MI RELICARIO DE ITALIA

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MI RELICARIO DE ITALIA POR MANUEL SIUROT MADRID TALLERES VOLUNTAD, SERRANO, 48 1926


A IGNACIO DE CEPEDA SOLDÁN Y A ROMÁN PÉREZ ROMÉU


PRÓLOGO MANUEL SIUROT Quiero reflejar en este libro mi impresión sobre algunas cosas grandes de Italia. Al escribirlo está alejado de mi pensamiento el propósito de toda mostración pedagógica. Sólo aspiro a que se consideren estas páginas como un modesto relicario donde he querido guardar reliquias de Italia la augusta y la bella.


Al entrar en Milán traíamos en los nervios la sedosa impresión del lago Lemán, de Suiza. Los pueblecitos, colgados de las rocas, llegan con sus pies a las orillas; una canoa surca, llena de gracia, las aguas azules; las formidables montañas se tiñen de púrpura por la tarde, y la nieve blanca de la altura suspira por el sol, que al fin y al cabo la sacará un día del blanco encantamiento de piedra, llevándola al lago para hacerla espejo del cielo y novia de la brisa. Estamos vencidos por aquella belleza sin igual. Yo pensaba: hemos equivocado el viaje; Suiza ha debido ser lo último, porque, después de este paraíso, ¿qué vamos a ver ni en Italia, ni en el mundo?


Estamos en Milán. La catedral se alza ante nuestra vista. La primera impresión es de asombro. ¿Cómo ha podido hacerse esta maravilla, Dios mío? Que respondan los príncipes de las viejas centurias; que digan cuáles eran su fuerza, su constancia y su fe. Los Viscontis y Sforza, la iglesia, el pueblo y los grandes artistas habían soñado una catedral como una oración de piedra blanca, que tiene perfumes de belleza, majestades de poder y aureolas de santidad. Si veis la catedral desde la calle, sobre todo por la parte del crucero, ábside y torre, y dejáis correr los ojos por aquellas estatuas, delicadas cresterías, arbotantes con calados de refinada miniatura, flechas por donde escapa el fluido de la oración y vidrieras que son el orgullo de los maestros del cristal y de la luz, seguramente rendiréis el ánimo a la fábrica imponente, y vuestra voluntad no será libre porque ha quedado preso el albedrío en la magia y el hechizo de la obra colosal.



Lo es, aunque carece de la intimidad espiritual de León, del misticismo de Colonia, de la suavidad de Notre Dame y del poder fervoroso de Sevilla. Es gótico de una manera especial. Falta, desde luego, la fachada ensoñadora de Edad Medía que tienen los grandes ejemplares del arte ojival, y aunque los maestros italianos hicieron aquí unas uniones ilegítimas entre el gótico y el renacimiento y fraguaron fustes demasiado robustos en las naves, labraron capiteles de gusto románico y tuvieron el desdichado pensamiento de ocultar la majestad de las bóvedas con pinturas impropias; a pesar de todo esto, la catedral es tan dominadora de las almas que en el ambiente de su grandeza se esfuman todos los errores, y realmente no sabe uno qué pensar delante del coloso de mármol blanco y triunfal. Contemplándolo arriba, desde la flecha última de su torre, el Duomo está a nuestra vista orgulloso de ser tan bello, y tiembla bajo nuestros pies con la emoción que nosotros mismos le hemos comunicado desde la altura suprema. No cabe duda que bajo nuestras plantas, radiosos de luz meridional, aquellos mármoles sienten la altísima aristocracia de su belleza.



Eran los primeros días del siglo XVI; un joven, casi un niño, sale por la noche del taller del Perugino y pasea solitario por las murallas de Perugia. El joven debe ser artista. El azul del cielo le dice cosas intangibles; el oro de las estrellas le habla de las riquezas de Dios, y la luna le besa con su blancura. Dijérase que busca algo oculto en el misterio de la noche... Cuando vino el alba, la luz naciente le sugirió la idea de la pureza de la Virgen... Era preciso poner esa pureza bajo el pabellón de la virtud de un hombre, y pensó entonces en el Patriarca humilde de la descendencia de David. Un grupo de seis mujeres, rubias como el sol que acaba de nacer, seguidas por seis hombres sencillos, se dirigen a una iglesia próxima, y pasan con un leve murmullo de conversación cerca del artista. Es una boda. El joven solitario se conmueve profundamente porque aquellos personajes, aquellas ideas y aquellas nupcias le completan y definen con toda precisión su deseo.



El soñador es Rafael de Urbino, y la obra que acaba de concebir es el Esponsalicio de la Virgen, orgullo de Milán, en cuyo Museo Brera salto hoy de alegría, como un niño, al mirar aquel prodigio de las seis mujeres, rubias como el sol, y de los seis hombres, sencillos como la virtud, que el pintor había visto en la madrugada de sus inspiraciones. Rafael en Perugia es un niño; más tarde será un joven en Florencia, y, por último, en Roma, un hombre. Es decir, en Perugia es todo corazón; en Florencia el corazón recibe las caricias de la sabiduría, y en Roma su producción es ciencia. En el arte el corazón, el sentimiento y las ideas emocionadas son la palabra eterna y la fórmula definitiva del triunfo. Por eso el Esponsalicio no tiene la maestría de los frescos de Rafael en el Vaticano; pero si no nos hace abrir la boca por lo perfecto, por lo concluido, en cambio hace temblar nuestras almas con una sugestión de pureza, de amor y de lágrimas. En el Museo Brera se adora religiosamente a esta perla de la espiritualidad humana. Le debo al Esponsalicio una hora feliz.



Vamos en "auto" desde Milán a Pavía. Queremos pasar la tarde en la iglesia y en los claustros de la famosa Cartuja. El coche vuela por la llanura lombarda, que se nos muestra cultivada y rica. Por todas partes las aguas del Tesinelo riegan las tierras fértiles, y acequias, canalizos y azudes sirven para llevar la vida a aquella agricultura floreciente. Vuelvo la vista atrás y Milán se ha perdido en la lejanía; sólo el Duomo se divisa confuso; confuso, pero vencedor de la distancia. Hemos llegado al monasterio. Hay un señor con unos galones dorados y unos botones de metal... Pero, Dios mío, ¿cómo consienten esto mis buenos italianos? — ¿No hay cartujos, chauffeur? —No, señor; hay conserje. Paso sin mirar al buen hombre para que no se me rompa el dulce ensueño de imaginar la Certosa en plena visión de su vida espiritual... Todas las obras platerescas del mundo están triunfantes en aquella fachada de la iglesia. El primer piso es un esfuerzo genial de los marmolistas, de los escultores y de los arquitectos.


No hay un solo centímetro cuadrado que no tenga una deliciosa miniatura. Aquel es el genio de la paciencia embellecido por la emoción y la idea. El corazón humano está hecho de tal manera que no puede tolerar a los grandes ricos, si estos no ennoblecen su riqueza con el manto luminoso del Arte, o con la sencillez de la humildad. Yo pienso que estos cartujos que pusieron en la fachada, en las naves góticas del templo, en las capillas, en el crucero, en el coro, en las verjas, en la enfermería y en el refectorio aquellos prodigios de riqueza, oro, mármoles, marfil, serpentina, pórfido, jaspe, malaquita, alabastro, bronces y maderas, y los pusieron con el prestigio del Solari, de Briosco, de Bernardo de Venecia, de Cristóforo Mantegaza, del Amadeo, del Bergognone, de Andrea Solario, de Luini, de Pedro el Perugino y de Filipo Lippi tenían derecho a hacer esto. Toda la riqueza para Dios; toda la pobreza para ellos. Para Dios la gloría y el oro; para ellos el ayuno, el silencio, la penitencia y el trabajo. Esta riqueza de los cartujos, tan humildemente vivida, no ofende al corazón humano; antes al contrario, lo seduce y recrea cuando advertimos que estos hombres ofrecen todo el perfume del bálsamo en el altar divino de la adoración y guardan para ellos todos los rigores de la pobreza. Tienen derecho.


Hay en mí un deseo vehemente de ver el claustro grande. Es un inmenso paralelogramo a cuyas arcadas, que decoran interesantes barros cocidos, concurren todas las celdas cartujas. El gran defecto de la vida moderna es el ruido. Para nosotros los ruidosos, el silencio es un absurdo. Figuraos que todas aquellas celdas estuviesen ocupadas. Habría una paz conmovedora. Yo no hablo del silencio de la muerte, que es la nada; hablo del silencio de la vida, que es fecundo y creador. Hay hombres que viven en el ruido mareante moderno y tienen sus almas mudas, calladas, no crean: al exterior, una existencia ruidosa; por dentro, un silencio sepulcral. No piensan, no son. Hay hombres silenciosos por fuera y tienen por dentro encendidas las luces de la meditación. La meditación es trabajo realizado en el gabinete del alma. El ruido glorioso que producen interiormente las ideas, al moverse, al luchar, al fundirse en uniones de amorosas energías para producir la emoción nueva, es un ruido que no se oye; es dulce, tranquilo: es silenciosamente consolador. Cuando la vida nos aprieta y nos maltrata, si no sabemos bajar en la cubeta del silencio a la mina del corazón estamos perdidos.


El hombre puede pensar en lo exterior y en sí mismo; no tiene más que esas dos plazas para su trabajo mental. Lo exterior carece de valores fundamentales y eternos aun cuando se llame sol, luna, mar, tierra y firmamento. En lo interior está todo. Hay que cavar con la azada del recogimiento silencioso en los eriales del alma, porque debajo de ellos está el manantial de aguas vivas, y más adentro, en lo más profundo de la conciencia, la majestad de Dios. No hay, pues, una función humana superior a la meditación propia. No hay nada más grande que volver sobre sí mismo para buscar la verdad, amarla y ennoblecer la vida. Las grandes ideas son hijas del silencio. Mientras el mundo no sea algo más silencioso no se pondrán en explotación los inmensos tesoros de la inteligencia y del corazón del hombre. Hay, pues, que considerar con admiración sincera y caridad profunda al náufrago de la vida ruidosa, que en la celda cartujana construye en silencio la Jerusalén divina de su propio corazón.



El viernes 24 de febrero de 1525 la Cartuja de Pavía era lo que siempre: una colmena de mieles espirituales. De pronto, en el albor de la mañana, truena el cañón una y mil veces, y hasta los muros de la meditación llega, durante todo el día, el clamor de una batalla sangrienta que se riñe en los alrededores de la Certosa. El ruido del mundo, el imperio de la vida exterior, el choque de las pasiones de los hombres que no vuelven sobre sí mismos, no interrumpe ni un solo momento la labor de las abejas de la luz; y cuando al caer de la tarde se proclama a los cuatro vientos que las ambiciones de Francisco I estaban rotas por las ambiciones de Carlos V y que España tenía asegurado el dominio del mundo, un grupo de soldados vencedores pide al portero cartujo que, en nombre de Pescara el glorioso y de Leiva el grande, den caridad y albergue en la Cartuja al rey caballero vencido...


El monarca paladín, que hace unas horas tenía una corte guerrera en que cada uno de los capitanes era un capítulo de la historia caballeresca de Francia y cuya majestad soberana se imponía por las armas, por el honor, por el prestigio y por la grandeza personal del augusto señor, se presenta ahora en la portería de la Certosa maltrecho, sucio, con las manos y la frente ensangrentadas y totalmente atropellado por la derrota. En aquel momento cantaban los cartujos en el coro el salmo de la Humildad vencedora, a cuyas playas llegaba vencida la soberbia del mundo. El gran rey derrotado tenía en aquel momento en su rostro una lucha entre las dos ideas, porque el ruido del mundo le dibujaba una sonrisa de desdén en los labios, y el silencio meditador a que le invitaba el salmo glorioso y humilde le ponía en los ojos una lágrima de alta grandeza moral. ¡Bienaventurados los que caen y saben caer!



Pensando en estas cosas he vuelto conmovido a la iglesia, y, al pasar por el crucero, he mirado con singular interés el monumento funerario levantado en una capilla a la memoria del duque de Milán, Juan Galeazo Viscoti, fundador del Duomo y de la Cartuja. Cuentan que el duque cometió muchos crímenes. Yo no lo sé; pero la Historia se los perdona al contemplar los dos insignes monumentos de su justificación. Al ver aquel prodigio plateresco en que la estatua magnífica duerme, yo pienso: He aquí otro ruidoso que llegó también vencido a las playas del salmo de la humildad.



En Pavía hemos ido a ver la tumba de San Agustín, en la iglesia del Celdorio. Allí, en un sepulcro que es una alhaja de mármol renacido, gracioso, admirable, duerme el gran hombre. Numerosas lámparas, que representan las obras de los hijos espirituales del santo, arden siempre rodeando la sepultura con un cariño de homenaje y de oración. Quien medite un momento en la obra agustina y vea que contra las herejías, que no son más que descomposiciones artificiosas de la Luz, tiene el Obispo de Hipona en la fe una lente maravillosa que recompone en toda su integridad la luz blanca de la doctrina: quien sepa representarse la situación del mundo, cuando entre los escombros del paganismo va surgiendo el edificio cristiano y vea el esfuerzo de Agustín para que las ideas espiritualicen la vida dura y grosera de los tiempos bárbaros;


quien penetre en el interior del pensamiento y admire al gigante bajando al fondo de la conciencia psicológica para echar, muchos siglos antes que la doctrina cartesiana, el fundamento de la moderna filosofía, porque fue Agustín y nadie más que él, quien puso los cimientos de la metafísica nueva con la afirmación de que la verdad vivía en el interior del hombre, no sólo con la inmaterialidad de la idea, sino con el calor del corazón y el perfume de la realidad del sentimiento; quien medite estas cosas y además sepa ver cómo sobre los campos del conocimiento sale el sol del verbo agustiniano, que tiene la hechura de un libro y se llama La Ciudad de Dios, podrá comprender cómo se doblaron mis rodillas en la iglesia del Celdorio. Antes que las rodillas habían caído en tierra la admiración y el pensamiento.


A la salida me recreaba en la original iglesia lombarda y medioeval, con su gracioso triángulo de arcos fingidos en la fachada, cuando llamaron mi atención dos águilas que volaban en la altura haciendo círculos sobre el templo de la preciosa reliquia. — ¿Cómo se llaman esas aves? — le pregunté a un muchacho. —Águilas — contestó. —Bien; ¿pero no sabes sus nombres? El muchacho me mira sonriente, y dice: — ¡Que he de saber! —Pues mira, aquélla se llama Santidad y la otra Sabiduría. Son las dos alas de San Agustín que vuelan hacia Dios... En aquel momento las dos águilas se esfumaban en la inmensidad azul de la tarde.



Hemos vuelto a la metrópoli de la Lombardía. Milán ha visto trabajar muchos años al artista florentino, síntesis del Renacimiento, a Leonardo da Vínci. Es ingeniero, músico, poeta, escultor y arquitecto. Como pintor es el resumen del arte de Florencia, el vértice de su pirámide luminosa. Se diferencia de los pintores cuatrocentistas por la manera de entender el tipo de la belleza humana. En él se pierden aquellas delgadeces y ángulos que los primitivos consideraron indispensables para la noble expresión de sus figuras. A Leonardo no le estorba la carne para pintar las ideas. Su genio sabe armonizar el cuerpo con el espíritu y por eso es el gran maestro del equilibrio. La belleza femenina había sido para los precursores la mujer delgada, pálida e inocente ; Leonardo, con sus tipos, rompe los viejos cánones y el pincel del maestro demuestra que una mujer de delicada línea, con los ojos llenos de misterio, que revelan en una llamarada de salud todas las cosas que Dios quiso poner en la mirada de las mujeres bellas, es, con su carne maciza, dura, turgente y sonrosada, un medio admirable para exteriorizar hasta los más sutiles estados del alma; verbigracia, la sonrisa de la Gioconda...



Estoy en el refectorio del convento de Santa María delle Grazie. En el muro venerable hay un fresco casi destruido, La Cena, de Leonardo. El fresco está borroso, disipado. Si yo fuera capaz de maldecir lanzaría mis indignaciones contra todos los que pusieron allí o su ignorancia, como los inhábiles restauradores, o su brutalidad, como los soldados de Luis XII, que convirtieron en cuadra el refectorio. Acuso a los hombres y a los elementos; me quejo de la humedad del suelo que atacó sistemáticamente a la pintura; me quejo de la luz, que, olvidando sus prestigios artísticos, descompuso poco a poco la obra gloriosa, y me quejo del aire, que, con la inoportunidad de sus caricias, se fué llevando insensiblemente en sus labios los colores. Rafael Morghen hizo un soberbio grabado de La Cena. Por el podemos apreciarla. En el original no se ven bien las cosas. El original está ruinoso. Larga mesa de blanco mantel ocupa el primer lugar de esta pintura, y sobre tres de sus lados se sientan trece personas: los doce Apóstoles y el Salvador.


Se celebra la Cena del Cordero, y es precisamente el momento en que, habiendo dicho Jesús que uno de los doce le entregaría, los apóstoles, llenos de triste indignación, preguntan: ¿Señor, soy yo, acaso? Quien quiera estudiar gracia en el equilibrio del grupo, quien desee de veras pintar manos, caras y trajes, y ande con sus atrevimientos artísticos tan alto que sepa apreciar el hecho cumbre de herir trece frentes con un solo pensamiento, resultando trece Heridas distintas; quien busque lecciones de anatomía y quiera abismarse en la gradación psicológica que se desarrolla en el fresco y, sobre todo, sepa alcanzar la elegancia con que está aquello pensado, compuesto y sentido, que se acerque a La Cena, que de todo ello ha de encontrar y en todo se ha de satisfacer. Es indecible la suavidad del rostro de Jesús y la pena que hay en esa dulzura, por causa de la bárbara traición que le tiene preparada Judas. Es indudable que ha empezado la Pasión en ese momento. Jesús está moralmente crucificado en la presidencia de aquella cena memorable.


Es imposible pintar nada que sea al mismo tiempo tan bello, tan inteligente, tan triste y tan puro. En verdad os digo que alguno de vosotros me ha de entregar... A la derecha de Jesús está Juan, el discípulo más querido, con las manos cruzadas en dolorido desmayo. La hermosa cabeza del apóstol es una flor batida por la tempestad del dolor; pero este dolor es más simple que el de Jesús; el de Juan no tiene más que una faceta, y el de Jesús es como un poliedro de infinito número de caras. Es sencillamente admirable expresar dos tristezas tan profundas y tan distintas. Pedro le dice a Juan al oído: Como tú has descansado sobre su pecho, pregúntale quién es el traidor. Y hay una interesante excitación en su barba puntiaguda y una curiosa expectativa en su ceño, contraído por la irritación que le produce el delito que acaban de denunciar los divinos labios. Es otro modo de padecer por la misma causa. En Jesús sufre la inteligencia de Dios pasando por el Corazón del Hombre; en Juan sufren las ideas, y en Pedro, la sangre y los nervios.


En los demás apóstoles, desde el joven de firme cabeza y perfil griego hasta el viejo de brillantes ojos, pelo blanco, ancha frente y nariz de rapiña, que cae sobre la desdentada boca, tipo perfecto de la raza judía, hay una gradación que acusa en cada uno su temperamento propio. Cada apóstol tiene una idea que es igual a la de los demás, pero esa idea se asoma a cada uno de un modo completamente distinto, Es la página más brillante de la pintura en materia psicofísica. Y muy cerca de Jesús está Judas, de cara biliosa, de rostro curvado hacia dentro, tipo arrancado a la cantera del natural en aquellos mercados milaneses, donde Leonardo estudiaba gestos de rufianes y picaros, y donde es fama que se llevó mucho tiempo buscando a Judas, hasta que, al fin, lo encontró. Después de una meditación tan continua y con una técnica como la del pintor, no tiene nada de particular que la cara de Judas sea un símbolo del discípulo que vendería a Cristo por unas monedas, marcándolo con el beso de la traición.


El Judas de Leonardo me trae a la memoria un gran soneto del siglo XIX, una maravilla de D. Juan Nicasio Gallego: Cuando el horror de su traición impía al falso apóstol fascinó la mente, y del árbol fatídico pendiente con rudas contorsiones se mecía, complacido en su mísera agonía, mirábale el demonio frente a frente, hasta que ya del término impaciente de entrambos pies con ímpetu le hacía. Más cuando vio cesar del descompuesto rostro la agitación trémula y fiera, señal segura de su fin funesto, con infernal sonrisa placentera, los labios puso en el deforme gesto y el beso le volvió que a Cristo diera.


En la profunda tristeza que me causa el estado ruinoso de La Cena, sirve de consolación el recuerdo de la Gioconda del Louvre. ¡Ah, Gioconda, si muere tu hermana La Cena, con la que partiste los inmortales prestigios del mágico Leonardo, la gloria entera del inmortal caerá sobre ti! Tú eres el arca del tesoro donde se guardan todas las perfecciones. ¡Dios te salve, Monna Lisa, emperatriz del Louvre, más bella, más augusta y más equilibrada que todas las creaciones de los griegos! Yo, pobre súbdito de tu soberanía, beso la aristocracia de tus manos. La ola tranquila de carne de tu seno es una promesa de santa fecundidad; tu sonrisa es la aurora de la gracia inteligente y feliz, y por la escala de belleza de tus labios y tus ojos se llega a esa frente tuya, cumbre de la serenidad... ¡Dios te salve, emperatriz del Louvre! ¡Salve, Gioconda! El pensamiento emociona más que las nieves, que los lagos, que los ventisqueros y las nubes... Veníamos asombrados de la belleza de Suiza y ya no nos acordamos de ella. Esta cordillera de ideas y de emociones, que los grandes artistas de Italia han levantado en el corazón humano, es mucho más alta que la cordillera de los Alpes.



Esta no es la Italia de las ideas, es la Italia de la luz dorada... Una laguna grande llena de islitas, manzanas de edificios que surgen atrevidamente del agua; un templo formidable; un palacio encantado que le robaron los hombres a las musas; una plaza de fantasía; un canal que tiene en las orillas la doble exposición de sus aristocráticas viviendas; una historia de conquistas; una legión de pintores de la alegría; un Lido que separa la laguna del mar y un mar romántico con la melena blanca de aristocrático prestigio, eso es Venecia. Los poetas la desean, los artistas le ofrecen su tesoro, los grandes de la tierra pusiéronla en el empeño de sus ambiciones, los enamorados se mecen en sus góndolas y los luchadores de la vida van a buscarla para que la dulce paz de Venecia les ponga en el cansado pensamiento una flor de nuevas esperanzas.



