentes, no sólo al maestro, sino a los gentiles cazadores de tortugas que de modo tan ingenioso resolvían el problema de la alimentación.)
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— La esplendida naturaleza americana ha sido la admiración de todos; lo mismo en el reino mineral, que en las plantas y animales. Eran numerosas las minas de oro, plata y cobre. Las perlas del mar de los Caribes y las del Golfo de Panamá se hicieron famosas en el mundo; las esmeraldas pasaron desde los yacimientos a las coronas de los Reyes; y el carbón y los petróleos almacenados por la naturaleza en los formidables yacimientos, esperaban el día en que la industria moderna necesitara de ellos para la solución de los problemas materiales del progreso. Los hombres descubridores del continente cobrizo vieron en la tierra nueva algodoneros, cacao, caucho, tabaco, patatas, plátanos, bananas, dátiles, quina, maíz, cocoteros, calabazas, palo santo, zarzaparrilla, y yuca, cuya raíz alimenticia sirve para la fabricación del pan cazabe, entre otras mil plantas. También vieron los exploradores españoles una fauna abundantísima, de monos, erizos, gamos, llamas, vicuñas, bisontes, marsupiales, tapiros, cerdos salvajes, osos, pumas o leones, jaguares, armadillos y terribles serpientes. En los aires, cóndores, águilas, milanos, palomas, papagayos y un sinnúmero de aves que, con sus colores variadísimos, parecen flores con alas, como dijo un poeta de la tierra americana. En el agua viven animales de gran tamaño, como las tortugas, cocodrilos, tiburones y manatíes. Quiero hacer una referencia a la cita de López de Gomara, en su “Historia general de las Indias”, de un manatí en la Española (hoy Santo Domingo). El cacique Caramateji cogió un manatí pequeño y lo cuidó durante veintiséis años en la laguna de Guainabo. El monstruoso animal salió tan manso y amigable, que comía de la mano cuanto le daban. Acudía llamándole por su nombre, Mato, que quiere decir magnífico. Salía del agua y venía a la casa del cacique a la hora de comer. Retozaba en la ribera con los niños y con los hombres, sufriendo que se le subiesen encima algunas veces hasta diez indios, a los que hacia surcar la laguna sin zambullirlos. Era el encanto de la tribu. Un día, un extraño quiso asustarlo lanzándole por broma un arma que no le hirió, y Mato se previno de tal modo que, cuando veía gente desconocida, se negaba en absoluto a venir a tierra. Creció una vez mucho el río que comunicaba con la laguna Guainabo, se salió de su cauce, y llevóse al buen Mato al mar donde naciera, quedando muy tristes Caramateji y sus vasallos. — Los Estados Unidos, Méjico, Guatemala, San Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, Cuba, Haití, Santo Domingo, Colombia, Venezuela, Brasil, Ecuador, Perú, Chile, Bolivia, Paraguay, Uruguay y Argentina, que forman veintiuna naciones, juntamente con el dominio del Canadá, con la Groenlandia, Alaska, Puerto Rico y las posesiones de Francia, Inglaterra y Holanda, es decir, la América entera, ha desenvuelto en la época actual tan sabia y virilmente las condiciones de su suelo y las energías intelectuales de sus hombres, que en carbones, petróleos, hierros, cobre, oro, plata, trigo, maíz y ganadería produce América más que todo el viejo continente. Lo que no tiene nada de extraño, porque podemos decir que solamente los Estados Unidos también pueden vencer, en estas producciones fundamentales de la vida moderna, a todos los demás países juntos. América es hoy el factor más importante del comercio y la industria mundiales.
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El hombre viejo americano
— El hombre, ¿aparece en América sin relación de origen con las razas del viejo continente? Lo negamos, porque, como ha dicho muy bien un sabio germano, se descubren en el hombre aborigen del nuevo mundo la inmediata procedencia que en su constitución y fisonomía ofrecen los Pieles Rojas (Norte) con los esquimales europeos, que en épocas remotas debieron emigrar a América por el estrecho de Bering. Los hombres del occidente americano del Sur, y muy especialmente los peruanos, acusan un origen asiático, influencia que ha venido a la cordillera de los Andes por el Pacífico, mientras que las costas atlánticas en épocas prehistóricas han visto venir a ellas hombres de África y de Europa. En el momento en que los españoles llegan a América, podemos considerar los siguientes grupos de raza cobriza.
PIELES ROJAS
— Ocupaban la parte alta y centro de la América del Norte. Eran tan belicosos, que no vivían un solo día en paz, y de su salvajismo tuvieron dolorosas experiencias los españoles que hicieron exploración en la parte Este y Centro de la actual república de los Estados Unidos. Los indios llamados Pueblos, que también ocupaban territorios de la gran república americana, si bien eran guerreros y salvajes, tenían, sin embargo, más cultura que los anárquicos pieles rojas, habitantes de sus tierras y bosques, sin regla ni ley, en un colmo de selvática independencia.
LOS AZTECAS — El Anáhuac, llanura encerrada entre las dos ramas de la Sierra Madre, es el asiento de la civilización mejicana. Los toltecas (sembradores de rosas); los chichimecas, con sus famosos reyes Nezahualcóyotl, llamado el Solón del Anáhuac, y su hijo Nezahualpilli; los tlascaltecas, belicosos y amantísimos de su libertad, forman con los aztecas el fondo de la población nativa de Méjico, y también la resultante civil de todos estos pueblos da lugar a la civilización de los nahuas. Los aztecas llegaron a la meseta dos siglos antes del descubrimiento de América y fundaron dos ciudades, Tlaltelolco y Tenochtitlan, que se levantaron en la laguna. Los aztecas tomaron importancia en las luchas con los pueblos vecinos, y uno de sus jefes comenzó la construcción del inmenso templo de Huitzilopochtli. Tenochtitlan fué el origen de la ciudad de Méjico. Los aztecas se dividían en veinte clanes, y todos ellos constituían la tribu. Los que no se casaban perdían la personalidad civil y entraban al servicio de otros. Muchos de ellos eran agricultores. El oro y la plata se estimaban como de procedencia divina. Todo hombre de la tribu estaba obligado a pelear con los indios colindantes, y los prisioneros eran sacrificados a su gran Dios. Además de Huitzilopochtli, dios de la guerra, que había nacido de una diosa virgen, los mejicanos adoraban al dios del viento, al dios solar, y en general puede decirse que tenían tantos dioses como fenómenos naturales y como necesidades de sus guerras y de sus vidas. La civilización azteca se muestra en su famoso calendario, círculo de piedra donde con representaciones jeroglíficas se marca la sucesión de los meses, los años y los siglos.
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Son dignos de especial recordación, entre sus construcciones y monumentos, el canal que va desde Tecuzco a Tula, y los formidables teocalli o altares de horribles sacrificios humanos, como la magnífica Pirámide del Sol. Se sacrificaban con frecuencia niños inocentes y prisioneros de guerra. Se llevaba a las víctimas con gran pompa al teocalli, cuyas gradas habían de subir. En la parte alta la víctima, tendida en el altar, era sacrificada horriblemente pues se le arrancaba vivo el corazón y, palpitante todavía, era colocado en el sangriento vaso de las Águilas. Los mexicanos tenían una grotesca escritura, pues con jeroglíficos pintados en tiras de cuero expresaron algunas ideas. Este mismo sistema no alcanzó desarrollo hasta después de la conquista española. Vemos, pues, que la civilización de los aztecas es una mezcla de cosas buenas y de costumbres abominables. Por eso será preciso redimir a este gran pueblo para que entre francamente en el ciclo de la civilización.
LOS MAYAS QUINCHES
— Vivían al Sur de Méjico, en el Yucatán y en Guatemala. Entroncan con los mejicanos, y es muy característica su legislación penal, así como sus costumbres ganaderas. Todavía más importantes que las construcciones aztecas son los edificios mayas del Yucatán, cuyas ruinas admiran hoy al viajero. Trabajaban estos artistas la piedra, esculpiendo en ella figuras humanas con detalles llenos de maestría. Los relieves de Palenque y Jaxchilan, de carácter religioso, son una revelación de aquella raza primitiva.
CHIBCHAS
— Ocupaban la meseta de Cundinamarca (Colombia). Eran estos indios los más artistas de América, pues sus trabajos de orfebrería y escultura fueron sencillamente prodigiosos. Es digno de admiración ver a estos hombres aislados en la barbarie de las tribus, y, sin embargo, por una fuerza propia, naciente en su sensibilidad e inteligencia, los vemos luchar solitarios tras la emoción bendita de la belleza y el arte. Los indios Quimbaya de la Hoya del Cauca sobresalieron en las artes, y muy especialmente en los trabajos escultóricos de oro, que hemos apreciado en la Exposición de Sevilla. La lengua chibcha es distinta de la peruana. Cuando los españoles del siglo XVI llegaron a la meseta, encontraron una civilización relativamente adelantada. Aquellos indios eran algo agricultor, algo industrial y comerciantes. Odiaban el adulterio, y los maridos burlados buscaban en el suicidio el alivio de sus tristezas. Los chibchas de Bogotá llevaban las orejas agujereadas con pequeños adornos de oro, en número igual a los combatientes muertos por ellos en las batallas. Cultivaban el maíz, la patata, la coca y el tabaco. Tenían mercados públicos y ferias. Obtenían oro y cobre en Moniquirá, y esmeraldas en las minas de Somondoso. Fueron hábiles tejedores, y sabían alear y laminar los metales.
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Eran frecuentes entre ellos los sacrificios humanos, y los mojas o sacerdotes niños se degollaban en honor de sus dioses al empezar su pubertad. La principal leyenda de la mitología Chibcha gira sobre el héroe-dios Bochica, promotor de todos los bienes de los hombres, en lucha con las perniciosas influencias de la hechicera Huitaca, que inspira al hombre la embriaguez y los vicios destructores de la Humanidad.
CARIBES — Eran los pobladores de muchas islas en el mar Caribe y de las tierras del continente en este mar. Fueron comedores de hombres, como casi todos los indios, con excepción de las razas más civilizadas. Todos los libros de nuestros primitivos de Indias están llenos de los horrores de la antropofagia; pero, en honor de la verdad, nada hemos encontrado en las historias viejas que pueda compararse con aquel caso que-cuenta Cieza de León. “Oí decir que los señores de estos valles de Nore buscaban en las tierras de sus enemigos todas las mujeres que podían, las cuales, traídas a sus casas, usaban con ellas como las suyas propias. Los hijos que nacían los criaban con mucho regalo hasta que había doce o trece años, y desta edad, estando bien gordos, los comían con gran sabor, sin mirar que eran su sustancia y carne propia. ” No hemos oído ni leído un caso de barbarie semejante, porque lleva consigo la negación de todos los principios de la dignidad humana.
LOS GUARANIES
— Habitaban una gran extensión, que en distintos grupos se presentaban desde el Amazonas al Plata, principalmente. En sus chozas de vegetales encontraron los españoles exploradores muchos ejemplares de una cerámica grosera, pero rica de colores. Peleaban diestramente, manejando el arco con extraordinaria perfección, y eran temibles por sus armas envenenadas, como casi todos los indios con los que tuvieron que entenderse los hombres de la colonización española.
QUECHUAS — Desde Colombia a la Argentina vivió este pueblo inteligente, que, entre aquellas salvajes ignorancias del indio americano, descolló por sus tendencias civilizadoras y supo destacar una personalidad saliente, no sólo por sus ciclópeos monumentos, sino por el carácter social de sus instituciones. El inca era un jefe que se distinguía casi siempre por su amor al pueblo; un rey de tribu que, como Pachacutic, transformó la legislación y las costumbres, y al que debieron aquellos quechuas la construcción de templos, caminos y el embellecimiento de la vieja ciudad del Cuzco. EI inca es lujo del Sol. Su palabra era ley. Gobernaba en nombre del astro. Hacía la guerra y otorgaba la paz. No moría, sino que, fatigado de la vida, era recibido en la inmensidad de su padre para ser del todo feliz. El famoso templo Coricancha de Cuzco estaba en el centro de la antigua ciudad, y en su cámara más importante se adoraba la imagen de oro del Sol.
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En otros cinco departamentos más pequeños daban culto a la Luna, esposa del Sol, cuya imagen era de plata; al planeta Venus, al Rayo, al Arco Iris y a las Estrellas. En estas cámaras no podían entrar más que el inca, sus parientes varones y las Vírgenes del Sol, vestales americanas que, después de servir a la deidad durante algunos años, se casaban luego con los caciques y curacas. A pesar de sus leyes, y no obstante la agricultura naciente y el pastoreo de llamas, no puede hablarse, como alguna vez se ha hecho, de la civilización admirable de estas tribus. Faltaban para ello elementos fundamentales del progreso humano. Como ha dicho muy bien un autor moderno, la civilización quechua era la relativa a una tribu de indios muy adelantada, pero nada más. Los aimaraes andinos y los del Chaco aprendieron de los quechuas el pastoreo y alguna que otra forma primaria de la agricultura.
LOS ARAUCANOS — Todas las tribus americanas se gobernaban por jefes denominados caciques, y estos araucanos (territorio de Chile) sostenían el criterio político progresivo de que todo hombre de la tribu tenía derecho a aspirar al cacicato. Cuando estos indios se pusieron en contacto con la civilización de los incas peruanos, aprendieron de ellos el riego y el pastoreo del huanaco. Amantes los araucanos de la independencia, pelearon brava y obstinadamente contra los españoles, y era tal la feroz acometida de estos hombres en la guerra, que Ercilla, en su Araucana, los compara al caimán hambriento. Así describe, en su poema, la tragedia de los corredores de Valdivia, muertos todos en un estrecho paso de la cordillera: Como el caimán hambriento, cuando siente el escuadrón de peces que cortando viene, con gran bullicio, la corriente, el agua clara en torno alborotando; que abriendo la gran boca cautamente recoge allí el pescado, y apretando las cóncavas quijadas lo deshace y al insaciable vientre satisface; Pues de aquesta manera recogido fue el pequeño escuadrón, del homicida, y en un espacio breve consumido sin escapar cristiano con la vida...
LOS DIAGUITAS
— Acampaban, en la época de la colonización española, por toda la región montañosa de la Argentina, en Salta y Catamarca, así como en Tucumán y Mendoza. Eran agricultores, y aún existen ruinas de sus fortalezas y construcciones muy semejantes a las del Perú. Fueron inspiradores de todos los indios argentinos.
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Igualmente liaremos constar que los Patagones eran los hombres más altos del Nuevo Mundo, y que los Fugianos vivían en la tierra del Fuego en una degeneración miserable. Todos estos indios de América tenían una concepción torpe de la idea sobrenatural de Dios. En casi todas las regiones se rendía culto al Sol y a la Luna con nombres distintos, siendo una característica muy original de estos pueblos que apenas se tributaba adoración a Dios, porque todos sus cariños y cultos los dedicaban al espíritu del mal. Decían ellos que a Dios, que es muy bueno, no hay que adorarlo porque no nos hace mal ninguno; pero al demonio, el Iuanchi de muchas tribus, hay que tenerlo contento para que no se meta con nosotros. Estos inocentes indios no sabían que el espíritu del mal no puede dar, ni producir, más que males. Todas las formas groseras del culto a los ídolos (fetichismo) y de la reverencia a los animales (totetismo) se practicaron por aquellos pueblos ignorantes, que por otra parte sacrificaban víctimas humanas a sus dioses, y es raro el grupo étnico de los anteriormente enumerados en donde no se comiera la carne de los hombres, extraños a la tribu, que caían en su poder. La civilización americana era, pues, en términos generales, perfectamente salvaje, cuando los descubridores de América tocaron con las carabelas en la isla de Guanahaní.
El hombre nuevo
— El hombre nuevo americano es el producto de la cruza de España con la raza cobriza, en una buena parte de los Estados Unidos, en Méjico, en la América Central y en todo el continente del Sur. Los ingleses llegaron al Norte un siglo después que los españoles, y no se mezclaron con los indios, sino que los persiguieron y aplastaron, haciéndolos casi desaparecer, pues los actuales Estados Unidos y el Canadá están formados por hombres blancos ingleses, alemanes, etc., sin mezcla alguna con la raza originaria. España ha realizado el gran milagro. Solamente ella ha sabido tomar en sus manos un continente cobrizo, inferior y atrasadísimo, y lo ha convertido, por la mezcla de su sangre selecta con la grosera anatomía cobriza, en la actual Hispano América, que es un orgullo de la civilización. España no supo realizar esto ni con los fenicios, ni con los cartagineses, ni siquiera con los árabes, porque, siendo pueblos de otras razas, tuvieron sus hombres y mujeres repugnancia invencible a mezclarse con ellos. En América pudo hacerse el prodigio de la unión, porque cuando los españoles fueron allá acababan de concluir la guerra de la Reconquista, donde ocho siglos de luchas, privaciones, austeridades, dolores e inquietudes, dieron a España condiciones para poder fundirse con América. La Reconquista fué el estudio de una carrera de ocho siglos que España cursó, para ejercerla después roturando el continente nuevo, y sembrando su carne blanca en el surco indio. No cabe duda que España ha sido, además de escultora de pueblos, blanqueadora de razas, porque, como dijo un ilustre doctor portorriqueño, propagandista de los ideales hispanoamericanos, “España es la .única nación del mundo que ha sabido abrir ángulos faciales”. Efectivamente, la patria viril y generosa le ha abierto el ángulo facial a medio planeta.
— (Los oyentes, puestos en pie, han vitoreado a España, a América y al maestro que tan cariñosamente les dirige la palabra.)
MARÍA ESQUIVEL MARTÍN
CONFERENCIA SEGUNDA Algo de geografía precolombina científica y descriptiva. — Influencia española — Cartas náuticas — Los portugueses Reunido el mismo auditorio a la tarde siguiente en el artístico y grandioso salón, se esperaba con placentera impaciencia la segunda lección del buen maestro. La conferencia anterior había sido objeto de calurosos elogios en todos los círculos y reuniones de la ciudad andaluza, y entre los escolares y estudiantes había un deseo vehemente de ovacionar al sabio profesor; por eso, cuando éste apareció en la tribuna fué aclamado con el entusiasmo con que la juventud hace las cosas.
El maestro dijo modestamente: — Agradezco esa generosidad de vuestros aplausos y aclamaciones. Debo, sin embargo, advertir que el calor de vuestro entusiasmo está encendido por una causa superior a mis pobres méritos. Vosotros os movéis en el ambiente que la cultura moderna ha creado, y los jóvenes españoles y los americanos, llenos de alegría por la relación que aquí les une, proyectan sobre mi persona sus mutuos afectos. De ese modo yo recojo el fruto de estas amistades, pues soy ahora mismo el punto de convergencia de vuestras almas, tocadas de un patriotismo que pasa las fronteras de las naciones para inscribirse en los límites anchurosos de la gran patria hispanoamericana. Veremos algo del estado de la geografía antes del descubrimiento de América. La geografía interesa a todo el mundo, y a los españoles, más; sobre todo si es una geografía relacionada directamente con el advenimiento de América a la vida de la civilización. Hay dos clases de geógrafos: los que saben geografía y los que la crean, y España es la madre generosa que ha creado más de medio planeta, porque son hijos de su genio el Atlántico, América, el Pacífico y la Oceanía. Todos los conocimientos que vayan, pues, orientados hacia la obra de la gran maestra de la geografía creadora, nos interesan especialmente. El gran elipsoide de revolución, que eso viene a ser aproximadamente la tierra con sus aplastamientos de polos y su mayor anchura por el Ecuador, no fué conocido en sus exactas, precisas, proporciones, sino en los tiempos modernos. Es decir, que las medidas matemáticas de los meridianos (40.000 kilómetros), del Ecuador (40.070 kilómetros) y del radio terrestre (6,370 kilómetros) es una conquista del cálculo moderno. Dividiendo la circunferencia del meridiano en 360 grados, cada uno medirá 111.111 metros. El grado de la circunferencia ecuatorial es de. 1 1 1.305 metros. El grado de los círculos paralelos irá, naturalmente, disminuyendo a medida que vamos del Ecuador a los Polos. Nos importan estos datos porque vamos a poner nuestra atención en el proceso de las ideas con respecto a las dimensiones y forma de la tierra, ya que son estos puntos los que nos interesan más como premisas científicas relacionadas con el descubrimiento de América. La tierra, en las civilizaciones primitivas, se creyó plana. Esta era la impresión primera de los sentidos, la idea natural, lo que el hombre vió antes de realizar observaciones y estudios.
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Pudiera decirse que la verdad estaba oculta y que la percepción objetiva era toda ella un error universal, pues por un misterio incomprensible, la naturaleza, ante los sentidos del hombre, inducía a una equivocación casi inevitable, que se había de ir disipando con la luz del entendimiento. Como si Dios hubiera querido graficar el alcance de los sentidos en la conquista de la verdad, dando a aquéllos un radio modestísimo, y reservara para la inteligencia, la infinitud del espacio y la posesión del secreto, aun cuando éste se ocultara en distancias inmensas y en apariencias contradictorias. Se dice que los egipcios conocieron la exacta medida de la tierra. Aunque es razonable esperarlo todo de la ciencia de sus sacerdotes, no podemos hacer una demostración documental de esta importantísima materia, de modo que no haya lugar a dudas. Aristóteles afirmaba que la tierra no sólo era redonda, sino una esfera. Creía factible salvar por el Atlántico la distancia de Europa al Asia. Contra esta afirmación se levantaron todos los intereses creados de la ciencia vieja, que desde Homero declaraba ser la tierra un disco plano en cuyo centro los dioses habían colocado a la Grecia. Al llegar a este punto el doctor Colombino es interrumpido por un joven escolar americano que pregunta: — Maestro, ¿quiere usted decirnos quién fué Aristóteles? — Aristóteles era un gran filósofo de Grecia. Fué discípulo del padre de la verdadera filosofía: de Sócrates. Sócrates había penetrado en su propia conciencia para declarar, como principio de toda sabiduría, el conocimiento de sí mismo, en su contenido espiritual. Luego va al mundo exterior y, en materia religiosa, llega a la concepción de la unidad de Dios, proclamada sólo en las alturas ideales de la Biblia hebrea, que él no llegó a conocer. Entre sus discípulos sobresalen Platón y Aristóteles. El primero vuela por el mundo del espíritu buscando el fundamento de todo en las iluminaciones de la propia conciencia; y el segundo, por quien pregunta nuestro amiguito, Aristóteles, busca en el mundo exterior la confirmación de la doctrina de su maestro, y esto le hace estudiarlo todo y saber toda la civilización de su siglo, porque el gran filósofo llega a poseer todos los secretos de la ciencia, las enseñanzas de la política y el derecho, las emociones de las artes y los conocimientos de la naturaleza en todos sus órdenes. Platón quiere buscar la luz de la verdad socrática por el camino del espíritu, y Aristóteles busca la misma luz por las vías de la realidad exterior. ¿Han comprendido? — Sí, señor — dice el americano.
Entonces continúo:
Aristóteles, en su tratado del Cielo, afirma que las matemáticas fijan el grandor del globo en 400.000 estadios. Si el filósofo se refería al estadio Olímpico, entonces resulta la faja de la tierra con la enormidad de 74,000 kilómetros; pero si hablaba el maestro del estadio pequeño que lleva su nombre, entonces los cuatrocientos mil estadios hacen 39.920 kilómetros, lo cual supone una diferencia con la verdad moderna de 80 kilómetros. Es una verdadera maravilla encontrar estos artistas de la verdad entre las obscuridades de los siglos viejos.
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Eratóstenes, genial maestro de la geografía griega, fué el primer hombre que intentó la empresa memorable, en la historia del pensamiento, de medir un arco determinado de la circunferencia terrestre. La operación de medida que Plinio calificó luego de “arrojo prodigioso”, la realizó el maestro valiéndose de la distancia conocida entre Alejandría y un punto del círculo tropical. En ambos sitios colocó objetos iguales en un día determinado y, tomada la posición de las sombras en los dos lugares y hecha la división en grados del arco que formaban, se llegó a la conclusión de que la circunferencia de la tierra era de una medida próxima a la equivalencia de 40.000 kilómetros... ¡Saludemos con profunda admiración a los hombres que supieron descorrer el velo de los grandes misterios naturales! Es increíble la intuición del naturalista Plinio, que dice en su “Historia Natural”: “Hay una gran disputa entre los hombres de letras y la gente vulgar. Aquéllos dicen que la tierra está habitada de hombres por todas partes; que están vueltos los pies uno contra otros (antípodas); que todos tienen descubierta de una misma manera la mitad del cielo y que, semejantemente, por cualquiera parte pisan por medio de la tierra”.
Y dice el vulgo: ¿Por qué no se caen aquellos hombres que están colocados debajo de nosotros? “Pero contesta prestamente la razón que también pueden ellos asombrarse de cómo no nos caemos nosotros. Hay, deducida de aquí, otra maravilla, y es estar la tierra pendiente y no caerse con nosotros. La fuerza del espíritu principalmente encarnada en el mundo no puede caer. El asiento de los fuegos no está sino en los mismos fuegos; el de las aguas está en las mismas aguas; el del aire, en el aire mismo, y el de la tierra, apretándola y ciñéndola todos, por todas partes, no tiene lugar sino en sí misma.” Creo firmemente que el naturalista romano ha echado con estas palabras los cimientos de la gravitación terrestre, cuando aún faltaban muchos siglos para que un inglés, el patriarca de la ciencia nueva, Newton, alumbrara los campos del conocimiento astronómico con aquella ley según la que las atracciones universales se ejercen en razón directa de las masas e inversa del cuadrado de las distancias. Después de Eratóstenes, su luminosa ciencia de la medición del arco fué combatida, en el siglo primero antes de Jesucristo, por Posidonio, que obtuvo una medida de la circunferencia de la tierra 7.000 kilómetros más pequeña que la de aquél. Ptolomeo, el bibliotecario de Alejandría, en el siglo II de la era, incurrió en el mismo error que Posidonio, y como el alejandrino fue el guión y la inspiración científica durante muchos siglos, con su cálculo equivocado indujo a errar a todas las generaciones subsiguientes. En la baja Edad Media, perdidas las relaciones con la clásica antigüedad e ignorada en absoluto la ciencia de los antiguos, que había quedado para la Europa occidental enterrada en la catástrofe producida en el mundo romano con la llegada de los bárbaros, empiezan otra vez los primitivos errores geográficos, pues con el dicho aislamiento se coloca la investigación a la altura de los tiempos originarios, y así vuelve de nuevo a pensarse que la tierra es un disco plano, y esta teoría enseñada por los sentidos la aceptan los hombres más notables de la civilización media.
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Luego dieron los árabes, traduciendo a griegos y romanos, la idea de la esfericidad terrestre, y la medida que aceptaron fué la de Ptolomeo, que, como sabemos, suponía un círculo con siete mil kilómetros más pequeño que la realidad. Este concepto equivocado de la dimensión del globo llega triunfante a los días del descubrimiento de América, dando lugar al gran error colombino de que las tierras descubiertas eran el extremo oriental de Asia: el Catay y el Cipango de Marco Polo. Como el Asia se suponía muy avanzada hacia Oriente, si a esto se unen los siete mil kilómetros del error geográfico, tendremos una extensión igual al Pacífico, por lo que Colón creyó que América era Asia.
— (Los escolares escuchan complacidísimos la conferencia.)
La descriptiva Lo anteriormente dicho, continúa el pedagogo americano, es la parte que pudiéramos llamar científica. Ahora es conveniente que digamos algo de geografía descriptiva tal como la conocieron la Edad Antigua y la Media, y después de referirnos a viajes conocidísimos medievales y a las expediciones africanas de los portugueses, iremos con la brújula, el astrolabio y las cartas náuticas al descubrimiento de América. Los fenicios son los maestros de la navegación mediterránea, y en su afán expansivo repasaron las columnas de Hércules (Gibraltar) buscando el estaño para hacer con el cobre la aleación que da el bronce, listos, como todos los navegantes de la antigüedad, estaban amarrados en sus viajes al guión de la costa. Bordear las tierras era, en un principio, la regla universal del arte náutico, hasta que, dominando relativamente el mar interior (Mediterráneo), se atrevieron a atravesarlo. Pero el Atlántico con su inmensidad, el formidable mar Tenebroso, lleno de leyendas y de impenetrables oscuridades, no podía ser objeto de la curiosidad de estos hombres, que se ceñían a navegar por sus costas, y, si alguna vez se hacía una escapada hacia fuera, sin atreverse a grandes distancias, inmediatamente se volvían a lo conocido. El navegante es un esclavo de las tierras; por ellas, sin apenas perderlas de vista hace sus singladuras, porque no se lanzará a empresas mayores hasta que aprenda a leer en los cielos, por las posiciones de los astros, las horas y la situación marina, y por la corriente nerviosa de la aguja imantada, la eterna dirección hacia el polo. Todos los conocimientos anteriores al siglo V antes de Jesucristo se han reunido en Herodoto, el gran padre de la geografía griega, el cual cree que el mundo lo forman Europa y Asia, en la que incluye la Libia, única noticia que del África tiene. Las expediciones de Alejandro Magno al Asia, llegando hasta la India; los viajes de Piteas, que se extendieron hasta Tule en el Atlántico (Tule es, para unos, Escocia, y para otros, Islandia), y sobre todo los romanos, con sus conquistas, que hicieron luz sobre la Galia, Germania, Bretaña y hasta en los territorios obscuros de Escandinavia en el Atlántico, son un factor importantísimo de la Geografía universal. También se extendieron por el África, porque las naves alejandrinas, sometidas a Roma, fueron por el Océano Indico hasta Madagascar y a Trapobana (Ceylán), y más tarde al Chersoneso de Oro (Malaca).
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Ptolomeo, resumiendo los conocimientos todos de la antigüedad, tiene un inundo que llega desde las islas A fortunadas (Canarias) hasta la China, si se considera esta línea de Oeste a Este, y desde Dinamarca hasta los grandes lagos africanos, en la dirección Norte a Sur. Los árabes transmitieron al Occidente toda la ciencia que ellos habían aprendido en los pueblos orientales con quienes trataron. De la China, trajeron la brújula; de los antiguos indostánicos, el álgebra, y de la civilización griega, tradujeron y comentaron a Aristóteles, el maestro por antonomasia de los sabios que no habían perdido del todo el contacto con los libros griegos y romanos. Los árabes llevaron a todos los hombres estudiosos la doctrina de Ptolomeo con sus aciertos y con sus errores, no siendo el menor aquel que señalamos antes, y el más fundamental, consistente en creer que el sol y los astros todos giraban alrededor de la tierra, y de lo que no hemos hecho mención porque no importaba directamente al propósito de estas conferencias. Hasta que no venga Copérnico y señale los verdaderos movimientos y situaciones de los astros, la humanidad se agitará inútilmente en una ciencia no redimida del todo, en la Edad Media, de su defecto capital, porque todavía atribuye a los sentidos una eficacia metafísica que no podía fundarse más que en las concepciones luminosas del entendimiento. Entre los árabes merece especial recordación en el siglo XII el gran geógrafo Edrisí, que tuvo buena amistad con el conde Rogerio de Sicilia. “Edrisí, le dijo Rogerio, tú desciendes de los grandes califas, tienes en las venas sangre real y musulmana, y si vas a servir a otros príncipes correrá peligro tu vida. Quédate en mi reino, que yo cuidaré de tu persona.” El sabio quedó protegido por el príncipe y pudo realizar todos sus proyectos geográficos, haciendo estudios y viajes que colocaron su obra descriptiva en las cumbres de la fama. En el llamado “Clima Primero” de su obra, habla del Mar Occidental, conocido por Mar de Tinieblas. Hay en él dos islas (de las Canarias) en las que Ptolomeo empezaba a contar latitudes y longitudes. En cada una de estas islas se alza una gigante columna de piedra, con imágenes de bronce, que mandaban con gesto grave a los viajeros ir hacia atrás, porque más adelante el mar “espeso y sucio” impedía toda navegación. Dice el maestro árabe que “nadie sabe lo que hay en ese mar porque lo impiden las nieblas, las olas imponentes, los monstruos y los vientos contrarios. Hay, no obstante, en este océano muchas islas habitadas o desiertas a las que nadie podrá llegar”. El hombre de los grandes prestigios y de la autoridad máxima de su tiempo levantaba, pues, más allá de las islas Afortunadas una barrera irrompible fraguada por la insuficiencia científica y por las leyendas que venían arrastradas del paganismo, y que en la Edad Media aumentan su fuerza con el libro de Solino “La Polihistoria”. Según este libro, los monstruos impiden toda obra progresiva y la tierra entera es un inmenso animal. Las mareas no son más, según el libro, que la respiración del monstruo en el fondo de los mares. Mientras más alta sea la barrera puesta por las edades al Atlántico y más horrible el porvenir de los que franqueen el Tenebroso; mientras los monstruos sean más ferozmente inhumanos, y la leyenda abra más abismos en el mar, y los elementos dirigidos por genios ocultos sean los encargados de sepultar para siempre en las tinieblas a los valientes exploradores, más grande resultará luego la obra viril y genial del descubrimiento de las Indias de Occidente, y más generoso y civilizador será el nombre de España.
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— Los escolares han aplaudido al maestro, y los vítores a la Patria vieja y a América han llenado el hermoso salón. No cabe duda que produce en los jóvenes una emoción agradabilísima la visión de la Patria a la luz de las verdades expuestas.
Hay que pregonar la verdad por todas partes para que pueda verse que España, lejos de ser el país de las obscuras ignorancias, es la luz que ha disipado todas las mentiras de la Historia, con la ciencia de sus sabios y el valor de sus hombres. — Las Cruzadas, con sus expediciones a Oriente, abrieron un camino nuevo en las viejas tierras asiáticas. El judío español Benjamín de Tudela recorre Asia entera, y los misioneros católicos extienden su acción exploradora. Vienen después las expediciones románticas de los venecianos a la China (Catay), que marca una época de florecimiento geográfico. Volaba la imaginación de los pueblos occidentales con las riquezas y esplendideces del Gran Kan, sobre todo con las calientes descripciones de Marco Polo, que había llegado a ser mandarín de una provincia china, regresando veintitantos años después a Venecia cargado de oro, de piedras preciosas, de sedas y especies carísimas, y operando una verdadera revolución en los gustos geográficos de la época. El nombre del Katay y sus islas, colocadas en el extremo del mundo viejo, se hizo popular y fué desde entonces un estímulo poderoso de los navegantes poder llegar a aquellas tierras por mar, librándose de las molestias y peligros que llevaba consigo el hecho de atravesar regiones inmensas por pueblos no muy civilizados, y de religiones completamente contrarias al cristianismo.
Influencia española
— En España, los árabes y judíos españoles, juntamente con los escritores cristianos, hicieron la verdadera restauración de la ciencia antigua, no sólo traduciéndola y esparciéndola por el mundo, sino perfeccionando las ideas de los libros de Ptolomeo; modificando el astrolabio plano del sabio alejandrino, aportando constantemente datos nuevos a la ciencia; enriqueciendo la geografía descriptiva con mapas cien veces más perfectos que los de la antigüedad, y, por último, aplicando el maravilloso instrumento de la brújula que había sido inventado en Oriente. Allá en los mares asiáticos fué al principio la brújula una flecha imantada que se sostenía en un vaso de agua por unas pajitas hábilmente colocadas. Luego se emplazó sobre un eje que le permitía girar libremente, y por fin se le aplicaron los grados de la circunferencia para perfeccionar su uso interesantísimo. España, con sus pensadores cristianos, árabes y judíos, en Mallorca, en Cataluña, en Toledo, Córdoba y Sevilla inicia la moderna civilización europea, porque es ella, con sus hombres, la depositaría de la ciencia náutica, cuyos adelantos hicieron posible que más tarde realizaran ellos y sus hermanos los portugueses el ciclo completo de la civilización, no sólo europea, sino universal, únicamente conseguida cuando los navegantes de los dos países de la Península descubrieron la ruta de las Indias Orientales y las tierras del Nuevo Mundo. El siglo XI español tiene el honor de haber producido al gran maestro árabe Azarquiel de Toledo, constructor incomparable de instrumentos geodésicos y náuticos, y al gran Gebri de Sevilla, que inspiró la escuda sevillana.
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En el siglo XII, Averroes, el cordobés, monopolizó la ciencia aristotélica y fué muy tenido en cuenta por la famosa escuela de los traductores de Toledo. Luego viene el XIII, con la maravillosa ciencia de todos los sabios del mundo, principalmente de España, que, reunidos en la ciudad imperial bajo la inspiración y auspicios del gran rey Alfonso X, produjeron el monumento de los “Libros del saber de Astrología”, que con “El Astrolabio” y las “Tablas Alfonsinas” constituyen la más grande obra y la lección más cabal de la cosmografía media. Se resume el saber geográfico de los siglos y se hacen, al par que aditamentos y correcciones acertadas, declaraciones de cosas nuevas, v. gr.: San Isidoro había aceptado en las “Etimologías” la posibilidad de que estuviese habitada la parte austral de su mundo plano, y Alfonso X declara que el hemisferio austral está, efectivamente, habitado por razas etiópicas. Interesan tan extraordinariamente al hijo de San Fernando la navegación y sus progresos, que en el Código de las Partidas impone pena de muerte al piloto que por ignorancia pierde su nave; y obliga a los navegantes al uso de las cartas, de la brújula y del astrolabio. Quiero hacer constar que entre los discípulos extranjeros de los maestros árabes españoles descuella en el siglo XIII, casi en los mismos años que Alfonso X, el monje inglés Sacrobusto, que en su “Sphera Mundi” se muestra admirablemente progresivo, ampliando los conocimientos del maestro musulmán Alfragano. Tiene Sacrobusto cosas clarísimas y extraordinarias. Dice que la redondez esférica de la tierra en la dirección Norte-Sur se prueba por el hecho de no ser visibles las mismas estrellas en todas las latitudes; y al hablar de las curvas esféricas del océano emplea el mismo argumento, que todavía corre por las escuelas, de que cuando vamos por el mar lo primero que vemos del barco que viene es la punta del palo y luego poco a poco todo lo demás. Resucita, no el error ptolomeico de la dimensión de la circunferencia terrestre, sino la verdad de Eratóstenes, siendo incomprensible que, habiendo formado el ilustre Sacrobusto escuela, y difundido mucho sus conocimientos, no llegaran éstos a Colón, cuando dos siglos más tarde esgrimía éste la teoría de Ptolomeo con sus errores. Toscanelli cae en la misma ignorancia geodésica. Es verdaderamente un prodigio de claridad, la que produce la ciencia del monje inglés, cuando nos enseña la manera de medir un grado de meridiano.
Dice: “En una noche clara, tomas con el astrolabio la altura polar. Después caminas hacia el
Norte hasta que en otra noche estrellada halles el polo con un grado más de elevación. Si mides entonces el espacio recorrido, verás que son 700 estadios que, multiplicados por 360 grados de la circunferencia, nos tiara el valor del meridiano”, o sean aproximadamente los 40.000 kilómetros de la realidad. Raimundo Lulio, el mallorquín extraordinario, que es sin duda una de las más grandes actividades cerebrales del mundo, inventa un astrolabio para que los navegantes conocieran las horas y las alturas de la noche, y con una figura formada por ángulos de todas clases, conocido el rumbo de la nave y su anclar, deduce, por una sencilla operación matemática, la exacta situación del barco en medio del mar. Otro libro importante, porque sin duda fué conocido por Colón, según se desprende de las referencias del Cura de los Palacios en su obra “Historia de los Reyes Católicos”, es el “Libro de las Maravillas”, escrito en el siglo XIV por el viajero inglés Juan de Mandavila, el cual, influido por los árabes, afirma la posibilidad de rodear la tierra.
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El cura Bernáldez, discutiendo con Cristóbal Colón, cita frecuentemente a. Mandavila, y es, por lo tanto, seguro que lo conocía también el almirante. Igualmente hacemos mención del autor Pedro de Ailly, cardenal de Cambrais, que compuso, al empezar el siglo XV, su célebre “Imago Mundi”, obra muy familiar al descubridor de América. Para no omitir los nombres gloriosos de algunos españoles que ilustraron la historia de la geografía, citaremos al Marqués de Villena y su tratado de Astrología; al judío español Abraham Zacuto, y a Antonio de Nebrija, que estudia la ciencia náutica y la práctica de navegar. Cerramos esta mostración con los maestros Bernáldez, Marquina, Yerva y Ciruelo, que ilustraron el libro y la cátedra luminosa de España. Pedro Mártir de Anglería, escritor italiano, al hablar de la Universidad de Salamanca, dice que todo se discutía allí, desde la más elemental partícula del mundo hasta las excelsas montañas y las orbes; y, finalmente, Diego de Torres había escrito el Astrologium Comentarium. Debe acabar, por tanto, de una vez la leyenda absurda de que España no comprendía la ciencia nueva de Colón. La ciencia nueva de Colón era ya muy vieja, en la famosa Universidad salmantina.
Cartas náuticas — Desde el siglo XIII aparecen las cartas náuticas españolas, llamadas, como las italianas, portulanos, que comprenden puertos, bahías y fondeaderos. Puede afirmarse que fueron los españoles los maestros de esta disciplina del conocimiento sin el cual hubiere sido imposible lanzarse a grandes navegaciones. La carta náutica presupone el mapa ordinario, y, añadiendo en él los vientos y direcciones, se forman rumbos, o sean verdaderos caminos en el agua, tan fijos como los caminos terrestres. La carta Mogrebina (árabe-española), en el siglo XIII, es un documento de extraordinario interés. Merecen especial recuerdo los trabajos del cartógrafo mallorquín Dulcert, el gran maestro del siglo XIV. Una de sus cartas comprende toda Europa, una parte del Norte de África y algo del mar Caspio. En el Atlántico tiene las Azores, las Canarias y un pedazo del litoral africano en las inmediaciones del cabo Nun. Son numerosas las cartas mallorquinas y catalanas que se hicieron célebres en la Edad Media; pero merece un singular recuerdo, para manifestarle nuestra sincera admiración, aquel verdadero monumento de la náutica, que se llama la Carta Catalana, atribuida a Jaffuda Cresques (el judío de las brújulas), quien luego va a figurar en la escuela de D. Enrique el Navegante, con el nombre de Jacobo el de Mallorca. Esta carta magistral, hecha en 1375, refiere gráficamente el viaje de Jaime Ferrer al Río de Oro y, por su precisión y riqueza de datos, puede considerarse como una gloria de la Edad Media española. Es casi seguro que fuera conocida por Cristóbal Colon. Me vais a perdonar, mis buenos oyentes, que haya recargado un poco, con una erudición absolutamente precisa en este caso, la explicación del tema. La materia es tan extensa y complicada, que he venido saltando de cumbre a cumbre para que no os fatiguéis y obtener al mismo tiempo el máximum de ideas con el mínimum de información. Con que hayáis entendido, me daré por muy satisfecho, porque no tengo más propósito que poneros en condiciones de conocer elementalmente la materia. — Un joven muy inteligente, argentino, se levanta y dice:
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— Señor Profesor, yo soy el alumno más torpe de todos los presentes, y, sin embargo, me entero muy bien. Podéis, pues, estar satisfecho de vuestro trabajo.
(La cortesía y modestia del joven americano ha merecido una cariñosa salva de aplausos de sus compañeros.)
Los portugueses
Portugal y España son, geográficamente, una misma, cosa. El mismo aire, la misma luz, el mismo ciclo y la misma historia. Las cordilleras españolas Cantábrica, Carpetovetónica, Oretana y Mariánica, después de accidentar el suelo español, ingresan en Portugal. Los ríos españoles Miño, Duero, Tajo y Guadiana, cuando han recorrido sus cuencas españolas, van a regar el país lusitano; así tienen aguas comunes Tuy y Valenca do Minho: las ondas tranquilas que acariciaron los muros de Zamora verán luego, en la desembocadura del Duero, a la gentil Oporto; el Tajo, que se recrea al pasar por Toledo en los monumentos triunfales de una civilización, va a ser, al final de su carrera, el orgullo de Lisboa; y el Guadiana, que primero es español y luego portugués, cuando va a morir al mar se desliza entre las dos naciones y es el símbolo más perfecto de la unidad de los pueblos hispanos. Portugal y España, una misma carne, una misma sangre, una misma psicología y un mismo destino.
(Los oyentes americanos y españoles han sentido una particular emoción con las palabras del culto y simpático maestro.) Portugal, en el siglo XIV, encerrada en sus estrechos límites territoriales, busca expansión a su vida y realiza los primeros esfuerzos de sus expediciones náuticas. En la centuria XV llega con su Príncipe, el Príncipe por antonomasia, Don Enrique el Navegante, a concretar en obras admirables la realización de su pensamiento político. Es preciso ir al Asia, no sólo para engrandecer los dominios lusitanos con los territorios del África que se vayan descubriendo, sino para establecer, con el imperio del supuesto Preste Juan de las Indias, relaciones de comercio y ser entonces los portugueses los únicos introductores en Europa de las ricas especias orientales, tan engrandecidas en la imaginación lusitana por la descripción de los viajes al Asia y muy singularmente por las maravillas que contara Marco Polo. El príncipe Don Enrique, hijo del vencedor de Aljubarrota, quería a todo trance lanzar a su patria en estos empeños, y fundó en Sagres, cerca del cabo Santa María, una escuela de la ciencia del mar, donde se reunieron muchos hombres superiores. Don Alfonso X, rodeado de sabios, había hecho la obra intelectual cosmográfica, y el Príncipe portugués, con su escuela admirable de hombres que sabían de navegación, no produce libros, sino viajes; no teorías, sino hechos; como si hubiera llegado el momento de realizar el pensamiento del mundo civilizado escrito en los libros inmortales de Alfonso el Sabio. Portugueses, catalanes, italianos y mallorquines rodean al Príncipe que, con su semblante pensativo y sus ojos profundamente escrutadores, pesa y mide opiniones sobre arcos de meridianos, longitudes, latitudes, descubrimiento de tierras, uso del astrolabio redondo, brújulas, cuadrantes e historias de viajes.
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Allí se construyen, naves, barineles y carabelas, se fabrican todos los enseres de navegación, se tiene en estudio las cartas náuticas, acogiendo con cariño a los grandes maestros de la cartografía, como el famoso judío de las brújulas, bautizado ya con el nombre de Jacobo, colaborador interesantísimo de Don Enrique. Es, pues, el Príncipe el promotor de todo el movimiento descubridor del siglo XV portugués. Los viajes habrán de practicarse África abajo, pues aunque la antigüedad había legado noticias nebulosas de expediciones por las costas occidentales del continente negro, lo cierto, lo categóricamente conocido, es que el límite de las exploraciones náuticas estaba en las proximidades del cabo de Nun, frente a las islas Canarias. El África se suponía terminado en punta, y se había llegado a la creencia general que el Atlántico tenebroso se unía por el Sur con el mar que había de conducir a la India, sin tener que abonar a los árabes del mar Rojo los derechos exagerados que pedían a las caravanas y sin correr los riesgos de aquellas primitivas comunicaciones terrestres. Una de las primeras expediciones lanzadas hacia el Sur africano es la de Gil Eanes, que realizó la hazaña de doblar el cabo Bojador. Estaba extendida entre todos los marineros de Europa la opinión de que no se podía pasar de dicho promontorio porque las tormentas, los monstruos y la naturaleza lo impedían, existiendo la infantil preocupación de que todos los que habían doblado el Bojador se volvían negros. Gil Eanes lo pasó valientemente y pudo volver a Lisboa a demostrar que no había tales hombres con un solo ojo en la frente, ni tempestades que esperasen al viajero, ni cambios absurdos de raza. Siguen las expediciones que pasan por Cabo Blanco (Nuño Tristán), Cabo Verde (Diniz Díaz), y como ha quedado a la popa el trópico de Cáncer, con sólo mirar a la costa africana se ha podido comprobar el error en que estaban Aristóteles y Ptolomeo cuando suponían que las tierras tropicales eran un arenal sin vegetación y sin hombres, con un calor de infierno que hacía imposible la vida. No, en las tierras del trópico había una vida exuberante. En las costas africanas se iban levantando piedras con leyendas, donde podía ver el viajero que Portugal tenía el dominio de los inmensos territorios recién descubiertos. Muerto el Príncipe, los portugueses no abandonaron las empresas del genio creador de aquella historia nueva, y Pedro de Cintra descubre el Río Grande; Pedro de Escobar, Santarén y Estévez llegan a Costa de Oro, Níger, el Ecuador y el Cabo de Santa Catalina. Así, en la fecha gloriosa de 1481, recién subido al trono Don Juan II, se ha pasado la línea equinocial. ¿Cómo podrían hacerse los viajes sucesivos sin la guía de la estrella polar? El astrolabio, por sí solo, no resolvía la cuestión, porque el mediodía variaba según las latitudes. Era preciso conocer la declinación diaria, y para eso se sirvieron tanto de las “Efemérides” del alemán Regiomontano, que había llevado a Portugal Martín de Beahim, como del admirabilisimo “Almanaque Perpetuo” del judío español, catedrático de Salamanca, Abraham Zacuto, utilizado al finalizar el siglo.
