Cuando le diga yegua blanca, no le busque el pelo negro

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- CUANDO LE DIGA YEGUA BLANCA, NO LE BUSQUE PELO NEGRO – (Refrán Colombiano)

MISIVA DE UN PERIPLO Luisa Fernanda Herrera García1

El inicio de un año, cualquiera que éste sea, siempre está teñido de expectativas, objetivos y metas por alcanzar, y muchísimas intenciones; el año que acaba de terminar, 2016 (dos mil diez y seis), no fue la excepción, y más allá de querer sonar un poco nostálgica o de buscar hacer un recuento de lo acontecido a lo largo y durante ese año, lo que se busca decir es lo siguiente: son muchas las cosas, personas y situaciones que suceden y cambian en el transcurrir del tiempo y más aún en el devenir de 1 (un) año. Siempre se quiere pensar que el destino y el azar te toman por sorpresa con buenos o con no tan deseados sucesos, pero es así cómo funciona a fin de cuentas. Lo que sucede entonces es que sin darnos cuenta, simplemente vamos viviendo al “ton y son” de las personas, escenarios y objetos que van “merodeando” por nuestras vidas, día a día. Aunque no se haga evidente, éste escrito no es una reflexión acerca del fin de un año y el comienzo de otro, sino un pequeñísimo vademécum de percepciones, sentimientos, sensaciones y pensamientos que pasan por el cuerpo, alma y mente de una persona al momento de experimentar cosas y, en pocas palabras, al momento de vivir. Siempre se piensa y afirma que todo cambia cuando “te mueves” y pones tu ser en un contexto novedoso, singular y por ende, diferente; cuando “te mueves” estás haciendo una historia y al mismo tiempo, deshaciendo otra o, poniendo en relación y conversación ambas o, marcando las diferencias y matices entre la una y la otra. Como sea y en cualquiera de las situaciones “moverse” siempre es la mejor opción. Cruzar la frontera tanto física como imaginaria es una línea liminal que permite observar, intentar entender y/o cuestionar, 1

Antropóloga y Politóloga, de la Universidad Icesi (Cali, Colombia). Actualmente, investigadora en la Consultoría Mente InterNazionale (Buenos Aires, Argentina). Con interés de trabajar en las áreas de evaluación y formulación de programas sociales, evaluación y formulación de políticas públicas, y programas de desarrollo social y autogestión en organismos internacionales, organizaciones multilaterales, fundaciones y ONG; cuenta con experiencia en las áreas de recursos humanos, comunicación y administración. Maestrando en Políticas Públicas para el Desarrollo con Inclusión Social (FLACSO 2017-2018).


aquellas cosas que se dan por sentado o se han naturalizado a través de la repetición de experiencias, experiencias relacionadas por ejemplo, con el comer, o con lo que se come, y con el vivir o con el cómo se vive, sólo por mencionar algunas. Las diferencias y los matices siempre están allí, siendo y existiendo, y solo en los momentos en los que hay movimiento o “cruce” es cuando se hacen evidentes o se vuelven palpables y observables. Y bueno, así fue cómo pasó, cruzando en y a través de Noviembre… Faltando casi dos meses para finiquitar por mi parte el año 2016 y sin haber planeado a comienzos de ese mismo, ni cruzar, ni moverme a través de ninguna frontera (física, por lo menos), fue noviembre el tiempo en el que se dió el cruce. Moviéndome en clase económica, a través del cielo; “caminando” entre la columna vertebral de América, la cordillera de Los Andes, y deteniéndome en más de dos aeropuertos, me moví de un centro más cerca del norte que del sur (mi bella y paradisiaca Colombia) en dirección hacia el extremo sur, que evidentemente, se me hizo, más cerca del sur y muy lejos del norte. El cruce físico y “pesado” de las fronteras torna muy definidas las diferencias y hace que cambie todo: la gente, el clima, las relaciones entre las personas, los aviones, los aeropuertos, los acentos, el día y la noche, el amanecer y el atardecer, las zonas de inmigración, los horarios, y hasta lo preguntado al entrar desde un país hacia el otro. El “moverse” en medio del cruce de la frontera siempre genera en el ser una mezcla de emocionalismos a los que se puede atrever a nombrarlos como ansiedad, expectativa, temor, alegría y extrañeza; sensaciones que se intensifican cuando el trayecto del cruce está por finalizar y el destino, la llegada, la entrada, o el “bienvenido” se vuelven reales al igual que un estado de cosas que cambia, ya que el ser no se encuentra ni se halla en el mismo escenario al que cree y siente pertenecer y del cual dice provenir. Estaba empezando el verano en el lugar más icónico del extremo sur, llamado por mí, porque me gusta y porque me suena bonito (no sé si erróneamente), el país gaucho; con un punto de ubicación definido en el mapa: la ciudad de Buenos Aires, menos (para mi concepto) popularmente conocida en Latinoamérica como C.A.B.A –Ciudad Autónoma de Buenos Aires-. Hermosa, diferente, acogedora, ordenada, aseada, practica, bohemia,