El gran pueblo de Venecia quería casarse con el mar. Le buscaba en el Lido y le acariciaba con las quillas de sus barcos en todas las latitudes conocidas: pero hacía falta un padrino, alguien que diera al suspirado matrimonio una fuerza espiritual irrompible, y un Papa con arranques de poeta regaló al dux el anillo de sus primeros desposorios con el Adriático... Todos los años se renovaban estas nupcias originales. Yo me figuro aquella Piazzetta veneciana en los tiempos grandes del poder de la República, en pleno siglo XV. El dux Francisco Foscari acababa de construir la fachada del palacio por el lado de la Piazzetta. Era la realización de un sueño de la arquitectura civil.


Abajo corre la galería de arcos ojivales de columnas cortas, viriles y elegantes; encima, la columnata corintia, en la que se apoya la flor de piedra de aquellos arcos góticos, cuyas impostas, caladas por lóbulos circulares elegantísimos, son una delicia del arte; y más arriba, el paredón serio, decorado con gusto oriental, acaba de definir la impresión regia del conjunto. ¡Oh formidable fachada del palacio de los dux! Los que hoy te vemos surgir de la laguna con la emocionante belleza de tu mármol; los que te rendimos una y cien veces la voluntad, cada vez más enamorada de tu hermosura, sentimos el ímpetu de adorarte de rodillas, como a un milagro de la gracia y de la luz. Eres tan bella que el siglo XVI levantó, para ponértela enfrente, la obra maestra del renacimiento veneciano, el honor de Sansovino, la Librería Vieja; pero la arquitectura renacida tan abundante, tan llena de análisis y de sabiduría, está frente a ti embobada, porque si ella es la ciencia, tú eres el arte, el corazón hecho piedra, y es un designio de Dios que a la ciencia misma se le perturbe el ritmo de su ley y se lo salten las lágrimas delante de la belleza. Es el día de la Ascensión. Mayo.



Los marinos del arsenal contienen a duras penas a la apretada muchedumbre, porque, curiosa, quiere ver al dux Foscari, que, acompañado del arzobispo, senadores, magistrados, miembros del Consejo de los Diez, procuradores de San Marcos, abogados de la Comunidad y alta representación de la nobleza, va a celebrar sus bodas con el mar. El brillo de las insignias, el colorido de los trajes y el chispear del sol en las lanzas de los soldados, en las espadas de los capitanes y en los petos fulgentes de los caballeros forman un acorde de la luz en aquel triunfo de la mañana radiosa de primavera. El cortejo se inclina con galante caballerosidad al pasar por uno de los ventanales del palacio, porque está en él, como una emperatriz, la Dogaresa, que deja caer sobre la procesión nupcial su sonrisa y el resplandor de los diamantes de su cruz pectoral, mientras el pueblo aplaude, lleno de orgullo, el poder y el fausto de bu aristocrática república. El Bucentauro, buque de oro y de madera, en el que los escultores y metalistas realizaron prodigios, barco oficial del dux, recibe al señor de Venecia y a su corte. Cerca de doscientos remeros que lo sirven saludan con los remos verticales y las palas al sol.


La estatua de la justicia va en la proa; en los costados, viejas púrpuras con riquísimas sederías en colores representan grandezas del pasado, y en la popa, la bandera de la república, ligeramente rizada por la brisa, enseña al cielo, al agua y a los miles de góndolas que siguen al navío ducal la gallardía del león alado de San Marcos, que pone su garra sobre un versículo glorioso del Evangelio. La brillante comitiva boga con majestad en la laguna, y después de atravesar el Lido el Bucentauro se mece súbitamente en el mar. La ola adriática viene aquella mañana azul como el cielo y blanca como la pureza; como viene la novia del ensueño, temblorosa, con perfumes de abismo, velos de sol y azahares de espumas. El dux, descubierto, augusto y enamorado, quita de su dedo la sortija de las nupcias y la arroja con emoción al mar. La ola se estremece en un murmullo de amor; el agua bendita cae sobre la novia en un rito de espirituales complacencias; vibran las aclamaciones; las campanas del Lido y de Venecia repican a gloria: las palomas cortan el azul de la mañana, y el León de Venecia vuelve a la Piazzetta satisfecho de su historia y encantado de sus hombres.



Al mediar el día, en la sala del Consejo Mayor de Palacio se celebra el banquete de gala. Todo lo que hay en la República de noble, espiritual y grande asiste a la fastuosa mesa. Allí los Gradénigos y los Dándolos, los Contarinis y Tiépolos de estirpe ducal son gala y decoro del banquete; las damas más bellas comen cerca de la Dogaresa, en cuyo regio sitial hay un triunfo de flores, porque manos expertas pusieron en sus volutas y calados la aurora de las rosas, el carmín de los geranios, el cielo de las violetas y el rojo de los claveles, con toda la policromía perfumada de los jardines de Italia; los artistas, entre los que descuellan Juan Bon, Pantaleone y Bartolomeo, amigos del dux, juntos con los aurífices que entienden la magia del mosaico, ocupan sitios de honor; los representantes de otros pueblos, con los distintivos de sus cargos, se sientan próximos a Francisco Foscari; los aristócratas, cuyos nombres llenarán un siglo después el Libro de oro de la República, animan con el esplendor de sus galas el inmenso salón; la música levanta los corazones, y el chipre y el falerno encienden los ojos.


Ha sucedido un silencio de expectación porque el dux levanta su copa sembrada de gemas brillantes. El rostro de Foscari, enjuto, rasurado, expresivo y griego, tal como Gentile Bellini lo ha mostrado a la posteridad, se enciende de noble inspiración y dice: "Venecianos: El matrimonio que acabo de celebrar no produce celos a la Dogaresa. Esta es la esposa del amor, y aquella, la ola azul, es la esposa de la patria". "Yo brindo por la memoria de los dux que me precedieron en el honor más alto de la república, trabajadores incansables de la gloria de Venecia. El león alado de la Patria ha sabido conquistar en el continente tierras de los dálmatas, istrios y triestinos. Treviso, Bassano, Padua, Verona y Vicenza, como Cremona y Bérgamo, sintieron la fuerza y poderío de su garra; pero el león de nuestra bandera tiene además alas para volar en los mares, sobre Constantinopla, el Egipto, la Anatolia, las Jónicas y el Peloponeso... La nave veneciana es el instrumento de nuestra gloria; sus velas hinchadas, el vientre fecundo de la riqueza, y su proa, la aguja de la civilización". Con fervorosas aclamaciones y vítores acogen los venecianos estas palabras. La República está orgullosa del dux. La ciudad, al aplaudirlo, es feliz.



Pero Venecia es Venecia..., y al lado del palacio ducal tiene la prisión horrible de los Pozos; al lado de la ley, el poder intolerable del Consejo de los Diez; al lado de la fiesta brillante, el puñal de la traición, y cerca del prestigio de la señoría, la intriga del bando ambicioso o de la envidia que se mueve en la sombra. Por eso allí mismo, en el banquete, hay más de un pecho rencoroso para el Señor. La memoria del héroe Carmañola, ajusticiado en la Piazzetta, sembró años atrás mucha cizaña en los espíritus rebeldes; ahora los loredanos atribuyen erróneamente al dux la tragedia del ínclito almirante, gloría de aquella familia, y no tardará el día en que el prestigio de Francisco Foscari caiga en vilipendio, y el dux, ya octogenario, después de beber la ancha copa de todas las ingratitudes, sea villanamente arrojado del palacio y vaya a la casa Foscari, del Canal, a morirse de tristeza a las dos horas de realizado el atropello... Durante diez siglos de vida veneciana se sucedieron en el poder de la república ciento veinte dux. Francisco Foscari estuvo sentado más tiempo que ninguno en el sillón ducal. Una mañana he ido a Santa María dei Frari para ver su sepulcro, y poniendo mi mano sobre el mármol gótico de su eternidad, le he agradecido con toda mi alma que fuera él quien mandara hacer aquella maravilla del palacio que da a la Piazzetta... ¡Gloria al dux!



¿Cómo se forma esta gloria de la pintura veneciana? Juan Bellini, el primitivo, ha hecho madonas de carne, de luz y de fe inspiradas en angelicales inocencias. El Tiziano verá luego esas madonas y se le despertará en el alma un deseo infinito de belleza. El Giorgione impresionará fuertemente al maestro por excelencia del renacimiento veneciano. No puede decirse que el primitivo sea solamente una esperanza, no; Giorgione es esperanza y triunfo; es un ramo de limonero que tiene flores y frutos en sazón, y el Tiziano se embriagará con el perfume de esos azahares e hincará el cliente, lleno de voluptuosidad, en el oro de las pomas maduras. En la Fiesta campestre, de Giorgione, hoy orgullo del Louvre de París, hace su aparición el paisaje, no caprichoso, sino completo; no un adorno, sino una necesidad del espíritu; algo que es parte integrante de la unidad del asunto; paisaje sugestivo y lleno de sabor que habla como las figuras humanas, y acaso mejor que las mismas figuras humanas.


Pedid a la Historia que os muestre en el siglo XV algo parecido y se os cerrarán las puertas florentinas, porque Florencia anda ahora en la lucha de los dos famosos renacimientos; se os cerrarán las puertas de Flandes, porque aquellos artistas enamorados de la figura humana van a redimirla primero que nadie de los falsos supuestos para hacerla vivir la vida, pero no vibran todavía con la sugestión del ambiente, ni se lanzan, como Giorgione, al aire libre para pelear con la luz y arrancarle el secreto de la proporción, de la distancia, ritmo, equilibrio, transparencia, y aquel jugoso colorido que será, para los que vengan tras él, una insinuación irresistible y un llamamiento definitivo para aquella raza de coloristas. La laguna es otra sugestión de estos grandes elegidos de la escuela veneciana. Venecia, en cuanto a luz, no se parece a nadie, no por la cantidad, sino por el modo. Está construida la mágica ciudad sobre un espejo que por todas partes la rodea, la penetra y la cruza. La luz hiere allí a las superficies de mil modos distintos. Ahora cae bruñida en las olas ligeramente rizadas; luego es la palidez melosa de los cristales empañados en los pasadizos estrechos; más tarde, el ópalo de las tardes melancólicas, y siempre, la sinfonía luminosa de los cambiantes con que canta el agua la pérdida de su libertad en la laguna.



También la historia de la ciudad es una emoción que domina insensiblemente al alma de su artista supremo. Venecia ha visitado los grandes focos del progreso humano y no hay foro mercantil que no la conozca, ni liza donde se hayan decidido los problemas históricos que no tengan un recuerdo veneciano. Ha ido a las cruzadas con Dandolo, ha hecho conocer a Grecia la arrogancia de sus naves, ha dejado en todo el Oriente la estela de su cultura, y en vida de sus grandes pintores se ha batido en Lepanto, cuando la historia de España se había hecho carne, sangre y alma de don Juan, para hundir en las aguas corintias el sofisma de una civilización retardataria. Ahora bien, Venecia va a abrir en su estética el libro de lo bello por el capítulo de la elegancia; y la reina del Adriático, por necesidad de la suprema distinción en que vive, producirá a loa grandes maestros de la decoración y el colorido, para que perpetúen en lienzos y muros, fiestas paganas, dalmáticas deslumbradoras, triunfos de la carne, sonrisas del amor y alegrías ruidosas del placer.


El Aretino es la resultante de aquella sociedad; Tiziano, su intérprete y la alegría de vivir su regla; porque siente impulsos irresistibles de placeres aquella raza que ahora va a gastar en divertirse el magnífico caudal de energías que la Edad Media le había acumulado. Unid a esto la posición de la ciudad, que tiene la mitad del cuerpo en Oriente; vedla señora, cristiana y odalisca; fijaos en aquella fachada de San Marcos, que parece una inmensa porcelana hecha en fantásticos talleres de la luz y del sol; mirad sus cornisas, sus columnas de jaspe, pórfido y serpentina; perdeos en aquel laberinto de pájaros, de flores, de palmas, de ángeles, de santos, de místicas invocaciones y cresterías sutiles como la imaginación; resbalad los ojos por la cimbra de sus arcos, por los globos de sus cúpulas risueñas, por el oro de aquellos mosaicos del interior, que tienen arte, historia y poesía, y en los que realizaron prodigios Tintoretto el genial. Veronés el decorador, Palma el colorista y los viejos aurífices medioevales, y concluid temblorosos creyendo ver, como yo veo allí, las nupcias de un oriental con una bellísima cristiana, según el rito y los cánones de Bizancio. Yo no sé si aquello es árabe, persa o gótico.


Sería difícil decir qué es aquello... Aquel es el templo de más colorido que hay seguramente sobre la tierra. Un pueblo, pues, que tiene a Bellini y a Giorgione; que se baña en el Lido y en la laguna; un pueblo que se harta de luz, de historia, de aristocracia, de poder, de ostentación y de lujo, cuando llegue a su madurez espiritual tiene que producir necesariamente al Tiziano. El Tiziano no tiene dentro la serenidad augusta de las ojivas del palacio ducal, sino la borrachera de oro y de colores de la fachada y del interior de San Marcos. Sembradas todas estas excitaciones en el genio del gran veneciano ya se explica el triunfo de las obras maestras del pintor. Ved en la cumbre de su gloría a la Flora de los Uffizi, que es el triunfo de la mujer; a la Venus del Museo florentino, que es el triunfo de la carne, y a la Asunción, de Venecia, que es el triunfo de la Virgen. ¡Luminoso triángulo del amor, tú eres el gran acorde de la inspiración del maestro! Si Venecia desapareciera se podría reconstruir el alma de la ciudad con el resplandor de esas tres estrellas de la constelación tiziana.



Voy con mis amigos paseando en góndola por el Gran Canal. Es una espléndida noche de luna. Frente a la iglesia de la Salute, en una pequeña nave alumbrada con farolillos venecianos, un coro y una orquesta popular llenan el ambiente de melancólicas evocaciones. Nosotros vamos canal abajo contemplando aquella belleza única. La luna lo llena todo de plata. Da miedo hablar alto... Yo digo: "Aquella es la casa de Desdémona..."Callamos un rato. Sólo se oye el dulce resbalar del remo en el agua. "Aquel de la derecha es el palacio Mocénigo... Byron escribió ahí su Marino Faliero. Y aquel grande es el Giustiniani, donde Wagner compuso un acto de su Tristán e Isolda... Allí vivió Manzoni, y en aquel otro, Chateaubriand..."Los músicos cantaban en aquel momento Carmen, que venía a nosotros casi esfumada por la distancia... ¡Carmen! ¡España! —Gondolero, ¿entiendes tú el español? —Algo, señor. —Pues oye cómo hacen poesía los españoles... Empecé a recitar orientales de Arolas, legendarias de Zorrilla y pedrerías luminosas de Rubén... Los versos temblaban en mi boca como temblaba la luna en la pala del remo do la góndola; y la noche, que nunca estuvo ni más excelsa ni más blanca, me sugirió una Venecia de misterios junta con una España de eterna espiritualidad...



La mole del castillo de Ferrara arde en una iluminación que trajeron de Venecia, y encendidas las cuatro torres del imponente edificio forman, sobre la oscuridad de la noche de junio, una gloria fantástica. Los gondoleros del Po, sencillos y medioevales, creen que algún genio noctámbulo ha reunido todas las estrellas del cielo para dibujar aquel capricho de luz. El duque Alfonso de Este va a recibir en su corte a un poeta maravilloso. Los soldados ducales hacen el honor de la guardia como si sus personas o sus trajes fueran simples notas de color del gran cuadro, y a pesar de sus arreos militares se advierte que viven más a gusto en el Palatino que en el Campo de Marte. La curiosa muchedumbre del pueblo, bordeando los fosos de la fortaleza, se agolpa contra las cadenas de hierro de la columnata feudal, y dentro, en los salones mágicos, brilla y baila una corte que cifra sus más altos deseos en que el mundo proclame que, como el Dux de Venecia y los Médicis florentinos, tienen los de Ferrara las obras cumbres de los orífices, pintores, cinceladores y estatuarios.


Un heraldo que viste una dalmática con las armas del duque en púrpura y oro anuncia a la corte: — ¡Señor, el poeta Torcuato Tasso! Hay un momento de silencio y emoción. El artista besa la esmeralda del anillo ducal, símbolo del supremo poder. Son dos grandes autoridades que se reúnen en el beso: la autoridad política de la tierra y la infinita autoridad del amor. Los fulgores de la esmeralda parecen lágrimas de la poesía, porque en aquel contacto el duque ha puesto la dureza del cristal, y el poeta, la ternura radiosa de su corazón. La bella Eleonora y el Cardenal Luís, hermanos de Alfonso, reciben del joven Tasso graciosas reverencias, y la corte, ante la interesantísima figura del poeta, le rodea y le aclama. Livia de Arco dice: —Es bello como Rafael de Urbino... —Ha nacido dentro de la lira de Apolo —exclama Guarini, que piensa ya en su futuro Pastor Fido. El bufón Bimbo, que tiene una giba de seda y cascabeles, pide la palabra, y, poniendo sobre la convexidad del pecho jorobado su mano ancha y servil, dice: Asómbrense las damas, ríndase la corte y envidien los artistas. Sólo hay aquí dos magos y dos prodigios: "Bimbo", el poeta bufón, que hace reír, y Tasso, que hace llorar... ¡Venga esa mano, compañero!...



Y el galápago de su manopla se estrecha con la aristocracia de aquella otra mano prócer, por cuyos nervios corrían ya las más altas inspiraciones de la espiritualidad humana. Tasso sonríe, y Bimbo continúa: Yo río mientras lloro, y tú ríes ahora; pero llorarás pronto y mucho, porque tu navecilla de octavas y tercetos se romperá en el orgullo cortesano. Mientras las damas y caballeros reían la sandez del bufón, se encontraban por vez primera, en un medroso misterio, los ojos de Eleonora y los de Tasso. Eleonora tiene unos ojos de carne, dos clavos del deseo... El poeta tiene un alma tranquila y creadora... ¡Pobre poeta! Ha concluido el baile señorial en que las damas con largas colas de seda y los galanes con birrete en mano han hecho exquisiteces de cortesanía. También la música, llena de cadencias solemnes, guarda silencio porque el duque ha pedido a Tasso que cuente su vida y sus propósitos. Dice el poeta: —Vi la luz una mañana de primavera en la gran bahía napolitana. Sorrento, que se ilumina por las noches con el resplandor del Vesubio, y es una perla de la corona del Golfo, me vio nacer. —De niño me extasiaba en el cielo, en el mar y en la exaltación que tiene la vida en el ambiente de mí tierra. Después, ciclo, mar y vida se transformaron para mí en la idea del caballero cristiano y nacióme en mi niñez mi primer poema, Rinaldo.


— Ahora vivo un sueño de creación y el sol de Italia me alumbra el pensamiento, para hacerme ver con claridad que el genio de la raza golpea continuamente en este pobre corazón de Torcuato, como si quisiera despertar en él la palabra novísima, verbo luminoso de una empresa sublime que hay que realizar. —Porque otra raza, embarcada en la media luna, domina el mar nuestro, mar de griegos, de ítalos y de hispánicos, mar de la filosofía, del arte y de los números. El Evangelio, creador del mundo moral, es una enemistad eterna para esos hombres, que han puesto sobre la sonrisa de la aurora de Oriente un velo oscuro de sangre... Cristo y Mahoma van a encontrarse pronto cara a cara. —Yo fraguo ahora mi poema, que diviniza las hazañas de Godofredo de Bullón contra Aladino y Solimán, y quiero que mi poesía sea vibración de las ideas; esperanza y llanto; penitencia y triunfo, para que su música, en boca de juglares, de bardos y peregrinos, salga a todas las rutas a despertar en las almas, con el esplendor y gloria del pasado, el noble deseo de la empresa futura. —Hace falta que la pureza católica cree paladines que, como el Tancredo de la vieja Cruzada, sepan llevar en el acero del cinto una ojiva de ideas y de caballerosidad.



— He aquí el primer canto de mi Jerusalén Libertada: Canto las armas pías y al guerrero que de Cristo libró la Tumba Santa… Mientras duró la lectura, además de la corte aristocrática, le oían y circundaban su frente los genios ideales de la belleza. El espíritu de Ariosto mirábale con recelo estrechando entre sus alas el Orlando, como si la palabra del Cisne de Sorrento le amenazara su gloria. La inspiración de Ercilla, que atraviesa los mares y echa el ancla de oro de su Araucana en los dominios de aquella Geografía nueva que España inventó, besa la frente del compañero inmortal. La legión milagrosa de los Amadís y Palmerines sonríe y afila sus espadas, y hasta Don Quijote, que todavía no se ha refugiado en el libro, metiéndose en el alma de don Juan de Austria, grita, inspirado: _ ¡Allá voy! a desfacer injusticias y poner derecha la línea de la historia, que se ha torcido en el mar de la civilización. Poco tiempo después Cristo chocaba con Mahoma en Lepanto. El poeta escribió casi toda la Jerusalén pensando en Eleonora. La ama en silencio. La ama en el íntimo secreto de su corazón. Su amor es un solitario que suspira en el claustro contemplativo de su alma. Es un amor de muerte.


El altivo hermano de Eleonora advierte, al fin, los amores de Tasso, y todos los orgullos refinados de su estirpe vibran en la soberbia de su repulsa al poeta. El forjador de epopeyas tiene una sensibilidad tan delicada que los alambres de sus nervios se funden con la descarga del rayo ducal... Bimbo, el bufón, lloraba por Torcuato. El poeta, loco de amores, fué encerrado en dura prisión. ¿Qué importa? De toda la regia alcurnia y espléndida majestad de Alfonso vive sólo en las generaciones este título: carcelero del Tasso; y, en cambio, han ido a llorar a la cárcel del poeta, Lamartine, Hugo, Delavigne, Byron y Goethe. Al través de los siglos todo el pensamiento delicado de la vida moderna ha ido a Ferrara a rendir culto al loco y a dejar escrito en los muros de la prisión, que vale mucho más que el brillo de las esmeraldas de Este, la delicada ternura de las grandes ideas: Rispetate, o posteri la celebrita di questa estanza, dove Torcuato Tasso, infermo piu de tristezza che de delirio...Todas estas cosas las he visto con la imaginación una tarde, contemplando el Castello de Ferrara, tan gótico, tan misterioso, tan sugestivo... Luego, en Roma, he ido al Janículo para ver en el convento de San Onofre cómo se muere el poeta...Cuando el enfermo de amores incurables llegó aquí, traía ya las alas tronchadas, venía roto.