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La crítica moderna va poniendo de manifiesto que las expediciones portuguesas de fin del XV, y más tarde las españolas, se realizaban casi todas con elementos que pudiéramos llamar peninsulares o ibéricos. Don Juan II crea la famosísima Junta de Matemáticos, que es la continuación de la obra del águila de Sagres, y se desarrolla con tal intensidad la corriente exploradora, que pueden contarse más de setecientas expediciones portuguesas al África, durante el interesante reinado del gran monarca lusitano. Y se pasa por el río Congo o Zaire, y se deja atrás la bahía de Tigres, y Bartolomé Díaz, el elegido por Dios para dar por terminada la exploración africana occidental, llevado por una horrible borrasca, navega violentamente hacia el Sur, pero luego advierte con singular alborozo que debía estar terminado el África, porque, navegando por la costa, iba francamente hacia el Este. Al rebasar la bahía de Algoa, la tripulación, falta de víveres, le obligó a volver, pudiendo contemplar a. su vuelta el promontorio del Cabo que marcaba definitivamente el seguro camino de la India, y al que puso el nombre de Cabo de las Tormentas, y Juan II, el más simpático de Buena Esperanza. Y para que se vea lo que pueden los estímulos de la sana competencia entre las naciones, es conveniente advertir que Portugal ha empleado casi un siglo para ir al Sur de África. Mas como coincide con estas exploraciones de Díaz el descubrimiento de América, y cree Colón y creen todos que América es la India que los portugueses buscan, desarrolla esto tal actividad y pone tal vigor en la empresa lusitana de llegar al Asia apetecida, que Vasco de Gama, en un año, recorre con sus naves una distancia equivalente a todos los esfuerzos anteriores, pues llegó a Calicut, en el Indostán. Desde ahí al Cabo de Buena Esperanza hay una distancia inmensa, superior a todos los recorridos africanos del siglo. Era el supremo esfuerzo de una raza que tuvo la fortuna de unir a la hazaña inmortal la inmortalidad triunfadora de la palabra de Camoens, que en el poema “Os Lusiadas” canta la epopeya de Portugal. Ha dicho un pensador moderno que Colón descubriendo las Indias Occidentales y vasco de Gama las Orientales son los dos brazos de la península ibérica abarcando al mundo. La musa lusitana ha podido exclamar con legítimo derecho:
Do Tejo ao China o portuguez impera, De un polo a outro o castellano voa, E os dois extremos da terrestre esfera Dependen de Sevilla e de Lisboa. Además, Portugal se ha fabricado el instrumento de su hazaña, porque desde los barcos pequeños (barineles) ha ascendido, durante la centuria XV, a la construcción de la carabela. La carabela propiamente dicha es un invento portugués. Todo es, pues, suyo en el gran viaje: los hombres, las ideas, el caudillo del mar y los barcos.
— (Los escolares han abrazado al maestro y le han acompañado triunfalmente hasta la glorieta de San Diego, a la salida de la Exposición.)
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CONFERENCIA TERCERA Elementos materiales y morales del descubrimiento. — Colón — La Rábida— Palo — La epopeya descubridora (Cuando el maestro americano se sentó en la tribuna de la Plaza de España para dar esta tercera conferencia, acababa de venir con sus oyentes de visitar algunos de los edificios que fueron pabellones de América en la Exposición de Sevilla. Estaban, pues, los ánimos dispuestos perfectamente a oír al profesor, (pie empezó diciendo:) — Pasadas las columnas de Hércules, donde las primitivas civilizaciones habían concebido el famoso Non plus ultra, para significar que más allá no debía irse de ninguna manera, había en pleno Atlántico, según tradiciones que el discípulo de Sócrates, Platón, hubo de recoger en sus “Diálogos”, un inmenso continente llamado Atlántida. Su riqueza era excepcional, y la vida de sus habitantes, feliz. Descendían éstos del matrimonio de Atlas con la bella Cleito. El país paradisíaco fué combatido por horribles terremotos y tempestades, y olas inmensas pasaron por encima de sus montañas. El mar sepultó para siempre en su seno la tierra Atlántida. La leyenda no tiene más valor histórico que el que le presta el nombre casi divinizado de Platón, que le dió la hospitalidad de su consideración, influido, sin duda, por la poesía y el misterio en que se envuelve. Séneca, el maestro filósofo de Córdoba, en la Medea barrunta sorprendentemente el porvenir y concreta las inquietudes que los hombres sabios de su época debían sentir acerca de grandes tierras oceánicas occidentales, en aquellas palabras, tan conocidas y citadas: “Algunos siglos más, y el Océano abrirá sus barreras. Una vasta comarca será descubierta, un mundo nuevo aparecerá al otro lado de los mares, y Tule no será el límite del Universo”. Las Sagas escandinavas son también un antecedente del descubrimiento de América, porque sabemos que descubierta la gran isla de Islandia al finalizar el siglo VIII de la Era, fue aquel país visitado frecuentemente por los viajeros escandinavos. Allí existía la tradición de Erico el Rojo, que llegó voluntariamente a tierras más occidentales bautizadas por él con el nombre de Groenlandia. Érico el Rojo colonizó estas regiones. Los hijos de Érico llegaron probamente a la península del Labrador, o a la parte Norte de la Isla de los Bacalaos, porque no hay en absoluto seguridad de la geografía exacta de estos descubrimientos y allí, tocando en la Vinlandía (tierra del vino), Helulandia (tierra de las rocas) y Macalandia (tierra de los bosques), trataron a unos hombres de cara ancha y piel obscura, que sin duda eran esquimales. Bajaron tal vez basta la actual Nueva Escocia, pero fueron arrojados de aquellas tierras sin llegar a establecerse los expedicionarios en el continente americano.
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Si lográramos tener estas leyendas o sagas perfectamente desprovistas de errores y fantasías, aún no habíamos de considerar estos hechos ni remotamente, como tal descubrimiento de América, porque ésta había quedado intacta con respecto a los escandinavos y porque, nula la relación de Europa con aquellas tierras, fueron estos hechos en absoluto desconocidos y, por tanto, no aprovechados ni por Colón ni por ninguno de los que habían, en la alta Edad Media, hecho estudios de estas materias oceánicas. También es antecedente del Descubrimiento el hecho de que en el Atlántico se conozcan, en los mapas de la Edad Media, la isla de Brazil, la Antilia, San Brandan y otras, las cuales, dada la situación que tienen, hay que suponer que fueron inventadas por la imaginación de la gente, pues en los lugares de referencia no ha visto jamás la humanidad tales islas. Y vamos a referirnos un momento a la tradición del piloto desconocido que, leyenda o realidad, ha sido recogida por algunos de nuestros escritores primitivos de Indias, como Las Casas, Gomara, Herrera, Garcilaso de la Vega y otros. El Padre Las Casas dice que toda la gente que había en la Española durante los primeros viajes de Colón contaban que una nave salida de un puerto de España con mercancía para el Norte fué arrebatada por una imponente tempestad y vino a parar a las islas hoy llamadas las Antillas; esta nave decían fué la primera descubridora. El piloto desconocido parece que arribó de vuelta a la isla de Madera, donde vivía Colón, y éste le dió hospedaje, recibiendo de aquél la revelación de su viaje extraordinario. López de Gomara en su “Historia General de Indias”, dice: “Navegando una carabela por nuestro mar Océano tuvo
tan forzoso viento de levante y tan continuo, que fué a dar en tierra no sabida ni puesta en el mapa o carta de marear. Volvió de allá en muchos más días que fué, y cuando acá llegó no traía más que al piloto y a otros tres o cuatro marineros que, como venían enfermos de hambre y trabajo, murieron dentro de poco en el puerto”.
Herrera, cronista, agrega que el piloto, al volver del viaje, murió en Madera, en casa de Cristóbal Colón, en cuyo poder quedaron los derroteros y relaciones del viaje. Garcilaso de la Vega, el inca, añade que el piloto se llamaba Alonso Sánchez de Huelva, y que él oyó contar a su padre este viaje misterioso. ¿Es real la tradición? Yo la creo muy probable. Si Alonso Sánchez fué a América, su viaje no será producto de la ciencia, pero tendrá un grandísimo valor como antecedente del Descubrimiento, por los ratos supuestos con Cristóbal Colón, a quien debió de abrir los ojos definitivamente la relación del infortunado marino de Huelva. Todas las conversaciones de los marineros de aquella época estaban llenas de sucesos relativos a esas supuestas y famosas tierras occidentales. Martín Vicente, piloto del rey de Portugal, cuenta que, bailándose a 450 leguas al oeste del Cabo de San Vicente, ha encontrado un madero labrado con dibujos de oro. Los habitantes de las Azores contaban que a veces, cuando había fuertes vientos de poniente, arrojaba el mar en las orillas troncos de árboles que no existían allí.
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Pedro Velasco, natural de Palos, contóle a Colón que al oeste de la isla de las Flores notaron fuertes vientos de poniente sin que se alborotase el mar, lo que era indicio de cercana tierra. Otras muchas tradiciones de orden parecido han circulado por las historias, pero a nosotros nos basta con habernos hecho cargo de algunas para poner de manifiesto este punto relativo a los antecedentes del gran descubrimiento. Conviene, antes de llegar a la hora definitiva de la acción descubridora, que hagamos un ligerísimo resumen de los verdaderos antecedentes que, conocidos por los hombres sabios de la península, podían dar, y dieron, verdadera base para afirmar definitivamente en la conciencia de Colón la idea de la expedición gloriosa.
He aquí algunos:
1º La esfericidad de la tierra, ya conocida en toda España por los hombres de estudio desde el siglo
XIII, y la existencia de los antípodas.
2° La supuesta poca distancia del oriente de Asia al occidente de Europa, por la falsa medida de la circunferencia terrestre, inferior a la realidad en 7.000 kilómetros, y por la exagerada dimensión atribuida a Asia, pues la acercaban extraordinariamente al Occidente europeo.
3° La certeza absoluta de estar habitada la zona tórrida y el hemisferio austral, que los portugueses habían comprobado en África.
4° Las leyendas y tradiciones de tierras atlánticas. 5º La revelación del piloto desconocido Alonso Sánchez de Huelva. 6º Las cartas náuticas de los españoles y la de Toscanelli, el físico de Florencia, que tuvo relaciones con Colón por una correspondencia muy discutida hoy.
7º El evidente adelanto de los españoles en arquitectura naval. 8º El uso de todos los aparatos de la navegación, como la brújula, astrolabio y cuadrante,
perfectamente conocidos y aplicados ya en el siglo XV, salvo los saltos de la brújula, al oeste, que se observarán en el primer viaje colombino.
9º El estímulo poderoso de los viajes de Marco Polo al Katay, y de los portugueses buscando la India por los derroteros del África occidental.
10º La certeza de poder encontrar el oriente (la India) navegando por occidente, y… 11° El más importante de todos los factores, o sea la admirable preparación de España para la empresa extraordinaria. Es un error grave la creencia de que puedan surgir los hechos que hacen progresar a la humanidad como consecuencia de la actuación de un hombre aislado en absoluto de su tiempo. No puede ser.
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Las naciones progresan en una orientación determinada cuando el hombre que va a dar singularmente el empuje ha tomado de aquella sociedad los elementos productores del triunfo. Así, pues, los escritores que siguieron a Fernando Colón el historiador hijo del almirante, habido de doña Beatriz Enríquez de Córdoba, han cometido indisculpables errores, porque aquel autor nos presenta a su padre, genial, adelantadísimo a su tiempo, iluminado, y a España, torpe, ignorante y llena de vulgares supersticiones, para agrandar los méritos del descubridor. ¿Era así? Entonces, ¿quién le va a dar a Colón el dinero, los hombres y los barcos para la ejecución de su pensamiento; qué gobierno va a entregarle el poder y los medios heterogéneos de la empresa; qué amigos le van a alentar en la lucha porque comparten sus ideas; qué Quintanilla, Cardenal Mendoza y Deza van a defenderlo con calor; qué Juan Pérez le va a inyectar la poderosa fuerza de la fe cuando decaiga su ánimo en la batalla; qué Rábida va a abrirle sus puertas; qué Antonio Marchena va a aceptar sus doctrinas; qué Rey Católico va a comprenderlo; qué Reina Isabel va genialmente a hacer suya la empresa; qué Duque de Medinaceli le va a tener en su casa por estar conforme con sus ideas; qué Santángel va a adelantarle cariñosamente grandes cantidades; qué Martín Alonso Pinzón, y qué Vicente Yáñez, y qué Juan de la Cosa van a ir con sus barcos y su hacienda a la expedición, y qué pueblo va a llenar las naves, si España no estuviera madura para la obra providencial? Los que dicen lo contrario no saben lo que dicen, y los que insensatamente han seguido al interesado hijo de Colón han hecho un grave mal a la Patria. Ya, gracias a Dios, se van aclarando las cuestiones, se van poniendo las cosas en su sitio, las leyendas se van disipando, y la luz de la verdad empieza, a alumbrar en la historia de España las páginas más bellas del progreso humano. Por eso yo propongo a mis buenos oyentes que alcen en sus almas cada día más puro el amor a la Patria, y que alimenten en el pensamiento el más grande orgullo que podemos lícitamente tener los hombres de la raza: el orgullo de ser españoles.
(Los escolares están conmovidos con las calientes palabras del maestro). Colón, el gran hombre, que es una de las figuras más ilustres de la humanidad, porque, como dice Gomara en carta a Carlos V, “la mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de Indias”, tiene, ha tenido y tendrá, mientras haya justicia en el mundo, un prestigio de tan sobresaliente resplandor, que no lo hay mayor en la historia puramente humana. En estos tiempos modernos de críticas iconoclastas, la mayor parte de las veces se dispara contra una figura histórica, sirviendo de martillo demoledor alguna noticia, rara, vista en un archivo, algún dato que pugna con el sentir de la humanidad y con la confección histórica del personaje. La rareza encontrada se esgrime con violencia, y empiezan a surgir datos que una voluntad decidida a destruir relaciona con el hallazgo. Como no hay quien deje de tener en su vida un paso obscuro, un acto que no debió realizarse, un papel que no debió escribir, en una palabra, algo vituperable, o al menos no concordante con el concepto general ganado a fuerza de buena conducta y sacrificios, será, luego, muy fácil, cuando aparezca el dato nebuloso, dispararlo, tratando de destruir con un hecho, a lo mejor improbado, toda una historia de grandeza y ennoblecimiento.
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Colón, digan lo que quieran sus detractores, es el descubridor de medio planeta, es el hombre singular que produjo en la historia la más grande transformación conocida, y pueden poco contra esto sus defectos domésticos, sus pasiones personales, su mayor o menor cultura, sus orígenes obscuros, sus contradicciones y fingimientos. No nos importa mucho como individuo, porque es formidable su misión como personaje de la Historia. Él ha hecho con España una obra única. Es el aliado con la patria española en un negocio orgullo de la humanidad, y yo, como patriota, y vosotros, mis buenos oyentes, como patriotas también, debemos velar por la grandeza de la figura, para que irregularidades privadas, en que todos más o menos incurrimos en la vida, no vengan en desprestigio de lo que hay en el personaje de inviolable, esplendoroso y eterno. Son realmente obscuros los orígenes de Cristóbal Colón. Naciera o no naciera en Génova, desde niño navegó por todos los mares, y Grecia, Inglaterra, Islandia y Guinea fueron visitadas por él. Casó en Portugal con Felipa Moñiz Penestrelo, hija de Bartolomé, marino originario de Génova, que vivió en la isla de Porto Santo, donde tenía propiedades. Colón respiró el ambiente portugués de descubrimientos y leyendas de la India, probablemente desde 1470. Alfonso V el Africano pidió el año 1474 al cosmógrafo Toscanelli su opinión para buscar el camino marítimo más corto a la India, y éste evacúa la regia consulta en el sentido de que por Occidente es lo más fácil, porque desde Lisboa a Guensay (Pekín) no debe haber más de 6.500 millas, y acompaña un mapa explicativo, que conoció Colón, bien directamente entendido con Toscanelli, o bien por copia del documento tan discutido hoy por la crítica moderna. Colón conoce en Portugal todo lo que en Cosmografía y Náutica había producido la Península, o al monos los principios que, emanados de la gran cultura ibérica, habían llegado prácticamente a los innumerables pilotos portugueses. Debió, pues, serle familiar y corriente ya por Toscanelli, por Martín de Beahim al servicio de Portugal, por los libros de Ptolomeo, por el Imago Mundi del Cardenal Ailly v por las tradiciones científicas peninsulares, todo lo que sobre posibles descubrimientos se decía en los puertos y reuniones náuticas, y con estas convicciones se presenta al Rey portugués, Don Juan II, que, previo informe de los hombres de su confianza náutica, se niega a aceptar el plan colombino, porque era mucho más razonable continuar por el África occidental la política descubridora de los reyes anteriores, que tantos beneficios empezaba a producir. Desahuciado el genio por los portugueses, se dirige a hispana, viudo ya de la Moñiz Penestrelo, de la que hubo un hijo llamado Diego. ¿Vino Colón inmediatamente a La Rábida? En este punto debo advertir a mis oyentes que el carácter elemental de estas lecciones me obliga a aceptar los hechos que una buena parte de la crítica general da como realizados. Al principio se creyó por todos que fué La Rábida su primera visita en España. Pero desde que D. Martín Fernández Navarrete estudió el testimonio del físico de Palos Garci Fernández en el pleito de D. Diego Colón, mucho escritores modernos han aceptado las ideas de aquél y creen que Colón viene a La Rábida por vez primera en las proximidades de 1492.
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(El autor de este libro, que siente por La Rábida una de las más fervorosas admiraciones de su espíritu, no tiene inconveniente en aceptar la opinión de Navarrete, porque mientras más derrotado y desahuciado de los hombres llegue Colón a La Rábida, mas meritoria e inmortal será la participación de esta en el Descubrimiento).
Como hemos indicado antes, encontró desde el principio el navegante protección decidida en Alonso de Quintanilla y en el Cardenal Mendoza, no siendo menor la amistad, admiración y protecciones que recibiera de aquel gran franciscano Antonio de Marchena, sabio que dominaba, al par que la Teología, las ciencias físicas, naturales y astronómicas. Colón reconoció muchas veces esta protección, y la misma reina Isabel hace de ella menciones honrosísimas. Los reyes se interesan por Cristóbal Colón desde el principio, pero todo está relegado a segundo término ante la emoción de España por las vicisitudes guerreras de la última etapa de la Reconquista. Por eso entregan la protección del navegante a estudios de la Junta de Córdoba, y fray Hernando de Talavera, que la preside, hombre recto y de influencia decisiva en la Corte, no está conforme en todo con el proyecto del cosmógrafo. La actuación de los Reyes, que no cortan definitivamente sus relaciones con Colón, prueba con toda claridad que una duda racional pone un compás de espera en el trascendental asunto. La supuesta Junta de Salamanca no ha existido jamás. Es una invención del siglo XVII. Todo lo que sabemos ciertamente con relación a Salamanca es que el dominico Fray Diego de Deza, allí, en la corte y en todas partes, fue, como Marchena, un constante defensor de los proyectos colombinos, pudiendo afirmarse que la ciencia española, que sabe mirar al porvenir y entender las grandes inspiraciones de la verdad, estuvo prácticamente representada en el Descubrimiento por dos hombres geniales y humildes, uno hijo de Francisco de Asís y el otro de Domingo de Guzmán. Después de todo, no hay en ello cosa extraña, porque las doctrinas de los dos frailes estaba triunfante hacía mucho tiempo en las aulas gloriosas de la Universidad salmantina. Como la guerra se hacía interminable, Colón acude nuevamente a Don Juan II, y un nuevo desengaño le entristece, porque es definitivamente vencido en Portugal y, además, ha fracasado su hermano Bartolomé en los intentos de inteligencia con otras naciones europeas. El cosmógrafo ve entonces con claridad meridiana que es Ia hospitalidad española lo único que le acaricia la vida, porque, aparte del calor que le prestan mix amigos, cada vez nías numerosos, un nuevo estimulo le amarra a España, puesto que del amor con Beatriz Enríquez le ha nacido su hijo Fernando. Como la conclusión de la guerra de Granada puede ser el principio de sus actuaciones descubridoras, toma parte en las luchas de los moros, prestando interesantes servicios, que debieron ser muy agradecidos por los Reyes Católicos y que hoy mismo dejan tras su persona una estela de gratitud nacional. Las relaciones de Colón son cada vez más valiosas, y así vemos que el Duque de Medinaceli le tiene en su casa dos años, e influye con todas sus fuerzas, cerca de la Reina, para que lo atienda en sus peticiones.
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Escribe al gran Cardenal de España en 1493, y dice: “No sé si sabe Vuestra Señoría cómo yo
tuve en mi casa mucho tiempo a Cristóbal Colombo, que se venía de Portugal y quería irse al rey de Francia para que emprendiese de ir a buscar las Indias con su favor e ayuda, e yo le quisiera probar y enviar desde el Puerto, que tenía buen aparejo con tres o cuatro carabelas que no me demandaba más; pero como vi que era esta empresa para la Reina nuestra Señora, escríbale a su Alteza desde Rota y respondióme que ge lo enviase; yo ge lo envié entonces y supliqué a Su Alteza, pues yo no lo quise tentar y lo aderezaba para su servicio, que me mandase hacer merced y parte en ello...”
De nuevo en la Corte, y ya próxima la conclusión de la Reconquista, asiste Colón a una junta que preside Fray Hernando de Talavera, quien no se distinguió nunca por su amistad con el pretendiente, y cuando los reunidos oyeron las exigencias de almirantazgo, virreinato, gobernación perpetua, etc., creyeron todo eso depresivo para el prestigio de los Reyes, y las negociaciones quedaron rotas en los mismos días de la conquista de Granada. Granada y Colón: he aquí el programa completo de nuestra grandeza; Granada es la definitiva reconstitución de España, la unidad santa nacional; y Colón, muy pronto, en este mismo año, va a realizar prácticamente la unidad geográfica del Globo.
La Rábida — Abandonada la corte, Colón, con su hijo Diego, de cortos años, se dirige a Huelva, con objeto de entregar el niño a sus cuñados Violante Moñiz y Miguel de Muliarte, que allí vivían, para moverse con libertad, porque aún le quedaba una remotísima esperanza de poder entenderse con el rey de Francia. Cuando este hombre, abatido, pobre y hambriento, ha llegado a La Rábida, sentía sobre sí el máximum de todos los infortunios. Tenía hambre y cansancio físico, pero era mayor el cansancio moral. Pidió al guardián del convento hospitalidad para su niño y para él, siendo gustosamente concedida, no sólo por la generosidad franciscana, sino porque el fraile adivinó al genio, a pesar de las apariencias de su derrotada persona. El forastero cuenta luego sus proyectos y admira a sus oyentes, porque el maestro de aquella cátedra luminosa e inmortal, sobre sus cartas náuticas, sobre sus portulanos, sobre la ciencia adquirida en los libros, en los viajes y en la vida, va construyendo espiritualmente el Descubrimiento, y hay allí una luz más que humana que penetra en la conciencia de Fray Juan Pérez y de Garci Fernández, sintiendo todos que el señor Martín Alonso Pinzón, tan bueno y tan marino, estuviese a la sazón ausente de Palos y de Moguer. Después los diálogos saltan de la ciencia a la desgracia, y Colón, abatido, va dejando pasar por sus labios el turbión de sus dolores. Desde 1470 es su vida una sucesión interminable de luchas y desengaños tan demoledores de la fortaleza, que él estima don singular de Dios que en este naufragio se salvara sus ideas.
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Yo me lo figuro con el cabello cano, el color bermejo, los ojos garzos y la frente y nariz aristocráticas, salvando de sus dolorosos juicios a la Reina, por buena, por santa; y al Rey, por recto... ¡Pero aquellos hombres de la Junta han cerrado definitivamente las puertas, porque, convencidos ya de la verdad colombina, no han querido, sin embargo, concederle su excepcional importancia, escandalizándose pobremente cuando ha expuesto sus condiciones y derechos...! Colón clava sus ojos en el guardián del convento y expresa su decisión de no volver más a la Corte... Los oyentes, llenos de patriotismo, trabajan por disuadirle de ese pensamiento. La decisión del marino es irrevocable; pero, a medida que se desliza la conversación y el espíritu fatigado de aquel hombre, va siendo insensiblemente invadido por el ambiente de humildad que allí se respira, se van apaciguando las estridencias espirituales, se van oyendo cada vez más lejos en su conciencia los gritos del combate de la vida, y la irritación de la soberbia humana va dejando paso al equilibrio santo de la paz, la paz bendita de La Rábida, paz creadora. El guardián de La Rábida es una voluntad firme sostenida en las alas de una fe sencilla; y como ama a su Patria y a los Reyes, y ve con certeza indiscutible que el navegante es un hombre providencial, propone escribir a la Reina, de la que había sido confesor, solicitando audiencia. Colón resiste todavía; pero entre el Cristo de La Rábida, que tiene en los ojos muertos la dulzura del perdón y de la humildad, y el mar Tenebroso, que por encima de los pinos, de los esteros y las dunas se alcanza a ver desde la puerta de la iglesia, dan al derrotado la visión espiritual de las tierras que en Occidente le están esperando. El espíritu, primero abatido y rebelde, luego indeciso, y ahora entregado, concluye por aceptar la generosa oferta del franciscano, y aún estaba el sol sobre la isla de Saltes pintando con el cielo, las nubes, los verdes y las aguas los encajes de luz de una puesta de arrebatadora belleza, cuando el piloto de Lepe, Sebastián Rodríguez salía de La Rábida portador de las letras de Fray Juan Pérez. La Reina recibe inmediatamente al fraile, y luego, a Colón. Vencidas las dificultades, y después de incidentes lamentables surgidos con los hombres de la Junta, que hicieron perder la paciencia al Descubridor, los Reyes aceptan con toda generosa magnanimidad el programa del navegante y se firman las capitulaciones de Santa Fe, por las que se nombra a Colón Almirante, Visor rey y Gobernador de las tierras que se descubran. Se le reserva una décima de todo el oro, plata, piedras y tesoros que se encuentren. El será, o su teniente, el único juez en los pleitos relacionados con el almirantazgo, y, por último, en todas las expediciones podrá contribuir con la octava parte de los gastos y recibir el octavo de los beneficios. El tesorero de la Corona de Aragón, Santángel, y Francisco Pinelo facilitan más de un millón de maravedíes; aportando Colón la octava parte por adelantos que le hicieron Martín Alonso, y los comerciantes italianos Di Negro, Capatal, Spínola y otros.
MARÍA ESQUIVEL MARTÍN
Palos
— Palos es el brazo ejecutor de la empresa. Colón es la idea invencible; Fray Juan Pérez es la fe alentadora, y Palos, con Moguer, son la intervención de la fuerza y del trabajo, la mano de obra del descubrimiento de América. Era preciso que el pueblo tomara parte en el proyecto cumbre de la raza, que, para ser verdaderamente fecundo, debía ir amasado con el sacrificio popular. Después de las dificultades propias de la preparación de un viaje tan distinto de las cosas corrientes de la vida, ya podemos gritar albricias porque están preparadas en el puerto de Palos la Pinta, la Niña y la Santa María.
(El maestro americano que da esta conferencia, al llegar a este punto, excita el patriotismo de sus oyentes y dice:) Yo os suplico que al sonar por primera vez los nombres de las tres carabelas, encendáis todas las luces de vuestro corazón para honrarlas. Es éste un momento solemne, porque esos tres barcos que ahora se mecen suavemente en las aguas del Tinto, en Palos, son el más grande atrevimiento de la raza, y sus quillas van a romper sonrientes el velo de los misterios para dar al mundo, en nombre de España, la verdad maravillosa de América. Las propagandas de Fray Juan Pérez y de Colón no dieron el resultado apetecido y, a pesar de la Pragmática Real leída en el pulpito de la iglesia de San Jorge, los marineros murmuraban sobre los peligros de la empresa y no se inscribían en las tripulaciones. Martín Alonso y Vicente Yáñez, hermanos, arengaban a la multitud. Les decía el primero: “Amigos, andad acá, idos con nosotros esta jornada que andáis acá
misereando. Haced esta jornada, que todos veréis ricos e de buena ventura”.
La palabra del hombre extraordinario, que tenía una reputación de gran marino ganada en expediciones mediterráneas y atlánticas; que era dueño de una carabela y que había estado en Roma, de donde traía copia de un mapa raro visto en la biblioteca de Inocencio VIII, donde se situaban islas occidentales no conocidas; su riqueza, su honradez inmaculada y la simpatía que gozaba en Palos, fueron causa del cambio de opinión de los marineros, y por un fenómeno de dejación absoluta de la voluntad que hicieron todos en los prestigios de Martín Alonso y de Vicente Yáñez Pinzón, marino como su hermano, y, como él, lleno de autoridad y fama, se entregaron ofreciéndose a la empresa con el ánimo decidido de los bravos que van sonrientes al sacrificio. Estas lecciones que yo doy — subraya especialmente el sabio profesor de la Plaza de España — van a ser leídas por los jóvenes españoles y americanos, y por eso, a pesar del carácter elemental de las mismas, quiero honrar a los humildes marineros de las carabelas, haciendo constar aquí sus nombres. La democracia va también en el viaje inmortal. La aridez de tanto nombre junto, será compensada por la gloria de estos marineros descubridores, y nuestros ojos se recrearán orgullosos en la lista de los grandes humildes.
MARÍA ESQUIVEL MARTÍN
Almirante de la flota y capitán de la Santa María, Cristóbal Colón Capitán de la Pinta, Martín Alonso Pinzón Capitán de la Niña, Vicente Yáñez Pinzón
TRIPULANTES DE LOS TRES BARCOS Alonso, grumete. Alonso Martín, físico. Alfonso Clavijo. Alonso de Morales. Alonso de Palos, grumete. Álvaro, marinero. Andrés de Huelva, grumete. Andrés de Yébenes, grumete. Antón Calbrés, marinero. Antonio de Cuéllar. Bartolomé Vives, marinero. Bartolomé García, contramaestre. Bartolomé Pérez Niño. Bartolomé Roldán, marinero. Bartolomé de Torres. Bernal, grumete. Cristóbal Niño. Cristóbal Quintero. Cristóbal García Sarmiento, piloto. Chachú, contramaestre. Diego, maestre. Diego de Arana. Diego Bermúdez. Diego Leal, grumete. Diego Lorenzo, alguacil. Diego Pérez, pintor. Diego Martín Pinzón. Domingo Tonelero. Domingo de Lequeitio. Fernando Medel, grumete. Fernando de Triana, grumete. Francisco de Huelva. Francisco Medel, grumete.
MARÍA ESQUIVEL MARTÍN
Francisco Niño. Francisco Martín Pinzón, maestre de la Pinta. Franco García Vallejos, marinero. García Alonso. García Hernández. Gil Pérez, marinero. Gómez Rascón, marinero. Gonzalo Franco. Jácome, el Rico Genovés. Juan de Medina, sastre. Juan de Moguer. Juan, grumete. Juan Maestre, cirujano. Juan Arias, grumete. Juan Arráez, marinero. Juan de la Cosa, maestre de la Santa María. Juan Martínez de Azoque, marinero. Juan Niño, maestre de la Niña. Juan Pérez Vizcaíno. Juan de la Plaza, marinero. Juan Cuadrado, grumete. Juan Quintero de Algruta, contramaestre de la Pinta. Juan Reinal, marinero. Juan Rodríguez, marinero. Juan Romero, marinero. Juan Ruiz de la Peña, marinero. Juan de Sevilla. Juan Verde de Triana, marinero, Juan Vezano, marinero. Juan de Xerez, marinero. José Calafate. Luis de Torres. Martín de Uturbia. Miguel de Soria, grumete. Pedro de Arcos. Pedro Arráez, marinero. Pedro Gutiérrez. Pedro de Lepe. Pedro Alonso Niño, piloto.
MARÍA ESQUIVEL MARTÍN
Pedro de Salcedo, paje de Colón. Pedro de Soria. Pedro Tejero, grumete. Pedro de Terreros, Maestresala de Colón. Pedro de Villa, marinero. Pedro Izquierdo. Pedro Sánchez de Montilla, marinero. Rodrigo de Escobedo, escribano. Rodrigo Gallego, grumete. Rodrigo de Triana. Rodrigo Monje. Rodrigo de Jerez. Rodrigo Sánchez de Segovia, veedor. Ruiz García, marinero. Sancho de Rama, marinero. Sancho Ruiz de Gama, piloto.
La epopeya
— Ha llegado la hora de partir hacia el reino de la epopeya. Es el día 3 de agosto, y los hombres de la expedición han recibido la fuerza espiritual de la Eucaristía. Se necesitaba la colaboración de Dios mismo para hacer dulce la partida de aquel centenar de bravos que desde la paz de sus hogares van lanzados a una interrogación formidable que muy bien podría resolverse con la muerte. Las carabelas disparan las lombardas y falconetes. La Santa María, con dos de sus cinco velas hinchadas, sonríe cuando el sol naciente ilumina el cuadro de aquella mañana única en la Historia. En el palo mayor, sobre la vela de gavia que tiene la hechura de un trapecio, ondea el estandarte cuartelado de blanco y rojo con leones y castillos. Es la Patria que sobre el azul triunfal del cielo de Palos ondea su emblema como un genio protector. En el palo trinquete luce la insignia de Colón, que tiene una cruz verde sobre fondo blanco, y las iniciales de Fernando e Isabel, con una corona cada una. El Ave María, Gratia Plena se repite en las combas de la vela maestra. En pleno castillo de atrás, el palo mesana sostiene una lona triangular, y en uno de sus vértices un risueño gallardete acaricia el farolón de popa. El almirante, emocionado, habla brevemente, con su maestre Juan de la Cosa, el marino cantábrico dueño de la Santa María, que años después hará cosas inmortales en América. Luego Colón se entiende por señales con el gran Martín Alonso, que manda la Pinta, cuyas velas rizan ya las auras del amanecer, y con el otro egregio marino, Vicente Yáñez Pinzón, a quien luego veremos trabajar entre los grandes explotadores, y que ahora, en la Niña, va a ser el fiel amigo del almirante y el cooperador grande del viaje descubridor. Las tripulaciones, en la cofa, en el bauprés, en el castillo y en el centro gritan salutaciones a Castilla y los Reyes, y en tierra el pueblo marinero, conmovido por una ternura emocionante, es todo él como una sola plegaria y un solo corazón.
MARÍA ESQUIVEL MARTÍN
Cuando la flotilla pasaba frente a La Rábida, al virar en la confluencia del Odiel, los hombres prodigiosos de las naos debieron, como dice elocuentemente el prior de los actuales franciscanos del convento, “rezar la Salve a la estrella de los mares, a la Virgen bendita, llamada de los Milagros por los hijos de aquellos esteros... El esquilón conventual, rompiendo su eco vibrante en el casco de las carabelas, era nuncio y presagio de las bendiciones de Dios y de los hombres en la heroica empresa que, comenzada allí por un puñado de valientes, será perpetuada eternamente en la historia del mundo. Los religiosos entonan a coro el himno litúrgico de la hora de Prima:
Jam lucis orto sidere (Ya nace la luz del cielo). Al doblar la barra de Saltes, a ocho horas de la mañana, despliegan todo el velamen y ponen proa directa al mar, al inmenso océano que será el teatro de sus gloriosas hazañas... Allá en la lejanía del promontorio, en línea directa con el puerto donde quedan las esposas y los hijos, un punto en la bruma de la distancia señala el convento de La Rábida”. Ha empezado la era de las grandes locuras, y España va a ser única en el progreso de la Humanidad. No puedo seguir paso a paso el viaje legendario. El día 6 de septiembre salieron de Gomera (Canarias), y el 13 vieron asombrados que la aguja, que derivaba siempre al Este, empezó a noroestear, es decir, que iba la flecha a acostarse hacia la izquierda, lo que empezó a ocurrir a unas ciento ochenta leguas de las Canarias. Dicen algunos críticos que un siglo antes se conocía el fenómeno en Alemania; no lo sabemos; pero los nautas occidentales de Europa observaron por primera vez el fenómeno en el memorable 13 de septiembre. Este fenómeno, que les abrumaba con su misterio; la inmensidad del mar inacabable; la expedición sin fin, pues la tierra parece que se va alejando delante de ellos para no ser alcanzada, nunca; la lucha espiritual de todos los días; el recuerdo de la Patria, a la que acaso no vuelvan más, va formando un estado de disgusto, y aunque se advenía alguna vez en el viaje, por las yerbas, por las maderas, por las aves y hasta por los peces, que la tirita debía estar tras los limpios horizontes del mar, y Colón hacia prodigios de habilidad para templar el ánimo de los marineros, no fue suficiente, y en una de aquellas reuniones de sol puesto, en que los tres barcos se ponían al habla para cambiar impresiones. Colón, abatido, contó a Martín Alonso Pinzón el estado de disgusto y próxima rebeldía de su gente, y entonces el admirable piloto del Tinto contestó.
“Señor, ahorque vuestra merced media docena de ellos, o échelos a la mar, y si no se atreve, yo y mis hermanos barloaremos y lo haremos, que armada que salió con mandatos de tan altos príncipes no volverá sin buenas nuevas.”
Colón contesta: “Bienaventurados seáis.”
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Templados los ánimos de los descontentos, cuenta el diario la bonanza del mar en estos términos:
“Son los aires temperantisimos, que era placer grande el gusto de las mañanas, y no faltaba sino oír ruiseñores, y era el tiempo como abril en Andalucía.” Todo el camino, desde Gomera, se ha hecho siempre en la dirección Oeste; pero a estas alturas,
“considerando Don Cristóbal — dice un cronista — que unos pequeños pájaros que viera no podían ir lejos de tierra, tuvo por cierto que se hallaba cerca, por lo que dejó la vía de siempre y fué a Sudoeste”.
Si no es por esta variación de rumbo hubieran tocado en el continente sobre las costas de la Florida. En fin: a las dos de la madrugada del 12 de octubre, la carabela Pinta, que iba siempre delante, hizo señales de tierra, la cual descubrió primero un marinero llamado Rodrigo de Lepe, verdadero ganador del premio de los Reyes para quien primero la viera, y del jubón de seda del almirante. Estaban a dos leguas de la costa y, según dice el diario de navegación, “amañaron (amainaron)
todas las velas y quedaron con el treo, que es la vela grande, y sin bonetas, y pusiéronse a la corda (al pairo), temporizando hasta que salió el sol del viernes 12 de octubre”, y
vieron los ojos de los asombrados españoles que el mundo del misterio estaba allí hermosísimo y fragante. Las proas sagradas tocan la tierra en aquel amanecer jubiloso. Como las carabelas son España, el contacto con aquellas tierras era el beso de la Patria a su creación gigantesca. La mañana tropical sonríe en las aguas azules, en la transparencia de la luz y en la alegría de la selva virgen. Acaba de romperse el libro de las leyendas que habían escrito la ignorancia y el miedo. Esta felicidad que triunfa en la serenidad augusta de los cielos es un obsequio de la naturaleza a las tres carabelas, que son las tres maestras más grandes de la Geografía Universal. El espíritu creador de España contrae, en esta hora sublime, nupcias con América la cobriza, la inocente, la bella. El sacerdote de ese matrimonio es la Historia, y son testigos el sol, el mar y aquellos hombres que desde la humildad de sus vidas han sabido, como los genios de las construcciones geológicas, dilatar paralelos, estirar meridianos y presentar el planeta perfecto según las leyes de la Geografía de Dios. La Verdad estaba celosa de la Leyenda, y con un puñado de hombres de carne y hueso acaba de escribir un poema más grande y más bello que todas las creaciones de la poesía. El almirante, los Pinzones y los maestres y marineros de las carabelas bajan a tierra con los estandartes de la realeza y de la expedición. Los escribanos dan fe del hecho nunca oído en las historias de los hombres, y certifican que España, con sus Reyes, acaba de tomar posesión de aquellas tierras como premio a sus sacrificios civilizadores. Los españoles acaban de ensanchar el mundo y la idea, porque más grande aún que la dilatación material van a ser las expansiones ideales.
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El concepto antiguo de la vida encerrada en unos límites que dieron a la cultura, a las relaciones sociales, a las artes, al comercio y a la invención humana un estatismo de lento avance, cambiará inmediatamente de modo de ser. Las ideas van a volar desde la tranquilidad de los viejos nidos a la inquietud averiguadora de la Edad Nueva. Al suave calor del nidal clásico va a seguir la fiebre creadora que necesita aire, luz y alas para cruzar la redondez del planeta, dejando sobre los Continentes y los mares una estela de afanes humanos que llevan dentro la necesidad imperiosa de luchar, vencer, superarse y poner en los valores nuevos del mundo, un deseo insaciable de ir siempre más allá: unas veces, tras la locura; otras, tras el progreso. Por eso tiene el momento una solemnidad única, y cada uno de aquellos hombres que acaban de poseer para España la tierra nueva es un constructor de la raza que tiene conciencia de sus destinos, y, al presentir la transformación que ellos traen al mundo, clavan los ojos en la altura y piden la protección de Dios en la obra inmortal. Era la Isla de Guanahaní (San Salvador). Los indios, desnudos, atléticos, cobrizos, miran con asombro a los hombres que creen bajados del cielo. “Yo — dice el almirante, — porque nos tuvieran mucha amistad, porque
conocí que era gente que mejor se convertiría a nuestra Santa Fe con amor que no por fuerza, les di unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían al pescuezo. Venían a los navíos nadando, y nos traían papagayos, hilo de algodón en ovillos, azagollas y frutas desconocidas.”
Después descubren Santa María de la Concepción, la Fernandina y la Isabela, y el 28 de octubre arriban a la hermosa isla de Cuba, que llamó el almirante Juana, creyendo que era el Katay, en el continente asiático. Navegó hacia Levante, descubriendo la de Haití, y, manteniendo su error geográfico, cree firmemente que esta isla, a la que llama Española, era el Cipango (Japón) de que se hablaba en los libros de Marco Polo. Colón, aficionadísimo a la naturaleza, está admirado del espectáculo de los bosques, y así dice con embriaguez: “Hay manadas de papagayos que oscurecen el sol, y aves y pajaritos de tan
distintas maneras y tan diversos de los nuestros, que es maravilla; y después hay árboles de mil maneras... Aquí conocí el lináloe (áloe), del que tomé diez quintales para la nao”.
Ocurre luego en la española el encallar la Santa María, rompiéndose en la costa. Lo que no pudo hacer el mar lo hizo la tierra. La nave fué la dominadora del Atlántico, y el mar no se atrevió con ella. Es un símbolo del sacrificio español, porque se rompe en la playa y sus arboladuras y entablamentos se emplean en levantar el fuerte de “Navidad”, para defender a la patria en las soledades americanas. Es la representación de España que ha de desangrarse en la colonización del Nuevo Mundo. Martin Alonso Pinzón estaba ausente desde el 21 de noviembre, por codicia, según el almirante, o por necesidades náuticas, pues una tempestad le apartó de Colón, según algunos críticos modernos.
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Así es que cuando vino la catástrofe de la Santa María, el almirante resuelve la cuestión del personal levantando el fuerte de “Navidad”, de acuerdo con el cacique Guacanagarí, de la española. Deja en él 39 hombres, y embarca a los demás en la Niña, donde pone la insignia almirante, empezando el día 4 de enero de 1493 el viaje de regreso a la Patria. Martín Alonso Pinzón se incorpora a la expedición de vuelta, en los primeros días, dando explicaciones de su conducta. El Océano quiere vengarse ahora de los descubridores, y gran parte de este dramático viaje de retorno es una continuada tempestad. Después del incidente de las Azores, el mar, impetuoso, como nunca le vieran aquellos hombres, arrastra en sus furias a La Pinta, que milagrosamente llega a Galicia, donde Pinzón, enfermo y disgustado, escribe a los Reyes Católicos. La Niña, llevada como una pluma por el huracán, arriba a Lisboa, y el 15 de marzo de 1493 coinciden las dos carabelas en el pueblo de Palos, donde los marineros empiezan a cumplir las peregrinaciones ofrecidas a la Virgen en las horas tristes de las desesperadas luchas del mar. Peregrinarán a Loreto, Santa Clara, Guadalupe y a la Cinta de Huelva. Pinzón muere a poco de llegar, en La Rábida, mientras el almirante recibe en Barcelona los aplausos del triunfo. Los Reyes han colmado de honores al descubridor de las tierras atlánticas. Fueron los júbilos y fiestas como no se conocieron nunca en la ciudad condal. La emoción que producen los indios, los papagayos, el oro, las especias y las plantas que el almirante ensena a los Reyes y al pueblo, es como una corriente eléctrica que circula por los nervios de España y el principio de aquella fiebre que la hizo volcarse entera en América. La multitud se desborda en vítores y aclamaciones; el loco y visionario ha pasado a la categoría de un semidiós, y el obscuro cartógrafo, tan humillado por los soberbios del mundo, ha volado con la fuerza de su genio hasta alcanzar los más altos picachos en las cumbres de la gloria humana. También las multitudes vitorean a Isabel la Católica, que a todos los timbres de su reinado ha unido el más lleno de grandeza, porque ha sabido encender, en la constelación de la Patria, el lucero más brillante de su gloria. Por eso la Geografía la va a proclamar reina de sus empresas; la Historia, musa de sus engrandecimientos; la Biología, maga que alumbra el progreso humano por la redención étnica de un mundo; la Náutica le va a deber su desarrollo; la Cultura, progresos no sospechados; y la Democracia, que es el sentir cristiano del amor de Dios reflejo en los humildes, le va a tener por maestra inspirada de las nacionalidades nuevas.
(El maestro americano, que continuará en los días siguientes sus conferencias, ha recibido un homenaje de la simpatía y admiración de sus discípulos).
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CONFERENCIA CUARTA ¿Colón, español? Al concluir la anterior conferencia, el doctor Colombino había repartido entre sus jóvenes oyentes unos apuntes suyos, muy claros, para que estudiasen por si mismos la cuestión de la patria española del descubridor de América. Había extractos muy comprensivos de las obras Colón español, de D. Celso García de la Riega; de La Patria de Colón, de D. Rafael Calzada; de La verdadera Patria de Colón, de D. Constantino Horta; del Colón, pontevedrés, de D. Prudencio Otero; de Cristóbal Colón y Cristóforo Colombo, de D. Ricardo Beltrán y Róspide, y muy interesantes síntesis de Rodríguez Navas, Antón del Olmet, Saralegui y Medina, con otros muchos escritores, porque es un hecho que forman legión los partidarios de la tesis de Colón español.
El maestro dice:
— Pueden pedir la palabra todos los que quieran para aducir razones en pro o en contra de la tesis, puesto que conocéis mis apuntes sobre los escritores que se han ocupado de la materia.
Un joven chileno, habla:
— Yo soy partidario de Colón genovés porque lo dice el mismo almirante en su testamento, y me repugna tener que demostrar que el gran hombre mintió; porque para sacar adelante la idea contraria es preciso pasar por encima de la palabra del descubridor, y eso no lo hago yo...
Un cubano de quince años:
— Nuestro buen amigo que habló ahora, se equivoca. Mentir por vanidad o por intereses personales, o por pasiones, es indigno; pero bien claro está, en los apuntes que hemos estudiado, que si Colón mintió algunas veces no fue para engañar a nadie, sino para sacar triunfante la idea suya de descubrir nuestra América.
El chileno: — No se debe mentir nunca, ni para bien, ni para mal. El cubano: — Conforme, pero en todo caso es bueno reconocer, mi amigo, que cuando se
desfigura la verdad para hacer un bien, la falta que se comete debe ser muy pequeña. Si el bien es más grande todavía, la falta será mucho menor. Cuando el bien es el descubrimiento de América, la falta queda en nada... No me parece a mí que Colón se desprestigie mucho porque se le demuestre que echó esa mentirilla.
(Hay una grande atención y un extraordinario interés en los jóvenes escolares.)
Un madrileño: — No veo por ninguna parte que se haya demostrado aquí que le hiciera falta mentir.
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Un andaluz: — Pero en los apuntes lo dice. Un madrileño: — En los apuntes, sí, pero aquí no. El Profesor: — Es decir, que hay que proceder con orden. Un madrileño: — Creo que le hizo falta mentir. Ese hombre tenía un misterio, una cosa oculta. Si hubiera dicho la verdad desde el principio, no lo oyen siquiera. Este hombre, o era de familia de poco más o menos, o tenía alguna mancha de atrás.
Y él diría: Como yo me presente en la corte y reclame que de la tierra que voy a descubrir me hagan Virrey, y me pregunten por mi familia y sepa la gente que una abuela mía era judía, estoy perdido del todo. Así que lo mejor será decir que soy genovés.
Un mejicano: — Yo creo que eso de judío es una leyenda. Un madrileño: — No es una leyenda; está demostratado que el apellido segundo del almirante, Fonterrosa, es judío y gallego, porque en ninguna parte había Fonterrosas más que en Pontevedra. Además, se puede decir que en España había Colones judíos, porque tres años antes del descubrimiento condenaron a un Andrés Colón, en Tarragona, por celebrar cultos hebreos, y allá por el 1400, en Plasencia, una familia Colón que tuvo que irse de la ciudad por la misma causa dicha.
