SAL Y SOL

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SAL Y SOL

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


SAL Y SOL Este libro, narrador de cosas vividas se ríe, usando el santo derecho de poner una nota de alegría en la tristeza de esta civilización.

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


DEDICATORIA A los Ilustres ingenios de D. Diego Hurtado de Mendoza, D. Francisco de Quevedo y Villegas y D. Luis Vélez de Guevara, que ríen en las letras patrias con el Lazarillo, el Buscón y el Diablo Cojuelo, y a la picardía gloriosa de Cervantes en la gracia de Rinconete.

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


SAL Y SOL Cuenta las gracias de los trabajadores del mar, honrados marineros del golfo de la vieja Onuba.

Narra ingenuidades de los chiquillos de este alegre rincón.

Dice cosas del ingenio de estos hombres de tierra adentro, que supieron perfumar la vida en el ambiente de la madre Andalucía. MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


GRACIAS DE LOS TRABAJADORES DEL MAR, HONRADOS MARINOS DEL GOLFO DE LA VIEJA ONUBA.

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


LA SALAMANQUESA

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


LA SALAMANQUESA Vamos a decir algo del señó Frasquito Bermude, honrado a carta cabal, tosco como un ramón de encina, sencillo como un niño, con cierto ingenio y agudeza, tanto más visibles cuanto se lucían sobre un fondo de agreste incultura. Al señó Frasquito le gustaba el mostagán más que a los gatos las sardinas, y, aunque venía por las noches calamocha del todo a su casa, en honor de la verdad no lo había visto nadie tambalearse por las calles. En lo de aguantar el vino verticalmente, el amigo Bermude era un artista. Fue famoso por sus golpes de gracia. — Señó Bermude, ¿me quié da usté dos cuarto pa comprá una onza e queso y engañá este peazo e pan? — le decía un muchachote. — ¿Pa engañá er pan, chiquillo? — Sí, señó... — Po échale un embuste... Vino un verano malísimo de caballas. No se pescaba una en el mundo de Dios. Los pobres marineros salían, trabajaban, hacían gastos, y... nada... Señó Frasquito echaba bombas. Había ido más de quince veces al mar, y siempre volvía mustio... Le decía un marinero de la bahía: — Frasquito, ¿tú por qué no vas a las cabaya, di? — ¿A las cabaya? ¿A las cabayaaaa?... Chiquillo, tú no está bueno de la cabeza... Por la caye Miguel Reondo tenían que vení las cabaya gritando: “¡Señó Frasquito Bermude, señó Frasquito Bermude, aquí estamos!...” ¿Ustedes, no?

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¿Las cabaya, eh? ¡Po toma pa ustedes; tomá, tomá y retomá!... — y armaba contra las imaginarias caballas un repiqueteo de cortes de manga que era aquello un delirio. La mujer del señó Bermude lo toleraba todo menos las turcas diarias del marido. — ¡Ay, comadre de mi arma!... ¿Qué le haría yo a mi Frasquito pa que se le quitara ese cochino vicio de la bebía? Miusté, comadre, le tengo hecha promesa a más e veinte santo... Ya no sé lo que hacé. — ¿Le ha hecho usté la cru del perro ar vino que bebe er compadre? — Se la he hecho... — ¿Le ha puesto usté er vino ar sereno? — Si, señora. — ¿Le ha echao usté un poquito e jalapa?... — Le he echao de tó, comadre de mi arma. Mi Frasco no tiene cura. — ¿Que no tiene cura? — Que no tiene cura. — Po ahora vamo a ve si tiene o no tiene cura... Miusté, comadre, mi José tomaba unas borracheras que le ardía er pelo... Le eché de tó, de toito lo que hay en er mundo, y ná; como usté..., naranja de la China... Po señó, que un día va y me dice una mujé de Lepe: “¿Por qué no le echa usté a su marío en el puchero der vino una salamanquesa viva?" — ¡Caye usté, por Dió!... ¡Josú..., Josú!... — gritó, indignada, la mujer de Bermude. Pero como la comadre apretaba con la canción de que a su José se le quitó er bebé pa ciento y un día, tanto fue el cántaro a la fuente que por fin se convenció la costilla del señó Frasquito, y una tarde, cuando lo vió venir por la calle con media en su sitio y diciéndole chicoleos a todo el mundo, en el pucherillo de vino que se tomaba señó Frasco antes de comer metió su cara mitad una salamanquesa de medio palmo, que al caer en el vino empezó a agitarse con movimientos desesperados, como si indicara claramente que no era ella de la misma opinión que Bermude con relación al vinate.

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— ¡Ven acá tú, mujercita de mis entretela; traeme “eso”, hija mía..., anda! La mujer le trajo “eso”, y cuando tío Frasquito vió a la salamanquesa le dió un gran golpe de risa. Se serena luego, y, dirigiéndose al bicharraco, le dice, mientras se empina el contenido del puchero: — Boga pa arriba y pa abajo, que hagas lo que hagas, pajolera tonta, ante que pase medio minuto te has quedao en seco... Y señó Frasquito bebía, goloso, mientras el pequeño saurio le daba leves coletazos en la boca y en las narices. El bicho se quedó en seco; señó Frasquito chasqueteó la lengua en señal de satisfacción, y a la pobre mujer se le estropearon los cálculos, porque, por no sé qué endiablada casualidad, desde lo de la salamanquesa Bermude arreció con la bebía en tales términos, que era lo que decía la comadre: — A ese sa menesté echarle en el puchero un cocodrilo. ¡Qué hombre!

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Y EL VIENTO VENIA…

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Y EL VIENTO VENIA… Voy a contar un sucedido histórico, como todos los de este libro, cuyos personajes son el viejo patrón del falucho Birjen del Rosío, tío Juan el Meano; Josefito, que metió el año pasao la mano en quinta, y Tejeringo, un chiquillo burlón y travieso. Es cosa creída como artículo de fe por esta buena gente, que pesca entre la desembocadura del Guadalquivir y la del Guadiana, que cuando viene la calma chicha no hay más que nombrar a cualquier pobre víctima de infidelidad conyugal, se hace un nudo con una cuerda, como si se amarrara su nombre con ella, se tira al mar, y en seguía viene er viento... ¡Que viene er viento es viejo!... — dicen todos los marineros a quienes consultáis sobre la extraña superstición. Un mediodía de julio, de esos terribles en que el mundo es una hoguera, estaban frente a la Rábida el Meano, Josefito y Tejeringo, amodorrados, sobre la cubierta del falucho, cuyas velas, caídas a plano, parecían desde lejos, más bien que combas graciosas de vientre, lienzos blancos de pared. Se ahogaban. El aire no se movía. Nuestros tres amigos bostezaban de tal manera, que el abrir y cerrar de bocas parecía una pelota que iba de unos a otros... El barco estaba materialmente clavado en el agua. De pronto Tejeringo rompe el silencio dormilón de los marineros con esta propuesta: — Señó Juan, ¿no le parece a usté que “lo” nombremos? — No va a ve más remedio... — Anda, Josefito, nómbralo tú; y tú, chiquillo, estate listo con la cuerda... Tejeringo prepara el nudo, y Josefito rebusca en su memoria el nombre de algún infeliz a quien amarrar y tirar al agua. — Ya está acá... — dice —: ¡Perico el de la Juaneca!...Tejeringo cierra rápidamente el nudo, y ya está el chicote en el agua cuando señó Juan se levanta indignado, diciendo: — Oye, tú, Josefito, Perico el de la Juaneca no es “eso", pa que te vayas enterando. — Po mire usté, señó Juan — dice Tejeringo, con una sonrisa empecatada —: Perico el de la Juaneca no será “eso", pero... ¡mire usté pa allá!...Y el pícaro viento venía a lo lejos, rizando suavemente la superficie metálica del río, como si el grandísimo burlón quisiera apretar el nudo que Tejeringo había tirado al agua. El pobre Perico estaba definitivamente clasificado. El agua, él calor y el aire tenían la culpa.

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¡YA CAYÓ!

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¡YA CAYÓ! Señó Cachete es un hombre metido en los tres duros y medio (setenta años). Tiene una frente ancha, cuarteada de arrugas; ojos picarescos y guiñones y andar enérgico, impropio de su edad e impropio del desplome de sus espaldas caídas sobre el pecho, porque los picaros años torcieron hacia adelante aquella recia derechura de su espinazo. Es Cachete el ejemplar perfecto de los marineros hoy desaparecidos, hombre tipo de una raza pretérita: charlatán, voceador, desdibujado de gesto, con una imprecación en cada palabra y una amenaza, que nunca se cumple, en cada oración; republicano, sin saber lo que es república; devoto de la Virgen de la Cinta y trabajador y honrado hasta la medula de los huesos. Andaba mi hombre en el mar, con su pobre falucho, pescando caballas y ganando muy trabajosamente el sustento, cuando a un alcalde de Onuba, entre otras medidas encaminadas a combatir la epidemia de viruelas, se le ocurrió publicar un bando prohibiendo la venta de caballas sin escalar. En esto de escalar entra todo lo relativo al destripe y limpieza de agallas del pescado. Este bando de buen gobierno desgobernó por completo el buen humor de los sufridos marineros, porque era lo que ellos decían: — ¡Pero, señó, si hay que escala cobaya por cobaya, cuarquiá se tira una siesta, cuarquiá echa un cigarro, cuarquiá se pué rascá la cabeza, cuarquiá..., cuarquiá...!

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Y como señó Cachete era el hombre público de los caballeros, su gremio le encargó de hacer una protesta enérgica ante el Ayuntamiento, para que dijera allí esto y lo otro y lo de más acá y lo de más allá; pero bien dicho y con reaños, pa que el pamplinoso del arcarde no se metiera en camisa de once vara, y tal y cual... y qué sé yo... Y allá va tío Cachete, vestido de limpio, con unos zapatos nuevos que rechinan hasta escandalizar la calle, sin que se sepa a punto fijo si aquel ruido que sale de sus zapatos es propiamente de ellos o es el grito doliente de sus pies, criados a la luz, al sol, al agua y a la libertad, y ahora presos en cumplimiento de un deber casi diplomático, por causa de la aborrecida ocurrencia municipal. — ¿Aónde va usté hablando solo, tío Cachete? — le preguntó Mojarrita, — ¿Aónde viá ir? A ninguna parte. ¡Na! Al Ayuntamiento a hacé una protesta..., pero de las gordas... ¿Te entera, Mojarrita? Al Ayuntamiento, pa eso de las cabaya... ¡De las gordas tié que sé! Y el bueno del hombre llega a la puerta del Ayuntamiento, en la que hay un guardia municipal serio, aburrido y con cara de pocos amigos. Verlo tío Cachete y encararse con él en forma descompuesta fué obra de un momento. — ¡Oigá usté! ¿Usté sa creío que tenemos que escalá a la fuerza las silleteras cabaya? Pues no señó, no señó y no señó — y los brazos descompuestos de Cachete andaban por el aire como aspas desarticuladas de un molino. — ¿Usté sa creío que los probe vamo a perdé el día haciendo pamplinas? ¿Usté sa creío...? — ¿Y yo qué tengo que ver con las caballas y con toda esa historia que usted trae? — dice el guardia, con una sonrisa mezcla de burla y sorpresa. — ¿Que no tiene usté que ve? ¡Ya lo creo que tiene usté que ve! ¿Po no ha de tené usté que ve? ¡Protesto, sí señó, protesto! ¡Las cabaya escalá!... ¡Buena sardina han venío!... ¡Escalá, escalá...! ¿Pero usté sabe, criatura, lo que usté dice?...

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¡Miá que escalá la cabaya!... ¡Vamos, hombre! ¡Protesto y reprotesto! Miusté: toa la pajolera via e Dió san vendió las cabaya sin escalá, ¿y qué ha pasao, vamos a ve? Leche fresca y quesito. Miusté mi mujé lo sana que está, con las criaturas que ha echao pa este mundo, y siempre ha comío las cabaya sin escalá... — Bueno, bueno, déjeme usted a mí de historias. — ¿Que le deje a usté?... Ahí tiene usté a mi Manué, que cría ca piojo como er punto de una escopeta; que eso es salú... — ¿Salud, demonio? — Sí, señó; salú. ¿Qué sa creío usté? ¡Salú!... Como er punto de una escopeta, y siempre ha comío las cabaya sin escalá; y no ustedes, los señoritos de pitiminí, que no hacei na más que come bisteles y estáis toos “sitícos" (quiere decir tísicos). — Pero, oiga usted; si eso creo que es por las viruelas. — ¡Qué viruela ni qué pamplina, hombre! ¿Qué tiene que ve las viruela con las cabaya? ¡Ay, Dios mío de mi arma, qué fartita está haciendo la república!... ¡Miá que la viruela! Miusté: a mí me dieron las viruela sirviendo al rey, y ayí, en el servicio, no se comía na más que garbanzo por la mañana y garbanzo po la tarde... ¿Tendría también la curpa las cabaya sin escalá, no?... Con que ya lo sabe usté: ¡protesto y reprotesto más de cuarenta veces pares!... Y ahora..., ¡a la paz e Dios!... El guardia municipal se encoge de hombros; tío Cachete da media vuelta, y, braceando orgulloso, coge calle Botica arriba, donde se cruza otra vez con Mojarrita, que le tose con cierto retintín. Nuestro hombre, satisfecho de la derrota del Ayuntamiento, bañándose en el ambiente triunfal de los grandes tribunos, cambia con su colega una mirada significativa, acompañada de un guiño de los suyos, y le grita: — ¡Ya cayó!...

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ER CHICOTE

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ER CHICOTE Había, hace quince años, una tertulia en Onuba, cuyo asiento era la lotería de Pepe Vides, abierta entonces en la calle Tetuán. Formaba parte de la misma don José Sánchez Mora, glorioso abogado, maestro mío en el Instituto, donde irradiaba simpatía, ciencia y bondad. Don José era un hombre. A esta reunión asistía también don José García López, presidente de no sé cuántas cosas, liberal de don Práxedes, médico, muy buena persona, que con sus manos cogidas a la espalda y moviendo nervioso el bastón por detrás, el palillo de dientes en la boca, la curva de la felicidad regularmente pronunciada y su popularidad bien adquirida, parecía estar siempre en plan de que le dijeran: Don José: yo venía a ver si quería usted hacer el favor... ¿Para qué enumerar más personajes de la tertulia?

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Baste saber que en ella formaban parte desde la elocuencia famosa de Sánchez Mora, pasando por médicos, ingenieros, etc., hasta la modestia intelectual de señó Miguelito Saavedra, enchapado de marinero y de hombre de tierra, porque de marinero tenía aquel habla un poco semitonado y ceceador, en que la repetición del concepto hasta la saciedad era la musa, y de hombre de tierra, su bombín, su bastón con asta de venado, su cadena de plata y sus recuerdos de ayudante técnico de no sé qué ingeniero o cargo de agrimensura; y digo recuerdos, porque al tiempo de referencia señó Miguelito vivía retirado, disfrutando de su renta, que bien lo merecía por honrado, trabajador y bueno. Sánchez Mora, por su prestigio, por su palabra de gran orador, por su ciencia y hasta po su figura, era el alma de aquella tertulia, y cuando él hablaba, don José García hacía guiños nerviosos de admiración, y señó Miguelito ponía la boca embobada, como si la palabra de don José fuera una miel que golosamente saboreaba el antiguo marinero. Un día en que, con motivo de un eclipse, se hablaba algo de Astronomía, Sánchez Mora, dirigiéndose a García López, le dice: — Mira Pepe: acabo de leer un trabajo italiano acerca de la distancia de la estrella Sirio a nosotros, que es una verdadera maravilla de técnica científica.

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La distancia queda prodigiosamente definida; de tal manera, que si se consideran las posiciones de la tierra y la estrella en un momento determinado, llega el formidable astrónomo a marcar hasta una milésima de milímetro entre el centro de Sirio y el de nuestro planeta. ¿No es, señores, digno de toda admiración que se lleguen a conseguir estas precisiones de milésima de milímetro entre astros que ruedan en el espacio a millones y millones de leguas de distancia? Así, pues, amigo Saavedra, entre esa estrella tan admirable que todos conocemos y el centro de la tierra hay, a las doce de la noche del 31 de diciembre, tantos millones de kilómetros, tantos metros, tantos centímetros, tantos milímetros y tantas milésimas de milímetros... La cara de señó Miguelito pasaba de un gesto a otro, y el color le iba y le venía como si fuera combatido nuestro hombre por una lucha interior. Al fin se atrevió a romper: — Miusté, don Jozé. Usté es usté y yo soy yo...; usté es usté. Pero, ¡por vía del pajolero mundo!, eza, ni a usté ze la tamo... — y señó Miguelito levanta la voz, y se atreve, nervioso, con Sánchez Mora, gritando — Porque, mardita zea la pajolera má; zi, zeñó; la pajolera má. ¿Me quiusté dezí, don Jozé, quién ha zío er gachó que pa medí ezo ha tenío ayí er chicote?... La carcajada que provocó la ocurrencia se hizo famosa, y el propio don José Sánchez Mora la contaba y me la contó a mí, muerto de risa, dibujando magistralmente la figura, llena de ingenuidad un tanto socarrona y simpatiquísima, del bueno de señó Miguelito.

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PESCA EMPIRICA

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PESCA EMPIRICA La Onuba de antaño, ingenua, noble y niña, con más cosas de Sancho que de Don Quijote, y, por tanto, de carácter independiente y con un sentido práctico positivista, me la represento yo siempre por alguno de aquellos patrones de barcos que fueron alma y vida de nuestras andanzas marítimas. Ese patrón representativo puede ser cualquiera de ellos; por ejemplo, Francisco Manzano. La Onuba actual, mezcla de hombres venidos de todas partes, mercantil, discutidora, con los pies metidos en los zapatos del escudero de la Mancha, pero con una pluma en el chambergo de sus aspiraciones, que bien pudiera ser un regalo del glorioso idealista amador de Doña Dulcinea, me la represento en la figura de aquel alemán injerto en onubense, que removió todos los valores provinciales, sembró pensamientos nuevos y fue el verdadero propulsor de la vida moderna de la ciudad de Onuba: don Guillermo Sundhein y Geisse. Manzano fue un tipo lleno de gracia seria, si me permiten la expresión, y tan aferrado a sus propias convicciones, que era independiente como un cántabro y más bueno y más dulce que la miel, en el fondo de su carácter bravío.

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Manzano era patrón en un barco pesquero de don Guillermo. La gente llamaba a ese barco la Vapora. Para completar la figura tradicional del buen Manzano hay que unir a todas las preocupaciones de su oficio, de su tiempo y de su alma, una, que le ocupaba tanto sitio como su marinería: el afán de medicinar a los demás; el deseo generoso de curar a todos los enfermos con una fórmula única, la rúa, que es un vomitivo o purgante, inventado por un curandero francés del siglo XVIII, llamado Le Roí, la cual pócima era para Manzano una especie de divino tesoro de la vida, único y universal, que lo mismo curaba la tuberculosis que una pierna rota; y no crean que hay en ello exageración, porque una vez nuestro buen hombre recibió un golpe en la cabeza, con herida muy grave, y puso a su mujer, desde Barcelona, este telegrama: Herido. Vente primer tren. Tráete diez tomas de lo que tú sabes. Y para curarse la lesión producida se metió entre pecho y espalda una colección de purgas y vomis capaces de dejar limpio, no digo yo a una pobre tripa de hombre, sino a una alcantarilla colectora. Como los médicos le molestaban continuamente con denuncias y por otra parte se divertían de su divinizada rúa, él, que era sin saberlo algo Esopo en cuanto a máximas morales, y muy Menipo en cuanto a socarronería burlona, decía, yendo por la calle detrás de dos conocidos doctores: ¡Míralos, chiquillo, míralos; van repartiendo salud!... ¡Salud!,... ¡Buenas sardinas han venío!..., y guiñaba de ojos con esa picardía que pone el pueblo andaluz en el gesto cuando no cree en una cosa y la tolera benévolo.