Yo lo he visto, como en sueño, en la melancolía de la tarde, suplicar ansiosamente que lo llevaran al jardín, y, orientado hacia Ferrara, hacia su eterna Ferrara, abismarse en la contemplación ideal de Eleonora y morirse, mirando al cielo, al mismo tiempo que se moría el sol… ¡Oh versos de la Jerusalén!... Cuando Sofronia y Olindo van a ser martirizados por los verdugos de Solimán, ella, para levantar el ánimo del compañero, prorrumpe en esta dulce consolación: Amico... mira il ciel com'e bello e mira il sole ch'a se par che n' inviti e ne console. Yo, en la suprema visión del poeta muerto, pongo sobre la frente del Cisne una lágrima mía y las palabras suyas: mira il ciel com'e bello e mira il solé... Roma era en la tristeza de poniente una elegía silenciosa y augusta.



Estoy en la plaza de Miguel Ángel, desde donde se alcanza la visión completa de la ciudad de los Médicis. Tengo a la izquierda el Apenino; enfrente, a Fiésole, y hacia abajo, el valle donde se desenvuelve Florencia. El campanile del Giotto da a lo lejos una impresión de arte triunfal; el palacio de la Señoría y los Uffizi tienen un gesto de mando florentino; la cúpula de Bruneleschi, en la catedral, es un anuncio de la obra grandiosa de San Pedro de Roma; Pitti parece una fortaleza, y la torre de Santa María Novella y cien más dan al cuadro el tono de una espiritualidad que anhela las alturas; mientras abajo, en el fondo del paisaje, el río Arno decora con su pincelada de brillo metálico aquella tierra exuberante de jardines, de mármoles y de ideas. La ciudad del arte está bajo el dominio de mis ojos, es mía por unos momentos; y cuando la esperanza de toda la vida se convierte en realidad y pienso que el tesoro del alma florentina pasará espléndido ante esta inquietud de mi afán insaciable de belleza, me conmuevo en tales términos que me parece mentira que estoy en Florencia.


No hay sobre la tierra ciudad tan artística, ni madre tan fecunda de hijos grandes. De aquí son Dante, Cimabúe, Giotto, Fray Angélico, Orcagna, Bocaccio, Maquiavelo, Miguel Ángel, Leonardo de Vinel, Andrea del Sarto, Lorenzo de Médicis, León X, Bruneleschi, Giberthi, Volta y cien más. En la posesión de joyas artísticas sólo Roma podría vencerla; pero en cuanto al gusto por el arte, ni Roma, ni nadie. Venecia es más original y más bella; Roma, más severa y más grande; Florencia es la señorita de Italia. Tiene un ciclo sobre el que se destacan en el horizonte los objetos con tanta precisión, que aun a largas distancias nos muestran los más insignificantes detalles. Así es el cielo de la Toscana. En este ambiente seco y azul la vista se acostumbra al señorío absoluto de la línea, porque todo lo ennoblece y diviniza ella. Si el color impresiona a los sentidos y a la imaginación, la línea habla al entendimiento. Es recta y da la idea de lo inflexible; quebrada, y nos recuerda lo difícil, lo áspero, muchas veces lo trágico; curva, y la suave ondulación da la imagen de la vida resbalando mansamente:


Pero se mueve en espiral y nos obliga a pensar en el tremolo de las emociones fuertes; es parabólica y volamos con ella; es circular y parece que allí dentro está presa la libertad humana. Estas líneas se combinan entre sí indefinidamente, y esto da lugar a un lenguaje que la pintura del alma de los seres aprendió de su hermana la poesía lírica un día que las dos se dieron un abrazo infinito delante de Dios. Así resulta que muchas veces es más elocuente una línea que un discurso, porque al misterio de la vida le gusta más, en algunas ocasiones, vivir en una dirección que en un concepto. Florencia, enamorada de la línea, va a realizar prodigios con ella, elevando el dibujo al grado universal de expresión que abarca desde la forma concreta de los objetos materiales hasta la inconvenida y personalísima del alma, ya replegada sobre sí misma, ya moviéndose con todos los movimientos de su actividad o volando bacía Dios en la luz increada del misticismo.



El patriarca de la pintura vieja, el Giotto, tiene dos amores fortísimos: la Naturaleza y el Espíritu, que se manifiestan en la forma enérgica y rudimentaria propia del principio de los grandes procesos. De esta condición suya nacen dos escuelas: la del natural y la idealista. Las dos se reunirán más tarde en la Gioconda, de Leonardo. Por la vía del natural van sucesivamente Giotto, Masaccio, Paolo Uccello, Fray Filipo, Ghirlandajo y Leonardo. Por la vía del espíritu marchan Giotto, Orcagna, Fray Angélico, Filipino, Botticelli y Leonardo también. La fuente es Giotto; el lago, Leonardo. Para ir de la fuente al lago hay dos brazos de agua cristalina, dos hilos de luz. Los que sepan tomar esos hilos no se perderán nunca en la mareante confusión de los museos.



La parte más alta de la obra del Giotto está repartida entre Asís y Padua. Ya iremos a verla. Orcagna reina en Pisa. De los demás idealistas de la rama quiero decir mi emoción sobre los dos más representativos: Fray Angélico y el Botticelli.



En el hotel donde paramos en Florencia, a orillas del Arno, hay una lápida recordatoria de que en aquella casa, antiguo palacio, habitaron, entre otros personajes, Maquiavelo y Napoleón Bonaparte. A un criado de respeto que hay en la entrada, con casacón, peluca rubia, medias blancas y zapatos con hebillones argentinos, el cual criado no tiene más misión que hacer reverentes inclinaciones de cabeza a todo el que entra en el hotel, le digo, señalando a la lápida: — Seguramente es usted el secretario de Napoleón I, ¿no? — Amigo de Napoleón I y secretario de Maquiavelo, señor — me contesta sonriente el de la peluca. Y como veo que sabe tomar las bromas con buen humor de ingenio, le pregunto: — ¿Sabe usted dónde podríamos ver aquí, en Florencia, a un amigo mío que se llama Fray Angélico? — Seguramente lo encuentra usted, de diez a una, en el Museo de San Marcos.


— Entonces, ¿usted conoce a mi amigo? — ¡Claro, señor!... ¡Fray Angélico! ¡Oh, Fray Angélico, el supremo artista!—y miraba al cielo con los ojos en blanco y la mano derecha puesta sobre el pecho, con la misma elegancia que un duque. Pensando yo en la finura de este pueblo y de esta raza he ido al Museo Angélico, y en él he sentido, con mis compañeros de viaje, una de las emociones más intensas de mis excursiones por Italia. Aunque nace el artista en el siglo XIV, casi toda su vida de arte se desarrolla en el XV. Es fraile, y está sujeto a la obediencia; es discípulo de Cristo, y está sujeto a la humildad; es puro, y está virgen como los ángeles que pintara. Es como si San Francisco, en vez de ser poeta, se hubiese hecho pintor. Ningún maestro de la pintura ha sentido la vida ultraterrena como él. Se parece en el espíritu a nuestra Teresa, a nuestro Juan de la Cruz. En medio de una sociedad casi paganizada el fraile pintor supo conservarse completamente cristiano. Pinta de rodillas porque para él pintar es orar, y muchas veces corren por sus ojos ardientes lágrimas ante el perfil doloroso de un Cristo o ante la divina gracia de la pureza de una virgen que le está surgiendo de los pinceles.



Tiene la misma técnica del Giotto, pero llevada a una última perfección. Emplea el oro con abundancia, y sus reflejos embellecen con dulces tonalidades los rostros de las vírgenes y santos. Como el artista, en los paños y en los detalles de la ornamentación emplea los azules, los verdes y los escarlatas muy fuertes, el tono del oro cayendo sobre aquellos colores templa la dureza de los mismos, produciendo una impresión verdaderamente extraña, pero que cautiva desde el primer momento. En cuanto al dibujo, sabe cuánto necesita para expresar sus sentimientos del mundo de la gracia, y aun cuando sus personajes están iluminados de Dios, no por eso la carne y la forma dejan de estar pintadas como exige el conocimiento del natural. Su Juicio Final ha conmovido a los artistas. Cristo, Señor del mundo, acaba de juzgarlo. Le rodea una bella guirnalda de ángeles y santos. De los sepulcros abiertos acaba de salir la humanidad juzgada, y a un lado los demonios empujan furiosos a la multitud precita, mientras que en el otro los bienaventurados, sobre un césped rojo y blanco, son conducidos por los ángeles hacia la puerta de la Jerusalén celestial.


Van cogidos fraternalmente de las manos formando círculo. Un ambiente de paz, de luz, de oro y de flores los envuelve. Van ágiles, no pesan, son dichosos. El pintor ha puesto toda su alma en la gloria. El infierno es un simple comentario del Dante. La Coronación de la Virgen es la cumbre de Fray Angélico. Cien figuras de extraordinaria belleza, hechas de oro, de leche y de rosa, contemplan extasiadas la Coronación. Esta pintura de la Virgen realiza el tipo de la belleza espiritual de María. Parece que la vida del alma ha ido sometiendo a la belleza corporal hasta reducirla a las condiciones sutiles de la vida del ciclo: cabeza alta y bucles rubios; ojos azules, dulcemente abrasados por la esencia de Dios; espaldas estrechas, manos débiles y finas, modestia inmaculada y virginidad intangible producen una belleza tal que no puede pensarse nada parecido tocando las ásperas imperfecciones de la tierra y las groserías de la vida humana, tan llena de brutalidad casi siempre. Aquella es la transfiguración de la materia humana en materia celestial, ingrávida, no sometida a las leyes de la fisiología, sino a las eternas leyes del amor.



Todo está allí presidido por las visiones del artista; es todo aquello fe, pero ardiente, luminosa, completamente feliz, que hace llorar de amor. Los ángeles, así en esta obra como en todas las del maestro, gozan de la visión beatífica completa. Observo que Fray Angélico cuida sus figuras como si realmente estuvieran vivas, pues, siendo creaciones de su fe, a medida que las va creando las va adornando, y entonces, enamorado de ellas, pone lo mejor de su genio florentino en decorar los trajes, las joyas y las estancias, y es con frecuencia un perfecto miniaturista que recuerda a los iluminadores de misales y libros de coro; ya parece un orfebre, o se piensa de él que no hay maestro de la elegancia en el vestir que tienda sus paños como aquellas flotantes vestes unicoloras de sus ángeles, que encantan la vista. Cuando se acostumbran los ojos a esta pintura nos entra tal corriente de espiritualidad que todos los maestros nos parecen pesados. Hay, pues, que señalar a esta gloria del claustro dominico como a una estrella misteriosa que alumbra el cielo de las grandes ideas. Alguien le ha llamado el Platón del arte cristiano. Así hubiera sido si el gran maestro griego, además de ser Platón, quiero decir águila del pensamiento, hubiera volado con las alas divinas del éxtasis. Es más místico que el Greco y que nuestro Valdés Leal. Éstos son místicos de lo que sueñan. Fray Angélico es místico de lo que ve. Lo repetiremos: es Juan de la Cruz y Francisco. La poesía y la santidad, pintoras.



Estoy en los Uffizi y veo las pinturas de Sandro Botticelli, el pintor más insinuante y discutido del siglo XV. ¿Quién es el Botticelli? ¿Es un rebelde, un inspirado, un triste? Pinta las cosas de su alma y las pinta con un dejo de elegante y dulce melancolía. Este cuatrocentista es, indiscutiblemente, un aristócrata del pensamiento y de la emoción. Si hubiera místicos, no de Dios, sino de la Naturaleza, el Botticelli sería el más grande de ellos. Este hombre profesa la religión de la línea curva, que en sus ondulaciones expresivas encierra verdaderos misterios. Cuando el artista pone su temperamento al servicio del ideal se ilumina con el resplandor del genio, penetra regiones inexploradas y habla un lenguaje nuevo que trae resonancias de una belleza infinita. Si se siente mucho la expresión de la línea se puede muy bien representar la idea total de una composición por medio de una metáfora o símbolo; y este maestro, que poseo una manera realista y delicada al mismo tiempo, pasa con facilidad de la expresión del detalle a la metáfora del conjunto, y es un simbolista de primer orden.


Hasta los más fuertes detractores del pintor aceptan la belleza inmortal de su cuadro la Primavera. Es un espeso macizo de árboles en cuyas copas brillan frutos dorados. Sobre esa mancha oscura y verdosa, al fondo de la que se divisa alguna línea de luz del paisaje libre que está detrás, aparecen las figuras tan conocidas e imitadas del arte moderno: las tres gracias, desnudas tras velos transparentes, se enlazan llenas de distinción: Venus sonríe gentil, el Céfiro corre tras Flora, Julián de Mediéis hace de Mercurio y la Primavera triunfa por su gracia, por su hermosura y por sus flores. Las caras son delgadas y se alejan siempre del óvalo en la belleza femenina. Los cabellos, o minuciosamente peinados, o sueltos en forma flameada, como corresponde a las ninfas que viven en las grutas azules con los genios; los ojos brillan con la superior inteligencia del paganismo divinizado, y las carnes blancas, finas, temblorosas, idealizadas, no pecan porque tienen la castidad de las ideas. La mujer que representa a la Primavera florida es lo mejor de esta pintura, y es precisamente la que ha vuelto locos a los modernistas. Es, según dicen ellos, la encarnación definitiva de las aspiraciones del alma moderna.



Yo veo aquella figura alargada, inteligente y feliz; miro aquel incendio de oro de su pelo selvático, pero graciosamente femenino, y aquellas flores del campo, del bosque, del lago, que adornan su cabeza de diosa; contemplo el desbordamiento de las mismas flores, orlando su cuello de nieve y embelleciendo su veste sutilísima, que parece el sueño de un artista de la indumentaria, y a pesar de las exageraciones y temblores de los modernistas, reconozco en aquella mujer un tipo de creación única, hija legítima de un griego del siglo de Pericles y de una florentina de los tiempos de Lorenzo de Médicis. ¡Oh, Primavera!; la Gioconda vendrá, luego y será más reina, más mujer que tú; será más perfecta su armonía y su equilibrio; pero mientras haya soñadores en el mundo, tú serás, Primavera, una aspiración, un deseo y una inquietud, y por ti es siempre Sandro Botticelli un soberano del reino de las ideas bellas. El Botticelli es un triste que sabe disimular su tristeza con la emoción delicada de su arte. Sus madonas, sus ángeles, sus divinidades paganas y los personajes de sus obras todas tienen no sé qué perfume de melancolía. Y es que el autor piensa mucho, y cuando se piensa mucho, si el que piensa no es un santo, tiene muy próxima la tristeza. Este modo de ser de su temperamento se irrita aún más a la vuelta de Roma, adonde Sixto IV habiale llevado para pintar los famosos frescos que dejó en las capillas vaticanas. Reapareció en Florencia, taciturno, retraído y solitario. Ya en Roma había querido ahogar su pensamiento triste en los excesos de la orgía y la licencia.


El fracaso fué evidente. Su mal se agudizó y, para templar la neurastenia de su alma, volvió a Florencia. Savonarola, el fraile asceta y rebelde, humilde hasta macerar su carne y soberbio hasta alzarse contra todos, no como el hombre de Umbría, en divinas renunciaciones de caridad, sino en latigazos de enseñanza propia, sincera, ardiente y exaltada, metió el arrebato de su palabra como una flecha de fuego en el alma de Botticelli. Sandro se olvidó de todo. Arte, gloria y belleza fueron abandonados por el pintor. Desde la armonía de la paz creadora llevó su corazón a las trepidaciones de una lucha que tenía, es cierto, una noble finalidad, pero que no estaba tocada de la dulzura evangélica, sin la que no hay derecho a corregir a los demás ni a realizar el apostolado de las almas. Y el Botticelli fué pobre, muy pobre, rodó miserable por Florencia, tuvo hambre... Un día la ciudad se conmovió ante el anuncio de una tragedia que iba a realizarse en la plaza del Palacio Ducal. Una pira muy grande, un fraile dominico condenado a la hoguera, el gobierno de la Señoría inflexible en su decisión, el verdugo de rojo bonete puntiagudo que da fuego a la leña y después una llama que abrasa la carne e incendia los cabellos del mártir Savonarola, mientras el pueblo lanza un grito terrible y el pobre Botticelli cae desmayado en un rincón de la plaza con el alma rota de dolores.



En el camino del Giotto a Leonardo, por la rama de los realistas, he buscado especialmente en la ciudad del Arno a los dos grandes genios de esta dirección, Masaccio y Paolo Uccello. Masaccio ha muerto casi un niño, y no obstante tiene su nombre la aureola de una obra inmortal. Es este muchacho un tipo moral raro, vive oculto, no habla con nadie, le molesta la muchedumbre y el ruido y pasa indiferente por la puerta del palacio de los Médicis. Ante esa puerta se descubren respetuosos todos los artistas, porque, a vuelta de mil defectos, tienen aquellos duques el mérito de proteger a los creadores de la belleza, y por eso les debe la ciudad una parte principalísima de sus prestigios. Masaccio es pintor sólo por serlo. En su vocación no intervienen sustancias extrañas. Ama la pintura porque la ama, sin pensar nunca que por ella pueda ser rico, ni pueda ser célebre.


Aquel joven ha dejado en el Cármine de Florencia frescos asombrosos: pero hay uno ante el que he rendido todo mi deseo de admirar, porque bien puede considerarse como una de las columnas más firmes del renacimiento italiano: El muchacho resucitado por San Pedro. Es el primer desnudo que ofrece la pintura italiana sometido en todo a las leyes de la verdad y la vida. Aquello es carne y aquello es humano. Antes que él nadie atacó de frente y en toda su extensión el problema. Casi toda, o toda la carne desnuda anterior, se ha pintado de memoria o con ligeras observaciones del natural. Masaccio ha roto la barrera de las preocupaciones antiguas. Los personajes de su fresco no son recortes pegados en el muro según un plano, sino que el artista procura darles la vuelta y maciza sus figuras con un sentimiento novísimo de la profundidad de los cuerpos. Es innovador, revolucionario en sus relaciones con el natural, pero tiene para las ideas profundísimo cariño y emoción, y así resulta que estas personas que él pinta, casi primogénitas del arte que cultiva la naturaleza, son al mismo tiempo modelos de delicada corrección.



Todos los pintores de este tiempo propenden a hacer retratos de los modelos de sus pinturas; pero lo que no hace ninguno es plasmar la vida exterior con perfecciones tan inesperadas como las que triunfan en este primitivo, que, llevado del deseo ferviente de una síntesis que es suya, propia, masacciana, se entra por el alma de sus figuras descubriendo sustancias espirituales y dignificaciones de la idea. En pocos momentos he trabado con el artista una amistad llena de admiración ferviente... ¿Dónde está su sepulcro?... Yo necesito hacer en él una plegaria y una ofrenda de simpatía, y no puedo realizar mi deseo porque como el pintor no rimaba las vanidades y su vida fué un pensamiento, un silencio y una humildad, pasó sin fama y no hubo ni un solo florentino que pusiera en su tumba una palabra o una cruz, No tiene sepultura conocida. Medito con tristeza este hecho, pero concluyo por pensar que es mejor que hayan ocurrido las cosas así, porque Florencia entera es ahora su mausoleo, ya que la ciudad se estremece hoy de orgullo cuando considera que una buena parte de sus haberes artísticos se funda sobre las cenizas de este primitivo profeta del renacimiento, muerto en el olvido y resucitado ahora a la gloria por un consolador ministerio de la verdad y la justicia.


Paolo Uccello dibuja, graba y cincela en las platerías. Diseña sus trabajos en pergamino o lienzo, y para ponerle color a los dibujos siente el deseo irresistible de hacerse pintor. El deseo se convierte en realidad. El geómetra Manetti le sugiere la idea de incorporar la perspectiva a la pintura, y a este pensamiento, que ampliaba la intuición luminosa de Masaccio, dedica Paolo su vida entera. Vive siempre preocupado con lo que él llama su invento y hace una aplicación cuidadosa del mismo. El fundamento de su perspectiva es la relación entre la distancia y el tamaño de los objetos. Así el artista aborda el problema de la profundidad y del espacio guardando una ley de dimensión, según la cual el objeto decrece proporcionalmente a su lejanía, sirviendo de punto de partida el tamaño de las cosas del primer término. Las reglas de Paolo no constituyen todo el arte de la perspectiva, pero bien puede afirmarse que en la parte de ciencia que necesita la pintura este primitivo es un iluminado de la verdad.



Trabaja Uccello infatigablemente, y hay que ver a este nuevo Arquímedes florentino gritando de alegría cuando, al aplicar las leyes que el descubre, aparece la penetración perpendicular que hacia el fondo del paisaje tienen los surcos de una tierra recién labrada. Y las albricias con que alegra los talleres de los pintores cuando averigua el secreto de los grandes escorzos, maravillosa combinación en que se finge de tal manera la distancia, que con el recorrido de dentro a fuera de una línea de pocos centímetros se logra dar la ficción exacta de una pierna de hombre de tamaño natural. ¿Por qué doy mi impresión de Masaccio y Paolo y no me paro a admirar las obras de los demás grandes maestros que por esta rama desembocan en Leonardo? Porque voy mirando solamente los momentos culminantes del proceso, que unas veces se ilumina con la invención de un elemento material y otras es la cumbre de una idea o la síntesis de un sentimiento. Me paro delante de la genialidad inventora, o del germen productor, aunque luego pase en silencio por la esplendidez de la cosecha que se produce más tarde. Masaccio es la naturaleza ennoblecida que viene con él a la obra formidable del Renacimiento, y Paolo Uccello es la ciencia que se presenta como un poderoso auxiliar del arte para ayudarle en los tiempos interesantísimos de su infancia.