Un mejicano: — Bien, pero eso no prueba nada. Además, ¿no se ha dicho aquí que la causa de
ocultar Colón su nombre fué porque le hacía falta? Pues yo digo que no, que en aquella misma corte había conocidísimos judíos cuyas familias se habían convertido y ocupaban ellos cargos importantísimos; por ejemplo, Luis Santángel, tesorero de la corona de Aragón, persona de toda la confianza de Don Fernando el Católico. Aquí lo dice en los apuntes bien claro...
Un joven guatemalteco se levanta diciendo: — Yo creo que no era por ser judío,
sino que no le convenía, presentarse como un cualquiera, un hombre que pensaba fundar nada menos que el virreinato de un mundo.
Un escolar de Honduras: — Además, decir que es genovés un marino, era entonces como decir ahora que un tenor es italiano, que un químico es alemán o que un electricista es norteamericano...
Un compañero de San Salvador: — Mucho más cuando eso ya había pasado varias veces en la Historia de España, y así lo cuentan de Ramón Bonifaz y de otros marinos.
Un jovencito de Nicaragua exclama, sonriente: — Bonito papel hace D. Cristóbal si se presenta con la novedad nunca oída de descubrir las Indias, y al mismo tiempo dice que era de un barrio pobre de Pontevedra. Se hubieran reído de él. De modo que dijo: en vez de Colón me voy a llamar Colombo, que eso es muy italiano, y en vez de decir que soy de Pontevedra, me presento como genovés, que eso tiene una barbaridad de importancia...
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Un estudiante de Costa Rica: — Y de ese modo nadie se meterá en averiguar sobre mi familia y sobre mis pobrísimos abuelos, porque Génova está tan lejos...
Un panameño: — Además, este hombre no podía pedirle favores a los Reyes Católicos diciendo
que era gallego, porque aún estaban vivos en la corte los resentimientos con los galaicos por el asunto de la Beltraneja...
El chileno: — Señores, para mí todavía sigue en pie el testamento de Colón, o mejor dicho, la escritura de fundación del Mayorazgo, donde dice:
“Yo soy genovés”... — Pues ya veremos lo que pasa al final Dice un alumno de Haití: — porque yo del estudio de los apuntes he sacado la convicción de que Colón es gallego.
Un escolar dominicano: — No pasará nada, porque tiene razón nuestro amigo de Chile; cualquiera echa abajo eso de yo soy genovés, puesto en labios de Colón. Por todos los territorios americanos que no forman nación habla un joven escolar de Puerto Rico,
que dice: — Yo creo, señores, que lo primero que hay que demostrar aquí es que Colón no fué
italiano. Estoy convencido de que no lo fué, ¿no sabéis por qué?, porque no se ha podido probar documentalmente que lo fuera de tal modo que no haya duda. Debe haberlas, y grandes, cuando más de veinte ciudades italianas se atribuyen con gran calor ser la patria del almirante. Yo digo que no andará eso muy claro cuando pelean tanto.
(Los oyentes están encantados y se ríen de la gracia natural del portorriqueño.)
Un alumno argentino, muy talentoso, dice: — Tiene razón nuestro amigo. ¿Dónde está la partida, dónde el documento italiano? En ninguna parte. En la Raccolta o recopilación de escrituras hechas en Italia durante el IV centenario del Descubrimiento, se pretende demostrar que un Cristóforo Colombo es el Cristóbal Colón descubridor de América. No puede aceptarse. En 1470 estaba ya Cristóbal Cojón en Portugal. El Cristóforo de la Raccolta, el año 1470, tenía diez y nueve años. E1 descubridor de América tenía entonces treinta y cinco años. ¿Es creíble que el hombre que, según los documentos italianos, era vendedor de vinos y de lanas, un perfecto menestral, había de llegar de diez y nueve o veinte años a Lisboa con la preocupación de la náutica y los viajes, como si toda su vida no hiciera otra cosa? Lo que se hubieran reído de sus lanas y vinos, pintándola de cosmógrafo con sus veinte años, los marineros de D. Juan II, y el mismo rey, maestro de expertos navegantes y descubridores. Colón sabía latín y cosmografía. ¿Es creíble que aprendiera estas grandes materias en el trato con los zapateros y menestrales de la Edad Media? Es evidente que el Cristóforo Colombo no tiene nada que ver con Cristóbal Colón. En Italia había muchas familias Colombos con nombres iguales muchos de ellos.
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Así, no hay gran inconveniente en aceptar esta coincidencia de Cristóforo con Cristóbal y de Colombo con Colón. Son dos personas completamente distintas, pues el que describe la Raccolta está en contradicción de vida con el almirante, de quien dice su hijo Fernando que lo mismo su padre que todos sus ascendientes eran marinos, y el Cristóforo Colombo fué lanero, por lo menos hasta 1473. Además, el propio Colón afirma que navegó desde su primera juventud. Tenemos, pues, perfecto derecho a decir que en documentación definitiva sobre la naturaleza de Colón están los italianos como nosotros, y que, por tanto, podrá con más títulos apropiarse la nacionalidad quien tenga más datos, más pruebas indirectas y más detalles convenientes relativos al hecho que discutimos. Un alumno uruguayo pide la palabra y dice: — Colón no es italiano porque no sabe la lengua de su patria. Este es un hecho positivamente cierto. ¿Qué genovés es ése, latino y cosmógrafo, que ignora la lengua de sus mayores? ¿No ha vivido el Cristóforo Colombo en su tierra hasta que era un hombre, como dice la Raccolta? Luego tiene forzosamente que hablar como se habla en Génova. Si se demuestra que no habla así, habrá que convenir, como ha dicho muy bien un escritor de nuestros apuntes, que aquellos Colombos genoveses son otros “López” que, completamente distintos, no tienen nada que ver con los Colón de España. No habla italiano. Cuando escribe a Toscanelli no emplea la lengua del sabio florentino; por eso Toscanelli cree que se trata de un portugués, por escribirle desde Lisboa y vivir allí. En sus escritos, conversaciones y cartas, rarísima vez emplea palabras italianas, pues Colón habla perfectamente español, y con él y el latín se entiende con los hombres sobresalientes de Europa. Estos mismos idiomas emplean en las anotaciones de sus libros. En la misiva que escribió en 27 de diciembre de 1504 a Nicolás Odérigo, en Génova, le acompaña una carta para que la entregue a Micer Juan Luis, y la carta a éste va escrita en castellano, suplicando a Odérigo, que sabe nuestra lengua, que la traduzca al destinatario. ¿Se comprende esto tratándose de un hombre que sabe italiano? Si hubiera sabido esta lengua, en ella hubiera escrito la carta o la hubiera escrito en el dialecto ligur, que algunos dicen que hablaba, pero de ninguna manera en español, dirigida a un italiano, para que se la traduzca a otro.
(Los alumnos han aplaudido la facilidad con que el alumno se ha asimilado la doctrina contenida en los apuntes del profesor.) Un joven de Colombia hace las siguientes afirmaciones: — En la Biblioteca Colombina de Sevilla — dicen nuestros apuntes — hay un autógrafo evidente del descubridor de América, y en él Colón, abundando sin duda en la idea de despistar a la gente sobre su verdadera patria, pone una nota en italiano a un documento de aquella biblioteca. En la nota hay sesenta y una palabras. De ellas veintidós son españolas, y el resto, palabras italianas casi todas mal escritas. Es decir, se ha escrito en un italiano macarrónico, y la suplencia de lo desconocido se ha hecho con veintidós palabras españolas perfectamente escritas.
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Es decir, se ha escrito en un italiano macarrónico, y la suplencia de lo desconocido se ha hecho con veintidós palabras españolas perfectamente escritas. No vale decir que el marino hablaba el dialecto ligur de Génova, porque, si esto fuera así, al hacer la nota en italiano no hubiera puesto la suplencia en español, sino en ligur, y si las palabras que tomamos por italianas son ligures, al poseer este dialecto no se comprende que se supliera, con palabras españolas ni de ninguna otra nación, sino que iría todo en perfecto ligur.
(La sesión va tomando un interés extraordinario.) Un escolar venezolano, dice: — Pero no es sólo que ignorase el italiano: es que, además, sabía, perfectamente español hasta versificar inspiradamente en nuestro idioma.
El alumno lee en los apuntes estos versos de Colón: In aeternun gozarán los que lo bueno abrazaron y así mismo llorarán porque continuó arderán los que la malicia amaron; y pues siempre se agradaron del mundo y de sus codicias, de las eternas divicias para siempre se privaron. (Ultima estrofa del “Memorare novissima tua”)
¿Cuándo aprendió Colón a hablar así el castellano? ¿En Génova, cuando era lanero? ¿Navegando en barcos italianos? ¿En Portugal, donde no trata a españoles? No; lo aprendió aquí, porque era español.
(Al pronunciar estas palabras unos alumnos aplauden y otros murmuran, señal de la división de opiniones que reinaba en la simpática e inteligente reunión).
Un alumno ecuatoriano exclama: — Hay más razones contra su italianismo:
1° Que no se ha encontrado en toda la Liguria ni parientes, ni amigos, ni maestros del navegante,
ni vestigios de nada de él. Sólo se sabe que pasó algunas temporadas en Génova y en Saona, entre 1458 y el 1468. A eso se debe el rudimento italiano que poseía.
2º Porque en las dos familias que fundó el marino, sus miembros en varias ocasiones solemnes declararon que no sabían ciertamente de dónde era el descubridor, y esto es extrañísimo no ignorando que él se decía genovés.
3º Porque ningún italiano aportó dato alguno de Colón, de su origen y de sus parientes, a pesar de ocuparse continuamente de la vida del descubridor de América.
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4º El apellido Colombo es italiano, y el de Colón, español. Don Cristóbal se hizo llamar en Portugal Colón. Luego en España, aparece Colombo, y, finalmente, volvió, como dice su hijo D. Fernando, a renovar el primitivo Colón.
5º Pedro Mártir de Anglería, italiano que vivía en España y que habló mucho con Colón, no le dice Colombus, sino Colonus.
6º Porque en la escritura de Mayorazgo no designa a pariente alguno. Nombra a sus hijos Diego y Fernando y a sus hermanos Bartolomé y Diego, añadiendo que, a falta de éstos, podía heredarle algún varón de aquí o de otro cabo del mundo que se llamase de Colón, que eran sus verdaderos parientes. Para nada cita a Génova ni el apellido Colombo.
Un escolar californiano, que sabe español, interviene diciendo: — Yo encuentro en ese testamento dos cosas contradictorias: 1º Colón dice que es genovés. 2º Afirma el almirante que su verdadero linaje lo forman los de Colón con antecesores de Colón. Esta segunda afirmación es definitiva para probar que su apellido y ascendencia son españoles. ¿Con cuál de las dos declaraciones nos quedamos? Parece racional quedarse con la que resulte más apoyada por sucesos y relaciones convenientes con ella, y es evidente que la segunda se encuentra en ese caso.
(Al sentarse el norteamericano y al levantarse un escolar brasileño, los dos son objeto de cariñosos aplausos, pues los hispanoamericanos agradecen de todo corazón que ambos escolares se expresen en correcto castellano).
Dice el joven del Brasil: — Colón, dirigiéndose a los Reyes Católicos, expresa: “En el Katay domina un príncipe llamado el gran Kan, que en nuestro romance significa rey de reyes.” Colón llama a la lengua española nuestro romance. ¿Qué clase de italiano es éste que califica de suyo el romance español? Que cada uno haga la consideración que quiera, pero es muy original esa manera de hablar de un extranjero. Además, Colón habla como los gallegos, según dicen los apuntes. En la “Española” escribe que el sol tiene espetos. En Galicia es una frase hecha Hoxe o sol ten espetos. Son abundantísimas las expresiones gallegas que Colón emplea en sus cartas y documentos. Las usa también portuguesas porque estuvo en Portugal catorce años, pero es más frecuente que las use gallegas. La carabela Santa María se llamaba la Gallega. El descubridor pone nombres gallegos a las cosas que va descubriendo en América. Así, v. gr., le pone Porto Santo a una bahía que se parece mucho, por su naturaleza, a la bahía de Porto Santo en Pontevedra, y no cabe decir que se refería a la isla de Porto Santo en las Azores, porque ésta es un peñasco seco, y aquélla, la de América, es de tan extraordinaria belleza, que al almirante le recuerda la bellísima bahía gallega echando el resto de sus admiraciones; y es claro que no había de bautizarla con el nombre de un peñasco Atlántico de las Azores, sino con el del hermoso paisaje de la bahía pontevedresa. Es una cuestión sentimental.
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Llama Santiago a un río de la Española; a una punta que está al NE. de la isla de la Tortuga le puso por nombre Punta Lanzada, que corresponde a la Punta Lanzada de la ría de Pontevedra; a un promontorio americano le denominó cabo de la Gálea, nombre que también lleva un cabo próximo a la capital gallega. Pero es más: el descubridor, que tanto debe a La Rábida, a Palos, a Santa Fe, no se acuerda de ellas para bautizar con sus nombres la Geografía nueva, y después de cumplir con los Reyes Católicos y con la familia real, le vemos en plena emoción de recuerdos poniendo nombres gallegos a las cosas, y llama Gallega a una isla, y a otros tantos lugares de la tierra recién descubierta impone los nombres de cuatro cofradías de Pontevedra: San Miguel, San Nicolás, San Juan Bautista y Santa Catalina, que son, respectivamente, gremios de mareantes, de armeros, de carpinteros de mar y de tierra, y de bordadores. Es verdaderamente extraordinaria esta profusión de recuerdos y nombres pontevedreses, y mucho dice esto en la cuestión que tratamos. Un alumno del Perú trae en la mano una lista de los documentos pontevedreses relativos al apellido Colón, y después de expresar con facilidad y calor la importancia de este dato, lee una sucesión de viejas escrituras extractadas de los apuntes, casi todas relativas a los apellidos Colón y Fonterrosa, que llevaban durante el siglo XV muchos individuos de Pontevedra. El joven chileno, que antes defendía a Colón genovés, se levanta para decir que esa prueba es falsa porque no son auténticas las escrituras referidas. Lo mismo expresa el joven de Santo Domingo, y con estas denuncias se produce una gran expectación en los oyentes. — No son auténticas — dice el dominicano — porque se le han descubierto palabras de tinta nueva, y ya no podemos fiarnos de lo que se diga ahí.
Un escolar del Paraguay interviene: — Eso no es del todo exacto. El mismo señor don Celso de la Riega, primero que lanza al mundo la idea de Colón gallego, declara que habiendo algunas palabras, en uno de los trece documentos presentados por él, completamente disipadas por la acción del tiempo, las reanimó para poder obtener fotografías. Esas palabras no alteran la verdad documental. El más interesante de los documentos es el de un acuerdo del Consejo en que se ordena el pago de 24 maravedíes a Domingo de Colón y Benjamín Fonterrosa, lo que demuestra la existencia de los dos apellidos del descubridor en Pontevedra. También interesa mucho ver los nombres de Domingo y Bartolomé juntos al apellido Colón. El Sr. Otero Sánchez descubrió en Porto Santo (Pontevedra), frente a la llamada Casa de Colón, una inscripción del siglo XV referente a Juan Colón, y otros documentos con el mismo apellido antes y después del descubrimiento de América. El apellido Colón es muy español, porque lo hay en Cataluña, en Extremadura, en Andalucía y en otras regiones españolas. Con todo lo que hemos estudiado en los apuntes se prueba, pues, de modo claro que Colón fué español y gallego.
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Un joven de Bolivia: — Yo voto con los de Colón genovés, porque no me he convencido de lo contrario. El dicho del almirante tiene para mí más valor que todos esos argumentos juntos. Estas palabras ocasionan un pequeño desorden, pues unos y otros, excitados con la discusión, quieren que sus respectivas opiniones triunfen. Por fin se impone el silencio, porque el Profesor va a hablar y dice: — Mis buenos amigos: Estoy encantado, lleno de orgullo, por tener un auditorio tan inteligente y patriótico. Cuando yo hice los apuntes que se os han repartido en la última conferencia, tenía la duda de que fueran útiles para vosotros. Aunque me esforcé para poner las cosas con toda claridad elemental en los mismos, siempre me quedaba el temor de que una cuestión de investigación crítica pudiera no interesaros. Hoy me habéis demostrado admirablemente que habéis visto la cuestión, no sólo con gusto, sino con el calor de las convicciones, puesto que más que vuestras palabras, vuestros gestos y actitudes en la discusión me han evidenciado hasta dónde puede llegar la siembra de las ideas si se sigue un orden razonable por el sembrador y el surco recibe a gusto la semilla. Tengo el deber de concluir dando modestamente mi opinión en el asunto que os ha interesado. Antes de la cruzada a favor de Colón español y gallego, era, para mí, y para casi todo el mundo, artículo de fe la nacionalidad genovesa del descubridor de América. Pero después han variado las cosas, porque todo el que tranquilamente y sin preocupaciones ha estudiado la cuestión saca de ella una duda racional. Ya no puede afirmarse rotundamente la vieja creencia. Estimo que no está concluido, ni mucho menos, el pleito. Nuevos datos vendrán a enriquecerlo para que haya una sentencia justa. Pero, mientras esto no ocurra, aquella convicción antigua fundada en la palabra del almirante ha caído en el campo de las disputas, y una duda perfectamente razonable invade a los espíritus tranquilos. Hay, pues, que esperar, y esperar sin pasión, para que la santa verdad triunfe. Refiriéndome a otro aspecto del asunto, quiero hacer alguna observación mía. Se habla de Colón extremeño, del Colón catalán, del Colon portugués, etcétera. Creo que no es conveniente dividir la fuerza probatoria. Para demostrar que Colón no es italiano, todos los defensores de las distintas regiones en este pleito están conformes y los mismos argumentos emplean unos y otros. Pero cuando ya tratan de la adjudicación particular se extreman las cosas, y resultará, dentro de poco, que van a poner contra nosotros el mismo argumento que hemos hecho contra la tesis genovesa, cuando se ha afirmado aquí que no debe haber una prueba definitiva italiana cuando existen más de veinte ciudades en el pleito. Yo creo que Colón gallego tiene hoy más fuerza que las tesis de otras regiones españolas que quieren ser la patria del descubridor; y creo también que ninguna población española debe salir a la palestra en esta cuestión hasta no poseer un dato superior a todos los conocidos, para que no pierda valor la idea central.
(Cuando el Profesor ha dejado de hablar, los dos bandos de escolares que habían surgido en la cuestión se han abrazado fraternalmente y juntos han ido, con el maestro, a pasear por los jardines maravillosos de Sevilla).
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CONFERENCIA QUINTA Siguen los viajes colombinos — La Española — Cuba — Puerto Rico —Jamaica — Descubridores y exploradores El maestro americano, rodeado cariñosamente de los alumnos, empieza así esta lección:
— Todas las injusticias que producen el egoísmo, la envidia y la soberbia se han agitado contra España en su gestión americana. El protestantismo la hirió con toda clase de armas porque la Patria era sinceramente católica; el mundo anglosajón la hirió también por causas políticas; los escritores extranjeros, porque se fundaron en las apasionadas historias de Fernando Colón y el P. Las Casas, y hasta muchos escritores españoles del siglo XIX cayeron en la misma torpeza, por seguir la moda, muy corriente entonces, de hablar mal de todo lo español, y sobre todo por acoger como artículos de fe lo que venía en libros extranjeros amasado por un turbión de malas pasiones contra la gran civilizadora del mundo. La crítica moderna, más amiga de sustantivos que de adjetivos, no solamente va limpiando de injusticias la obra de España en América, sino que proclama ya a los cuatro vientos, como dice un eminente crítico francés, “que es preciso reconocer a España
como la única entre las naciones modernas que ha intentado poner en práctica, en las relaciones con sus colonias, los preceptos de humanidad, de justicia y de religión, que es precisamente lo contrario de lo que ha hecho Inglaterra, la supuesta maestra de la colonización, en Irlanda. Se ha visto en el fondo del sepulcro del Cid que un pueblo injustamente vilipendiado había sido todo hidalguía, nobleza y caballerosidad”.
Vamos a entrar en una era de exploraciones y conquistas, en un período de guerras y luchas. La guerra lleva consigo necesariamente el dolor, la muerte y el atropello; pero estos males no son imputables a España van anejos a toda manifestación belicosa, desde aquel triste momento humano en que por primera vez un hombre se alzó contra otro en la alborada de la historia del mundo. — “Querer la conquista de América sin guerra (como ha dicho un gran escritor de la raza), y la guerra sin sangre, es como querer el parto sin dolor y la vida sin muerte. Quien haya guerreado con medios distintos que España, puede tirar la primera piedras”. Colón, a quien hemos visto como descubridor de América, es, en los tres viajes que luego hizo, un explorador, si bien los méritos cumbres que le acompañan en la expedición gloriosa del Descubrimiento no van con él en las exploraciones y colonizaciones de los otros viajes, porque, en honor de la verdad, el genio de aquel hombre extraordinario no servía para regir y administrar a los pueblos. Como descubridor es una de las primeras glorias humanas; como virrey es una vulgaridad. El tratado de Tordesillas, que arregló con Portugal las desavenencias surgidas con motivo de la posesión de las tierras descubiertas y las que se habían de descubrir, fué una facilidad más para la decisión del segundo viaje organizado en Sevilla por el almirante y el arcediano Fonseca.
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En el segundo viaje, Colón llevaba una verdadera flota de colonización: 17 buques, animales domésticos para reproducirlos en América, semillas, árboles frutales, cañas de azúcar, y tripulaciones compuestas de más de mil quinientos hombres. Los eclesiásticos eran dirigidos por el famoso Fray Bernardo Buil; iban médicos, caballeros, y una verdadera representación de todos los oficios y artesanías, y, juntamente con el doctor Chanca de Sevilla, iban el futuro descubridor de la Florida, Juan Ponce de León; probablemente Fray Antonio de Marchena, de La Rábida; Alonso de Ojeda, el valiente explorador; Juan de la Cosa y Pedro Margarit, privado del rey Don Fernando. La flota que partió de Cádiz el 26 de septiembre del 93 llegó el 3 de noviembre a la Dominica y luego a las Marigalante, Guadalupe, Monserrat, la Redonda, la Antigua, San Bartolomé, San Martín, Santa Cruz, las Once Mil Vírgenes; en una palabra, a la mayor parte de las pequeñas Antillas y, finalmente a Puerto Rico. El 18 de noviembre llegó la flota a la vista de la española, y al desembarcar para dar sepultura a un español muerto en la lucha con los caribes de las Antillas, se encontraron el cadáver de un hombre con barba... La noche del 28 de noviembre arribaron frente al fortín de Navidad, donde Colón había dejado los 39 hombres de la Santa María. A los disparos de las lombardas y falconetes no contestaron de tierra con ningún saludo, señal ni luces. Era un triste augurio. Al amanecer vieron que el fuerte había desaparecido totalmente. ¿Fué Guacanagari, el cacique de la isla, el autor de aquel horrible asesinato de 39 españoles? ¿Fueron autores los feroces caribes, comedores de carne humana, que asolaban con sus incursiones las islas del Golfo? No se sabe, pero bueno es apuntar, para la historia del sacrificio español, la muerte de estos primeros hombres. Aquella tierra inmensa ha debido estremecerse al recibir la sangre generosa de las primeras víctimas inmoladas en la obra formidable de la colonización española. Los hombres de América han de sentir siempre una profunda emoción al considerar la tragedia que hizo desaparecer a los valientes, antiguos tripulantes de la Santa María, dejados allí como primeros colonos del Nuevo Mundo en la medrosa soledad de sus bosques. Se crea la primera ciudad de América, la Isabela, y así como en él Navidad se ofrecen las vidas, aquí se ofrece la salud en clima mortífero; por eso esta primera ciudad española tuvo que desaparecer, siendo sustituida por Santo Domingo, en el otro extremo de la isla. En este segundo viaje se descubrió la Jamaica, se levantó en la española la primera iglesia y se construyó el primer camino. ¿Qué propósitos tiene España manifiestos en la voluntad de sus reyes con respecto a la colonización? No cabe duda que se persigue por la Reina y su Gobierno, antes que nada, la cristianización del hombre cobrizo. A eso van Fray Buil, los sacerdotes y misioneros, y por eso aquellas calientes advertencias de Doña Isabel a Colón, que repetidamente le avisa ser las almas de los salvajes el más interesante objetivo de la misión de España. Luego, en la misma expedición, van todos los elementos de colonizar: herramientas, semillas, agricultura, medicina, etc., porque no se trata de conquistar, sino de poblar. Es claro que donde quiera que haya hombres habrá afanes, ambiciones y sed de oro; pero, bien examinada la historia española en América, no habrá nadie que cometa la injusticia de suponerla únicamente movida por el deseo del oro.
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Se buscan las almas, se busca el dominio de España, y se satisface el anhelo vivo de moverse, de ensancharse, de vivir, y se busca también, como es natural, la riqueza y el oro. Es el complejo humano quien se mueve, pero son las razones espirituales y altísimas las que están colocadas en la cúspide del pensamiento civilizador. Así no ha hecho la colonización nadie más que España. Colón, por primera vez, propone a la Reina una remesa de caribes, en concepto de esclavos, para que trabajen en Castilla. Al principio la Reina se sorprende, pero luego protesta indignada contra estas ideas de Colón, y en repetidas órdenes quiere prohibir en absoluto que nadie sea señor de la vida y libertad de sus súbditos, porque los reyes creen que deben ser sus vasallos de América exactamente iguales que los de aquí. La conciencia de Colón, influida por las costumbres de la época, no se escandaliza con la esclavitud de los indios, a pesar de ser siempre la esclavitud un atropello de todos los principios del derecho natural. Lo mismo ocurre en el mundo pagano, y Aristóteles había sostenido que hay hombres naturalmente esclavos. La Reina Católica, no; tiene una sensibilidad más fina que la de Colón y que la del filósofo griego, y en el fondo de su alma castellana siente el latir de todas las libertades del fuero y del municipio, e indignada prohíbe a Colón este atropello de los cuerpos y de las almas naturalmente libres, creadas por Dios para volar con alas de luz por todos los horizontes del pensamiento y de la vida. Los que saben amar el derecho y la justicia tendrán que descubrirse ante España, representada por Isabel I, que en el comienzo de su colonización habla el lenguaje divino y humano de la libertad; y los jóvenes americanos han de pensar que Doña Isabel y España son el legislador maestro que sabe crear el derecho no llenándolo de rigores y durezas, sino de ternuras humanas y de generosidad. Todos los disgustos producidos por la impericia gobernadora de Colón empiezan con la llegada a América de su hermano Bartolomé, hecho Adelantado por el almirante. Como ya estaba allí Diego Colón, se reunieron los tres hermanos. Buil y Margarit, después de algún tiempo, no pueden tolerar el desgobierno de la isla y huyen a España, denunciando a los Reyes hechos verdaderamente reprobables. Los Reyes envían a D. Juan Aguado para que abra juicio de informes. Esta expedición, como todas las primeras que se hicieron a América, se llevó a cabo con carabelas de Palos y Moguer y con hombres de todos los lugares colombinos, pues iban también marineros de Huelva. El Tinto y el Odiel, los dos ríos que pasan por La Rábida, eran los productores de los hombres más bravos, leales y peritos de las travesías atlánticas. Colón, al verse inspeccionado, viene a España y explica a los Reyes, en Burgos, su conducta. La complejidad y extensión de la obra puede ser una justificación de deficiencias gubernativas. Los Reyes absuelven con magnanimidad a Colón y le colman de honores. El almirante envía al moguereños Pedro Fernández Coronel, con las dos carabelas Santa Cruz y Niña, bien pertrechadas de toda clase de bastimentos y vituallas para la colonización de Cuba y la española.
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Después se dedica a preparar el tercer viaje que por fin zarpa de Sanlúcar de Barrameda con seis navíos de Palos de Moguer, provistos de todo lo necesario para el desenvolvimiento colonizador de las Antillas. El 31 de Julio de 1498, el marinero de Huelva Alonso Pérez anunció la presencia de tierra. Era una isla, luego bautizada con el nombre de Trinidad. Colón ancló más tarde frente a las costas del golfo de Paria, notable por sus criaderos de perlas, y sin saberlo estaba en el continente americano. Eran las tierras del Orinoco, y él cree que son las costas del Katay. No quiso Dios darle la comprensión de que el Continente, no las Indias que él buscaba, sino América, un mundo nuevo que iba de polo a polo, estaba allí y había sido descubierto por él. Era mucho honor para la debilidad humana, y Dios no permitió que lo supiese, sin duda para preservarlo de los endiosamientos de la soberbia. Cuando llegó a la Española encontró aquello en plena discordia, porque Roldan, el alcaide, se había revuelto contra los hermanos Colón. Las quejas llegaban de todas partes a los Reyes, y entonces éstos decidieron, haciendo triunfar por fin la verdadera soberanía de España, que ellos nombrarían los gobernadores de la Española y que cualquier español capacitado podía lanzarse a la empresa de descubrir tierras para España, sacando este derecho de las estrecheces en que lo injertaba el monopolio colombino. Don Francisco de Bobadilla fué nombrado gobernador de la Española. Salió en la expedición formada por las dos carabelas de Palos, Nuestra Señora, de la Antigua y La Gorda, y le acompañaban religiosos benedictinos y franciscanos, estos últimos con el encargo de devolver a América los indios esclavos que Colón había traído en la expedición anterior, Bobadilla, en Santo Domingo, abre una información pública que da por resultado un memorial de agravios contra los tres hermanos Colón. Colón no quiso obedecerle, y el gobernador, no sabiendo distinguir entre el gobernante inexperto que se llama Cristóbal Colón y el gloriosísimo descubridor de América, olvida esto último y le pone grillos y cadenas enviándole preso a la Península con sus hermanos. Esta dureza de Bobadilla no puede atribuirse a España, porque tan españoles como él eran Alonso Vallejo y Andrés Martín, el piloto de la Gorda, que cuando están en alta mar corrigen el atropello del gobernador. Los hombres de los lugares colombinos les quitan las cadenas, le reverencian y atienden como merecía, porque esta gente de mar, criada en los alrededores de La Rábida son los que sienten mejor que nadie la epopeya del Descubrimiento y no puede tolerar el injusto trato dado al almirante. Ellos representan el sentir de España, y la prueba es que la nación entera, juntamente con la Reina, protestan indignadas de la conducta del gobernador. Doña Isabel recibió a Colón de tal modo, que hubo de quedar muy claramente demostrado todo el afecto de su real amistad. Bobadilla gobernó bien durante 16 meses, y al volver a España llamado por los Reyes, murió ahogado a vista de la española, en una violenta tempestad que hizo naufragar su barco. Le sucedió el extremeño D. Nicolás de Ovando, que marchó a la Española en 1501 con 30 naves y 2.500 personas. Son pueblos flotantes que cruzan el mar. Se alejan voluntariamente de la tierra española guiados por el destino de la raza, para poner en el cuerpo y en el alma de América la carne y la civilización de España. Don Nicolás Ovando, por su prudencia, bondad y rectitud, constituye un verdadero prestigio en los comienzos de la colonización.
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En 11 de mayo de 1502, Colón sale de Cádiz, en su cuarto viaje a América, con cuatro carabelas y 150 tripulantes, casi todos de Palos de Moguer. Es la más desgraciada de sus cuatro expediciones. Pretendió, después de tocar en la Martinica, en la Dominica y en San Juan de Puerto Rico, llegar a la Española y Ovando se lo impidió, pues la orden de los Reyes Católicos prohibía a Colón desembarcar en tierras de la gobernación inmediata de Ovando. Pasa entonces por el archipiélago del Jardín de la Reina y toca tierra firme en el cabo de Honduras. Llega a Portobelo, punta de Nombre de Dios y puertos de Bastimento y Retrete, retrocediendo hasta las proximidades de Veragua. En este cuarto viaje funda Colón la colonia de Belén y llega hasta el cabo más oriental de Honduras. Perdidas dos de las cuatro carabelas expedicionarias, los tripulantes sufrieron penalidades sin igual en Jamaica. Vieron entonces que los otros dos barcos estaban inservibles, porque, atacados por los parásitos del mar, sus fondos eran — como dice un documento del tiempo — “panales de abejas”. Decidieron destruirlos y construir fortines para defenderse de los indios. Es entonces cuando el intrépido y leal Diego Méndez, de la absoluta confianza de Colón, en una pobre piragua india arreglada rápidamente por él, se lanza al mar y, después de sufrimientos como el de estar varios días sin pan ni agua, llega a la Española. Ovando envió entonces barcos que salvaron a los personajes del cuarto viaje colombino. Regresó el almirante a España, llegando a Sanlúcar en los primeros días de noviembre de 1504, derrotado y enfermo. A los pocos días de su regreso, en 26 de noviembre de 1504, muere la Reina Doña Isabel, y Colón, después de residir algún tiempo en Sevilla, recorre el centro de España, y en la corte pone pleito a la corona en defensa de sus derechos, pleito que se falló después de su muerte a favor de su hijo Diego. El hombre extraordinario murió en Valladolid el 21 de mayo de 1505, no en la pobreza, como se ha dicho, sino en la abundancia de un rico patrimonio, y su familia atendida por la magnificencia del Gobierno español, que provee sobre ella con los cargos, derechos y honores correspondientes a la estirpe glorificada en términos tan singulares por el inmortal descubridor. Han muerto la Reina y Colón. La voluntad firme del marino fue un constante estímulo para la comprensión delicada de la mujer reina. Colón es la firmeza irrompible de la idea, e Isabel es el corazón de España. Colón, la acción, que todo lo pide; Isabel, la ternura inteligente, que todo lo concede. Él va empujado por la ambición y la gloria; ella tiene el supremo desinterés personal. Si el marino lo quiere todo para sí, la Reina lo quiere todo para la Patria y para Dios. Colón, a pesar de su grandeza, tiene lunares. Dice un cronista que en la cara del marino había muchas pecas, y en la figura histórica vemos que tiene pecas también; Doña Isabel no tiene lunar que la descomponga, ni mancha que borre la nobleza de su dibujo. Colón es un hombre, pero Isabel es algo más que eso: es una santa. Precisamente en la unión de esas dos maneras está el secreto del triunfo y la representación simbólica de todo lo que es la civilización española en América; de un lado, la intención purísima de la santidad, y de otro, la humanidad con el cuadro completo de todas las virtudes y defectos. Todo ello junto es una obra incomparable de progreso humano... ¡Alabanza eterna a los dos grandes inmortales de la raza!
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LA ESPAÑOLA — La Española, mal gobernada por Colón y sus hermanos, a pesar del talento de Bartolomé, fué regida por Bobadilla, como hemos dicho, y luego por Ovando, ilustre colonizador extremeño, a la sombra de cuyo nombre famoso se acogían todos los jóvenes de Extremadura que buscaban en América la realización de sueños de grandeza, fortuna y gloria. La española iba quedando despoblada de indios, no porque los españoles los suprimieran, como injustamente se ha dicho, sino sencillamente porque, mal avenidos con la vida nueva de la civilización, iban desterrándose voluntariamente al Continente. Don Diego Colón fue nombrado gobernador, y se creó la Audiencia en 1511 para contrarrestar la influencia del hijo del descubridor de América. Con el fin de poner remedio a las quejas de los encomenderos o patronos de indios, mandó Cisneros de España una comunidad de frailes jerónimos, que estuvieron allí hasta 1518. Gobernaron luego los presidentes de Audiencias dependientes del virreinato de Nueva España. Las conquistas de Méjico y Perú desplazaron la actividad española hacia el Continente, y la isla perdió casi toda su importancia, siendo objeto durante mucho tiempo de los atropellos y vejaciones de los piratas ingleses y franceses.
CUBA
Don Diego de Colón encomendó a Diego de Velázquez, natural de Cuéllar, la conquista de la isla de Cuba. En 1511 salió Velázquez con 300 hombres. Los indios siboneyes le resistieron algún tiempo. Pánfilo de Narváez acudió con refuerzos, y después de luchas, descritas por el P. Las Casas como ominosas para la conquista, sin razones, como veremos a su tiempo, quedó la isla dominada. Diego Velázquez fundó a Santi Spíritus, Puerto Príncipe, Baracoa, Matanzas, Santiago, La Habana y Bayamo. Lo mismo que a la Española, perjudicaron a Cuba mucho las conquistas continentales. El Consejo de Indias, para evitar la emigración de Cuba, solicitó del Rey el decreto por el que se autorizaba a los colonizadores a llevar negros de África para resolver los problemas del trabajo. Sufrió la isla constantemente los ataques de los corsarios, por lo que hubo que levantar los castillos fuertes de El Morro y La Punta para defender la capital.
PUERTO RICO El Borinquén de los indios era igual que la Española en sus costumbres y organización social. Colón la descubrió en el segundo viaje. Ovando encomendó a Juan Ponce de León la exploración de la llamada por el almirante isla de San Juan. En 1509 el rey Don Fernando nombró a Ponce de León capitán del territorio. Este fundó un pueblo llamado Caparra. San Juan de Puerto Rico fue la capital de la isla. Cuando empezaron los repartimientos de indios entre los españoles, aquéllos se sublevaron y el cacique Agueybana reunió 11.000 combatientes y costó mucho trabajo reducir a estos hombres. La isla era tan rica, que excitó la codicia de los ingleses.
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Drake, y luego Jorge de Cumberlán, la saquearon varias veces, hasta que se le puso a la capital el magnífico castillo del Morro, librándole de las codicias de los piratas extranjeros, que no cesaron un solo día de robar a los españoles lo que tantos esfuerzos y sacrificios costaba. Estos ingleses, holandeses y franceses fueron sorprendidos por la obra formidable de España, y, ya que no podían hacer otra cosa, pirateaban lo que era de otros y perturbaban el derecho de los que estaban colonizando el nuevo mundo según las leyes más perfectas y humanitarias de las colonizaciones humanas.
JAMAICA
Sabemos que fué descubierta por Colón. En 1520 envió el hijo del almirante a D. Juan Esquivel y se fundaron varias poblaciones, entre otras, Santiago de la Vega, de la que tomaron el título de duques los Almirantes de Indias. La dominación española dura en la Jamaica hasta la segunda mitad del siglo XVII, en que los ingleses, mandados por el almirante Penn, se apoderaron de la isla, repoblándola con más de medio millón de esclavos negros de África, que dieron mucho que hacer a los nuevos señores. — Simultáneamente con los viajes de Colón, hasta 1504 se realizan exploraciones por Alonso de Ojeda, acompañado de Juan de la Cosa y Américo Vespucio. Recorren las costas de Venezuela, siendo nombrado Ojeda Adelantado del país, a donde dirige otra expedición colonizadora en 1502. Juan de la Cosa, que había ido con Colón en el primer descubrimiento, hace ahora (1500) el primer mapa que se conoce de América. Este interesantísimo documento es un honor de la Geografía española, y es natural que tenga muchos errores, pero tiene también muchos aciertos. Pero Alonso Niño de Maguer, con su carabela, viaja por el golfo de Paria y por la costa de Curiana, trayendo a su tierra del río Tinto una fabulosa riqueza de perlas (1499--1501). Vicente Yáñez Pinzón es el más importante explorador de estos primeros años. ¿Cómo no fue con Colón en sus otros tres viajes a América? Está probado que sirvió a España con dos carabelas en las expediciones a Levante organizadas por los Reyes Católicos, bajo la dirección de D. Alonso de Aguilar. Por su propia iniciativa sale del puerto de Palos en 19 de noviembre de 1499. Va con él el famoso médico Garci Fernández. Toma rumbo hacia el Sur, atraviesa el ecuador, pierde de vista la polar y da en tierra firme del continente americano en el Brasil, grabando en árboles y piedras la posesión de España por no poder establecer colonia. Luego sube hacia el norte y descubre el Amazonas, en cuya desembocadura hemos visto, al comenzar estas lecciones, que estuvo expuesto a morir en una furiosa borrasca del Pirozcoa. Llegó hasta el Orinoco y regresó a Palos con productos americanos y una altísima experiencia náutica y geográfica. Más tarde hace con Solís otra expedición, en la que recorren las costas de Panamá, y en la que se distingue, entre otras cosas, por su lealtad acrisolada. Este hombre extraordinario no ha sido exaltado como merece por la historia y la fama. Alrededor de la figura de Martín Alonso Pinzón se va encendiendo una luz de justicia.
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Es una necesidad imperiosa de la verdad histórica. Pero yo creo que esto Vicente Yáñez, si no más grande, es más completo que su mismo hermano Martín. Martín Alonso era un prestigio del Tinto. Un carácter, un hombre en toda la extensión de la palabra y un excelentísimo navegante. A él se debe como sabemos, la labor admirable de convencer a los dueños de dos de las carabelas descubridoras para que las cediesen, y al pueblo para que se alistasen los barcos. De él es aquella noble intervención en el viaje del Descubrimiento, ya colaborando con Colón, ya tomando iniciativas y actitudes absolutamente necesarias a la empresa. Pero luego realizó actos que, si no fueron rebeldes, necesitaron al menos una explicación que no pudo convencer al Almirante ni a muchos historiadores; y aunque yo creo que el carácter del personaje le salva de la imputación de codicia porque era todo generosidad, y de rebeldía porque él declaró noblemente no haber podido evitar su larga ausencia en las aguas americanas, es lo cierto que este enojoso incidente descompone algo la formidable personalidad del glorioso piloto, muerto, como hemos dicho, al concluir el primer viaje colombino. Vicente Yáñez participa de todos esos méritos porque coopera con su hermano en todas las gestiones de éste. Va de capitán en la Niña a las órdenes del Almirante, y le salva cuando el naufragio de la Santa María, Recibiéndolo en el cascarón de nuez de su barco, se expone a muchos peligros e incomodidades, al agrandar extraordinariamente la dotación de la pequeña nao con el personal de la Santa María, que no había quedado en el fuerte de Navidad. A él se entregan, pues, en custodia los resultados de la expedición, y con una pericia consumada la lleva a cabo enmedio de las borrascas imponentes del viaje de vuelta. Luego sirve a España en Levante. Descubre el Brasil y el Amazonas, completándose así su personalidad, porque no sólo es un leal servidor que pone todo lo que tiene y lo que sabe en el Descubrimiento sino que hace cosas que le acreditan como uno de los más grandes exploradores del tiempo primero americano. Por esto creo yo que esta figura no es más grande que la de Martín Alonso, su hermano, pero es más completa. Diego de Lepe hace una exploración por los mismos sitios que Vicente Yáñez. Rodrigo de Bastida, sevillano, en 1502, llevando de piloto a Juan de la Cosa, se encamina hacia donde había estado Colón poco antes. En este viaje ha costeado Bastida las leguas que hay desde el cabo de la Vela al Urabá y a los Farallones del Darién. Debo citar también las exploraciones extranjeras de Juan y Sebastián Cabot al servicio de Inglaterra, que llegaron a la península de Labrador en 1497 y probablemente a Hudson; la de los hermanos Corte Real, portugueses, que van desde Fundy hasta la Groenlandia; y la de Alvares Cabral, que casualmente llegó al Brasil, hasta 8 grados más abajo del Ecuador, de cuyas tierras tomó posesión en nombre del Rey de Portugal. Américo Vespucio, en 1497, según él, y en 1499 con Ojeda, según testimonio de éste, y por tanto después de Colón en el tercer viaje, llegó a tierra firme en el norte de la América del Sur. Luego, buscando un paso para las islas de la Especiería y al servicio del Rey de Portugal, hizo en 1502 y 1504 dos expediciones importantísimas, pues recorre en América desde el cabo de San Roque, 5 grados latitud sur del Ecuador, hasta las costas de la zona templada austral, pasando por Todos los Santos, por el trópico de Capricornio y por la admirable bahía que llamaron Río de Janeiro por creer ellos que se trataba del magnífico estuario de un río.
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Vespucio sirve luego a España desde diciembre de 1504. Este hombre, empleado de los Médicis en Florencia, estuvo en Sevilla al servicio del italiano Juan noto Berardi, que equipó, a las órdenes de Fonseca, el segundo viaje de Colón. Los viajes de este explorador, hechos con los españoles y los portugueses, fueron impresos y propagados por Europa, con la absurda suposición de que se habían descubierto tierras en el Atlántico por Américo Vespucio antes que por Cristóbal Colón. Corregidos estos errores, y dejando, no obstante, en pie la versión de Américo de que había tocado en tierra firme antes que el almirante, se propuso, por el autor alemán de la Introducción Cosmográfica, que se le llamara América a la tierra nueva, y prosperó la injusticia más grande que se ha hecho en el mundo, porque la gloria del aventurero florentino no podía pasar de la importancia de una expedición de carácter local, y deja, no obstante, preteridos los nombres universales de España, Colón, Isabel I, Palos, La Rábida, Los Pinzones, y cien más, todos ellos con títulos superiores al advenedizo que recoge sin razón, ni causa, el fruto de la popularidad y la gloria que representa dar su nombre a medio planeta. Día vendrá en que América, tan bien nacida y tan mal bautizada, revise su partida de bautismo y, recusando al padrino, busque en las eternas grandezas morales del Descubrimiento un nombre que cuadre bien a la incomparable creación del Nuevo Mundo; un nombre que esté a la altura del continente, y que dé, al mismo tiempo que gloria a la tierra nueva, una satisfacción de justicia a los hombres y al pueblo que la sacara de las eternas soledades atlánticas. Más tarde, allá por el año de 1508, Castilla del Oro y Veragua, territorios del NO. de Colombia y de Panamá, fueron encomendados a la administración de Alonso de Ojeda y Diego de Nicuesa, respectivamente, con la condición de que había de predicarse el evangelio a los indios, y que, si eran amigos de la paz, se les tratase con afecto, pues esa era Ia principal misión que habían de cumplir. De la Española salió Ojeda para sus tierras, llevando de piloto a Juan de la Cosa con cuatro naves y dejando otra en la que el bachiller Enciso, nombrado alcalde, debía llevarle hombres, vituallas, es copetas, tiros, ballestas, lanzas, pertrechos, semillas para sembrar y una piara de cerdos para reproducirlos en la colonia. Dirigióse Ojeda a Cartagena de Indias. Los indios se negaron a la paz ofrecida y hubo de atacarlos, pero imprudentemente se internó unas leguas y los caribes, con armas de pedernal envenenadas, atacaron tan fieramente, que murieron más de setenta españoles, muchos de ellos entre los horrorosos sufrimiento del veneno de las flechas. El gran Juan de la Cosa, de quien tantas veces hemos hablado, y, que es una verdadera gloria de Santoña y de España, pues desde 1492 no ha parado un momento de perpetua exploración científica y colonizadora, muere envenenado por una de estas terribles armas de los caribes. Yo propongo a mis oyentes que tengan siempre en la memoria la noble gestión y el poder civilizador de este hombre, que es, por otra parte, como hemos dicho varias veces, el primer cartógrafo del Nuevo Mundo. Ojeda se retiró a Cartagena, y, junto después con Nicuesa, castigaron a las tribus de indios. Separados luego, Ojeda fundó el pueblo de Caribana, en el golfo de Urabá. Sobrevinieron grandes privaciones y enfermedades, y Ojeda salió a buscar a Enciso, dejando encargado del mando a su segundo, Francisco Pizarra, nombre que suena ahora por primera vez en nuestras conferencias y que será luego la admiración de las generaciones.
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Como Ojeda no volvía, Pizarro embarcó, abandonando aquella empezada colonización por falta absoluta de medios, y en plena tempestad atlántica se encuentra al bachiller Enciso que le hace volver a la tierra del Urabá. Allí, después de perderse el barco de Enciso, se estuvieron muriendo de hambre. Pasados a otra parte del golfo, fundaron la ciudad de La Guardia, donde un centenar de españoles, enfermos y hambrientos, se dispusieron a resistir a miles de feroces caribes. Enciso arengó a su tropa: prometió, si triunfaba, enviar presentes de oro a Nuestra Señora de la Antigua, en Sevilla, y convertir en templo a la Virgen la casa del cacique. En caso de vencer, el pueblo cambiaría de nombre, pues había de llamarse Santa María la Antigua. Arrodillados rezaron la Salve y, llenos de coraje, uno contra diez pelearon, como ellos mismos no pudieron sospechar. Fué un triunfo grande; tomaron las casas de los indios, saciaron el hambre e hicieron un botín riquísimo. Santa María la Antigua fue un centro de civilización en aquellas tierras salvajes. Enciso tomó, pues, el mando por ausencia de Ojeda; pero Vasco Núñez de Balboa, que iba en la expedición, se opuso a que el bachiller mandase. A fin de concluir con estas rivalidades, enviaron a Colmenares con razones para Nicuesa, suplicándole que aceptase la gobernación de las tierras de Ojeda. Andrés Nicuesa, encargado de la gobernación de Veragua, que eran las tierras del istmo vistas antes por Pinzón y Solís, y luego por Cristóbal Colón, salió a su gobernación desde la Española con más de setecientos hombres. Vimos cómo vengó con Ojeda los crímenes de los indios caribes. Cuando iba hacia su adelantamiento, impaciente se separó del grueso de la expedición, pasando por la hora del río Veraguas sin conocerlo. Estuvo perdido mucho tiempo y se encargó de la expedición el justo y valeroso Lope de Olano, que fue luego proclamado gobernador. Por fin tuvieron noticias del jefe, y Olano envióle un barco para librar a él y a los suyos de la muerte, pues no comían en las ciénagas más que hierbas y raíces. Fué ingrato con Olano y, después de fundar el fuerte de Nombre de Dios, pudo ver con tristeza que de los españoles de su expedición no quedaba más que un centenar. Acudió al llamamiento de Balboa y Enciso, pero sus bravuconerías dieron lugar a que aquéllos hicieran las paces entre sí para ir contra él. No hubo lugar a ello, porque Nicuesa murió ahogado en aguas de Santo Domingo. Los pocos españoles que quedaron en Puerto Bello hubieran muerto de hambre si no los recoge un buque enviado expresamente. En la historia de los grandes sacrificios civilizadores hay que colocar los sufrimientos de esta expedición, porque en Puerto Bello se comieron los españoles los perros que llevaban, los sapos y animales inmundos, y en una ocasión, poseídos de la fiebre enloquecedora del hambre, se comieron también el asqueroso cadáver de un indio. Este acto, realizado por hombres blancos, puede parecer un salvajismo; pero, si bien se considera, hemos de ver en él todas las características de un horrible sacrificio que hay que apuntar a España en su obra sin igual de América.
