ARQUITECTURA DE MEDIO PELO Marina Balcázar Villar
Al igual que Sansón, los merovingios creían que la fuerza y el poder residían en su pelo. Desde que apenas eran unos niños, los destinados a ser futuros reyes dejaban crecer el cabello. Si les eran cortados perdían su derecho a reinar. Para derrocarles no era necesario acabar con su vida, valía con afeitarles la cabeza. Al último de los reyes merovingios Childerico III le ocurrió, le cortaron la melena y con ella acabó su reinado. A veces pienso si la falta de cabelleras de anuncio en la profesión quiere anunciar el fin de alguna dinastía. Hemos perdido el pelo y con ello creemos que perdimos la fuerza de la profesión. Lo de hoy es arquitectura de medio pelo, o eso nos han hecho creer. Me pregunto si nadie les dijo a esos reyes merovingios que el pelo no duele cuando lo cortan y que vuelve a crecer. Incluso puede que les suceda como algunas plantas, si se corta por donde está dañado, nace más fuerte. No es necesario cortar de raíz. El último rey merovingio al despojarle de su melena creyó que había perdido lo que le daba su valía. Le habían arrebatado lo más llamativo, lo más brillante, lo que creía que le daba su condición. Algo así creímos que le ocurrió a la arquitectura, le quitaron lo más visible, inmediato: los grandes complejos, los concursos, las cintas rojas, los edificios con-forma-de. A la profesión hay que contarle que el cabello crece, pero lo hace poco a poco, cada día. Que a cada poco hay que parar y cortar, saber que la fuerza para reinar no está en la cabellera. Quizás sea lo más llamativo, lo que más brilla, a priori lo que más recordamos ¿y cómo era la arquitectura? Así rubia con el pelo más o menos largo. Pero poco importa de qué color es si además no va acompañado de inteligencia, amabilidad, empatía, humildad, diversión, personalidad o respeto por el otro. No existen dos cabelleras de arquitectos iguales, y ahí es donde reside la fuerza de la profesión. Fue al cortarnos la cabellera cuando acabamos con la arquitectura de medio pelo. En esta nueva dinastía de arquitectos ya no deberían contar las cabelleras largas, sino las cabezas, con o sin pelo. En su autobiografía Instrumental. Memorias de música, medicina y locura el concertista James Rhodes explica por qué una partitura nunca suena igual; relata cómo cada músico emplea una combinación diferente de dedos para conseguir que determinada composición suene más limpia, más ordenada, con ritmo o cohesionada y lograr que el resto de acordes y notas que lo rodean sigan funcionando. Nos hace ver que todos tenemos unos dedos que son más débiles y otros más fuertes y que hay que saber combinarlos para tocar música, que las partituras están ahí escritas (o por escribir) y que son los músicos los que deben interpretarlas. [Sustituya el término músico por arquitecto y composición/partitura por arquitectura. Ya sabe para tocar música]