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De tal modo era independiente Manzano, que no teniendo más que dos grandes aficiones, la medicina y los barcos, ya hemos visto su rebeldía con los verdaderos sabios de la ciencia de curar, y toca ahora ver hasta dónde le llegó su independencia en la otra parte de su espíritu: navegación y pesca. Don Guillermo Sundhein era para Manzano una especie de rey y Dios en una sola pieza. El patrón de la Vapora adoraba a don Guillermo y le temblaba la barba de respeto y admiración cuando hablaba con él. Sundhein seguía con mucho interés el resultado de pesca de su barco, como si el gran hombre fuera tomando nota de una industria que andando el tiempo había de ser, y lo es ya, una fuente abundantísima de riqueza en el golfo de Onuba. Como la Vapora traía con frecuencia mucho pescado de bastina, Sundhein protestaba cerca del patrón, y el patrón callaba porque don Guillermo... era don Guillermo. Pero como su independencia montaraz le estaba hirviendo en el pecho, en una de aquellas amonestaciones del amo, nuestro hombre se fue del seguro y le encasquetó a su ídolo la siguiente oración: — Pero, don Guillermo de mi arma, ¿cómo quié usté que no venga rebujao el pescao basto con el fino? Eso es lo mismo, señó, que si usted y yo echáramos una red por la carretera de aquí a Gibraleón y a usted se le metiera en la cabeza que en la red no salieran ná más que los pollitos chicos, esos que se comen con tomate...

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Y yo digo: mardita sea la silletera má, que como la red fuera por la carretera, teníamos que cogé algunos pollitos, sí señó; pero también caerían hombres, mujeres, chiquillos, burros, que tó eso es la bastina, señó. A vé si se entera usted de una vé...Y como don Guillermo insistiera y Manzano, cada vez más alterado, iba poniendo una cara que era un poema, Sundhein, para concluir la escena, dijo con el tono solemne con que siempre hablaba aquel hombre: — Bueno, dejemos eso, Manzano. Yo afirmo a usted que existen bancos de merluza, que son los que hay que buscar. Yo hablo de una pesca con arreglo a la ciencia y la de usted es una pesca empírica. Y Manzano, herido en lo más vivo de su alma, grita descompuesto: — ¿Conque empírica, eh? Bueno, pues me caso en diez; de esto sé yo más que usté un pico, y vamos a ve cuál de los dos pesca más, yo empírica y usté sin empiricar... El hombre sencillo e independiente tuvo el valor de desafiar al gran Sundhein, que era para él, además de un grande, un rey y un ídolo. Sundhein soltó el trapo a reír y le dio un puro a Manzano.

VAPORA MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


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¿ANATOMIA...?

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¿ANATOMIA...? Don Alejandro Cano es un sacerdote humilde y bueno. Es un excelente discípulo de Jesucristo. Pasa algún tiempo durante el verano en la playa de Punta Umbría. Misa, visita de enfermos, enseñanzas de las primeras letras a los chiquillos de aquellas latitudes y cuando están satisfechas todas sus obligaciones, entonces, rema, pesca, pinta, etc. Una tarde pinta en la proa del falucho de su hermano don Emilio un grande ojo, para seguir la costumbre de tiempo inmemorial, en que andaban aquellas naves rostradas por esos mares de Dios. Don Alejandro pinta que pinta su ojo, y Adolfillo, chico de siete años, descalzo, enclenque y con el salitre pegado al pelo, mira embobadísimo la faena de la pintura. Don Alejandro da fin a su tarea y busca la aprobación del chiquillo, así: — ¿Qué es eso, te gusta este ojo, Adolfito?... — Sí, señó; don Liandro. — ¿Mucho? — Mucho..., mucho...; no, señó. — Hombre..., ¿y por qué? — Pué miusté, porque a ese ojo le farta una cosa. — ¿Qué le falta, Adolfito? — ¿Qué le va a fartá? Las lagañas. Por lo visto, el del pelo salitroso tenía una lamentable confusión entre la Anatomía y la Fisiología. MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


¡PERO MAS BRUTO...!

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¡PERO MAS BRUTO...! Tío Juan, el Bañero, es un tipo especial. A pesar de sus pies descalzos, su gorra azul con una greca blanca, su colillita pegada siempre a la comisura del labio y sus dos fanegas de manos, indicaciones todas muy claras de su oficio de marinero; a pesar de todas estas cosas, tío Juan las pinta de hombre enterado y culto y más de una vez lo he visto metido en un gran lío al querer expresar una idea, no corriente, en el léxico pobrísimo de su diccionario de barco de vela. Como todas las personas escasas de palabra, tío Juan tiene un recurso, que pudiéramos llamar oratorio, para las ocasiones en que él quiere acentuar una idea, y ese recurso es la repetición. — Miusté si había nublina que no se distinguían los deos de la mano. —Ya habría, digo yo, porque para no vérsele a usted la mano... — ¿Que si había? Ni los déos, don Manué. Ni los déos... Como usté lo oye, ni los déos. Así hablaba tío Juan. Bueno; pues una tarde lo encuentro en el muelle de Onuba en compañía de un niño como de unos diez años. — Oiga usté, ¿usté no conoce a mi Manué? — Aquí lo tiene usté; este es mi Manué. ¡Mi Manué! ¿Usté no se acuerda, don Manué?... — ¡Ah!, sí hombre, ya recuerdo. Aquel chico de Punta Umbría... sí...

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—El mesmo. Pero, chiquillo, ¿qué hace que no saluda a don Manué, chiquillo? Quítate la gorra, hombre, quítate la gorra... — Bien muchacho, bien. — Aquí a onde usté lo ve, él no está metió en el aquel de las personas cevilizá, no está metió; pero este niño, don Manué, es más bueno que er pan... Ahora, que tiene la contra de que el pobrecito es más bruto... — Hombre, ¡por Dios! El chiquillo miraba como distraído al río. — Sí, señó; cevilizao no es, pero bueno...; de bueno, hay que vé lo bueno que es... Bruto, to lo que usté quiera, pero bueno... Usté lo manda que se tire al río y ya está... Usté lo manda... — El chiquillo se rasca nervioso la pelambrera bravía. — Usté lo manda que se mate... y ya está... Ahora que como bruto... es que no lo hay más bruto, don Manué. No lo hay, no, señó; no lo hay más bruto... — ¡Po miusté, que usté, padre...! Esto dijo el de la pelambrera, y fueron sus palabras como un equilibrio para el cevilizao autor de sus días, porque con la salida inesperada del chiquillo, a tío Juan el Bañero se le congeló la palabra totalmente y se le quedó allá dentro toda la algarabía de las repeticiones de su estilo. ¡Bravo, muchacho! MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


MULTIPLICACIÓN

ESCUELAS DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


MULTIPLICACIÓN Señó Perico Petaca va embarcado en su falucho. Es hombre rudo, analfabeto y noble. Tiene una cabezota romana, bronceada por el yodo del mar. De él se cuentan cosas de gracia tosca y marinera. A su servicio va Josefito, un chiquillo de doce años, que ha aprendido a leer en las escuelas del Sagrado Corazón, de Onuba. — Señó Perico, ¿está usté rezando el rosario con los déos? — Qué rosario ni qué ocho cuartos, chiquillo; lo que estoy es ajustando la cuenta del pescao. O yo estoy tonto o esa gente de la pescaería ma dao a mí dinero de menos... Señó, yo he vendió siete ciento de cabaya, a siete peseta el ciento... Entonces, me caigo en la pajolera mar, ¿cuál es la cuenta, señó...? Y tío Perico mueve los dedos de la mano izquierda, como si todos ellos fueran dándole el pésame al pulgar, mientras la derecha, estirada como un guante deforme relleno de arena, hace recordar el chiste de un chusco que un día de broma le dijo: — Pero tío Perico, si eso no es una mano, si eso es media arroba de batatas. Tío Perico, preocupado con el problema de su contabilidad, pasa y repasa revista a sus dedos, y el chiquillo, que es un poquito guasón, se ríe como un descosido viendo la preocupación del viejo. — Mira tú, Josefito; a ve si pues tú ajustá esta cuenta, hombre; ha er favó.

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— ¿Yo? Pues ya está. Siete ciento, a siete peseta, pues, cuarenta y nueve peseta, que son nueve duro y cuatro peseta. — Por vía er mundo, que es verdá... ¡Esa es la cuenta!... ¡Que esa es la cuenta es viejo!... Oye tú, ¿y cómo ha sacao eso tan pronto, niño? — Eso es mu faci, señó Perico. — ¿Faci? ¡Faci! ¡Qué va a sé faci, criatura!... — Vamos, ¿a que no acierta el dinero de aye? Ocho ciento de cobaya a seis peseta... ¡Anda con esa! — ¿Ocho ciento a seis peseta? Pues cuarenta y ocho peseta, que son nueve duro y tres peseta... Tío Perico se queda desconcertado, y como el muchacho no para de reír, y por otra parte el viejo sospecha que Josefito pudiera saber de antemano las cifras de las operaciones propuestas, cuando con tanta facilidad le ha contestado, concluye por creer que el chiquillo le está tomando el pelo y dice con cierto retintín: — ¿Y cómo ha sacao tú la cuenta tan pronto, niño?... di... Josefito, sin dejar de reír: — ¿Po no le he dicho a usté que es eso mu faci? — Harme er favó de no reírte má, y dime pronto cómo ha sacao tú la cuenta... ¿Quiere no reírte má, hombre? — Pero señó, si eso no es na má que multiplicar. .. — ¿Sí, eh? De mó y manera, que primero risita y ahora te vá a pitorrea encima conmigo... Murpliticá, ¿eh? Po mira, liebre pelá, que eres una liebre pelá, ven acá, y mardita sea hasta la... y el pobre chiquillo, mártir pitagórico, siente que la media arroba de batatas le cae en el pescuezo como un tiro, mientras el tío Perico dice sentenciosamente: — ¡Guaséate, anda!... ¡Toma murpliticá!

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CAPACHOCOS

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


CAPACHOCOS En la playa onubense de Punta Umbría nació Capachocos. Su apodo está diciendo a leguas que es marinero por todos cuatro costados. En aquellas montañas de arena suelta, que el mar con una paciencia de siglos y siglos acarreó a sus orillas, se crió Capachocos, sin haber puesto jamás los pies en Onuba hasta que tuvo próximamente diez años. El ayudaba a tender las redes al sol y a echarlas al mar, pescaba cangrejos y bocas, era un fiero enemigo de las almejas de pie de burro, y de tal manera chapoteaba en las orillas del caño, y en los bajos de enfrente, y en los barros del estero, que no se le podía mirar aquella cabezota de pelo ensortijado, como virutas de madera negra, ni aquella caraza chatunga, ni aquellas manos requemadas, ni los pies descalzos y deformes, sin que se le descubriera siempre una línea ondulada y blancuzca de sal adherida al cuero, indicadora del salpiconazo de una ola, o bien de que, hasta la señal del salitre había andado mi hombre metido en el agua, ya jugando, ya pirateando al pormenor, o ya ayudando, en trabajos serios y formales, a los hombres del mar. Tenía ya la edad dicha de diez años, cuando un día tío Miguelito Reméa, que calafateaba un barco, le dijo: — Mira; como me ayude te viá yevá a Cüerva, pa la Cinta, y te viá a pagá una jartá e merengue... — ¡Ju..., ju! — dijo el chico riendo. — ¿Te gusta? ¿Quieres o no? — ¿Y cuándo es la Cinta, di usté? — El día ocho del mes que viene... MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


— ¿Merengue es un durce, verdá usté? — Un durce muy rico, chiquillo. — ¡Me caigo en la má! ¿Y una jartá dice usté? — Una jartá. Capachocos, con el estímulo de los merengues, ayudó en su trabajo a tío Reméa, y éste cumplió al pie de la letra su palabra. — ¿Está mu lejo la tienda de los durce, tío Miguel? — No, hombre; está ya mu cerca... ¿Tú ve esta caye? Po echa payá y luego pacá, y ar remate está la confituría de la Campana. Pero chiquiyo, ¿tú no has venía nunca a Güerva?... — Una ve na má... Están ya parados en el mismo umbral de la confitería. Sobre el mostrador del establecimiento hay una tabla enorme de merengues, recién sacados del horno, paliduchos por los bordes y retostados por arriba, formados en interminables hileras, y alguno que otro con una lagrimita de miel en la soldadura de los dos hemisferios. — Estos son — dijo tío Miguel. — ¿Estos que están aquí? — preguntó Capachocos con el gesto de quien va a celebrar unas primeras nupcias. — Sí, hombre; esos... Anda con ellos. — Y nuestro muchachote, nervioso, algo agarrotado, tiende el brazo encima de la tabla de sus deseos; se fija en uno más requemadito, alarga un dedo rígido, tieso, un dedo formidable, y, no teniendo noción de la resistencia del merengue, lo hunde hasta los gavilanes en la masa... Se asusta, saca el dedo que parece un picatoste blanqueado, y sacudiéndolo en el aire, dice con cara de gran contrariedad: — ¡Me caigo en la pajolera má; tío Miguel, qué mala suerte; por sé el primero... podrío...!

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IMAGINACIÓN

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


IMAGINACIÓN Habían ido a Madrid, llamados por el Ministerio de Instrucción pública, veinte niños de las Escuelas del Sagrado Corazón de Onuba y su maestro. El objeto del viaje era dar conferencias de Pedagogía práctica y nueva en la Universidad Central. Fue aquel un suceso que produjo una gran emoción en España. Dios estuvo con los chiquillos y los chiquillos triunfaron en toda la línea, de tal manera, que no sabían los madrileños qué hacer con ellos en su afán de festejarlos y obsequiarlos. En la Universidad, en el Ministerio, en El Escorial, en el Seminario, en el Sagrado Corazón y en el palacio de la Infanta Isabel, hubo conferencias al par que ovaciones, regalos y cariño. Los remiendos y las alpargatas de los veinte chiquillos pasaron victoriosos delante de toda la ciencia y de todas las elevaciones de España. Faltaba el Rey únicamente. Don Alfonso, que vela siempre por el bien de la patria, tuvo un rasgo de los suyos, y los niños fueron a Palacio. ¡Palacio, y los chiquillos con los calzones rotos!...

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El contraste era original y no visto. Las armaduras, los cuadros, los tapices, el esplendor de los salones y el brillo de los uniformes tenían a los chiquillos asombrados. Los angelitos estaban cohibidos por el espectáculo del culto externo de la realeza. Nos recibió el Rey de uniforme diario de Infantería. Sencillo, afectuoso, español, estuvo más de una hora examinando a los niños, interviniendo en sus gráficos, haciendo interesantes preguntas... ¡Encantado!... A un chico muy listo le preguntó por los Borbones, desde Felipe V hasta Alfonso XII... — ¿Y después de ese Rey, quién viene? — preguntó el monarca. Y el chiquillo, enseñando la doble hilera de sus dientes blancos y riendo a plena confianza, contesta: — ¿Que, quién viene? ¿Quién va a vení? Usté. Y ese mismo chiquillo, aprovechando la hila rielad producida por su contestación, me tira de los pantalones y, al inclinarme hacia él, me dice al oído con una particular extrañeza: — ¡Me caigo en la má, don Manué; si el Rey es un sordao!... El chiquillo había por lo visto imaginado encontrarse a Don Alfonso con la indumentaria que le ponen en las estampas a los Reye Magos. ¡Qué sinceridad tan graciosa!

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BELMONTE Y PANIJO

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


BELMONTE Y PANIJO Pues, señor, había en mis Escuelas de Onuba un chico jorobadito, que era travieso y juguetón y hasta un poco mal intencionado en el ejercicio de las diabluras propias de su edad. Le llamaban Panijo. Yo le dije cuando llegó al colegio, que ya que en la casa no podíamos quitarle la joroba de fuera, me dedicaría a quitarle la de dentro, la moral, producida por la idea de verse lisiado. Y poco a poco le fui insensibilizando la joroba de dentro. Me debe, pues, Panijo el haberle destruido el foco más importante de su infelicidad en este mundo. El famoso diestro Juan Belmonte visitó por aquel tiempo nuestras Escuelas y quedó encantado. Convidó a una caldereta a todos los chicos del colegio, que se pusieron de carne como no hay idea. Hizo Belmonte especial conocimiento con Panijo, y éste, que es picotero y aduladorcillo, con sonrisas, caricias, don Juan, para arriba; don Juan, para abajo, y un régimen completo de coba fina, ganó la simpatía del célebre trianero, ya naturalmente bien dispuesto, por la compasión que mueve en los hombres buenos la presencia de un pobre niño deforme. Pasaron unos meses y vino Belmonte a torear una corrida de feria.

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El gran Panijo se presentó en el hotel donde paraba el torero: — Buenas tardes, don Juan. — Adiós, chiquito, y don Manué, ¿dónde está, di? — Don Manué está en unos baños con su mujé. — Oye, tú, Juan — preguntó un señorito de Sevilla que estaba presente — ¿quién es este galápago? — Cáyate, hombre; este es un chiquiyo la mar de salao de las Escuelas de Siuró. — Vamos a vé, Panijo; ¿qué traes tú por aquí? — Yo, er gusto de saludarlo a usté, don Juan. — ¿Eso ná más? — Eso... y vé si usté me conviaba a los toros. — Con muchísimo gusto — dijo Belmonte riéndose, mientras concluía de vestirse de torero... Había que ver a Panijo, en el coche de la cuadrilla, escoltado por los picadores, que no quitaban ojo del chavea. Todos los chiquillos del pueblo corrían tras el interesante cuadro. — ¡Panijoooo, Panijoooo, Panijo y Belmonte! ¡Panijooo!... Mira, mira..., ¿vas a toreá? El escándalo fue de los gordos, y los banderilleros, durante el camino de la plaza, tentón va y tentón viene en la joroba del chiquillo, no pararon un momento, porque es una creencia muy extendida por estas tierras andaluzas, que es señal de buena suerte palpar la jibá antes de emprender alguna empresa arriesgada.

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Los picadores, en la puerta de la plaza, hicieron que Panijo se subiera a caballo con cada uno de ellos y materialmente le plancharon el bulto. Todos los lidiadores exigieron que Panijo se pusiera en el palco grande que hay bajo la presidencia, para tener el gusto de verlo durante la corrida. Me decía, luego, Daniel Herrera: Mire usté, don Manué; aqueyo fué el disloque; empezando por Juan y concluyendo por el puntiyero, ayí no se meneó nadie pa ná, sin pegarle con la vista un refilonaso a Panijo en la joroba. Fué una corría de suerte y de alegría, no hubo ni un mal tropesonsiyo. La cuadriya quería contratar al jorobeta... Cuando llegaron a la fonda, un picaó de Juan que hasía aleluyas sacó un billete de la lotería y, poniéndoselo a Panijo en la espalda, dijo: Por la joroba que tiene que sarga este numerito en el sorteo que viene. Panijo estaba encantado de tanta popularidad, y cuando vuelto yo de mis baños me contó él mismo el suceso, le dije muy serio: — Debes escribir en un papel toda la frescura que tienes y ponértelo en la joroba, a ver si se te quita tanto desahogo, hijo. Y el chiquillo me miraba con una mirada de viejo experimentado y se salía de la cuestión exclamando: — ¡Valiente corría... don Manué!