La escultura es el arte de la forma por excelencia. Los griegos de la buena edad, los puros, los fuertes, creían que una escultura era buena cuando su mármol, su bronce o su madera daban el tipo en la perfección de la forma. Pensaban que la gracia, el ritmo y la armonía de las partes eran la soberana razón del triunfo de sus Venus, Minervas, Apolos y Mercurios. Es decir, que para los grandes maestros de este arte la escultura está sometida a una ley de estática espiritual, y por eso entienden ellos que el dinamismo del espíritu, con sus pasiones y gritos del corazón, debe excluirse de sus modelos. Creen que los grandes movimientos del alma desfiguran la suprema belleza de la forma y deshacen su augusta serenidad. Las ideas radicaban principalmente en la proporción armónica y en el triunfo de la línea, la superficie y el volumen humano, que, en fuerza de ser bellos, idealizaban la obra. Es decir, que entre los griegos el alma de la escultura va de fuera a dentro. Cuando se invierte el proceso y el alma va de dentro a fuera, el arte de los helenos entra en las complicaciones de una franca decadencia. Los relieves del Partenón, la Venus de Milo y la de Médicis tienen la palabra.


También la tienen el grupo de Laoconte y las Venus tocadas de impurezas. Yo pregunto: ¿Pero puede ser esta idea griega, este concepto de academia, la ley eterna de la escultura? Creo que no. Grecia tenía un temperamento de serenidad y equilibrio. El alma de un griego de Atenas se deleitaba como nadie en las altísimas perfecciones de la forma, pero vibraba menos que la de un hombre de ahora o que la de un artista del Renacimiento. Es natural que así ocurra, porque el corazón y el cerebro van cada vez más cargados, a medida que avanza la civilización. Sobre el estatismo pagano viene la emoción cristiana que trae a la historia valores sentimentales completamente nuevos, y sobre la emoción cristiana, la avalancha de la cultura moderna, agobiadora, aplastante, hace saltar los nervios y pone en el alma un anhelo de perpetuas inquietudes. Estas muchedumbres vibrantes de nuestro siglo no pueden sentir la perfección serena de la escultura de los griegos. Por eso la vida, fuente eterna del arte, impone sus condiciones, y los hombres de ahora, impulsivos, febriles y averiguadores, viven empujados por las pasiones inteligentes, y lo que está frío, sereno e inmóvil podrá ser admirado un momento, pero no constituye la característica ni el exponente continuo de la vida sentimental.



Así se explica que los dos conceptos clásicos de pintura (dinámica espiritual) y de escultura (estática) se han confundido en el Renacimiento y siguen aún más confundidos en nuestros días, donde puede decirse que los escultores pintan y los pintores esculpen. Yo, por mi parte, creo que es un encanto y un don superior la serenidad griega; pero también creo que la pasión del alma es la vida moviéndose en una síntesis de orden interior, y por eso tengo por un ideal de escultura aquella que, siendo armónica de línea y proporción, tenga vida sentimental suficiente para darnos la belleza íntima sin desbordarse nunca para no descomponer el ritmo luminoso de la forma. Más claro: acepto la pasión mientras no descomponga la línea. ¿Que no es teoría? No lo será, pero yo he ido a esta conclusión propia después de haber maltratado a mi gusto encerrándolo en las opiniones de los sabios y después de haber sabido por experiencia que es mucho más brillante el zapato del príncipe; pero el mío, hecho a mí gusto y medida, es más cómodo e interesante para mí. Estoy religiosamente admirado delante de la puerta de Ghibertí en el Batisterio de Florencia. Esta puerta, que mira a la catedral, tiene casi frente el campanile del Giotto, y desde ella puede verse la cúpula de Bruneleschi. Hay lugares privilegiados sobre la tierra, y no cabe duda que esta plaza del Duomo lo es.


Los diez paños que forman la puerta representan relieves de la Escritura. Nunca se hizo una obra más acabada, más perfecta ni más rica de méritos. Diríase que son cuadros de bronce. Tenía Ghiberti un pintor en el alma, y no obstante gasta la vida en realizar esta escultura, de la que puede decirse que es la perturbación del proceso de las ideas, porque siendo cronológicamente primitiva de este arte, no habrá después, en el período maduro, nada que pueda comparársele. Sobre el metal de esta puerta, que Miguel Ángel llamaba Puerta del Paraíso, ha caído una lluvia de ideas y de emociones. La dureza fría del bronce se ha conmovido con la vibración sentimental del escultor... ¡Ah, Florencia, Florencia! Tus calles y tus plazas son relicarios del genio, y esas reliquias te hacen maestra inmortal porque son ellas la más alta y luminosa pedagogía de la belleza. Voy al Museo Nacional para ver las cosas de Donatello, alma moderna, a pesar de su primitivismo. Si hubiera tenido el genio de Miguel Ángel, el Renacimiento, en vez de llegar arriba frío y pagano, hubiérase, coronado en Donatello con una cumbre de delicadeza, porque esa expresión que tienen sus figuras, que hablan con las manos, con el gesto y con el continente, es de ascendencia gótica y no grecorromana. Los viejos maestros góticos eran idea y espiritualidad, y el escultor florentino vistió de carne, no exaltada, sino tranquila, aquella idea y aquel espíritu.



Su San Juan, joven, de cabeza elegantísimo, tiene en la boca un verbo dulce que todavía no ha tronado con sus indignaciones de profeta y maestro. Este San Juan, de línea todavía infantil, con la piel de camello arrollada al busto, sus maravillosas manos expresivas y recias y su manto indolentemente replegado sobre la figura hasta besar sus pies, es la perla de Donatello. ¡Cuánta idea, cuanta emoción suscita la genial escultura! Es el penitente de Ain Karin, y el desierto con sus rigores no ha podido borrar la insinuante belleza del joven. Sobre la sugestión de esa carne penitenciada del inspirado de Dios caerán los deseos impuros de Herodías, y después del triunfo de la pureza granítica de Juan, este cuello tan noble, tan dulce, de la estatua, será roto trágicamente, y la sangre del mártir será como una premisa gloriosa de la redención cristiana.



Hace muchos años asistí yo a una lección de Arte que un profesor de Roma daba a sus discípulos en un museo de la Ciudad Eterna. ¿Cuál es el mejor escultor del mundo? Esta era la cuestión que el catedrático proponía a sus oyentes. Cada muchacho tenía su opinión. Hubo votos para Fidias, por lo que cuentan de su criselefantina Atenea. Para la Venus de Milo, el Canon de Policleto, el Discóbolo de Mirón y el Hermes de Praxiteles hubo exaltaciones y votos. Un estudiante habló de Scopas, y el profesor, académico hasta la medula, hizo notar que ese maestro pone en sus obras la pasión, y la pasión no puede ser escultura perfecta. Por no romper el orden de aquella simpática lección, no pedí yo la palabra para hablar de la Victoria de Samotracia, de la escuela de Scopas, y honor altísimo del arto griego, a pesar de que anda allí la pasión hasta en los pliegues de la túnica de la Victoria, prodigiosamente rizados por el aire y la velocidad.


Un estudiante de ojos soñadores exaltó a Cleómenes, por su Venus de Médicis. Casi todos los maestros griegos tuvieron sufragios. Yo estaba inquieto pensando que se acababa aquella discusión y que nadie votaba de acuerdo con el gusto mío... Cuando ya no se esperaban nuevas opiniones, un alumno tuvo el valor de afirmar con resolución este nombre: Miguel Ángel. El catedrático sale inmediatamente al paso con estas palabras: "Si pienso que soy italiano, voto por Miguel Ángel; pero si me olvido de mi patriotismo no puedo estar conforme con esa opinión." Hoy, delante del David, y acordándome del Moisés de Roma, pienso que debí decirlo al profesor: Yo soy español y, sin que me estorbe el patriotismo, declaro con toda sinceridad que el mejor escultor, para mi gusto, es Miguel Ángel. Que me perdonen las viejas escuelas. Yo no sé una palabra de técnica. Le digo a mi corazón que me conteste honradamente, y el corazón afirma, sin dudas ni vacilaciones: "Miguel Ángel." He aquí al hombre cumbre del renacimiento escultórico. Es forzoso, al que quiera contemplar su magnitud, colocarse en un nivel más alto del necesario para enjuiciar sobre los grandes artistas corrientes.



Porque a la plataforma en que ordinariamente se mueve Miguel Ángel suben los demás genios sólo cuando realizan el máximo del vuelo espiritual. Miguel Ángel nació en Arezzo, cerca do Florencia, en 1475, y murió en Roma el año 1564. Vivió, pues, cerca de noventa años. Yo veo en Miguel Ángel las características siguientes: 1º El maestro es sano y fuerte, como lo prueban su trabajar continuo y su longevidad. Es la suya una voluntad indomable, y tiene un genio tan adusto que rara vez se le ve sonreír. La amistad con Savonarola lo agranda la austeridad de sus valores morales. Por eso le molesta la popularidad, y es la más grande de sus aficiones aislarse de los hombres, para comunicar más fácilmente con los gigantes de su vida interior. Pudiera decirse que domina al maestro una melancolía íntima, que es como el perfume de su temperamento. Así resulta que su arte es casi siempre el movimiento de una pena sin llanto. Es una tristeza intelectual que no llora, pero que protesta y se irrita; y aunque Miguel Ángel es cristiano por educación y por ideas, lleva en la sangre un pagano de los tiempos en que era puro el paganismo. No es un gentil voluptuoso: es grande como Homero y casto como Platón.


2º Los artistas que dieron tono a la sociedad en que vivió el escultor tenían la pasión de la ciencia anatómica; por eso a Miguel Ángel en su juventud le atraen Jacobo della Quercia, Signorelli y Ghirlandajo. En el orden espiritual se inspira en Dante, cuyo martirio por la proscripción de Florencia le sugestionaba, y más de una vez dijo que quisiera tener las virtudes heroicas del hombre de la Divina Comedia. También le inspira la tradición del arte de su tierra, tan aficionada a hablar con la línea; pero él modifica la tendencia cuatrocentista hablando, más que con la línea, con el músculo directamente. 3º Amando tanto a su patria tuvo la desgracia de vivir en un tiempo que corresponde precisamente a la ruina de la libertad italiana; pero tuvo la fortuna de convivir con Pontífices como Julio y León, que lanzaron al artista a obras irrealizables con patronos de almas encogidas. 4º Siendo un tan excelso amador de la belleza, era extraordinariamente feo, no sólo por el famoso puñetazo que le diera Torrigiani, en la juventud, y por cuya causa quedóle la nariz aplastada para siempre, sino porque, además, no tenía nada que agradecerle a la naturaleza en este particular.



5º Suspira con amores eternamente románticos por una dama tan tímida, tan rara y tan orgullosa como él, y estos amores no se templan con la posesión porque pertenecieron al mundo de las ideas puras. Cuando esta mujer murió, Miguel Ángel, loco de pena, se atrevió a besarle aquella mano que la muerte pusiera pálida y fría. Toda su vida se reprochó no haberle besado entonces la boca y la frente. Era, pues, este hombre, casi divino, una pura contradicción. Amaba con todas sus potencias y facultades, y no fué correspondido; era un patriota insigne, y no tenía patria; apóstol de la belleza, la línea de su rostro le daba desesperación; casto, vivía en una sociedad voluptuosa, y, todo inteligencia y sencillez, se desarrollaban sus ideas en el reinado de la fuerza y el lujo. Por todas estas contradicciones tomó su carácter una forma selvática y se llenó de una acometividad no igualada por nadie jamás.


Acometividad física, porque tenía una resistencia y una capacidad de trabajo increíble; moral, porque agredía siempre que las circunstancias estorbaban sus planes o sus inspiraciones, e intelectual, porque no hubo obstáculo que no pulverizara la catapulta de su fantasía, metiendo la luz nueva en las oscuridades de la Historia e imponiendo las orientaciones de su genio de tal manera que, verdadero timonel de su siglo, lleva la nave de Italia y del mundo por los derroteros de sus ideas, realizando singladuras artísticas como nadie las soñara jamás; si bien es cierto que al hacer triunfar también sus errores deja la nao del Renacimiento encallada en el golfo, sin que haya podido todavía tender francamente sus velas en el mar de la emoción nueva y triunfal, que espera con ansia la sensibilidad moderna. Tales son las características de este hombre singular. En Florencia lo considero sólo como escultor. Ya veremos sus pinturas en Roma.



He ido a la Academia de Florencia, y visto el David, en mi corazón he atribuido a Miguel Ángel todas las excelencias de su arte y de su vida cristalizadas en esta obra. Porque el Moisés de Roma es formidable de anatomía y de espíritu; los monumentos de los Médicis en Florencia no admiten comparaciones posibles, y la Pietá de San Pedro es mármol y es vida; pero este David de la Academia me gusta más. Este muchacho de tamaño colosal se ha apoderado por completo de mí, me ha vencido, estoy a sus pies. Andaba el artista por las orillas del Arno, por sus alamedas y umbrías y por sus retiros de meditación acariciando, completando y embelleciendo en la fantasía creadora la figura bíblica del pastor David. Una tarde, al pasar por Santa María dei Fiori, vio en el patio un magnífico bloque de mármol de Carrara.


Hincó en él sus ideas; tanteó medidas ideales y proporciones soñadas en la fiebre creadora, y después de acariciar la piedra con los ojos, con las manos, con el corazón, mandóle Dios la luz sobrenatural de las inspiraciones, y el mago vio en el bloque su David, tal como viviría dos años más tarde, la realidad exterior de su triunfo y de su belleza. Y la realidad que se esperaba vino. Florencia se volvió loca. Fue un estremecimiento religioso, y el alma entera de la ciudad vibró de admiraciones y vítores. Los poetas festejan en inspirados sonetos a Miguel Ángel; el pueblo, que tiene en Florencia una sensibilidad exquisita para el arte, lo adora como a un dios; los compañeros escultores envidian su obra; el gobierno de la república le colma de atenciones; el Papa quiere a todo trance tenerlo con él en Roma, y Leonardo de Vinci, Filipino Lippi, Julián de San Gallo y Bandinelli discuten y se preocupan del emplazamiento de aquella maravilla de estatua, nunca vista en la ciudad del Arno. ¿Qué tiene el David para que todo el mundo se le rinda? Tiene una juventud simpática y un tamaño de coloso, porque su grandeza no se aviene a las dimensiones de la vulgaridad; tiene proporción y equilibrio, gracia y sencillez.



Es robusto sin inflamaciones musculares; bellísimo sin dejar de ser viril; tiene una noble indignación que no descompone ni una sola línea de su natural elegancia, y mira al adversario deseando realizar el deseo que en aquella hora le llena la vida. Así, pues, es clásico por su belleza y ritmo, es moderno por su pasión señorialmente dominada, y teniendo un tamaño tan extraordinario no hay un solo centímetro suyo donde no palpite la vida, la carne y la gracia; no hay un solo momento de la estupenda superficie que sea una curva muerta o un plano indiferente. Aquel mármol no tiene ni una partícula que no pregone el misterio creador del artista, que infundió allí una vida perfecta. Es, pues, maravilloso, y así lo proclamaba yo con calor cuando me saludó conmovido el dependiente de la Academia que guarda aquella parte, diciéndome: "Me gusta mucho oír hablar así, porque mi Señor David, a quien cuido, y por eso soy su criado, era rey en la Biblia; pero mi paisano Miguel Ángel lo ha hecho rey del mundo." El buen hombre tiene razón. El David es hoy un soberano de la humanidad...Goliath, el gigante filisteo, desafiaba en el valle del Teberinto a los ejércitos de Israel. Israel temblaba.


El pastor David le dijo al rey Saúl: — Yo mataré al gigante para quitarle ese oprobio a los ejércitos de mi patria. Saúl contesta: —Tú eres un muchacho, y él es un temible y feroz guerrero. El pastor de Bethlehem replica: —Yo apacentaba los rebaños de mi padre. Una vez el león del desierto me robó un cordero; perseguí al ladrón y le arranqué la presa de los dientes. Cuando la fiera hizo por mí, yo le retorcí las quijadas, ahogándola. Eso haré con el filisteo incircunciso, porque el Señor, que me libró de las garras del león, me librará de Goliath... David, desnudo de toda armadura, suelto y flexible, va a la lucha con una honda y unos guijarros. El gigante, de seis codos y un palmo, defendido con una coraza de cinco mil siclos, viene mofándose del joven, a quien apunta con su lanza, gruesa como el cilindro de un telar. —Ven acá, rubio de linda presencia, ven acá, que voy a echar tu carne a las aves del cielo — dijo Goliath. —Te mataré, filisteo, para escarmiento de tu raza y gloria de Dios — dijo el joven. El bárbaro embiste, y David esquiva. Rápido, mete el pastor una piedra en la honda. El cuero silba en un vértigo circular; luego restalla, dibujando un ocho agresivo en el aire, y la guija, como un rayo, rompe la frente de Goliath.


He dado vueltas alrededor de la escultura para saborearla en redondo, y cuando la he visto tan perfecta, me ha parecido que sobre la carne desnuda del pastor humilde caía más tarde la opulencia del manto real; que sobre la noble cabeza ensortijada venían del cielo las iluminaciones proféticas, y que en aquella mano, que acariciara ansiosa la guija de la agresión, habrá más tarde un estilete que marcará en los papirus orientales la divina inspiración de los Salmos. Porque el pastor de Bethlehem será rey, será profeta, y cantarán todas las generaciones la poesía de su alma. He pasado después por la Loggia de Lanzi, foro gentil de la escultura florentina, y a pesar de que está allí Benvenuto con su Perseo, que es una de las mejores estatuas de Italia, y a pesar del Rapto de la Sabina, de Juan de Bologna, y de las obras de Donatello y Bandinelli, que dan a la plaza valor de monumento singular en el mundo, paso con relativa indiferencia por la Loggia, porque vengo de la Academia y traigo en el alma el peso de tres majestades: la majestad de David, la majestad de Miguel Ángel y la majestad de Dios, porque Dios ha tenido que ser colaborador para que un hombre pueda ser rey como lo fué David, y escultor como lo fué Miguel Ángel.



Se sube aquella cuesta de Asís como si el corazón volara hacia un ideal. Desde los arcos de la basílica franciscana se ha presentado a mis ojos el valle de Espoleto tendido a los pies de la ciudad mística. Es aquello una alegoría pintada por la naturaleza en un tapiz maravilloso donde se juntan la selva apenina y la floración adriática, como si Italia mostrara toda su belleza a los pies de San Francisco. Encantados los ojos por la solemne majestad del cuadro, pasan a través de los castañares, abetos y olivos; llegan a la alegría de la viña, a la gloria de la huerta decorada por el arco gótico del ciprés, y a la copa del pino piñonero, que es en la arquitectura de la naturaleza una cúpula bizantina de oro. Luego los ojos se orientan hacia la faja brillante del Tíber, que viene de Albernia y corre bullicioso por la llanura; y más allá, en el fondo del paisaje, Perugia la guerrera, la cristiana, la pintora, se ha empinado en la cima de una montaña para hacerle la guardia al valle de la luz.


El corazón se mece blandamente en este espacio luminoso. No cabe duda, San Francisco ha nacido donde debía nacer. Dios quiso que el amor hiciera su nido al lado de la belleza. Divagando por las calles de Asís, la ciudad de la Umbría se muestra como un anacronismo interesante, como un delicioso salto atrás de la vida. Fatigado de recorrer plazas, castillos, templos y ruinas, me siento frente al paredón blanco de un monasterio; el ala de la poesía me toca en la frente, y este espíritu mío, que, porque vive en la plenitud de la luz andaluza, suspira por los velados misterios de la leyenda, por un momento se desprende da las realidades de ahora y vuela, ávido de emociones, por los horizontes de ensueño de la Edad Media. Paréceme entonces ver, tras la oscuridad de los tiempos, que sobre las ruinas merovingias levanta los muros de su poder Carlomagno. El Imperio envuelve en su organización a casi todo el centro y occidente de Europa. Pero muerto el gran rey, la bola que tiene en la mano cae al suelo, y, hecha pedazos, al trabajo de conjunto que creara el genio del monarca, siguen más exaltadas las divisiones feudales y la anarquía impera en la vida. El feudalismo lleva en las entrañas el virus de la corrupción y la muerte.



Por el lado de Roma se dibuja el monte da la idea cristiana, y en los días agrestes del siglo onceno veo forjar en su altura el rayo de Hildebrando, que purifica las costumbres del pueblo y de la clerecía, y después de restaurar reglas, leyes, observancias, y de ennoblecer la vida, sabe reducir la soberbia de los emperadores y obliga a Enrique IV a ser humilde en Canosa, marcando a los futuros Inocencios y Adrianos cuál es el rumbo de la libertad para la barquilla insumergible de Pedro. Veo simbólicamente, en mi abstracción, a la Iglesia, constructora de sociedades, cambiar, con paciencia de maestra y de madre, la naturaleza de los señores, y al tirano de fuerza salvaje que vive en el castillo roquero ponerle en la lanza una empresa de virtudes, porque sobre la piedra del viejo bárbaro feudal va el espíritu del Evangelio tallando poco a poco la escultura romántica del caballero andante. Veo a las abadías y a los monasterios disipando, por gracia y por naturaleza, con la luz de Dios y de los hombres, las grandes neblinas medias, y cuando todo se ha disgregado y cada palmo de terreno es de un señor que manda como un rey, la Iglesia, para conquistar el Santo Sepulcro, llama en todos los corazones, y del Austro al Septentrión, muchedumbres de pueblos de razas distintas van unidos por la emoción católica y la empresa de las Cruzadas construye una unidad política en el mundo:


La unidad europea. La Europa estancada corre y se vuelca en Oriente: el Oriente hierático contempla el alma occidental, y quedan así preparados los caminos de la civilización moderna. ¿Faltaba mucho? Sí, faltaba mucho. Habían visto los pueblos hasta ahora la ciencia y la paz de los monjes, la política cristiana del imperio francogermano, la pedagogía restauradora y la libre dignidad del pontífice, que lucha con el emperador y la espada refulgente del cruzado caballero, que vibra con la voz de epopeya de Godofredo, o con el verbo radioso de San Bernardo. Habían visto siempre al Cristianismo asociado con altísimas conveniencias humanas, habíanle visto desvelado para purificar la vida y salvarla de la barbarie; pero el amor puro, sin nobles complicaciones; el amor que ama y sufre, que quema con su fuego y conmueve con su ternura; el amor que como el de la Cruz redime amando, y muere en una soberana renunciación de todo; el amor llagado, herido, hambriento, loco, que irradia, que trastorna, que conquista y que brilla en la cumbre calvaría como el lucero más esplendido de la corona de Jesús, lo han visto por primera vez en el siglo XIII, cuando, en los alrededores de la Porciúncula, el pobrecillo de Asís, con su túnica remendada y su cíngulo de esparto, cae en el camino desfallecido de amores, ablandando con sus lágrimas y perfumando con sus besos la dura tierra medioeval.