(El maestro americano, doctor Colombino, algo fatigado, de acuerdo con sus oyentes ha concluido aquí la conferencia, para reanudarla al día siguiente, con el título de “La Era de los Grandes”).
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CONFERENCIA SEXTA La Era de los Grandes: Balboa, Magallanes y Elcano — Cortés
Con una numerosa concurrencia empezó el maestro americano su conferencia, diciendo: — Balboa nació en Jerez de los Caballeros. He aquí un ejemplar de hombre audaz y colonizador de genio. Fue al Darién con Bastidas en 1501, y luego se estableció en la española, de donde huyó, escondido en el navío de Enciso, después de haber sido declarado insolvente. Era el bachiller Enciso hombre de muchas letras, como lo prueba la Suma Geográfica, que publicó en Sevilla, y que es la primera obra de Geografía del Nuevo Mundo, pero no tenía el carácter propio para gobernar aquellos hombres en aquellos tiempos. Depuesto Enciso, Vasco Núñez de Balboa quedó por jefe de todo. En una expedición, buscando oro y mantenimiento, conoció al hijo del cacique Comagre, llamado Panquiaco, tipo indio de gran nobleza que dió a Balboa oro, esclavos y noticias importantes sobre el Mar del Sur. Unos soldados riñeron sobre el reparto de sus riquezas, y Panquiaco, derramando el oro de la balanza, dijo: “Si yo supiera que sobre mi oro habíais de reñir, no os lo diera — Me maravilla que riñáis por cosa tan vil”. Estaban encantados los españoles con el joven indio. Balboa, cuando le oyó hablar del Mar del Sur, le abrazó y rogó que se hiciera cristiano, llamándole don Carlos Panquiaco. Este prometió acompañarles al Mar del Sur, pero exigía que fueran mil españoles para vencer a los caribes del camino. Después de descubrir el rio San Juan, de Nicaragua, y otro que llamaron Negro, y de luchar con los caciques, a los que venció siempre con incomparable maestría y fortuna, y teniendo pacificado el Urabá, pidió al rey católico mil hombres para descubrir el Mar del Sur. Estos refuerzos no venían, y entonces, impaciente, con ciento noventa hombres, salió Balboa del Darién el 1 de septiembre de 1513. El cacique Careta, amigo suyo, le prestó guías, y el extremeño glorioso lanzóse a la profundidad del istmo luchando con hambres, fiebres y caribes, venciendo todos los obstáculos naturales y los de los hombres, y dando muerte en batalla al guerrero indio Torecha. Encontró con gran sorpresa algunos esclavos negros que, como dice un cronista, “fueron los únicos que se vieron en Indias”. — Durante estas luchas castigó con rigor extraordinario a los indios sodomitas porque al gran hombre le eran perfectamente repulsivos estos desertores de la virilidad, y más de una vez, seguramente con una dureza medieval propia del Fuero Juzgo visigodo, azuzó a estos infelices los perros alanos que iban en la expedición para servicios de la guerra. Después de mil penalidades, cada una de las que hubieran hecho volver de su acuerdo a hombres menos firmes que Balboa, descansó unos días en Cuaresa; dejó allí a los cansados y enfermos, y sólo con 67 españoles prosiguió su obra exploradora de llegar al Mar deseado.
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Quedaba sólo una alta sierra, y los guías le aseguraron que desde que su altura se divisaba el mar. Balboa se adelantó sólo, mandando hacer alto al escuadrón, y al llegar a la cumbre y contemplar la dilatada extensión azul que veían por primera vez los ojos de un hombre blanco, herida la imaginación del formidable explorador y guerrero por la importancia trascendental del suceso, cayó de rodillas y, junto luego con sus soldados, entonó el himno glorioso del Te Deum. Los hombres se abrazaban llorando. Lo que había descubierto Colón no eran las Indias, era un mundo nuevo, y Balboa, desde aquella altura simbólica, bien podía pregonar a los cuatro vientos de la civilización la nueva extraordinaria. Verdaderamente hasta este momento no se ha completado la tierra. Desde ahora la Geografía podrá desmentir los viejos errores, que el almirante había hecho suyos, y prácticamente se van a ver las verdaderas dimensiones de las líneas del mundo. Balboa mandó levantar una cruz en el sitio donde admiró la primera vez los vírgenes horizontes pacíficos. Era el día 25 de septiembre de 1513. El 29, día de San Miguel, después de haber vencido al cacique Chiapa, llegó a la marina con sus hombres desarrapados y fatigosos, y allí, entrando hasta las rodillas en el agua de aquel mar de misterios, llevando en una mano la espada centelleante al sol y en la otra el pendón de Castilla, tomó posesión de aquel Océano, el mayor del mundo, en nombre del rey de España. El mar inmenso llegaba sonriente a besar los pies cansados en la fatiga civilizadora, como si agradeciera que el héroe español descorriera los velos de sus inmensidades, y Vasco Núñez, tembloroso de emoción, dejaba caer sus oraciones y sus lágrimas de alegría sobre las olas de aquel mar, que desde este momento es español. En las relaciones de Balboa con el cacique Tumaco, éste le hizo revelación de que en la isla de Teraregui había perlas “mayores que un ojo de hombre, sacadas de ostiones tamaños como sombreros”. Fue recibido el descubridor del Pacífico con inmenso júbilo en la Antigua, pues, en expresión de un cronista primitivo de Indias, sus hazañas fueron “que no hizo tal ningún romano”. Con las noticias y presentes enviados al rey, además de las quintas partes que de derecho correspondía a la corona, el júbilo de la Antigua se transmitió a la Corte, y Don Fernando, entusiasmado con los descubrimientos de Balboa, le perdonó las inculpaciones que le había hecho Enciso, nombrándole Adelantado del Mar del Sur. El rey, en el período de las acusaciones, había nombrado gobernador del Darién al segoviano Pedrarias de Ávila, que llegó a sus tierras en 21 de junio de 1514 con 17 naves y 1.500 españoles. Balboa, caballerosamente, le recibió con gran respeto. Pedrarias es un tipo despreciable que con su conducta empezó a destruir la obra providencial de Balboa, persiguiendo a los indios y atropellando a los súbditos del simpático D. Carlos Panquiaco, que había sido el inspirador del gran Descubrimiento. Balboa era todo previsión, entereza, acierto y humanidad en sus relaciones con los indígenas, y Pedrarias era un verdugo. El nuevo gobernador casó a Balboa con su hija, pero los desmanes de aquél trajeron inevitablemente el disgusto.
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Balboa estaba en el Mar del Sur con cuatro carabelas que él había construido, y que fueron las primeras que se mecieron en aquellas aguas, cuando le llamó su suegro. Puesto en la cárcel, siguióle un proceso lleno de falsedades, y, finalmente, fué condenado a muerte. Un día triste de la colonización española, en la plaza de Acla, el verdugo degolló al ilustre extremeño, uno de los más grandes prestigios de la Humanidad. La noble cabeza fue alzada en el aire, y aquellos ojos, que habían visto los primeros la inmensidad azul del Pacífico, estaban ahora trágicamente entornados. El águila había caído en los anillos de la serpiente. España la buena, la generosa, padecía desprestigio en la persona de un mal gobernante y era martirizada en el patriarca de Castilla del Oro. La figura de Balboa es completa: fatigas, trabajos, luchas, triunfos, abnegaciones, descubrimientos portentosos y, al final, la sangre que ennoblece y diviniza, porque ha querido Dios hacer partícipe de sus propias esencias a los que la derramaron inocentes en el servicio del bien.
Magallanes
— Ha llegado el momento en que van a descubrirse a plena luz del día todas las obscuridades de los tiempos antiguos. La ciencia y el valor de los españoles y portugueses van a escribir una página única en las navegaciones oceánicas, haciendo triunfar prácticamente la sabiduría de las dos naciones peninsulares. Se pudo decir que entre Colón y Vasco de Gama abrazaban al mundo. Ahora se dirá con toda verdad que Magallanes, para abrazarlo, no necesita más que su genio y la bravura incomprensible de sus hombres. El camino para las Molucas preocupaba igualmente a portugueses y españoles, que habían hecho ya la tentativa de buscar, con Américo Vespucio y Juan Díaz de Solís, respectivamente, una salida que comunicara lo descubierto con las islas de la Especiería, que muy cerca de las tierras nuevas se la imaginaban. Descubierto el Mar del Sur, era evidente que, si las tierras no se dilataban hasta el polo, habría una comunicación de los dos mares. Fernando de Magallanes, reputadísimo marino portugués, y Ruy Falero, gran cosmógrafo y humanista, propusieron al rey ele Portugal la empresa, y el rey no quiso aceptar, no obstante que era una honda preocupación de su patria lo que proponían los dos hombres. Carlos V, recién llegado de Flandes, aceptó la idea de los navegantes lusitanos, y se dieron órdenes al asistente de Sevilla, Martínez de Leira, para que entregase a Fernando de Magallanes el estandarte real, en la iglesia de Santa María de la Victoria., de Triana, donde se le recibiría juramento. El día 20 de septiembre de 1519 salieron las cinco naves de Sanlúcar. Era capitana la Trinidad, e iban a sus órdenes San Antón, Victoria, Concepción y Santiago. Juan Serrano, el experto e inteligente mareante, iba de piloto mayor. Ruy Falero no pudo embarcar por padecer en estos días un ataque de locura. A los seis meses de navegación dieron en una tierra de la Patagonia, en el golfo de San Julián. El frío era intenso y les asombró la estatura colosal de los naturales, a quienes, por el tamaño de los pies, pusieron el nombre de patagones. Pudieron coger uno de aquellos gigantes.
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Magallanes lo trató muy bien, y el indio tomaba cuanto le daban: vino, alimentos y chucherías, pero todo con grande irritación. Hubo necesidad de atarle para evitar que se escapara, y ocho hombres no podían con él. Era un espectáculo divertido. Los compañeros indios se asomaban en plan de guerra tras los árboles, pero un arcabuzazo disparado desde una carabela los puso en precipitada fuga y asombro. Cuando el patagón del barco se sintió preso dióle tal desesperación que murió de un ataque de furia salvaje. Medía once palmos de pies a cabeza. La nieve y el mal tiempo tenían a la expedición prisionera, y hubo necesidad de disminuir la comida a un mínimo, pues ignoraban en absoluto el porvenir que les esperaba en aquellos climas inhabitables para hombres de la zona templada. Las enfermedades y el hambre eran azotes de las tripulaciones, voluntariamente sometidas al suplicio de vivir muriendo. Cualquiera, al verlos, pensaría que estaban locos. ¡Bendita locura, sin la cual no se hacen las cosas grandes en el mundo! Para dar empujones a la Humanidad en el camino del progreso se necesita que los hombres cuerdos se escandalicen de cuando en cuando de los quijotes y los locos. Por fin, las tripulaciones pidieron a Magallanes volver a España. El jefe hizo cuanto pudo para disuadir a aquellos hombres de ese pensamiento, esforzándose en ofrecerles un porvenir venturoso si seguían adelante, y sembrando en los ánimos decaídos las esperanzas de su fuerte optimismo. Todo fué inútil porque la franca rebelión estalló y cuando llegó al convencimiento que sólo le obedecían dos naves, enérgico y violento cortó con mano dura el mal. Reunió a los jefes en su barco y mandó degollar a los tres capitanes rebeldes. So pretexto de que Juan de Cartagena y un clérigo habían conspirado contra su persona, los dejó abandonados en una isla, con sendas espadas y una talega de bizcochos. Era una crueldad horrible y un refinamiento de venganza inaudito... Más de una vez debieron alterar el sueño de Magallanes las sombras de los dos pobres abandonados en la nieve. ¡Ah, no tardará mucho tiempo en que se cumpla la ley inexorable de la justicia: “Quien a hierro mata, a hierro muere”! A poco se perdió en una tormenta la nave Santiago. Navegó Magallanes con grandes dificultades hacia el sur, y el día 11 de octubre, a los 52 grados y medio de la línea equinocial, se presentó una profunda entrada del mar en las tierras. El estrecho que lleva su nombre estaba ante sus ojos. Los tripulantes de la nave San Antonio pusieron preso a su propio capitán, D. Álvaro de Mezquita, y acobardados regresaron a España, desertando del puesto de honor que la patria les había confiado. Esta decisión la tomaban estos tripulantes en el preciso momento en que se iniciaba el triunfo geográfico, con el descubrimiento del suspirado Estrecho. Los tres barcos que restaban, con mil contratiempos y peligros, atraviesan el difícil paso y, por fin, penetran en el Mar del Sur, al que Magallanes puso el nombre de Pacífico. Después de aquellas naves que había botado Balboa en el golfo de San Miguel, eran éstas de Magallanes las primeras que ratificaban la posesión de España. Estos hombres van a cruzar por vez primera el misterioso, inmenso mar en toda su extensión.
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A las enormes distancias recorridas van a añadir distancias mayores, y el dolor, el hambre y las tragedias pasadas van a aumentarse con los sufrimientos que les esperan en el inacabable mar. Navega en el Pacífico hacia el norte, cuarenta días, casi sin pan ni agua. Comían por onzas, y para beber se tapaban las narices porque las aguas estaban podridas. Guisaban el arroz con aguas del mar, y el escorbuto los diezmaba. Navegaron largos días hacia el norte, atravesando el trópico de Capricornio. Luego, rumbo al oeste, dieron sobre la Micronesia y sus peligrosas islas de coral, llegando a las Marianas, que Magallanes llamó de los Ladrones, y, finalmente, a Cebú, en las Filipinas. En un principio los expedicionarios fueron bien recibidos y hubo de bautizarse el reyezuelo Hamabar. El rey de la isla de Mantan engañó a Magallanes, atrayéndole con fingidas pruebas de amistad. Fué atacado inesperadamente, así como los sesenta españoles e indios de Cebú que le acompañaban, y una pedrada tiróle al suelo, donde un indio lo atravesó con una lanza. Este hombre enérgico, de extraordinario valor, navegante excelso, sufrido, y con todas las condiciones que probó tener en el glorioso viaje, había, para llegar a la cumbre de la gloria, de perder la vida en la obra de civilización que estaba realizando. Sigue la terrible contribución que los mares y la geografía nueva van cobrando a los mártires valerosos de España. No se dejará de realizar la obra por falta de víctimas. Magallanes murió el 27 de agosto de 1521. De regreso de Cebú, los españoles eligieron capitanes a Juan Serrano y a Diego Barbosa, suegro de Magallanes. Parece que el indio intérprete de las naves fue maltratado por un marinero, y entonces, para vengarse, calumnió a los españoles cerca de Hamabar, el rey convertido, pintándole la perfidia de los blancos, que trataban de engañarle para reducir a él y a sus súbditos a la esclavitud. El rey salvaje invita a un banquete a los españoles. Asistieron unos treinta. Todos fueron asesinados. Sólo dejaron con vida a Juan Serrano. Trajéronle a vista de los barcos, y los indios pidieron a los marinos dos lombardas de las carabelas como rescate del capitán. La tripulación comprendió que todo era inútil, pues los cebutines se llevarían los cañones y matarían inmediatamente al capitán. El pobre Serrano pedía a sus compañeros a grandes voces que lo rescataran, pero no pudo ser. Los barcos zarparon, y el más desdichado de todos los hombres vió, en la triste luz de un poniente de sangre, que la patria se iba alejando, mientras él, solo con los salvajes, quedaba en la más desconsoladora tristeza.
(Al llegar a este momento el doctor Colombino se emociona, y en los ojos de algunos oyentes hay lágrimas.)
Navegan algunos días; pero como sólo quedan ya un centenar de españoles, decidieron destruir la nave Concepción por no tener personal que la sirviera. Era entonces jefe de la flota Juan de Carballo. En Tidore de Borneo están cinco meses negociando con los naturales, y abarrotan las dos naves supervivientes con toda clase de especias. Gonzalo Gómez de Espinosa, que manda la Trinidad, es nombrado capitán general.
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El barco del jefe no puede navegar, por necesitar largas y entretenidas reparaciones; por eso encomienda a Juan Sebastián Elcano, natural de Guetaria (Guipúzcoa), que en la nao Victoria prosiga el viaje hacia España, a dar cuenta de los resultados de la exploración oceánica. El 21 de diciembre de 1521, con medio centenar de españoles y unos 13 indios de Tidore, se puso Elcano en marcha. En aguas de Timor hay una reyerta en su barco que ocasiona bajas considerables. La pudo sofocar el marino vasco, y, navegando dos meses seguidos sin tocar puerto, deja atrás el cabo de Buena Esperanza, teniendo necesidad, extenuados de fatiga y de hambre, de parar en Cabo Verde. Los portugueses cogieron prisioneros al contador Martín Méndez, con doce hombres, y Elcano, temiendo la misma suerte, se pone en derrota hacia España y llega a Sanlúcar el 7 de septiembre de 1522, con 18 hombres, enfermos, resto de los 265 que habían partido de aquella barra tres años antes. Se ha concluido la expedición exploradora. La cinta de oro que podemos imaginar en el timón de Magallanes para ir rodeando con ella el planeta, después de pasar a Serrano, Barbosa, Carballo, y a Gonzalo Gómez, viene a manos del marino de Guetaria, que al llegar a Sanlúcar ha rodeado el mundo. Los cinco pájaros blancos marismeños que salieron hace tres años de la barra del Guadalquivir para volar por todas las inmensidades, han abatido el vuelo en distintos lugares del planeta. Sólo la Victoria ha logrado el triunfo definitivo. Los que quieran saber la geografía del planeta, que vengan a Sanlúcar, pues han arribado allí unos hombres que la saben, prácticamente, mejor que nadie. Son los maestros españoles: escuela, el sacrificio; práctica, el sufrimiento y la muerte; premio, la sabiduría inmortal de la raza, comprada con todos los valores de la humanidad triunfadora. Catorce mil leguas han corrido estos hombres; no cabe duda que las velas de la Victoria, que hincharon todos los vientos, azotaron todas las tormentas y vieron todos los infortunios, están tejidas en los telares de Dios. El César quiso premiar a Elcano y lo ennobleció poniendo en su escudo una esfera con la leyenda: “Primus circundedisti me”. He aquí que puede decir la esfera:
“Yo soy el blasón de un hombre que fué el primero que me dió la vuelta.”
Un escritor de indias dice, admirado: “Grande y difícil fué la navegación de Salomón, empero mayor fué la de esta nao del emperador Carlos. La nave Argos de Jasón, que pusieron hasta en las estrellas, navega bien poco al lado de la Victoria, que debiera guardarse en las atarazanas de Sevilla por memoria. Los rodeos y trabajos de Ulises fueron nada en respeto de los de Juan Sebastián”. Para que todo no sea drama en este viaje, único en el mundo, quiero concluir esta materia con unas picarescas palabras del mismo escritor. Con motivo de las reclamaciones del celoso rey de Portugal, que no podía soportar los resultados increíbles del viaje do Magallanes, se reunió en Badajoz una comisión de las dos naciones para acordar una inteligencia de Portugal con España respecto a la posesión de las tierras descubiertas y trazar la línea divisoria de los dominios de ambos países.
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La comisión no hizo nada práctico, pero era notable por su ostentación exterior y por el rango de que hacían gala la mayor parte de sus miembros. Mucho brillo y poca eficacia.
Dice Gomara:
“Aconteció que, paseándose un día por la ribera de Guadiana Francisco de Melo, López de Segueira y otros comisionados, les preguntó un niño que guardaba los trapos que su madre lavaba, si eran ellos los que repartían el mundo con el emperador, y como le respondieran que sí, alzó la camisa, mostró las nalguitas y dijo: “Pues echad la raya por aquí en “medio”. Cosa fué muy reída en Badajoz y en la congregación de los mismos repartidores”. — Más tarde, en el reinado de Felipe II, D. Manuel López de Legazpi, que era natural de Zumárraga, en unión del glorioso agustino P. Urdaneta, guipuzcoano también, descubrieron muchas islas del archipiélago filipino y fundaron a Manila la perla de Luzón, en 1581, donde se estableció una Audiencia. El guerrero y el fraile hicieron una obra de alto valor humano, porque dirigieron sus actuaciones con el afán decidido de no derramar sangre, o ahorrarla ni cuanto fuera posible. Es un timbre de gloria de nuestra patria que consiguieran sus propósitos del plan admirable de su fecunda colonización. Legazpi con la bandera y Urdaneta con la cruz son una demostración de lo fácil que es conquistar el mundo cuando no se busca más que el bien, sin mezclas de sustancias extrañas, y cuando la patria se combina con la Humanidad para formar un complejo moral que es invencible. Álvaro de Mendaña, y luego su viuda doña Isabel de Barreto, descubrieron muchas islas de la Polinesia y Micronesia; y Pedro Fernández de Quirós, las Nuevas Hébridas y la Australia. Uno de sus capitanes, Váez de Torres, descubrió el estrecho de Torres, entre Nueva Guinea y Australia. En el último tercio del XVII Lezcano descubrió las islas Carolinas. Los padres jesuitas, ayudados por Doña Mariana de Austria, empiezan, a mediados del siglo XVII, la evangelización de las islas de los Ladrones, vistas por primera vez en la expedición magallánica y bautizada ahora con el nombre de Marianas. Los padres realizaron una profunda revolución entre aquellos salvajes, elevándolos desde las creencias idolátricas a la superioridad cristiana, y de las bárbaras costumbres del bosque a la vida de la civilización.
Méjico Cortés — Del Yucatán y de Méjico tenían brevísimas noticias los españoles del Darién y de las Antillas. Un soldado de la expedición de Nicuesa, llamado Valdivia, había naufragado con veinte compañeros reirá de la Jamaica. Se salvaron, después de una quincena de horribles privaciones y hambres, en una canoa que los abordó al Yucatán. Prisionero de los indios, Valdivia y cuatro compañeros fueron sacrificados a los dioses. Los demás huyeron, pereciendo todos menos dos: Guerrero, que aprendió la lengua maya y fue nombrado capitán de indígenas en Chatemal, donde se casó y convirtió en verdadero indio, y Aguilar, a quien encontró más tarde el conquistador de Méjico.
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Corría el año de 1514, cuando unos aventureros, que nada hacían en la pacifica isla de Cuba, pidieron a su gobernador Velázquez atribuciones para ir a explorar en la tierra firme con Francisco Hernando de Córdoba, contratando como pilotos para tres barcos a Antón de Alaminos, de Palos; a Camacho, de Triana, y a Juan Álvarez, de Huelva. Tocaron en tierras del Yucatán y pelearon con los indios. Pasaron por la bahía de Campeche, y, lo mismo aquí que en Potouchán y otros sitios, no les fué posible dar un solo paso de exploración, porque tuvieron a los indios contra ellos en perpetuo estado de guerra. Después de mil penalidades, regresaron a La Habana diezmados y mohínos por el pésimo negocio que habían realizado. Velázquez encargó entonces la exploración del Yucatán a Juan de Grijalva, que había tenido con él mucha parte en la pacificación de Cuba. La flotilla, compuesta de cuatro naves, llevaba de piloto mayor al experto Antón de Alaminos, y, como tenientes de Grijalva, a Francisco Montijo, Pedro de Alvarado y Alonso Dávila. Eran intérpretes Melchorejo y Julianillo, dos indígenas del Yucatán prisioneros de la expedición anterior. Salió la flota en 25 de enero de 1518. Descubrimientos de esta expedición son la isla de Cozumel, cercana al continente mejicano; la embocadura del río Tabasco, y el río de Banderas, llamado así porque se presentaron en él unos indios con banderas blancas. Como los intérpretes apenas les entendieron, por tratarse de lenguas distintas, después de mil esfuerzos se vino en conocimiento de que eran súbditos de un gran señor de aquellas tierras a quien llamaba Moctezuma. Los caciques cambiaron oro abundante que traían por las baratijas de los españoles, muy del agrado de rey de aquella nación. En estas excursiones estuvo Grijalva en el islote de los Sacrificios, donde vió un templo y, cerca del ídolo, un altar con los cuerpos sacrificados de algunos jóvenes indios. Horrorizado el explorador español por el espectáculo sangriento y repugnante del islote, siguió navegando y desembarcó en el sitio donde luego levantara Cortés la ciudad de Veracruz. Tomó posesión de aquella tierra, a la que bautizo con el nombre de Provincia de San Juan de Ulúa. Reclamado por Velázquez, tuvo que regresar a Cuba, después de haber hecho un recorrido de cuatro mil kilómetros en la ida y vuelta por las costas del Yucatán y de Méjico. Todos estos antecedentes tiene la magna conquista de Méjico, donde el héroe extremeño, que fué nombrado para continuar las exploraciones, va a poner toda la grandeza de su genio españolizando el dilatado imperio de Moctezuma.
Hernán Cortés — Es conveniente advertir que las conquistas americanas no se hacen con carácter inicialmente militar. Esta, como todas las expediciones, tiene siempre un objetivo fundamentalmente colonizador. Se llevan misioneros para las almas, semillas para los campos, animales para la reproducción ganadera, instrumentos de todas las artes de la paz para crear nuevos pueblos y nueva vida. Al lado de estos elementos van también la espada y el arcabuz, como recurso final y para emplearlos cuando las circunstancias lo exijan.
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Otra cosa digna de advertencia es el concepto erróneo que se ha tenido siempre del soldado de la colonización. Este, como alguien ha dicho, va preparado para todo; tiene, como la civilización nuestra allí, un carácter perfectamente complejo. E1 hombre que gana las batallas en Méjico, en Perú, en Chile, etc., no es el soldado de Italia ni de Flandes, militar únicamente, que se presenta con todos los arreos bélicos brillantes y en perfecta uniformidad. No; este guerrero de América va de cualquier manera; no tiene plumas, cascos, ni refulgentes armaduras; tiene un escudo para defenderse de las flechas y una cota de malla; pero como es maestro de todas las artes necesarias y su vida se vierte toda en todo, no tiene tiempo de engalanarse, y así vemos, por ejemplo, a Cortés peleando en Otumba con alpargatas, en vez de las elegantes botas de cuero de los soldados europeos; y más de una vez han sorprendido los cronistas a estos conquistadores de América, en pleno afán de la lucha, desarrapados, jugándose la vida con la misma representación exterior que si araran la tierra o condujeran piaras de toros. Hernán Cortés había nacido en Medellín en 1485. Era de hidalga familia y estudió dos años en Salamanca. La universidad fue desplazada de su alma por la vocación de las aventuras en América, y allá se fué, al lado de su pariente Ovando, gobernador de la Española.
Bernal Díaz del Castillo lo retrata así:
“Era de buena estatura y cuerpo, bien proporcionado y membrudo, y la color de la cara tiraba algo a cenicienta, e no muy alegre; e si tuviera el rostro más largo mejor le pareciera; los ojos, en el mirar, amorosos, y por otra, graves; e era cenceño y de poca barriga... el buen jinete y diestro de todas armas, sabía muy bien menearlas, y sobre todo corazón y ánimo, que es lo que hace al caso.” Velázquez nombró a Cortés para llevar a cabo la empresa de la colonización de Méjico. Vemos, entonces, al joven extremeño manifestarse como ágil ejecutor de sus propios planes organizadores, y en 10 Febrero de 1519 sale de la Habana con una flota de once buques. Ya en marcha, recibe orden de contrapartida, porque a Velázquez habiale nacido la sospecha de que aquel joven era un peligro para él; pero Cortés no era hombre de volver atrás después de los esfuerzos realizados y de las dificultades vencidas, y así no quiso obedecer las malas órdenes y aceptó, bajo su absoluta responsabilidad, las contingencias todas de la empresa. Nombró por capitanes de las compañías a Juan Vázquez de León, Alonso Hernández Portocarrero, a Francisco de Montijo, Cristóbal de Olid, Juan de Escalante, Francisco de Morla, Pedro de Alvarado, Francisco Saucedo, Diego de Ordaz y Ginés de Nortes. En la nave capitana iba el estandarte suyo, una cruz con la leyenda de Constantino: “Con este signo, vencerás”. También va con él el ínclito guerrero Sandoval, hombre de toda su confianza y cariño; Francisco de Orozco, soldado de las guerras de Italia, lleva el cuidado de la artillería, y va de piloto mayor el benemérito Antón de Alaminos, el ilustre navegante del Tinto y del Odiel.
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Son capellanes el licenciado Juan Díaz y el Padre Bartolomé de Olmedo, religioso de la Merced, que estuvo siempre con Cortés. En la isla de Cozumel pasa lista; eran 508 soldados, 109 de marinería y 16 caballos.
Habló a sus compañías un sustancioso discurso del que son estas palabras:
“Conozco la mano de Dios en esta obra que emprendemos... Su causa nos lleva y la de nuestro rey... Nos esperan batallas desiguales, en que habréis menester socorreros de todo vuestro valor; miserias de la necesidad; inclemencias del tiempo y asperezas de la tierra, en que será necesario el sufrimiento, que es el segundo valor de los hombres y tan hijo del corazón como el primero; que ni la guerra más veces sirve la paciencia que las manos... Pocos somos, pero la unión multiplica los ejércitos, y en nuestra conformidad está nuestra mayor fortaleza. Uno ha de ser el consejo en cuanto se resolviere; una la mano en la ejecución; común la utilidad y común la gloria. Del valor de cualquiera de nosotros se ha de fabricar la seguridad de todos. Vuestro caudillo soy, y seré el primero en aventurar la vida por el menor de los soldados… Puedo asegurar de mí que me basta el ánimo a conquistar un mundo entero, y aún me lo promete el corazón, que suele ser el mejor de los presagios.” Rescató en la isla de Cozumel a Jerónimo de Aguilar, náufrago de la expedición Nicuesa, el cual hablaba ya perfectamente la lengua mayaquiche. Sigue la expedición hasta el río de Tabasco, donde Cortés vence a los naturales, recibiendo el tributo de veinte indias y, entre ellas, la célebre doña Marina, joven azteca, esclava de los mayas, que además de su lengua del Anáhuac hablaba el idioma de los tabasqueños. Aguilar y doña Marina prestó a Cortés servicios eminentes, porque sin ellos hubiera sido imposible llevar adelante una colonización donde tanto había de intervenir la política, y donde era preciso conocer perfectamente la colocación espiritual de cada bando mejicano, para obrar las combinaciones geniales del inspirado capitán general. Recibió Cortés dos emisarios aztecas en San Juan de Ulúa. Venían de parte de Moctezuma. También recibió una embajada de los indios de Cempoala. A Cortés interesó mucho esta llamada de los cempoaleses y aprovechó las rivalidades que estos tenían con Moctezuma para sumarlos a su ejército. Esto que hace Cortés ahora, y lo que luego hará en Tlascala, es indispensable para conquistar aquellas tierras y civilizarlas, ya que, sin valerse del elemento americano, hubiera sido vano dar pasos definitivos en empeño civilizador. Es interesante observar que todas las expediciones que triunfan en los campos americanos son casi siempre con la ayuda de los propios indios. Al principio van las expediciones desde España con carácter oficial; eran carísimas y, por lo general, ineficaces. Luego se forman los núcleos colonizadores en las Antillas, de donde parten hombres educado, en América, y más tarde cultivadores, como Cortes del hombre indio para lanzarlo cuando haga falta contra el hombre indio también. Un mundo entero se civilizara si la inteligencia española no hubiera aprovechado los valores americanos.
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En lugar elegido por Pedro de Alvarado convino a los fines políticos de Cortés levantar la ciudad que se conoció con el nombre de Villa rica de la Vera Cruz, llamándose Villa Rica por el oro que se vio en aquella tierra, y de la Vera Cruz, por haber saltado en ella los españoles un Viernes de la Santa Cruz. Había en la expedición individuos partidarios de Velázquez que deseaban volver a Cuba, y el general, después de emplear todos los medios que le sugirió la prudencia, tuvo la inspiración, no sólo genial, sino heroica, que le acredita como uno de los hombres más valerosos de la Humanidad. Para impedir que parte de la gente suya desmembraran la expedición retirándose a Cuba, se puso de acuerdo con los carpinteros armadores y se barrenaron los fondos de los barcos. Una mañana aparecieron éstos sumergidos en el mar. Se habló algún tiempo en las historias de un incendio de naves. Esto hubiera sido más teatral, pero no más grande. No hubo incendio. Se tiraron los barcos al fondo, cerrándose en absoluto la posibilidad de una retirada. Esto obligaría a cumplir sus deberes a los que no estuvieran bien animados. Desde ahora, por propio instinto de conservación, no habrá más remedio que luchar y poner en práctica los valores individuales y sociales de una raza en todo el esplendor de su grandeza. En el mundo moral habrá que esperar muchos siglos para que se repita una hazaña tan sugestiva e interesante, que tiene la fibra de los Indortes, la sangre de Sagunto y los arrestos de Viriato, todo embellecido por aquella romántica luz nueva que el Atlántico recién dominado refleja sobre las frentes de los héroes. Las semillas sembradas en el corazón de la patria al través de los siglos florecen ahora en esta triunfal primavera mejicana. Cada nave sumergida es un rosal heroico de la historia de España, y el hombre que ha tomado la decisión es un jardinero de la epopeya. Juan de Escalante ha quedado de gobernador en Veracruz, porque Cortés, con sus aliados de Cempoala se interna en la profundidad americana, camino de Méjico. Los indios de Tlaxcala son arrollados en el camino por el genio de aquella extraña alianza, y ellos mismos, al saber que Cortés se dirige a la capital, sede de Moctezuma engrosan las filas españolas contra el orgulloso jefe azteca que ha enviado emisarios al caudillo español con ricos presentes y prohibición absoluta de que se interne hacia la capital. Desde Tlaxcala hace Diego de Ordaz, acompañado de dos españoles, el fantástico viaje al volcán Popocatepec, que a unas ocho leguas de la ciudad llenaba con sus explosiones y llamaradas los ámbitos de la enorme sierra. Los indios se asombran cuando el español se decide a ir hasta el mismo cráter. Ellos le acompañarán hasta el pie de la montaña, pero más allá no, porque jamás habían pisado aquellas cuestas las plantas humanas. Los indios se despidieron de Ordaz y mis amigos, pensando que iban a muerte segura. Les vieron subir sonrientes la cuesta infernal, por cuyas grietas resbalaba el barro humeante y las cenizas abrasadoras. De vez en cuando la respiración del monstruo tronaba de un modo imponen y los valientes se guarecían de la lluvia de fuego bajo las peñas.
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Por fin llegaron a la cortadura del cráter y vieron un circo de media legua en cuyo fondo herví, un lago dantesco de materias inflamadas. Este suceso sirvió para dar a los españoles un prestigio casi sobrenatural, porque hacían cosas de dioses, y sirvió también, más tarde, para la guerra con Méjico, pues cuando se gastó la pólvora en la campaña, de las azufreras del volcán que vió el capitán Ordaz se sacaron elementos suficientes para poder continuar la guerra y llegar a la conquista definitiva. Los españoles llegan a Cholula, pueblo sagrado en las tierras del Anáhuac, donde Cortés castiga una traidora conspiración descubierta por Doña Marina. Después, en las mismas proximidades de Méjico (Tenochitlan), Moctezuma, el “jefe de los hombres”, el “mago de la confederación azteca”, sale a recibir al caudillo. Los españoles, avisados por los de Tlaxcala, tenían el natural recelo, pues como la ciudad de Méjico estaba en el centro del lago y había que pasar, para llegar a ella, por calzadas estrechas, entrar en la capital, llena de soldados indios, que abarrotaban el lago, la calzada, la ciudad y las riberas, suponía una temeridad o una locura. No obstante, Cortés, con sus cuatrocientos hombres, entró a sabiendas en la ratonera del astuto Moctezuma. Primero le recibieron centenares de personajes y caciques cortesanos, que hicieron al extremeño toda clase de reverencias, sobre todo los señores de Tecuzco, Tacuba y Cuyoacan. Luego se presenta Moctezuma en ricas andas de oro. Al entrar en la ciudad, el jefe mejicano se apeó y pusiéronla bajo una especie de palio de plumas, perlas y piedras chalchihuites. Los señores barrían el suelo y ponían mantos en él para que Moctezuma no tocase la tierra, y era de ver el espectáculo del pueblo postrado ante su señor y la deslumbrante y bárbara mostración de riquezas y adoración al hombre-rey. Cortés le hizo reverencia y Moctezuma a él, regalando el extremeño al azteca un collar de piedras de vidrio que le colocó en el pecho, y recibiendo, en camino, del señor del Anáhuac un rico collar de oro. Los españoles entraron en la capital el 20 de noviembre de 1519. El alojamiento fue un adoratorio próximo al palacio real, donde se acomodaron con toda clase de precauciones. Moctezuma se manifestaba finísimo con los españoles, pero éstos apenas si salían de su cuartel. Cortés hizo públicas manifestaciones de sus sentimientos cristianos y de su adhesión al rey Carlos, enojándose en el templo de Huitzilopochtli, cuando vió el formidable altar lleno de corazones sangrientos y una verdadera montaña de carne muerta y hedionda sacrificada en las aras del insaciable dios de los mejicanos. Llegó a Cortés la noticia de que los aztecas habían dado muerte a Juan de Escalante en Veracruz, y decidió prender a Moctezuma. Realizada la detención del rey, el pueblo se asombró del poder sobrenatural del caudillo blanco, al que fueron entregados los capitanes autores de la muerte de Escalante. Los asesinos fueron quemados ante las puertas del alcázar. Cortés y sus soldados se repartieron el gran tesoro de Moctezuma. El gobernador de Cuba, Velázquez, celoso de los éxitos del extremeño, envió a Pánfilo de Narváez, que llegó a San Juan de Ulúa en la primavera del 20 con 1.500, hombres y 16 buques.
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Cortés encarga a Alvarado de los asuntos de la capital, y él se dirige con un pequeño ejército a Cempoala, donde derrotó al confiado Pánfilo de Narváez con la eficaz ayuda del alcaide de Veracruz, Gonzalo de Sandoval. El héroe llevaba amarrada a su voluntad la victoria. Donde va él, va el triunfo; y ya le hemos visto penetrar un reino inmenso, derrotar a los indios en todos los combates, entrar en la ciudad del lago, apoderarse del rey, quemar a sus capitanes y derrotar a Narváez con un ejército cinco veces más pequeño. No cabe duda que, puestos en esas circunstancias, no lo hubieran hecho mejor ni Alejandro, ni César, ni Napoleón. Con los hombres de Narváez se presenta Cortes en Méjico, donde la ciudad se había levantado contra los españoles. Puso en libertad al hermano de Moctezuma, Cuitláhuac. Las tribus mejicanas depusieron al rey y eligieron a su hermano, que al frente de los aztecas atacó a los conquistadores. Cortés sacó a Moctezuma a un terrado para que arengara a los soldados indios haciéndoles deponer las armas, y el rey fue herido mortalmente de una pedrada en la cabeza. La situación era cada vez peor, porque los aztecas y su nuevo rey se habían juramentado de no dejar vivo ni uno solo de los hombres blancos, y eran frecuentes las luchas en las calles. Cortés, ante la gravedad de las circunstancias, acordó evacuar la ciudad. Era la famosa noche triste. Llovía, y aunque los indios parecían descuidados, no era así. Habían roto los puentes para impedir al caudillo español la huida con sus hombres. Mandó componer uno de ellos y pasó por él la vanguardia del ejército y el tesoro. Cuando los españoles estaban la mitad dentro y la mitad fuera, se precipitaron sobre ellos los indios desde centenares de canoas y los acuchillaban sin piedad. La confusión fué horrible. Los que caían prisioneros eran inmediatamente llevados al teocalli, o altar de sacrificios, y los pobres combatientes oían los gritos de sus hermanos al ser descuartizados vivos ante el dios mejicano. Los indios brotaban de las aguas, de las calzadas, de todas partes. El lago se ponía rojo y la desesperación y la muerte reinaban en la trágica noche. Cortés, en la calzada, alienta y dirige la retirada dando órdenes oportunas para aminorar el desastre; con él están Sandoval, Olid, Morla y Gonzalo Domínguez. Juan de Jaramillo ordena en escuadrón a los que van llegando a la calzada. Alvarado pelea en la cortadura y alienta a los supervivientes para retirarse con el orden posible sobre botes, tablas y a nado. Como el guerrero pelea ya casi solo, se encuentra entre las hachas aztecas y el canalizo que le corta la retirada. Entonces pone su lanza en el fondo, se apoya en ella y salta una increíble distancia, mientras en el lado opuesto le esperan la protección y ayuda de los capitanes. Este formidable salto fué negado por Bernal Díaz, pero el mismo Alvarado lo refirió y muchos soldados lo vieron. Cortés refiere sus pérdidas: 150 españoles, 2.000 tlaxcaltecas, 45 caballos y muchos cañones. Reorganizado el ejército, el águila de Medellín se multiplica y acude a todas partes, está en todo. Inyecta con su palabra energías nuevas en las tropas, dispone los escuadrones con gran sabiduría y, de acuerdo con sus capitanes, marcha en orden perfecto. Los aztecas le persiguen y gritan: “No quedará ninguno de vosotros para contarlo”.
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Cortés tiene en el alma los gritos de sus hombres sacrificados al dios del Anáhuac, y está lleno de tristeza, de indignación y de decisiones heroicas. Con la tribulación le ha crecido la luz del entendimiento, y al llegar al valle de Otumba encuentra que le esperan allí grandes escuadrones de mejicanos. Estos se lanzan desordenadamente al ataque. Los nuestros, desde lugares estratégicos, matan hasta cansarse. Los trajes destrozados, los ojos febriles, los cuerpos mal alimentados, cada uno de los españoles es una fiera en el instinto y un artista en el acometer. Los capitanes siguen las órdenes del jefe, que observa el campo para tomar medidas. De pronto ve en el centro el estandarte del imperio mejicano, y, como sabe que de la posesión de la enseña va a depender el éxito de la sangrienta batalla, unos caballeros, con el caudillo a la cabeza, se dirigen como rayos contra ella. Lo atropellan todo, pasa cien veces la muerte sobre sus frentes enardecidas, pero se apoderan del pendón imperial. La desbandada de los indios fue escandalosa; los españoles y tlaxcaltecas les persiguen y agobian, concluyéndose aquella batalla con un triunfo definitivo de España; un triunfo increíble, pues había que deshacer a un ejército veinte veces mayor, y quien realizara el milagro tenía el pulso tembloroso por los sucesos de la. Noche Triste (julio de 1520). Los recursos llegados de Cuba y la expedición de Francisco de Garay a la Jamaica, que fue a reclamar jurisdicción y concluyó dejando su hueste a Cortés, y, sobre todo, el prestigio que alcanzó éste en Otumba, hizo que se le rindieran todos los pueblos indios. Animado con los triunfos decidió poner sitio a la capital donde gobernaba el joven Guatimocín, recién nombrado rey para sustituir al hermano de Moctezuma. Pedro de Alvarado debía apoderarse de la calzada de Tacuba a Méjico; Sandoval atacaría la calzada de Ixtapalapa, y Cristóbal de Olid marcharía hacia Cuyoacan, todo en la orilla del lago. Cortés ocuparía el centro con los trece barcos de vela y remo que había mandado construir, porque para él no había dificultades invencibles. En cada uno de los barcos iban doce remeros y doce arcabuceros con muchos soldados. Todas las naves llevaban la bandera real, y otra con el propio nombre de la embarcación. Cortés, desde los barcos, mandaría refuerzos a donde fuera necesario. La concepción del plan del sitio giraba sobre un centro constituido por los barcos, para acudir desde él a cualquier punto exterior a donde hiciera falta. La ciudad estaba, pues, perfectamente cerrada. Desde las azoteas la multitud contempla a miles y miles de indios que en largas canoas se precipitan sobre los barcos españoles. Cortés larga velas. Es un original combate naval que se desarrolla en las risueñas aguas del lago bellísimo de Tenochtitlan. La hábil dirección del extremeño hizo que los trece barcos, evolucionando con gran maestría, rechazasen primero a la inmensa escuadrilla de canoas, y cuando llegó el momento oportuno atropellaron a las embarcaciones con tal valentía y precisión, que a poco estaban en el fondo del agua la mayor parte de las piraguas combatientes.
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Dueño, pues, en absoluto del lago, mandó romper la conducción del agua que abastecía la ciudad. Luego se hizo un asalto con grandes muestras de valor de los españoles; pero fueron rechazados hacia las calzadas, dejando en poder de los mejicanos cuarenta hombres, que fueron sacrificados al dios feroz. Dice Bernal Díaz, horrorizado: “Antes de haber visto el pecho de mis camaradas abierto, sus corazones ofrecidos a monstruosos ídolos y sus carnes devorabas por bárbaros enemigos, solía yo ir al combate, no sólo sin temor, sino con intrepidez; pero, desde que vi tales horrores, siempre iba con terror a combatir con los mejicanos.” Dióse por fin un terrible asalto a la ciudad, ya sin víveres y sin agua, y la tomaron los españoles, convertida en un montón de ruinas y llena de cadáveres, el 13 de agosto de 1521. Guatimocín fué hecho prisionero en el lago, cuando trataban de salvarlo sus soldados. Al presentarse a Cortés le dijo: “He cumplido mi deber defendiendo a mi pueblo hasta el último apuro; ya no me queda más que morir. Saca, pues, tu puñal y pon término a mi vida inútil.” El bravo Guatimocín lloraba, y Cortés se conmovió oyendo al simpático guerrero del Anáhuac. Más tarde, negándose Guatimocín a declarar dónde había escondido los tesoros, los soldados excitaron a Cortés para que lo descubriese; mas como no consiguió nada murmuraron de él y empezó a descomponerse la disciplina, porque creían los españoles que Cortés estaba de acuerdo con Guatimocín. Se amenazó al joven azteca sin conseguir nada de él, y, sublevada la gente, para demostrar su inocencia el caudillo puso a Guatimocín y a su ministro en el tormento, y sin declarar murieron los dos en él. Los carbones encendidos quemaban sus carnes, y como el ministro fuese a declarar le miró Guatimocín, indignado, diciendo: “¿Estoy yo acaso en un lecho de rosas?”: Son durezas de los tiempos y de la guerra, pero hubiéramos preferido no encontrar en la vida del incomparable militar y político este rasgo de barbarie. Aquellas palabras del héroe mejicano debieron sonar siempre en los oídos del conquistador como un remordimiento. Las leyes promulgadas ya desde España, y las que se publicarán más tarde, castigaban estos hechos y prohibían en absoluto los atropellos del derecho natural. La metrópoli era inocente en este bárbaro atentado. Esta ferocidad la cometían los indios todos los días con los soldados de España, es verdad; pero un español no ha debido jamás hacer eso, aunque aminoren su delito las circunstancias del acto y la dureza, todavía algo férrea, de las costumbres del siglo XVI. Cortés organizó expediciones al territorio de Michoacán, y dispuso interesantes exploraciones en el Mar del Sur y en el Golfo. Hizo reparto de tierras entre los capitanes y soldados y reconstruyó a México, arruinada. Organizó un municipio dictando leyes admirables de buena administración, reconstruyó los acueductos y levantó mercados. El emperador Carlos V recibió presentes extraordinarios, siéndole enviados a España verdaderos tesoros por los quintos de la corona. El César admirado nombró a Cortés, en 1522, Gobernador, Capitán general y Justicia mayor de México, que ya se conocía con el nombre de Nueva España.