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COSAS DEL INGENIO DE ESTOS HOMBRES DE TIERRA ADENTRO, QUE SUPIERON PERFUMAR LA VIDA EN EL AMBIENTE DE LA MADRE ANDALUCIA

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


TRIXIE Veguita, Monís y Duelos van camino de Londres, El Don Hugo, antiguo vapor de la Compañía de Ríotinto, les lleva. ¿Quiénes son esos señores? En veinte leguas a la redonda de Onuba sería ridículo hacer la presentación. Para fuera de ese radio diré que Veguita es delgado, fino, joven y calvo; que tiene mucha sal en la mollera; que le gusta una caña de manzanilla como a cualquier hijo de vecino, aunque, ahora, parece que por una decisión plausible de su voluntad, navega por la vida a píe enjuto, sin humedades de barril, y sin poder darse el gusto de aceitunita va, chascarrillo viene, y una copita de vez en vez, que eso por las tardes es una bendición de Dios, según dicen los técnicos y Ios no técnicos. Duelos es un señor grueso, casi cilíndrico, con cabeza de romano, del tiempo de Septimio Severo, sportman a todo trapo, tirador maravilloso y perseguidor de jabalíes tan experto, que yo tengo mi poquito de vanidad por aquellos versos en que le llamaba el Rey de la Sierra. En cuestiones de gracia se trae lo suyo. Monís, el gran Julián, carilargo, mustio por fuera, Heno de flores de ingenio por dentro y algo haragancete, tiene un moro en la barriga de tal calibre que hay que sonreírse de todos los Abdallaes, Abdelazíes y Abderramanes. En Londres les esperaba para vivir con ellos el maestro Pedro García Morales, amigo de la niñez, que lo mismo hace una poesía exquisita y un juicio crítico chispeante, que enristra batuta y se las entiende con las grandes orquestas, porque es nuestro ilustre paisano hombre de pluma y de pelo. Es mucho Perico. MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


De lo que vivieron, bebieron, rieron y gozaron estas criaturas en Londres, no puede ni hacerse mención, porque fuera preciso un libro que contara las aventuras y pasillos de los cuatro onubenses, y un libro y todo, sería poco. Hacía dos semanas que nuestros amigos andaban en la gran urbe, cuando Perico anunció la visita que harían por la noche a Trixie, una gentil muchacha, que ellos ya conocían, administradora de un gran establecimiento de perfumería, londinensa de pura raza, amabilísima con los españoles y que celebraba en su elegante morada la fiesta de su cumpleaños. Nuestros amigos llegaron a casa de Trixie perfectamente smokins, y la bella hija del Támesis los recibió con sonrisas de afecto y copas de champagne. Veguita, que no había podido aprender ni una sola palabra de inglés, se desvivía por echarle un piropo a la bella amiga, y... nada...; ¡con las cosas que le hubiera dicho mi compadre!... ¡Un hombre como él!, con ocurrencias tales, que una vez, viajando por nuestra provincia, en un pueblecito serrano, le dijo en la mesa la criada de la casa de huéspedes: — De parte de doña Ramona que cómo quiere usté el huevo. — ¿El huevo? Pues mire usté, dígale que lo quiero con otro y con un poquito de tomate. Este era el hombre que embobado delante de Trixie no sabía sino hacer aspavientos y beber champagne... De pronto se le declara al compadre Vega un hipo imponente. — Este pajolero hipo... ¡Ik, ik! ¿Has visto, Monís? ¡Ik! Duelos llama entonces aparte a García Morales y le dice: — Mira, Perico, ¿tú ves que Veguita no ha bebido más que tres copas de champagne? Bueno, pues ya está listo; lo que se llama listo, y antes de diez minutos verás el estallido... MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


Y Monís, con aquella pasta tan suya y tan llena de gracia, explicó los cuatro momentos de la evolución del vino en Veguita. — Primer momento. El bache. — ¿El bache? — Pregunta Perico con curiosidad — ¿Qué es eso? — Pues ná... el bache. ¿Qué es un bache? Un bache es un hoyo del camino donde mete el carro la rueda y no hay quien la saque. No sé si habrás observado que Veguita ha metido hace un rato la rueda en el bache, de que Trixie está muy guapa... “— Hay que ver lo guapa que está...; está guapísima... Trixie está muy guapa...” El bache. Veguita interrumpe: ¿Que si está guapa? ¡Bueno!... ¡Ik... Ik! ¡Guapísima! Monís, sigue: El segundo momento de la evolución es el hipo. Cuando le entra al compadre el hipo... Tiene razón Duelos, estallará pronto. Perico, muerto de risa, explica a Trixie la cosa, y Monís, añade: El tercer momento es el derrame interior de palabra, o sea la rotura del puente que comunica al pensamiento con la expresión. Así es que dentro de cinco minutos verán ustedes que Veguita piensa, es verdad, pero se le derrama la palabra por dentro, y al exterior no salen más que gestos, contorsiones, etc., etc. Y el cuarto, es el derrame externo, o sea el cólico de vino en todo su esplendor. — ¡Oh, eso no! — grita Perico —. Nada de vomiteras. ¡Tuviera que ver! Buena le íbamos a poner a Trixie su jaula encantada. ¡Que no y no! — y dirigiéndose a Vega le dice muy serio: — Mira, Veguita; por lo que más quieras en el mundo, no vayas a vomitar aquí... Si te dieran fatigas, no tienes más que ir al retrete..., ¿verdad, compadre? ¡Sería una catástrofe!... MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


Y Vega, sin pronunciar ya ni una sola palabra, en pleno tercer período, en pleno derrame interno, con un gesto que quería significar que a él le importaba todo un rábano, mira a Perico melancólicamente, suelta tres o cuatro golpes seguidos de hipo, y se desata en una furiosa serie de picarescos cortes de tela por el sitio donde tienen la graduación los militares. Duelos, muerto de risa, grita: ¡Ya está ahí! ¡Ya viene! ¡Ya viene! Y efectivamente, ¡zás!, allá va eso: ¡Guaaa, guaaaa..., guaaaa! — ¡Ladrón, me has matado! — grita Perico. — ¡Guaaaa!... — El champagne, rebotado, corría que era un encanto por la alfombra, y Vega, tendido en una dormilona, después de cada vómito, ponía en dispersión a toda la cuadrilla, porque para quitarse los escombros de la boca escupía por elevación, poniendo el pánico entre los regocijados amigos. Al ratito se quedó como muerto. Era un sopor profundo. Se procedió entonces a la limpieza de todo aquello. Trixie, paciente y fina, haciéndose cargo, facilitó jofainas, agua, perfumes, etc. Cinco minutos más tarde, Vega, limpio del todo, estaba materialmente embalsamado, y tendido en él mueble, con una palidez de marfil, dormía metido en su smokin. Trixie entonces explicó a los amigos la creencia inglesa, según la cual la muchacha soltera que permitía que se le durmiera un soltero en visita, no podía casarse jamás. Para contrarrestar el maleficio había una medicina: un beso honesto en la frente del dormido. — Manos a la obra — dijo Monís. Y Trixie, modestamente, se inclinó sobre Vega, y como un pájaro que rozara sus plumas, besó en el nacimiento de la calva de mi compadre. — Vega abrió medio ojo nada más y dijo con gran énfasis la única palabra que aprendió del inglés, en quince días: — ¡Yes!...—Después siguió durmiendo como un bendito.

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DON AGRACIADO

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


DON AGRACIADO Le llamaremos don Agraciado para llamarle algo, porque el nombre verdadero del protagonista de este artículo no podemos darlo, para no contrariar la voluntad del buen amigo, que en modo alguno quiso verse en letras de molde. Era, y decimos era sólo para despistar, hombre fino, nervioso, menudo, vibrante de talento y de gracia. Obligado a luchar siempre en las actividades propias del mantenimiento y dirección de una numerosa familia, su combatir cara a cara con la vida le enseñó un especial humorismo, que visto al través de su imaginación andaluza, cristal multiplicador de la realidad, le hizo poseer una clase de ingenio en que la agudeza iba siempre acompañada de una exageración completamente sincera. Don Agraciado, por el encanto de su charla interesantísima, daba siempre la impresión de un hombre exquisito. Se hicieron famosas algunas de sus exageraciones. Nunca ponderaba por miles; picaba más alto, y refiriéndose, por ejemplo, a una perdiz mal cuidada, decía: Aquel animalito tenía un billón de piojos. De un señor, que en un asunto de poca importancia no le cumplió un compromiso contraído, decía lindezas así: — Depositar la confianza en ese hombre es como si al Banco se le ocurriera encargar a los ladrones de la custodia de los billetes. Y puesto ya en el plano de su exaltación se indignaba, exclamando: — Bueno, señores; ese hombre es un informal, un villano, y esa pillería que me ha hecho es un crimen. ¡Infame!... ¡Bandido!... Mire usted, amigo don Manuel, el tío criminal se sonreía tan fresco como si nada ocurriera, enseñándome aquellos dientes suyos, aquellos dientes que son un juego de dominó... Sonrisitas... el muy ladrón... MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


Picado en pedacitos como pulgas no pagaría... ¡La horca, la horca pajolera para los pillos!... ¡La horca, hombre, la horca en cada esquina!... ¡Santa Horca, bendita, ora pro nobis!... Y el hombre que así se desahogaba, era incapaz de causar a nadie ni la más insignificante molestia. Véase el tipo graciosísimo de alguna exageración suya que se hizo famosa. Ponderaba en cierta ocasión lo vieja que era la casa que tenía arrendada para su familia, y decía, quejándose del propietario: — Nada, y sin querer hacerme caso; pagándole como le pago sesenta duros de renta por aquella porquería... Porquería, sí, señor. Figúrese usted que allí andan los ratones como Pedro por su casa. Un horror, hombre, un horror. No le digo a usted más sino que cuando estamos comiendo, por la repisa del zócalo del comedor, asoman los hociquitos de una miríada de ratones, en plan de observación; no hace más que levantarse de la mesa el último de mis chiquillos, caen sobre el mantel aquellos animales con una algazara imponente... Oiga usted, allí, en casa, tenemos la costumbre de darles a los niños chicos, cuando se van a acostar, una bizcotela. ¿Qué cree usted que tenemos que darle al mismo tiempo a cada criatura? Un garrote. Sí, señor, para defenderse; porque los ratones les quitan las bizcotelas... Y para que no tengan ustedes la menor duda de esto que cuento, oigan: Tenemos una ratonera puesta en el antecomedor. La ratonera es de alambre, con un poquito de queso, etc., etc. Bueno; pues forman cola los ratones para entrarse en ella... Si hay alguno que sobre él solo asunto de los ratones que le molestan en casa haga funcionar la fantasía con tan espléndida variedad, con tanta fuerza de color y de creación, que levante el dedo para admirarlo y celebrarlo como celebramos al simpático amigo don Agraciado.

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HUEVOS Es preciso conocer al Padre Pérez, como le decimos nosotros, con su plena juventud, aquella calva extemporánea, los ojos ingenuos y su manía discutidora infantil, para hacerse cargo de la gracia que envuelve el suceso que referimos. Tiene el buen Padre Pérez, con perdón sea dicho de la santidad de sus hábitos, chifladuras que pudiéramos llamar lícitas: el juego de dominó y la cría de gallinas. Hay que verlo con aquellas manos gruesas, nerviosas por el pueril prurito de ganar siempre, extendidas sobre las veintiocho fichas del dominó, dale que dale, para barajarlas bien; hay que verle completamente abstraído con las blancas y los seis, los cierres y los pases, llevando la cuenta de las fichas de cada uno, del gesto que a cada cual se le escapa en la respectiva jugada y encendiéndosele el semblante para anatematizar con argumentos de fuerza dialéctica la jugada del compañero, que abrió a cinco en vez de dar un cuatro... El buenísimo de Manito, compañero del Padre Pérez, que juega para distraerse y no para hacer del dominó una bella arte, sabe muy bien lo que significan aquellos ojos del cura perdidos en el aire y las manos agitadas por el calor oratorio de una filípica dominesca. El buen Padre Pérez habla con las fichas en la mano completamente ex cathedra. Y también es de ver su alegría cuando corre favorablemente el juego. — ¡Muy bien jugado ese tres, compañero, muy bien! ¡Tome usted ese pase, D. Luis!... Y sobre todo cuando dice: ¡Dominóoo!

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Estas aficiones, tan íntimamente sentidas, en cosas tan insustanciales e inocentes como el dominó, acusan, desde luego, una bondad extraordinaria, y a los amigos del Padre Pérez no nos cabe duda de que este virtuoso del dominó es un hombre bueno de veras. Pues a pesar de todo esto, aún no sabemos qué puede más en él, si un juego a blancas o una granja avícola; si la ficha para dominar o la gallina ponedora legítima, de raza inglesa pura, o andaluza selecta. El Padre Pérez es seguramente una de las personas que saben más de huevos, de pollos, de castas, de crías, de régimen alimenticio, de gallineros, de enfermedades de aves y del negocio huevero. El nombra a Orpington, a Plymouth Rook, a Haundaut y a Legorn. Es un erudito moderno. El y don Arcadio Aragón son el alma de la Granja establecida en Onuba. También don Arcadio, que pone todo el calor de su alma fogosa y toda la experiencia de su vida de comerciante en esta romántica empresa de la perfección y mejoramiento del mundo gallináceo, es un hombre bueno a carta cabal y no se sabe quién tiene más gasolina en la afición de la Granja, si él o el cura. Por otra parte, la Granja merece la pena, porque eso, además de un negocio, es, a no dudarlo, un excelente progreso del orden material y hasta, si me apretáis mucho, diré que del orden moral, porque hay quien recrea su espíritu y goza extraordinariamente averiguando si la gallina tiene huevos, con calicatas directas, y cogiendo con sus propias manos los diez, los catorce, los veinte huevos del gallinero. Gozar honestamente es alta cosa moral. Pues, señor, que después de mil fatigas y contradicciones, después de luchas sin cuento, venciendo la resistencia pasiva de la gente y la falta de afición que a esas cosas hay por aquí, se consiguió montar la Granja, se encerraron las ponedoras y se obtuvo el primer huevo. El huevo primogénito. El Mayorazgo. MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


Don Arcadio y el Padre, después de tener en sus manos el primer producto, con el mismo respeto y emoción que si poseyeran el Gran Mogol o el Regente de Francia, acordaron que ese huevo debía conservarse en una vitrina de la Granja, con una inscripción artística en su cáscara que refiriera a todas las generaciones el feliz suceso. Así se hizo. Don Arcadio se encargó de cocerlo gradualmente para que no se estallara, y después de poner en la operación una solicitud cariñosa, con todo cuidado llevóse el dichoso huevo a casa de un calígrafo notable, que hizo filigranas de ejecución al poner sobre el ejemplar histórico esta leyenda: Real Sociedad Avícola LOS XXX GRANJA ESPAÑA PRIMER EJEMPLAR Onuba, 21 de Septiembre de 1922. Los dos buenos amigos se presentaron en el Círculo Mercantil con el huevo, el que corrió todas las manos, llevándose la admiración general por su tamaño, por su significación y la parte caligráfica, verdaderamente notable. — ¡Padre Pérez, después del huevo de Colón no hemos visto nada parecido! — ¿Cuántas yemas tiene? ¿Nació solo o vino con otro gemelo? ¿Cómo está la madre? ¿Sigue bien la paciente? ¡Que sea para bien! El cura y don Arcadio, que tienen perfecta noción de la alteza de sus propósitos y saben descartar la parte de broma que en las palabras de los amigos había, porque en este país se subrayan con chistes hasta las cosas más serias, no cabían en sí de satisfacción.

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Después de todo, habían tenido una bella ocurrencia con lo del huevo. Era una delicadeza espiritual que ponían sobre las cosas materiales de la Granja. Manito, el simpático Manito, verdadero botones del cura en el juego del dominó, dice: — ¿Pero hoy no se juega, Padre? El cura, con el huevo en la mano, se sienta en la mesa del dominó. Mientras barajan y demás, al Padre Pérez no hay quien le calle con la natural satisfacción de su triunfo; pero le dan un magnífico juego a blancas y a unos y distraído se guarda cuidadosamente el huevo en ese bolsillo fantástico que tienen los curas en la sotana, y cuando él creía dominar con sus blancas, le arrima don Arcadlo un tercer seis; el cura pasa, se agita en la silla y de pronto da un terrible grito... Toda la región glútea del Padre Pérez oprimía catastróficamente el huevo histórico. ¡Adiós ilusiones, adiós inscripción artística, adiós recuerdo interesante..., adiós... todo! El cura estaba lívido, y don Arcadlo tomó agua para sobrellevar la impresión... El Padre Pérez se sacó aquello del bolsillo, y voto al chápiro, él pobre huevo era un desastre, porque el amarillo de la yema cocida y el blanco de la clara dura, asomaban por las grietas del cascarón como una protesta contra el peso formidable del Padre Pérez.

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LA BRECA TRIUNFA

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


LA BRECA TRIUNFA Era don Hermenegildo un hombre de arquitectura sólida y sin líneas. Alto, cabeza angulosa y ancha, moreno, ojos grandes, de bien desarrollado vientre y de un talento natural bastante claro, al servicio del cual tenía él en las discusiones sus premisas, sus silogismos y hasta los entimemas y sorites salían a relucir cuando las cosas se ponían serias. En aquel Casino de Onuba, donde corrieron los primeros años de mi juventud, y al que decoraron con sus simpatías don Pedro Soto, don Manuel García, don Matías López, el formidable tío de gracia el Boticario, Pepito Coto, Diego el del Gallito, Sacanelles, Salvadorito, etcétera, etc… en ese Casino, era don Hermenegildo uno de los dioses mayores de aquella pintoresca mitología. Una vez, discutiendo con un médico novel, decía: — Ríase usted de todas esas paparruchas con que os han hecho perder la juventud en las Escuelas de Medicina (había que ver la cara del médico). ¡Paparruchas, sí, señor! Estoy cansado de repetirlo: “No hay enfermedades”; lo que hay es hambre, falta de cocina solamente... Tengo mi argumento: La vida no es más que comida transformada; las enfermedades van contra la vida; luego van contra el alimento; luego la enfermedad es hambre...

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¿No lo ve usted, hombre? — y como el médico no aceptara de lleno el razonamiento, había que ver el derroche de energía y de fuerza con que don Hermenegildo iba repasando y fortaleciendo sus premisas, sus consecuencias, sus alimentos y su amor propio, hasta que el adversario se rendía, más que por convencido, por miedo a aquellas armas lógicas, que eran imponentes. Una vez, Manolo Vázquez Pérez, el archivo viviente de la Onuba de hace cuarenta años, el graciosísimo boticario a quien todo el mundo quiere por simpático, por bueno, por niñote y por choquero legítimo, fué a visitar a su compadre don Hermenegildo, que tenía una calentura muy grande. El paciente estaba en la cama como una ballena en seco, pues los cuarenta grados de su fiebre le hacían resoplar y agitarse con la inquietud propia de su mal. — ¿Qué es eso, compadre? — Ya usted ve. — ¿Se ha purgao? — ¿Purgarme?... ¡Bueno!... — No, pues tiene usted bastante calentura... En esto llegan hasta la habitación lejanos rumores de cocina, acompañados del siseo prolongado y fuerte, producido por el pescado que se fríe. El boticario, que en cuestiones de pescado es una verdadera eminencia, le da el viento de la cocina y, poniendo cara risueña, dice: — Por el olor he sacado que son brecas... Don Hermenegildo se incorpora y grita, llamando a su señora: — ¡Tráeme... una breca... frita! — Eso sí que no — grita el boticario —; eso es un solemnísimo disparate.