Estoy en el altar mayor de la gran Basílica de San Francisco. ¡Cuánta gloria, Dios mío! Bajo mis pies, en la cripta, el sepulcro del Serafín de Umbría, y sobre mi cabeza, en el techo, la pintura del Giotto. Es preciso ver en el Giotto no sólo a un discípulo de la Naturaleza, porque, además de ella, el arte gótico le enseñó el tecnicismo, y su amistad con el Dante despertó en él la voluntad vehemente de lanzarse a grandes atrevimientos. Fué tan estrecha la amistad del pintor con el poeta que los dos se inmortalizaron: el pintor, retratando muchas veces al amante de Beatriz, y el poeta, elogiando al Giotto en sus estrofas: Oh vana gloria delle umane posse! Com'poco verde un sulla cima dura Se non e giunta del etati grosse. Credete Cimabue nella pintura Tener lo campo ed ora a Giotto il grito Si que la fama de colui oscura.


Va, pues, el pintor embarcado en la nave inmortal de la Divina Comedia. Giotto ha unido el mundo de las ideas con el de las cosas, no en obras perfectas, sino en sublimes expectaciones patriarcales, y aunque hay en el techo de Asís contornos que no lo son, ausencias del detalle, perspectivas que no se deciden y una característica dureza, está allí por primera vez el aire queriendo manifestar su transparencia, la luz afanándose en pintar el color, y aquellas caras y manos afiladas mostrando ya en sus nervios la primera sensación real de la vida, La pobreza, la obediencia y la castidad franciscanas se han subido al techo llevadas por la mano del Giotto, y están allí las ideas maravillosamente pintadas, pues el pintor, influido por Dante, tiene con él una comunión de adoraciones para Francisco, que se había ido al ciclo en la infancia del siglo XIII, antes que el pintor y el poeta vieran la luz.



Vienen de Perugia San Francisco y el hermano León. Han salido por la puerta del Sol y se dirigen a Asís. Es una tarde crudísima de invierno. Llueve y nieva. Los caminantes tienen hambre y frío en el cuerpo, pero llevan las almas libres para discurrir por los conceptos de Dios. En el largo caminar dialogan mucho. De sus palabras, unas serán más tarde escritas en los libros y otras vuelan con el fuerte levante que sopla del lado de Asís... Un geniecillo de la curiosidad histórica me dicta íntegra la conversación de los dos hermanos: —Háblame de tu amor. Padre — dice el inocente León. —Mi amor es mi regla, y mi regla es un triángulo cuyos lados son obediencia, castidad y pobreza. Esos tres lados tienen dentro la superficie de la humildad, y todo, a su vez, está comprendido en el círculo eterno del amor.


¿Entiendes?... — ¿Y qué es pobreza, Padre? —Pobreza es humildad sobre los bienes. — ¿Y castidad? — Castidad es amarrar el potro de la carne con el lazo de la humildad. — ¿Y obediencia? — Obediencia es suprimir la persona, arrancando del corazón las raíces de la soberbia con el rastrillo suave de las humildes abnegaciones. — ¿Siempre la humildad, Padre Francisco? — Siempre. — Pero no me has dicho lo que es la humildad. — ¡Oh, hermano León, mi querida ovejuela de Dios! Aunque el fraile menor ilumine a los cielos, distienda a los baldados, ahuyente a los demonios, devuelva el oído a los sordos, el habla a los mudos y resucite a los muertos; aunque todo eso ocurra, anota tú que no está en ello la perfecta alegría.



— Si el fraile supiese todas las lenguas, las ciencias y las escrituras, profetizara el porvenir y penetrara los secretos de los corazones, escribe tú que no está en ello la perfecta alegría. — Aunque el fraile menor hable con la lengua del ángel y sepa los cursos de las estrellas, la virtud de las plantas, los tesoros de la tierra, la naturaleza de los hombres, de los animales, de los árboles, de las piedras y las aguas, y convierta a todos los infieles a la fe de Cristo, escribe que no hay en ello fecta alegría. León, admirado, dice: —Te ruego que me digas en qué hay perfecta alegría. Y el Santo contesta: — Cuando lleguemos de noche a Santa María de los Ángeles, mojados por la lluvia, helados por el frío, enfangados de lodo y afligidos de hambre y llamemos a la puerta de nuestro convento y el portero venga airado y diga: ¿Quiénes sois vosotros? Y nosotros digamos: Somos dos frailes vuestros. Y aquél diga: No decís verdad, que sois dos malhechores que vais engañando al mundo y robando las limosnas de los pobres... ¡Fuera de aquí!...


Y no nos abra y nos haga estar a la nieve, al viento y al hambre toda la noche, entonces, si nosotros sufrimos pacientemente las crueldades sin tribulación ni murmuraciones, pensando caritativamente que el portero dice la verdad y que Dios le hace hablar contra nosotros, ¡oh hermano León!, en esto hay perfecta alegría. — Y si perseveramos en llamar y sale fuera airado y, como a vagabundos, nos echa con injurias y bofetadas, diciendo: ¡Andad de aquí, ladrones, bellacos; id al hospital, que aquí no coméis ni aposentáis! Si nosotros llevamos esto pacientemente y con gusto, escribe que hay en ello perfecta alegría. — Y si, obligados por el hambre y la inclemencia de la noche, llamamos y rogamos por amor de Dios, con grande llanto, y el portero sale afuera con un bastón de nudos y nos coge por la capucha, nos tira al suelo, en la nieve, nos apalea, y nosotros, considerando los dolores de Cristo, recibimos la afrenta con satisfacción, ¡oh hermano, ovejuela de Dios!, escribe que hay en ello perfecta alegría... Y esa alegría que sientes cuando sufres por amor es humildad, humildad de corazón y de pensamiento, porque sólo pensando que el mal que nos dicen y nos hacen es merecido, es como sabemos la verdad ante Dios, y la verdad ante Dios es la humildad.



—Padre, yo no sé cómo son tus palabras; pero mientras te oigo ni tengo frío, ni tengo cansancio, ni tengo hambre... — ¿Y cómo, queridísimo León, no preguntas por el amor de caridad, que es el círculo que lo comprende todo?... —Dices bien. Padre; habla, que te oigo con el alma encendida y la boca llena de mieles. —El amor, León, hermano mío, es el fuego de Dios. Es la esencia divina, creadora, redentora, iluminadora. Llovióme sobro el corazón la esencia, y el corazón mío se ha cambiado en un árbol de dulcísimos obsequios. —Los frutos de la primera jornada son para Dios; los que amanecieron en el segundo día, para los hombres, y los del tercer albor, para la naturaleza entera. —He perdido corazón, juicio y voluntad. —Me los robó el amor. Ni el hierro ni el fuego pueden con él, porque está más alto que el dolor y la muerte. —Supe hablar y enmudecí; veía y cegué. No hay más hondo abismo. Callando hablo, huyendo me prenden, cayendo subo y poseyendo me poseen. ¡Oh amor de caridad, cuánto duele tu gozo, cuánto goza tu dolor! ¡Bendito sea el amor de Jesús, que hace hervir mi vida! Si no escaparan por mis ojos las lágrimas me moriría...


Los brazos de Francisco señalan al cielo. León cae de rodillas, el lino de la nieve da a la tierra una extraña claridad de crepúsculo, el lobo de Gubio enciende sus pupilas en el monte, los corderos balan con tristeza, y el Tíber, que ha oído al santo, desea llegar a Roma cuanto antes, para pregonar a gritos en la ciudad el milagro de amores del fraile serafín. — Padre mío, canta; canta para disipar la tristeza de la noche — dice León. Y el hermano Francisco, obediente, engarza sus amores en una voz de dulzura infantil y alegra las tinieblas del camino con su Cántico al sol: — Loado seas, Señor mío, con todas tus criaturas; especialmente mi señor hermano el sol, que nos da la luz y el día, y es bello, esplendoroso y radiante... — Loado seas, Señor mío, por la hermana luna y las estrellas, claras, preciosas, bellas... — Loado seas, Señor mío, por mi hermano el viento..., por la hermana agua, útil, preciosa, casta y humilde...


Aun canta San Francisco su himno al sol, cuando salgo yo de la dulce somnolencia que me hizo volar un poco por las cumbres luminosas de la edad oscura. Influido de recuerdos, leyendas y emociones, bajo la cuesta de Asís, y mirando siempre a lo azul, para que la vida de ahora no me rompa el cristal del misterio, la eterna poesía de Francisco y su amor, que es el Evangelio hecho carne, me hacen contemplar alrededor de su figura mística una aclamación gloriosa de razas y siglos. La Edad Media tenía corazón, pero lo tenía cerrado, y San Francisco abrió esa granada para que la luz del sol se recreara en los rubíes del tesoro.



Pisa es todo melancolía. No sé si el jaramago que campea en sus monumentos y plazas famosas, o si el silencio en que la ciudad parece que duerme; o tal vez la remembranza del conde Ugolino, que se levanta como un espectro sobre las historias pisana; no sé, repito, lo que será, pero hay allí el ambiente de una tristeza legendaria, solemne. Pisa estaba enamorada del mar. El mar la regalaba los besos salados de sus olas y las caricias blancas de sus espumas. El matrimonio de la ciudad con el mar debía ser eterno. No fué así. El mar se ofendió, se retiró poco a poco y, en un par de centurias, Pisa se quedó tierras adentro, solitaria, llorando siempre los desprecios de su adorado señor... ¡Cosas del mar! Ahora el poderoso insondable le regala los besos que antes diera a Pisa a Liorna. El mar se ha hecho materialista. Ha cambiado la poesía, la leyenda, el arte y la historia por el humo, el comercio, los números y los cálculos... ¡Cosas del mar! La Pisa del siglo X, XI y XII, que con sus centenares de barcos abatía el poder musulmán, fué el muro que supo contener la invasión sarracena sobre Italia.


Los piratas moros asolaban la península. El pillaje, el robo y el sacrilegio eran una espada pendiente sobre los pueblos italianos de la Edad Media. Los piratas traían la media luna en sus banderas, y los pisanos llevaban la cruz. Eran estos, por tanto, adalides de la civilización. Los africanos atropellaban, y los de Pisa repelían la agresión con atropellos. Hay que tener presente que los tiempos eran barbaros, y que el sistema de uña por uña y diente por diente parecía de derecho natural. No eran, pues, los valerosos hijos de Pisa, como tantas veces se ha dicho, unos piratas bandoleros que se enriquecían con la rapiña y el botín, no; eran unos luchadores que empleaban en la pelea las mismas armas que el enemigo. Consúltese la guerra moderna que ha pasado por encima de las creaciones del derecho internacional y de la cultura más exquisita de la civilización, y dígase luego de buena fe si estos valientes písanos merecen esos calificativos. Además, todo lo que ganó Pisa en sus expediciones y campañas lo empleó en sus monumentos, que son hoy un orgullo de la humanidad. El bandolero roba para sí, y el pirata no se arrastra en el crimen para engrandecer a su patria ni a nadie.



El oro, el marfil, la seda y la pedrería brillante sirvieron en Pisa para levantar la maravilla de su catedral, el encanto del Batisterio, el asombro de su Torre Inclinada y el Campo Santo, único en el mundo. Los písanos vivían modestamente; pero su vida pública y sus cultos se desarrollaban con el esplendor y la majestad debidas, y es tan cierto que se movían por las ideas que, cuando se hizo el famoso cementerio, trajeron sus naves cargadas de tierra del Monte Calvario para formar con ella el lecho da muerte de los písanos. He querido defender a estos hombres por justicia y por gratitud también, porque no se puede estar en la plaza de Pisa sin agradecer a los viejos písanos las emociones de arte, de melancolía y de belleza de que están ungidas aquellas obras eminentes. He visto la Torre Inclinada, románica, con sus ocho cuerpos de arcadas elegantísimas, y después de haberme colocado en la parte baja de ella, por el lado de la inclinación, y de sentir el vértigo de que aquello se viene materialmente encima para aplastarme, valentía que realicé para complacer a una señora inglesa que me excitaba a ello, he pensado a solas, sin testigo y sin inglesas varoniles, que si la torre no estuviera inclinada sería evidentemente más bella...


Galileo, el patriarca de la ciencia, era de Pisa. Hay quien dice que en esta torre inclinada hizo el sabio las experiencias para deducir sus leyes del péndulo. Yo no lo sé, pero bien fuera aquí en la torre, o, como dicen otros, en una lámpara de la catedral, es lo cierto que el genio luminoso y perseguido por la ignorancia de su siglo anduvo este suelo, tocó con sus manos estas piedras, respiró este aire y amó con singular predilección esta maravilla. Galileo es la ciencia y el dolor; es la luz y las lágrimas, la verdad y el martirio... Siente bajo sus plantas Galileo nuestro globo rodar... La catedral, que se empezó en el siglo XI, después de una gran victoria de los písanos contra los moros en Palermo, es la obra más insigne del arte románico en Italia. Sobre la cúpula del crucero se ha subido, en tiempos posteriores, la decoración gótica. Al atravesar la puerta de la iglesia me acuerdo de aquellos canónigos que la cerraron fuertemente para impedir la entrada a unos cardenales rebeldes contra Julio II, el Mecenas de los artistas, el gran amigo de Miguel Ángel. ¡Qué hermosa es la iglesia por dentro! ¡Qué sensación de fuerza y gracia reunidas! ¡Qué naves laterales, que nave central y qué crucero! Para los que aman la viril contextura de la piedra románica este interior de la catedral pisana es un ideal.



Arcos de medio punto, capiteles de lujo y paciencia, fustes majestuosos, artesonados ricos y, detrás del espacio coral, aquel Jesús que surge en la pared de oro, rígido, medioeval y omnipotente, que con sus dimensiones gigantescas y su gesto hierático hace pensar en las viejas artes de Bizancio. Delante de ese Jesús, al empezar el siglo XV, fue entronizado Papa Pedro Filargis, elegido por los cardenales del español Luna y del Pontífice Gregorio XII, para acabar con las divisiones que rompían la unidad del pontificado. Se le proclamó con el nombre de Alejandro. En el misterio de la tarde me parece ver que el templo, por arte de la imaginación, se llena de una muchedumbre que quiere presenciar la entronización de Alejandro. Los cardenales, patriarcas, obispos, abades y priores ocupan lugar preferente, próximos al trono. Los generales de los dominicos, franciscanos, carmelitas y agustinos se colocan a la izquierda. El gran maestre de Rodas, el prior del Santo Sepulcro y el de la Orden Teutónica lucen la refulgencia de sus armas, sus cruces y sus insignias, y juntos con las Universidades de París, de Oxford, Cambridge, Montpellier, Orleans y otros están los canónigos de cien cabildos, los teólogos de todos los países y los embajadores.


Cuando aparece con su corte el elegido Alejandro se oye un vítor de la multitud, y, mientras el himno de gracias irrumpe, desgajándose como una tromba de armonías sobre la multitud emocionada, el anciano elegido bendice al pueblo y le tiembla la mano como si pensara que en su elección había defectos que no satisfacían del todo al derecho divino de la Iglesia. El propósito del concilio de resolver el cisma no se logró, El cristianismo quería la unidad, y la unidad no vino hasta que el concilio de Constanza obtuvo el gran triunfo reintegrando la dirección de la Iglesia en una sola persona. Cuando aún vagaba la imaginación mía en la ceremonia cuatrocentista, un guarda de la catedral me trajo afablemente a la realidad de ahora anunciándome que iba a cerrarse el magnífico templo. El cementerio de Pisa, con arte gótico, tierra del Calvario, pinturas primitivas, joyas del paganismo y perfume de leyenda, de misterio y poesía, tiene un interés supremo para todas las almas románticas, y ese interés supremo culmina en presencia de los frescos de Andrea Orcagna, el triunfo de la Muerte y el Juicio Final.



La pintura de Orcagna, en cuanto se considera el tecnicismo, parece una operación abstracta, seca; pero el autor vuela con las alas del genio y emplea sus fórmulas artísticas en expresar de modo admirable el sentir de su siglo, que mira más a la muerte que a la vida, y en donde el artista, para llenar las aspiraciones de los que le rodean, tiene forzosamente que comentar las creencias con el pincel. No cabe duda que estos frescos son el comentario más afortunado del siglo XIV. Un amigo mío, acostumbrado a admirar solamente cuadros nacidos en la perfección del renacimiento, me decía, delante de uno de estos frescos medioevales: Vamos a ver, contéstame de buena fe: ¿no está esto pésimamente pintado?... Yo no sé lo que será estar bien pintada una cosa; pero si el arte ha de expresar la belleza suprasensible con datos del mundo exterior, declararé que la emoción de Orcagna no se quedó indefinida en él, porque concretó y tomó carne en aquellos muros, dejando allí la idea más clara, más elocuente y la explicación más bien hecha del modo de ser de su siglo, que es, con respecto al anterior, al XIII, un siglo de decadencia. Están ya muertos Santo Tomás, Dante, Alfonso el Sabio y el autor de los planos de la catedral de Colonia;


Las ideas grandes del siglo XIII van degenerando y hasta la misma creencia cristiana, que por amor lo hace siempre todo, va a ser entendida por las multitudes del siglo XIV de tal modo que el miedo sea el sustituto del cariño. A Dios no se le ama en el siglo XIV tanto como se le teme. El amor de contrición, que es amor puro a Dios, por ser quien es, lo cambian aquellas multitudes en amor de atrición, que más que amor es respeto, temor y miedo a la infinita justicia. Así puede decirse que es el XIV el siglo de la atrición, como había sido el XIII el de la contrición. Pues bien: Orcagna es el artista de la atrición. Atrición en el Triunfo de la Muerte y atrición en el Juicio Final. En el Triunfo, que, como el Juicio, es de grandes dimensiones, se ve un grupo de enfermos que desean, como termino de sus males, que les coja la muerte. Hay una invocación escrita: ¡Oh morte medicina d'ogni pena!, que da la sensación artística del dolor de vivir. En otro lado del fresco, gente feliz, que ríe y triunfa, forma un grupo en el que jóvenes mancebos y bellas elegantes damas descansan de los ejercicios de una aristocrática cacería y dan la idea del placer de vivir.



La muerte desprecia a los primeros y da con su guadaña en los segundos. Exactamente igual que ha dicho uno de los más grandes poetas del siglo XIX: El triste vive y el dichoso muere; cuando quise morir Dios no lo quiso, y hoy que quiero vivir Dios no lo quiere Luego se ve un montón informe de cadáveres correspondientes a todas las clases sociales, y los ángeles del bien y los del mal rebuscan lo que le corresponde en aquel montón. Cada uno se lleva allí lo suyo. Hubiera sido más conforme con la grandeza del espíritu cristiano pensar en la muerte con el amor y la valentía con que la ve y espera quien dice más tarde en lengua castellana: Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero, porque no muero. Pero Orcagna no tiene la culpa; él es el pintor de su tiempo. El Juicio Final, más medioeval que el del Beato, más sentido que el de Miguel Ángel y más inspirado que el de Giotto, es una joya del cementerio de Pisa.


Los artistas modernos peregrinan a la ciudad del Arno para conocerlo, y hacen bien, porque no hay en toda la Edad Media nada más inocente, ni más característico. La gloría está pintada como para inspirar más tarde a Fray Angélico. Grupos paralelos de bustos y cabezas, llenas de la luz de sus nimbos de oro, contemplan a Jesucristo. Algunas de estas caras de santos y elegidos no volverán a pintarse; son caras cuyas carnes están castigadas por el ascetismo y la penitencia, y en este sentido recuerdan un dolor pasado; pero están iluminadas al mismo tiempo por la felicidad de la gloria y dan por eso la idea del placer presente. No se puede gozar más. Si se padece primero y se goza después se pone el espíritu en situación de alcanzar el límite de su capacidad para el gozo. En cambio de tanta maestría no hay nada más inocente que el infierno. Los demonios dan la impresión del coco que asusta a los niños. El pintor ha leído más veces la Gloria que el Infierno de Dante. Hace veinte años estuve yo por primera vez en el Batisterio de Pisa, belleza románica y gótica, arquitectura que tiene músculo de guerrero de la Edad Media y misticismo de virgen del Señor.



Pudiera decirse que se han reunido la guerra y la fe para realizar el prodigio. Yo llevaba al Batisterio el propósito principalísimo de obtener una fotografía del pulpito admirable de Nicolás el Pisano. Me acompañaba el fotógrafo Pavón. No hacemos más que poner el trípode frente al pulpito cuando surge, como un fantasma, delante de nosotros, un hombre, que era enteramente una aparición, pero de opereta. Tenía más de setenta años, pelo blanco como una peluca de lino, ojos negros y brillantes y tez morena. Estaba encorvado por el peso de la vida. Traía un gorro turco, porque en Italia todos estos guardianes de templos son caballeros cubiertos delante de Dios; vestía una casaca vieja, los calzones estaban cortados por las rodillas, la media era blanca y los zapatos de paño. Con un gran bastón, que era como el símbolo de su autoridad, tocó en el trípode y dijo con voz asmática: —E impossibile fare la fhotografia d'il pólpito. —Impossibile ? —Impossibile! Bissogna cercare il maestro! —Mira, Pavón, lo que dice éste: que es preciso buscar al maestro... ¿Quién será ese maestro?


Para convencer al viejo le endilgué en italiano macarrónico un discurso cuyas especies fueron la Santa Madona, el arte de Pisa, la gloria de Nicolás el Pisano y la admiración religiosa que teníamos por aquella obra los españoles. — ¡Bissogna cercare il maestro!—me dijo el viejo, con una fuerza que traía aparejada ejecución. Pierdo entonces la poca paciencia que Dios me ha dado, lo cojo violentamente por la casaca y le grito: — ¿Ma dove si trova il maestro? Y alargándome el tío su mano derecha, con aquellos cinco dedos que eran cinco sarmientos, repiquetea con ellos en el bulto que hacen las monedas en el bolsillo de mi chaleco, y dice insinuante: —Imbeccile, il maestro si trova qui!,... ¡Ah, ladrón!, pensé yo y le dije: — ¿Cómo si chiama il maestro? —Il maestro si chiama UNA LIRA. Y tuve que darle la lira para concluir la cuestión, porque el fotógrafo quería bañar al viejo en la soberbia pila donde se bautizan los pisanos. Ah, Pisa. Pisa, ¿dónde están tus hombres de antaño?