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Cortés multiplica las explotaciones agrícolas y ganaderas, extendiendo prácticamente la civilización española por todo el territorio, con escuelas, libros, misiones, iglesias, industrias e imprentas. Fué un gran colonizador. Crea ciudades como Villa Rica, Segura, México y Medellín. En 1527 es nombrado el primer obispo, que fue el franciscano fray Juan de Zumárraga, y se crea la primera Audiencia, que preside Nuño de Guzmán, gobernador de Panuco. Cortés viene a España y el rey le confirmo en su cargo militar, quitándole la gobernación civil porque las quejas de sus enemigos habían desacreditado injustamente su figura de gobernante. El emperador le concede toda clase de honores y le hace Marqués del Valle de Oaxaca, prohibiéndole que resida en la capital de México. Vive en el valle de su título, edifica su magnífico palacio de Cuernavaca, cultiva la caña de azúcar, introduce el carnero merino y levanta por muchos sitios las aspas de los molinos de viento. Nombrado el primer virrey que partía la jurisdicción con él, se dedicó a las cosas militares, continuando las expediciones comenzadas con Diego Hurtado de Mendoza, con Grijalva y con Ortiz Jiménez, realizando personalmente una por las costas occidentales de México, todas las cuales dieron por resultado el reconocimiento desde Panamá al río Colorado del Norte. Con esto, y con los planos que le traían los capitanes a quienes entregó la colonización de las provincias, se llegó a formar una verdadera carta geográfica de todo el imperio de los viejos aztecas. Cortés volvió a España en 1540. Estuvo en la desgraciada expedición de Argel, distinguiéndose por su bravura y pericia militar. Algo olvidado, si bien con todos los prestigios de su grandeza indiscutible y única, murió en Castillejo de la Cuesta el 2 de diciembre de 1547. La obra de Cortés tiene defectos, como la de todos los conquistadores del mundo. Estos lunares, algunos de los cuales hemos advertido antes, en nada empequeñecen la maravillosa figura. Hasta los enemigos de España le rinden el tributo de admiración propio de su increíble actuación. Este hombre sin igual llega a Méjico con unos centenares de soldados colonizadores, riñe combates inverosímiles y concluye por dominar el imperio de Moctezuma. Civiliza el inmenso territorio de su conquista; cristianiza aquellas multitudes paganas, y en cultura, letras, comercio e industrias pone tan alta su bandera, que no se sabe qué será más grande en él, si la tabla de sus heroísmos, no igualados jamás; o la relación de sus gestiones gobernadoras, que fueron encaminadas a redimir a un imperio de la barbarie y preocupaciones cien veces seculares, abriéndole de par en par las puertas de la luz y de la civilización. Cortés tiene la línea propia de la media docena de hombres destacados en la Humanidad. Con los elementos constituyentes de su genio y persona, hubieran los pueblos orientales formado la leyenda de un dios. Si no tuviéramos tan cerca y tan indiscutible la historia de este hombre, creeríamos muchas veces que no era una realidad humana, sino un mito. Parece una creación de los poemas primitivos.
(El buen maestro americano, al concluir esta conferencia, anuncia a los alumnos que al día siguiente seguirá la Era de los Grandes con la figura admirable de Francisco Pizarro).
MARÍA ESQUIVEL MARTÍN
CONFERENCIA SEPTIMA Sigue 1a Era de los Grandes: Pizarro, La Gasca, Valdivia. Con un público impaciente por oír al maestro empezó este su conferencia así: Francisco Pizarro nació en Trujillo al empezar el último tercio del siglo XV. Las bases de su educación no pueden ser más contrarias a la formación de un gran carácter. El triángulo de su vida moral se apoya en estos tres hechos: era hijo natural, no sabía leer, y fué tan pobre, que tenía que ganar el pan guardando cerdos. No se concibe cómo con estos elementos pueda llegarse a donde este hombre llegó más que teniendo un corazón fortísimo y una inteligencia soberana. A pesar de su ignorancia de las letras, Pizarro llego a saber cuánto fué preciso. Hay dos maneras de estudiar: estudiar en los libros y estudiar en los hombres. El porquerizo llegó a ser un gran erudito de la vida, y aunque no pudo aprovecharse de la facilidad que dan las letras, tenía una abundantísima despensa de rica y variada cultura natural, con una perfecta comprensión llena de afabilidad, ternura, entereza y rapidez. Sirve en América, como soldado, a las órdenes de Ojeda, de Balboa y de Pedrarias, entre otros, y cuando ya era un hombre maduro comenzó la empresa inmortal de su vida. Las milicias que del lejano Perú había tenido Pascual de Andagoya, adquiridas de los indios, levantaron en el ánimo del futuro descubridor la idea de lanzarse a la aventura, corriendo por el Mar del Sur hasta encontrar las tierras en que tantos beneficios habían de tener el rey, la patria, los exploradores y la civilización. Junto con Diego de Almagro, natural de Extremadura, también humilde y también hijo natural, hombre de extraordinarias condiciones, y con Hernán Luque, sacerdote rico e influyente del Darién, se hizo un convenio sellado con la Sagrada Comunión, echando las bases de las exploraciones deseadas. Salidos de Panamá en viejo bergantín, realizaron un viaje, que puede llamarse de ensayo, en el que aprendió Pizarra todo lo que les aguardaba en aquella naturaleza desbordada de la manigua tropical, donde pararon con la vetusta, inservible nave. Los miasmas, los insectos, los reptiles, la humedad, la fiebre y la absoluta impenetrabilidad de los bosques bravíos causaron en los españoles estragos indecibles. Empezaron los hombres a renegar del viaje; Pizarro se mantuvo firme, no con escarmientos, como Magallanes, sino con previsión admirable y con ternuras de verdadero padre para con sus hombres enfermos. Imagina un recurso para obligar al menos a la mitad de su gente a permanecer en la empresa. Mandó a uno de sus oficiales, llamado Montenegro, que fuera a Panamá con un bergantín, para traer recursos, llevando a la mitad de la gente que estaba más descontenta y quedándose solo con cincuenta españoles.
MARÍA ESQUIVEL MARTÍN
Más de veinte hombres de los que quedaron con Pizarro murieron de necesidad y enfermedades antes que volviese Montenegro. Por fin llegó éste y, después, Almagro. Tuvieron que pelear con los indios, y lo mismo el jefe que todos ellos derramaron generosamente la sangre, batiéndose con fuerzas eminentemente superiores. Pizarro, en uno de estos combates, recibió siete heridas. Los que hablan de la superioridad material de los españoles con respecto a los indios yerran del todo. Los españoles no tenían superioridad más que de entendimiento y valor. La supuesta arrolladora fuerza de las armas españolas es una ilusión. El español iba con su coraza ligera, pues de otro modo no hubiera podido dar un paso por aquellos caminos tropicales y jamás cruzados por nadie. No tenía, pues, la movilidad del indio. Los arcabuces se disparaban una vez y había que esperar largo rato para poder repetir. El indio, en cambio, lanzaba sus flechas repetidísimas veces, y su poder ofensivo era tal, que quedaban los caballos atravesados de parte a parte. Unid a esto el envenenamiento de las armas que empleaban con el mortífero curare; sumad, todavía, a su favor el número incontable de los combatientes indígenas, y podremos entonces medir bien toda la inmensa dificultad militar que estas luchas tenían para los españoles. Es verdad que los caballos y las armas de fuego asustaban al principio a los naturales, pero pronto perdían el miedo, y desde entonces todas las victorias españolas se debieron a la superioridad moral de la civilización y de la raza. Las dificultades naturales, y las que ponía el gobernador de Panamá, hicieron volver a los expedicionarios, cuyos jefes tenían el propósito de repetir el intento en una segunda expedición, que por fin fué preparada de acuerdo con el gobernador, D. Pedro de los Ríos, sucesor de Pedrarias. En dos barcos mandados por el piloto mayor, el moguereño Bartolomé Ruiz, se lanzan a la exploración. Llegan al río San Juan, donde tratan de internarse en tierras de indios, siéndoles imposible porque lo impide la invencible agobiadora naturaleza de aquellos bosques. Estaban éstos habitados por animales de todas clases. La manigua no puede ofrecer más que aguas estancadas, fiebres, bayas indigestas, raíces, y, de cuando en cuando, el horrible espectáculo de la serpiente boa que en las noches del trópico se arrastraba cautelosamente para meter en el cerco infernal de sus anillos el cuerpo de algún desgraciado español. Pizarro envía a Almagro a Panamá, buscando hombres, en uno de los bergantines, y con el otro lanza a Bartolomé Ruiz hacia el Sur, siendo el primer blanco que cruzó el Ecuador en las costas del occidente americano. El generoso extremeño se reserva siempre la peor parte, porque su compañero Almagro va y viene a Panamá y él permanece siempre en las costas y en los bosques, donde tanta esperanza muerta tiene que reanimar, tantos enfermos que cuidar amorosamente, tantas desdichas a que buscar consuelo y tanta energía que inyectar en los desalentados. No hay en la Naturaleza un enemigo más temible del hombre que estas selvas americanas algunas de ellas cinco veces más grande que España.
MARÍA ESQUIVEL MARTÍN
Para resistir esto y vencer, es preciso tener en grado eminente un carácter de hierro y una convicción inconmovible de las ideas. Pizarro es, durante este período, el que sostiene a los valientes acobardados, a los héroes llenos de desilusiones, a los ambiciosos, caídos en la duda y en la vacilación, haciendo santamente un derroche de aquel tesoro moral que lleva en el pecho, sin el que todo el intento descubridor no hubiese durado nada. Los indios siguen haciendo bajas en la pequeña hueste. Cuando llegan, Ruiz con alentadoras noticias, y Almagro con ochenta hombres y recursos, estaban Pizarro y los suyos muriendo de hambre. Ni un solo día dejaron, en sus tribulaciones, de implorar el auxilio de Dios, y las plegarias de aquellos fortísimos creyentes perfumaron los crudos ambientes de la selva. Navegan hacia el sur, pero las tormentas les obligan a tomar la tierra ingrata. Las luchas terribles de los indios les convencen de la necesidad de nuevos refuerzos de hombres. Se embarcan todos, y Pizarro se traslada a la isla del Gallo, donde espera confiadamente que Almagro llegue con soldados de Panamá. No obstante las geniales inspiraciones de Pizarro para mantener el espíritu de sus hombres, uno de éstos había, realizado la traición de enviar al gobernador los Ríos, en un rollo de algodón, una carta con versos de pésimo gusto en que ofendía a los dos jefes exploradores y se pedía que interviniera para concluir con aquella locura del extremeño. El gobernador envió a la isla del Gallo a Tafur para que recogiese a los españoles y a Pizarro. Se encontraban los expedicionarios enfermos cuando llegó Tafur. Todos le acogieron como a un salvador; pero el hombre admirable, atacado de fiebre, se levantó penosamente del suelo y con un puñal trazó una raya de oriente a occidente. Lleno de una majestad irresistible, con los ojos encendidos por el fulgor de la calentura, pasó el primero la raya hacia el sur y dijo estas inmortales palabras: “De esa raya para arriba, están la comodidad y Panamá; para abajo, están los trabajos, las hambres y los sufrimientos, pero, al fin, el Perú. El que sea valiente castellano, que me siga.” El gran piloto Bartolomé Ruiz, que tan extraordinarios servicios prestó en la empresa, fue el primero que pasó la raya hacia Pizarro; luego, Pedro de Candía, y, finalmente, once más: Domingo de Soria, Nicolás de Ribera, Francisco de Cuéllar, Alonso de Molina, Pedro Alcón, García de Jerez, Antón de Carrión, Alonso Briceño, Cristóbal Peralta, Juan de la Torre y Martín de Paz; son todos, a pesar de sus oscuros nombres, figuras luminosas de España. Las palabras de Pizarro en aquellas circunstancias y los nombres de sus trece compañeros de la isla del Gallo, merecen ser escritos en letras de inmortalidad porque aquéllas son la cumbre de la fortaleza y del patriotismo civilizador, y éstos, los humildes, convertidos en héroes legendarios superiores a todas las creaciones de la imaginación y de los libros de caballería, van a regalarle a España un riquísimo imperio. De la isla del Gallo pasan los bravos a la de Gorgona, donde les esperan siete meses de horribles sufrimientos.
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Por fin, en un buque enviado por el gobernador Pedro de los Ríos, a instancia de Luque y Almagro, se embarcan los españoles, llegan hasta el golfo de Guayaquil, visitan a Tumbez, residencia del inca Túpac Yupanqui, y siguen la costa hasta el puerto de Santa, a nueve grados de latitud sur. El Perú se les había mostrado con sus ciudades, riquezas extraordinarias, naturaleza exuberante y civilización relativamente adelantada. Había allí, pues, un mundo que colonizar, y entonces los aliados decidieron volver a Panamá, y que Pizarro acudiese a conferenciar con el emperador Carlos V, solicitando del mismo las concesiones acostumbradas. Después de estar preso en Sevilla por una antigua deuda, llegó Pizarro a Toledo, y fué recibido por el emperador y su corte. El hombre que no sabía leer, el hijo natural, el porquerizo, estaba en presencia del amo del mundo, muy satisfecho a la sazón, porque sus triunfos sobre Francisco I de Francia le abrían el camino de la dominación europea. El humilde extremeño hablo con la elocuencia arrebatadora de los hechos, pintando con gran sobriedad las luchas, sufrimientos, hambres y fatigas de las expediciones durante tres años, y cuando contó con todos los detalles la escena de los catorces de la isla del Gallo, la reina y las damas de la corte tenía lágrimas en los ojos, y el emperador y los cortesanos admiraban de corazón a aquel hombre, que merecía todos los honores. Cuando salió el héroe de la cámara regia llevaba en el pecho el lagarto de Santiago. Más tarde se le nombrará Marqués de los Atavillos y de la Conquista. El emperador tuvo que salir para Italia, y fue la reina quien, en 1529, firmó las concesiones por las que Pizarro tenía derecho a fundar un imperio español en el país de Nueva Castilla, que así llamaron al Perú. Alcanzaría su dominio desde Santiago hasta doscientas leguas al sur, y de esta provincia sería el Gobernador y Capitán general, Adelantado y Alguacil mayor, con un sueldo de 725,000 maravedíes. A Almagro se le nombraba comandante de Tumbez, con 300.000 maravedíes anuales y el rango de Hidalgo. Al cura Luque se le nombró obispo de Tumbez y protector de indios, con 1.000 ducados anuales. A Bartolomé Ruiz se le hizo gran piloto de los mares del Sur; Candía fué nombrado Comandante de artilleros. A cada uno de los once valientes se le concedió el título de Hidalgos con sus derechos y primacías. Se exigía a Pizarro la promesa solemne de observar las leyes generosas de España para la protección y gobierno de los indios, y que había de llevar sacerdotes para convertir a los naturales. Debía reunir una fuerza de doscientos cincuenta españoles, y, dentro de los seis meses siguientes de su llegada a Panamá, había de salir para el Perú. De vuelta al país de la conquista, después de templar los nervios de Almagro — descontento por la preferencia que el César había dado a Pizarro —, se internaron por la costa hasta la bahía de San Mateo.
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Cuando las incomodidades y trabajos, a más de una rara peste que les acometió, diezmaban al pequeño ejército de ciento ochenta hombres y 30 caballos, se presentó Sebastián de Belalcázar, con treinta soldados, en Puerto Viejo. Pasó Pizarro por la isla de Puná, y los indios no dejaban de hostilizarle constantemente. Se recibió un refuerzo de cien hombres al mando de Hernando de Soto, el nunca bien ponderado capitán que más tarde explorará, en la América del Norte, el Misisipí. Entraron los españoles en Tumbez, dejando allí una pequeña guarnición. Por fin Pizarro se internó tierras adentro, enviando a Soto a explorar la base de los gigantescos Andes. Conminó con los más severos castigos a los españoles que maltrataran indios o perturbaran la independencia de sus casas. Fundó la ciudad de San Miguel, construyó una iglesia, un almacén, una sala de justicia. Dejó cincuenta hombres en la colonia, y después de dar disposiciones favorables a los indígenas, el 24 de septiembre de 1532 se internó en el grande y misterioso país. Tenía Pizarro, para entendérselas contra incontables ejércitos peruanos, ciento setenta y siete españoles, unos setenta caballos, tres falconetes, veinte ballestas, y el resto de los hombres a espadas y lanzas. Al empezar tuvo la habilidad de expulsar a los descontentos, a los que envió a San Miguel, donde no tenían que pelear, donde poblar y ser colonos. Limpio, pues, la hueste de gente inútil y perjudicial. Solo volvió con un enviudo de Atahualpa, que esperaba a los españoles para recibirlos y agasajarlos en Cajamarca. Allí tenía el inca cincuenta mil indios dispuestos a deshacerse para siempre de los españoles, pero Pizarro lo supo y preparó a su gente con estas palabras: “Tened ánimo, que aunque fuésemos menos y el ejército contrario fuera más numeroso, la ayuda de Dios es mayor, y en la hora de la necesidad favorece a los suyos para humillar el orgullo de los infieles y atraerlos al conocimiento de la santa fe.” El paso de la cordillera fué una obra fantástica. Los senderos impracticables serpeaban continuamente sobre pavorosos abismos; los caballos no podían pasar, los hombres tenían que gatear constantemente. El frío y el cansancio los agobian, pero está allí la fuerza invencible de la voluntad del jefe, al cual quieren aquellos hombres por bueno, admiran por previsor y honran por valiente. A los siete días entraron en Cajamarca. Soto y Hernando Pizarro fueron a ver a Atahualpa y vinieron admirados del número de guerreros que vieron en la ciudad. Los peruanos, que nunca habían visto un caballo, se asombraron cuando vieron a Soto, que era un gran caballista, hacer habilidades. Al amanecer el día 16 de noviembre de 1532 comprendieron los españoles que no podían salir, en absoluto, de aquel atolladero en que voluntariamente se habían metido, porque el inca tenía tomadas todas las salidas, que eran pocas y dificilísimas.
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Pizarro estaba dispuesto a dar un golpe genial, y un relámpago de idea le trajo la luz de una decisión admirable: la prisión de Atahualpa. Distribuyó hábilmente los pequeños falconetes pedreros, la caballería y la infantería en los puntos estratégicos de los edificios que ocupaban. Las fuerzas se encomendaron a Dios y esperaban sobre las armas el desarrollo de los sucesos. Por la tarde entró Atahualpa en la ciudad en su magnífica silla de oro. Quería ver a los extranjeros, curiosearlos, jugar con ellos y, al final, sacrificarlos. El Padre Valverde, que iba en la expedición, hizo un discurso de recepción del rey, diciéndole que venían como servidores de Dios para pedir al cacique que abandonase sus ídolos. Atahualpa contestó con burla a aquellas palabras del misionero, que, desprovistas de toda fuerza humana, llevaban el divino aliento de la fe y las ideas. Pizarro dió la orden de que dispararan un falconete de la azotea, y el pánico producido en los indígenas, y el consiguiente desorden, fue la ocasión escogida por el caudillo para lanzarse los españoles sobre Atahualpa y conducirlo preso al cuartel de Pizarro. Prisionero el rey, los indios se sintieron inmediatamente inactivos. Aquellos hombres que habían puesto las manos en el inca y no habían muerto al momento, debían ser algo divinos. El prestigio de Pizarro creció con el golpe de genio. Atahualpa fue tratado con toda consideración, y para alcanzar su libertad ofreció llenar de oro la habitación donde estaba y de plata otra más pequeña, hasta nueve pies sobre el nivel del suelo. La idea del inca era entretener a los españoles, y, mientras venía el oro de todas las provincias, formar un poderoso ejército libertador. Por fin vinieron al Perú Almagro y sus hombres y tomaron parte del riquísimo botín de Atahualpa, que fue repartido entre la corona y los guerreros, separándose cien mil pesos de oro para dotar la primera iglesia del Perú, que fue la de San Francisco. Atahualpa, al enterarse que su hermano Huáscar había pedido parlamento con los españoles, le mandó secretamente asesinar, para impedir todo contacto favorable de los indios con el atrevido capitán español. El levantamiento era general. Se decía que cientos de miles de indios de todo el imperio, desde Quito a Chile, venían a castigar a los españoles y a libertar al inca. Estos indios de fuera, que no habían presenciado los sucesos de Cajamarca, no cohibidos por el espectáculo de aquellos extranjeros que eran como dioses, podían muy bien pelear contra ellos, porque no gravitaba sobre su moralidad la depresión espiritual producida por los acontecimientos. Era preciso ganar tiempo y dar a la masa imponente y salvaje de aquellos hombres guerreros la sensación de un poder incontrastable, y entonces, un tribunal, juzgando a Atahualpa por el asesinato de su hermano y por la conspiración que tenía tramada contra los españoles, le condenó a muerte y fue ejecutado. Pizarro se aprovechó de la sorpresa producida por la ejecución del indio para salir de Cajamarca y dirigirse al Cuzco, la ciudad imperial.
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Soto se vió apuradísimo en un combate con los aborígenes, del que pudo salir por la previsión del jefe que le mandó unos providenciales refuerzos. El inca Manco se presentó a los españoles pidiendo que le reconocieran como jefe de guerra de los indios, y Pizarro le reconoció como tal. El prestigio del extremeño causaba una impresión avasalladora en los indígenas, y, muerto Atahualpa, los que pretendían sucederle buscaban el apoyo del hombre blanco para conseguir sus propósitos políticos. El 15 de noviembre de 1533 entraron en el Cuzco los españoles y se recogió un espléndido botín. Pizarro coronó a Manco como gobernador del Perú. Esto fue del agrado de los indios. Un golpe público del gran maestro de Trujillo. Dedicóse a la civilización del territorio. En 6 de enero de 1535 funda a Lima, con el nombre de Ciudad de los Reyes, revelando condiciones increíbles, en un analfabeto, para gobernar y embellecer ciudades. Mandó a su hermano Hernando a España con el tesoro de la corona, y obtuvo que a Almagro se le autorizara para colonizar Chile, dándose más amplia jurisdicción y nombrándole Adelantado. Almagro perdió la cabeza y sintió la envidia contra su leal compañero Pizarro. Promovió cuestiones que fueron orilladas por la bondad y prudencia del jefe, y mientras Almagro fue a la conquista de Chile, Pizarro se dedicó a las artes de la paz, haciendo prodigios de organización en los mercados y en la reproducción de las semillas y ganaderías españolas. Funda, entre otras, la ciudad de Trujillo. Manco hizo al fin traición al español y se echó a los campos, produciéndose al mismo tiempo el cerco de Lima por los indios, con el encierro de Pizarro, y el de Cuzco, donde estaban cercados Gonzalo, Hernando y Juan Pizarro y el valiente Soto. El sitio de Cuzco está lleno de heroicidades, entre ellas la muerte de Juan Pizarro, que había caído peleando como un león al tratar de tomarle a los indios la torre de la gran fortaleza ciclópea de Sacsahuaman. Después de mil vicisitudes, Gonzalo Pizarro se deslavó como guerrero en la toma de esa fortaleza, donde un gigante indio tomaba a los españoles que subían por las escalas y los lanzaba sobre el abismo como si fueran juguetes. El gigante estaba impertérrito sentado arriba, y con una frialdad solemne repetía su operación horrible. Cuando los españoles tomaron la torre el indio formidable envolvió su cabeza en la túnica y se lanzó al espacio, porque no permitía su independencia ser tomado por los extranjeros. Era, durante la lucha, como un adorno del friso de la vieja fortaleza de los incas; una estatua de carne obscura que adornaba la muralla como símbolo de su raza y que no se movía más que para producir la tragedia y la muerte. Manco fué contra Lima, y los españoles estaban, en realidad, en un momento casi desesperado de su colonización peruana.
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Fué entonces cuando el tuerto Almagro concibió la traición contra Pizarro y se apoderó de Cuzco, promoviendo una guerra infame, después de agotar el paciente y luminoso Pizarro todos los resortes de la paz y todas las excitaciones a la concordancia. Almagro tenía el alma llena de envidia por los éxitos asombrosos de su compañero, y creyó que era el momento oportuno de hundirlo para siempre. Pero el de Trujillo recibe unos refuerzos oportunísimos de Panamá y pudo salir de Lima. Hernando y Gonzalo Pizarro, Alonso de Alvarado y Pedro de Valdivia sitiaron y tomaron a Cuzco, condenando a muerte al traidor Almagro, que fué decapitado antes de llegar Francisco Pizarro a la ciudad vieja de los incas. Manco varió el régimen de las batallas campales por la guerra de guerrillas, que, si bien era un sistema agotador de las fuerzas de España, permitió, por lo pronto, a Pizarro moverse con libertad tras los objetivos más urgentes. Para contrarrestar el nuevo sistema de pelea de los indios, crea el jefe español los puestos militares y fortines que fueron origen de muchas ciudades. Los colonizadores ensanchaban constantemente los límites de sus exploraciones. Envió el jefe a Pedro de Valdivia a la conquista de Chile, e hizo a su hermano Gonzalo Gobernador de Quito. Los partidarios de Almagro conspiraban en la sombra, y el 26 de junio de 1541 cayeron de improviso sobre la casa de Pizarro. Asesinaron a los descuidados servidores, y Pizarro, no teniendo tiempo de vestirse la armadura, se lio una manta al brazo y había que ver al viejo glorioso peleando con una veintena de forajidos. El león estaba encerrado y no podía escapar. Comprendiéndolo así, busca estratégicamente lugar apropiado para resistir más, y pelea en un corredor estrecho donde no podía atacarle más que un solo enemigo. Los asesinos se renovaban, y el pobre mártir, cada vez más agotado y lleno de heridas, iba debilitándose. Una cuchillada en el cuello lo dejó moribundo en tierra. Había llegado el momento de firmar el cuadro de su gloriosa vida, y haciendo un esfuerzo último entró sus dedos en la brecha sangrienta, los mojó del licor generoso, haciendo una cruz de sangre en el suelo, con el nombre de Dios en los labios, murió el más grande y genial colonizador que hubo en América. El Perú perdía al gran hombre, al padre de los indios, al abnegado trabajador que consumió todas sus fuerzas materiales y morales en hacer una nación próspera. La obra de la civilización peruana se va a interrumpir por algunos años porque la discordia va a venir después de la tragedia. España, al fin y al cabo, dominará todas las rebeldías y pondrá las grandezas de su genio en la gobernación de América, pero es sensible que se interrumpa ahora la obra del hombre cumbre de la raza. Pizarro conquista con un puñado de hombres un imperio más grande que Europa. Sufre todos los dolores y amarguras y reparte todas las bondades.
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Engrandece a España dándole dominios maravillosos. Crea industrias y levanta ciudades. Extiende de modo increíble la fe cristiana y la cultura de la metrópoli. No sabe leer, y crea escuelas en todas partes; no es ingeniero, y traza puentes y obras que son la admiración de aquellos pueblos; no es joven, y le fluye del alma una perpetua juventud creadora. Y para que se vea hasta dónde llegaba su espíritu colonizador, vamos a concluir este boceto con las
palabras de un admirador suyo: “Unos cuantos años antes de la muerte de Pizarro, la primera vaca que se llevó al Perú se vendió en 10.000 pesos; dos años después, valían 200. La primera barrica de vino se vendió en 1.600 pesos; años después, se compraba vino del país a precio módico. En todo lo demás se observa la misma ley. Se había vendido una espada en 250 pesos; un par de espuelas, en la misma cantidad; una capa, en 500; un par de zapatos, en 200, y un caballo, en 10.000. Pero bastaron unos breves años de la sorprendente aptitud administrativa de Pizarro para que la producción abaratara las mercancías, colocando la vida al alcance de todo el mundo.” Ponía en práctica este hombre el principio general de la colonización española, de que la riqueza de un país no está en su oro, en sus bosques, ni en sus tierras, sino en su pueblo. Es decir, en sus hombres, en sus almas, en su cultura, en su moralidad, en los valores imponderables, que son la base y la razón del desarrollo de todas las cosas que lícitamente se pesan, miden y cuentan en el mundo. La muerte de Pizarro sumió al país en una desdichada guerra civil entre Almagristas y Pizarristas. Las enérgicas y acertadas medidas del alcalde Vaca de Castro concluyeron con la anarquía. En 1542 llegaron a Perú las Nuevas Ordenanzas, que prohibían las encomiendas de indios y el servicio de los naturales que no estuviera reglamentado. Esto produjo general decepción, porque los soldados conquistadores querían que no les quitasen la mano de obra de los indios en las condiciones ventajosísimas que la tenían, muy contrarias prácticamente al derecho natural, y muy honrosas, por eso, las nuevas leyes a los ojos de la historia de la civilización. Blasco Núñez de Vela fué encargado del virreinato del Perú para imponer las Ordenanzas. Tomó medidas tan desacertadas, que tuvo que deponerlo del cargo la Audiencia. Se escapó del barco donde le conducían, y dió lugar luego a una serie de combates. Fué vencido por los hombres de Gonzalo Pizarro, que antes había tomado posesión de las tierras donde se criaban los árboles de la canela, e hizo expediciones que le acreditaban de bravo y sufrido capitán, pues pasó las más horribles privaciones, hasta parecer cadáveres en pie cuando regresaron de sus expediciones al Este. Ahora, Gonzalo se hizo nombrar Gobernador y peleó contra el Virrey, que en distintas ocasiones y con varia fortuna mantenía las leyes de Barcelona, o sean las Nuevas Ordenanzas.
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No podía por menos de ser vencido definitivamente el Virrey por sus torpezas militares y civiles, y sobre todo por el desprestigio que cayó sobre su gobierno cuando se supo el asesinato realizado por él y sus criados en la persona de Suárez de Carvajal, muy querido del país. Con las fuerzas muy restadas, a pesar de la ayuda de Belalcázar, que quiso ser fiel a Blasco Núñez, se libró la batalla definitiva, en los alrededores de Quito, donde fué vencido y muerto el Virrey, y Belalcázar, perdonado. Antes bahía mandado Pizarro a la Plata a su lugarteniente el feroz Carvajal, llamado el “Demonio de los Andes”. Llevaba Carvajal el encargo de sojuzgar a Centeno, que se había levantado contra Pizarro. Por donde quiera que pasa el “Demonio” produce la más grande consternación en los pueblos, por sus latrocinios y crímenes. Vencido que fué Centeno, quedaba Pizarro dueño del Perú, y aceptado por el país. La soberbia y la vanidad le perdieron. Malos amigos y consejeros hicieron creer al “muy magnifico señor” que era invencible, y, alagado por el canto de la sirena, se proclamó Rey del Perú, contra la dominación de Carlos V. De vivir su hermano Francisco, se hubiera muerto de vergüenza e indignación. — Pedro La Gasca nació al final del siglo XV, en Barco de Ávila. Era sacerdote. Había estudiado en Alcalá de Henares y en Salamanca. Tenía fama de talentoso y enérgico, y el Gobierno de Madrid, en 1545, le designó para arreglar el dificilísimo asunto de la rebelión de Pizarro, nombrándosele presidente de la Audiencia de Lima. Este hombre extraordinario estudió perfectamente todas las fuerzas y resortes del Perú, y aunque vió con claridad que el Rey lo tenía todo perdido, no desmayó en su empresa y, valiéndose de unos barcos y de algunos soldados de otras colonias, se acercó a Lima. Era su gestión una pura e invencible dificultad y un perpetuo peligro para su persona. El gran gobernante lo fue creando todo, y poniendo en ejecución los tesoros de su pensamiento, corazón y constancia, fue pacientemente levantando la obra. Tales fueron sus energías creadoras que, a pesar de que el hombre es impotente para hacer algo de la nada, de la nada hizo él para España aquel país que estaba perdido, y pudo dar la primera batalla a Pizarro, si bien no le favoreció la fortuna en este primer intento. El insigne Gasca podrá ser vencido en los campos de batalla, pero es invencible en aquel su carácter de acero. Así lo vemos trabajar con más tesón todavía, administrando sana justicia y realizando el bien a nombre de los Reyes de España. Los partidarios del buen gobernante van creciendo, y como los de Pizarro menguan por las continuas defecciones de sus tropas, tuvo al fin Gasea la fortuna de ver en Xaquixaguana la derrota completa y definitiva de los Pizarristas. Carvajal, el “Demonio de los Andes”, prisionero, se dedica a hacer chistes contra Centeno, que ahora lo tiene bajo su espada, y, negándose en absoluto a recibir los auxilios de la religión, el hombre lleno de crímenes y latrocinios muere de espaldas a la doctrina cristiana.
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Pizarro fué decapitado, muriendo como un valiente y perfecto cristiano, quedando plenamente demostrado que la constancia de Gasea pudo más que la soberbia de Gonzalo. Este, a pesar de sus fuerzas, trabajaba con el remordimiento de ser traidor a su patria, y aquél, a pesar de la escasez de medios, se desenvolvió sobre la base de prestar a España un servicio salvador. Ser el salvador de la patria fué la idea de este hombre, una de las personas más interesantes de la época de la colonización.
De él dice un autor: “Supo volver las armas de su rival sobre él mismo. Sofoca una rebelión que pudo ser la ruina de España. Castiga a los criminales, y con los despojos de ellos premia a los leales y los buenos. Fomenta los recursos del país, paga el empréstito que hubo de levantar para los gastos de la guerra, superior a novecientos mil pesos oro. Luego reúne para el tesoro real más de un millón de ducados. Hace prosperar las obras públicas y la instrucción e interviene con gran prudencia en el eterno problema de los repartimientos de indios. Toda su obra la realiza sin cobrar sueldo, y al volver a su patria pudo decirse de él que sólo en cuatro años había salvado la colonización española en América y traía un tesoro para la corona.” Para dar una idea del amor que supo despertar este hombre entre los peruanos, baste decir que todo el mundo lo despidió con lágrimas, y que una comisión de caciques indios de todo el país vino a manifestarle el sentimiento que su vuelta a España les proporcionaba. Querían los indios que les aceptase un rico presente de plata. La Gasca agradeció profundamente, pero no aceptó el regalo. Era una mezcla de romano de los tiempos buenos, con sangre de Castilla viril, noble y purísima. Una estrella de primera magnitud de la Patria.
Chile — Durante la conquista del Perú por Francisco Pizarro envió éste, con aceptación por parte de la corona, a Diego Almagro para que gobernase, como Adelantado, el territorio de Chile, situado al Sur del Perú, y con jurisdicción hasta 200 leguas. Almagro, con 570 españoles, 15.000 indígenas y los parientes del inca Manco Cápac, entró en sus dominios, y como los indios bajaban de las zonas tropicales, no podían resistir los fríos de Chile en la cordillera y morían multitud de ellos. Fue lo de Almagro una mala maniobra, pues por la ambición de apoderarse de Cuzco abandonó su colonia chilena, y al volver al Perú perdió en la cordillera 10.000 hombres, casi todos arrebatados por la naturaleza inclemente de las alturas andinas. Muerto Almagro, envió Pizarro en 1539 a Pedro de Valdivia natural de la Serena (Badajoz), hábil político y valiente capitán. Es ésta una figura de la colonización que llena con su nombre los primeros tiempos de la conquista, y al que la actual cultísima república de Chile tiene una alta consideración, inmortalizando su nombre, no sólo en mármoles y bronces, sino en el corazón de sus hombres, donde tiene Chile el más fino altar de admiración por el colonizador extraordinario.
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Pedro de Valdivia, a los dos años de llegar a su colonia, funda la ciudad de Santiago de Chile, organizando su Ayuntamiento. En guerras continuas que le mueven los indios se mantiene valiente contra todos. Hubo necesidad de pedir socorros al nuevo gobernador de Perú, Vaca de Castro; pero los araucanos eran tenaces y duros como el hierro, y no cejaban en su caluroso empeño de acabar por completo con la presencia de los extranjeros en sus tierras. Todo el mundo ha hecho elogios del amor admirable a su independencia y terruño de estos salvajes, pero también ha tenido que reconocer que España, en su afán de llevar allí las luces de la cultura y del cristianismo, es todavía más admirable, sosteniendo campañas seculares sangrientas, terribles, en que la desgracia y la fortuna se enlazan para animar y deprimir al mismo tiempo las incansables generosidades de la patria. España derrama en la guerra de los araucanos Hincha sangre y gasta allí las vidas y las energías de sus hombres en varias generaciones, con lo que se demuestra definitivamente que no era el oro el objetivo de su empresa, aunque fuera la sugestión del rico metal la que moviera las almas de los hombres vulgares que habían de ser forzosamente muchos en la vasta empresa de redimir de la barbarie a un continente. A todas las calamidades que sufrían los españoles en Chile vino a unirse la peor de todas, o sea la guerra civil que Pizarristas y realistas movían en todo el dilatado imperio peruano. Valdivia fue al Perú a solicitar refuerzos de La Gasca, y aquel hombre generoso, que hacia el milagro de multiplicar las fuerzas y los elementos, concedió a Valdivia lo que solicitaba, porque los dos se entendieron, a pesar de que Gasca estaba empeñado en una empresa de la que no debía apartar ni un hombre, ni un maravedí. Valdivia venció a los araucanos, extendiendo sus conquistas hasta las márgenes del Maulé. Siguió hacia el sur y llegó cerca del grado 37 de latitud meridional. Fundó la ciudad de Concepción. Los araucanos, que sacaban guerreros hasta de las peñas, y que renacían de sus derrotas con más bríos y empujes, se lanzaron nuevamente a la ofensiva, siendo derrotados. Más adelante el buen maestro colonizador echó los cimientos de Villarrica, Imperial, Valdivia y la Frontera. Cada una de estas ciudades estaba defendida por un fuerte para guardar a los colonos trabajadores de las incursiones violentas de los araucanos. Llegaron de España religiosos franciscanos y dominicos para cristianizar a las tribus enseñándoles el Evangelio y la cultura general. Valparaíso surgió como ciudad interesantísima por su posición en el Pacífico. Los araucanos hacen un nuevo levantamiento general, en el que destruyen el fuerte de Arauco e invaden las demás posiciones españolas. D. Pedro Valdivia, viendo con toda claridad la terrible avalancha que se le viene encima, sale personalmente a campaña.
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Se traba un encarnizado combate, donde el número de indios aliados es tan grande, que los españoles son totalmente vencidos. Colocolo, jefe de los mopuches o araucanos; Capoulicán, jefe guerrero sagaz, inteligente y activo, y Lautaro, el joven indio que con el nombre de Felipe había servido a Valdivia y le había traicionado pasándose a los indígenas, consiguen, alborozados, esta victoria, y tienen al ilustre jefe español prisionero de sus caníbales compatriotas. El guerrero de Extremadura fué condenado a un terrible suplicio. Amarrado a un árbol con un pobre clérigo, fueron víctimas de toda clase de burlas y sufrimientos. Los bárbaros jefes acordaron cortar en pedacitos la carne del sacerdote y, asándola, se la comían con gran regocijo. Luego lo despedazan devorando su palpitante despojos. Valdivia, espectador de esta tragedia, pidió a Capoulicán que le perdonase la vida; el general empezó a vacilar, y entonces uno de aquellos bárbaros dió con una maza en la cabeza al mártir español. Inmediatamente fué comido por aquella manada de lobos. Todos los honores merece el egregio D. Pedro Valdivia. Su vida tuvo una corona de piedras preciosas, que es su muerte. Las horribles torturas morales de su martirio exaltan basta las últimas cumbres de la sublimidad moral a su persona. También se ve, ciertamente, cuánta razón tenía España en querer dominar a aquellos bárbaros, enemigos, con todas las fuerzas de su desesperación, de la cultura redentora, que en sus montañas y valles había de entrar por el esfuerzo incomparable de la raza española. Villagrán, mandando luego tropas de españoles, salió de la Concepción con 180 hombres y trabó combate con los indios, donde murió Lautaro, que tan alto puso su nombre en la atrocidades y valentías de las tribus irreductibles. El virrey del Perú, marqués de Cañete, mandó a su hijo D. García Hurtado de Mendoza por gobernador a Chile, yendo con él en su ejército D. Alonso Ercilla, autor del poema épico “La Araucana”, donde en versos inmortales se cuentan los episodios sangrientos de esa guerra, demostradora del tesón bravío de los indios y del más noble tesón de España por arrancar del salvajismo a los hermosos países del sur. El nuevo gobernador fundó la ciudad de Cañete, venció a los araucanos y llegó, en 1558, al archipiélago de Chiloé. Funda luego a Osorno y a Mendoza. El capitán D. Alonso Reinoso dejó entrar en Cañete a Capoulicán con los suyos, y, ya dentro, cayó sobre ellos, cogiendo prisionero al jefe indio, que pagó con la vida sus rebeldías y heroicas hazañas. (El doctor Colombino ha citado a sus oyentes para en la tarde próxima proseguir sus interesantes lecciones.)
MARÍA ESQUIVEL MARTÍN
CONFERENCIA OCTAVA Siguen los exploradores y conquistadores: Centro, Ecuador, Colombia, Amazonas, Venezuela, El Dorado, La Plata, Estados Unidos, Brasil. Después de conversar un rato con los alumnos sobre la conferencia anterior, el ilustre doctor Colombino empezó su lección en estos términos:
Exploraciones en América del Centro — Estos modestos conquistadores están realmente oscurecidos por el espectáculo grandioso de las expediciones mayores, en los dos continentes del Norte y del Sur. Tenemos, no obstante, el deber de decir sus nombres. En Nicaragua, Gil González Dávila, en 1522, colonizó explorando los lagos de Managua y Nicaragua; pero, adelantándose Pedrarias Dávila, envió a estas tierras a Hernández de Córdoba, que fundó la ciudad de León y exploró el río San Juan. Más tarde fué condenado a muerte y ejecutado Hernández de Córdoba, que había intentado alzarse con el mando de la provincia. Muerto Pedrarias, se pasa por el mando de Francisco de Castañeda, que no pensó más que en enriquecerse, y más tarde, por Rodrigo de Contreras, yerno de Pedrarias, que con mil generosidades hizo desaparecer la nefasta cosecha de odios que había sembrado su suegro. En su tiempo se fundó la ciudad de Nueva Segovia. Un refugiado del Perú, llamado Bermejo, alentó la vanidad de Contreras y le indujo a levantarse contra d rey Carlos. Se proclamó “Príncipe del Cuzco”, y, siguiendo el movimiento revolucionario de Gonzalo de Pizarro, se apoderó del tesoro real y de la ciudad de Panamá. Vencida la conjura por D. Pedro de la Gasea, tuvieron los revolucionarios un fin desastroso. En Honduras, Cristóbal de Olid, de Baeza, puesto en aquella gobernación por Cortés, negó obediencia al caudillo conquistador de Méjico y éste envió, a Francisco de las Casas, que, de acuerdo con González Dávila, dió muerte al rebelde. Se fundó entonces la ciudad de Trujillo. En Guatemala, Pedro de Alvarado empezó la conquista. Acusado de codicia y crueldad con los indios, vino a España, dejando en la gobernación a su hermano Jorge, que ocupó a Costa Rica. El emperador nombró Adelantado y Capitán general a Alvarado; pero nuevas acusaciones expedientadas por la Audiencia de Méjico, le obligaron a huir abandonando la colonia, Cortés hizo personalmente una expedición por la América central, y en Guatemala sufrió su ejército grandes hambres y enfermedades. El soldado de Medellín estuvo expuesto a morir de fiebres. La expedición volvió a Méjico sin haber conseguido prácticamente nada. Los gobernadores de Guatemala eran dependientes de los virreyes de Méjico, y las provincias de Honduras, Nicaragua y el Salvador dependían, a su vez, de la gobernación de Guatemala.
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Costa Rica (Veragua), al separarse de Castilla de Oro, fué conquistada por Juan de Caballón, que asoció a su obra al P. Estrada, franciscano. Como las anteriores, dependían de Guatemala.
Ecuador
— El antiguo reino de Quito fué conquistado a los naturales por Sebastián de Belalcázar en el siglo XVI. Por obra de este ilustre capitán se vió surgir la bella ciudad de Guayaquil, y las tierras de Popayán sintieron los pasos del ilustre conquistador español. Gonzalo Pizarro fué gobernador de estos territorios, que vieron todos los horrores de las guerras civiles a la muerte del gran descubridor del Perú. La Audiencia, creada en 1563, dependía del virreinato del Perú. Gobernaron este país de Quito los presidentes y los oidores de aquel organismo. Es notable la influencia ejercida en el país por los obispos que desde Quito enviaban expediciones civilizadoras a través de los inmensos territorios del Marañón. Los piratas atropellaron a Guayaquil en varias ocasiones, siendo completamente saqueado el hermoso puerto ecuatoriano por los corsarios Jorge de Hout, inglés, y por los franceses Richard y Crogniet en pleno siglo XVII.
Colombia
— La región de Colombia había sido reconocida por Juan de la Cosa y Alonso de Ojeda, como se ha dicho en otro lugar. En el año de 1524, Rodrigo de Bastidas había descubierto Santa Marta y la gobernaba muy bien. Enojados con él los españoles, porque quería a los indios más que a ellos, éntrale a Pedro de Villafuerte, a quien Bastidas protegió mucho, la ambición de sucederle. Donde antes había obediencia surgió la indisciplina; donde el acatamiento y la convivencia fraternal, apareció el fantasma del crimen, y, puesto de acuerdo con unos criminales, dió de puñaladas al buen Bastidas, que no había cometido más falta que la de ser muy humano, muy respetuoso con la conciencia y con la ley, que ambas exigían ser tolerantes y benévolos con los aborígenes del país. Pedro de Heredia, natural de Madrid, el año 1532 llegó a Cartagena de Indias (Colombia) como gobernador, teniendo a poco, por causa de pecados cometidos en la gobernación, que entenderse con el Consejo de Indias. Hubo después varios gobernadores, entre los que merece citarse a D. Pedro Fernández de Lugo, que preparó la expedición de Quesada. Gonzalo Jiménez de Quesada, licenciado cordobés, es un nombre glorioso, entre tantos que lo fueron, singularmente en las conquistas de Ultramar, con la circunstancia de ser grande como los más grandes, y colocado, por poca fortuna histórica, en segundo lugar. Salió con una numerosa expedición de Santa Marta, buscando las fuentes del Río Grande (Magdalena). En sus orillas sufrieron trabajos y privaciones indecibles, porque la vegetación enmarañada de espinos impedía en absoluto el paso, y había que abrírselo rompiendo el muro vegetal con el hacha.
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Los hombres, enfermos, cojos, cubiertos de llagas, habían llegado al límite humano de la resistencia, y algunos, desesperados, se negaban a seguir la marcha y morían voluntariamente abandonados en la manigua. Muchas veces las fieras sacaron a los hombres de los camastros. Abandonó el Magdalena y, enviando los enfermos e inútiles a Santa Marta, se internó con doscientos hombres en una sierra, que hoy se reputa infranqueable, y después cayeron sobre una extensa llanura donde había algunos cultivos, y en el pueblo ele Chipata se dijo la primera misa del reino de Nueva Granada. El 3 de marzo de 1537 Quesada dió la orden de partir hacia el país de los Chibchas. A medida que avanzaba veía con sorpresa que había allí una civilización primitiva, pero muy interesante. Dieronle los indios algunas esmeraldas y, preguntados dónde las adquirían, le encaminaron hacia el cacique de Bogotá, hombre listo que, para echar de sus tierras a los extranjeros, dió al licenciado muchas cosas de oro, advirtiéndole que las esmeraldas estaban en el territorio de Tunja. Tenía el cacique de Bogotá cuatrocientas mujeres y era tan acatado de sus súbditos que, cuando escupía, se hincaban de rodillas sus caballeros y, con paños finos, blancos, limpiaban el suelo para que la tierra no tocara las cosas de tan gran príncipe. Después de pasada la tribu de Nemocón se vieron los españoles atacados por los indios, a los cuales venció Quesada en muchas ocasiones, desde 1536 a 1538, reduciendo, con su genio militar y su talento político y organizador, a los naturales del país, y obteniendo un triunfo definitivo en la batalla de Cajicá, donde quedaron derrotados los cipas de Cundinamarca y donde el hercúleo capitán Lázaro levantó por los cabellos al jefe indio, y esto fué lo que acabó de determinar el triunfo, porque los naturales se asombraron de que pudiera tocarse a su rey sin que muriera inmediatamente a manos de los dioses el atrevido mortal. Poco a poco se fué Quesada apoderando del territorio de los Chibchas, y pudo ver que en agricultura, y sobre todo en manifestaciones artísticas de escultura y cerámica, podían figurar a la cabeza de la civilización precolombina. Cuando se disponía a regresar a Santa Marta aparecieron los capitanes Federmann y Belalcázar, que concurrían, allí casualmente en busca del Dorado, como veremos después. Vino Quesada a España a solicitar las concesiones ordinarias de los conquistadores, y después de recibir frecuentes repulsas del Rey y del Consejo de, Indias por las acusaciones de que fué víctima, y casi desesperado de volver a su bello y rico país americano, recibió por fin las concesiones que esperaba, si bien con muchas limitaciones, y volvió a Nueva Granada, donde fué recibido con singulares muestras de simpatía y afecto. Corrigió los abusos de Juan Montaño, que en su ausencia se había excedido en sus atribuciones; envió a España preciosas esmeraldas, y marchó también tras el sueño del Dorado, en cuya expedición gastó su fortuna particular. Retirado a Suesca escribió su libro, hoy perdido, llamado Ratos de Suesca, y allí murió de la lepra cuando era casi octogenario, después de haber civilizado aquel reino, de haber fundado, entre otras ciudades, a Santa Fe de Bogotá, y de haber dado nombre de Nueva Granada a las tierras extensas y riquísimas que descubrió y colonizó con tantas y constantes pruebas de sabiduría y valor.
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Habían ayudado al conquistador en su empresa el valiente Juan de Céspedes y el bueno y abnegado Suárez Rondón, al que se debe la fundación de Tunja.