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— ¿Qué sabe usted...? — Tan disparate, que si hace usted eso, corre un peligro enorme. La calentura... — ¡Tráeme... una breca... fritaaa! No hubo más remedio que traérsela. Era hombre cuyos mandatos no admitían espera. El enfermo se comió la breca y no bien le hubo llegado al estómago, como si hubiera tomado el bálsamo de Fierabrás, la breca y unas cosas verdes, amarillas y de todos los colores, salieron por aquella boca en tres ediciones sucesivas. — ¡Otra breca! — Este hombre está loco... — ¡Otraaaaa! La segunda breca entró en los abismos de su vientre, y por lo visto tomó mejor la tierra porque se quedó allí. Pero lo más notable del caso es que el enfermo se puso bueno casi inmediatamente. — ¿Lo ve usted, compadre?... Si todo es hambre... Si no hay enfermedades. Y el boticario, que no podía tolerar el absurdo, exclama: — ¡Qué hambre, ni tonterías! Con la fiebre, la breca primera sirvió de vomitivo, y al limpiarse el estómago ha venido el alivio. Todo lo contrario de hambre, estómago sucio, es lo que usted tiene, compadre. Y don Hermenegildo, que pisaba el terreno firme del éxito, vuelve toda su humanidad hacia la pared, y sin dar la cara al boticario, murmura adormilado: — Relicario, compadre; hasta ahora mismo lo he tenido a usted por un hombre de talento... desde ahora... diré... que usted es como... los... otros... — y un ronquido estrepitoso puso fin al diálogo. La breca frita triunfaba...

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BATATITA

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


BATATITA Tenía yo mi pedazo de bigote naciente, mis estudios de metafísica krausista en el cuerpo, una vanidad de mundo que tiraba de espaldas y un espíritu capaz de tomarle el pelo al mismísimo lucero de la aurora. Había entonces en Onuba un joven algo relacionado con Aduanas que, porque era bajito y rechoncho, llamábale esta gente, que se disloca por poner motes, Batatita. Este pollo, además de lo dicho y de una facilidad de palabra casi alarmante, era espiritista; pero espiritista práctico, con sesiones de cámara oscura, velador, difuntos, etc., etc. Yo tenía una sed devoradora de ver todo eso para disfrutar de las comunicaciones con Sócrates, Buda, Mahoma y el Cid Campeador, a los cuales hacía él concurrir al redondel negro del velador. Todo esto era, para mi espíritu de muchacho, una tentación picante y resbaladiza. Un día me paró en la calle, y mirándome como si tuviera en los ojos dos ganchos, me dice muy serio: — Tengo el gusto de anunciarle que después de un estudio detenido de su fisonomía, puedo anunciar la fausta nueva de que es usted el médium más extraordinario que ha existido jamás. Estamos, pues, de enhorabuena... Yo me sentí encantado con el hallazgo que habían hecho conmigo, y me consideré compañero, por naturaleza, de los bueyes Apis, de las Pitonisas, de las Brujas, de los Adivinadores, Sibilas, etc., etc. ¡Cuidado con el hombre!

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


Había que dar una gran sesión para debut del prodigio mío, y se preparó aquélla en un huerto que Manuel Monís, procurador, tenía en los risueños cabezos del Conquero. Era una de esas tardes de poniente glorioso con que nos obsequia a los meridionales el arte supremo de Dios. Unas nubes doradas, unas marismas grises, unos pinares lejanos y un mar tranquilo se habían puesto de acuerdo para crear aquella gran belleza del atardecer, que veíamos desde el huertecillo de Monís. Había una gran concurrencia. Nuestro hombre hizo la presentación mía como médium. Aquello fue fantástico... — El porvenir espiritista me reservaba días de gloria, y yo iba a ser ungido con no sé qué ungüentos espirituales de inmortalidad. La fama..., la historia... Manuel Monís, que tenía la intuición de mi verdadero estado de ánimo, me miraba con una ligera sonrisita, como diciendo: ¡ya verás! Sacan el velador, me ponen un gran lápiz en la mano para que yo escriba en una hoja de papel lo que digan los espíritus, y el de Aduanas, grave, hierático, extiende sobre mí las manos y dice en tono imperativo, como un sacerdote de Oriente: — ¡Médium, obedece; médium, escribe! — ¿Qué espíritu queréis, señores, que invoquemos? Silencio general y emoción grande en los concurrentes. — ¿Quién quiere alguna noticia de sus abuelos, de sus difuntos? Nadie chista. Manuel Monís, con aquel color cetrino y aquella perilla de cuadro clásico y aquella gracia incomparable de sus muecas, hace una de seria gravedad y grita: — Pido la palabra — y encarándose con el descubridor de mi virtud, le suelta la siguiente proposición:

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— Que venga el espíritu de mi abuela y le diga al médium de qué se murió. Eso no lo sabe aquí nadie, de modo que... vamos a ver. — ¡Médium, obedece; médium, escribe! Yo escribía garabatos en el papel. — Médium, te mando que escribas. Pero yo, que si quieres, garabatos van y garabatos vienen. — ¡Médium!... Yo, para seguir la broma, miré a Monís, y éste, más vivo que una centella, entendió mi mirada y con disimulo se señaló a la garganta. Yo pensé: ¿Garganta?, pues ya está acá: la abuela de Monís ha debido morirse de tisis laríngea. Nervioso escribí en el papel: de tisis laríngea. El maestro espiritista lee lo escrito, y, transfigurado, le pregunta a Monís: — Señor Monís, ¿no murió su señora abuela de la garganta? — De la garganta, sí señor — dijo Monís. El público reventaba de emoción, de curiosidad y de miedo. Entonces el espiritista, con aire triunfal, levanta el papel a lo alto y, mostrándolo al público, grita: — Aquí está lo escrito: “de tisis laríngea”... El espiritismo es la verdad. Y Manuel Monís, dando un grito de burla y muerto de risa, exclama: — ¡Qué tisis, ni qué tontería, si mi abuela se murió “ahoga” con una batata!... ¡Qué escándalo y qué risa! Duró la marea de carcajadas más de una hora, y lo más notable del caso es que era verdad lo de la batata de la abuela de Monís. Batatita tuvo que irse de Huelva. Batata, Batatita... No hay duda; estaba escrito.

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EL AMOR

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EL AMOR En el magnífico patio de la antigua Academia de Música, donde los paredones, revestidos de enredaderas, la clásica parra y los arriates orgullosos de sus rosas y jazmines tienen un colorido andaluz que es un encanto, se celebraban en las noches de verano conferencias, a las que asistía numeroso público, y muy especialmente señoras. El aire libre, la frescura de la noche y el apartamiento del patio, muy alejado del ruido de la calle, convidaban con su recogido silencio, en el que era parte principalísima, entre otras cosas, la mancha oscura de los tejados, únicos colindantes con el simpático y artístico corral onubense. Yo asistí a una de estas expansiones literarias, acompañando a aquel gobernador del que nos quedaron gratos recuerdos y perdurable amistad, el buenazo de Eduardo Rivadulla. Daba la conferencia el gran Peris, hombre maduro, con hijos, y ardientemente enamorado de toda manifestación de arte. Era optimista, era sencillo, muy inteligente y decoraba todas estas condiciones suyas con una ingenuidad tan de niño, tan atrayente, que hablar con el compadre Peris, era pasar un buen rato.

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A un hombre que, casado y padre de familia, se le ocurre iniciarse en el arte de la pintura y se mete en las clases del maestro Eugenio Hermoso para aprender con los chiquillos las primeras nociones del dibujo, y que con paciencia admirable y bondad poco común tolera todas las impertinentes vecindades de sus traviesos condiscípulos, y que luego sale a la calle con un sombrero flojo, de un vara de ancho, y una pipa formidable y unos calzones ad hoc, y un espíritu definitivamente comunicativo, hablando de su divino arte, de sus compañeros los pintores y de las fatigas y luchas enormes de los artistas, todo esto, sentido con una sinceridad y honradez sin tacha, a un hombre así, repito, había que quererlo a la fuerza, y nosotros acá le queríamos de todo corazón. Disertaba el gran Peris sobre este tema: La mujer y el amor. Tenía un lleno imponente de señoras. El gobernador y yo fuimos colocados en un sitio desde donde veíamos las caras de todas las personas del respetable público. Peris estaba delicioso. Andaba enfrascado en unas disquisiciones greco femeninas y romano-mujeriegas, cuando, descansando yo un poquito de aquella total entrega que habiale hecho al orador de mi atención, pasee un poco la vista por las damas y era de ver el embobamiento delicioso en que Peris las había metido. Es claro: — Que si sois mucho mejores que los hombres; que si vuestra alma es más fina, más sensible, más exquisita, más... Una señorita, que no tiene más que un ojo, porque el otro lo perdió en un accidente de su niñez, miraba a Peris extasiada. Se lo comía materialmente con toda la exaltación de su ojo disponible. Decía el orador: — A mí me son extraordinariamente simpáticas hasta las feas; mejor dicho: no hay mujer fea. — Ya es decir — me dijo por lo bajo Rivadulla, y yo le advertí del éxtasis de la señorita de referencia.

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— Sí, no hay mujer fea, no puede haberla; el hombre grosero inventó esa calumnia, porque cuando el dibujo facial no es correcto hay siempre una línea espiritual en el óvalo femenino, que suple todas las incorrecciones. Un joven músico, próximo a nosotros, lanzó un bravo agudísimo; el auditorio aplaudía, y la tuerta, conmovida hasta el alma, lloraba lágrimas interminables de admiración. Para llorar, los dos ojos sirven. Pobrecilla... ¡Qué bueno era Peris! El orador, dueño absolutamente del público, recorría con paso seguro todos los aspectos del amor... El silencio era completo. Decía Peris: — Entremos en las cartas amorosas. ¿Deben aceptarse las cartas amorosas? Evidentemente; pero hay que anatematizar las inspiradas en el amor material y grosero... Hay cartas finas, literarias, exquisitas, enamoradas. ¿Cuál de vosotras no las recibió? (Sonrisas con escape de vanidad de las señoras). Esas cartas debemos tomarlas en seria consideración; pero aquéllas que fraguó un bajo y despreciable sentimiento, esas cartas que dictan el amor ciego y animal... De repente, como si todos los gatos de los tejados vecinos se hubieran puesto de acuerdo: ¡Miauuu... Miaaau... Miau, uf, uf, miau, uf...! El delirium tremens. Las señoras, con caras de espanto; los hombres, encantados, y Peris, con la melena despeinada, increpando al invisible enemigo: — Sí, el amor ciego y animal, amor salvaje... — ¡Miauuuu, miauf!... Un cuadro sin igual. A Rivadulla se le iba un color y se le venía otro; a mí tuvieron que darme agua fresca; el público masculino se partía el pecho ocultando las caras para reír de firme; la pobre tuerta, caída un momento desde el cielo de su contemplación, movía inquieta los pies y clavaba su media mirada en el suelo; los gatos seguían con la terrible algarabía de sus cuestiones amorosas en el tejado, y Peris, proa al temporal, debatió como un héroe y consiguió, entre las ovaciones gatunas, llevar a puerto franco y a conclusión, sin ningún accidente, aquel estupendo discurso que conmovió hasta las opiniones de las alturas. MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


EL COCHINITO TRANCES

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


EL COCHINITO TRANCES Quería yo entrañablemente a Miguelito, porque era su vida un tejido de generosidades con los pobres y con los humildes. No había modo de tratarle sin que se hiciese dueño de los corazones. Una particular simpatía emanaba de él. Era hombre gordo y, como gordo, plácido. Decíale yo que había que cubicarle aplicando la fórmula del volumen de la esfera y se reía beatíficamente, porque a mí me aguantaba por cariño mil tonterías nacidas de mi fraternidad con él, tonterías que a otro no se las hubiera tolerado el bueno, el simpático, el nunca bien llorado amigo. Como hombre plácido, era grandemente inclinado a los tranquilos placeres de la mesa. Casi todos los buenos comilones que conozco son así, plácidos, porque para los nerviosos y biliosos no se han hecho las excursiones atrevidas por el reino de la gula. En los últimos años de su vida andaba muy retraído en estos particulares, por no sé qué demonio de diabetes que le enturbiaba sus gustos... Así y todo, era un maestro, y cuando decía allá voy yo, ni diabetes ni nada le cortaba los vuelos, y ya en plan de franca rebeldía, se entraba por los campos de la carne fresca de cerdo, donde tenía el ojito derecho de sus aficiones, y donde tirios y troyanos le declaraban campeón invencible, pues nadie como Miguel era perito en la apreciación de los detalles referentes al asunto, ni nadie miró nunca con el cariño que él todo lo que de alguna manera se relacionase con estos objetivos: Orejitas, manos, rabito, carne de papada, lengua, hocico, riñoncitos... ¡Ah, no cabe duda, era un maestro!

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En aquel tiempo se celebró en Sevilla la Asamblea nacional de las Diputaciones. El gran Miguel, como diputado, asistió a ella, y en una excursión por el río, famosa en los fastos de la cortesanía y hospitalidad sevillanas, cuando el noventa por ciento de los asistentes andaban algo pespunteados de champagne y en la plenitud de la alegría y optimismo con que el espumoso convida a los que van a él, nuestro hombre, herido por la musa loca del vino francés, sonriente, travieso, con la cara encendida, los ojillos medio enterrados allá adentro de las órbitas, los brazos cortos, extendidos, y su barriga plantada en el centro de la reunión, como reina y señora del momento, metió su cuarto a espadas en el capítulo de las gracias vividas, que estaba sobre la mesa, y dijo: — Pa apuros los que yo pasé en París. Había ido yo a la capital de Francia a tres o cuatro cosillas, pero la más importante era, pa no mentirles a ustedes, queridos compañeros, darme un repaso bien dao de toas esas golosinas de la carne de cochino francés, sobre la que yo había formao hacía ya tiempo mi poquito de ilusión y tal... Llegue allí, y como no sabía ni una papa de la lengua francesa, desidí buscar a un muchacho de mi tierra que estaba en un comercio pa que el hombre me fuera traduciendo lo más urgente, y de camino pa tener con quien hablá español. Me dediqué a buscarlo. Lo encontré y convidé a almorzá, y cuando íbamos camino de un restaurán, al lao de la iglesia de la Madalena, por una de aquellas calles de allí serca, vi en un escaparate seis o siete cochinos abiertos en caná, colgaos de las patas, gordos y blancos como si los hubieran afeitao. ¡Ay, señores; aquello estaba imponente: qué lomos, qué magros, qué cosas!... Ver aquello y removérseme a mí toas las ideas sobre el asunto fué cosa de un momento.

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— Anda, niño, vamos ligero que tengo que hace — le dije al muchacho. Llegamos al restaurán, servido por señoritas, y le dije al chaval: Oye, pide orejita cosía, y en sarmorejo, que sea tierna; ¿de cochinito, eh? El muchacho habló en fransé con la camarera, y yo estaba con toas las puertas abiertas esperando aquello, lo cual no me estorbó pa advertir que la majé aquella no había entendió bien lo que le dijo el paisano. Y así fué; porque después de esperar media hora trajeron una cosa que ni era oreja de cochino, ni sarmorejo, ni ná. Nos comimos aquello, y fui y le dije: Vamos a vé, hombre, si ahora tenemos más suerte: A ver si puen traer rabito de cochino cosío y con un poquito de ensebollao, y dile que si no está mu tierno que no lo quiero. El muchacho habló y sudó, y ar cabo de otra media hora trajeron un potaje que mar dita sea el lío que inventó aquello. Comprendí que yo no me salía con la mía, y cuando acabamos de almorzá, me despedí del paisanete, seguro de que era bien poca la falta que me estaba haciendo el gachó. A la tarde, dando suspiros, y acordándome de lo del escaparate, miré por casualidad a una tienda de juguetes y vine, señores, a parar la vista en un cochino de goma de una cuarta de alto, gordo, y con una valvulilla en el lomo pa inflarlo y que se mantuviera en pie. Lo compré, le di vuelta a la valvulilla, se desinfló, y después de doblarlo cariñosamente me lo guardé y me fui al restaurán mismo de la mañana. Toqué las palmas, vino la camarera, saqué el cochinito, lo soplé, estiró sus cuatro patas, se infló tó el animal, y lo planté encima de la mesa.

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El escándalo era de los grandes. A los sinco minutos estaba allí medio París. Había que ver las camareras muertas de risa, y había que verme alargando el dedo y marcando cualquier parte del animalito, y antes que señalara el sitio ya estaba aquello servio en la mesa. Señores; yo no he visto una cosa igual, ni más rica. Aquello fué el delirio: patas, orejitas, hocico, riñones, rabilo, etcétera, etc., etc. No marró ni un plato. Matemático. Cuando se acabó la comida le di un beso a mi cochino, y cuando le aflojé la válvula y se desinfló, la camarera que me servía y tres o cuatro mirones que habían aguantao hasta el fin, se tiraron al suelo de risa. Me encontré luego al paisanito y, enseñándole aquella joya que llevaba yo en el bolsillo, le dije: — ¿Tú ves este animalito? ¿Lo ves? Pues este sabe más francé que tú, pa que te vayas enterando. Cuando Miguel, inspirado y gracioso, acabó de contar en el vapor Landero aquel suceso de su triunfo parisién, los señores diputados de las Diputaciones españolas estaban como las mujeres del restaurán de la Magdalena, tan completamente tirados de risa, que algunos de ellos tuvieron que recibir el roción de champagne para que se les quitara el ataque. Y es que el gran amigo mío había triunfado por completo aquella tarde, en las alturas de la gracia nativa andaluza, sobre todo, en un particular que no he podido trasladar a estas cuartillas: en aquel gesto suyo socarrón e ingenuo al mismo tiempo, y que, estrellado en aquella cara circular, era por sí sólo como el lenguaje único de los subrayados del suceso.