Cuando me voy aproximando a Roma se mueven dentro de mí todos los sentimientos de la vida. Las lecciones de mi madre cuando yo era niño, los libros del bachiller, las discusiones de la Universidad, la génesis del Derecho y de la Historia y la intuición de la fe, todo lo que en la vida tiene un sello de ideas, un recuerdo de poseía, una lágrima dolorosa o un beso de hogar, todo lo que hay en mí que vibra, trabaja, sufre, ama y espera se había asomado a mis ojos aquella mañana gloriosa de mayo para ver por primera vez, desde la campiña del Tíber, la lejana cúpula de San Pedro de Roma. Allí, bajo aquel triunfo del arte humano, están las cenizas del pobre pescador de Galilea, y alrededor de las cenizas, Roma, que aunque pagana en el Foro, bárbara en los atropellos del Septentrión, feudal en las oscuridades medias, viciosa en el renacimiento y discutidora e inquieta hoy, de sus academias, logias, museos, bibliotecas y ruinas surge una adoración perpetua, que tiene ya veinte siglos, y en la que toman parte los que creen y los que niegan, los que edifican y los que destruyen, porque ha querido Dios que a Pedro le rindan homenaje sus amigos y sus enemigos, para realizar la maravilla de que un estandarte de dos mil años clavado en el centro de la civilización mundial, combatido por todas las ideas y revoluciones en el hervidero de la discusión humana, sea, sin embargo, mientras más secular más joven, mientras más desangrado más fuerte, mientras más discutido más luminoso... Tú es Petrus.



Moribundo el sol, la luz del atardecer hace más bellas las piedras rotas de aquellas civilizaciones que dejaron sus cenizas en el Foro romano. Ignacio de Cepeda, Román Pérez, el escultor Pinto y yo, desde el antepecho del Ara Coeli, contemplamos la majestad del Foro, que, con la dulzura del ambiente, se visto de una poesía triunfadora en nuestras almas, porque la variedad de las nobles ruinas se funde en una maravillosa unidad de evocación y silencio. Uno de mis amigos pregunta: — ¿Qué arco es éste que casi alcanzamos con la mano? — El de Septimino Severo, que venció a los partos. — ¿Y aquél del fondo de un solo hueco central? — El de Tito, que, continuando la obra de su padre, fué instrumento inconsciente de aquella formidable maldición del galileo que dijo a Jerusalén: NO QUEDARÁ EN TI PIEDRA SOBRE PIEDRA.


Toda la emoción que vibra en la cultura de la vida civil conmueve nuestros pensamientos en esta hora memorable... La Domus Áurea de Nerón alza el esqueleto de su arquitectura como una amenaza del tirano; enfrente, Antonino y Faustino muestran la gallardía de su atrio, y por el centro del gran paralelogramo corre la Vía Sacra, honor de los orgullos triunfadores del pueblo rey. La basílica Julia, Castor y Pollux, y el templo de Saturno, con un grupo de columnas que se abrazan en su entablamento para no venirse a tierra y que parecen hechas de carne y de oro: de carne, por el mármol, y de oro, por la caricia desmayada del sol, decoran melancólicamente el lugar... El Senado, creador del derecho; la espada de Scipión, la toga de púrpura de los cónsules; el libro de Virgilio; la tribuna de Cicerón, donde la palabra es una cadencia para el oído, una lección para el entendimiento y una brújula para las orientaciones humanas; la sombra pacificadora de Augusto y la lengua del Lacio, fuente cristalina del verbo de los pueblos cultos, estaban allí en el Foro, acusados por las ruinas venerables, o encendidos por la musa soñadora de unos españoles enamorados del ideal. Ignacio declara que está vencido por la grandeza espiritual del cuadro; Román pone muy grave la línea infantil de su cara; Pinto, el artista, se siente conmovido, y yo protesto de que el Foro entero no esté cubierto con un estuche de cristal para que la grosería de la vida ordinaria no ofenda su continencia y para que los ruidos de la muchedumbre de ahora no rompan el misterio evocador.



Era ya casi de noche cuando la campana de una ermita próxima nos trajo suavemente a la realidad... Entramos en la modesta iglesia. Jesús estaba en su viril de plata recibiendo las adoraciones de unos niños que cantaban el himno de la Eucaristía... Yo me conmuevo al recordar la madrugada en que hizo su primera aparición en Roma el pan divino. Al empezar la era cristiana, un anciano, que tiene los ojos casi ciegos de las lágrimas, la barba tan de nieve que se confunde con su túnica de lino y la frente ennoblecida por la palidez que dejaron en ella las ideas, los sufrimientos y el amor, celebra en una intrincada y medrosa catacumba el sacrificio del Altar. Habla el Apóstol, y sus palabras tienen temblores divinos: —Yo vi su humanidad y sus milagros; cogido de su mano marché a pie enjuto sobre las olas del lago, recibí su doctrina de amor y humildad, le seguí en su ministerio y comí su Eucaristía en la noche de la Cena...


Y como si sobre el Apóstol se desplomara una montaña de dolores, inclina la cabeza en el pecho y más bien con gemidos que con palabras sigue diciendo: —Yo le negué la noche de la pasión, yo le vi muerto en la tragedia de la cruz, y resucitado triunfante ha puesto en mis pobres manos el gobierno de la Iglesia... El anciano venerable, al considerar la desproporción entre su persona y la obra que tiene encomendada, siente la nostalgia de Cristo, le acomete la más dolorida de sus contriciones y las alas de las arrugas de su frente acusan un cansancio y un agotamiento de energías. Pero a medida que avanza el santo sacrificio de la misa se va iluminando la figura del viejo, y le circunda un nimbo de luz increada que acaba por transmitirle juventud inefable cuando corren por su lengua las esencias de Dios en estas palabras: —Hermanos míos, este pan que tengo en mis manos es el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor... Los cristianos humillan su frente a tierra; un sollozo de fe vibra en las almas, y el subsuelo romano, al recibir la visita Eucarística, siente que la más grande de todas las revoluciones conmueve los cimientos de Roma.


Arriba, sobre el firmamento azul, salía en aquel momento el sol de la naturaleza. El Sol de la Gracia estaba en las manos artesanas y apostólicas de Pedro. El sol de la naturaleza embellecía las cúpulas capitolinas, y el Sol de la Gracia, desde la catacumba, hacía palidecer el oro del Júpiter Olímpico. El humilde pescador, con el Pan en las manos, era una invitación definitiva que se hacía a la Roma de la soberbia para que comiese la hostia viva: y mientras en el palacio de Claudio y Mesalina los cortesanos, los grandes, los del pretorio, adoran el pecado hecho púrpura imperial, abajo, en la catacumba, los humildes, los perseguidos, reciben en blancos cendales el Pan consagrado y besan la pobreza del manto de Pedro como si con ello se alistaran en la legión de Cristo. La Eucaristía que llevan en el pecho les comunica la absoluta certeza del triunfo eterno de la santa humildad. ¡Oh grano de harina de la hostia, célula de la anatomía de Dios! ¡Oh trigo romano hecho sol! Yo quiero proclamar en esta epifanía tuya sobre la ciudad del Tíber que eres la bandera de los humildes y la gloria de la modestia cristiana; una flor que Dios se arrancó de su pecho y la dejó caer sobre Roma para perfumar la vida.



Ahora, desde la modesta ermita próxima al Foro, bajamos a la prisión Mamertina. Aquélla es una cueva en la roca, una estrechez húmeda insufrible y una agobiadora oscuridad. Pobre será de imaginación quien no sepa ver a Pedro, la víspera de su martirio, preso y amarrado a una columna en la profundidad del pozo inhumano. El viejo habla a sus compañeros de prisión, cuyas caras no ve porque la tiniebla es absoluta en la cárcel, y la palabra del anciano, portadora de una ternura infinita, tiene inflexiones de suspiros y centelleos arrebatadores de luz. Es el discurso de la dignidad del hombre y del destino inmortal de las almas dicho a unos compañeros que van a morir como él, cuando amanezca el nuevo día, y dicho en la oscuridad y en la vileza Mamertina. — ¡Creo! — murmura un preso. — ¡Quiero ver a Jesucristo! — ¡Lo verás! — dice el Apóstol. — ¡Queremos verle!... — suspiran los demás. — ¡Lo veréis, hijos míos! Voy a poner sobre vuestras cabezas la gracia del bautismo... — ¡No hay agua, Padre!...


El anciano ora silenciosamente... Luego golpea con su pie en el suelo y la roca, que debe sentir el prestigio de los pies de Pedro, peregrinos incansables del bien, busca el agua en sus entrañas de piedra y el agua surge del suelo como una sonrisa sacramental. El agua es, con relación a la tierra, lo que el espíritu al cuerpo; por eso el espíritu de la roca se ofreció para la gran fiesta lavadora y el cuenco tembloroso de las manos del viejo fué vaso de carne en aquel Batisterio sin igual... Estaba allí también Pablo de Tharsis. Pablo de Tharsis, hermano de Pedro en el apostolado, en la prisión y en el martirio, enciende en sus labios el Evangelio hecho sacrificio y hecho promesa, y los bautizados lloran... Mis amigos y yo, postrados en tierra, en la cárcel Mamertina lloramos también. Con la frente puesta sobre la roca pensaba yo que al otro día Pablo salió de aquella cárcel para poner el cuello bajo el hacha de su martirio, y Pedro para abrazarse a la gloria de su cruz... En el Janículo hay una muchedumbre que ha seguido con plegarias y llantos la procesión del viejo condenado a muerte. El pescador del Tiberíades se ha hecho sembrador en Roma, y aquella multitud que llora por él es su gran cosecha de corazones que seguirá ofreciendo al mundo el nuevo manjar de la vida.



Pedro, sonriente, pide a sus verdugos que lo claven en la cruz boca abajo, porque no se considera digno de estar en ella como estuvo su Maestro, y el viejo agonizante, ensangrentado, enseña el sarmiento de su cuerpo desnudo como una bandera de redención, mientras los nuevos cristianos oraban y el sol palidecía de vergüenza ante el crimen de las ideas viejas. — ¿Cuántos Papas murieron, como Pedro, en el martirio? — pregunta uno de mis acompañantes. — Muchísimos — contesto yo. — Es maravilloso que esta dinastía de los sucesores del Apóstol empezara con más de treinta mártires que fecundaron con su sangre los tiempos que median entre San Pedro y Constantino. Luego, cuando vino la Paz de la Iglesia, parecía natural que se acabaran las persecuciones; pero no fué, afortunadamente, así, porque desde Constantino hasta ahora no hubo oprobio, deshonra, atropello, cárceles, expatriaciones, herejías y crímenes que no se ensañaran en las personas augustas de la dinastía inmortal.


— ¿y por qué dices afortunadamente? — Porque el Papa es el amor de muchos centenares de millares de hombres que creemos en él, y una adoración así, tan intensa y extensa, que no cabe en medidas humanas, necesita, según una ley que se aprende sólo en el Evangelio, hierro, sangre y tribulaciones para que la pobreza del hombre pontífice se divinice en el dolor. El dolor es la sal de la doctrina cristiana. Las eternas sembraduras de la gracia de Dios en la Iglesia se riegan únicamente con lágrimas, Luego, ya de noche, salimos de la cárcel Mamertina. Mis amigos y yo vagamos errantes a la luz de la luna por el Foro, y pudimos ver con toda claridad que en las ruinas venerables de las viejas civilizaciones había algo perfectamente conservado con juventud inacabable: el Arco de Constantino, el triunfo de la Iglesia cristiana, el viejo Pedro que, veinte centurias después de crucificado, seguía siendo el eje del mundo moral.



San Pedro es la cumbre de la arquitectura del Renacimiento. Hace veinte años decía yo, visitando la iglesia: "¡Qué lástima que esta hermosura no fuera de estilo ojival!" Hoy han cambiado mis ideas. No cabe duda que el arte gótico es ensueño y misticismo. Tampoco tiene duda para mí que una iglesia de cualquier parte, si es gótica, resulta más iglesia; pero aquí, en San Pedro de Roma, las cosas varían, porque la basílica del Vaticano es más compleja en su significación ideológica que cualquiera otra catedral del mundo, por muy importante y bella que sea. El arte gótico, por sus vidrieras, ojivas, calados, girolas y piedras delicadamente talladas; por la exaltación de su nave central el triunfo de su crucero, la suave luz de la linterna y el encanto de sus triforios, es una evocación de la Iglesia triunfante, es decir, de la gloria.


La Iglesia gótica es una visión de éxtasis, una inspiración arrebatada del vuelo místico. Una iglesia dedicada a San Juan el del Evangelio, el de los amores sublimados, el del Apocalipsis vidente, debe ser siempre gótica. Pero San Pedro es algo más: es la lucha, la inquietud, la vida cotidiana, el encuentro con los enemigos de la idea, la milicia perpetua y el martirio; y aunque, alondra de Dios, sabe remontar su vuelo a las alturas, tiene, no obstante, su nido en el surco de la tierra y duerme en la dura almohada de todos los cuidados, problemas, lágrimas y estímulos de la Iglesia militante. Julio II, León X, Bramante, Miguel Ángel, Rafael, San Gallo y Bernini fueron, sin Duda, inspirados de Dios para realizar la obra representativa que hacía falta, porque la basílica, centro del mundo cristiano, es grande como ninguna sobre la tierra, es limpia como sus mármoles y fuerte como sus bronces. Las ideas están allí representadas en la seria y rica decoración de sus naves; el señorío dulce de Pedro, en la sólida y bella construcción de sus columnas; el orden de la doctrina, en la armonía de la masa arquitectónica;


La elevación del pensamiento, en la cúpula incomparable; la eternidad cristiana, en la apariencia indestructible de la fábrica, y el amor, en aquella diafanidad conmovedora, porque Pedro es luz radiosa para alumbrar la vida, y la basílica romana es un triunfo total de la luz. El arte gótico, sutil e inconsistente por naturaleza, no dispone de los elementos necesarios para cobijar la Silla y el Sepulcro de aquel hombre de quien dijo Dios mismo: "Tú eres piedra, y sobre esa piedra edificaré mi Iglesia". El renacimiento ha servido, en este caso, a la solemnidad y a la grandeza de la idea.



Quien no ha visto el Museo Vaticano no sabe lo que es un museo. Es la elegantísima decoración de la biblioteca y el valor de sus documentos; es la variedad rica de todas sus colecciones de Arte, desde las obras del país de los Faraones hasta las joyas de la civilización etrusca; son sus formidables salas de esculturas, que forman un verdadero pueblo, cuyos habitantes, de mármol y bronce, son un decoro de la belleza humana, y entre los cuales campean triunfantes el Apolo de Belvedere, el Antínoo, Meleagro, Meleagro, Laoconte, la Venus, Ariadna, Augusto, la Pureza y mil más; es la sala de los papirus, rancios como los siglos viejos; las inscripciones del paganismo y de la cristiandad; la riqueza numismática y la orfebrería de todos los tiempos; son las Logias y las Estancias con sus frescos magistrales y sus capillas, donde el genio de los grandes artistas dejó una estela de luz.





Saludando con verdadera emoción a todos los pintores primitivos, nuncios del renacimiento, que los Papas llevaron a Roma para embellecer el Vaticano, quiero sólo pararme un momento ante las portentosas creaciones de Rafael y del Buonarotti. Aquel Rafael que me conmovió tanto en el Musco Brera, de Milán, y al que en plena inocencia y frescura de su arte vi influido con naturales influencias por las lecciones Perugino y Pinturicchio, maestros llenos de simpática emoción y a los cuales rendí culto en el Louvre, en Perugia y en el museo Pitti, lo voy a contemplar ahora en Roma, no sin recordar la obra admirable del pintor en su período florentino. La figura de Rafael de Urbino evoca impresiones de nuestra infancia cuando llegaban a nosotros las primeras nociones del arte montadas sobre nombres gloriosos. Tiene tales prestigios el maestro que muchas veces la crítica sugestionada torció su sereno juicio y no supo ver defectos en la obra del artista.


Hubo un tiempo, que duró siglos enteros, en que el Divino Rafael fué considerado como superior al juicio de las generaciones, y la palabra impecable fue el pabellón que guardó sus obras de toda tendencia que no diera al maestro el culto que sus adoradores y turiferarios exigieran. La inquietud moderna, más analítica y exigente, saltó por encima de las frases hechas, que ahorran el trabajo de pensar, y ha entrado en la vida de Rafael, en su alma y en su arte con una descortesía que hubiera parecido sacrilegio a los italianos del renacimiento. Se han roto, pues, las murallas que defendían al ídolo. Es de tránsito público el suelo que antes no pisara nadie, y todas las plumas y todas las críticas han circulado ya por la vía sagrada, con la voluptuosidad pecaminosa de quien arranca flores de un jardín intangible e inmortal. Sobre el Rafael de Perugia, candoroso y perfumado de afectos, van a llover todas las influencias de la vida florentina. La ciudad del Arno lo recibe con júbilo y despierta en el joven un vehemente deseo de injertar en sí mismo aquellos procedimientos e ideas que tanta celebridad habían puesto en las frentes casi divinizadas de los maestros de Florencia.



Todo esperaba allí a Rafael. Lo esperaban los frescos de Masaccio, las perfecciones de Filipino Lippi, Botticelli con su alma personalísima, Fray Angélico vidente, Paolo Uccello técnico, Ghirlandajo genial y Fray Bartolomeo interesante. Andrea del Sarto empieza ya a realizar aquellas preciosidades de alma florentina y visión veneciana. Ghiberti había esculpido las puertas del Batisterio y Leonardo y Miguel Ángel llenaban el mundo con su fama. Florencia era la plaza donde se celebraba el torneo de las dos ideas que se disputaban el mundo: la concepción cristiana del arte, y la resurrección pagana de la vida. Los ejemplares del arte florentino fueron como un despertador de la herencia de raza que llevaba el joven dormida en el corazón. El nieto de paganos sintió arder su talento en la adoración de la forma, y desde entonces la línea y la estatua vinieron a partir en su alma el campo que casi por completo habían poseído las ideas medioevales y la escuela de Perugia. Este es el momento verdaderamente luminoso que crea su estilo y acuña su alma.


Todas estas cosas que veo yo de él en el Vaticano son grandes: pero lo suyo, lo propio, tierno y fuerte, religioso y humano, delicado y enérgico, Rafael, en una palabra, formado por el encuentro de su personalidad amorosa con las ideas triunfales, sin la irritación que la lucha con Miguel Ángel le proporcionará en Roma más tarde; Rafael, tranquilo, enamorado de grandes ideales, novio de la musa, esplendida cristalización de alma de niño y ciencia de hombre, hay que buscarlo en Florencia, hay que verlo en su período florentino. Por eso lo típico, lo genial de su obra, es decir, sus célebres madonas son casi todas de este tiempo. Luego, aquí en Roma, las hace más académicas, más llenas de sabiduría; pero más artísticas, nunca. Delante de esta formidable obra de los frescos de Rafael en Roma pienso que hay dos hombres influyentes en el artista de Urbino: Baltasar Castiglione y Miguel Ángel. El cultísimo Castiglione, árbitro de la elegancia literaria y artística de su tiempo, famoso en la literatura universal, fué, acaso sin pretenderlo, el maestro que puso a Rafael en condiciones de desenvolver el pensamiento de su obra, que abarca desde la madona inocente hasta la Escuela de Atenas, pasando por la Biblia, la Historia y la Filosofía.



Como Rafael se penetraba pronto y admirablemente de todo, pudo, sin tener una gran preparación general, aprovechar la ciencia y refinado gusto de su amigo, y así ya nadie se extrañará ante el milagro que Rafael realiza, pensando, sabiendo y pintando la enciclopedia de su creación. Cuando el Bramante, tío de Rafael y encargado de la obra de la basílica de San Pedro, obtuvo de Julio II la concesión de que viniera su sobrino a pintar frescos en el palacio de los Papas, surgió el encuentro de los dos genios. Rafael era más pintor; Miguel Ángel, más profundo; uno, delicado como la aurora; otro, impetuoso como la tempestad. Ambos han querido trabajar en el terreno de las cualidades de su émulo. Miguel Ángel desiste pronto de esta idea porque le era imposible ser delicado. Rafael, no ; con temperamento más flexible, consigue ser enérgico a la manera de su adversario, y arrastrado por él se separa de su cauce natural, y aunque es evidentemente cierto, que produce cosas tan admirables como estas pinturas que tengo aquí ante mis ojos en las Estancias, no por eso dejo de reconocer que en este período de la lucha la ciencia y la sabiduría han aplastado de tal manera al sentimiento, que yo aquí, en el Vaticano, no hago más que admirar y reverenciar a Rafael; pero declaro con toda sinceridad que el corazón mío no ha sido agitado ni por una sola brisa de la ternura infinita del arte.


— ¿Qué te gusta más de Rafael?—le pregunto a un poeta. —Las madonas—me dice. Le hago la misma pregunta a un pintor, y contesta: —Los frescos. Interrogado un erudito, dice inmediatamente: — La Transfiguración. Las madonas. He aquí el secreto de la gran popularidad de Rafael, porque las madonas representan la exaltación artística del amor maternal. Hay en estas pinturas del maestro cuerpos saludables, fuertes y finos, y hay también idealismo amoroso. Rafael observa cómo miran las madres a sus niños, y sorprende en la mirada luces de un éxtasis. Sabe el maestro que la esencia de todos los besos posibles vive en los labios maternos, porque están allí los besos que se dan y se ven, y los que se dan y no salen fuera. Estudia el pintor poeta la expresión de las manos de las madres cuando oprimen las regaladas carnes de sus niños, y aprende que hasta las bastas de la mujer del trabajo se afinan y dulcifican al contacto del cuerpo desnudo de su hijo. Ha sentido Rafael, cuando niño, la ondulación del seno de su madre sobre su frente, y es ya hombre, y hombre famoso, y no se le olvida aquello.