Amazonas
— Descubierto el río famoso por Vicente Yáñez Pinzón, fué explorado por el capitán de Gonzalo Pizarra, y por Francisco de Orellana, en 1540. Había salido éste a buscar mantenimientos de parte de su jefe por el río Napo. Fuese voluntariamente u obligado por las fuerzas de las corrientes, es lo cierto que con un mal bergantín fué a parar al Amazonas, y durante once meses, en 1541, exploró el inmenso río, conociendo por primera vez sus formidables dimensiones y recorrido. Contó luego en el Consejo de Indias las costumbres de los indios, las luchas de las guerreras amazonas, las peleas que tuvo que sostener con ellas y con los naturales; cómo quedó en estos combates tuertos, y los mil incidentes propios de una navegación tan rara, tan larga y tan llena de interesantes sucesos. En el siglo XVII el P. Cristóbal de Acuña, de la Compañía de Jesús, escribió su precioso libro de Descubrimiento del Amazonas, como resultado del recorrido que hizo el autor a través de todo el río, formando parte de la expedición del capitán Pedro Texeira, como dijimos en otra lección.
Venezuela — Este importantísimo país fué reconocido en 1498 por Cristóbal Colón. Después Ojeda y Vespucio encontraron una pequeña aldea lacustre que recordó al aventurero italiano la disposición de Venecia, con cuyo diminutivo se formó el nombre de la región: Venezuela. El Gobierno de España concertó con los Welser, alemanes, el arrendamiento de la colonia, desde el cabo de la Vela hasta Mazapacana, a excepción de las tierras cedidas a Juan de Ampués, fundador de la ciudad de Coro. El alemán Alfinger, en 1538, hizo una expedición en busca del mito de El Dorado. Maltrató a los indios burlando las leyes españolas y murió a manos de ellos en un combate. Spira, designado para sucederle, nombra su teniente a Federman. Tan locos andaban todos los aventureros tras El Dorado, que Federman, Jiménez de Quesada y Sebastián Belalcázar, por tres sitios distintos llegaron al mismo tiempo a una llanura de Bogotá. Los tres exploradores coincidían en aquellas tierras sin haberse puesto de acuerdo, atraídos por la leyenda de la ciudad de oro. No pelearon por la intervención de los frailes, que evitaron con su predicación el fratricidio. Fue entonces cuando algo desengañados del mito de oro, convinieron en dejar el país de Bogotá a la gobernación de Quesada. Ya se sabe ciertamente el origen de la leyenda. Los indios de una aldea de las montañas de Nueva Granada tenían la costumbre de untar el cuerpo desnudo de un cacique con una goma y espolvorearlo con oro molido. Se celebraba una procesión con esto hombre, y luego se bañaba en el lago, de donde salía libre de las influencias del oro.
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En el museo de Berlín se conserva un grupo escultórico tosco, de oro macizo, que figura una balsa sobre la que se agrupan diez figuritas con el asunto del “Hombre Dorado”, encontrado en Siecha, de Colombia. La noticia de esta costumbre de Nueva Granada corrió por toda América, desfigurándose su sentido y dando lugar a queden todas partes se formasen leyendas disparatadas sobre la existencia fabulosa de oro en distintos territorios americanos. He aquí que en el año 1546, por causa de los abusos cometidos por los alemanes buscando el oro de la leyenda, se les anuló el privilegio de gobernar la colonia venezolana. En pleno reinado de Don Felipe II seguían vivos los estímulos del cuento de El Dorado, y fueron varias las expediciones que se realizaron tras la imaginación del rico metal. La más importante empresa llevada a cabo con esté objetivo es la de Pedro de Urzúa, natural de Navarra. Salió de Lima en 1559, y después de grandes trabajos de construcciones de barcos, se pusieron en marcha, uniéndose a la expedición la bellísima viuda doña Inés de Atienza, que, enamorada de Urzúa, puso sus riquezas al servicio del negocio. En el rio Amazonas bajaron la desembocadura del Ucayali, donde les esperaba Juan de Vargas con canoas llenas de maíz. Fué nombrado Vargas teniente general; Fernando Guzmán, alférez, y a Lope de Aguirre, natural de Oñate, se le dió también un cargo en la expedición. En Machifaro, la heterogénea hueste (negros, indios y españoles) se amotinó y dieron muerte a Urzúa. Otros jefes estaban también enamorados de la bella viuda, y ésta fué una de las causas de la muerte del general, porque sus encelados capitanes pudieron con toda facilidad remover las bajas pasiones de la soldadesca viciosa. El director del golpe de mano fué Lope de Aguirre, a quien movían aún más bajos propósitos, pues llevaba en el corazón enroscada la sierpe de la traición a España. Los rebeldes, al grito de ¡viva el Rey, que muerto es el tirano!, hicieron desaparecer a todas las personas que les estorbaban, dando muerte también a Juan de Vargas y apoderándose del campamento y de los barcos. Lope de Aguirre, libre de estorbos, se declara en franca rebeldía contra el rey de España y, abandonando la empresa de El Dorado, decide volver al Perú para proclamar allí el objetivo de sus traiciones. Es decir, que la exploración que había nacido por la codicia del oro se convertía ahora, por la soberbia, en un pecado cien veces peor, en un delito repugnante. (El doctor Colombino, al llegar a este punto de sus explicaciones, hace constar la tristeza que le produce el hecho de que el bandido Lope de Aguirre sea un continuador del nefasto pensamiento que, en un instante de debilidad, oscureció la vida de Gonzalo Pizarro; porque el doctor cree, y cree bien, que éste era un hombre valeroso y noble de corazón, caído por accidente en Ia desgracia de la rebeldía contra España, y éste otro, Aguirre, es un alma de criminal a quien no puede en modo alguno ponerse al lado del hombre que supo pelear por su patria bravamente, cuando estaba libre del tristísimo deseo que le afeó para siempre la vida.) Aguirre proclama rey del Perú a D. Fernando de Guzmán, enamoradísimo de doña Inés.
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Este disfrutó poco de su ridículo reinado, porque el criminal no para en esto y asesina a doña Inés, al inexperto Guzmán y a numerosos marañones (los expedicionarios eran así llamados). Salió del río y, ya en mar libre, se dispuso a apoderarse de Panamá y Nombre de Dios, para hacer una flota, adueñarse del Perú y proclamar allí a la dinastía de los marañones. Los oidores de la Audiencia de la Española, advertidos de la insurrección, reunieron fuerzas. Los naturales de los sitios por donde iba pasando levantaban a la gente contra él, y las deserciones de su hueste le dejaron solo. Viéndose abandonado y perdido, asesinó a su propia hija Elvira, que le acompañaba, para no dejarla en el mundo, y entonces se entregó ni manos de sus marañones, que le cortaron la cabeza. Es curiosa la carta que envió a Felipe II cuando se declaró en rebeldía: “Tú no irás al Cielo... Por no poder sufrir a tus oidores y ministros, he salido de hecho, con mis compañeros, de tu obediencia, y creo en tus perdones menos que en los libros de Martín Lutero. A Dios hago solemne voto yo y mis doscientos arcabuceros marañones, conquistadores hijosdalgos, de no te dejar ministro tuyo a vida...”
Concluye la carta, que es toda ella un monumento de soberbia, con estas palabras:
“Hijo de fieles vasallos tuyos en tierra vascongada, y yo, rebelde hasta la muerte por tu ingratitud. — Lope de Aguirre, el Peregrino.”
Descubrimiento y colonización del Plata. — Los descubridores y colonizadores españoles tienen en esta época, como es natural, la preocupación de la América del Sur, y no descansan hasta no poner los ojos y los pies en las tierras australes. El ilustre lebrijano Juan Díaz de Solís, partiendo del cabo de San Agustín, emprende una larga expedición hacia las costas americanas del sur el año 1512, renovando el propósito de los portugueses, con Américo Vespucio, de buscar una salida hacia las islas de las Molucas y la Especiería. Costeó setecientas leguas hasta que encontró un caudalosísimo río, que los guaraníes llamaban Paranaguarín (Río Grande). Solís le llamó Mar Dulce. Con cargamento de añil regresó a España y pidió al regente Don Fernando la gobernación de los territorios aquellos. Concedida la petición, armó en Lepe (Huelva) tres carabelas y emprendió de nuevo su viaje en 1515. Como la primera vez fué bien recibido, al llegar ahora a tierra del mar Dulce, lleno de confianza saltó a la playa en un batel con cincuenta hombres. De improviso cayó sobre los españoles un gran tropel de indios y no quedó un solo cristiano con vida. Los de los barcos, impotentes d cobardes, no supieron impedir el asesinato, ni, lo que es peor, el horrible espectáculo de canibalismo, porque todos los españoles fueron devorados por aquellos salvajes. El benemérito Solís, que ya había hecho otras expediciones americanas conquistando fama de gran explorador, pone ahora, al empezar su gobernación, una imponente nota dramática como final de su vida.
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Es que él, cómo casi todos los grandes, prestan sus vidas para formar con ellas una inmensa corona de espinas que hiere la, frente de la Patria, y que es, en los designios providenciales, una premisa necesaria de la gran obra, porque, hasta que no se pasa por el martirio de la pasión no vienen los días luminosos de la resurrección y el triunfo. Los expedicionarios volvieron a España, como dice un cronista, “corridos y gastados”. Sebastián Cabot, el año 1526, llegó con 150 españoles al mar de Solís y construyó un fuerte. En un bergantín, y bogando siempre contra la corriente, llegó, en 1526, a la desembocadura del Paraná en el Paraguay. Regresó al fuerte y estuvo dos años en constante peligro, pues los guaraníes no le dejaban en paz. Algunos indios más pacíficos le entregaron una cantidad grande de plata cogida en el rio. La mandó al emperador y se bautizó al río de Solís con el nombre de Río de la Plata. En el Paraná se encontró a Diego García de Moguer, explorando el Plata. El fuerte fue destruido en una ausencia de Cabot y asesinados la mayor parte de sus defensores. A pesar de que las catástrofes acompañaban a todas las expediciones al Plata, el genio nacional no cejaba en el empeño de colonizar aquellas tierras, y allá se fué D. Pedro de Mendoza, natural de Guadix, con catorce naos y dos mil quinientos hombres, que salieron de Sevilla en 1535. Llegados al Río de la Plata echaron los cimientos de la hoy formidable ciudad de Buenos Aires, o Santa María del Buen Aire. Mendoza envió a Domingo Martínez de Irala y a Juan de Ayolas para que buscasen por los ríos comunicación con el Perú. Ayolas subió con sus naves hasta Candelaria; dió los primeros pasos para fundar la Asunción, capital del Paraguay, que fué definitivamente levantada en 1537 por Martínez de Irala. Ayolas se apoderó de la capital de los guaraníes, o sea la ciudad india de Lamboré, y luego, internándose en el gran Chaco, pereció flechado por los indios. La pobreza de la primitiva Buenos Aires, y las perpetuas hostilidades de los indios, obligó a abandonarla, trasladándose el Gobierno a la Asunción. Álvaro Núñez Cabeza de Vaca, después de su famosa expedición en la América del Norte, fué nombrado por el rey gobernador de la colonia del Plata. Queriendo Conocer bien el país, hizo en 1541 una expedición por tierra a la Asunción, descubriendo en el camino muchas tribus de guaraníes que cultivaban la tierra y tenían animales domésticos. Hizo Álvaro Núñez muchas mejoras en la colonia: estableció relaciones entre el Paraguay y el Perú; prescribió la libertad de comercio y trabajo, y, dispuesto siempre a reprimir las libertades de los soldados conquistadores, favoreció tan extraordinariamente a los indios, que los colonos se apoderaron de su persona y le enviaron, cargado de cadenas, a España. Nunca se vió un escándalo tan grande y una tal desvergüenza, porque unos desaprensivos colonos, no queriendo cumplir las leyes de España relativas a los indios, se encanallaron hasta realizar este atropello con el ilustre colonizador español.
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Domingo Martínez de Irala, al que querían extraordinariamente los indios guaraníes, fué nombrado gobernador en 1555. Su gobierno es fecundo en obras buenas. Fundó escuelas, organizó cabildos y dió acertadas disposiciones para las encomiendas de los indios. A él se debe la fácil comunicación entre la cuenca del Plata y las mesetas del Perú, y sus enviados Rodríguez de Vergara y el capitán Chaves son, respectivamente, los fundadores de las ciudades de Ontiveros y de Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia. Por fin fueron dominados los indios del Plata, de los que se ha dicho que eran altos como jayanes y tan ligeros que, corriendo a pie, “toman a mano venados y viven ciento cincuenta años”. Todos los del Ríos comen carne humana y van desnudos. La tierra es fertilísima, porque Cabot sembró en septiembre cincuenta y dos granos y recogió en diciembre muchos miles. Hay serpientes de cascabel, muestras de plata, perlas y piedra; y los españoles, que han dominado el país, al parecer indominable, han subido ribera arriba, tanto, que muchos de ellos fueron al Potosí por estos ríos. Sigue la colonización del Plata en tiempos del rey Don Felipe II, y el oidor de la Audiencia de Charcas, Matienzo, que había nacido en la provincia de Burgos, insiste en la definitiva fundación de Buenos Aires y pide al rey que mande un capitán con 500 hombres para poblar a la fundada y no nacida ciudad. Fue nombrado D. Juan Ortiz de Zarate Adelantado del Plata, con derecho a nombrarse sucesor. Durante este tiempo se distinguió mucho en la colonia el alguacil mayor D. Juan de Garay, nacido en 1528 en Villalba de Burgos. Garay fué fundados de Santa Fe de la Vera Cruz, Ortiz de Zárate, admirador del talento de Garay, le nombró Justicia mayor de los territorios de Nueva Vizcaya, que se extendían desde el Paraná al Atlántico. Ortiz de Zárate tenía solo una hija, habida con Leonor Yupangui, de la familia de Manco Inca. Se llamaba doña Juana, y como se la creía heredera del Adelantamiento de su padre, tenía muchos pretendientes y muy importantes. Al morir el Adelantado expresó que le sucediera en el gobierno el que camine con su hija. Contra la voluntad del Virrey del Perú. D. Francisco de Toledo, la casó Garay con el noble licenciado D. Juan de Torres de Vera, que quedó de hecho Adelantado, y nombró a Garay Teniente gobernador, Justicia mayor y Capitán general del Plata. Durante su tenencia Garay fundó definitivamente la ciudad de Buenos Aires, 11 de junio de 1580, repartiendo entre sus compañeros los solares y tierras. Este hombre, realmente útil y colonizador de genio que tantos beneficios produjo en su capitanía del Plata, fue asesinado, como todos los suyos, por los indios querandíes, que no olvidaban nunca su secreta antipatía hacia los extranjeros invasores de su país. La conquista de Tucumán y Cuyo se realizó por los españoles desde Perú y Chile. Es también famosa la exploración de Diego Pacheco, que en 1565 llegó desde Santiago a la Asunción, y la de Jerónimo Cabrera, fundador de Córdoba, en la gobernación de Nueva Andalucía. Entre las obras buenas de Torres Vera figura la fundación de la ciudad de Corrientes.
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Exploraciones en los Estados Unidos — Veamos, aunque sea ligeramente, otras interesantes expediciones. Aunque muchas de ellas no tengan importancia cuantitativa, siempre la tienen moral, porque el mismo espíritu animaba a los grandes expedicionarios, conquistadores brillantísimos de naciones, que a los modestos exploradores. Muchas veces no llevaban éstos por delante más que su propina personas, pero iba en ellas el supremo interés de la Patria. Entre las expediciones para buscar un paso fácil al Pacífico se cuenta la de Alonso de Pineda (1519), que recorrió las costas de México y Estados Unidos por el Golfo. El Emperador concedió a Francisco de Garay, gobernador de la Jamaica y verdadero comitente de la expedición, el derecho a colonizar estos territorios. Desistió de la empresa cuando llegó a Pánuco y se encontraron allí los soldados de Cortés. Lucas Vázquez costeó 800 leguas y fundó en el cabo Fear (1536) la colonia de San Miguel; y el piloto Esteban Gómez, en busca de la comunicación de los dos mares, viajó desde el Labrador al cabo Cód. La Tierra de las Flores fue descubierta por el desgraciado explorador Juan Ponce de León. Este bravo hijo de San Servás conquistó la isla de Puerto Rico, y el año 1512 descubrió la Florida. Le concedieron honores y el título de Adelantado, y en 1521 volvió con tres buques a conquistar el país descubierto por él, siendo gravemente herido por los indígenas. Murió en Cuba, de resultas de aquellas heridas que le produjeran estos aborígenes de la península norteamericana, de los que puede decirse que manejaban el arco como nadie, pues se dió el caso de dos indios que desde dos sitios distintos atravesaron con sendas flechas el corazón a un caballo, disparando los dos a la vez. En la exploración de Pánfilo de Narváez (1526), autorizado para colonizar desde Méjico a la Florida por las costas, ocurrieron horribles sucesos narrados por el escritor y explorador de Jerez de la Frontera, Álvaro Núñez Cabeza de Vaca, que iba en la expedición. Este hombre, después de realizar a pie el formidable viaje a través de todo el continente americano, escribió su precioso libro llamado Naufragios y Comentarios. El Viernes Santo de 1528, Pánfilo de Narváez desembarcó en Tampa. De los 600 hombres que salieron de España quedaban al tocar la tierra de la Florida solamente 345. En aquel ingrato país les herían todas las desgracias, porque los indios les rodeaban en plan de guerra perpetua; el hambre producía sus estragos, y los pantanos hacían casi imposible las marchas. Tan debilitados se pusieron, que no hubo fuerzas físicas para llegar a su base naval, y después de duras penas pudieron tocar a un puerto de la costa, donde decidieron construir barcos para costear hasta Méjico. Cinco pequeños y toscos buques pudieron flotar. Las tormentas hicieron naufragar tres de ellos. Narváez pereció ahogado y los que se salvaron tomaron tierra en una playa tan desprovista de recursos, que estos pobres españoles se comieron los cadáveres de sus compañeros. Es horrible la situación, y admira ver a estos exploradores luchar de un modo desesperado con la muerte. ¡Oh primitiva geografía americana del Norte, qué cara cuestas a España y a qué
trágicas amarguras y desastres conduces a sus valientes hijos!
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Los norteamericanos de hoy se enternecen ante el espectáculo increíble de estos mártires de la civilización, y la juventud estudiosa de la gran República sabe que en los aborígenes de su país hicieron la roturación espiritual y material aquellos abnegados españoles a quienes proclama el mundo como los más generosos y humanos colonizadores de la Historia. Llegaron los esqueletos vivos de estos hombres a la isla del Mal Hado, que estaba a poniente del Misisipi. Los dos pobres barquillos habían atravesado la corriente dulce del padre de los ríos al penetrar en el mar. Eran los primeros ojos de hombres blancos que miraban las aguas del gran río americano. De la expedición quedaban sólo trece hombres, que desaparecieron muy pronto, unos por muerte y otros por pérdida. Todos perecieron, menos Andrés Dorantes de Béjar, Alonso del Castillo y el negro Estebanico, que andaban errabundos por la interminable tierra americana. Cabeza de Vaca marchó seis años sólo, de tribu en tribu, hambriento, enfermo muchas veces, teniendo, para que no lo mataran, que hacer de médico, de brujo y de esclavo. Cuenta las hambres que los mismos indios pasaban. Durante tres meses del año sólo tenían indigestos mariscos y agua muy mala. El resto del tiempo, bayas y raíces. Álvaro iba con los indios de un terreno a otro en busca de pobres alimentos. Cuando los indios hacían alguna cacería, cuenta el ilustre jerezano que él se consideraba muy feliz porque le encargaban de curtir las pieles secas y, con las raspaduras de las mismas, se preparaba suntuosos banquetes. En una de estas idas y venidas de sus misiones médicas vió este hombre por vez primera el bisonte. Enormes manadas pululaban por los bosques y praderas. Hoy sólo restan ejemplares en los jardines zoológicos y en el parque de Yellowstone (Estados Unidos). Dice así Álvaro Núñez, refiriéndose a las que luego llaman los españoles vacas corcovadas: “Yo las he visto tres veces, y comido de ellas, y paréceme que serán del tamaño de las de España. Tienen los cuernos pequeños como moriscas, y el pelo muy largo, merino, como una bernia; unas son pardillas y otras negras, y a mi parecer tienen mejor y más gruesa carne que las de aquí”. Reunido luego con sus tres compañeros, les enseñó el oficio de exorcista curandero, y dice que se admiraban ellos mismos, pues las curas que hacían eran verdaderos prodigios. No tiene nada de particular que así fuera, porque estos mártires eran creyentes sinceros y penitentes incomparables y tenían las grandes condiciones para que sobre ellos posara la gracia de Dios. Rodeados de toda clase de peligros y asechanzas, atacados de enfermedades, hambres y fríos y en perpetua esclavitud recorrieron estos cuatro españoles el territorio de Tejas hasta llegar cerca de Nueva Méjico. Entraron por los territorios mejicanos del Norte, alimentándoles los indios de las proximidades de Sonora con corazones de gamos, por lo que llamaron a esta tierra el “Pueblo de los Corazones”. El capitán Diego de Alcaraz, que deshonraba su cargo con hechos indignos, y fue castigado luego sorprendido en delito de esclavizar a los indios, no quería creer la estupenda exploración de estos hombres. Era algo imposible que no cabía en el círculo de las posibilidades humanas, pero estaban allí, en su presencia, los cuatro caminantes para demostrarlo prácticamente.
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En las oscilaciones de aquel marchar, el héroe Cabeza de Vaca aprendió la lengua de los indios y la geografía tal y como primitivamente y en aquellas condiciones podía saberse. Es un hecho cierto que de los 345 hombres de la exploración de Narváez, sólo cuatro llegaron al final, pero venían de un modo sorprendente: levantando las admiraciones de todos, y trayendo, con sus barbas crecidas y sus cabellos selváticos, con sus arrugas prematuras y canas de sufrimientos, con sus tristes experiencias y dolores, los más ilustres títulos de exploradores que jamás hubo en el mundo: todo el sur de los Estados Unidos, desde el Atlántico a Méjico, había recibido el bautismo de la civilización que estos hombres extraordinarios acababan de realizar. Hernando de Soto era pariente de Pedrarias, que lo llevó consigo en su expedición del Darién. Anduvo en Yucatán y Guatemala y ayudó eficazmente a Pizarro en la expedición peruana, de donde volvió rico. Casó con una hija del gobernador Pedrarias. Soto prestó, dinero a Carlos V, que le hizo gobernador de Cuba y Adelantado de la Florida. Desembarcó con setecientos hombres en la bahía del Espíritu Santo (Florida), en mayo de 1539, y volvió a tomar posesión de las lejanas tierras en nombre del Rey. Todos sus éxitos del Perú se convierten en desastres en la Florida. Después de dos años legendarios, por las luchas, peligros y adversidades sufridas, su hueste, ya bastante mermada, llegó al Misisipí en 1541 y lo cruzó en las proximidades de la hoy hermosa ciudad de Memphis. Soto, rico, desprovisto de ambiciones materiales, honra a su patria, porque cambia las comodidades de la vida pacífica por las tragedias y dolores de la exploración civilizadora. Pasado el gran río se sintió gravemente enfermo, muriendo el héroe español y siendo sepultado en el lecho del Misisipí, orgulloso de servir de ataúd y de tumba al que, lleno de todas las ansias del progreso, llevaba, antes que la espada de la conquista, la herramienta de la colonización, teniendo la fortuna, para completar su robusta personalidad histórica, de morir en el empeño viril en que se debatía por todo el continente el alma generosa de España: El navegante asturiano Pedro Menéndez de Avilés fué designado en 1565, por Don Felipe II, Adelantado de la Florida, que correspondía al virreinato de Méjico. Menéndez de Avilés, con una flota importante, llegó a la Florida, desembarcando no sólo soldados y artillería, sino agricultores y obreros de muchos oficios, con todos los cuales organizó la vida de España en la península norteamericana. Los franceses corsarios, a la llegada de estos recursos españoles, huyeron, y se fundó a San Agustín, que es la más vieja ciudad de los Estados Unidos. Peleó con los calvinistas y corsarios, a los que derrotó por completo. Volvió a España el Adelantado, y el pirata francés Domenic de Gourgues, que venía haciendo el comercio infamante de la carne negra, se apoderó por sorpresa de San Mateo, pasando a cuchillo a todos los soldados españoles. Fué Menéndez hombre verdaderamente progresivo, pues al volver de España, no sólo se limitó a socorrer las guarniciones españolas, sino que, para atender a todos los fines de la colonización, favoreció a las misiones, que en el ejercicio de sus ministerios civilizadores encontraron muchos de sus miembros la muerte.
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Ayudó a las industrias agrícolas y desenvolvió los aspectos todos de la vida de las poblaciones. Muerto el ilustre asturiano, se abandonaron poco a poco todos aquellos fuertes militares, y toda aquella colonización se vino abajo, dominando mucho tiempo el territorio los piratas ingleses y franceses. Fray Marcos de Niza puede considerarse como el verdadero descubridor de Arizona y Nueva Méjico. Los religiosos son uno de los más grandes factores de la civilización en América. Con el breviario y la cruz hacen la conquista de las almas, más segura y eficaz que las dominaciones de la espada y los combates. Fray Marcos sirvió de guía a Francisco Vázquez Coronado, natural; de Salamanca, lleno de ambiciones de la gloria y la riqueza. Era gobernador de la provincia de Nueva-Galicia. Salió de Culiacán en 1540, y durante dos años su gente recorrió Nueva Méjico. Exploró los extraños pueblos de Mogui y el gran cañón del Colorado, que es una de las maravillas del planeta. En Bernalillo oyó hablar del mito de los Quiviras, que, según la fama, tenían una ciudad de oro. Coronado y sus hombres se esforzaron sacrificándose tras la imaginaria leyenda, sufriendo horribles privaciones, teniendo que defenderse de los indios a cada momento y regresando a Nueva España después de haber prestado un eminentísimo servicio a la geografía de los Estados Unidos. Cuando Coronado marchó a Nueva Méjico por vez primera, le acompañaron, a más de Fray Marcos de Niza, el benemérito Fray Juan de la Cruz, que evangelizó a los indios pueblos, y luego, por no abandonar su misión, aceptó voluntariamente el martirio; fray Luis Descalona, que muy anciano trabajó con los indios de Pecos y fue asesinado por los exorcistas indígenas; y fray Juan de Padilla, el mártir del Kansas, que era andaluz y hombre de grande resistencia física. El P. Padilla había tenido muy buenos cargos religiosos en Méjico, y todo lo abandonó para entregarse en cuerpo y alma a la cristianización de los salvajes del ignorado norte. Fue con Coronado a las siete ciudades de Cíbola a través del desierto, y fue de los primeros europeos que vieron la elevada ciudad de Acoma y el gran pueblo de Pecos. Al salir Coronado en busca del oro de Quiviras, fray Padilla le acompañó. Sufrieron horrores al atravesar el desierto durante ciento cuatro días de marchas imponentes, sin agua apenas, y a pie. No encontrando más que contrariedades, retrocedieron a Bernalillo, pero ya el fraile había determinado que su campo de acción eran los indios sioux, salvajes, que vivían en las llanuras en un plan completamente primitivo. Cuando los españoles se retiraron de Nuevo Méjico, el P. Padilla quedó allí y con él estaba el soldado Andrés Docampo y cuatro indios mejicanos. En el año 1542 salió la pequeña hueste de Bernalillo para andarse mil millas. Pasaron por Pecos, algo del Colorado y atravesaron el estado de Kansas hasta llegar a los indios Quiviras. En la gran cruz de madera que había plantado Coronado estableció su misión fray Padilla. Para evangelizar a unos indios nómadas salieron nuestros hombres y fueron sorprendidos por una tribu homicida. Fray Juan recomendó a Andrés Docampo y a los cuatro indios que se marchasen y lo dejaran a él solo, porque era inútil que se sacrificaran todos. Los compañeros no quisieron abandonarle, pero el fraile había decidido morir en la evangelización y convenciólos con cariño.
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Los indios le alcanzaron y dieron muerte con sus flechas, mientras el mártir, de rodillas, con una cruz en la mano, pedía a Dios la civilización de aquellas tribus. Docampo y los indios anduvieron hasta nueve años perdidos en la inmensidad del continente, sufriendo los dolores de la esclavitud y todas las inclemencias naturales. Convertidos en esqueletos llegaron a Tampico, después de haber recorrido más de veinte mil millas y de haber prestado un servicio inapreciable a la exploración española en el Norte de América. En tiempos más posteriores, ya en las postrimerías del siglo XVI Cristóbal Oñate continúa las expediciones a Nueva Méjico. Con su reducida hueste de cuatrocientos hombres recorrió siete tribus de indios que le recibieron en paz. Entonces el colonizador español levantó la segunda ciudad de los Estados Unidos, San Miguel de los Españoles. Oñate a más de mil millas de distancia de la civilización siguió recorriendo los territorios americanos del norte y estuvo en la ciudad empinada de Acoma, donde le tenían los indios pueblos preparada una encerrona para matarle. Tuvo la suerte de no caer en la trampa. Siguió su expedición, y Juan de Zaldívar, teniente de Oñate, llegó solo con treinta hombres al pie de la estratégica ciudad de los acantilados. Los indios le invitaron cariñosamente a visitarla y él llevó la mitad de su fuerza arriba, y cuando admiraban las cosas maravillosas de Acoma, el jefe de la tribu dio la voz de guerra. Fué una horrible y desigual batalla que en la tarde de aquel día tuvieron los pobres soldados de Zaldívar. Delante de cada español había un montón de cobrizos muertos, pero era imposible resistir y cayeron casi todos, entre ellos el bravo Juan de Zaldívar. Sólo pudieron escapar cinco, que no quisieron caer en manos de los indios y se arrojaron por el corte del acantilado, a una altura de más de cincuenta metros. Cayeron en un lecho de arena finísima reunida por los vientos en el fondo del precipicio. Uno se mató; los cuatro restantes, lesionados del terrible saltovuelo, se salvaron. Es increíble el hecho, pero está demostrado cumplidamente por la Historia. Los supervivientes decidieron repartirse por todo el país para avisar a los colonos españoles que se refugiaran en San Gabriel, pues les constaba que los indios pueblos, en número de treinta mil, iban a levantarse en guerra para exterminar a los españoles. Oñate se vió precisado a hacer algo extraordinario para impedir el levantamiento general de indios y concibió la idea absurda de tomar aquel peñasco inaccesible de Acoma, donde había unos cuatrocientos indios y donde vivían los jefes de la tribu. Un autor moderno ha dicho que era aquello como un Gibraltar en medio del continente americano. Vicente Zaldívar, hermano del asesinado Juan, pidió a Oñate, con la decisión viril que precede a todos los grandes acontecimientos, que le encargara a él, con setenta hombres, la toma de la fortaleza y que Oñate corriese a todas partes a proveer lo necesario para salvar a los pobres colonos de España, que tantas penalidades sufrían en la obra voluntaria que se habían impuesto por la patria. Zaldívar, como un loco quijote, se acerca a la muralla a intimar por tres veces a la ciudad que sé le rindiese en nombre del Rey de España. Es un espectáculo más inverosímil que el de todos los libros de caballería.
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La leyenda aquí va a quedar vencida por la realidad, porque esta obra de locos, o no es posible, o, si se realiza, tiene más vuelo fantástico que las creaciones de la poesía. Los indios se burlaron de él, arrojando desde los farallones una lluvia de proyectiles. Por la noche doce españoles, con un cañón pedrero, se habían metido en las grietas del acantilado, donde no podían verlos los indios. Subieron lenta, pesadamente, y luego, con cuerdas, tiraron del cañón, de modo que al salir el sol vieron sorprendidos los indígenas que en un torreón natural situado a pocos pasos de la muralla y separado de ella por un abismo, habían subido aquellos hombres águilas y en sus alas habían llevado las armas y un cañón. Al día siguiente, algunos soldados de Zaldívar tomaron una fuerte corteza de árbol con cuerdas en los extremos, y por la madrugada la amarraron desde el torreón del pedrero a las grietas de los farallones del murallón estableciéndose un puente, por donde, haciendo gimnasias, pasaron varios soldados; pero uno de ellos, con la excitación del peligro, tiró de la cuerda de la toza y el puente quedó roto y colgando del lado del murallón. Incomunicados diez españoles de enfrente, tenían que pelear con los indios y, desde luego, serian arrollados y muertos por la multitud de los enemigos. El momento fué de terrible inquietud. Entonces el capitán bachiller D. Gaspar Pérez de Villagrán, a quien Oñate quería mucho por su valor y sus letras, dió un salto increíble, lanzándose al abismo, y al otro lado pudo tomar la toza y empujarla hacia sus compañeros, quedando rehecho el puente, por donde pasó el resto de los atacantes. La maravillosa hazaña de Villagrán dejó atónitos a los de Acoma, y enardeció en tales términos a los soldados, que las águilas que volaron materialmente sobre aquellas cuerdas se convirtieron en leones y empezó una lucha cuerpo a cuerpo, inverosímil, legendaria. El resultado fué que los indios concluyeron por asustarse de aquellos hombres extraordinarios y abandonaron las murallas para refugiarse en sus casas, donde fueron batidos. El montón de cadáveres indígenas era horrible, y de los españoles no hubo uno sólo que no llevara para siempre en sus carnes un recuerdo de aquel formidable 24 de enero de 1599, que bien puede grabarse con letras de recordación perdurable, porque no sólo fué una maravilla la operación militar, sino que roto el centro de la conspiración que había de levantar a los indios pueblos de toda la región contra España, se cortó en su raíz el suceso y se salvó la civilización de Nuevo Méjico. Zaldívar ennobleció su victoria aún más, porque envió a las Monjas de Méjico ochenta muchachas de Acoma para que las educasen. Ya en el primer tercio del XVII el llamado Apóstol de Acoma, fray Juan Ramírez, fué sólo a evangelizar a la ciudad de las rocas. Los indios recibieron con flechas al misionero, pero éste, para defenderse, se guareció al pie del murallón natural. En aquel momento una niña pequeña que estaba en la muralla se cayó al abismo, y, como diera en la arena de un reborde de las grietas, no se hizo nada. Para los indios fué que se había estrellado. El P. Ramírez tomó a la niña en brazos y subió tranquilamente la escalera de piedra. Los indios, admirando el poder del misionero que les presentaba viva la que ellos creyeron muerta, se mostraron propicios para recibir el Evangelio, construyeron una gran iglesia y rindieron toda la vida al extraordinario P. Ramírez los más tiernos cariños de sus almas salvajes.
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Brasil
— El Brasil, descubierto, como sabemos, por Vicente Yáñez Pinzón, y luego por Álvarez Cabral, fué tomado en posesión por los portugueses, que enviaron allí sus gobernadores. Esta vasta extensión de tierras brasileñas forma una superficie tan grande como Europa. El primer colonizador, Alfonso de Sousa, en pleno siglo XVI, tuvo, como es natural, grandes dificultades, porque era imposible dejar sentir la influencia de la metrópoli en una región tan difícil y tan malsana, por sus inmensos bosques tropicales, hoy casi desconocidos por la civilización. Nombrado gobernador Tomás de Sousa, llegó al Brasil con siete jesuitas, que hicieron una verdadera labor de roturación. Los portugueses tuvieron que expulsar a la colonia calvinista francesa y fué más grande la guerra con los aymorés, que devastaron las colonias europeas. Men de Sáa fundo la ciudad de Río Janeiro, en la bahía de su nombre, que, por su configuración especial, por sus verdes bosques, limpias aguas y alturas llenas de un colorido incomparable, hacen de la bahía una de las grandes bellezas naturales del mundo. El P. José de Anchieta, jesuita, es el hombre más célebre del Brasil en e1 siglo XVI. Llegó a la colonia portuguesa con la expedición de Duarte da Costa. Tenía en España y Portugal este religioso fama de sabio y de santo. Un escritor portugués ha escrito, refiriéndose a la influencia de este padre en Brasil: “Fué el primer maestro de lengua “tupi” y el primer maestro de portugués para los indios. La acción de este hombre es todo caridad, y llega a tal grado su abnegación en este punto, que cuando los indios tamayos declararon la guerra a la colonia portuguesa, el Padre propuso a los indios entregarse personalmente en rehenes, para, de este modo, obligar a los portugueses a una obra de paz con los naturales. Los indios, ante el prestigio del P. Anchieta, aceptaron y se llevaron al misionero, que cumplió maravillosamente su apostolado de paz.” Este religioso era médico, obrero, teólogo, diplomático, maestro y santo; es una gloria de la gestión portuguesa en el Brasil. En tiempos de Felipe II, unida Portugal a España, respetó el Rey la organización colonial de los portugueses. La principal obra de España en el Brasil fue defenderlos constantemente de las ambiciones inglesas, francesas y holandesas, principalmente en tiempos de Felipe IV, que hubo que pelear bravamente contra la compañía de las Indias Occidentales de Holanda. Don Diego de Mendoza luchó defendiendo a Bahía y también costó la vida este sitio al general de los holandeses Van Dorth. Se organizó una gran escuadra y ejército en España y Portugal, y los holandeses tuvieron que abandonar el país, después de ser derrotados por los españoles. Vuelven luego y se apoderan de Pernambuco, después de siete años de luchas, en que actúa como excelente militar Matías de Alburquerque. La escuadra de España, mandada por el inmortal D. Antonio Oquendo, derrota por fin a la holandesa. Separada Portugal de España, quedaron también separadas de la gobernación los territorios brasileños, y ya fueron éstos administrados por autoridades portuguesas hasta la independencia del Brasil.
(Los alumnos han oído con gran atención y gustoso interés la conferencia del Doctor Colombino y le han aplaudido al final con entusiasmo).
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CONFERENCIA NOVENA Colonización — Ciudades — Consejo de Indias. Audiencias — Cabildos — Otros organismos. La Casa de Contratación de Sevilla — Virreyes — Capitanes generales, funcionarios y misioneros más ilustres en las disputas colonias.
Colonización (El doctor Colombino advierte, al empezar, la absoluta necesidad de reducir a términos muy elementales la extensísima materia de esta conferencia).
Dice el ilustre maestro:
— España mandaba sus hombres a América a poblar y no a guerrear. Se combatía cuando era absolutamente indispensable. Este fué el sentir de los reyes y el mandato constante de la ley; pero algunas veces los funcionarios venales no la quisieron cumplir, dando lugar a quejas de los indígenas y a protestas y a castigos de los reyes a los infractores. Si se tienen en cuenta la escasez de los medios de comunicación y la tardanza de los viajes interminables, se comprenderá que España no podía ejercer la patria potestad en América con la eficacia que la conciencia española demandaba. Unid a esto que los indios salvajes y semi-salvajes eran casi siempre hombres muy difíciles de gobernar, fáciles a la rebeldía y muy dados al crimen, y se comprenderá que los gobernadores españoles tuvieron muchas veces necesidad de reprimir los delitos públicos y privados con mano violenta. Queda, pues, una sola culpa, la de algunos malos gobernantes en América; pero esto es un mal común imputable a todas las naciones que tuvieron colonias. Ya lo hemos dicho: la ley, los reyes, el gobierno y las instituciones hispano-americanas querían, y mandaban siempre, el bien, la igualdad y la relación fraterna con los indios. Este es el verdadero punto de vista desde el que hay que mirar, para que se juzgue con acierto el carácter de la colonización española. Cristóbal Colón, como dije en otra conferencia, empezó a mandar a España indios esclavos para que trabajasen en los campos del reino. Esto se creía lícito en las sociedades del XV y XVI. No obstante, los Reyes Católicos salen al encuentro de Colón, como sabemos, y prohíben terminantemente la esclavitud de los indios. Puede afirmarse, sin temor de ser desmentidos, que al empezar el siglo XVI era España más generosa, más humana y más demócrata que las grandes naciones del siglo XX, que no saben mirar a sus colonos de razas inferiores con aquella santa igualdad que tenía para sus súbditos de color, en el nuevo continente, la nación descubridora.
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Decían las Ordenanzas: “Mandamos y cuanto podemos encargamos a los de nuestro Consejo de Indias que, pospuesto todo otro interés nuestro, tengan por principal cuidado las cosas de la conversión y doctrina, y, sobre todo, se desvelen y ocupen con todas sus fuerzas y entendimiento en proveer y poner ministros suficientes para ello, y todos los otros medios convenientes para que los indios y naturales se conviertan a Dios nuestro Señor, etc., etc.” Bellísima es la siguiente Ordenanza: “No se use la palabra conquista, porque no se trata de dominar pueblos, sino de poblarlos en paz y caridad”. Y en otras leyes de la gobernación de Indias, al hablarse de los españoles que van allí, se les dice pacificadores, pobladores, doctrineros, virreyes protectores de indios, etc.; jamás se habla de conquistadores, dominadores, ni de señorío, ni dominación. Y estas disposiciones no son un caso aislado para una sola y determinada época, sino que rige y se repiten constantemente durante más de tres siglos, lo que da un carácter único a la colonización española, criticada, calumniada, escarnecida por los protestantes y los políticos que no podían tolerar ni nuestras ideas, ni nuestra españolización americana; y así como había piratas ingleses, franceses y holandeses que iban a infestar las costas de nuestros dominios, tratando de robarnos lo que en perfecto derecho nos correspondía, había también piratas intelectuales que han pretendido robarle a España el prestigio de su obra inmortal. Lo mismo da, para estos efectos, llamarse John Hawkins y Drake, que Robertson y Prescott. El Padre Las Casas, como he dicho en otra ocasión, con sus protestas, que algunas veces eran fundadas, pero que por su caridad inflamada exageraba las ofensas que se hacían a los indios, escribió la “Destruición de Indias”, que ha sido una de las principales armas esgrimidas por los que hemos calificado con el justo nombre de piratas intelectuales. Carlos Pereira, en su precioso libro, de hierro por lo que labra, de oro por lo que vale y de luz por lo que ilumina, llamado “Las huellas de los Conquistadores”, refuta admirablemente, con un gran sentido de realidad histórica, las afirmaciones de Las Casas cuando cree la inocentada de que los españoles mataron en América a cuarenta millones de indios. Esto, empezó a correr como algo indiscutible... ¡Qué sorpresa tan grande nos hemos llevado cuando, siglos más tarde, sabemos ciertamente que en la América precolombina no hubo jamás cuarenta millones de habitantes! Es decir, que si hubiéramos dado muerte a cuarenta millones de hombres en la generación primera de España en América, que es la del padre Las Casas, habríamos hecho desaparecer para siempre hasta los vestigios de la raza cobriza. Y esto es tan absurdo, cuanto que el número de indios existentes hoy en América es infinitamente superior al que había en el momento colombino. La necesidad de la colonización impuso los repartimientos de indios entre los colonos del tiempo de la conquista. Pero esto, unas veces se prohibió y otras se atemperó a los términos razonables de las concesiones. Esos indios, repartidos, ganaban su jornal y había la obligación de tratarlos con toda humanidad y benevolencia. Las reducciones de indios surgieron de la necesidad de hacer vivir a los naturales en los mismos pueblos que los españoles.
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El indio tenía una tendencia irresistible al aislamiento de los extranjeros, apartándose de ellos, y para civilizarlos se les obligó a vivir en las llamadas reducciones, o sea en los mismos pueblos que los colonos. La milpa era la obligación impuesta a cada indio de cultivar en común tierras y árboles en beneficio general. Las encomiendas eran distritos entregados a los viejos colonos conquistadores, los cuales tenían derecho a exigir de sus encomenderos ciertas cargas y tributos y la obligación de defender a los señores. Era una especie de feudalismo. Estas encomiendas no quedaron del todo suprimidas, hasta el siglo XVIII. Las mitas eran el trabajo obligatorio, pero por turnos, en las minas y explotaciones agrícolas. La milpa, y la mita venían de la civilización precolombina, pero los españoles las modificaron favorablemente a los indígenas. El P. Las Casas, en la española, con un sentido ampliamente cristiano en esta cuestión de las encomiendas de indios, protesto contra ellas y vino a España a quejarse al Gobierno. El Cardenal Cisneros, bien informado, nombró un tribunal de tres frailes jerónimos, asesorados por Las Casas. Las facultades que llevaban los jerónimos, en cuanto al trato de indios, eran superiores a las de todas las autoridades de la isla y del continente. Llegado a América este nuevo tribunal, fué acusado por Las Casas porque no andaba, en una cuestión tan grave, con la velocidad que el protector de indios quería. El tribunal, ya bien informado, suplicó al rey la libertad absoluta de los indios cuyos encomenderos estaban ausentes, pues eran los más inhumanamente tratados; y “que se procure formar poblados de indios, y con ellos, un clérigo y una familia castellana que les muestren vivir en policía y tengan en todo paz y justicia”. Don Alonso de Zuazo ayudó a los frailes en esta labor. Luchaban con la pobreza de la isla Española y con la necesidad absoluta, que tenían los pobladores, de hombres que le ayudasen en las faenas del campo. Fué por esto por lo que cayeron estos frailes en el error a que le arrastraron las conveniencias de todos, de recomendar al gobierno de España que no había más que una manera de librar a los indios de repartimientos y encomiendas, y era ésta la importación de negros africanos, como lo hacían todas las naciones. Es decir, que para liberar a los indios se esclavizaba a los negros. Esta solución podrá parecer bien, puestos en el lugar de los gobernadores que debían considerar a los indios como si fueran súbditos de la metrópoli, pero a los ojos del derecho natural esto no es más que una vejación y un atropello. Claro que tiene esto la disculpa de que la universalidad del desafuero anestesiaba, en parte, la sensibilidad de la gente. Ya dijimos que en 1535 fué creado el Virreinato de Nueva España. En 1543 nació el de Perú. El de Nueva Granada (Colombia) se constituyó en 1739, y el del Plata quedó definitivamente formado en 1778. Los Virreinatos se dividían en Audiencias, gobiernos y capitanías generales, para la más completa y fácil administración de los pueblos. El virrey era elegido entre los nobles. Tenía una amplísima jurisdicción. En su territorio ejercía de capitán general o gobernador, presidiendo las Audiencias.
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Entendía en las causas de indios sumariamente, y también en las incohadas contra corregidores, alcaldes y otros funcionarios. Se apelaba de estas resoluciones del virrey a las Audiencias. Correspondía al virrey la provisión de los cargos civiles y eclesiásticos. Les estaba vedado especialmente el derecho de adquirir propiedades y labranzas, y se les sujetaba a juicio de residencia. Al cesar en sus funciones habían de hacer una relación completa del estado en que quedaba el virreinato. El cargo era de seis años. Los capitanes generales ejercían las mismas funciones que los virreyes donde éstos no radicaban. Muchas veces se han designado los capitanes generales con el nombre de gobernadores. Estos eran delegados de los virreyes en las cabezas de provincia. Se les llamaban también corregidores y alcaldes mayores.
Ciudades
Para fundar ciudades, que era uno de los fines principales de los objetivos de España en América, porque ésta es la manera práctica de realizar el pensamiento colonizador, se necesitaba que los pobladores fueran españoles. Se les señalaban solares y tierras y se les prometió el repartimiento de indios con tal que les tratasen bien. Si había minas se les concedía por diez años la explotación, pagando el quinto a la corona. A los pobladores se les daba derecho a llevar ganados, semillas y provisiones sin abonar derechos ni alcabalas y levantándosele la carga de todos los impuestos durante veinte años. Lo mismo los virreyes que los últimos colonos se distinguieron siempre por su afán fundador. Las leyes de Indias se ocupan de las condiciones que se necesitan para fundar ciudad: debía elegirse lugar sano, alto y abierto al Norte, con campos de labor, pastos, madera, etc. En la costa se prefieren las ensenadas y bahías que determinan un buen puerto. Si se trata de ciudad costeña, la plaza debe estar frente al embarcadero, si la ciudad es interior, debe ocupar la plaza el centro. Los cuatro lados de la plaza deben tener soportales que resguarden del sol y de la lluvia. Esta última simpática disposición se ha olvidado en España, donde las plazas antiguas van perdiendo carácter por no reconstruirse los soportales, que tanto color y comodidad proporcionan. Se preceptúa en las leyes sobre fundaciones que en los sitios fríos las calles deben ser anchas, y en los calientes, más estrechas. Se manda que la iglesia mayor esté aislada, sin edificios que la estorben. Si se trata de ciudad marítima, ha de levantarse la iglesia en sitio alto para ser vista desde grandes distancias en el mar, no sólo por lo que alegra a los navegantes, sino para que la cruz de sus torres sea bendecida desde muy lejos, confortando, cuanto antes, con la visión en lontananza del templo de Dios, las fuerzas espirituales, siempre deprimidas en los largos viajes de las lentas naves veleras. No se deben conceder en la plaza solares para particulares, pues hay que reservarlos para los edificios públicos y para los tratantes de negocios. Los hospitales de enfermedades no contagiosas deben tener también sitios especiales.
(Al llegar a este punto el doctor Colombino pinta en la pizarra unos gráficos de las ciudades principales fundadas por los españoles en América.)