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BRINDIS HISTORICOS

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BRINDIS HISTORICOS Se celebra un banquete político en Onuba. Después de consumir los comensales el condumio estupendo que por 25 pesetas proporcionan los señores fondistas, se descorchó el champagne y empezaron los brindis. Ya había aquel bueno de don José, menudito, seco y nervioso, roto el fuego con sus proposiciones invariables que llevó siempre a todos los banquetes del partido: — Señores: yo propongo que debemos telegrafiar al excelentísimo Sr. D. Práxedes Mateo Sagasta, nuestro ilustre jefe nacional, para expresarle... También propongo un expresivo voto de gracias a nuestro queridísimo jefe provincial don... Y, últimamente, que se envíe el ramo del centro de la mesa a las bellas y distinguidas hijas de nuestro presidente... Los aplausos venían seguros después de esas tiernas dedicatorias, y hecho el calor tribunicio una voz, algo tocada de las espumas espirituosas, gritó: Que hable Medel. Medel, alto, grueso, fuerte, moreno y de corte de cara correcto y completamente palestino, se pone en pie, se lleva las dos manos a las solapas de la chaqueta, y con un ligero tartamudeo, que le es peculiar, suelta con voz de trueno el consabido ¡Señoreeees: Nosootros los... los liberólas (estallido general de risas y aplausos), digo, los li... los liberales (más aplausos), los liberales..., ejm, ejm (ovación), ejm...! ¡Señores, que se me ha ido el santo al cieelo y no me acuerdo, vaya! Y con una gracia incomparable y un dominio completo ante el apuro del caso, se desabrocha la chaqueta, del bolsillo interior saca unas cuartillas, y dice:

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Coomo se me ha olvidado... a ustedes les dará lo mismoooo que lo lea, y leyó un brindis muy bonito, mientras la gente premiaba la graciosa posse de Medel con una ovación como ningún político la tuvo jamás. A un muchacho de nuestra provincia le acometió el divino vértigo de las heroicidades, y allá en Cuba hizo una que fue sonada. Cuando volvió le obsequiaron con un banquete en el Círculo Mercantil de Onuba. Hubo en la fiesta torrentes de fuego patriótico, etc., etc. Sin que nadie lo esperara, un señor delgadito, amojamado, caritriste, se levanta con la copa simbólica en la mano y dice suavemente, de modo que apenas se le oye: Señores (expectación enorme). De repente, el buen señor, pálido de suyo, se pone rojo; luego, pálido otra vez, asoma la lengua penosísimamente a los labios y tira el gesto hacia adelante, pero la palabra no sale... ¿Cómo ha de salir?... Aquello que el hombre tiene en la boca no es saliva, es cemento. Pero como la situación es insostenible, hace un esfuerzo desesperado y dice: Nosotros... y ahí se clavó. Entonces, le azota la idea del deber y grita inesperada, desaforadamente: ¡Viva el Rey! ¡Viva el ejército! ¡Viva su augusta madre! De este modo, el hombre, ofuscadísimo, le quitó al Rey su madre y se la plantó al ejército. Y eso que el señor no era del ejército; era de la marina. Hace ya mucho tiempo. Fué antes del Centenario del Descubrimiento de América. En un aniversario de la fecha gloriosa, se reunieron en la Rábida catorce o quince señores onubenses para enaltecer con un banquete los hechos del pasado. Allí cada uno tenía su representación. Un hombre alto y anguloso, cabeza de Cromagnon, huesudo y con un ojo de cristal, preside la fiesta. — Tiene la palabra don Fulano. MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


— Tiene la palabra don Mengano, etc., etc., porque allí todos soltaban su refrito oratorio, que era principalmente lo que se pretendía demostrar. Todos habían ya dado de sí aquellas creaciones inflamadas de sus adjetivos en flor, cuando advirtieron que don Juan, encorvadito y buen hombre, dulce e inofensivo, no había dicho esta boca es mía. — ¡Que hable don Juan; que hable don Juan! Don Juan se resiste; pero ante tanta y tanta insistencia, con una sonrisita amable, dice: Yo no sé hablar ni poco ni mucho; pero puedo salir del apuro diciendo unos versos muy bonitos, que yo sé desde muchacho, y que me parece son de Quintana. — ¡Que los diga!... ¡Que los diga!... — ¡Bueno, señores!... Don Juan se pone de improviso grave, y empieza: El ojo con que Natura... El presidente, tuerto, tira de la botella de barro, y con un visaje capaz por sí sólo de caer al suelo una torre, grita descompuesto: — Mira, hijo de la gran... Bretaña; si no fuera mirando que eres un pajolero tonto, ahora mismo te rompía yo el ojo con que natura, con esta botella. El pobre don Juan, que sin mala intención había empezado un verso de Quintana, al comprender que había metido el verso, el ojo y la pata, se desmayó... Al presidente, Sr. Azcárate, hubo que hacerle una función de desagravio, y mientras tanto, Cristóbal Colón, murmuraba en el cielo estos versos de Zorrilla: Dejad tranquilos yacer a los que con Dios están

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SAL DE FRUTA

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SAL DE FRUTA Hace ya la friolera de diez y ocho o veinte años. Nos dijo Pepito Coto: ¿Quién quiere venir a pasar el Carnaval a mi dehesa de Bollullos? Aceptamos la invitación el famoso Julián Monís, Ricardo Vargas, amigo de la niñez, y un servidor de ustedes, que aun en aquellos tiempos de mi primera juventud sentía una repugnancia, que pudiéramos llamar invencible, por las mascaritas, mascarones, caretas, serpentinas, papelillos, ¿me conoces?, y todo ese antipático cortejo de gracias contrahechas, compañero del Carnaval, que si algún día tuvo sprit y elegancia, según dicen, ahora, en estos tiempos que disfrutamos, se me presenta como un solemne mamarracho, o a mí me lo parece, por lo menos. De gustos no hay nada escrito. Nos metimos en el tren hasta La Palma, y allí nos esperaba el coche de Pepe Coto. Llegamos a la dehesa, magnífica por cierto, y risas, bromas, expediciones a los sitios pintorescos, chascarrillo y muchísima alegría, fueron nuestros compañeros, y hubo que ver y admirar los aspavientos, exclamaciones, vivas y aplausos cuando Pepe, con aire bíblico y sentencioso, ordenó: ¡A ver, que maten el borrego más gordo!...

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Por la noche, la mesa, surtida, convidadora y campesina, conquistó hasta el último centímetro cúbico de nuestra capacidad, y cuando sirvieron el café y los cigarros (todavía me deleitaba yo con los puros y los impuros de la Tabacalera), hubo un momento de silencio digestivo y solemne y a mí se me declaró, allá en las últimas capas de la comida, sin duda en la zona correspondiente al riquísimo plato de caldereta que me metí en el cuerpo, un principio de ardentía, pirosis, o como quieran ustedes llamarle... — Eso se quita con esto — dijo Ricardo Vargas, poniendo encima de la mesa una botella de chartreusse, meloso, transparente y riquísimo... Copita va, copita viene, risa por aquí y risa por allá, el chartreusse iba para abajo que era una bendición y los cuatro íbamos colindantes con el imperio turco, cuando Monís anunció, con cara triste y alargada, que se había concluido aquello... Estábamos, pues, alegretes del todo; por cierta que ponerse así de una cosa tan azucarada, se las trae. A mí me parecía tener en el estómago una confitería de dulces averiados, y la pirosis no era ya un principio, sino un incendio abrasador e intolerable. Me acordé entonces de que en mi maletín había un frasco entero de sal de frutas, un delicioso purgante inglés, que yo compré al salir de Onuba con la previsión puesta en lo que pudiera ocurrir sobre ciertos menesteres... Se abre el frasco, que contenía materia para purgar a un regimiento, y tomando yo con una cuchara un poco de aquella sal granulada, la puse en media copita de agua, y con todo aquel alboroto de su efervescencia me lo tiré al coleto.

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— ¡Pta! ¡Qué bueno! — Me salía por las narices un soplete de ácido carbónico —. ¡Qué bueno!... — Po mira, compadre; échame a mí otra copita — dijo Ricardo —, y a mí otra, y a mí — dijeron Coto y Monís, y a todos les servía yo el brebaje, y a los dos minutos aquello no era mesa, era el Estrecho de Gibraltar en una noche de Levante. Cuando se tranquilizó un poco la tormenta, dijo Pepe Coto: — ¡Qué lástima que no hubiera más chartreusse!... — No importa — exclamó Monís — Que nos eche el compadre Siurot otra copita de sal de fruta... — Es verdad — dijeron todos, y yo serví para ellos y para mí otro golpe del agradable purgante. Al ratito, dice Ricardo: — ¿No les parece a ustedes que echemos otra rondita de eso...? Y se echó la ronda, y diez más, y entre burlas y veras nos bebimos copeando, por la gracia de que burbujeaba y por cierta acritud que tenía la purga, más de veinte purgantes que el mismo frasco declaraba contener. Para qué voy a hablar de lo que ocurriera luego; sólo diré, para que os hagáis cargo, que la puerta del corral no descansó un minuto en toda la noche. Era mucho tránsito... ¡Felices tiempos!

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EL PASADOR DE PACO

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EL PASADOR DE PACO Paco Muñoz, el ingenuo y simpático hombre niño, lleno de preocupaciones graciosas, y cuya memoria nos es cada vez más grata, me va a dar materia para este capítulo. Éramos estudiantillos. Manolo Carbonell nos convidó a Monís, a Muñoz y a mí a pasar un domingo en su finca de la Calvilla. Allá caímos, y gozamos del campo cazando por aquellos montes. El coche que debía venir de Onuba por nosotros, no llegó. Esta circunstancia no obligaba a hacer noche en la finca, que, completamente rústica entonces, no tenía acomodo bueno ni malo para cuatro personas. Se decidió, pues, hacer camas en el suelo. No quiero recordar la alegría, la risa y las cosas de gracia que se suscitaron al vernos tendidos en nuestros improvisados lechos, que ocupaban una buena parte del recibidor espacioso del caserón de campo. El gran Paco Muñoz, cuando se iba poniendo poco a poco en el traje que D. Quijote quedó en Sierra Morena, penitente de amores, nos mostraba intimidades curiosísimas, y una de ellas era, por ejemplo, aquel botón de nácar, pasador del cuello de la camisa, que era, como decía nuestro amigo, el prodigio de los prodigios:

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— Mira, compadre; lo compré en Madrid; sirve para seis telas y más que hicieran falta; es fuerte, no me molesta, es un encanto... Tú no te puedes imaginar, chiquillo, todas las vueltas que he dado po en el mundo hasta encontrar este ejemplar. Monís se ríe y dice: — Corría que eso no es un pasador; eso es el Toisón de oro... ¡Guárdalo bien, Muñosillo, que es un compromiso llevar eso encima!... — Sí, sí, diviértete conmigo; pero, hijo, po sé lo que me digo, y la única preocupación que tengo ahora mismo es no tener aquí mi mesa de noche, para guardarlo como se merece... Y Muñoz puso en el suelo el pasador a menos de media vara de su cama. Era, efectivamente, un ejemplar único. Puesto en pie, sobre los ladrillos, parecía un honguito de nácar. La tertulia duró todavía un rato. Cada cual, desde su cama, hacía comentarios sobre la joya del cuello de Muñoz, y cuando se decidió dormir, como no había quien quisiera levantarse para apagar la palmatoria que ardía en la mesa, Monís alcanzó uno de sus zapatos, y con una maestría de campeonato, largó el tiro, y palmatoria y vela rodaron en la oscuridad... Dormimos. Al amanecer me desperté y era de ver el sueño profundo de mis compañeros. Un primer rayo del sol de la mañana entró victorioso en el salón saludando a la pelambrera colorada de Muñoz, que, iluminada, parecía una enorme mazorca de maíz ardiendo sobre la almohada. En esto, por la gatera de la puerta que da al corral, entra tranquilamente una hermosa gallina blanca y negra. Como había por el suelo algún que otro grano de trigo, la gallina iba picando acá y allá y yo la acompañaba con la vista, distraído, con esa indiferencia dormilona de quien va a reanudar, si lo dejan, el dulce coloquio con el sueño. Pero el animalito de repente pone proa a la cama de Muñoz y a los pocos segundos está enfrente del monumento de nácar.

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La gallina se para, curiosa; mira con la inexpresión de sus ojos metálicos, circulares, aquella cosa rara y extiende el cuello hacia abajo en actitud de pelea... Yo presiento la catástrofe y me entra un agobio tal de risa que me ahogo enteramente. La gallina, por fin, se decide y atiza un formidable picotazo en el pasador, que desaparece en su pico. Como el encanto nacarino de Muñoz tenía lo suyo en cuestión de dimensiones, la gallina tuvo que hacer en sus tragaderas cinco o seis evoluciones de va y viene, hasta que, por fin, en un esfuerzo supremo, aquello pasó, el animalito se quedó como si tal cosa, y marchóse al corral. Si no quebré de risa fue porque Dios no quiso. Se despertaron todos. Muñoz tendió los ojos, y al ver que le faltaba su prenda, hace un gesto complicadísimo y me dice: — Mira, Siurot; no gastes bromas de mal ange y dame el pasador, hombre... Le referí el suceso. Muñoz saltó de la cama como una fiera a buscar la gallina. ¡Que si quieres! Había lo menos diez del mismo color. Era imposible descubrir a la autora del crimen. Carbonell, con una socarronería graciosísima, propuso encerrar a las diez o doce gallinas que tuvieran pintas blancas y negras en una habitación, y que Muñoz hiciera cuantas averiguaciones gallináceas tuviera por conveniente. A la tarde, cuando por fin llegó el coche donde regresamos a Onuba, hubo que sacar a Paco del laboratorio de su búsqueda, con la esperanza completamente perdida. Aquello pudo entrar en el cuerpo de la gallina..., pero salir...Como los ojales del cuello de Muñoz estaban acostumbrados a la presencia del monolito malogrado, le entraban y salían los pasadores que le prestamos nosotros como Pedro por su casa, y Monís, que era el hombre de las soluciones heroicas, para que Muñoz no fuera descollado, metió una cinta de color por los ojales, amarró, y con el sobrante hízole una mueca de corbata y así regresamos a Onuba. MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


CRISTO BITA

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


CRISTOBITA Era yo un niño cuando lucía la gentileza de su figura y de su genio por estas tierras de Dios aquel don Manuel Urzaiz, prototipo de caballero, de rango y rumbo, alto, de cabeza un poco a quijotada, como los hidalgos de Pereda, y tan serio de ordinario, como era jocoso y divertido cuando las circunstancias atravesaban en su ruta una copa de vino. Aquel hombre heredó una vez una millonada en Italia y fue por ella, y cuentan las crónicas que tuvo que hacer mil equilibrios para volver a España, porque en unos meses la fortuna italiana se metió entera por un agujero que el noble don Manuel tenía en la palma de la mano. En una ocasión se hablaba de las canas, y decía con la mayor naturalidad: — No hay que preocuparse de ellas, porque, al fin y al cabo, las canas no son más que un poco de polvo del camino de la vida que se nos pega al cabello... ¡Qué tenoriesco es lo de Italia, qué fino y que bien dicho lo de las canas! Así era el hombre. Pero surgía en el camino la consabida copa y ya era otro: dicharachero y burlón, unas veces, y temerario hasta la pared de enfrente, otras. Había que verlo. Era el tiempo de la feria de Onuba, y en la tertulia de don Manuel había hecho su aparición aquel vino portentoso del que ha dicho un gran orador español que eran partículas del sol de Andalucía descansando en una copa de cristal. Don Manuel y sus amigos recorrían la feria en plan de travesuras: caballitos, tíos vivos, gigantes, monos, el fenómeno de tres bocas, la mujer de los doscientos kilos, un hombre que comía estopas ardiendo y todo el capítulo de espectáculos de alta sensación, que se mostraba al respetable público en la animada feria.

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De pronto surge ante la andalucísima tertulia el tío del Cristobita o Polichinela, anunciando que la función acaba de empezar y que... ¡adelante, señores!... Y ya tenemos a don Manuel y a los suyos en un salón de lona, invadido por un público de muchachas del pueblo y chiquillos que, en silencio lleno de atención, estaban embobados con los disparates que decía Cristobita, porra en mano, injuriando a sus adversarios con la voz chillona y áspera, procedente de un pedacito de caña con hoja de metal envuelta en bramante, que el tío de los muñecos tiene en la boca. — Pido la palabra — grita don Manuel, en medio del asombro general de chiquillos y criadas. Se retira un momento Cristobita, y asoma por detrás de la cortina la cabezota del amo de aquel cotarro. — ¿Quién ha pedio la palabra? — Un servidor. — ¿Qué se le ofrese? — Pues... que si quiere usted hacer el favor de prestarme el pito... Los chiquillos ríen y palmotean. La escena, como comprenderán los lectores, es única. El hombre de los muñecos dice, dirigiéndose a un chico que le ayuda: — Tráete una taza de agua, niño. El niño trae lo pedido, y el amo escupe el pito en la mano y lo lava perfectamente. — Aquí lo tiene usted, cabayero. Don Manuel pide más agua, lo vuelve a lavar, y metiéndose aquel instrumento en la boca, empieza a decir cuchufletas a sus amigos en el estilo del gangoso Cristobita, v. gr.: Mira, Enriquiyo (don Enrique Pérez), tú eres un sinvergüenza, y te viá da con la porra en la testa, grandísimo piyo, que sí, hombre, que sí... MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


Don Enrique, íntimo amigo de nuestro don Manuel, ríe estrepitosamente al ver lo bien que suena el pito en la boca de Urzaiz, y éste se anima y empieza a dar bromas a todos los demás amigos. El público sigue con interés el incidente, pero de pronto, don Manuel, que empieza a hacer contorsiones y visajes, deglute trabajosamente, se pone muy serio, y pronuncia con cara tristísima estas palabras: — Señores: tengo el sentimiento de manifestar a ustedes que me he tragado el pito... Los chiquillos se asustan, las muchachas se admiran, los amigos se ríen y don Manuel, con cara preocupada, se lleva las manos al estómago como indicando que es allí donde está el intruso. Entonces el cabezota, queriendo consolar a don Manuel, dice con cierta oficiosidad caritativa: — No se apure usted, señorito; ese mismo me lo he tragao yo cuatro o sinco veses, lo menos... A estas palabras estupendas sucedió una carcajada escandalosa. A nuestro don Manuel, con aquella declaración, le van y le vienen los colores por la cara, suda ligeramente, y de pronto, como si fuera Sancho Panza después de haber tomado el bálsamo de Fierabrás, ¡zás!, tira de fieras bascas y allá van estrepitosamente al suelo todas las partículas del sol de Andalucía, y en medio de aquel mar de partículas, el pito. Don Manuel se repone inmediatamente, toma su distinción natural, deja caer un puñado de duros, y señalando al cuerpo del delito que yace en el suelo, dice al cabezota: — Ni me debe ni le debo... ¡Ahí lo tiene usted, compadre! MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


VIENDO EL HERMANO MAYÓ...

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VIENDO EL HERMANO MAYÓ... Esto de las Cofradías de Semana Santa va tomando una importancia tan grande, que no hay en todo el año fiestas que muevan la curiosidad y la expectación del público como estos llevados y traídos pasos, hermandades, nazarenos, armados, insignias, saetas... La saeta, cantar del pueblo, nacida en el arroyo, huele por sus cuatro costados a inspiración popular. La poesía está siempre en los cantares del pueblo, como el mineral rico de las minas, por pequeños filones... Mucha palabra, mucho ripio, mucho despropósito de ideas, y de cuando en cuando el filón ideal, la veta rica, incomparable. Se oyen cuarenta saetas, y hay, por excepción, una o dos bellas y limpias de roñas literarias. Véase una dirigida a la Virgen: Debajo del palio va la estrella más reluciente; sus ojos parecen fuentes llorando su soledad.

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Otra, a un crucificado: La corona del Señor no es de rosas ni claveles, que es de junquillo marino, que le traspasa las sienes. Pero, en cambio, oigan: Ya viene las tres María con los tres cáliz de plata, arrecogiendo la sangre que Jesucristo derrama. Agárrense: Tiene los ojo jundío; no los puede parpitá; muraos como dos lirio; cuando me pongo a pensá considero mi martirio. Oído: No hay quien me dé una limosna para ayuda a enterrá al Hijo de esa Señora, que vive en la soleá, güérfana, viuda y sola.

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Pero lo que hay que ver es la cara del ochenta por ciento de los cantores de saetas: ojos en Maneo, voz de aguardiente, venas hinchadas, y expresivo lenguaje de acción, con manoteo que acompaña al guirigay flamenco, y con gestos que tienen el dibujo congestivo del cuarto verso de una seguidilla gitana. Este año, le decía yo a uno, después de largar un jipío apretado de veras, con gorgoritos inacabables y majezas de soleares degeneradas: Oye, muchacho; tú debías de cantar las saetas con braguero. — ¿Por qué, di usté, don Manué? — Pues porque en una de esas, quiebras... Hay en Onuba una Cofradía que da culto a la Santísima Virgen de Veracruz. Es la procesión del Silencio, y sale la noche del Viernes, después de recogida la del Santo Entierro. El buen sentido cristiano ha hecho ya costumbre que en esta procesión no haya música, ni soldados, ni saetas, ni ruidos. Va la gente acompañando a la Madre Dolorosa del Señor, en aquel trance de su trágica soledad, con un recogimiento silencioso, que da al acto carácter de meditación y plegaria. Hace unos diez años, íbamos acompañando a la Virgen en una noche deliciosa de abril. Era Hermano mayor don Juan Cádiz, hombre lleno de santos entusiasmos por esta Cofradía, y cuando el silencio era más solemne, hacia las dos de la madrugada, se me acerca un muchacho, al que llamaban el Manquillo, que lo era de nacimiento, con su brazo derecho sin mano, sustituida con una cosa de carne, que era como una patata gorda con dos o tres tubérculos redondos y pequeñitos, y me dice, casi al oído, muy quedamente:

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— Don Manué, yo viá cantá una saeta... — No hagas eso, que te va a costar un disgusto — le dije yo en el mismo tono de voz. — Po no tengo más remedio que cantarla... — ¿Por qué, criatura? — Pues porque le tengo hecha una promesa a la Vigen... — Déjate de promesas y no cantes, que vas a dar el escándalo. — Po tengo que cantarla, eso es. ¿Usté sabe lo que yo quiero a esta Vigen? ¿Usté sabe el apuro de que me ha sacao a mí? ¿Usté sabe?.., ¿Quién es el mayordomo, di usté, don Manué? — Don Juan Cádiz, ahí lo tienes... El Manquillo habló con don Juan, y don Juan le dijo que de ninguna manera se lo permitía, porque era un atropello de la costumbre y se iba a sentar un malísimo precedente. El ciudadano insistid, y don Juan, cargado ya de tanto machacones, le dijo: — Bueno, pues como tú hagas eso, los guardias se entenderán contigo. Y el otro contestó: — ¿Y qué viá jacé yo entonce con mi promesa, vamos a vé, don Juan? — ¡Pues, rífala!