Últimamente ha sabido apreciar, en la contemplación del amor maternal, un cierto sello augusto, tranquilo, majestuoso; y reuniendo todas estas impresiones con su modo umbriano de sensibilizar la idea de la Virgen Madre, ha concluido su tipo inmortal de la madona. Las madonas del período florentino de Rafael son, indiscutiblemente, las mejores. Ha reunido a su sensibilidad religiosa y a la observación tan sentida del alma de las madres la posesión completa de su técnica de pintor, que es una flor que ha abierto su botón en Florencia, y entonces surge de sus pinceles el gran milagro. ¿Quién no ha visto reproducciones de la Madona del gran Duque vestida de rojo y azul, de pie, con su niño desnudo, dulcemente oprimido contra el seno, y distraída en la contemplación de las fieras ingratitudes que más tarde esperan a Jesús entre los hombres?


¿Quién no conoce a la Bella Jardinera del Louvre, la más perfecta armonía de realismo y espiritualismo, con un San Juan que es todo admiración, un Jesús todo inteligencia, y una Virgen toda amor y dulzura? Razón tiene París de estar orgulloso por la posesión de ese tesoro, que le envidiarán siempre todos los pueblos de la tierra. Yo desconfío de que pueda citarse por nadie belleza más espléndidamente delicada que la de la Madona del Jilguero, ni madre más tiernamente arrebatada que el prodigio que se llama Madona del Tempi. María abraza al niño algo violentamente, y, sin embargo, no se descompone una sola línea de la majestad de la Virgen. Madre e hijo tienen las caras juntas, confundidas. Respetad el soberano momento, pues nadie amó más que esa divina pareja del cuadro. Si tenéis una oración en el alma y os acordáis de vuestras madres, rezad, y si hay en vuestro verbo una palabra de admiración sin mancha de ninguna miseria humana, pronunciarla en holocausto del artista casi divino, que es el poeta más grande que ha tenido la maternidad.



Los frescos romanos son el trabajo genial y enciclopédico de Rafael. La labor de estas pinturas es tan extensa que no se comprende cómo tuvo el maestro tiempo de realizarla, habiendo muerto a los treinta y siete años y habiendo vivido sólo doce en la ciudad de los Pontífices. Menos se comprende aún cuando se sabe que durante su estancia en Roma fué arquitecto al mismo tiempo que pintor, y que salieron de la misma mano que los frescos innumerables creaciones pictóricas de géneros distintos, integrantes de la colección más numerosa del artista. La primera obra romana de Rafael en este género es la pintura de los cuatro medallones de la cámara de la Signatura. Estos medallones representan la Poesía, la Filosofía, la Jurisprudencia y la Teología. Para la Poesía pintó el Parnaso; para la Jurisprudencia, el Juicio de Salomón; para la Teología, la Discuta del Sacramento, y para la Filosofía, la Escuela de Atenas. Está fuera de duda que los dos últimos son los mejores.


Yo estoy delante de estas dos maravillas y me sobrecojo de respeto intelectual. Yo recuerdo que Castelar, Alarcón, Pacheco, Chateaubriand, Goethe, Lamartine, Ruskín y cien más hablaron de estos frescos con la unción propia del artista que se asoma a las cumbres del pensamiento. Hace veinte años, cuando yo los vi la primera vez, me gustaron más que ahora. Yo debía estar influido por las alabanzas con que la historia del arte exaltaba la obra genial del de Urbino. Ahora, ya más viejo, más despreocupado, realmente más rebelde que en mis buenos tiempos de la joven rebeldía, yo no puedo dejar de comprender lo que aquello es; pero... nada, lo dicho: este pícaro corazón mío ni se conmueve, ni se agita, ni apresura su paso, ni me trae a los ojos y a la boca el calor que procede de la calentura espiritual de la emoción. Hay que pararse, y mucho, ante esa hermosura que se llama la Disputa del Sacramento. Está el asunto recortado en artístico medio punto, y dividido el pensamiento en dos parten, pero con tan perfecta relación de una a otra, que la unidad reina en él más viva que nunca, y nadie, ni los venecianos con sus grandes composiciones, harán nada parecido en el arte de componer, en el que Rafael es, sin disputa, el maestro de los maestros.



Hacen el fresco dos fajas semicirculares y paralelas formadas por personajes de la tierra, la de abajo, y por personajes del cielo, la de arriba. En el fondo de la faja inferior hay un sencillo altar, y sobre él un viril u ostensorio conteniendo al Augusto Sacramento. A derecha e izquierda, apóstoles, confesores, padres de la Iglesia, santos y pontífices (entre los cuales andan, a mi entender, con perfecto derecho para ello, Dante, Savonarola y Fray Angélico), hablan, disputan y admiran el soberano misterio del amor, que hace de la Eucaristía el centro ideal del cristianismo. En la faja de arriba está Cristo Jesús resplandeciente de luz blanca, circundado de la gloria de los ángeles, presidiendo el mundo del amor y rodeado de los elegidos que ganaron la palma de su eterna contemplación. Si Rafael hubiera pintado esto en su tiempo umbroflorentino, los adoradores do la Eucaristía de todas las generaciones hubieran ido a Roma a elevarse en las alas místicas del asunto y a encenderse en el fuego de la gracia sobrenatural. Ahora pasan por allí el mundo religioso y el artístico como se pasa delante de un gran rey o de una altísima aristocracia del espíritu; pero nadie se pone de rodillas, nadie llora, ni nadie siente su pecho perfumado de la divinidad.


La Escuela de Atenas es la glorificación del pensamiento. Un soberbio medio punto, con arquitectura que puede calificarse de impropia, porque ni Homero ni Platón pudieron cobijarse bajo arcos romanos, limita el magnífico conjunto en donde los hombres que han representado y representarán siempre, a pesar de todos los modernismos, el pensamiento de la raza humana están reunidos en grupos perfectamente equilibrados y con tanta maestría repartidos, que en una tan complicada combinación no hay quien señale desproporciones ni de distancia, ni de peso, ni de luz, ni de tamaño. El que quiera aprender a componer que venga a admirar esta asombrosa muestra del ingenio y del buen gusto del pintor más grande de su siglo. Tratándose de una obra de empeño de Rafael, parece excusado advertir que el dibujo es maravilloso. Véase, pues, cómo el artista responde con entera precisión a las ideas de su época, pues dedica los dos mejores frescos que quizá habrá en el mundo a glorificar lo que se glorificaba en su tiempo, y así, con la Eucaristía en la Disputa, se eleva a la más alta concepción cristiana; y con la Escuela de Atenas levanta hasta el más sublime honor de la historia a lo más grande de las edades del paganismo, que es, sin duda, el esfuerzo de la mente humana en la investigación filosófica de la verdad.



Estuve en la Farnesina, en Roma. Aquél era el taller del maestro. Hay un ambiente de la dulce familiaridad con que Rafael trataba a sus discípulos. Aquella casa es uno de los más interesantes lugares de la tierra, mezcla de templo donde se adoraba a la belleza y de escuela donde se aprendía a conquistarla y a poseerla. Allí está pintado, en la pared, el fresco que se llama el Triunfo de la Galatea. Recuerdo la agradable impresión que produjo en mí este ejemplar del Renacimiento. Todo el genio de la pintura griega puesto en un pincel no hubiera producido a esta Galatea, triunfante, feliz, dominadora, casi desnuda, bellamente colocada sobre una concha que se desliza en el mar tirada por delfines. El aire, movido por la velocidad que lleva el original y caprichoso vehículo, azota hacia atrás el manto con que Rafael ha sabido combinar, en la figura de la reina de las nereidas, la belleza del desnudo con la dignidad de la Ninfa. Los amorcillos le disparan flechas, los centauros acosan a las demás nereidas de su corte, y ella seguramente piensa en sus amores con el pastor Acis, a quien va a buscar en la gruta donde ambos se conocieron. Se me figura que el bárbaro Polifemo, enamorado de Galatea, no ha realizado todavía el homicidio de Acis, que hizo derramar a la bella del fresco lágrimas más amargas que el mar.


Puro paganismo es el asunto, paganismo en la ejecución y paganismo en el ambiente. Buscaríase la firma de Apeles, si no fuera porque Apeles no dibujaba tan bien. Se acuerda uno de Perugia y de Florencia y surge esta pregunta: ¿Es éste el autor de la Madona del Condestable y de la Coronación de la Virgen? Por eso, para comprender del todo la complejidad asombrosa del alma de Rafael, hay que venir a la Farnesina, en cuyos muros está más bien que el triunfo de una nereida el triunfo del paganismo, que, insepulto todavía, ha sabido buscarse adoradores en las más altas inteligencias del siglo XVI. De la Transfiguración digo lo que dije al principio: que le gusta extraordinariamente a los eruditos. También dice el vulgo de levita que le gusta. A los eruditos les encanta porque ésta la más grande de todas las obras académicas, y al vulgo porque le gusta mucho a los sabios. A los demás mortales que instintivamente nos apartamos de todo aquello que se nos presenta martirizado por el estudio y que anhelamos instintivamente también respirar aires de frescura, de naturaleza, de sencillez y de optimismo; a los que, gracias a Dios, ni somos sabios ni somos vulgo, esa obra tan celebrada que se sacó en procesión por Roma a la muerte de Rafael, y en cuyo obsequio han pronunciado todas las lenguas las más bellas palabras de sus admiraciones, no nos gusta.



EL alma de todo creador excepcional es un nido de misterios. En esos misterios nace su arte, el propio, personal, característico. Pero esos campos divinos de la espontaneidad se riegan siempre con agua que viene del cielo de otros artistas y pensadores, y Miguel Ángel ha leído mucho la Divina Comedia, y ha visto, encantado, las pinturas del Giotto, de Orcagna, de Ghirlandajo y de aquel formidable Signorelli, que en el Juicio Final de Orvieto parece una aurora del día triunfal del Buonarotti. Pero sobre todas las influencias que dominan a este genio de la pintura sobresale la de un maestro que es el más grande de la historia de la belleza, el incomparable autor del Moisés, de la Pietá, de la Tumba de los Médicis y del David; es decir, Miguel Ángel, escultor, maestro de Miguel Ángel, pintor.


Esto nos explica el profundo desprecio que hay en sus frescos por la luz y el paisaje, Para este pintor no existe más que el hombre. Sus pinturas parecen altorrelieves., El artista se encuentra, pues, con la figura humana sola, cara a cara, y su genio no crea al hombre tal como es en la vida ordinaria; el necesita, para calmar la fiebre de grandezas que arde perpetuamente en su cerebro, fabricar gigantes, mandarlos, dominarlos, estirarlos, torcerlos, hacerlos volar y meterles dentro de sus fuertes cabezas un dolor inteligente y elevado, que es como una segunda naturaleza de Miguel Ángel. Veamos lo más grande de su creación pictórica.



Julio II encargó al Buonarotti, en 1508, que pintara al fresco el amplísimo techo de la capilla Sixtina. El artista no conocía el procedimiento al fresco, y tuvo que aprender su técnica especial. Miguel Ángel no podía decir que no al pontífice, y, por otra parte, su genio y su orgullo no le permitían declararse impotente en materia de Bellas Artes, y por esta causa tuvo que aprender la factura del fresco, unos días antes de lanzarse a la ejecución del más extraordinario que se conoce. Más he aquí que no es ésta la mayor dificultad. El asunto que debe desarrollarse en el techo no acaba de surgir a satisfacción del pintor... ¡Ah, la superficie es tan grande! ¿Qué pintar allí? Se cuenta que el artista recabó del papa Julio el derecho de estar solo en la capilla, para que no le molestara nadie en su meditación profunda. Miguel Ángel esperaba que la soledad le inspirase. Es raro; la soledad no le dijo nada.


Una vez salió de su encierro voluntario, y corrió como un loco a la campiña. La campiña romana es triste como una elegía; parece eso, una gran elegía que está cantando la naturaleza viva ante las generaciones muertas. El suelo romano es amarillo y seco, y un azul como el del cielo aquel, más azul que ninguno, recorta los objetos en el horizonte con una acentuación geométrica que, no estando acompañada de colores agradables, da una impresión de melancólica tristeza. Suponed dentro de ese medio, en el que han respirado todas las civilizaciones y el cual ha permanecido impasible lo mismo ante la grandeza que ante las ruinas de todas las glorias humanas; suponed, repito, a Miguel Ángel en el mar de sus cavilaciones, jadeante y sudoroso, perdido por los campos de la Ciudad Eterna, y vedlo, al fin, triunfante, arrancando al numen creador de la augusta Roma la solución de su problema. Ya tenía un pensamiento que desarrollar en el techo de la capilla. Pudiera apostarse a que ese pensamiento tiene un fondo de tristeza porque es triste el tono dominante del alma del pintor, y porque es también muy triste la naturaleza excitadora de la creación del artista. En efecto, ha imaginado pintar el Viejo Testamento, en su parte principal, desde el Génesis hasta los últimos ascendientes de la Virgen.



Va a pintar en aquella privilegiada bóveda el dolor inmenso del hombre caído, que durante tanto tiempo suspira ardientemente por la redención. Es una noche de siglos y siglos que camina con la lentitud de una condena que se cumple hacia la libertad del Calvario, y el asunto es de tal magnitud que sólo aquel señor de la inteligencia será capaz de concebirlo y ejecutarlo. Cuatro años trabajó incesantemente en su obra; cuatro años de fatigas, de penosas vigilias, de tensión nerviosa, capaces de hacer saltar las cuerdas de un instrumento quo no tuviera el temple de aquella inquebrantable naturaleza; cuatro años de una actividad que asombra, porque han puesto allí su trabajo el obrero, el artesano, el artífice, el artista, el filósofo, el pintor y el poeta, y Miguel Ángel ha sido todo eso en la Sixtina, porque no ha permitido su temperamento exclusivista que nadie, por ningún concepto, ponga las manos en su obra inmortal. El techo de la Sixtina es una sinfonía donde se recuerdan los principales motivos de la Biblia vieja, es decir, del libro que cuenta la vida del pueblo elegido antes del cumplimiento de la promesa divina.


La colocación de los distintos asuntos no responden a un propósito didáctico del que surja el fácil aprendizaje del pensamiento total; no, allí está todo o casi todo lo que constituye la idea que sirvió de inspiración al pintor, sin más regla para agrupar o distribuir los acontecimientos y las figuras que aquella que emana del soberano gusto del artista. Este no es un expositor, es un poeta que tiene por lira un pincel con el que pinta, como hablaron Homero en su Ilíada, Juan en su Apocalipsis y Shakespeare en su Hamlet; habla un lenguaje enérgico que, aunque desordenado en apariencia, está genialmente dirigido a la expresión última de la belleza. Cuando le sobra algún espacio en el techo no coloca lo que en él debiera corresponder, según la sucesión de los tiempos, ni según el orden lógico de la materia; es su instinto decorativo quien manda y a él se subordina la composición: pero una vez satisfecha esta deuda consigo mismo hace que cada asunto o cada personaje hable con la fuerza que le es propia, y así aparece que, aunque esparcidos y diseminados en el techo por la conveniencia decorativa, cada uno deja oír desde su sitio la intensidad de su propia voz, resultando una maravillosa sinfonía.



La luz y las tinieblas, La creación de los astros, El espíritu de Dios sobre las aguas, Adán y Eva, Noé y el Diluvio, así como Esther y Asuero, El suplicio de Hamán, La Serpiente de metal; David, vencedor de Goliath, y Judit, triunfadora de Holofernos, forman la parte que pudiéramos llamar de composición. Y si todo es grande y atrevido y todo lleva una factura para expresar la cual es preciso inventar palabras nuevas porque con las viejas no encuentra el pensamiento su fórmula, justo es reconocer que sobresale de todos los asuntos dichos el fresco de la Creación Adán, que es magnífico sobre toda aquella magnificencia que le rodea. Adán está tendido en el suelo, y a pesar de la indolente displicencia en que abandona su cuerpo, todavía tocado del sueño eterno de la nada, hay una fortaleza tan grande en aquel cuello hercúleo, en las caderas de trabazón ciclópea y en los muslos de titán, que es milagroso que una figura tan fuerte sea, al par, tan bella y tan graciosa. Dios creador vuela sobre un macizo de ángeles en forma de concha y extiende el brazo derecho hacia su criatura, mientras un gesto de inteligencia y voluntad imponente asoma a su rostro, de enérgico dibujo. La pintura es genesíaca, y la impresión que produce se parece mucho a la que sentimos cuando, leyendo el primer libro de Moisés, nos encontramos con estas palabras soberanas: Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra, y domine a los peces del mar, a las aves del cielo, a las bestias, a la tierra y a todo reptil que sobre ella se mueve.



Toca luego el turno a los hombres que, inspirados por Dios, levantaron su voz reveladora del porvenir, como anatemas fulminados contra la tiranía, contra el vicio y contra todo género de prevaricaciones y crímenes; y es perfecta la compenetración que el espíritu de Miguel Ángel ha tenido con el sentir de las narraciones bíblicas por las cuales conocemos a los profetas. Allí está magistralmente pintado, con tanta fuerza y sinceridad, que parece que ha nacido de un soplo del artista, Isaías; allí Jeremías, enorme, formidable, con su manaza derecha enredada en la selvática barba, en actitud meditabunda, como si estuviera componiendo las inspiradas lamentaciones de sus Trenos. Ved a Ezequiel, el más difícil de todos los profetas, en cuya frente ha puesto Dios luz para comprender hasta los más oscuros misterios, y cuya profundidad de adivinación es tal que se le llama El Océano de la Profecía. El último de los grandes profetas, Daniel, el del lago de los Leones, el sapientísimo ministro de Nabucodonosor, profeta de las Setenta Semanas, está en la Sixtina contando el tiempo que tardará en venir el Mesías. Por allí andan también Zacarías, Joel y Jonás, y es digno de especial consignación este último, el más antiguo de todos los profetas, a quien el artista pinta un tanto abatido, con una magnífica torsión de cuello, producida, sin duda, por la aparición mental de la ruina de Nínive.



Miguel Ángel ha querido poner en su obra todo lo que significa adivinación del porvenir, y así, al lado de los profetas de la Biblia, ha colocado a las profetisas del paganismo, que se conocen en la historia y en las tradiciones orientales con el nombre de Sibilas. Estas Sibilas son doncellas habitadoras de las grutas, que tienen, en sentir de aquellos pueblos, virtud adivinadora de futuros acontecimientos de la vida, habiendo llegado el don profético de alguna hasta anunciar el reinado de Dios, con la aparición de Cristo sobre la tierra. Miguel Ángel ha traído a cinco de estas mujeres que tuvieron comunicaciones con lo desconocido a su obra, y lo ha hecho con tanto cariño que las Sibilas comparten allí con los profetas la parte verdaderamente intelectual del fresco, porque evidentemente ha puesto el maestro pintor más inteligencia en aquellas caras que en todo el resto de la gran composición. Esto es, que a pesar de la energía viril con que están concebidas y pintadas todas las figuras adivinadoras, hay en ellas un espiritualismo intensísimo a que no suele ser aficionado el autor, que, como se ha dicho ya, habla mejor que con las ideas con los escorzos, con las torsiones violentas, con el dinamismo agudo de sus figuras y con su selvática grandeza.



La Sibila de Cumas lee en enorme libro. Mitad diosa, mitad mujer, ha venido de Oriente y establece su misteriosa residencia en la parte baja del templo de Apolo y en sus galerías subterráneas. Ella ha sido consultada por Eneas, y en forma de vieja inspirará al rey Tarquino, entregándole los célebres libros que constituyeron un culto en Roma. La famosa Eritrea, fuerte, musculosa, parece la reina por derecho propio de un pueblo de primitivos guerreros. Tranquilamente, cruzada una pierna sobre otra, lee y descifra con interés un libro abierto, colocado sobre el altar, y un geniecillo le alumbra la frente con una antorcha encendida. Con aquella luz debe verse el impenetrable porvenir. A mí la Sibila que más me gusta es la Délfica. Es la mejor ejecutada; pudiera decirse que la más elegante. Está sentada casi de frente y hay en su brazo izquierdo un movimiento de fuerza y soberanía augusta al desarrollar un papirus que contiene avisos de la ciencia que no puede aprenderse. Es joven, bella, fuerte y grave. Pudiera ser la novia de un filósofo, de un rey de la selva, o la adorada de un poeta primitivo, cantor de Chipre o Mitilena. La Líbica es ardiente y peligrosa. Parece que va a profetizar impiedades de su raza. Yo no conozco la historia de la Líbica; pero hay allí una pasión heroicamente comprimida, en cuyo género es Miguel Ángel el maestro de los maestros.



Finalmente, la Pérsica, fea, arrugada, lee en el futuro e hinca en él los ojos, la cara y el espíritu entero. Se parece a nuestra bruja, pero más noble, más señora y más reflexiva. Se diría que es la abuela de aquellas compañeras suyas que decoran la bóveda por tantos títulos ilustre. Tal es, a grandes rasgos, lo más saliente de este techo de la capilla Sixtina, continente donde se han vertido todas las esencias del Renacimiento. Las generaciones mirarán siempre asombradas esta obra nueva en el siglo XVI, nueva en el siglo XX, nueva siempre; porque vendrán quizás escuelas que, por buscar originalidad, alteren el cociente que sale en la historia de dividir el genio particular de cada uno por la crítica de todos los demás, cuyo cociente es el único regulador de buen gusto ; podrán atacarse todos los procedimientos y derrumbarse todos los modos, a título de una superioridad aún no conquistada, pero siempre hará bajar la cabeza a los innovadores el autor del techo, que puede preguntar a todos : "¿Sois vosotros capaces de hacer lo que yo hice?"



Había ya pasado mucho tiempo desde que el artista concluyera la bóveda, y era el año 1535 cuando Paulo III le encargó la pintura al fresco de la pared de altar de la Sixtina. El pintor trabajó siete años creando las cuatrocientas figuras que constituyen su juicio Final. Yo, que he ido a Padua para besar la tumba de Antonio el taumaturgo y temblar de emoción ante el Juicio Final del Giotto, página primera y página de oro de la genealogía de las artes; yo, que me he sentido hombre de la Edad Media contemplando el Juicio del cementerio de Pisa y he tenido santa envidia a los elegidos en la Gloria del Beato y un horror indecible a los condenados de Orvieto, veo ahora en la Sixtina la obra de Miguel Ángel y sinceramente creo que la parte de la Gloria en el Juicio es una equivocación genial. Las delicadezas del cielo, la suave y penetrante paz de la bienaventuranza y el santo misticismo en que debe bañarse un alma que goza el placer de la posesión de Dios; la figura de Jesús que, aunque justiciero, no se puede concebir sin el atributo de la misericordia; la belleza intangible de la Virgen y la armonía de conjunto de aquella región del amor y de la luz no pueden correr bien por el pincel nervioso y dinámico del maestro.