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Desde la primera ciudad fundada por Cristóbal Colón en la española hasta la última importante, levantada en Cuba con el nombre de Cienfuegos, hay una sucesión de grandes urbes creadas por España, sin contar las pequeñas ciudades, que son innumerables. Todo esto supone un esfuerzo único y extraordinario, revelador del empeño decidido de extender su acción en el mundo nuevo con todas las eficacias que surgían de su genio cosmopolita. Estas ciudades forman una constelación interminable de nombres gloriosos, cada uno de los cuales constituye el orgullo de la raza. Si España se hundiera en los mares, no se perdería ni su personalidad ni su trabajo en el mundo, porque mientras existan las ciudades americanas, exactas reproducciones de la patria vieja, podrá recomponerse el árbol colonizador de la nación española, transportando tras los mares y retoñecido con más de veinte frondosísimas ramas, cada una de las cuales es una nación joven y progresiva.
Consejo de Indias
Ya en tiempos del Rey Católico funcionaba una especie de tribunal, precedente del verdadero Consejo de Indias, que nace en 1518 y acaba de ser definido antes que se concluya la primera mitad del siglo XVI. Este alto organismo de la vida hispanoamericana tenía la residencia en la corte, componiéndose de un presidente, un gran canciller, ocho consejeros, dos secretarios y multitud de curiales, relatores, contadores, un cronista mayor que debía ser cosmógrafo, un profesor de matemáticas y numerosos subalternos. Felipe II lo reformó en el sentido de que lo constituyesen sólo los hombres que hubieran servido en América con intachable conducta. Ejercía la suprema jurisdicción en lo político, eclesiástico, comercial, administrativo y asuntos civiles, siendo un tribunal de alzada contra las decisiones de los Virreyes, audiencias y Casa de Contratación de Sevilla. Intervenía, previa autorización del Rey, en dictar leyes, pragmáticas y ordenanzas; proponía al monarca los nombramientos civiles y religiosos; conocía de los juicios de residencia y examinaba las bulas pontificias antes de su promulgación en el nuevo continente. Organizaba las flotas que iban a América. Los acuerdos del Consejo debían aprobarse por las dos terceras partes de sus votos y tenían que ser consentidos por el rey. Son verdaderamente curiosas, en la parte relativa a su constitución, las leyes que exigen al Consejo saber la Historia y la Geografía de las Indias. El cosmógrafo debía formar cartas exactas; estudiar las derrotas y navegaciones a América, según los datos que les debían suministrar los pilotos; calcular los eclipses de luna y cuidar de que fueran escrupulosamente observados en Indias para deducir la situación precisa de las grandes ciudades americanas. Estaba obligado el cosmógrafo a dar cursos de Matemáticas, Navegación, Relojería, Cosmografía, etc. Este tribunal, que sirvió admirablemente el interés de España en sus colonias, tuvo, sin embargo, lunares en su historia, siendo conocidísimas las persecuciones y molestias que hubo de sufrir Hernán Cortés por parte del Consejero Fonseca, y la conducta, poco sujeta a justicia y equidad, con que el Consejo trató a los hermanos Pinzones, beneméritos de la Patria y de la Humanidad.
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Las Audiencias
— Compuestas de oidores o magistrados, tenían doble función, porque, de una parte, eran una Junta consultiva del virrey, y de otra, altos tribunales de justicia. Como recibían las apelaciones de las causas de los virreyes, hay que reconocer que su creación es un contrapeso de carácter legal y político, contra los abusos posibles del poder virreinal. Es una ingeniosa manera de indicar al virrey que hay un ojo inteligente que le mira y que sus decisiones deben ser dictadas según ley y conciencia, porque ante cualquier desafuero estaba abierta siempre la puerta para la rehabilitación del derecho. Las Audiencias americanas se crearon sobre los moldes de las Audiencias españolas de Valladolid y Granada. Todos los asuntos judiciales de importancia caían en el conocimiento y jurisdicción de este organismo, que, por otra parte, venía a entender en cuestiones financieras, eclesiásticas y fiscalizadoras en todos los órdenes. La Audiencia suplía al virrey en sus ausencias y enfermedades. Fué la primera creada entre las primitivas Audiencias en América la de Santo Domingo, a la que siguieron las de Méjico, Panamá, Lima, Quito, Santiago de Chile, etc.
Cabildos
— Aquel municipio castellano nacido al pie de la conquista del territorio que se arrancaba a la dominación agarena, fué enriquecido con todas las libertades y beneficios por la gratitud de los reyes, que pagaban así a los pueblos sus sacrificios de sangre y dinero, ofrecidos al monarca en las luchas seculares de la Reconquista. Llegaron a ser los municipios españoles el más esclarecido triunfo del derecho político en la Edad Media. Pues bien, estos Cabildos pasan el Atlántico y fué voluntad de los reyes que se establecieran en los territorios nuevos con todas las preeminencias, libertades y fueros que habían disfrutado en España. Era la vida municipal que llevábamos a Indias tan limpia de caciquismos y maleamientos, que la América nueva no creará, en derecho administrativo, nada que supere al Cabildo, tal como lo llevaron los españoles allá en el siglo XVI. Los Reyes Católicos, Don Carlos y, sobre todo, Felipe II tuvieron un empeño muy especial en que el Consejo de Indias igualara la legislación que había de darse a aquellos pueblos recién creados, con las leyes de Castilla y León. Los Cabildos estaban compuestos de alcaldes ordinarios; regidores, alcaldes de Hermandades, alféreces, procuradores, alguaciles, etc. Conocían estos organismos de todos los asuntos que afectaban a la vida municipal: obras públicas, tasas, policía, régimen de industrias, beneficencia, ornato, higiene, buenas costumbres y demás asuntos propios del municipio. Dos de sus regidores tenían funciones muy parecidas a los jueces actuales de primera instancia, porque la separación de los poderes administrativo y judicial es una obra realizada en los tiempos modernos. Era frecuente que los descubridores y conquistadores eligieran alcalde y Cabildo.
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Hay multitud de estos casos, siendo de notar que en la fundación de Santiago de los Caballeros, en Guatemala, fué nombrado alcalde el simpático y veraz historiador de la conquista de Méjico, Bernal Díaz del Castillo. En las grandes ciudades había doce regidores, y seis en las pequeñas. Los dos alcaldes ordinarios se elegían por sorteo entre cinco hombres propuestos por el Cabildo, el gobernador y los regidores. El funesto sistema de vender y arrendar los cargos municipales, tan frecuente durante todo el siglo XVII, no fué un mal que España causó deliberadamente a sus colonias, porque en la propia nación española se hacía esto mismo, por entenderse entonces lo más conveniente; si bien hay que reconocer que esa costumbre europea rompía, al menos en la designación de personas que habían de desempeñar los cargos, las buenas prácticas de los tiempos primeros. Tenían los cabildos autonomía administrativa, limitada por los gobernadores, y cuando ocurrían casos graves el Cabildo convocaba a las personas más salientes de la ciudad para proveer mejor en las circunstancias excepcionales. Se llamó esto Cabildo abierto, pero impropiamente, porque el verdadero Concejo abierto español tuvo más libertad, más independencia y más extensas y definidas actuaciones.
Otros organismos — Muchas veces se reunieron asambleas de colonos y vecinos representantes de los distritos, para tratar y resolver cuestiones que en realidad necesitaban la aprobación del Consejo de Indias y del Rey. Estas Cortes fueron reunidas más de cuarenta veces en los siglos XVI y XVII, y tuvieron eficacia sus acuerdos, porque, reservados estos organismos para cuestiones urgentes y graves, se constituían cuando realmente hacía falta, y esto hizo que los reyes lo tomaran casi siempre en consideración. Igualmente concedieron los reyes a todos los ciudadanos de América el derecho a enviar a la corte comisionados o personeros que expusieran sus quejas contra las altas autoridades de las colonias, cerca de los Reyes o del Concejo de Indias. Existieron en la colonización tribunales eclesiásticos, dependientes de los obispos, pero dentro de la jurisdicción de las Audiencias. Hubo también organismos que entendían en asuntos de comercio y minería, muy parecidos a los actuales consulados, que funcionaron con muchas limitaciones. Merecen citarse otros organismos que representan verdaderas excepciones dentro del régimen común, v. g., la administración de Venezuela por la Compañía Guipuzcoana; las reducciones, en que se respetó, aunque muy limitada, la jurisdicción del curaca o cacique; y las misiones de los PP. Jesuitas, establecidas principalmente en California, Tucumán y otras regiones, sobresaliendo las famosas comunidades del Paraguay. Son dignos de recordación los contadores, tesoreros, veedores, factores, escribanos, etc., oficiales todos de la Hacienda, cuyas atribuciones eran tan independientes, que muchas veces podían oponerse a la propia autoridad del gobernador. Conforme a las leyes de la metrópoli, los presupuestos debían hacerse de tal modo, que cada región pagara sus necesidades. Los sobrantes de alguna colonia extensa y muy rica, como Nueva España, solían aplicarse a cubrir las más apremiantes necesidades de aquellas que, por ser más pobres, estaban en déficit.
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La Casa de Contratación de Sevilla
— Al principio se ordenó por los Reyes Católicos que no se cobrase impuesto ni gravamen alguno sobre las cosas precisas que iban a América para la colonización. A medida que se agrandaban los descubrimientos se fueron creando más relaciones mercantiles. Surgieron las grandes ferias de Méjico, por el estilo de las que se celebraban en España. Las ferias tenían lugar cada cinco años, y en los intervalos, grandes caravanas de mercaderes y mercaderías iban de ciudad en ciudad satisfaciendo las necesidades de los pueblos. España enviaba a América todas sus producciones naturales, y es de notar que al lado de ellas iban también las obras artístico-religiosas. Así consta, v. g., que Bartolomé Esteban Murillo, todavía joven, enviaba tablas y lienzos con asuntos místicos, en cantidad, y lo mismo que él hacían todos los pintores y escultores de la escuela sevillana. El comercio se celebraba también entre Filipinas y Méjico por el puerto de Acapulco, en el Pacífico, con limitaciones de tiempo y lugares, así como el que se realizaba entre las distintas regiones de América, que sufría las mismas limitaciones. Desde los primeros días de la colonización, en el año de 1503, crearon los Reyes Católicos la que llega a ser famosa Casa de Contratación de Sevilla. Al principio, todos los navíos que vinieran de América habían de atracar en Cádiz. Luego se creó, con la Casa de Contratación, el monopolio que obligaba a los mercaderes a embarcar y desembarcar en Sevilla, así en la ida como en la vuelta de Indias. Se hizo, pues, de la ciudad andaluza, el más importante centro de España en las relaciones con el nuevo mundo, y por Sevilla corría la riqueza de un modo extraordinario. Se eligió a Sevilla porque allí estaba de antiguo la sede del Almirantazgo de Castilla y su tribunal, y además por la fama que tenía su famosa Escuela o Universidad de Mareantes. Todas las manifestaciones de la vida mercantil eran intervenidas en su relación con América. Así ha podido decirse por un autor que la Casa de Contratación era, al mismo tiempo que un ministerio de comercio, un tribunal mercantil, pues conocía de todas las causas y asuntos de los expedicionarios americanos y españoles desde que éstos ponían el pie en los barcos hasta que desembarcaban. Hasta la creación de las Audiencias y el Consejo de Indias, la Casa de Contratación realizaba los objetivos de aquellas instituciones. Se instaló la Casa de Contratación en las Atarazanas, y más tarde se mudó al Alcázar sevillano. Los cargos eran: tesorero, factor y escribano. Para estos cargos fueron elegidos, primeramente, Sancho Matienzo, Francisco Pinedo y Ximeno de Bribiesca, respectivamente. Es una causa de legítimo orgullo para España, crear, en los primeros años del siglo XVI, este organismo, que no sólo puso orden y disciplina en la relación mercantil con las Indias, sino que también dió a este instituto un carácter marcadamente científico.
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Es decir, que la ciencia teórica de Salamanca, de Valladolid, de Toledo, de Sevilla y de Barcelona, va a encarnar prácticamente en astronomía, cosmografía, cartas náuticas y, en general, en todo lo aplicable a navegaciones y progreso geográfico, porque España estaba obligada, después del descubrimiento, a realizar cuanto fuese humanamente posible para facilitar los viajes, base forzosa de la colonización. El glorioso oficio de Piloto Mayor de la Casa de Contratación de Sevilla es una necesidad, y un triunfo al mismo tiempo, porque el cargo produce una verdadera pléyade de admirables navegantes. Era natural que así ocurriera en la Contratación de Sevilla, donde eran maestros Juan de la Cosa, Américo Vespucio, Vicente Yáñez Pinzón, Juan Díaz de Solís y Andrés Morales, cada uno de cuyos hombres es una garantía de que en España se sabía prácticamente todo lo necesario para las navegaciones de altura, pues los grandes maestros de la náutica y la cartografía eran precisamente los directores de este ramo esencial en el funcionamiento del gran centro sevillano. Esta Casa de Contratación, por sí sola, bastaría para contestar a los que afirman que el carácter de la civilización española es teórico y, más que nada, literario y teológico. Además de esos títulos honrosísimos de la cultura nacional, España ha escrito su nombre más alto que nadie en materias de conveniencias prácticas de la Humanidad, porque si no fuera bastante el redondear el planeta, siendo por ello la verdadera madre de la geografía práctica en el mundo; ni fuera tampoco suficiente la manera como lleva a la práctica la colonización americana, bastaría, para redimirla de la imputación de nuestros enemigos, que éstos estudiaran todo el desenvolvimiento científico-práctico que la Casa de Contratación lleva consigo, y no en proporciones pequeñas y pasajeras, sino en la extensión abrumadora a que le obligaba sus relaciones con el inmenso continente americano. España es un gigante que tiene necesidad de llevar en sus brazos un mundo, no para dejarlo caer en el suelo haciéndolo pedazos, sino para cuidarlo, limpiarlo y perfeccionarlo, metiendo en su obra las ideas, la fuerza, la sangre y la vida.
(Los alumnos han hecho una calurosa ovación al Doctor Colombino, que ama a España con amor y con justicia). Esta prosperidad sevillana tiene una torre para recibir el oro, otra para recibir la plata (Torre del Oro y Torre de la Plata), Casa de Moneda, Aduana importantísima y Casa Lonja, donde hoy radica, en vez de la antigua vida de los negocios, el magnífico, gloriosísimo Archivo de Indias, que es, sin duda, el Registro civil de las naciones americanas, porque en él están los documentos de las vidas de todas ellas. La prosperidad sevillana empezó a derrumbarse cuando, en el siglo XVII, se trasladó la Casa de Contratación a Cádiz. Los barcos iban al principio individualmente a América, pero desde que los piratas ingleses, holandeses y franceses se dedicaron a destruir la obra de civilización que España levantara con titánicos esfuerzos, hubo necesidad de autorizar estas expediciones, no por barcos, sino por flotas para obtener la seguridad de las expediciones.
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Claro que, si se hubiera prestado atención al desenvolvimiento de la marina de guerra, ya se hubieran abstenido de sus crímenes los ladrones del mar; pero esto no se hizo, y no hubo más remedio que recurrir a las flotas, que eran una seguridad cierta, pero, a su vez, un obstáculo poderoso al engrandecimiento mercantil. Al final del siglo XVI hubo flotas de más de ochenta naves, como las pilotadas por Miguel de Eraso y por Diego de Rivera. Luego, cuando se desenvuelve la marina de guerra, preparado el instrumento de defensa, ya no es necesaria la antigua manera de viajar, y la Pragmática de Comercio de 12 de octubre de 1778, de Carlos III, permitió el cambio libre de mercaderías entre toda España y América. Con esto, y con la baja de los aranceles, se dió a las relaciones mercantiles hispano-americanas una vida que no pude tener antes, porque España necesitó, en sus tiempos primeros, no sólo vivir y llevar adelante la vida de su obra, sino que hubo de gastar todas sus energías en defenderse de los extraños, que con sus desafueros ponían una enorme cortapisa a la civilización del mundo.
Virreyes y funcionarios más ilustres en Nueva España
— Conviene advertir que no hemos de citar en esta conferencia a los gobernantes ilustres ya mencionados en las lecciones anteriores, salvo alguna excepción. Aparte del título de Visorrey de Indias, que llevó Cristóbal Colón, el primer verdadero virrey de territorio determinado fue D. Antonio de Mendoza, en Nueva España (desde 1535 a 1550), que tenía, entre sus parientes, a los marqueses de Mondéjar y al tantas veces ilustre en las letras españolas D. Diego Hurtado de Mendoza. El aristocrático virrey recibió de los reyes una lista de verdaderas reformas en materia del buen trato a los indios, sobre tributos, cargos públicos, sueldos de funcionarios, fundación de ciudades, obras-públicas y cultura en general del extenso y rico territorio. Don Antonio de Mendoza, fiel a las instrucciones recibidas, realizó el programa y lo aumentó con felices iniciativas. Mejoró las defensas de Méjico y Veracruz y la comunicación de ambas ciudades, para facilitar la gran vía mercantil que unía a la capital con el Golfo. Llevó al territorio caña de azúcar, moreras, sarmientos y toda clase de ganados de España, que se iban extendiendo rápidamente por las colonias americanas. Este gobernante singular comprendió la grandeza que llevaba consigo la fusión de la raza cobriza con la blanca, y promovió, cuanto le fué posible, la celebración de matrimonios hispano-americanos. Llevó de España a su gobierno oficiales peritos en sederías y paños, vidrios, fraguas, hierros, monedas y armas. Se preocupó constantemente de la conservación de los montes. Fué, sin duda, el más noble de sus trabajos el que empleó en mejorar la condición de los cobrizos, para lo que fundó el colegio de Santiago Tlaltelolco, servido por franciscanos para dar educación a los indios. Si los indios quedaban en libertad, no había quien los hiciera trabajar. Era de seculares y arraigadísimas costumbres que el trabajo lo hiciera la mujer, y ellos, los varones, se dedicaban a la guerra. Ahora bien, como los encomenderos obligaban al trabajo, si bien éste fuera remunerado, el indio tenía siempre una interior protesta contra la civilización que le obligaba a ganar el pan con el sudor de su frente.
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Hubo insurrecciones con alguna frecuencia, y en tiempos de este virrey surgió la revolución de los indios de Nueva Galicia, capitaneados por el cacique Xochitepec. En las guerras para dominar la revuelta murió el Gobernador Pérez de la Torre. Cristóbal de Oñate intervino, y también el capitán general de Guatemala, D. Pedro de Alvarado, que perdió la vida en esta campaña. El virrey en persona, con un ejército bien organizado, llegó a los países de la rebeldía y venció a miles de indios, y al volver victoriosamente fundó la ciudad de Valladolid, en el valle de Guayángarco. En tiempos de este virrey se llevó a cabo también la expedición de Francisco Gómez Coronado a las siete ciudades de Cíbola, que, aunque mercantilmente no produjo beneficios, fue, sin embargo, un paso admirable en la Geografía de los Estados Unidos. Faltaba a este virrey una ocasión para demostrar el grado heroico de sus virtudes, y ésta se presentó, desgraciadamente, con una terrible pestilencia que diezmó a los habitantes de Méjico. Para él, durante la epidemia, no hubo descanso ni un solo momento. Después de tomar todas las medidas de carácter público, se dedicó personalmente con una gran valentía y encendido amor de caridad, a cuidar de que se respetasen las leyes sanitarias y a asistir en muchas ocasiones con solicitud paternal a los apestados. Méjico estaba maravillado de su virrey. Era éste una verdadera gloria de España en las lejanas tierras del Anáhuac. Pero merece especialísima mención el hecho de haber llevado este virrey a Méjico la primera imprenta que hubo en América. Este feliz acontecimiento se llevó a cabo de acuerdo con el Obispo Zumárraga. La Escuela Mística de San Juan Clímaco se publicó en la capital mejicana el mismo año del establecimiento en la colonia del maravilloso invento de Gutenberg. El virrey dió pruebas de singular prudencia en sus difíciles relaciones con Hernán Cortés, porque, prohibido a éste el gobierno de lo civil, y actuando sólo en asuntos militares, surgían a cada momento conflictos de competencia que produjeron disgustos frecuentes, y que sólo podían terminar bien por las dotes de Mendoza, capaz de comprender y tolerar los destemplados nervios del Conquistador en los últimos años de su estancia en Cuernavaca. Por fin, el 1550 pasó D. Antonio de Mendoza a gobernar Perú, dejando en Nueva España una memoria feliz de su reinado. Enalteció su cargo con una aureola de grandes prestigios, como correspondía al ilustre apellido de los Mendoza y a la gloria de la madre Patria. Otro virrey de Nueva España, que debe ser conocido por los escolares españoles y americanos, es don Luis de Velasco, que temó posesión de su cargo en el año de 1550. De acuerdo con el Gobierno de España, decidió este gobernante conceder la libertad a los indios que trabajaban en las explotaciones mineras. Los dueños de las minas burlaban las leyes del régimen de trabajo en ellas y el buen cuido a que estaban obligados para con los naturales. Mil veces fueron reconvenidos y castigados, y estaba ya la copa llena hasta los bordes cuando la decisión del glorioso D. Luis de Velasco acabó con el abuso tradicional, recobrando la libertad 150.000 indios, cada uno de los cuales fue una ardorosa palabra viva de gratitud para el virrey; donde quiera que se presentaban se hacían lenguas del gran gobernante.
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Pero este hombre, conocedor del problema y sabiendo la resistencia del indio a trabajar, para apartar del país las fatales derivaciones de tantos miles de hombres en holganza, organizó la colocación de los naturales en oficios y trabajos corrientes. Es decir, que este buen virrey puso en práctica, en relación con los indígenas, dos de los más sanos principios de la política de los pueblos: la libertad y el trabajo. El Emperador Carlos V había creado la Universidad de Méjico, y la inauguración no tuvo lugar hasta el 25 de febrero de 1553, siendo nombrado rector Rodríguez de Quesada, oidor de la Audiencia. Todos los conocimientos de las Universidades españolas se enseñaban en Méjico, y es verdaderamente digno de los más grandes elogios el Emperador, que, inmediatamente que se concluye la conquista, se ocupa, de la creación de un centro que había de llevar a las tierras nuevas todas las esencias del pensamiento español. Reproducida la peste de años anteriores, Velasco hizo prodigios de caridad. El pueblo adoraba al virrey; sobre todo, los indios, que le distinguían con singulares muestras de afecto y admiración. Los encomenderos y dueños de minas, como hombres que sabían trabajar bajo tierra, fueron socavando el terreno al virrey, y, cuando más tranquilo estaba el ilustre Velasco en el ejercicio de su cargo, se vió sorprendido por la presencia de una inspección que desde España enviaba el gobierno, a causa de las insistentes denuncias presentadas contra él. Se vió tratado con injusticia el glorioso político, pues el licenciado Valderrama, que dirigía la inspección, se puso innoblemente de parte de los encomenderos. Don Luis de Velasco, ya bastante anciano y delicado, no pudo resistir que vinieran a destruir de un solo golpe su obra de cristiana civilización y progreso, y murió de pesadumbre. A su muerte ocurrió una de las cosas más notables que se han visto jamás. Todos los mejicanos, españoles, criollos, mestizos, mulatos y negros de Nueva España, todos, sin excepción, vistieron luto por el hombre bueno, lleno de todas las grandezas de la raza. Padre de la Patria le proclamaron todos, y su cadáver fué conducido en hombros de cuatro obispos. Murió pobre y con deudas. Su vida y su fortuna fueron enteras para sus gobernados; por eso he querido hacer constar su glorioso gobierno como uno de los más brillantes de la colonización española. En pleno siglo XVII, entre otros ilustres virreyes, merece singular recordación aquel bonísimo fray Enrique de Rivera, Arzobispo de Méjico. Todos esperaban un gobierno extraordinario, dadas las virtudes del prelado, por las que le aplaudía toda la inmensa colonia. Supo cumplir con España enviando los tributos correspondientes del gobierno y la corona. Llevó a cabo grandes obras públicas, concluyendo el palacio del gobierno, construyendo puentes, urbanizando ciudades y acabando el camino del santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, patrona de Méjico. En su tiempo se acuñó moneda de oro, progresó la colonización de Nueva Méjico y se hicieron expediciones a California.
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Este hombre admirable, cuando consideró concluida su misión, repartió todos sus bienes entre los pobres y la Iglesia de Méjico, renunció a todos sus cargos y honores y volvió a España, donde se encerró en un monasterio y acabó silenciosamente sus días. En el siglo XVIII son notables los virreyes Marqués de la Sonora y Gálvez, que intervinieron en la Independencia de los Estados Unidos. El Conde de Revillagigedo tuvo que afrontar la situación creada por los grandes terremotos y hambres que asolaron a Méjico durante su virreinato, pudiendo salir adelante por la ayuda que le prestaron los ricos, y muy especialmente las Comunidades religiosas, que desbordaron su caridad sobre multitud de pueblos materialmente barridos por la miseria y la desolación.
Funcionarios y misioneros ilustres en Nueva España y Nuevo Méjico — Ya dije, en una de las conferencias anteriores, que fray Juan de Zumárraga había sido nombrado primer obispo de Méjico. Se distinguió este extraordinario religioso por su amor a los indios, obligando a la Audiencia y al gobierno de España a tomar disposiciones favorables a los aborígenes. El obispo Zumárraga llevó consigo a América plantas, animales y hombres útiles de todas las industrias. Restauró y embelleció la iglesia Mayor, fundó el hospital de San Juan de Dios para los bubosos, levantó el notable colegio de Santa Cruz, en Tlatelolco, en el que hombres como fray Bernardino de Sahagún se distinguieron en la educación de los indios. Otros muchos religiosos y misioneros secundaron la obra redentora de Zumárraga, como fray Martin de Valencia, Pedro de Valencia, Pedro de Gante y fray Tomás Berlanga. Son también singulares las actuaciones de fray Alonso de la Veracruz, que fué el primer bibliotecario de Méjico, y fundó en Michoacán una casa de estudios donde se educaron personajes notables en la historia de la colonización. Pero es en Nueva Méjico, Arizona y California donde los misioneros hacen verdaderos prodigios. Se distinguen muy especialmente en este período los jesuitas, franciscanos y dominicos. Ya hemos hecho mención de la gestión sublime de fray Marcos de Niza, del mártir del Kansas, Padilla, y de fray Ramírez. Cien años antes de que se constituyeran los Estados Unidos habían levantado los misioneros españoles más de cincuenta templos en otras tantas tribus de Nueva Méjico. Es verdaderamente prodigioso el espíritu de estos cultivadores y roturadores de almas de indígenas, que en la soledad de los bosques, en las llanuras de desiertos inclementes, en el frío de las montañas y en el total desamparo de la civilización, a mil millas del progreso, sin aplausos ni espectadores, son héroes silenciosos perfectamente incomprensibles si no obraran por motivos de orden sobrenatural. Ninguno de los modernos exploradores de África ha sufrido las inclemencias de estos solitarios sembradores de ideas.
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Cuando el fraile llegaba desde Méjico a Nueva Méjico, en Santa Fe se le designaba dirección y apostolado, y el hombre del sacrificio recorría a pie centenares de millas, casi siempre solo, venciendo a la naturaleza, dominando hambres y ayunos increíbles que los desiertos del oeste americano le ofrecían, a más de la sed, porque en los terribles arenales no había agua; y cuando salía triunfante — caso improbable, porque los esqueletos de los mártires de la civilización blanqueaban muchas veces en las dunas de las interminables soledades, — cuando se triunfaba de todo esto, empezaba la lucha terrible con los indios, siendo recibido con flechas y, desde luego, salvo raras excepciones, con la esclavitud y los más crueles tratamientos. Había que aprender la lengua india y luego empezaba la labor maravillosa de ir venciendo santamente, con una paciencia mártir en cada hora, las brutalidades de la idolatría, de las costumbres y de la vida de aquellos dificilísimos salvajes. Luego, puestos en inteligencia, empezaba la labor contra aquellos insaciables dioses que no se hartaban de sangre humana, para poner, finalmente, en sus teocalli, en vez del cuchillo de pedernal y la copa de los corazones sangrientos, la cruz de Jesucristo, que llevaba entre sus aspas martirizadoras los albores del nuevo día de la civilización.
(Los alumnos han aplaudido con entusiasmo cuando el Doctor Colombino les ha pedido un aplauso para los mártires misioneros, interesantísimos factores de la españolización de las Indias).
Conviene no olvidar que la labor de estos hombres no era sólo catequista, sino que al mismo tiempo contribuyeron a aumentar el caudal de los conocimientos humanos, pues aunque alguien haya dicho con perfecta ignorancia que se trataba de buenos e ignorantes frailes, es preciso consignar que había entre ellos los más extraordinarios historiadores y geógrafos, entre los cuales recuerdo a Mendieta, Motolinia, Sahagún, Torquemada y tantos otros, en cuyos libros aprendieron los norteamericanos de hoy su verdadera historia de ayer. Los jesuitas hicieron grandes trabajos de geografía y apostolado en Nueva Méjico y California, al final del siglo XVII y durante el XVIII, como puede verse por los trabajos del P. Damián Masanet. El geógrafo P. Kino recorrió totalmente la península californiana ayudado por los padres Salvatierra y Ugarte, que durante esas expediciones crearon en 1698 el pueblo de Loreto. Los indios californianos se insurreccionaron, haciendo mártires, entre otros, al bonísimo P. Tamaral. El virrey de Méjico castigó duramente la insurrección, lo que permitió a los Padres seguir su apostolado e investigaciones científicas. Cuando los jesuitas fueron arrojados de España y de América por el rey Carlos III, todas las misiones del noroeste quedaron a cargo de los dominicos y franciscanos, y muy especialmente del P. Junípero Serra, natural de Mallorca, que los norteamericanos honran hoy inmortalizándole en hermoso monumento, levantado en California, para premiar los servicios civilizadores prestados por el ilustre hijo de San Francisco en la obra de las misiones y en la fundadación de ciudades.
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Virreyes y funcionarios ilustres en el virreinato del Perú o Nueva Castilla — Del primer virrey Blasco Núñez de Vela, al que correspondía ser presidente de la Audiencia de Lima y podía presidir también todas las del Virreinato, hemos hablado ya en la conferencia del Perú. Entre los virreyes más notables se cuenta el Marqués de Cañete, que envió contra los araucanos a su hijo Don García, y dirigió su actividad a todos los órdenes de la vida, porque desde la expedición de Ladrillero al estrecho de Magallanes, hasta la de Pedro de Urzúa tras el mito de El Dorado, y desde las reformas urbanas hasta el famoso Registro que llevaba de todos los españoles establecidos en el Perú, no hubo un solo ramo de la administración en que este virrey extraordinario no pusiese con maestría la mano. Pero, en honor de la verdad, el más grande de todos aquellos virreyes, el verdadero organizador de la inmensa colonia que gobernó de 1569 a 1581, fue D. francisco de Toledo, segundón de los Condes de Oropesa. Felipe II no transigía con la forma encubierta de la esclavitud que los repartimientos llevaban consigo, pero tampoco quería repetir la guerra civil del tiempo de Núñez Vela, al herir los intereses de los españoles, y por eso instó mucho cerca del virrey para que tratara con prudencia y energía esta cuestión. Don Francisco de Toledo tasó el trabajo de los indios; mandó que los jornales se entregasen directamente a los obreros, sin que intervinieran en este los caciques; creó un juez especial para los aborígenes, determinando los impuestos que debían pagar a sus jefes y encomenderos. Este ilustre hombre de gobierno reglamentó el trabajo de la mita en todos sus aspectos, y muy especialmente en las explotaciones agrícolas y textiles, de tal manera, que el amo había de proporcionar le necesario para vestidos, medicinas y sustento, pagaba el tributo al Estado, y, por su parte, los indios cultivaban la porción de tierra que se les señalaba. De este modo el virrey quiso atraer indios de las minas a los demás oficios, y especialmente a la agricultura. Toledo visitó todos sus dominios y vió por sí mismo el estado real de las cuestiones políticas y administrativas del Perú. Tenía, pues, el más perfecto conocimiento de las cosas peruanas, y fue tanta su sabiduría en este particular, que se le ha llamado el Solón de los Andes. Los virreyes que le siguieron, con verdadera sinceridad llegaron a reconocer que D. Francisco era realmente el maestro de todos ellos, y la fuente donde debían buscar los gobernadores las aguas puras del verdadero derecho del Perú. Su famoso libro de Tasas y sus Ordenanzas, que se leían en los Cabildos una vez al año, son la recopilación de todas las cosas útiles que debían conocer y hacer las autoridades de la colonia. Reorganizó los municipios por regiones, poniendo un gobernador en cada Confederación municipal. Creó la sala del Crimen, con cuatro alcaldes, en la Audiencia de Lima. Estableció la real y pontificia Universidad de San Marcos, cuyo primer rector fue el médico Meneses. Purificó el sistema de impuestos de tal modo, que Perú llegó a ser una verdadera mina para la corona de Castilla. Los viejos indios decían de Toledo que la tierra jamás se administró como entonces, porque desde los tiempos del bueno Túpac Yupanqui, inca, no se había gobernado tan bien. Fundó muchas ciudades, entre otras, la villa Rica de Oropesa, en el valle minero de Huancavelica.
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Este hombre, merecedor de todos los respetos, admiraciones y aplausos, gobernaba con absoluto beneplácito del rey, y para que se vea hasta dónde los reyes de España, y singularmente Felipe II, se preocupaban de los indígenas americanos y de que la colonización fuese una obra de paz y de progreso, basta que apuntemos la causa que produjo en el ánimo del hijo de Carlos V el rompimiento con el gran virrey americano. Vivía en Vilcabamba un descendiente de los antiguos incas, llamado Túpac-Amaru. Vilcabamba se había convertido en una cueva de ladrones. Para concluir con esta ladronera, y de paso obtener la sumisión completa de Túpac-Amaru, el virrey entró en tratos con el inca, y cuando aquél se disponía a realizar lo acordado, de improviso se interceptaron los caminos que conducían a la ciudad, se rompen los puentes y se hacen todos los atropellos anunciadores de una insurrección o levantamiento general de indios. Don Martín Loyola; con doscientos hombres, se apoderó de improviso del inca, que, sometido a proceso, fué condenado a muerte. Hay muchos historiadores que proclaman la inocencia del indio; pero es lo cierto que el tribunal que lo juzgó hubo de condenarle a muerte por incurso en el delito de alta traición. Pues bien, cuando D. Francisco de Toledo acabó su virreinato, al presentarse al rey, esperando de este la felicitación por sus servicios, Felipe II le dijo severamente:
“Idos a vuestra casa, que no os mande yo al Perú para matar reyes, sino para servirlos.”
No cabe duda que, abandonando prejuicios y desentendiéndose de las preocupaciones partidistas, no se da un solo paso en la historia de España en América que no revele la altísima nobleza de la colonización. En el siglo XVII desfilan virreyes buenos, como el Príncipe de Esquilache, creador de la tertulia literaria en el palacio del Gobierno, que fue una especie de Academia del buen gusto. Estas tertulias eran la demostración del aprecio a las letras que España había inculcado a los habitantes de las colonias. Merece citarse el Conde de Salvatierra, que hizo muchos trabajos para la colonización del Amazonas; y, ya en el siglo XVIII, el Marqués de Casteldosrius y D. Diego Ladrón de Guevara, Obispo de Quito, se han de consignar por haberse seriamente preocupado de la organización progresiva del país. En tiempos de D. Agustín de Jáuregui (1780 a 1784) se produjo la revolución de los indios. El cacique de Tungasuca José Gabriel se decía descendiente de TúpacAmaru, el muerto por D. Francisco de Toledo. José Gabriel había sido educado por los jesuitas y el gobierno lo había honrado con el título de Marqués de Oropesa. El corregidor de Tinta, Arriaga, era odiado por la multitud a causa de la forma descompuesta y agresiva de cobrar los impuestos. El descendiente de Amaru, invitó a comer al corregidor, le apresó en la comida y haciéndole firmar una convocatoria de todo el pueblo, se reunió éste en la plaza pública, y José Gabriel, en presencia de todos, ahorcó al odioso Arriaga. Costó la vida a muchos españoles esta rebeldía. Fueron de las primeras víctimas 500 soldados muertos entre las llamas mientras dormían descuidados en la iglesia de Quispicanchis. En Bellavista murieron, a manos de los enfurecidos indios, millares de indefensos ciudadanos de todos sexos y edades, y hubo ciudades, como Caracota, donde un arroyo de sangre corría por las calles. Los revoltosos no querían dejar con vida ni a los blancos, ni a los que con ellos tuvieron relación.
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Túpac-Amaru quería levantar todo el país y proclamar el viejo imperio de los incas. Trabajaba para atraerse a los criollos (españoles nacidos en América); pero, desatada la tempestad, los indios atropellaban los templos y sagrarios, y entonces los curas de todos los pueblos se lanzaron a la guerra, y esto perdió a José Gabriel, porque, aparte de algunas victorias parciales al principio, se encontró a toda la España de América indignada contra él por los crímenes de sus indios, y fué derrotado y condenado a muerte, con su mujer, Micaela Bastidas, que conspiró fogosamente contra los españoles. Siguieron peleando contra España Nina Catarí y el cacique Túpac Inca; pero fueron derrotados y acabaron, por fin, aquellas sangrientas jornadas, indicadoras de que en el alma del indio hay siempre un rescoldo bajo las cenizas de su selvática libertad, capaz, cuando le sopla viento favorable, de producir los más grandes incendios. El virreinato del Conde de Superunda (reinado de Fernando VI), así como el de Guirior y el de Amat, son notables: el primero, por las medidas de sabia administración, orientadas a corregir los abusos de carácter público; el segundo, por la creación del ejército colonial, del que formaron parte los jóvenes más notables del Perú; y el último, porque empezó la cultura de los aborígenes chanchos, mejoró los hospitales de Lima, trabajó eficazmente por el apogeo de la Universidad, y creó cátedras de ciencias naturales, físicas y matemáticas.
Nueva Granada
— El primer gobernador del reino de Nueva Granada fué D. Luís Fernández de Lugo, mozo divertido, al cual hubo necesidad de llamarlo a cuentas en juicio de residencia. Entre los hombres del siglo XVI, sobresale el primer presidente, D. Andrés Díaz Venero, al que se daba en el país el glorioso título de Padre de la Patria. Su nombre va unido a multitud de innumerables mejoras de Colombia, y durante su presidencia se fundaron ciudades como Leiva, Toro y Ocaña; se explotaron minas de oro y plata, se protegió a la agricultura y al comercio y se erigieron más de cuatrocientas iglesias, cada una de las cuales llevaba casi siempre aneja una escuela elemental. Los indígenas deben a este presidente medidas interesantes para defenderlos y mejorarlos. Debe, pues, ser considerado este hombre como uno de los grandes civilizadores de la América del Sur, porque la influencia de sus obras se hicieron extensivas a los países que habían de comprender más adelante el Virreinato de Nueva Granada. Gobernaron durante dos siglos los presidentes y oidores de la Audiencia fundada en 1550, sometidos al virreinato del Perú. Definitivamente se creó en el año de 1740 el Virreinato de Nueva Granada, al que se agregó la gobernación de Quito. Don Sebastián Eslava fué el primer virrey. Al año de ser gobernador se presentó en Cartagena el almirante inglés Vernon, con una grande escuadra y miles de soldados. Don Blas de Lezo organizó la defensa con tres mil hombres, y fueron suficientes, porque el número fué sustituido por el patriotismo de las tropas y la pericia y valor del admirable caudillo.
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El virrey llevó a cabo grandes reformas materiales, como el trazado de importantes caminos, siendo muy notable el de Girón a Pedral, entre otros. Interesante virrey fué también D. Pedro Messía de la Cerda, que por medio de buenos caminos unió a Santa Fé de Bogotá con Tunja, Pampolona, Cúcuta, Mérida, Caracas y Maracaibo. A él se deben numerosos puentes y viaductos, y ayudó, con todos los medios de que disponía, a la expedición científica del naturalista Mutis.
Venezuela
— Juan de Villegas, gobernador ilustre de Venezuela, entre otras cosas beneficiosas para el país, supo encontrar las minas de San Felipe y fundó a Nueva Segovia (1552). El más grande colonizador es el mestizo Francisco Fajardo, hijo de un español y de la india doña Isabel. Para los tratos con los indios tenía Fajardo la ventaja de conocer el idioma y ser, por la familia de su madre, muy querido entre los naturales, a los que había de civilizar. Los gobernadores Gutiérrez de la Peña y Collado le ayudaron sucesivamente en su empresa, si bien Collado le persiguió por error, rectificando luego su conducta con el gran mestizo. Durante el gobierno de Collado realizó heroicas hazañas, peleando con los indígenas, el extremeño de Mérida Juan Rodríguez Suárez, que ayudó a Fajardo en las obras públicas y explotaciones mineras, muriendo gloriosamente, con seis compañeros suyos, rodeados de un ejército de indios que repartieron su cuerpo como trofeos horribles de la victoria. Fajardo fundó la Puebla del Rosario y San Francisco de Caracas, al que el gobernador Ponce de León pondrá luego el nombre de Santiago León de Caracas (1567), que fué la capital del gobierno de Venezuela. El popular Francisco Fajardo murió asesinado por el gobernador de Cumaná, que, envidioso de su gloria, le invitó a su casa y le dió muerte, alevosa. Los colonos de la Margarita, irritados con la muerte de su querido jefe, juraron vengarle y no pararon hasta que cayó muerto a sus manos el asesino del gran colonizador. Don Pedro Ponce de León, alcaide de Conil y de las Almadrabas de Cádiz, fué nombrado gobernador de Venezuela y recibió del monarca la orden de dominar a los caracas, que parecían tan irreductibles como los araucanos. El cacique Guaicaipuro era el caudillo de aquellos indómitos naturales. Ponce de León envió contra él a Diego de Lozadi, guerrero inteligente y lleno de maestrías en las peleas con los indios, y después de nombrar patrono a San Sebastián, que fué martirizado con flechas, llegó por fin a los territorios indios y se vieron cara a cara los dos ejércitos. Al grito de ¡Santiago! atacaron los jinetes españoles a la muchedumbre de valientes caracas, logrando, después de enormes esfuerzos, romper sus filas. Luego, tras un día de sangrientas acometidas consiguieron los españoles la victoria.
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Guaicaipuro convocó a todas las naciones indias, pero Losada les iba rompiendo magistralmente sus combinaciones hasta que logró encerrar al cacique en una cabaña, y allí, viéndose éste perdido, para no entregarse vivo a los españoles se arrojó a las lanzas de los soldados, dando con su muerte un espectáculo tan horrible, como con las sangrientas salvajadas de su vida de bárbaras ferocidades y valentías. Venezuela, que fué durante dos siglos gobernación, ascendió a capitanía general en 1777. Al principio fué Coro la capital, y luego se trasladó a Caracas. Esta colonia no se desarrolla bien en el aspecto de la vida material hasta que la Compañía Guipuzcoana de Caracas, creada en 25 de septiembre de 1728, bajo el nombre de San Ignacio de Loyola, con residencia en San Sebastián, celebró un contrato con la corona para explotar el comercio de Venezuela con España. Cargamentos de cueros, café, sustancias colorantes, cacao, etc., iban de América a España, y España enviaba mercaderías peninsulares, normalizándose un importante comercio, admirablemente organizado por las condiciones de inteligencia y laboriosidad de los vascos. Los agricultores venezolanos se opusieron muchas veces a las imposiciones de compras de la Compañía, y hubo conspiraciones y serias dificultades vencidas por la prudencia del Capitán General, D. Luis Castellanos. Cuando más tarde se declaró libre el comercio, perdido el monopolio desapareció la importante sociedad vasca.
Quito
— En el antiguo reino de Quito, que ahora forma parte del virreinato de Nueva Granada, es muy interesante la visita hecha al Ecuador por los ilustres marinos D. Jorge Juan y D. Antonio Ulloa, que en exploración científica llegaron allí con varios sabios franceses. La obra que escribieron luego los marinos españoles es uno de los documentos más notables para los que quieran conocer a fondo la colonización española.
Gobernadores ilustres de Chile
— Ya hemos visto al Chile de la exploración y la conquista; basta añadir que duró hasta bien entrado el siglo XVII la terrible guerra de los araucanos, con los que hubieron de pelear todos los Adelantados. Aunque Carlos V había dado a Chile el nombre de reino, realmente fue un gobierno. El gobernador debía asesorarse de la Audiencia de Santiago. Pertenecía al Virreinato del Perú. Entre los gobernadores de Chile, brilla en el siglo XVIII el tantas veces ilustre Conde de Superunda, que gobernó el país de 1735 a 45, haciendo una radical transformación del territorio. Hizo ocupar muchas tierras incultas, dedicándolas a siembras, en vez del único aprovechamiento de la ganadería que hasta entonces habían tenido. Esto creó un gran número de pequeños propietarios, que fue la base del desenvolvimiento agricultor del país. La creación de pequeñas haciendas o chacras de tierras dio, a su vez, origen a innumerables ciudades chilenas: San Fernando, Melipilla, Aconcagua, Los Ángeles, Copiapó, etc.
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Este gobernador crea la universidad de Santiago, levanta la casa de la moneda, construye el canal de Maipoo y se ocupa con todo cariño de la población de las islas de Juan Fernández, para lo que concedió privilegios y derechos a sus pobladores sobre tierras y tributos. También merece especial memoria el gobernador Guill y Gonzaga, que hizo una extraordinaria labor municipal en Santiago. Construyó edificios públicos, dotó a la capital de una traída de aguas, erigió hermosas fuentes, higienizó calles y plazas y, movido de caridad, mandó construir, en el camino de Cuyo a Chile, casas de refugio para que se amparasen en ellas los viajeros en el invierno. No puede dejar de citarse a O’Higgins, hombre inteligente cuyo gobierno se caracteriza por la supresión de las encomiendas y el servicio obligatorio de los indios. Hizo trabajos interesantes para extender por el país el tabaco y la caña de azúcar, habiendo conseguido excelentes cosechas de algodón. Hasta la época de la independencia tuvo Chile excelentes gobernadores españoles, sembradores en el país de un amor grande a España, que hoy más que nunca tiene constantes manifestaciones.
La colonia del Sacramento. Hombres ilustres. — Separada Portugal de España en tiempos de Felipe IV, los portugueses del Brasil se apoderaron, en la ribera septentrional del Plata, de una extensión de terreno y empezaron a construir la llamada Colonia del Sacramento, en 1680. Toda la difícil cuestión que dura desde aquella fecha hasta 1778, es decir, un siglo entero de discusión y luchas entre portugueses y españoles, era alentada por Inglaterra, a la que convenía tener en el Plata una aliada tan importante como Portugal, contra España. Los hombres que más se distinguieron en estas luchas fueron D. José de Garro, gobernador de Buenos Aires, que echó a los portugueses de la colonia; D. Alonso de Valdés Inclán también los volvió a echar brillantemente en 1705. La guerra de Sucesión en España obligó a ésta, por causa de los compromisos nacidos en la discordia nacional, a respetar a los portugueses, que se instalaron nuevamente en la Colonia. Siguen negociaciones interminables, y en tiempos de Carlos III se dan órdenes al gobernador Ceballos para que tome la Colonia, como efectivamente la toma, tras lucidos combates. La diplomacia obligó a España a restituir nuevamente la Colonia a Portugal.
Virreinato del Plata. Hombres ilustres.
— En 10 de agosto de 1776 se encomendó por Carlos III a D. Pedro de Ceballos, primer virrey, emprender una acción militar decisiva que concluyera de una vez con la disputa del Sacramento. Ceballos reunió un buen ejército y derrotó al gobernador portugués José de Rocha, que entregó la plaza y Colonia, arreglándose luego diplomáticamente por el Tratado definitivo esta cuestión. Según lo pactado, Portugal se retiraba del Plata y España cedía las provincias brasileñas de Santa Catalina y Río Grande. Portugal entregaba también a España Fernando Póo y Annobón, en el golfo de Guinea. Así terminó la encunadísima cuestión de la Colonia del Sacramento.