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El manco desapareció de escena, y a los diez minutos, mientras el paso de la Virgen está parado en la puerta de una casa modesta, por una ventana del piso alto aparece nuestro personaje que, con voz estentórea y sin tono, y poniéndose más feo que un dolor, nos encasquetó la siguiente saeta: Viendo el hermano mayó La gente, sorprendida, lo mira con indignación. ¿Qué irá a decir este hombre, Dios mío? Seguramente es cosa de su promesa, pensé yo. que la yuvia no sesaba, ¿A ver...? mandó que la prosesión se metiera en Santa Clara por sé parroquia mayó. Acabó la saeta y cuarenta puños amenazadores se levantaron hacia el cantor. Uno de los nazarenos le dijo: — ¿Y pa eso has roto el silencio, grandísimo bruto? — ¡Po ya lo creo — dijo sonriente el manco —; como que si no la suelto reviento!... En esto pasaba por delante del ventanuco la Virgen, y él, haciendo una reverencia a la Señora, se santiguó, dibujando, con cierta cortedad, una cruz sobre su frente y su pecho, y la dibujó con la papa de los tuberculillos. Hubo que reírse y dejarlo. MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


¡LIVERPOOL!

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


¡LIVERPOOL! Era don Matías un hombre en toda la extensión de la palabra. Pocos libros, mucho trabajo, mucha fatiga, luchar continuo y un éxito grande al final; tal fue su vida. Sevillano de pura raza, vino a nosotros en el período de formación de la moderna Onuba. Había que oirlo hablar: le chispeaban los ojos, le bailaba el recortado bigote, movía las manos con distinción natural, tenía la gracia por arrobas y, como legítimo andaluz, le quitaba los picos a las palabras de tal manera, que bien puede decirse que todo su verbo era como un canto rodado que había perdido las aristas al caer por los abismos de la imaginación y que al llegar a la lengua, como no tenía esquinas, rodaba que era un encanto. Una facilidad de palabra legítimamente andaluza. Y qué gracia y qué cosas decía nuestro amigo cuando estaba de humor. Vino Don Alfonso XIII a Huelva, visitó la fábrica de don Matías, y éste hizo que sus obreros tocaran la Marcha Real con los martillos sobre las bigornias. El, por su parte, abrió el chorro con Don Alfonso, y no teniendo ya cosa que decirle, le indilgó, improvisándolas, unas graciosas aleluyas. Este era el hombre. Voy a referir una cosa muy de don Matías, que le ocurrió en un tren inglés, yendo de Londres a Liverpool.

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— Mira, Monolito; iba yo a Liverpoor, y había salido de Londre por la mañana temprano, y hacía un frío tiritón, por lo que iba yo arrollao en mi manta, en un rincón del departamento del coche. En mi mismo lao, iban tres inglesas más tiesas que el deo de San Juan, y enfrente un cura protestante, un militar y un señó leyendo un periódico, con el que se podían liá una ocena e jamones. Ayí no chistaba nadie. Ni en misa. De pronto, con el traqueteo del tren y con las comías aquellas de las fondas de Londre, que son capaces de moverle el vientre a un faro: verduras paca, verduras payá y más verduras toavía, sin yo pensarlo, sin yo queré, se me fué por la cuesta abajo una cosa, hijo de mi arma, que ya te podrá tú figurá lo que sería... Y grasia, grasia, que se escapó cayao. Yo comprendí que aquello iba a sé una catástrofe, y pa no presensiá aqueya ruina, fui y metí la cabeza entera en la manta; y miá tú como vendría el bicho, que siendo yo el amo, vaya..., ¡no lo podía resistí! ¡Aquello era el delirio!.. ¡Un desastre! Así estuve como dos o tres minutos, y como la vergüenza y lo otro no me dejaban vivir, fui y dije: pue yo viá a asomá medio ojo siquiera, a vé lo que pasa por el mundo; y con mucho cuidaito me asomé por una revuelta de la manta, y mira, Manué de mi arma, lo que vi: las tres inglesas, el cura, el militá y el gachó del periódico, sin habló una palabra, parece que se habían puesto tós ellos de acuerdo, y con dos déos de la mano izquierda se tapaban las narices y con las derechas me apuntaban a mí como diciendo: ¡Ese ha sío...! ¡Dios mío de mi arma; volví a mete el ojo dentro, y me llevé sin sacá la cara fuera hasta Liverpoor! Mardita sea las verdura y los potaje ingleses, y tantísima papa molía, que fueron las que tuvieron la culpa de aquel descarrilo... ¡Mi palabra de honor! MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


CAGALÉ

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


CAGALÉ El Cojo la Corte, así llamado a causa de la desigualdad bastante pronunciada de una de sus extremidades abdominales, es el hombre más zumbón y más bromista de media España. Su padre, un señor de gran respetabilidad, escribano prestigioso, debía tener algo del carácter de su hijo Juan, nuestro ilustre cojo, aunque lo disimulara con la curialesca seriedad de todo un señor secretario de actuaciones hace cincuenta años. Había en Onuba en aquellos felices días un señor de pesas y medidas, alto, tieso, señoril, con amplia corbata de lazo, perpetuo chaquet, junquillo flexible, voz campanuda, bigote y pelo perfectamente teñidos y una cojera suave, que no descomponía su arrogancia presupuesta y artificial. Pasaba este señor, al que la gente llamaba Mosiú Cagalé, todos los días por la puerta de nuestro Juanito, en la calle de las Monjas, y el demonio del chiquillo, envidioso porque la cojera del fiel contraste no tenía la calificación de formidable, que también cuadraba a la suya propia, o porque se lo pidiera su natural retozón y atrevido, es lo cierto que Juanito, al pasar el señor, semitonaba con la intención de un toro, ocultándose en el quicio de su puerta, el siguiente versículo : Una..., dos..., tres..., Cagalé. Una..., dos..., tres..., Cagalé.

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El pobre señor, con la mosca de aquella canción continua, decidió dar cuenta al padre del burlón y lo hizo en los términos siguientes: — Señor: Conociendo como conozco la seriedad de usted, al par que la corrección delicada de su trato, me permito llamarle la atención sobre cierta irregularidad que su hijo Juanito comete, acaso con más inconsciencia que malas intenciones, al vocearme, como lo hace todas las tardes, este sonsonete: Una..., dos..., tres..., Cagalé. — No quiero yo que usted le corrija por vía de fuerza, sino que esta demanda de mi molestia no alcance más que a una amonestación que, como de usted, ha de ser provechosa y seguramente eficaz... ¡Eso es!... — El escribano dio toda clase de explicaciones al demandante y allí mismo hizo comparecer a su hijo. — Niño, ¿tú le has dicho a este señor eso de... Cagalé? Juanito, muy serio, no contestó... — Toma, granuja, toma Cagalé, toma..., toma..., toma Cagalé — y cada vez que nombraba a Cagalé abofeteaba a Juan, que se deshacía en una llantina dolorosa y desesperada. El fiel contraste trató de impedir el ponimiento de mano, pero fué inútil. — ¡Sinvergüenza; decirle a este señor Cagalé!... Toma, toma Cagalé. En tu vida volverás a hacerlo, grandísimo pillo...

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— Señor, por Dios, pobre chico. Hombre, lamento el suceso... ¡Vaya por Dios!... De todos modos muchísimas gracias por el interés que ha demostrado ante mi súplica, y sabe usted que puede disponer... etc., etc. Aún no había el pobre señor andado seis pasos por la acera de la calle, cuando oye que le dicen con una refinadísima guasa: Una..., dos..., tres..., Cagalé. Una..., dos..., tres..., Cagalé. Y, ¡oh asombro!, el que le hacía la burla era el propio padre de Juanito, el señor don José de la Corte, secretario de actuaciones, miembro de no sé cuántas sociedades y cofradías, condecorado, etc., etc. La impresión del fiel contraste fué tal, que me decía, no ha mucho tiempo, el simpático Cojo la Corte, al contarme el suceso: — Mira, chiquillo; de la sorpresa, al tío se le destiñó el bigote... Y es que mi padre era un barbián, y como se le corrió la mano conmigo más de la cuenta, quiso enmendar la suerte y me dio aquel desquite... Mosiú Cagalé tuvo que mudar de residencia.

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PORRAEJIERRO

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


PORRAEJIERRO Quien no se acuerde de don José Porraejierro, ni merece haber sido socio del Casino ni onubense, en el sentido clásico de la palabra. Yo no he visto nunca un hombre ni más bueno ni más sencillo. Era un bendito de Dios. Tenía nuestro Porraejierro una arquitectura psicológica según la cual padecía absoluta incapacidad para fijar en su memoria el noventa por ciento de las palabras corrientes del castellano, tal como solemos pronunciarlas el vulgo de los demás mortales. Así, pues, para decir que sus balcones estaban oxidados, decía suciriaos; estantería, por disentería; ingenerio, por ingeniero; gorbenador, por gobernador; paderes, por paredes; cilindro, por cilindro, etc., etc., etc. Siendo también parte de su complicada trabazón espiritual una antipatía definitiva a ciertas palabras que jamás pronunció ni bien ni mal; así, nunca pudo decir boer; decía: Esos, lan pegao a los ingleses; ni cinematógrafo. — ¿A dónde va usted, don José? — y yendo al cine, decía siempre — A los muñecos. Cinematógrafo, jamás. Eso mismo le ocurría con brigadier, teléfono, fonógrafo, constitución, intuición, etc. Una vez le dijeron: — ¿Entonces usted hizo ese pozo por intuición, no es verdad? — Cá, no señor; lo hice completamente reondo...

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Unid a esto una lengua ancha, culpable de que todas sus palabras salieran retumbantes y gordas; recordad aquella cabeza grande con ojos adormilados, el magnífico bigote, teñido a todo teñir, las cejas que parecían sarmientos (nidos de cigüeñas, decía un amigo mío), el cuello corto, congestivo, sus hombros anchos, la curva de su barriguda y sus manos que cerradas daban la impresión de dos galápagos de jardín, y si unen ustedes esto con la sencillez de su alma y la bondad de su corazón, acabarán por concederme que era un tipo delicioso, a quien siempre recordamos sus amigos con gusto, porque sobre todas estas características tenía la de ser un caballero en toda la extensión de la palabra. Y sé yo tantas cosas de él y fui testigo de tantos sucesos graciosos, que no sé cuál contar... Estaba don José un mediodía sentado en el Casino, en pleno período de la digestión del almuerzo. Había calor y modorra. Nuestro hombre dormitaba empotrado materialmente en un sillón. Su bigote, seto vivo de pelos recién pintados, azuleaba de negro; era la nota saliente de su cara. Había entonces en Onuba un señor vista de Aduanas que hablaba zumbando, es decir, que formaba una correa de palabras sin solución de continuidad... Tocó a don José en el hombro, lo despertó y le largó uno de esos interminables zumbidos. Don José, molesto, le dijo: — Cállese, hombre; que paece usté talmente un bejorro. Explosión general de risa en todos los contertulios. El señor de Aduanas, completamente amoscado, dice: — No se dice bejorro, se dice abejorro...

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— ¡Oya usté! — Exclama don José enarcando los nidos de cigüeña, y avanzando amenazador el mostacho, — po sé lo que quié decir bejorro, y lo que quié decir abejorro... Estupefacción general. El de Aduanas, vengativo, dice: — Es que bejorro no es ná... — Y don José, levantándose solemne, mira con aire de perdonavidas al de Aduanas, avanza dos o tres pasos en el salón, se vuelve de pronto, y levantando un dedo en el aire, exclama sentenciosamente: — ¡También lo sé! Me decía una vez: — ¿Usté ve, tocayo, toa esa alabansia y desageraciones de la escopeta de Tejero? Pues, to es música. Miusté: cuando yo estaba en la marisma de Lebrija tenía una escopeta que era dimplusultra. No le digo a usté mas sino que tenía las balas celindras... — ¿Eh? — Sí, señó, celindras... — Y entonces, aquel simpático Porraejierro incurrió, al tratar de explicarme lo de celindras, en un error que yo llamo de segundo grado. — Sí, señó, celindras, o sea de esas que van de mayor a menor, ¿está usté? Es decir, nuestro amigo quiso decir cónica; para decir cónica, dijo cilíndrica, y para decir cilíndrica, dijo celindra. ¿Habrase visto más profundo error y saladísimo disparate? Evidentemente de segundo grado.

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¡Caray, hombre! ¿Con que celindras, eh?... Pues sí que eran balas. En otra ocasión jugaba a la malilla en el Casino. Uno de los compañeros de juego, hombre muy gordo y plácidamente dormilón, suelta de pronto un ronquido de ida y vuelta, aspirante-impelente, que son esos de ronca hacia dentro y ronca hacia fuera, y Porraejierro grita: — ¡Don Quentín, don Quentín, que se está usté durmiendo, hombre! Y don Quintín, que era un señor que se dormía en pie, da un agudo ronquido de sorpresa y se despierta así: — ¿Qué es eso... el rey de copas? ¡Vayan copas! — Don Quentín, si no fuera porque está usté hoy amorrao, me jugaba con usté un rubí. Y Quintín, con los ojos medio entornados de sueño y un bostezo apuntado en los labios, contesta: — ¡Caramba, don José; esas son palabras mayores; yo no juego piedras preciosas...! ¡No faltaba más! — ¡Oya usté, don Quentín! Le digo a usté que está usté amorrao. Yo no digo piedras preciosas, sino un rubí de los que se comen. Y Quintín, desatando la tempestad de un bostezo imponente, interrumpe: — Hombre, qué gracioso; de los que se comen... Los rubis no se comen, don José. Don José suelta las cartas en la mesa, se le ofusca el seto vivo del bigote, se le descomponen los galápagos de las manos y grita embravecido: — ¡Ya la dicho usté, don Quentín, que se comen, y se comen! ¡Un rubí de carne, don Quentín! ¡A ver si se entera usté, de carne!... Quintín entonces sonríe plácidamente con sonrisa de luna llena, que es la propia de los hombres esféricos, y súbitamente iluminado exclama:

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— Sí, hombre, es verdad; un rubí de los que se comen... Es claro, un rosbif... Es que está uno no sé cómo. Está uno... hecho un... tonto. — No, don Quentín; lo que está usté es dormío... Sí, señó, más dormío que una marmita. Cuando don José metió esta marmita por marmota, Quintín estaba ya del otro lado, pues la luna llena de su cara había entrado de repente en la nube vaporosa del sueño. El gran Porraejierro, sonriente ante Quintín dormido como un tronco, y saboreando el triunfo de su rubí, decía: — Pero señó, si es más claro que agua: ¡Un rubí silletero de los que se comen, recontra!,., ¡Si sabrá uno lo que dice! En una espléndida tarde de primavera andaluza paseaba nuestro hombre con el más choquero de todos los señoritos de Onuba, que es lo mismo que decir que Porraejieno iba de paseo con Pepe Coto. Pepito Coto, el simpático Pepito Coto, era un amigo inseparable de nuestro personaje, a pesar de la gran diferencia de edad que había entre ambos, pues don José estaba al final y Pepe Coto era todavía un muchacho. Era, además de su inseparable, su tirabuzón, porque el noventa por ciento de las cosas estupendas que se le ocurrían al memorable viejo, habían sido puestas en el plano inclinado de sus desastres de léxico y de pensamiento, por la conversación un poquito tendenciosa en que Pepe Coto lo emboscaba con gran habilidad.

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Pues bien; paseaban los dos esa tarde por las orillas de nuestro río Odiel. Pepe Coto se queda distraído mirando la corriente del agua, y con los pulgares respectivos enganchados en las sisas del chaleco y un aire inocentón y algo infantil dice: — ¿Usted se ha fijado, don José, que la corriente del río es siempre hacia allá ahajo, hacia el mar? ¡Qué cosa más rara!... A mí se me ocurre preguntar: ¿por qué será eso? — Te diré, Pepito... — No señor, don José. Mire usted. Va usted a Zaragoza, el río siempre para un lado, siempre para un lado. Va usted a Niebla, lo mismo. En Sevilla, en San Juan, en todas partes lo mismo... Y Porraejierro, que había andado toda su vida en obras con ingenieros, se cree obligado a explicar el fenómeno, y sonriendo ante la inocente pregunta de Pepito, se reviste de cierta autoridad y suelta el siguiente relato: — Pepito, eres un niño y te pones en redículo. Mira, hombre, los ríos... ¿sabes?, los ríos van siempre pa allá, porque es natural, hombre... ¿Tú no ves que lo vienen haciendo así sientos y miles de años...? Eso es, Pepito, eso es... Pepito. — Y reía satisfactoriamente después de haber explicado la eterna corriente de los ríos al mar, por causa de la costumbre de correr siempre así. Era un hombre de una vez.

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INTRUDIAS Y CINUTRIAS

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


INTRUDIAS Y CINUTRIAS Luis León, poseedor de una lengua tan ancha que no le cabía en la boca y un ingenio y un humor envidiable, era el maestro de los maestros en la burleta que se llama intrudia. ¿Y qué es eso de la intrudia? Pues la intrudia es una manera inocente de tomarle el pelo al prójimo, haciendo que no se entere de lo que le hablamos, porque aun cuando pronunciamos palabras, no le decimos realmente nada. El procedimiento consiste en hablar de una cosa que pueda mover la curiosidad del oyente, y sobre esa base decir con claridad perfecta muchos vocablos y emborronar con sonidos desprovistos de significado la parte más interesante de la oración. — Hombre, don Juan, ¿fué usted ayer a Cinutria? Me han dicho que estuvo aquello de primera... Y el señor, contesta lleno de incertidumbre: — ¡Ah..., sí..., sí..., de prí... mera...! Usted querrá decir... ¿Dónde dijo usted? Y entonces, el buen maestro de intrudias debe decir un nombre verdad y repetir la suerte poniendo el lío en el verbo, v. gr.

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— En Sevilla, hombre; por cierto que me han dicho que el gobernador estuvo soberbio. No le digo a usted más sino que imprudió lo menos dos horas y media. — ¿Cómo? — Nada, que este hombre cuando sagüense es atroz..., atroz. Y como la lengua pone una especial veladura en la palabra de matute y el gesto natural y la picardía perfectamente encubierta dan al burlón un tono de absoluta sinceridad, hay víctimas que están un cuarto de hora en el enredo, estirando las orejas para oír mejor, y sin coger ni medio miligramo de sentido en la conversación. El gran Luis León, que santa gloria haya, me la pegaba a mí cuantas veces quería. Era un artista. Luis fue un día a un mitin republicano, pidió la palabra, y dijo con voz un poco cavernosa en que cada sonido podía considerarse empañado de cierta oscuridad: Ciudadanos: El espectáculo que presenciamos es inesio. La marcha de la política reaccionaria nos da todos los días en cara con la guantada intolerable de sus atrevimientos deriosados. La libertad y el progreso van poco a poco siendo ataguasos por el despotismo de los Gobiernos conservadores, y si nosotros no sacamos el pecho ciudadano al aire y en nuestros vacudios, llenos de justicia, no demostramos que estamos dispuestos a derramar nuestra sangre y no vamos al sacrificio de la cirusión, todos los presentes seremos arrollados y mereceremos el desprecio sucutrino de los hombres honrados, que escupirán en nuestros nombres por haber estado nosotros ampudiando las libertades públicas con... La ovación no dejó concluir a Luis.