Figuraos a Hércules haciendo caricias a un niño acabado de nacer y pensaréis, como yo, que el niño saldrá lastimado. Hércules es el pintor; el recién nacido, la Gloria, y el resultado, una idea ultradelicada oprimida violentamente por la fuerza. Pero en el Juicio está también el Inferno, y aquí acertó definitivamente, porque metió la tristeza de su alma, las contradicciones de su vida y la acritud de su temperamento en el lugar oscuro donde está negado todo descanso en el sufrir y toda idea de resurrección a la vida de la paz. ¡Ah, Dante, cómo me acuerdo de tus tercetos únicos, al contemplar a los condenados de Miguel Ángel! El poeta florentino siente también el Infierno mejor que nada en su Comedía. Es un luchador, un perseguido; la vida ha llagado su cuerpo, y las lágrimas son sus compañeras inseparables. Sus dolores cristalizan en la poesía, y hasta el sentimiento natural de la venganza se hace carne en sus versos para castigar a los enemigos, no con disciplinas humanas, sino con horrores de eternidad. Fecemi la divina potestate, La somma sapienza e il primo amore. Dinanzi a me non fur cose create Se non eterne, ed io eterno duro: Lasciate ogni speranza, voy che entrate.



Miguel Ángel es así también; como su paisano Alighieri, sabe martirizar las carnes y las almas. En el mundo de las artes plásticas no hay delirio como el de esta catarata de dolores. Las ideas son del siglo XIII, pero la forma y la manera de expresar el tormento son suyas, propias, inconfundibles. No es necesario mirar las caras de sus figuras para saber que sufren. Sufren en sus contorsiones, en sus vuelos desesperados, en sus enlaces dificilísimos, que dan el mareo de la confusión; en un omóplato, que sale de su sitio; en un cuello, que se tuerce; en un tronco, que se desgaja sobre las piernas en ángulo violentamente agudo; en una mano, que se abre nerviosa en el aire para defenderse de enemigos intolerables; en una cabellera, que se eriza; en un rostro, que se oculta, y, en una palabra, sufre todo el cuerpo, porque para este anatómico sin igual es expresivo de pasiones el animal entero. En realidad, los que no saben leer más que en las caras apenas si saben leer. Hay en el Infierno un drama enorme, eterno, sin solución. Jesús, de pie sobre una especie de nube, lanza un anatema formidable contra los hombres de mala voluntad. No es aquel el Cordero dulcísimo, sino el Juez terrible. Los demonios tienen entablada, a la izquierda de Cristo, una lucha espantable con los condenados; éstos se resisten a ser conducidos al castigo, y la resistencia está en tales términos expresada por el pintor, que se puede decir que esta lucha es lo mejor del fresco. Hay un hombre con las manos puestas sobre el rostro que da la idea exacta de la tenebrosa desesperación que lo abruma.


Más abajo está Caronte, el barquero que conduce las almas a través del lago para arrojarlas en el abismo. Caronte representa la ingerencia de la mitología en la concepción cristiana de los castigos ultraterrenos. La fibra pagana de Miguel Ángel explicará mejor que nadie el fenómeno. En cuanto a técnica, el Juicio Final es academia pura; pero no academia que revela sequedad y acartonamiento en la concepción y estudio completo del detalle, sino academia con relación al estilo del pintor que, cuando más joven, había pintado el techo de la Sixtina. El techo es todo frescura, espontaneidad, afán infinito de ser original; Miguel Ángel entero, sin trabas y sin tangencias con las costumbres artísticas que él mismo llegó a imponer insensiblemente a su temperamento. En cambio, en el Juicio está ya tocado de este modo último; es decir, la escuela que a sí mismo se ha creado le quita frescura y le da reflexión, le resta sinceridad y lo hace más sabio, más acabado en el dibujo, pero menos libre. Tal es, a grandes rasgos, el carácter de este pintor singular. Repetiré la frase dicha en un capítulo anterior. Miguel Ángel es como una gran pena que no sabe llorar, pero que protesta y se irrita.



Rafael será más pintor, pero no será tan grande; Leonardo será más delicado y la majestad tranquila del cielo azul se reflejará en su alma, pero no podrá acompañar al Buonarotti cuando se levante sobre las nubes a lanzar un rayo de inspiración que viene de una cumbre única; y Velázquez será un rey poderoso del imperio de la luz y del equilibrio, que ha dejado en Roma una de las grandes creaciones de su realeza, el Papa Inocencio Doria, el mejor retrato del mundo, una maravilla de rojos, de púrpuras y de espíritu, y, sin embargo, este rey, en su alma española y sincera, tendrá una admiración definitiva para el gigante de las grandes ideas y de los atrevimientos divinos. Si le quitamos a Miguel Ángel un poco de su exaltación, reduciendo a términos razonables aquella violencia que le inflama el pensamiento y, en cambio, dejamos caer sobre su arte una luz de ternura y un sentimiento optimista, surgirá la interesante figura de Correggio. Los dos términos, robustez y delicadeza, parecen incompatibles, y no obstante se juntan en este artista, orgullo de la escuela de Parma. Parece imposible que se reúnan en un solo pincel Murillo y Miguel Ángel, y, sin embargo, el milagro está hecho. Correggio es, con relación al Buonarotti, un discípulo; con respecto a Murillo, un precursor. Es una cita misteriosa que se han dado en su paleta el siglo XVI y el XVII.


Han hecho muy bien en el Louvre al colocar a un lado de la Gioconda el Desposorio de Santa Catalina, del Correggio. Al otro lado de Monna Lisa está la Fiesta Campestre, del Giorgone. La Emperatriz del Louvre tiene a derecha e izquierda esas dos joyas incomparables. Visitaba yo el museo Uffizi de Florencia, y en una de sus salas quedé maravillado ante la sugestión de belleza del cuadro que se llama La Vergine col Bambino. Correggio ha puesto aquí toda la delicadeza de su alma, ¡Qué dulzura, qué maestría de ejecución y qué encanto de asunto! La Virgen adora de rodillas al Niño recién nacido, que está en el suelo sobre unos trapos y unas pajas. La Madre, mística de amor maternal y de amor divino, mira a Jesús como si fuera a comulgar con su cuerpecito, que parece una hostia blanca. Esta pintura es una intuición del Misterio, es una metáfora gloriosa de arte y de luz en que el amor, a fuerza de sublimarse, se hace Eucarístico. He aquí un cuadro que ha tenido el poder de conmoverme en una sugestión de lágrimas y de ideas.



Estoy cansado de andar toda la tarde por el Foro. Ya se ha puesto el sol y quiero reposar un momento sentado en las gradas del Coloseo. La ruina del inmenso edificio es como una melancolía en la que se mezclan la historia, el arte y la emoción cristiana. El silencio de aquel lugar viene a ser como un fondo tranquilo sobre el que se destaca admirablemente este afán infinito de soñar que llevamos dentro los poetas y los no poetas. Soñar es una necesidad del alma. El corazón tiene alas y, por muy grande que sea el peso bruto de la vida, esas alas se mueven. Las aspiraciones, los ensueños y las inquietudes no son más que vuelos del corazón. En este lugar de santa poesía la imaginación está propensa a sus creaciones, y así, insensiblemente, voy recomponiendo la escena maravillosa de una tarde de circo al finalizar el siglo I de nuestra Era.


El anfiteatro Flavio se anima con una multitud abigarrada de colores y ruidos. La cavea formidable contiene a más de cincuenta mil personas. Los marinos tirrenos han tendido el velarium de púrpura para que el sol no moleste a los amos del mundo. Los vendedores de miel, de cangrejos y de nuevos pintados anuncian a gritos sus mercancías, y una legión de designatores pululan por el circo y acomodan a los ciudadanos en el lugar que marcan sus billetes. En el pódium, plataforma corrida por todo el anfiteatro, están los nobles, las vestales y las señoras de la aristocracia romana, y en los extremos del eje menor de ese pódium, frente por frente, hay dos palcos, uno para el director o empresario de la fiesta y otro para el señor de Roma, para el Emperador. En la arena un gladiador de Capua acaba de vencer a un pompeyano célebre. El griterío de las apuestas se ha concluido. Se oye la respiración de la gente. Es un momento agudo de la emoción de la fiesta. El vencedor apoya la punta de su espada sobre el cuello del vencido, y mira hacia el palco del Emperador para que éste decida. Domiciano, de pelo rizoso, de ojos grandes, inexpresivos, de boca ancha y de rostro sin línea, vacila un momento, pero, al fin, grita: ¡Yúgula! El vencido es degollado en el acto. Cerca de donde yo estoy en el circo hay dos romanos que han permanecido silenciosos desde el principio de los juegos.



El más joven de ellos dice al otro: — ¡Bárbara sentencia! ¿No crees tú, Antonio, que estos crímenes concluirán por irritar a nuestro Dios y que vendrá sobre Roma la justicia divina? —Vendrá seguramente, Casio. Pero el horror que acabamos de ver no es nada, si lo comparas con lo que van a hacer ahora con nuestros hermanos. Ese que ha muerto en el munus ha venido libremente a morir, porque es un profesional de la espada y del crimen; pero los cristianos, que no han cometido más falta que adorar a Jesucristo... El joven Casio permanece un rato pensativo, y luego dice: —No sé si tendré fuerzas para ver a los inocentes atormentados. Nunca Presencié ese espectáculo. Ya sabes que hemos venido aquí para orar por los mártires en el instante supremo... Domiciano, en un pequeño descanso de la fiesta, pasea con Papia la vestal a lo largo del balteus, que es un muro decorado con preciosos mosaicos y que separa al Pódium de las gradas populares. La plebe natía tomado antipatía al César y le maldecía en secreto, y algunas veces en público, porque no podía tolerar Roma que se hubiese hecho al Imperio la injuria y la vergüenza de los tratos de Domiciano con los dacios. ¡Decébalo! era un nombre con el que zaherían al Emperador para recordarle sus traiciones y bajezas con el príncipe bárbaro.


Además, con fundamento o sin él, acusaban a Domiciano de la muerte de Tito y de Agrícola; y para los discípulos de San Pedro su nombre iba unido al martirio de Flavio Clemente, que era de su familia, y a la persecución del octogenario apóstol del Apocalipsis. Se hace una señal por el Editor de la fiesta, y la multitud grita: ¡Los cristianos, los cristianos! Desde el Spoliatorium llega hasta el circo el eco melodioso de un himno en que los condenados a las fieras invocan al Salvador. Es la estrofa de la libertad que, oprimida por el dolor, presiente la gloria; es la arenga de la muerte: Tú eres el Buen Pastor, en el supremo instante llévame a Ti, Señor... Antonio y Casio se conmueven. El Emperador tiene una sonrisa forzada, y un poeta cortesano dice: — ¡César, no me gusta que esta gente muera cantando!... —Las fieras le quitarán la música—dice el Emperador. Casio no puede contenerse, y exclama en voz alta: —Las fieras no pueden hacer nada en la armonía de los corazones... La arena se llena rápidamente de servidores del circo que siembran de cruces el suelo.



Es un bosque de palos donde van a colgar a las víctimas. Tiene cada cruz la altura de un hombre. La multitud mira con avidez aquellos preparativos siniestros. Suenan tres golpes sobre un escudo y aparecen dos nombres empujando a una joven desnuda, a la que amarran con cuerdas a una cruz. La crucificada alcanza con los pies a la arena. Es bellísima, y el pudor le nace cerrar los ojos... Antonio habla con su compañero y le cuenta que aquella pobre víctima es Myriam la hebrea, que va a morir ahora por confesar a Cristo. Hace un mes ha tenido un niño en la misma cárcel del Anfiteatro. — ¡Pobre madrecita! — dice Casio con lágrimas en los ojos. De repente, por un sistema de trampas ingeniosamente construidas, aparece en la arena un hermoso leopardo. El animal está hambriento, y a poco de ver la luz del circo busca con cautela a Myriam. La multitud, admirada de la belleza de la esclava, ve con emoción singular el traidor acecho que el felino prepara. Se produce en la multitud un silencio dramático. En el Spoliatorium suena entonces el llanto de un niño pequeño. Myriam abre los ojos, cuajados de lágrimas. Como el niño llora desesperadamente y el silencio es profundo, la voz de la criatura se oye en todo el circo.


— ¡Es su hijo!—dice, conmovida, una matrona romana que está en el cubículum con Domiciano. El Emperador sigue impasible. Allá arriba, en la última grada, le grita una voz enérgica: — ¡Fiera, acuérdate de tu hermano Tito!... El corazón de la multitud se divide en dos bandos: uno, quiere salvar a la esclava por su belleza; otro, quiere seguir la trágica aventura. El leopardo, que está encogido como un gato enorme, resuelve la cuestión lanzándose de un salto contra el cuerpo estatuario de Myriam. La zarpa del africano pone en el pecho de la hebrea la gran banda roja de la legión de Cristo. La púrpura mártir corre por la nieve del busto. El hocico, nervioso, bebe sangre. El pecho de la víctima palpita moribundo, y el animal, guiado por una fuerza misteriosa, huye al otro extremo del anfiteatro, donde se enrosca en el suelo. A Myriam le resplandece en su agonía la moribunda frente. ¿Qué ve la mártir sobre la luz del sol que se filtra por el velarium? Ve una legión angélica que trae una corona de rosas inmortales. Jesús tiene los brazos abiertos con una ternura infinita de amor. De pronto, por la puerta de las víctimas, sale un cristiano con un niño en brazos, y sin que pueda evitarlo nadie pone la cara del pequeño en los labios de la madrecita, que se muere en la emoción de aquel último beso.


Casio, transfigurado, radiante de fe y de indignación, grita: —Domiciano, mira bien el rostro de Myriam, para que lo conozcas luego delante de Dios. Domiciano alza los hombros con indiferencia. Una multitud de mártires invade la arena para morir en las cruces, cantando: Tú eres el Buen Pastor, en el supremo instante... El poeta de las adulaciones imperiales grita: — ¡Eh, maestro lanista, que no cante esa gente, que no cante!... ¡Me hace daño!... Y el himno seguía tan grande, tan robusto, que a mí me despertó de mi sueño, trayéndome a la realidad de las piedras rotas de ahora, que son como un testimonio de lo que tiene que sufrir la humanidad para perfumarse un poco con el santo perfume de Dios.



Cuando se llega a esta ciudad y se respira su aire, el viajero siente en los nervios una corriente que invita a vivir, como si el corazón quisiera sumergirse por completo y de una vez en todos los alcaloides de la vida. Nápoles es ruido, alegría, fuego y optimismo. Nápoles es el Vesubio, no en la tragedia de la erupción, sino en el madrigal de las viñas de Herculano, en el plumón de humo del cráter, en la fantástica iluminación de sus llamas nocturnas y en el romántico cono, desde donde Plutón preside a la bahía, guardando en sus entrañas un infierno y mostrando en la cara una sonrisa, maestra consumada de la embriaguez y la locura. El Vesubio ha dado todos los materiales para construir la ciudad. Los huesos de Nápoles se han formado con jugos no digeridos del coloso. Después de la congestión eruptiva esos líquidos hirvientes se hicieron sólidos y, al contraerse, aprisionaron para siempre en sus moléculas una vibración que excita la vida para el placer y la prepara para el pecado.


Ha querido Dios que dentro del pecado vayan la amargura y el cauterio de la penitencia; y por eso el Vesubio, que es una excitación originaria de triunfos carnales, ha sido con su fuego el desinfectante más poderoso de Italia. Pompeya, Herculano, Stabia, el mismo Nápoles, Torre del Greco, Torre de la Anunziata y cien pueblos más lo han aprendido dolorosamente. Yo no sé qué tienen estos italianos de Nápoles, pero van por la calle como si fueran encendidos; llevan una luz en los ojos, un ruido en la palabra y una alegría que se escapa por sus gritos y gestos. Me acerco a un lazzaroni: — ¿De dónde son estas naranjas? —De Sorrento—me grita. — ¿Usted ha confundido a las naranjas con el Tasso, que era de ahí? El napolitano, riendo, se golpea las piernas con las manos y, entre exclamaciones alborotadas, le grita a un amigo: — ¡Pipo, mira lo que dice este señor!... ¡Qué gracia!... Y, como si de pronto tuviera una iluminación en las ideas, pregona: — ¡Naranjas del Tasso! ¿Quién quiere ésta, más gorda? Caballero, no me la desprecie usted, porque es de la familia de la JERUSALÉN LIBERTADA. Y yo, admirado de que la gente del pueblo tenga alguna noticia de las grandezas literarias de su país, le doy al lazzaroni diez céntimos, y me como la poética naranja, si bien en conciencia debo manifestar que, a pesar del Vesubio y del Tasso, son más dulces las de Málaga y las de Valencia.



Desde el puerto se ve a la ciudad escalonada en la sierra. Allá, en la parte más alta de Nápoles, Hay un edificio que fué cartuja antiguamente. ¿Será verdad? ¿Cartujos aquí? ¿Cartujos, esto es, los grandes maestros del silencio en este ruido y en esta disipación de espíritu? A un sacerdote le pregunto en la calle si es posible que en Nápoles, la de la gritería, haya habido cartuja. —Seguramente sois español y andaluz. Si es así, ¿cómo os extrañáis de que en Nápoles la hubiera si en Sevilla la hubo también? Y yo le digo al buen señor que Sevilla es toda entera una certosa de silencio, comparada con Nápoles. ¡Buena diferencia hay! En Sevilla, es verdad, que la gente se ríe; pero aquí, en Nápoles, no hacen más que reír; y en cuanto a las demás formas del ruido humano, no parece sino que las articulaciones espirituales de este pueblo no se engrasan nunca. Estoy en la punta del Pausílipo. Hay que rendirse a la evidencia. Lo que veo desde esta altura es tan maravilloso que, sobrecogido por la soberanía del paisaje, declaro que no he visto en mi vida nada que se le parezca. La luz es transparente, limpia y gloriosa. El golfo es un zafiro cuyo cristal no altera la brisa. La inmovilidad del aire es solemne y la ola tirrena, al besar dulcemente la playa, le regala leves suspiros blancos. Nápoles está a mi izquierda, triunfador y bello.


El volcán tiene sobre el cráter un pino formidable de humo que llega hasta el azul purísimo de arriba. En las laderas del Vesubio hay una línea de pueblecitos blancos que viven tranquilos con la frente en las cenizas y los pies en el mar. La emoción vuela por la playa y se posa en la alegría de Capri. Luego se hunden los ojos en el Mediterráneo, evocador de toda la civilización humana... A mi derecha, Prócida e Ischia se bañan desnudas en aquellas aguas de ensueño, y desde la punta Misena basta mi observatorio surge otro mundo ardiente, la Solfatara, los Campos Flégreos, donde el paganismo creó una geografía misteriosa; el Letheo, la Estigia, el Cocito... El Infierno grecorromano nacido en las torrenteras de los volcanes hoy extinguidos. En la meditación que levanta en el espíritu este espectáculo de la belleza infinita del golfo paréceme ver que toda la gloria triunfal de Nápoles la gentil está intervenida por estos dos profetas, el Vesubio y la Solfatara, que están allí avisando constantemente a la locura de la carne la eterna pedagogía del fuego doloroso y purificador. La visión que se contempla desde la altura pausílipa alcanza toda su belleza cuando el sol se cae por Occidente en aquel mar azul, que arde entonces como una sinfonía de raros destellos, voz misteriosa de un poema de luz que mete en el alma la melancolía de las lágrimas, del amor y de la divinidad.



Nápoles es entonces de oro; sus villas, sus palacios y sus templos parecen cosas de marfil y de leyenda, y el Vesubio respira de vez en cuando un relámpago rojo como una pincelada de incendio. Dicen que Plutón se ha enamorado de la noche y la saluda con esa sonrisa sulfúrea. El gigante no puede, ni sabe sonreír de otro modo. He paseado por la vieja calle de Toledo (hoy Vía Roma), y he visto cariñosamente todos los recuerdos que dejó España en Nápoles. He gozado como español la parte que me corresponde en el triunfo del Españoleto en Italia, y hasta me he puesto un poco triste cuando ha venido a mi memoria la hija del maestro valenciano, Rosa, luz de los ojos del pintor, que le puso a su padre la vida muy triste, rompiendo con una torpeza de amores la felicidad de sus canas gloriosas. Portici, Torre del Greco, Herculano... — ¿No sube usted al volcán?—me dice un amigo. —No subo; me dan horror el fuego y los abismos... ¡Pobre Herculano! Tiene encima una masa inmensa de betún hecho piedra. La resurrección es lenta y casi imposible... ¡Pompeya! La ciudad revelación; la que nos cuenta los más insignificantes detalles de cómo vivían los hombres civilizados en el siglo I de la Era.


El pueblo, donde concurren la degeneración romana y el vicio griego, fué sepultado hace veinte siglos por la ira del volcán, y los hombres modernos, con sabía paciencia, le han ido desenterrando. El esqueleto de Pompeya está al aire. Es una lección formidable de historia, de costumbres y de moral humana. Si se unen estas ruinas maravillosas con los tesoros del museo de Nápoles, desenterrados aquí, la aparición es completa; y seco será de imaginación quien no haga surgir en cada templo un mito y en cada casa una familia. En el Foro suena la murmuración y no la crítica. En el Anfiteatro hay un desbordamiento de pasiones y luchas. En la Basílica, una justicia que no conoce ya la línea recta, vive sin decoro. En el Macellum ensordece el griterío del comerciante que ha perdido el pudor de la propiedad ajena; en el Teatro brilla, junto a Terencio y a Plauto, la lujuria destapada, sin velos ni rubores. En la villa de Diómedes, en la de Cicerón, en la casa del poeta trágico, en la de Pansa y en mil otras está todo manchado de sensualidad. En las Termas resuenan los últimos escándalos del adulterio libertino, y en los hogares el atrio se deshonra con invocaciones eróticas, y por las paredes del cubículum, del venéreum y del triclinio las pinturas, esculturas, muebles y mosaicos harían enrojecer de vergüenza a Sodoma y Gomorra...La ramera, desnuda, estaba tendida al sol, en la orilla del mar; vino el fuego de la Pentápolis y la lección purificadora fué terrible. .. ¡Ah! No me cabe duda; el Vesubio es el primer desinfectante de Italia.




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