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Después de la batalla de Trafalgar (1805), Inglaterra hizo un desembarco en Buenos Aires, de 1.000 hombres, al mando de Beresford. El virrey Sobremonte huyó cobardemente, pero el patriotismo de los bonaerenses y la presencia del marino D, Santiago Liniers, en el Tigre, levanta los ánimos. La juventud argentina y española acude con gran entusiasmo al lado de Liniers; Puyredón, con fuerzas de apoyo, se le incorpora, y es tal la embestida, que los ingleses que no mueren quedan prisioneros. Liniers, el glorioso libertador, fue nombrado virrey. El primer obispo de Tucumán, P. Vitoria, encargó a los jesuitas de las misiones del Plata, en el siglo XVI. Se repartieron desde el principio los jesuitas los territorios con el sistema de “reducciones”, de las cuales las más interesantes son las verdaderamente asombrosas del Paraguay, que al mediar el siglo XVIII contaba con treinta organizaciones en las que estaban comprendidas más de cien mil personas. El Padre Superior tenía su silla en Candelaria, y a su vez dependía del Padre Provincial, residente en Córdoba del Tucumán. Dirigían cada reducción dos padres, el cura y el teniente cura. Habla un consejo, formado por indios, que administraban bajo la inspección del párroco. No se permitía la existencia de elementos extraños. Era sólo una obra para los aborígenes. El régimen económico era mixto de comunismo y de propiedad individual. Algunos campos se cultivaban en común, y sus cosechas de maíz, legumbres, frutos, algodones y ganados servían para mantener a las mujeres viudas, abandonadas y ancianas, y para alimentar a los presos y a los impedidos. Pero las familias tenían toda una propiedad particular (chacras), en que se cultivaba lo necesario para que pudieran vivir honestamente los miembros de la misma. Existieron todos los oficios menos sastres y zapateros, pues todos se hacían sus trajes y calzados. Las mujeres hilaban y los hombres tejían. La alimentación era abundante, y el trabajo, de seis horas. La educación religiosa, esmerada, y las escuelas eran suficientes para la población escolar. Aprendían todos los conocimientos elementales, siendo de notar que la música, la danza y el canto formaban parte muy principal de la educación. Puede decirse que llegaron a ser los indios del Paraguay sometidos al régimen de los PP. Jesuitas, los hombres más instruidos, ricos y felices de América. ¿Quiénes son los padres que se, distinguen? Todos. Con ellos se forma una sola persona, y ese inmenso misionero podemos ponerlo a nuestra consideración para rendirle el más fervoroso homenaje de nuestras admiraciones. Cuando fueron expulsados los jesuitas de España se derrumbó la obra colosal del Paraguay, que ha sido considerada, por la crítica moderna, como el triunfo más grande que en la vida práctica ha realizado jamás el derecho público en nuestra civilización.
Uruguay — Gobernantes
— El gobernante más grande del territorio del Uruguay fué el glorioso D. Bruno Mauricio de Zavala, que desempeñó la gobernación del Río de la Plata. Llevó a cabo Zavala varias expediciones militares, que concluyeron por reducir y vencer al corsario francés Moreau. En ellas se distinguió el bizarro D. Blas de Lezo.
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Intervino el gran gobernante en los asuntos de la colonia del Sacramento con gran acierto, y empezó la fundación de la hermosísima ciudad de Montevideo el 20 de enero de 1726. Es famoso también el gobernador propio, D. Antonio Olaguer Feliú, que fundó a fin del siglo XVIII la villa Mercedes y fomentó extraordinariamente la construcción del puerto de Maldonado.
Bolivia Formó parte este territorio del Perú, y del Virreinato del Plata, más tarde. El primer español que penetró en el Chucuito fué fray Tomás de San Martín, religioso dominico que luego fué ascendido a la dignidad episcopal. Los hermanos de Francisco Pizarro conquistaron este país, venciendo, tras numerosos y sangrientos combates, al guerrero indio, feroz cacique, Tiorinaceo. El capitán de Pizarro Perausurez fundó a Chuquisaca. La Paz fué levantada por La Gasea. El capitán de D, Francisco de Toledo, Jerónimo de Osorio, fundó a Cochabamba. Un indio había descubierto las minas de Potosí y Juan de Villarroel, en posesión del secreto, empezó la explotación de las mismas. Bolivia siguió en todo la suerte del Perú, y la región de Chuquisaca se agregó posteriormente al Virreinato del Plata.
Cuba — Gobernadores, Capitanes generales, etc.
— Sabido son, porque hice mención de ellos en otra conferencia, los principios de la colonización española en la perla de las Antillas. La isla florecía con la fundación de bellas ciudades creadas en el siglo XVI, de las que hicimos mención en la conferencia correspondiente. El ilustre gobernador D. Francisco de Luján es notable por su pericia militar y por las previsoras medidas que en 1580 tomó en la Habana, que dieron por resultado el fracaso de Drake, el corsario inglés, cuando quiso apoderarse de la hermosa ciudad. Los capitanes generales Dávila, Ovejón, Rodríguez de Ledesma y D. José Fernández de Córdoba., en la segunda mitad del XVII, ponen la capital y varios puntos estratégicos de la isla en perfectas condiciones de defensa con reductos y fosas, limpiando de corsarios el territorio. Ya en el siglo XVIII son dignos de especial recordación Martínez de la Vega, que fundó el astillero de la Habana; el glorioso obispo de Cuba, Valdés, a cuyas iniciativas y trabajos se debió la Universidad, y José de Espeleta, famoso por las urbanizaciones que llevó a cabo, por la moralidad que impuso a las costumbres y por la instalación del alumbrado público en la capital. En el siglo XVIII se fundaron Jaruco, Pinar del Río, San Julián de Guiñe, y, algo más tarde, Cienfuegos. Todo el siglo XIX se desenvuelve en la idea de la independencia, y los capitanes generales, como Martínez Campos y otros, orientaron, como es natural, su gestión hacia las necesidades de la lucha y la pacificación.
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Puerto Rico — funcionarios ilustres. — La simpática isla, tan llena de interés para todas las ambiciones mercantiles y políticas, fué víctima, además de las piraterías sufridas por todas las Antillas, de las ambiciones de Holanda, que en 1625 envió una escuadra conquistadora de la capital, San Juan de Puerto Rico. Fué entonces cuando el capitán D. Juan de Amézquita, con una bizarría que encendió el patriotismo de los portorriqueños, se lanzó a la lucha contra el extranjero, consiguiendo, tras sangrientos combates, la liberación de la ciudad. Hoy, en el campo del Morro, un hermoso monumento conmemora el hecho. Al finalizar el siglo XVIII los ingleses atacaron a San Juan por tierra, pero la defensa heroica del puente de San Antonio por el ilustre Mascaros, y las sorpresas de Martínez Andiño, Linares y Díaz dieron por resultado la derrota completa de los ingleses, que entonces pudieron comprobar cómo, a la larga, resulta siempre inútil cuanto se haga contra los pueblos nobles regidos por hombres dignos. Puerto Rico vivió siempre en amistad con España, y ha tenido la inmensa desgracia de ser separado de la Patria común sin conseguir la independencia. Tenía una madre y le han puesto una madrastra, que será muy buena, pero no es la madre. — De intento no he querido ni entrar siquiera en el período de la independencia americana. El objeto único de estas lecciones es hacer resaltar la influencia española en América. En los siglos XV y XVI, España es descubridora y exploradora. En el XVII y XVIII, colonizadora. En el XIX pierde España las colonias. Y es que en las guerras de independencia, naturalmente surgidas por haber llegado aquellos pueblos a su mayor edad, España tuvo que limitarse a la defensa de sus derechos. Es un período interesantísimo para la historia americana, pero desprovisto de todo interés para él propósito civilizador de España en América. Sólo he de decir, en este particular, que hasta el hecho de la pérdida de las colonias americanas es una gloria de la manera de colonizar propia de España. El águila había criado en el nido a los polluelos, y cuando éstos estuvieron fuertes, volaron. No ocurre lo mismo con la colonización de otros imperios modernos, en que los polluelos no vuelan porque les despluman continuamente las alas. A España se les fueron sus hijas, naturalmente, esto es, volando. A estos otros imperios no se les pueden ir por el aire; pero como las leyes de la emancipación son ineludibles, día llegará en que las polladas sientan, como los ojos sienten la luz y los pulmones el aire, la necesidad imperiosa de volar, y entonces no se irán con las alas, pero se irán de peón. Es más honorífico para los grandes pueblos colonizadores que los pollos, cuando les llegue la hora de formar nidos nuevos, se valgan de los medios naturales, sin tener que ganar con los pies lo que tenían derecho a conquistar con las alas.
(El simpático Doctor Colombino ha escuchado una gran ovación de sus oyentes cuando ha pronunciado estas palabras.)
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CONFERENCIA DECIMA Leyes de Indias — La cultura y la riqueza.
El ilustre Doctor Colombino, que viene con los alumnos de visitar una vez más pabellones americanos de la Exposición de Sevilla, quisiera desarrollar esta última conferencia con una grande amplitud, pero las circunstancias le obligan a dar carácter elemental a esta interesante lección.
Dice: — Después de haber estudiado el que os habla todas las colonizaciones de los pueblos
modernos, declaro con orgullo y satisfacción que no hay nada que pueda compararse a esta generosa y humana colonización española, modelo de todos los que en el mundo quieran hacer algo, no por interés propio, sino para bien del prójimo y perfección de la Humanidad. España llega a América y se encuentra que de polo a polo hay una multitud de pueblos cobrizos, los más en estado salvaje completo y los menos con alguna incipiente civilización rudimentaria. Es un mundo entero que hay que desbastar, pulir, cristianar, y hacerlo español. En el siglo XVI, hacerlo español equivalía a convertirlo en lo mejor de la tierra. España, ante las abrumadoras dimensiones de América, siente el formidable problema que se le presenta, porque aquel continente es setenta y cinco veces mayor que la nación de los Reyes Católicos. Para civilizar a América es preciso que se haga el milagro de endulzar un cántaro de agua con una cucharada de azúcar. Un solo arado es muy poco para roturar tantas tierras. Y, sin embargo, el agua se endulzará y las tierras serán labradas, porque no se sabe hasta dónde llega la elasticidad de los pueblos que tienen fe, salud, fuerza y un concepto grande y claro de su significación y destinos en la Historia. El resultado de esta elasticidad fué que España se debilitó y desangró, porque una madre puede criar como caso difícil hasta dos hijos, pero no puede pensar en dar el pecho a más de veinte a la vez. Si se hace el prodigio habrá que esperar que el esfuerzo se llevará por delante la salud de la generosa progenitora. España llegó a la parte más alta de la curva de su perfección histórica, para tomar inmediatamente toda su civilización y su sangre y depositarla entera en América. Si hay alguna nación que haya hecho lo mismo, que lo diga, para que la coloquemos en la cumbre donde hoy España recibe las admiraciones del mundo civilizado.
Las Leyes de Indias
— Desde Colón hasta la muerte de Felipe II fué el período que podemos llamar de creación de leyes para regir las Indias. Desde esta época hasta Carlos II también se dan leyes nuevas, pero es característica de este tiempo, no la creación, sino el ordenamiento de las antiguas.
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Encinas, en 1596, hizo la primera recopilación y se completa más con la realizada por Antonio de León, que revisó Solórzano, y a la que dió fuerza de ley en 1680 el Rey Don Carlos II. Este admirable código se divide en 6.336 leyes, agrupadas en 118 títulos y 9 libros. Los Reyes españoles y el Consejo de Indias no han olvidado ni un solo aspecto de la vida y colonización de América. Todo está allí previsto y ordenado. La cariñosa solicitud del alma española para sus colonias no han olvidado nada: iglesias, administración, fuerza militar, leyes sociales, política, arte, literatura, economía, derecho público y derecho privado, comercio, funcionarios, tribunales, derechos de los indios, minas, industrias, agricultura, centros culturales, organización del trabajo, la municipalidad, la navegación, los centros náuticos, etcétera, etc. En toda esta extensa y rica legislación hay dos constantes preocupaciones del legislador: la enseñanza del cristianismo y la defensa de los aborígenes. Para los indios tienen siempre las leyes y cédulas reales disculpa, perdón y amparo. Entresacamos algunas disposiciones sobre el particular: No deben los indios pagar alcabalas. Plan de ser relevados de repartimientos y derramas. Se les cobrarán los tributos legales sin vejación ninguna. Queda prohibido a los naturales del país pagar décimas en las ejecuciones. No hay tasas para los indios. Una de las leyes del título 5° del libro 6° prohíbe terminantemente a los encomenderos obligar a los indios al trabajo de las minas. Los gobernadores han de cuidar que no se haga mal ninguno a los indígenas, y esa misma ley manda también a los religiosos, a los cuales se obliga muy especialmente en este particular. Hay algunas leyes de esta célebre colección que llenan de admiraciones al mundo, y que son un verdadero orgullo para España, v. gr., la que ordena que los delitos que se cometan contra los indios sean castigados con más rigor que los que se cometan contra españoles. Obliga la ley a que las Audiencias y autoridades resuelvan sumariamente los asuntos y sin causar gastos ni molestias a los indios que litiguen entre sí. Mandan estas leyes que cualquier persona o autoridad que sepa de algún indio en esclavitud o servidumbre, en minas, estancias, chañaras o granjerías, sea inmediatamente denunciado para castigo del causante e inmediata libertad del perjudicado. A los indios que se hallen en España y quieran volver a Indias, la Casa de Contratación les facilitará gratuitamente pasaje para volver a su naturaleza. Los indios de tierra fría no deben llevarse a países calientes, ni lo contrario. Los aborígenes no pagarán nunca papel sellado para sus asuntos judiciales y administrativos. Los chasquis o correos de a pie no serán molestados por nadie, y se les ha de relevar de todo trabajo. Que los bienes de las Comunidades municipales correspondan también a los indios, y deben defenderlos los fiscales en sus derechos de comunidad. Las cárceles de indígenas, y todos los servicios relacionados con ellos, como hospitales y casas benéficas, serán escrupulosamente vigilados e higienizados.
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Como esta enumeración de derechos y privilegios de los indios es inacabable, cerraremos esta materia con la ley 31, libro 4.º, título 25, que dice: “Ordenamos que la pesquería de perlas no se haga con indios, y si alguno de éstos fuera forzado a este trabajo contra su voluntad, incurre el que le hubiera violentado en la pena de muerte.” Estas gloriosas e incomparables Leyes de Indias se ocupan, como dijimos antes, de todos los aspectos de la vida; pero repetimos que producen una singular admiración en todo lo que es cuidado amoroso y paternal con los indios, a los cuales trata este Cuerpo jurídico con todos los privilegios que las leyes de los países civilizados tienen con los niños y menores de edad. El indio es, para las leyes, un niño, un menor que necesita la tutela piadosa de su madre España, y por eso estas disposiciones legales de Indias defienden a los nativos americanos contra los atropellos, vejaciones y apetitos de los hombres sin conciencia delicada, muy frecuentes en todas las colonizaciones del mundo.
La cultura creada por España
— Desde el primer momento la nación descubridora hizo la transfusión de su cultura, cumbre espiritual del siglo XVI, a las colonias, no escatimando nada en la generosa obra, hasta conseguir que la España que está del lado allá del Atlántico se alumbrara con las mismas luces que la vieja metrópoli, maestra en todas las disciplinas del conocimiento humano. El primer elemento de la vida intelectual que España siembra en América es el lenguaje. Aquel romance nacido en el siglo XII, producto de la descomposición del latín, aumentado con palabras árabes, judías, galas y normandas; con el viejo caudal de voces propias de la civilización española prelatina, y con la riqueza de voces visigodas; aquel balbuciente romance crece, se afina y llega a ser una de las lenguas más bellas, ricas y ágiles del mundo. Dulce, sin serlo tan excesivamente como la italiana; clara, como la griega y la latina; fuerte de complexión, sin tocar en los extremos de la alemana, ni en la pronunciación algo angulosa de la francesa, y más racional y filosófica que la británica; fué esta lengua el molde bello donde se fraguaron los más grandes ejemplares del pensamiento, porque en ella tuvieron vida los valores mundanos de la Celestina; y por su cauce corrieron los ríos de oro de Lope, Fray Luis, Cervantes y Calderón; con ella se hizo la prueba de hablar las ideas del cielo con palabras de la tierra por San Juan de la Cruz y Santa Teresa, y en ella tronaron los más grandes tribunos modernos, porque Donoso Cortés y Castelar han hablado como Demóstenes y Cicerón, si Demóstenes y Cicerón hubieran tenido para sus ideas este instrumento sutil, ligero, fuerte, flexible, abundante, lleno de gracia y capaz de expresar hasta los más impalpables misterios del alma, como lo han demostrado Góngora, Bécquer y el formidable poeta hispano americano Rubén Darío. Esta lengua de España va a resonar en todas las latitudes americanas y van a hablarla más de veinte naciones del Nuevo Mundo. España la transmite a América, y América, con esta herramienta gloriosa, trabajará en todas las direcciones de la cultura humana. Es la lengua de Don Quijote.
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Cultura en Nueva España — Ya he referido en otra conferencia cómo se llevó a Méjico la primera imprenta. Esta produjo obras memorables, y se forma una verdadera biblioteca del siglo XVI con los primitivos impresos de América. Corresponde a España la gloria de haber llevado el recién descubierto maravilloso mecanismo a las tierras salvajes; de modo que, mientras los soldados y los frailes españoles luchaban en los bosques y ciudades con la resistencia de los indios, la imprenta iluminaba el Nuevo Mundo con el resplandor de las letras y de la sabiduría hispanas, hasta el extremo que ha podido decir Chevalier: “Antes de los españoles iban los indios en cultura por un callejón sin salida; los españoles les hicieron pasar a la grande carretera de la civilización. Debe, pues, la raza cobriza un eterno agradecimiento a España”. Al principio las imprentas produjeron gramáticas, vocabularios indígenas y obras religiosas, alternando con filosóficas, militares, náuticas y médicas. Luego aparecen los periódicos y las traducciones de obras científicas. España llevó, a más de la imprenta, la Universidad, y ya hicimos constar cómo los virreyes Mendoza y Velasco trabajaron en su creación, inaugurando sus clases en el año 1553. Se dió a la Universidad la organización de la de Salamanca, con todas sus disciplinas. Los maestros españoles, entre los que se cuentan fray Alonso de Veracruz, Frías de Albornoz y el sabio Francisco Cervantes Salazar, entre otros, dieron esplendor a esta Universidad. Luego, y dentro del Virreinato de Nueva España, surgen las Universidades de Mérida, del Yucatán, Chiapa, Guadalajara, Santo Domingo y otras, que pudiéramos llamar Universidades menores, como la de Cuba, por ejemplo. A más de las Universidades se crean numerosos colegios y escuelas de primeras letras, sin contar las de los padres misioneros, que al llegar a su misión, al lado de la iglesia levantaban inmediatamente una escuela de instrucción primaria. El verdadero creador de la enseñanza en América fué fray Pedro de Gante, que con la protección de Cortés creó en Méjico la Escuela de San Francisco, el año 1533, para cultivo de las primeras letras. La emperatriz Isabel, por avisos del obispo Zumárraga, mandó de Castilla 17 dueñas devotas para que se extendieran por las provincias de Nueva España y levantasen Casas honestas donde enseñar oficios propios de la mujer y las letras primarias. La primera expedición de dueñas tiene la fecha de 1530. La famosa dueña doña Catalina de Bustamante fué la organizadora principal. La Marquesa del Valle, esposa de Cortés, por inspiración del benemérito Zumárraga, favorece la obra de aquél, cuando trae de España ocho mujeres que establecen verdaderos colegios de instrucción para niñas indianas. El Arzobispo Zumárraga levantó en Tlatelolco un colegio para alumnos indígenas, donde se enseñaba filosofía, retórica, música, medicina y latín. Estos jóvenes indios fueron un poderoso auxiliar de los misioneros que llegaban de España.
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Son también muy célebres el colegio de San Gregorio, el de San Juan de Letrán y el gran centro docente creado en Veracruz con magnífica biblioteca. Para la educación de la juventud distinguida crearon los jesuitas su famoso Colegio Máximo. Da una idea de cómo se cultivaron las letras entre aquellos naturales, el hecho de que en 1585 hubo un concurso literario y se presentaron más de trescientos poetas, muchos de ellos nacidos en América. En pleno siglo XVII alcanzó la capital mejicana un grado de cultura extraordinario; así vemos que no sólo brillan los grandes maestros españoles Gaona, Daciano, Veracruz y Torquemada, con su maravilloso libro Monarquía Indiana, sino que hay mejicanos tan ilustres como D. Carlos Sigüenza, cosmógrafo notable; D. Juan Cano, insigne jurisconsulto llamado el Príncipe de los Abogados, y el doctor Cisneros, médico y naturalista. Hubo literatos como Bernardo de Balbuena, González de Eslava y Antonio de Saavedra. El insigne Juan Ruiz de Alarcón, autor de la joya literaria “La verdad sospechosa”, nació en Torco (Méjico) a fines del XVI. Es también una gloria del país la inspiradísima poetisa Sor Juana Inés de la Cruz. Pedro de Oña escribió el poema “Arauco Domado”. En el siglo XVIII, los misioneros Serra, Margil y Massonet prestaron eminentes servicios a la geografía y hubo poetas como Navarrete y Sartorio, e historiadores como Clavijero. Antonio López Portillo, por su sabiduría universal, es conocido con el nombre de El Pico de la Mirándola mejicano. De Medicina escribieron don Ignacio Bertolache y D. Juan Venegas. Gama y Aírate fueron ilustres astrónomos, y D. Joaquín Velázquez Cárdenas, el famoso geómetra, fué el primero que descubrió el gran error con que todos los mapas habían determinado la posición de California, que era colocada en una longitud exagerada hacia Poniente. Los estudios de ciencias naturales y de mineralogía fueron muy copiosos y sobresalientes, siendo de notar que la mejor obra mineralógica que posee la lengua española se imprimió en Méjico. Nos referimos al libro de D. Andrés del Río, que es una verdadera maravilla en la materia. En la América Central y las Antillas que correspondían al Virreinato, podemos hacer constar la llegada a Guatemala de la imprenta en el centro del siglo XVII, y hay excelentes poetas latinos, siendo muy celebrado también el Padre Córdoba, que hizo famoso su pequeño poema castellano llamado “Fábula Moral”. En la española funcionaba lenta y perezosamente la Universidad Imperial, que venía de los tiempos de Carlos V. Santo Domingo recibe como visitador de los conventos mercedarios al glorioso maestro del teatro español fray Gabriel Téllez, conocido en las letras con el famoso pseudónimo de Tirso de Molina. Cuba establece su primera imprenta en el siglo XVIII y funda también su Universidad. Lanza su primer periódico a la calle en 1790. El cubano Socorro Rodríguez, carpintero y luego periodista, llevo a Bogotá la primera manifestación periodística. El conde de Colombini se distingue en el cultivo de la oda, y, finalmente, surgen los dos grandes poetas cubanos Zequeira y Rubalcaba. Los españoles llevaron al principio a Nueva España los estilos arquitectónicos españoles: el mudéjar, el gótico de la decadencia, el plateresco, el de los Reyes Católicos y el renacimiento.
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Luego, el barroco español se extiende por toda América.
(Un joven escolar dice con interés:)
— ¿Qué quiere decir barroco, maestro?
El doctor Colombino explica: — Hay dos maneras de hablar: una sencilla, fácil y concreta, y otra llena de emoción, de gestos y de calor expresivita. Parece que el que habla tiene interés en mostrar todos los matices y calores. La primera manera es sosegada, sin grandes adornos, tranquila y natural. Pudiera decirse que habla quedamente. La segunda grita algo, a veces mucho y quiere expresarlo todo. Como no puede hacerlo con exactitud, concluye por exagerar. El primer modo es el natural, y el segundo, el barroco. Apliquen ustedes esta idea a todas las artes y lo veréis claro, v. gr.: Se trata de un altar de madera en una iglesia. Tiene columnas griegas, huecos rectilíneos, frontones triangulares y molduras algo geométricas, y no lleva apenas decorado porque la belleza se consigue aquí con la armonía y la proporción. ¿Qué estilo será ése? ¿Barroco? — No, señor — dice el escolar —, porque esa manera es del primer grupo. — Muy bien — agrega el profesor —. Pero figuraos que sobre esas columnas, frontones y triángulos colocamos flores, frutas y molduras que casi tapan la línea fundamental; entonces el artista quiere llenarnos de admiración con su técnica minuciosa y rica, y, para expresarlo todo, grita con sus decorados y emociones. Pensamos en el barroco. ¿Quiere decir esto que el barroco sea malo? Nada de eso. Lo hay malo, pero lo hay bonísimo también, porque, al fin y al cabo, lo barroco y lo no barroco no son más que posiciones particulares del espíritu. Un sistema es sencillez; otro, heterogeneidad. Pues bien, en el barroco que llevaron los españoles a América dominan las formas andaluzas y extremeñas. Pero hay un momento en que el viejo arte indio se mezcla con el arte andaluz y surgen las modalidades de este tipo perfectamente comprensivo del compuesto hispano-americano. A los estilos primeros corresponde el palacio de Cortés y la catedral de Cuernavaca, góticas. San Francisco de Tlaxcala es mudéjar, y San Agustín de Acolman, gótico plateresco. Las catedrales de Puebla y Méjico caen dentro del estilo granadino. La gran manifestación artística del Virreinato es el barroco, como la catedral de Zacatecas. El barroco criollo tiene su triunfo en San Francisco de Cholula y en la Casa de los Azulejos en Méjico. El barroco hispano-americano es una preciosidad, bastante más rico que el puramente español, influido por la decoración precolombina. En la pintura todas las influencias son: o italianas, pasadas naturalmente por España, o de los grandes maestros sevillanos Roelas, Herrera, Pacheco, Murillo y Zurbarán. El glorioso Renacimiento español, venido al máximum de sus producciones y perfección en el ángulo de los siglos XVI y XVII y en toda esta última centuria, envía sus cuadros a Indias y estas pinturas enseñan a los artistas del Nuevo Mundo.
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Entre los primeros monumentos pictóricos de América aparecen los frescos interesantes de San Agustín. En el XVII triunfan los notables pintores Alonso Vázquez, Baltasar de Echave y Sebastián de Arteaga. El gran maestro Zurbarán influye muy particularmente, con sus cuadros, sobre José Juárez. Entre la legión de pintores formados en Nueva España se señalan a Antonio Rodríguez, Echave el Mozo, Cristóbal de Villalpando y el jesuita Padre Manuel.
Virreinato del Perú
— La más rica de las colonias españolas levanta en 1555 su Universidad de Lima, que compite con la de Méjico. Teología, jurisprudencia, filosofía y medicina se explicaban en sus aulas. En el Cuzco se erige otra Universidad en el XVI y muchos colegios de religiosos y seminarios. La imprenta lanza sus libros la primera vez en el Perú sobre el año 1584. El inca Garcilaso de la Vega, mestizo de español y de una familia del inca Huayna, es un interesantísimo literato e historiador. La característica de este gran maestro peruano es la amenidad en los asuntos y la belleza del estilo, ya se trate de las obras imaginativas o de las históricas. Su famosa obra Comentarios Reales se dedica, en la primera parte, al viejo imperio de los incas; en la segunda hace la historia de la conquista por los españoles. La Cristiada, de Hojeda, se escribió en el Perú, y puede decirse que es una de las más grandes epopeyas de la literatura española. Cabiedes, cultivador afortunado del género festivo, es sin duda, en su género, el mejor poeta americano del siglo XVII. Esto sin contar a la anónima “Amarilis”, que supo escribir en los primeros años del XVII la bellísima Epístola a Lope de Vega, en opinión de los críticos lo mejor del Perú en los tiempos primeros. Lima tiene una gloriosa tradición con respecto a periodismo. Baste decir que en el último tercio del XVII se tiraban gacetas en Lima que salían periódicamente con el carácter de la prensa del siglo XIX. En las tertulias del virrey Castell dos Ríus se hacía una gran labor literaria. Miembro de ella es el Conde de la Granja, autor del magnífico poema “Santa Rosa de Lima”; y es de merecida recordación aquel famoso D. Pedro de Peralta, de quien ha dicho el autor de los Heterodoxos Españoles que era un monstruo de erudición. Peralta lo abarcaba todo: historia, geografía, matemáticas, física y lenguas. Don Pablo Olavide, doctor graduado en Lima, hizo en España labor política y administrativa. Reformó este hombre la Universidad sevillana, y creó en Madrid su famoso salón literario. En el alto Perú, en Charcas, hubo una Universidad de la que salieron notabilísimos jurisconsultos. En Chile fueron principalmente los frailes dominicos los fundadores de la Universidad de Santo Tomás. Los jesuitas establecieron magníficos colegios en el XVII, principalmente en Santiago y en la Concepción. Ya en el siglo XVIII tuvo Chile Universidad propia, o sea la de San Felipe, que se creó en Santiago en 1738. En el Virreinato del Perú, las artes se desenvuelven con arreglo a lo que hemos dicho de los estilos arquitectónicos mejicanos. Es España la que proporciona su mudéjar, su gótico, su renacimiento y su barroco, y allí, en el imperio de los incas, cristalizan las influencias según los distintos países.
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Por el lado de la costa del Perú es el estilo propio de España el que predomina; v. gr., las construcciones limeñas y las de Chile, donde los edificios particulares y públicos dan la sensación de ser trasplantados de los pueblos blancos y sonrientes de las ciudades de Andalucía. En el lado de la Argentina la arquitectura toma una graciosa manera, pues allí las edificaciones de importancia tienen un sabor nacido de la mezcla de los edificios religiosos barrocos con los cortijos andaluces, lo que da lugar a las simpáticas estancias que, vistas desde lejos en la llanura, parecen iglesias y son risueños albergues de labradores y ganaderos. El pabellón de la Argentina en la Exposición, que hoy admira el mundo en esta bellísima ciudad, obra del genial arquitecto Martín S. Noel, es una promulgación elocuente de lo que digo. El estilo de los viejos incas, con sus molduras fuera de sitio, sus dibujos aplastados, sus ángulos violentos y sus motivos precolombinos, aparece en el Perú propiamente dicho y en la parte andina de Solivia. El renacimiento español, con decoraciones incásicas, es la característica de muchos de estos edificios, de los que es una gallarda prueba el magnífico pabellón peruano en esta Exposición sevillana, que es un triunfo de su arquitecto. La catedral de Lima responde, no al gótico trecentista de León, Burgos y Toledo, sino al del siglo XV de la gran fábrica sevillana. La catedral andaluza triunfa, no por la manera de su gótico, sino por sus dimensiones armónicas y espléndidas; y como lo que se traslada a Lima no es eso sino la manera de la decoración, bien puede decirse que la obra del arquitecto Noguera, la catedral limeña, es de una influencia gótica decadente. Se abrió al culto al empezar el siglo XVII.
Tierras del Plata — Los jesuitas hicieron una extensa labor cultural en estos territorios del Plata. En 1622 ya se levantaba, como una verdadera Universidad, el antiguo colegio de Córdoba del Tucumán. Este centro comparte con los de Lima y Méjico la fama ruidosa que gozaron. A los jesuitas se debe igualmente la traída de la imprenta a Tucumán. El desenvolvimiento de la cultura de Buenos Aires es debido, en gran parte, a la fundación del colegio de San Carlos, convertido luego, al final del XVIII, en Universidad. El Telégrafo Mercantil, que salió en 1801, tiene ya la misma estructura intelectual de los periódicos europeos, y no sólo se dedicó a informaciones mercantiles, sino a una gran labor de propagaciones literarias y artísticas.
Reino de Nueva Granada — Tuvieron Nueva Granada, Venezuela y Quito muchos centros de educación e instrucción, en los que está comprendida la famosa Universidad de Santo Tomás. Los jesuitas fundaron en Pamplona, Cartagena, Antioquía y otras ciudades, hasta trece colegios. Si se reúnen con éstos los de los dominicos y franciscanos, se llegan a reunir hasta veintitrés centros de enseñanza. Si distinguieron en estos reinos historiadores como el obispo Piedrahita, y gramáticos de lenguas indias, como Bernardo de Lugo y el Padre jesuita Dadey. La imprenta y los periódicos aparecieron en el siglo XVIII.
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Viajes
— Las relaciones de viajes a América hechos por expedicionarios españoles enriquecieron los conocimientos náuticos y geográficos del Nuevo Mundo. De modo que, con las expediciones de que se tomaba nota en la Contratación y en el Consejo de Indias, se formaron originales muy útiles, aprovechados luego en las Relaciones de Indias. El llamado Teatro Eclesiástico de Indias es una surtida y provechosa lección de geografía que nos da su autor, González Dávila. En el siglo XVIII, el marino Ziur es autor de un “Diario” de la Expedición a Salinas. El piloto Moraleda nos deja sus Exploraciones geográficas e hidrográficas en Chile. De los jóvenes marinos españoles Jorge Juan y D, Antonio Ulloa ya hemos hecho referencia. El gran matemático Mutis, natural de Cádiz, abrió cátedra de Astronomía en el colegio del Rosario y formó verdadera escuela de geógrafos y naturalistas. José Caldas fué un sabio ilustre que consiguió, con sus inspiraciones y trabajos, que se levantara el observatorio de Bogotá. Finalmente, consignamos los viajes de las naves Descubierta y Atrevida, que recorrieron las costas occidentales americanas mandadas por Malaspina y Bustamante, así como la exploración de las goletas Mexicana y Sutil, que a las órdenes de Valdés y Galiano colaboraron con los sabios ingleses que trabajaban por la ciencia en las aguas occidentales de la América del Norte.
La Iglesia — Durante el curso de estas conferencias hemos estado constantemente refiriéndonos a la cristianización de los indios y a la obra general que en América realizó la Iglesia española. La organización eclesiástica americana es la misma de la metrópoli: arzobispos, obispos, curas, doctrineros, y las Órdenes religiosas que cuidan de la evangelización, lo mismo en las ciudades que en los campos. No debemos repetir las palabras y admiraciones que hemos dedicado a los valientes y heroicos misioneros en otros momentos de estas lecciones, pues hablamos aquí de la Iglesia sólo para señalarla como un elemento indispensable y principal de la colonización. Legiones de mártires y santos ennoblecieron el apostolado. Ahora haremos constar que la historia americana se perfuma con las esencias de santidad que fluyen de las vidas maravillosas de Rosa de Lima, de Toribio de Mongrovejo, de Francisco Solano y del beato Martín de Porras, de procedencia india, todos los cuales, juntamente con los mártires como fray Vicente Valverde, sacrificado por los indios de Puna, y mil más que derramaron su sangre, forman la legión honorífica de la Iglesia en el Nuevo Mundo. Todos los misterios de la religión fueron acogidos con fe por los nuevos creyentes, y entre las advocaciones de la Virgen merece que apuntemos la singular predilección que mostró siempre la América española por el culto de Guadalupe. Alfonso XI, después de la batalla del Salado, levantó el templo a la Virgen de Extremadura, y los extremeños Balboa, Ovando, Cortés, Pizarro, Soto, Valdivia, Alvarado y muchos más la llevaron en las alas de su fe a América. América tuvo para la Virgen un trono de corazones, y el alma popular puso a la Morenita de las Villuercas cacereñas en todas las intimidades de la vida privada y en todos los solemnes momentos de la Patria.
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Sobre todo, Méjico la adoró en el altar más encendido de su alma, porque la barbarie de los sacrificios horribles de los teocalli mejicanos no podía borrarse rápidamente más que con la delicadeza sobrenatural de la Virgen.
Creación de riqueza
— Hay, en el curso de estas conferencias, constantes citas de hechos demostrativos de la gran riqueza material que creó España en América. A esos datos para nada hemos de referirnos ya; por eso ahora nos limitamos a dar una idea general del fenómeno económico de la multiplicación de los bienes materiales.
Ganadería
— Los españoles han llevado a América todos sus animales domésticos, que han tenido en las tierras nuevas una multiplicación increíble. Caballos, toros, mulos, asnos, ovejas, cabras, cerdos y todas las aves de corral enriquecen hoy los campos y las granjas de las Repúblicas americanas. Es sabido que los indios no conocían más animales utilizables por ellos que las llamas, vicuñas y guanacos en el Perú, pues los bisontes de la América del Norte no se prestaron jamás, a causa de su bravura, al pastoreo o aprovechamiento ordenado del hombre. En las Antillas hubo tal abundancia de caballos de origen español, que llegó a crearse en la española un gran centro de explotación caballar, desde donde se enviaban aquéllos a Tierra Firme. Los caballos se extendieron rápidamente por todo el territorio hasta formarse lleguadas salvajes, muy especialmente en Paraguay y Tucumán. Las mulas, que como es sabido son un producto híbrido, infecundo, de la raza asnal y caballar mezcladas, abundaron mucho en Perú y Nueva España, siendo famosas las caleseras de Méjico, de Lima y de la Habana. El ganado vacuno se extendió prodigiosamente por la española, Méjico, Perú y, sobre todo, por los territorios del Plata. En esta última región llegó a tal crecimiento, que en las llanuras argentinas se corrían las vacas y los toros salvajes y se desjarretaban para aprovecharles solamente la piel y el sebo. La carne casi siempre se dejaba a los animales salvajes y a las aves de rapiña. Luego empezaron las salazones y se aprovechó parte de aquella espléndida riqueza. En nuestros días, los frigoríficos tienen totalmente resuelto el problema, porque con el frío artificial se guardan indefinidamente las carnes que sobran. Llegó a extenderse tanto la multiplicación de la ganadería, que era frecuente encontrar familias poseedoras de más de treinta mil cabezas. Se formó, como en España, el “Concejo de la Mesta”, una corporación de pastores que incluía en la hermandad a todo propietario de más de trescientas cabezas, con objeto de reglamentar las relaciones de los ganaderos entre sí y con los Municipios y el Estado, como se ve en las Leyes de Indias relativas a este asunto. El gran incremento que tomó en Nueva España principalmente la cría del ganado de cerda, dió lugar a que se desarrollaran las industrias salazoneras, siendo famosos, entre otros, los ricos jamones de Toluca.
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En el Perú los indios bautizaron a las gallinas con el nombre de hualpas, conclusión sincopal de Atahualpa. El P. Valera, natural de Cuzco, dice que, cuando cantaban los gallos, los indios creían que eran llantos del animal por la muerte del Inca. Como síntesis de esta materia puede afirmarse que las ganaderías americanas llevadas allí por los españoles sobrepasaron sobradamente las exigencias del consumo, dando lugar a un gran sobrante que no se aprovechó hasta que se aplicaron procedimientos industriales para conservar la superproducción y hasta que, aumentados los medios de comunicación, se hizo posible la fácil salida de los productos sobrantes.
Agricultura
— Es un fenómeno general de la marcha del progreso en las naciones que éstas sean: primero, ganaderas, luego, agricultoras, y al final, industriales. Es claro que en cada momento hay siempre manifestaciones de los otros dos; pero, en términos generales, esas son las características evolutivas del progreso material. Así, pues, la agricultura tomó desarrollo completo después que la ganadería, aunque ambas llegaron a las orillas americanas al mismo tiempo. No hubo una sola expedición española en el XVI que no llevara a las tierras nuevas, semillas, árboles y los instrumentos y menesteres del cultivo. Los españoles importaron en América la caña de azúcar, el olivo, la viña, la morera, el cáñamo, el lino, el arroz, el trigo y todos los cereales de la península. La caña de azúcar se aclimató en América perfectamente, sobre todo en las Antillas, donde se crearon ingenios (tierras dedicadas a este y otros cultivos, con caserío e instrumentos de la explotación) y trapiches, que así llaman allí a los molinos azucareros. Gonzalo de Velosa fué quien montó el primer trapiche de América en tierras de la Española. Garcilaso de la Vega, Gomara, Zarate, Cieza de León y otros atribuyen a doña María Escobar, esposa del conquistador Diego de Chaves, la introducción del trigo en Perú. Parece que esta señora repartió, entre varios vecinos, trigo a razón de treinta granos. De las primeras cosechas se enviaron algunas fanegas a Chile y otros países de la América del Sur. Como el trigo es tan necesario a la vida, cada país ha conservado la noticia exacta, o la leyenda del origen del dorado cereal en sus tierras. Así, en el Perú atribuyen otros la siembra originaria a doña Inés Muñoz, que puso unos granos en una maceta y de ahí proceden todos los demás. A Quito la llevó por vez primera un Padre franciscano. Llegaron a obtenerse tales cosechas, que era asombrosa la reproducción, sobre todo en Méjico, Perú y Argentina, donde la tierra de la llanura hace prodigios increíbles de multiplicación. En el Perú, aun dentro del primer tercio del siglo XVI, por un real se compraban cuatro libras de pan. El viejo pan cazabe, hecho con la planta yuca, es pronto sustituido con el pan de la civilización, el pan de trigo, el patriarcal pan de las más augustas historias del mundo.
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Don Antonio de Ribera, dueño de la Huerta Perdida, de Lima, había embarcado en Sevilla en 1559 cien estacas de olivos. De estos cien ejemplares se salvaron sólo tres, y de éstos proceden los olivares de Perú y Chile. El vino fué en pipas a América; valía un ojo de la cara un buen vaso, y esto hizo que se llevaran desde luego plantaciones de viñas que, ensayadas en las Antillas, aclimataron después en Perú, California y Chile. En la provincia de Charcas tuvo la vid una rápida propagación. Los primeros sarmientos que entraron en el Perú los llevó Francisco de Caravantes, y procedían de las Canarias. Por esta razón ha podido decir un escritor americano que Caravantes es el Noé peruano. La primera granada que se produjo en Lima era de gran tamaño y fue paseada en procesión por toda la ciudad. Bernal Díaz del Castillo, el cronista de la guerra de Méjico, sembró en el Anáhuac los primeros naranjos. En California prosperaron de un modo singular los frutales higos, melocotones, ciruelos, etc. Puede decirse que España trasladó su agricultura entera a las Indias. Admira la solicitud de España en todo lo que se refiere a América, y Humboldt ha podido maravillarse de aquellos guerreros de la conquista que, como Scipión el africano, después de colgar la espada empuñaba el arado. Los religiosos, según todas las crónicas del tiempo, hicieron de sus huertas verdaderas granjas de aclimatación, donde se hacían las pruebas antes de extender la agricultura española por el continente.
Minería
— Todo el mundo creyó al principio que América y oro eran una misma cosa. Pero en los últimos viajes de Colón se vino, en gran parte, al suelo la leyenda del oro, y hasta que no se descubrieron y conquistaron Méjico y Perú no volvió a las ambiciones de la gente la posesión de los ricos metales plata y oro, que entonces no eran ya una leyenda, sino una realidad. Guanajuato, Zacatecas y Catorce eran los distritos de Nueva España donde había más riqueza mineral, y en el siglo XVIII se obtuvo una producción media anual de 1.500 kilogramos de oro y 550 toneladas de plata. Las minas del cerro Potosí, en el Perú, dieron tanta plata que se hicieron famosas en todo el mundo, y en España quedó la palabra Potosí, como sinónima de riqueza y abundancia. Nuevo Potosí, Porso, Oruro, Yauricocha y otras eran también importantes yacimientos de plata. Sólo de Potosí salían, al empezar el siglo XVII, más de 4.000 quintales de plata pura. Las minas de Potosí fueron reveladas al español Diego de Villarroel por unos indios que la habían descubierto. Después los obreros de Chuquisaca empezaron a explotar el cerro famoso, y poco a poco se formó la Villa Imperial de Potosí, a mediados del siglo XVI. En Huancavelica (Monte Nietro) se descubrieron también por los indios minas abundantes de azogue, y un curaca del pueblo de Chachas ofreció la explotación al español Amador Cabrera. Se formó cerca del yacimiento una población que D. Francisco de Toledo, el famoso virrey del Perú, bautizó llamándola Villa Rica de Oropesa.
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Los indios explotaron de un modo imperfectísima las minas de plata; dice un cronista de Indias que los primitivos incas, en una especie de albahaquero, con muchas aberturas en sus paredes, colocaban carbón y el mineral; luego, encendido el fuego, se ponía el primitivo hornillo en las alturas para recibir los vientos, y por los orificios salía la plata derretida. Esta manera de explotación se llamaba por los naturales guairas, y por las noches los cerros aparecían iluminados por estas luces, que les daban un aspecto fantástico. Bartolomé Medina descubrió en, Méjico el procedimiento para tratar la plata por el azogue. Esta manera fué llevada a Perú coincidiendo con los descubrimientos de mercurio en las minas de Tome-banta, Tomaca y en la famosa de Huancavelica. Desde el momento en que no había que llevar el azogue de España se desenvolvió tanto el sistema de la amalgama, que dió un mayor rendimiento de plata e hizo que se aprovecharan muchas minas de poca ley inexplotables con el viejo sistema de las guairas. El minero Juan Capellán, luego Pedro Fernández de Velasco y los hermanos Corzo desenvolvieron el sistema de la amalgama del mercurio y la plata con tal perfección, que hasta nuestros días llegaron los procedimientos de los mineros españoles. Esta riqueza y este desenvolvimiento tuvieron necesariamente que producir en la ciencia mineralógica hombres extraordinarios, y merece, entre ellos, una especialísima consignación el sabio tratadista de Lepe (Huelva) Álvaro Alonso Barba, cura del Potosí, que en pleno siglo XVI intenta la amalgama en caliente y produjo en la ciencia una verdadera revolución con su libro Arte de los Metales. No llegó a imprimirse hasta un siglo después, y mereció el aplauso de todos los técnicos de América y de Europa. Fausto Elhuyar y su hermano José, dos grandes sabios españoles, fueron inspiradores en Nueva España y en Bogotá de procedimientos y obras técnicas mineras de suma importancia. Estos hombres eran verdaderos prestigios mineros en Europa. La Escuela de Minas de Méjico, creada por España, mereció los más grandes elogios de todo el mundo, pues no había al empezar el siglo XIX nada igual, por sus enseñanzas, laboratorios, museos, instrumental y organización. Además de la plata y mercurio, se producía oro en los placeres de las Antillas, en Perú y en la California; perlas de fino oriente en Cubagua, golfo de Panamá y en el archipiélago de las Perlas; y las espléndidas esmeraldas de Nueva Granada, de las cuales hemos visto en la última visita que hicimos al pabellón de Colombia en esta Exposición, un fastuoso tesoro valuado en muchos millones de pesetas.
La industria
— En Méjico se desarrollaron todas las industrias españolas. Además de la naciente industria textil, que encontraron los colonizadores en el Anáhuac, se extendió ésta a las materias de lana, seda e hilo. En Santiago de Querétaro existían veintitrés fábricas de paños finos. En Puebla de los Ángeles se fabricaba jabón y loza fina por el estilo de la talaverana, y tejidos de algodón.
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En San Miguel el Grande eran notables las ferreterías y armas, y en multitud de poblaciones triunfaban espléndidamente las industrias de la plata, pues se fabricaban vajillas de cuarenta y cincuenta mil pesos, que competían, por sus formas artísticas, con las mejores de Europa. En Perú, donde se habían establecido los primeros telares por iniciativa de doña Inés Muñoz, cuñada de Pizarro, así como en Quito y en Chile, se hicieron toda clase de manufacturas de seda, lana hilo y cáñamo. En Colombia, lo mismo que en Méjico y Perú, se consiguieron obras maravillosas de orfebrería y pequeñas esculturas, que enriquecieron las iglesias. Desde luego, en todas estas manifestaciones artísticas dominaban los estilos españoles y las influencias de los plateros cordobeses y granadinos, pero era nota muy simpática y original que sobre las especies artísticas de España campeaban en estas obras inspiraciones de la vieja América precolombina. Solamente en Lima había más de ochenta maestros plateros al terminarse el siglo XVI. En construcciones navales sobresale la Habana, donde, por la protección del Marqués de la Ensenada, ministro de Fernando VI, se llegaron a construir algunos navíos que eran considerados como los mejores del siglo XVIII. Tal es, a grandes rasgos, y elementalmente considerada, la influencia de España en América, que puede encerrarse en esas palabras cuyo contenido es el orgullo más grande de la raza: dieron los españoles a América su lengua, su religión, sus leyes, su cultura, su comercio, su industria y sus artes; y no la dieron con limitaciones ni medidas, sino a caño libre y con toda generosidad; y como si esto fuera poco todavía, mezclaron su sangre de raza fina y superior con la sangre americana cobriza, blanqueando aquel mundo, como se dijo al principio de estas lecciones. Una de las luces más brillantes del cielo de las Leyes de Indias es aquella disposición en que se prohíbe llevar jóvenes solteras a América para obligar a los españoles a casarse con las cobrizas. Esta disposición es única en la historia de las colonizaciones, y por lo que ella significa y por el anhelo indecible de progreso humano de un orden superior a los egoísmos personales que esta disposición lleva consigo, y por los resultados prácticos obtenidos en estos particulares, es por lo que nos atrevemos a profetizar un reconocimiento definitivo de la Humanidad entera a la gran nación colonizadora, y un homenaje mundial a la madre generosa de veinte naciones. Bien puede afirmarse, por todo lo dicho, que esta obra maestra de España, es la obra maestra de la civilización humana. (Al concluir esta última conferencia han hecho los alumnos una prolongada cariñosísima ovación al maestro. El público se ha unido a los escolares, y todos juntos, vitoreando a España, a Portugal y a América, aclaman al Doctor Colombino, que lleno de emoción, ha guardado un elocuentísimo silencio, y luego, visiblemente conmovido, ha hecho el obsequio de convidar a los escolares asistentes a estas conferencias a una visita a La Rábida y Palos, para poner, sobre los conocimientos adquiridos, el sentimiento de patria grande, que brota en la humildad de los lugares colombinos como un perfume santo de la Historia.)
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El presente libro “La Obra Maestra de España”, escrito por Siurot el año 1.931, su autor pone de manifiesto su profundo sentir Americanista; que ya 20 años atrás, dejó bien claro en los distintos discursos que pronunció en la Argentina en 1.910, con motivo de la conmemoración de su independencia, donde fue en representación de la Real Sociedad Colombina y del Ayuntamiento de Huelva. D. Manuel Siurot, describe la epopeya y los viajes descubridores al Nuevo Mundo y analiza y defiende la gigantesca labor civilizadora de España en América. Estudia las leyes de India y el Derecho dado por los Reyes Católicos a los indios, en los que se equiparan jurídicamente a los españoles y se enfrenta a la injusta leyenda negra.
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