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Si los defensores de la libertad republicana se percatan, hubiera habido que contar a las generaciones la paliza que le encasquetan al burlón. Lo mismo hizo en un duelo, donde empezó a contar en plena intrudia cosas del muerto, y sin que nadie comprendiera ni una sola idea, la emoción de los parientes del finado fue tal que los hombres lloraban desatadamente y a dos o tres mujeres hubo que darles agua de azahar. Pero donde llegó Luis a superarse a sí mismo fue en la confesión que el grandísimo demonio hizo cuando tenía sólo once años, con aquel bendito de Dios, que se llamó el Padre Plana, hombre grueso, plácido, y paciente hasta la santidad, que por sus respetables canas y vida modelo era venerado por todo el mundo. También tenía la lengua gorda como Luis. — ¿Quién te ha mandado, hijo mío? — Mi mamá. — Bueno, anda, di el Yo pecador, Luisito. Y el chiquillo, ni corto ni perezoso, lo soltó en intrudia, de tal modo que sólo los golpes de pecho se salvaron de aquella algarabía imponente. — ¡Bueno, hijo, bueeeeno...; vamos a ver esos pecadillos!... — Me acuso, padre, que yo una vez vi una alcancía de mi madre que estaba llena de dinero y yo le encinutrié una cinfasia de siete reales. — ¿Eh? — Sí señor, de siete reales. — ¿Pero le quitaste siete reales a tu madre, hijo? — No, señor, padre; es que se inroaron. — ¿Quéeee?

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— Nada, que la alcancía estaba en la mesa y como yo sabía lo que tenía dentro implacudié los siete reales en un momento. — ¿Pero los quitaste, sí o no? — No, señor, padre... — ¡Bueno! ¡A otra cosa, y habla despacito, hijo, despacito...! — Una vez iba una criada de mi casa por la escalera, y como estaba cargada de ropa le achiguaté el trucio de los calzones blancos y no tuve más remedio que inzoable las medias. — ¡Luisito! ¿Qué estás hablando de calzones blancos y de medias? ¿Qué es eso, Luisito? Hijo mío... Y como el travieso chiquillo se metiera en un nuevo laberinto y el Padre sudara la gota gorda y la claridad de los conceptos del endemoniado fuera un mito detrás del cual andaba el buen viejo, éste, lleno de impaciencia y desesperanzado de poder entenderse con Luis, se levantó y le dijo: — Mira, yo no puedo absolverte porque no sé lo que dices; eso debe de ser del Levante, o del estómago sucio. Así, hijo mío, le dices a tu mamá que te purgue y que el domingo que viene te mande a confesar con don Pedro a la Concepción. Nada, hijo, que no te entiendo... Y el grandísimo pícaro se fue a su casa, con la aureola de su primera gran intrudia realizada. Me decía veinticinco años después: Ya ves tú, Manuel; con el respeto que tengo yo a la Santa Madre Iglesia y el disparatón que hice... ¡Cosas de chiquillos!

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


¡CASCAJO!

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


¡CASCAJO! Presidía la Audiencia de Onuba aquel don Antonio Montes, con quien tuve el honor de compartir ideas, sentimientos y una entrañable amistad. Las notas características de don Antonio eran la rapidez de la inteligencia y la amenidad. No era posible hablar con él un rato sin que su ingenio nos entrara en el palacio encantado de la alegría y de la risa. Era delicioso. Se celebraba en la Audiencia uno de esos juicios de escasa importancia, un hurto pequeño de bellotas. No había nadie en el público, y yo, que entonces concluía mi carrera de abogado, asistía a las sesiones para ir tomando el terreno... ¡Tenía yo pocas ilusiones!... La cara del procesado era una fotografía movida, una cara fabricada a puñetazos, acusadora de un tipo perfecto de bruto, con los pómulos desiguales, los ojos indiferentes y la boca embobada. El buen hombre debía ser mudo o parquísimo de palabra porque todo lo contestaba con movimientos de cabeza. El señor fiscal, que subido en la parra cultural de un léxico retumbante no se había hecho cargo de que para hablar con la gente del pueblo es preciso popularizarse, le disparó seguidas diez o doce preguntas por este estilo: — Diga el procesado: ¿Es cierto que el día de autos se encontraba en el camino que circunvala La Carrascosa? El procesado oye, mira y remira al fiscal, y suelta un cabezazo de Norte a Sur, que quiere decir que sí.

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— Bien, bien. Diga, ¿es cierto que se introdujo en la supradicha heredad violentando un seto vivo?... Vuelta al cabezazo, que quiere decir que sí... — Y sustrajo dos fanegas de bellotas. Cabezazo... — Por vía no destinada al efecto... Golpe de cabeza afirmativo. Cuando el culto representante del Ministerio público había obtenido una carga de gestos afirmativos de su víctima, el presidente, nuestro amigo don Antonio, comprendiendo que aquel pobre hombre no había entendido una palabra del fiscal, después que el letrado defensor hubo dicho... que no tenía nada que preguntar, se encara con el procesado y le dice con ánimo de favorecerle: — Vamos a ver, ¿no es verdad que usted no sabe lo que es día de autos? — Cabezazo de Este a Oeste, que quiere decir que no. — ¿No es verdad que usted no sabe lo que es circunvala, ni introdujo, ni violentando? Sigue la veleta moviéndose de Este a Oeste. — ¿No es verdad que usted no sabe lo que es seto vivo, ni sustrajo? Y al mover el tío la cabeza en la dirección negativa, don Antonio, metido en viento de buen humor, pierde la serenidad del acto y dice: — ¿No es verdad que es usted un melón? Y el de los gestos mueve los ojos, la cabeza y los brazos, y exclama asombrado: — ¡Cascajo! — y largó el ajo entero y pleno. Fué la única palabra que emitió en el juicio. Todavía se oye la risa en la Sala.

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LA TORTA

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


LA TORTA Cuando vivía aquel ilustre don Juan, su fama de hombre bueno se extendía por toda la jurisdicción aneja a su cargo de magistrado. Su nombre era popular y querido, porque aunque alguien se permitía chistes sobre su descuidada indumentaria, nadie pudo jamás hacer motivo de críticas ni su hombría de bien, ni la manera de llevar su magistratura, un poco a la pata la llana, pero con rectitud indiscutible de conciencia. Tenía don Juan sus defectos... ¿Quién no los tiene en este mundo? El suyo era, principalmente, una desproporción muy visible entre su manera do predicar constantemente sobre la austeridad do costumbres y una veta de pícaro sensualismo, que te le asomaba al bendito de Dios en todo lo tocante al golosineo de chucherías; porque no era tu fula, maciza, que se dirige principalmente a la parte magra y al positivismo real de lomos, asados, embutidos, etc.; era la suya retozona gula, que se andaba por las ramas del vicio caracoleando por frituras, dulzainas y circunloquios de los grandes acontecimientos culinarios, ¡Pobrecillo! Después de todo, quien se crea libre de este pecado que tire la primera piedra... Pues, señor, que era las víspera de San Juan y le regalaron a nuestro personaje una estupenda torta compuesta, de esas que pasean fantesiosos por las calles los pinches de las pastelerías, cuando hay santo de repique y obsequios domésticos con motivo del santo.

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Era el presente que recibieron en casa del funcionario una obra maestra de un dulcero provinciano: rueda respetable de bizcocho, empolvada de azúcar, y en cuyo canto de distintas concreciones se dibujan capas deleitosas de cremas y almíbares aprisionados en la masa central por un fenómeno geológico de confitería. En la meseta alta surcan trincheras sembradas de anises y bombones, y de vez en cuando una albérchiga, lagrimeando resinas golosas, y una ciruela, que tornasola su cristal de mieles, dan la nota vegetal en aquella llanura del deseo. Un poco más al centro se enrosca un lagarto de mazapán con ojos vidriosos y espalda retostada, como vereda oscura trazada en su pellejo de almendra y huevo. Sobre las redondeces del reptil está montada una pera mayúscula que viene a ser el cimborrio del monumento, y clavado en ella un angelito de porcelana, inspirada ocurrencia del artista, que en la exaltación de la fantasía quiso poner en su obra una pincelada de lo sobrenatural. Cuando don Juan recibió aquello convocó a su familia alrededor de la mesa donde quedó instalada triunfalmente la torta, y dijo emocionado: — A vosotros, mi querida esposa, hijas e hijos míos, debo recordar en presencia de esta tentación, que tengáis modestia en el apetito, y dando una prueba de obediencia a los mandatos de vuestro padre, os abstengáis en absoluto de tocar al regalo hasta que mañana, con toda solemnidad, después del almuerzo, celebremos patriarcalmente mi santo. Los hijos, las hijas, la señora y don Juan reprimieron sus ímpetus y fue un generoso esfuerzo de virtud el que guardó aquella noche, víspera del Bautista precursor, la integridad deliciosa del bizcocho, reclamo indiscutible de una bandada de antojos.

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Don Juan apenas pudo conciliar el sueño durante toda la noche pensando en el huésped del comedor, y en el ir y venir de su pesado insomnio, el lagarto le clavaba en la oscuridad los ojos de azabache, la pera panzona le golpeaba las sienes y por la barba abajo de la imaginación se rechupaba un churrete de crema ideal. Fue aquello una dulce pesadilla, un ensueño... Ya casi de madrugada, la lucha con el deber tomó, en lo profundo de su voluntad, caracteres épicos, y no pudiendo resistir más la fiebre abrasadora, decide pellizcar la torta, y en plena oscuridad, se escurre suavemente del lecho, tomando todas las medidas que la prudencia le sugiere, para no despertar a la esposa. En ropas menores, gateando por el suelo del dormitorio, llega al comedor, se incorpora y a tientas alarga la mano, que viene a dar sobre la porcelana del angelito. Don Juan, que cree escuchar un leve murmullo como de rozamiento de telas, suspende alarmado sus operaciones, y al oír distintamente que los ruidos sospechosos se repiten, busca el botón de la luz eléctrica, toca, y aparece en todo su esplendor un cuadro definitivo: su señora, sus hijas, sus hijos, como él, en trajes de dormir, rodean la torta. Don Juan se pone grave y amenazador. Con aquellos calzoncillos de cintas colgantes, aquella camisa color del lagarto confitero y aquel gesto de su sorpresa aparecía ante la familia completamente en ridículo, y el pobre, para salir del apuro, en vez de dar explicaciones ni pedirlas, arremete contra la pera cimborrio y entre él y la familia no dejan de la torta ni rastro. Digo mal, el pobre angelito, solo y como caído de su gloria, era el único superviviente... Sic transit... Allí, por lo visto, no durmió nadie aquella noche pensando en el dulce, y a todo el mundo le maduró al mismo tiempo la idea de realizar el gatuperio. Tal fue la madrugada de San Juan en casa del probo funcionario de la justicia.

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SACACORCHO

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SACACORCHO Pues, señor, que Sacacorcho es un tío de gracia, trianero, holgazán, más listo que Cardona, y aunque en la pila le pusieron Joaquín, le dicen los amigos Sacacorcho, porque no se destapa en Triana una botella que no sea en su presencia, por causa de sus chistes, cuentos y picardías que lo hacían indispensable en toda tertulia de gracia, de vinate, pollitos con arroz, etc., etc. — Oye, Joaquín; en resumías cuentas... ¿nos quiés desí cómo has aprendió tú el oficio? — Lo mío no es ofisio, es profesión, y si hay arguien que no lo crea le digo que es más que profesión: es facurtá. — Bueno. ¿Pero, qué es este tío? — dice un forastero. Y Joaquín, poniéndose grave, afirma: — Un servio es siserone. — ¿Y eso qué es? — dice el de fuera. — Eso... po... ná... una tontería... Eso es coge a un extranjero y hablarle de Muriyo, de Velasque y de la Custodia como si uno fuera primo hermano de eyos; y cuando el tío ponga la cara escama desirle siglo diesisiete, nombrarle a Coya y sortá de cuando en cuando un gorpe que es caerse pa tras en cuanto que lo digo. — ¿Qué gorpe, compare Joaquín? — Fijarse bien. ¡Renasimiento! — ¿Y eso qué es? MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


— Eso es tirarse al río con ropa y tó. Eso es como quien dise er disloque y las muliya. Usté dise este cuadro es así y asao, y lo pintó un sevillano, y bendita sea la Triare que lo parió, y esto es er sielo, y ave si hay eso en Ingalaterra, y cuando ya no tié usté ná que desí sueña usté er timito ese de Renasimiento y el tío inglé tira de cuaderno y ya le está dando gusto ar deo con el lápiz... Eso de Renasimiento es una cosa que lo arregla tó. Y dijo un contertulio, corredor de vinos: — Po pa que vea tú, Joaquiniyo; yo mabía figurao que Renasimiento era una cosa así como un parto doble. — Tú sí que eres doble. — Sí, hombre... Yo digo: señó, si nasimiento es cuando nase una criatura, renasimiento será cuando nasen dos. La tertulia estuvo entera con la opinión del corredor de vinos, que al fin y al cabo era más concreta y terminante que la versión de Sacacorcho, y hasta este mismo pensaba, allá en el secreto de su alma, que acaso tendría razón el compadre, porque bien mirado, estaba muy en su lugar, alabando un cuadro, dejar caer eso del parto doble que debía ser el acabóse de la alabancia. Ya estaba él deseando que cayera un inglés para soltarle el toro de: este cuadriyo, no es de naide, de Surbarán, de un gachó que los jacía a pares. Fíjese usté bien que esto es un parto doble — y Joaquín echó afuera toda la alegría de su alma trianera y apechugó con el corredor en un abrazo de gratitudes y hasta de admiración... — Cuenta lo de Grabiela, Joaquinillo. — Po ná, que iba yo por la caye, derecho a la Catedrá con un señó de los Estados Unios, más tiezo que er sementó armao, cuando sale ar paso una gitana vieja, muy limpia, con sus claveles en er pelo y su mantonsillo de seda... Una sigarrera más antigua que er Muro e los Navarros. — Esta es ti... pico — dise el ingle — ¿Cómo se llama? MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


— Y como el siserone lo tié que sabe tó, yo dije pa mí, ahora te vas a cae de culo, ingle, y le encasqueté que aqueya maseta rota de clávele era na meno que la mare de los Cayo... Grabiela. — ¡Oh, yes, yes; mi querer retratarla; y el tío le yamó candela con una maquiniya y se la llevó pa los Estados Unios retrató, tres años despué de muerta, que eso sí que pué que sea un disloque, un parto doble y un renasimiento... to junto. Los amigos rieron la gracia de Sacacorcho, y éste, pavoneando su triunfo, estaba esperando alguna indicación para continuar. — Oye, Joaquín; ¿cuar crees tú que es er disparate más grande que has largao en tu profesión o en tu facurtá? Joaquín, después de pensarlo un poco, dijo: — Como no sea lo de San Cucufate. — Anda, cuéntalo, hombre. — Ná, que estaba un inglé de los de feria visitando conmigo la Iglesia de un convento, y er tío me traía loco, que por poquito me pregunta hasta por la edá de Noé. — Pues señó, que ensima de un artá había dos calavera. Coge el ingle la más grande y me dise: — ¿De qué santo es esto calavero? Yo, pa salí del apuro, como quien dise lo más naturá, le dije: Esa calavera es ná menos que de San Cucufate, como le podía haber dicho de Periquito er de los palote. — Yes, yes, very well, y el buen hombre apuntó er descubrimiento en un cuaderniyo. — Cuando yo me las hacía felices por salir tan bien de aquel apuro, el tío se fija en la otra calavera más pequeña. — ¿Y ésta más chica calavero? — ¡Ay, mardita sea tu estampa! — y sin fijarme en lo que desía soñé la siguiente barbaridá: — Der mismo santo cuando era más chico. El ingle iba ya apuntá er disparate; pero cayó er tío en la cuenta y tuve que liquidá de mala manera con él. MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


GILABERT

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GILABERT Aquel don Manuel de Monti, antiguo gobernador civil, era un sevillano de setenta años que había añadido a los Mandamientos de la ley de Dios esta máxima: Reírse todo lo que se pueda, tomarle el pelo al lucero del alba y huir de los tuertos como si fueran toros de Miura. De él era la famosa clasificación de tuertos, que dió la vuelta a España: tuertos indiferentes, perjudiciales y trágicos. Indiferentes eran los de nubes, paños y otros velos de la vista, que, según nuestro hombre, venían a ser tuertos ni fú ni fá. No hacían daño. Los perjudiciales, eran los de ojos cerrados, cuya presencia acarreaba graves perjuicios, v. gr. pleitos, facturas apremiantes, billetes de la lotería chafaos, sablazos, malas noticias, enfermedades, disgustos domésticos, etcétera, etc., y los trágicos, que se caracterizaban por los costurones sobre el cristal del ojo. Estos tales tenían una potencia maléfica tan extraordinaria, que no hacía usted más que tropezarse con uno de esos, en ayunas, y ya podía usted irse a casa que allí le esperaba un hijo agonizando, un incendio, la quiebra de su banquero, el drama de un mal parto o la pérdida de sus cosechas por un pedrisco inesperado. Pura tragedia. Un día trataba yo de convencer al buen viejo de los inútiles sufrimientos que le acarreaba su preocupación, y le pintaba lo de los tuertos como una superstición, una tontería y una cosa impropia de su talento y cultura. — Mira, Manolito, hijo; pa que no digas más tonterías y se te caiga la venda y proclames que lo de los tuertos es tan chipén como eso que nos alumbra, oye, y cáete de esparda, niño: Pues, señó, que iba yo a un baile de la Alameda de Hércules y había en la puerta un tío tocando el acordeón, por cierto que estaba tocando aqueyo de MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


Espartero, Esparterito, no te vayas a morí, que las niñas de la Alfalfa se pondrán luto por ti... En esto pasa delante de nosotros un tuerto trágico, que tenía en un ojo una cicatriz de la herían de un cuatro, y yo grité: ¡Ay, mardita sea tu arma, me has matao!... El del acordeón se echa a reír y dice: ¿Tamién cree usted en esas pamplinas, don Manué? — y soltó una carcajá, mientras seguía tocando, y toavía no había llegao a lo de que las niñas de la Alfalfa se pondrán luto por ti... Cuando da el gachó un grito terrible: se le había roto el braso izquierdo... tocando el acordeón. ¡Er disloque! ¿Está usté ya convensío, nene? Tal era el tipo. Estábamos en vísperas de la famosa romería del Rocío, y el tamboril, la flauta y la becerra de la rifa, con adornos en la frente y en el collarón, paliaban delante del Gobierno civil. Don Manuel me dice: — Tocayo, qué cosa más juncá y más grasiosiya es esto del Rosío; ya sé que es usté este año er mayordomo y que lo tenemos que ve a usté con el pavero, en la siya vaquera, haciendo pintura por esas calles. Apúnteme usté de hermano y que vengan a cobrarme er recibo. El maestro Gilabert, aquel formidable rodero que gratuitamente trabajaba en las cosas de la Hermandad con un cariño que nunca será bien alabado, y que yo en honor de su memoria me complazco ahora en recordar, fue al Gobierno por mandato mío a cobrar el duro del gobernador, y lo mandé sin caer en la cuenta de que el viejo Gilabert era tuerto y de los trágicos, porque tenía un ojo con un costurón como una escalerilla.

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Además, Gilabert era sordo como una tapia, y tenía un bigote que hay que reírse de la guardia civil y del capador francés que anduvo por estos pueblos haciendo su oficio, y que tenía su merced un vallado con zarzas entre la nariz y la boca. Cuando Gilabert movía aquella maceta gris de su mostacho mareaba enteramente. Se entró mi hombre en el despacho del gobernador, y éste trabajaba distraído en la mesa. Gilabert avanzó hasta ella. Cuando Monti levantó los ojos se encontró enredado en el bosque bravío del bigote de Gilabert; pero cuando pudo levantar la mirada y tropezó con el ojo huero, que era en aquel momento, no de carne humana, sino de naturaleza de marisco, Monti gritó pidiendo socorro y, nervioso, clavó los cinco dedos en los cinco timbres de la mesa. Aparecieron al mismo tiempo el secretario, el oficial primero, el policía de guardia, el portero y el de la secreta. Gilabert, que no oía ni jota, con cara amable inclinó el busto hacia el gobernador, y dijo sonriente: — Me manda don Manué... — ¡Ladrón, criminal, infame, váyase usted de aquí!... ¡Socorro! Los del gobierno, al ver al gobernador de aquel modo, detuvieron al asesino, y como el pobre hiciera resistencia por no darse cuenta de lo que ocurría, le encasquetaron un manojo de guantas que le pusieron verde y a poco no le hacen de marisco el otro ojo. Lo sacaron hasta la escalera y de un empujón lo pusieron en la puerta de la calle. Me buscó, y como no pudiera explicarse el recibimiento que le habían dispensado en el Gobierno, me dijo: — Yo creo, don Manué, que ayí están toos majaretas perdíos — y el pobre se ponía un dedo en la sien y lo hacía girar con rotación de ida y vuelta para expresar mejor su idea. Monti no me lo perdonó nunca. MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


GRIEGOS

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GRIEGOS Nunca me canso de admirar la rapidez de ingenio de nuestra raza meridional. Es un encanto. Estamos en el Rocío, en la gran fiesta, que las provincias de Sevilla, Cádiz y Huelva hacen a Ia Virgen de las marismas almonteñas, allá por Pentecostés. Como es una romería tan llena de pueblo, de luz, de fe y de alegría se baila de lo lindo, pero se baila honesto. No se bailan esas porquerías que he visto alguna vez en un casino distinguido. En el Rocío, el hombre, bailando, no toca con sus manos a la mujer. Se bailan sevillanas. ¡Oh, viejo baile de mi tierra andaluza, yo te bendigo, porque eres gracia y frescura, eres arte, y eres vergüenza! Las mujeres del pueblo concluirán por enseñar a muchas señoritas a ser cristianas y a ser honestas. Estamos parados delante de la casa de la Hermandad de Triana. Bailan inumerables parejas. Un guitarrero jorobado hace tales curvas y filigranas con el gesto, con las manos y con la posturita, que muy torpe ha de ser quien no vea que aquel pobrete es un prófugo de la virilidad... ¡Vaya por Dios! Un amigo mío, abogado de Huelva, que tiene talento y corazón y que ha ido al Rocío para rezar, para reír y para amar más la tierra, le dice a una de las muchachas que bailan, para probar su gracia trianera: — Oiga, usted, joven; ¿ese que toca la guitarra, qué es, diga usted?

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Y la muchacha, rápida, admirable, sale de la ratonera con estas palabras: — Pues, eze es lo que usté se ha figurao... Qué manera más bonita de cumplir la contestación, de escabulliría al mismo tiempo y de salir triunfante con su pudor. Le decía yo a un elocuente tribuno una tarde en el restaurant del Congreso: En Andalucía hace mucha menos falta de lo que cree la gente eso que se llama instrucción. Me fundo para pensar así en que, por ejemplo, a un barbero en Sevilla o en Málaga le cuenta a usted, mientras le afeita, todo lo que usted sepa de un asunto, y cuando se ha concluido el afeitado, el barbero sabe tanto como usted. Y eso pasa con los cocheros, con las criadas..., con el pueblo. Esto es: que el talento natural suple casi al conocimiento que la instrucción transmite... En cambio, en materia de educación estamos perdidos, porque aquí, donde todo el mundo es tan listo, no abunda tanto la vergüenza. Quiero decir, pleamar de talento y absoluta bajamar de carácter. — Pero no es lo notable el talento, sino la rapidez del mismo. Mire usted qué caso: En un banco de la Plaza del Duque, de Sevilla, duerme a media noche un hombre. Es chiquitín, amojamado, y tiene una papalina el buen señor, que le urde la cabeza. — Un municipal, alto, fuerte, buen mozo, se dirige al borracho, y zamarreándole le dice: — Oiga usted, so pelma; ¿usted no sabe que esto no es ninguna fonda? ¿Usted no oye?... — y meneón va y meneón viene... Nada. El borracho sigue impasible, con sus ojos en blanco, medio abiertos, su lengua floja que dice cosas inarticuladas y su cuerpo completamente desplomado, en el asiento del banco.

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— E1 municipal, un poquito amoscado por la resistencia inconsciente del curda, lo incorpora a la fuerza y consigue sentarlo, diciéndole: — ¡Maldita sea la!... ¿Usted no oye?... Que a dormí a casita... ¿Se entera? ¡A su casaaa! — Pero el borracho hace un gesto incoloro, de absoluta indiferencia, y se vuelve a caer en el banco. — E1 guardia entonces, perdida la paciencia, lo abarca de un puñado, y como el pobre hombre era un torcía, lo bambolea en el aire y se lo echa al hombro. — Acude a la próxima Prevención. Cargado con el tío, el guardia llama a la puerta. — ¿Quién es...? — preguntan dentro. — Y entonces el borracho, adelantando la contestación del guardia, dice con la lengua bastante trapajosa: — ¡La emursión... de escó! El hecho, rigurosamente histórico, es monumental. La rapidez es asombrosa, porque aunque el borracho hubiera ido pensando, mientras iba en el hombro del guardia, que a él lo llevaban como al bacalao del prospecto de la Emulsión de Scott, la pregunta del encargado de la Prevención es inesperada, y el acto de personificarse en el pescado que el marinero lleva al hombro, es producto de una relación mental rapidísima y llena de gracia. Esa es Sevilla, esa es nuestra tierra: luz, transparencia intelectual, ingenio peregrino y la conducta... ordinariamente menos que mediana. El Señor nos alivie. El ilustre orador, oyendo contar esto, se reía de firme y exclamaba: — Es verdad, esos sevillanos, son griegos.

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PELUQUÍN

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


PELUQUÍN Cuando yo estudiaba el primer año de mi abogacía en Sevilla, o sea en el curso del 92 al 93, era ya un viejo decrépito el famoso Peluquín, el tío más borracho, más bohemio, más loco y de más gracia que viera nunca la ciudad del Betis, con ser ella madre pródiga de tipos similares al ilustre curda sevillano. Peluquín en la calle, Peluquín en las tabernas, Peluquín en las novillás, en los escándalos callejeros, en el paraíso de los teatros, en la Prevención y en la cárcel: Peluquín era ubicuo. Había que oír sus discursos políticos en el Duque, en el puente de Triana y en la Plaza Nueva, que eran sus campos favoritos de operaciones. Había que verlo rodeado siempre de una turba de chiquillos y mozalbetes, encarándose en plena calle con todo lo que le llamaba la atención; chisporroteando chistes y desvergüenzas, mientras sus admiradores le hacían objeto de toda clase de manifestaciones, desde el ¡viva! ruidoso hasta el tomatazo anónimo, que como caricia vegetal le refrescaba el cogote, propina de algún chusco mal auge, o de algún cochero de punto, que entretenía sus paradas con estos o parecidos sports. De Peluquín se contaban cosas deliciosas... Encontró un día un niño comiéndose un racimo de uvas de un gran tamaño. El chiquillo comía con una fruición más que placentera; Peluquín, malhumorado, se encara con él, y como buen borracho, en sorda protesta por el crimen de comerse una cosa que Dios había hecho, según él, no para comer, sino para beber, le dice con retintín: MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


— ¿Quién tadao ese rasimo..., niño? ¿Quién, hijo... mío, quién? Y el chiquillo, sin perder bocado, dice con una voz melosa, nacida en aquel tragar de sus delicias: — Mi... Mamá. — Tu ma... má..., ¿eh? Pues mira, niño, entre tu pajolera madre y la filoxera, estamos aquí aviaos... Eran los últimos años del reinado de Doña Isabel II, y Sevilla inauguraba alborozada la primera estatua seria de sus plazas y paseos. El amor de la gran ciudad estaba enteramente puesto en honrar al pintor de las Concepciones, al gran sevillano, al más sevillano de todos los pintores andaluces. La estatua de Bartolomé Esteban Murillo iba a descubrirse a la una de la tarde del día 1º de enero de 1864 en la Plaza del Museo. Allí, SS. AA. RR. Los Serenísimos Infantes; allí, el Excmo. Cardenal Lastra, el gobernador civil, el famoso alcalde García Vinuesa, las autoridades todas de Sevilla, literatos, artistas, representaciones del ejército, bellas damas y el pueblo en masa, desbordado ante la solemnidad. Después de la bendición del monumento por el purpurado señor Arzobispo, Fernández Espino, el literato, el sabio, leyó un discurso elocuente; González y Gutiérrez hizo uso de la palabra ensalzando, en términos patrióticos, a la ciudad y al inmortal pintor, y cuando la emoción circulaba por la muchedumbre caldeada, y las especies color, vida, pincel, cielo, gloria, honor, ángeles, Concepciones, Sevilla, encendían la admiración sevillana del gran concurso, el gobernador gritó entusiasmado: ¡Viva la reina! ¡Viva España! ¡Viva la perla del Betis! ¡Viva el ingenio inmortal de Murillo! MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


El pueblo vitorea y aplaude; pero de pronto se hace un silencio inesperado... Peluquín, que empezaba a hacerse famoso, se destaca de la multitud y encarándose con la recién descubierta efigie del pintor, hace un gesto picaresco, y con cara de resignación bohemia, agitando tribuniciamente sus brazos hacia Murillo, grita: — Compadre, ya sernos dos los que vamos a dormir al relente toas las noches en Seviya. La carcajada fue un trueno; la risa se hizo dueña de la situación en tales términos, que desde los Infantes hasta los vendedores de castañas calientes hicieron coro al triunfo de Peluquín, y no sé cómo pudo ser ello, pero por los labios de bronce de la estatua circuló una sonrisa... Sevilla había llevado allí nobleza, poder, talento, palabra, arte, y un hijo del pueblo llevó la gracia. La gracia se hizo risa. La risa, trasladada a la eternidad, se hizo sonrisa... Por eso la estatua del pintor sonreía... Cuentan que lo encontró en la calle un antiguo, famoso abogado, muy popular y enamoradísimo de todo lo que tenía carácter y personalidad andaluza y sevillana, y encarándose con nuestro curda, le dijo: — Hombre, Peluquín; bien está que te emborraches, que no tengas rey ni Roque, en lo de hacer tu santísima voluntad, y que sueltes todos los discursos que al Cicerón metido en alcohol, que llevas dentro de tí, le venga en la regaladísima gana; pero que tengas esa cara sin afeitar hace dos meses lo menos, y que parezca un facineroso un gachó de tu gracia y representación, eso ni te lo consienten tus leales, ni Sevilla, ni la policía urbana, ni yo, ni nadie... — ¿Y qué quiusté que haga, don Migué de mi arma? Si afeitarse vale un rea, o sean ocho cuartos y medio, y con ese dinero tengo yo pa mis compromisos lo menos tres día... — Bueno, hombre; pues si no es más que por eso, se ha concluido la presente historia: toma un par de reales, te afeitas, y dejas pagado el de la semana que viene. Anda, hombre, anda. MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


— ¡Viva don Miguel Corona! ¡Viva la elocuensia! ¡Viva la abogasía! ¡Y viva Pepino el de la Alamea, que es el primé barbero de Seviya! Peluquín se dirigió a la barbería de Pepino; pero al entrar en el famoso Paseo de Hércules, lo llamaron desde una taberna, y copa arriba, copa abajo, discurso acá y arenga allá, chabacanerías, chistes y desvergüenzas, salpicadas constantemente de peleón, dieron al traste con su capacidad para el vino, con el obsequio de don Miguel Corona y con sus reconocidas facultades de aguantarlas en pie. Tenía fama Peluquín de ser un curda perpendicular, y, sin embargo... Completamente borracho, salió de la taberna, y como el mundo se tambaleaba de un modo alarmante, se cogió a un árbol de la Alameda y desde él empezó a llamar por señas a la barbería de Pepino, porque, por lo visto, en medio de la tormenta no había perdido la idea de afeitarse. Como la barbería no venía nunca, decidió hacer unos pinitos para dirigirse a ella, y apenas lo intentó, dió con las costillas en tierra. Una vez en ella, por natural comodidad, por exigencias del vinate y acaso por la unión de todo esto con la violencia del porrazo, se quedó completamente hecho un tronco. Un tronco con destilaciones de jugos, porque de vez en cuando, por las narices y la boca, despedía un vino que regresaba del estómago por la sencillísima razón de que no cabía materialmente en él. Así estaban las cosas, cuando un perrito chiquitín, de hocico agudo y goloso, con las orejitas color de canela apuntadas hacia adelante, la cabeza extendida hacia Peluquín y la cola anunciando con su inquietud que allí había algo que le interesaba, olisqueó la boca y la nariz, y después empezó a lamer con grandísima delicadeza la cara del curda. Este, sin cambiar su postura, acusó con un ligero gesto que estaba agradablemente impresionado... El perrito insistió en su chupeteo y Peluquín dió señales de vida con estas palabras demostradoras de que en el fondo de su tajada se creía en casa de Pepino: — Ma... es... tro..., déjeme usté er bigote... MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


GUERRITA

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


GUERRITA Asistí yo a una montería en la que hube de conocer al famosísimo matador de toros Guerrita. Guerra había traído de Córdoba su rehala de treinta perros de La Campana, blancos y amarillos, que eran una verdadera preciosidad, cuando repartidos por la mancha daban la nota de su color y movimiento sobre el verde y la tranquilidad del monte. El elogio que yo hice sinceramente de los perros halagó al dueño de la rehala, y acaso fue este el principio de una simpatía que concluyó en cariñoso afecto hacia el admirado lidiador, afecto que abrió las puertas de la intimidad, por la que hablamos y departimos de lo divino y lo humano, y nos reímos mucho con sus cosas y con su talento clarísimo, que triunfa a pesar de la forma algo agreste que él adopta en su expresión y en sus modos. Se hablaba del juego y de sus consecuencias. Decía: — Miusté, maestro e Huerva; una vez un compañero mío, que no es mesté nombrá, toreó conmigo las corrías de Birbao. Ganó mí hombre un dinerá, y tuvo que apretarse lo suyo, porque ayí los toros eran chipén, pero chipén, y er público que paga caro, le gustaba vé toreó y había que echó er resto. Pues, señó, que llegamos de vuerta a San Sebastián pa echó una corría, y er gachó se metió en er Casino y en media hora se perdió los seis mil duros libres de las cinco corrías birbaínas. Cuando yo me enteré le dije: ¡Mardita sea la pajolera má! ¿Y pa eso has estao cinco días partiéndote la cara y corriendo el arbú de que un toro le dé un disgusto? ¿Pa eso, grandísimo sinvergüenza? ¿Pero tú no tiene sentío común, vamo a ve? Me caso en dié, hombre; no quisiá ma que sé yo er toro, pa no embestirte; so animá, que paese mentira que la pinte tú luego de hombre fino... MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


Claro está que yo le desía esas cosas porque lo quería, y porque era un güen torero, y porque ponía banderiya casi tan bien como yo. Nosotros pronunciamos un nombre. — Sí, justo y cabá... Miusté, yo no entiendo a esta gente que juega. Una vé me dijo a mí una francesa en Nime: Rafaé, deme usté sincuenta franco pa una vaquita. — ¿Vaquita, pa qué? — dije yo. — Para jugar a la ruleta y darle tres golpe... — Anda ya, gachí, que te dé los sincuenta franco monsiú Poincaré, y si no tié suelto y te quié da algo, que te dé... los tres gorpe... a ti. En la cara le había dao yo a aqueya mazorca e, maí, que eso paresía la fransesa... pa que se había acordao... Porque miusté, maestro e Huerva, toavía se pué resistí que los hombres que han perdió lo principá del hombre, que es er sentío, jueguen; pero por vía e Dio, miusté que las mujeres. Zeñó, ¿dónde estará la pajolera vergüensa? Porque las mujeres las ha criao Dio pa gastá er dinero... ¿pero pa ganarlo?..., que no, hombre, que no, y muchísimo menos en una casa e juego... Desengáñese osté, que aquí está loco hasta el apuntaó. Yo le elogié su punto de vista en esta desdichada materia del juego, y él entonces, tirando de las cosas de su intimidad, dijo: — Entré yo una ve en el Casino, y con ¿qué cree osté que estaban jugando? Con reondelas de güeso coloras, blancas, entrelargas... de toas clases, como que eran moneas... ¡Monea e mil pesetas, de quinientas, de sien!... Pero manque vargan mil pesetas, aquejo es un reondé de güeso... ¡Ná, un güeso! Llega un niño destos, qui toli percata mundi, y empieza a jugó y pone mil peseta; pero como no vé er montón de duro que aqueya ficha tié dentro, la pone encima de un número, como er que juega a jacé solitario...

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


Yo creo que aqueya cuadrilla de chiflaos, si tuviera que coge para jugarse diez mil peseta, en vez de los diez reondeliyo la parva de duro que basen cuarenta mil reale, tendría más cuidao de jasé lo que hase. Miusté, a mi chiquiyo er mayó le he dicho: Niño, si quiés un coche con cuatro jacas, ya está comprao; si quiés un cabayo de lujo pa montá, ya estamos escogiéndolo de la mejó marca; hasta un artomovi, que es lo más antipático que ha echao Dio a este mundo, hasta un artomovi te compro; pero como yo me llegue a enterá que le miras las patas a una sota te viá dá una guantá que jovensito y tó, vas andá por ahí con diente postiso. Claro está que mi chiquiyo es más bueno que er pan, y no hará na de eso... ¡Y si no, que lo haga!... ¿Usté no está conforme, maestro e Huerva, en que es menesté enseñarle a los chiquiyo lo que vale el dinero? — Evidentemente — dije yo, que estaba embobado viendo cómo le chorreaba a aquel hombre el talento natural. — Porque es, zeñó, que no saben, que no se liasen cargo de lo que es un biyete de quinientas peseta... Un día viá coge a mi chiquito y lo viá llevá ar café le viá desí ar camarero que ponga las mesas a lo largo y que ponga ensima de ella tos los café con leche y moyete con manteca que se puén comprá con quinientas pesetas, pa que aprenda el niño de una vé la fila de cosas de comé que tiene dentro un biyete de cien duros... A ver si se entera. Los que oían a Cuerrita reían la ocurrencia, y yo confieso que también hacia coro a la risa; pero esto no era más que exterior, porque el interior mío estaba ocupado por la admiración que me producía aquel hombre rudo, pero de una inteligencia tan chispeante y genial, que sin él darse cuenta estaba de lleno en el modernísimo sistema de enseñanza que tiene al gráfico como el rey del procedimiento pedagógico. Sí, señor; el camarero, los cafés, los panecillos, la manteca, etc., eran un gráfico lleno de gracia y de ciencia. MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


Don Manuel Siurot en 1.925, escribe “Sal y Sol”, obra ésta dentro de la narrativa picaresca, llena de gracia andaluza y que mereció que el literato francés Maurice Legendre, le dedicara varias páginas de su obra “Literature Espagnole”, de las que extraemos el párrafo siguiente: “La sana alegría de Sal y Sol es irresistible. Tiene el poderío de la de Moliere, o mejor, de Cervantes”. También D. Luis Montoto elogia la obra de Siurot escribiéndole: “Queridísimo D. Manuel: la inteligencia de usted es una inagotable mina de oro. En mi vida leí libro más salado y soleado. Me ha hecho reír a carcajada y no me he visto la última muela, ¡Ay D. Manuel de mi alma, han pasado muchos años que la perdí! Mil gracias. Su amigo y admirador: Luis Montoto.

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN


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