clásica, moderna, Europea y parisina; Buenos Aires brilló y se iluminó para el ser durante lo que los porteños llaman el verano a través de las flores moradas miles que colgaban y se arrastraban a lo largo de las ramas de las Jacarandas, con los que el ser entiende que tiene una relación por su nombre de Guayacanes. En una sola versión –el morado- es el florecimiento de las Jacarandas y su alusión a la primavera lo que generó mayor recordación, imagen y memoria en la mente del ser. A través de aquellas se podía percibir un clima por mucho, muy alejado del frío invierno y más familiar al paisaje fotográfico al que ya venía habituado el ser, un paisaje cálido, colorido, florecido, afelpado, y gentil. Aunque diferente al verano del trópico Colombiano, la ‘calentura’ ya daba indicios de “aterrizar” a lo largo y ancho del país gaucho y de apoderarse de él; y mientras se decía entre la gente que iba entre las calles que “el verano ya estaba aquí”, el agua, el aire, el paisaje, el frío y el calor eran percibidos de tal diferente manera por el ser que fue curiosa la manera en que aquel entendió, aprehendió y asimiló el verano de la capital como lo es muy bien hecho por los porteños, y más aún cuando el ser nació y ha crecido y vivido en medio de un clima cálido-tropical-húmedo, sin mayor variación alguna durante todo el año, con excepción del mal llamado “invierno” que no es más que cierta época del año, pasada por mucha agua, lluvia, y cielos grises, más no ‘tomada’ por un frío inhumano, vientos infranqueables y muchísimo menos nieve, solo lluvia y tarrados de agua que caen del cielo que pareciera, estuviera roto. Con un olor muy Europeo, la catalogada París de América, sabe, se ve y se siente a Europa; sus construcciones con un estilo arquitectónico muy parisino, el orden en sus calles, algunos de sus caminos, repletos de adoquines; las grandes cantidades de árboles que bordean los andenes de lado a lado, las sendas para que transiten las bicicletas, mucha de sus gentes, blancas, rubias, altas y con ojos claros; su gran variedad de quesos, jamones, vinos y aceitunas; las calles y sus nombres, los “chinos” o las ventas de comida por peso como muy bien sabe el ser se estila en Italia, las plazas o parques por doquier, algunos más grandes que otros; el sistema de transporte público, las alusiones a la tantísima amada y adorada por tantos, Mafalda; los cafés/cafecitos con sus mesitas y sillitas puestas en los andenes de las calles, muy aferrado a lo que le presentó al ser, Palermo; entre muchísimos otros elementos y situaciones que puedan ocurrir de manera simultánea en una ciudad de la


estirpe de Buenos Aires, hacen de manera veraz y definitiva, y sin temor a equivocación alguna, de aquella, la París de América. Los lugares más memorables se han quedado plasmados en la mente del ser de distintas maneras y por distintos motivos: el paso repetido a través de sus calles, el paisaje singular que le mostraron al ser, y las experiencias vividas, mientras se estaba en ellos, hicieron de ciertos escenarios, elementos, personas, estado de cosas y situaciones, imágenes fijadas e inamovibles en el pensamiento del ser. Algunos nombrecitos que puede pronunciar el ser, o al menos, escribir, sin necesidad de husmear en Google y por orden de aparición en la mente, mencionan las palabras de Palermo, Santelmo, El Rosedal, Flores, Florida, El Paseo de la Historieta, Palermo Soho, Palermo Hollywood, La Plaza de Mayo, La Plaza Flores, Recoleta, Puerto Madero, Galerías Pacifico, El Paseo Alcorta, entre muchísimos otros escenarios que son recordados por el ser en mayor o menor medida de acuerdo al turno por importancia en el que trabaja constantemente, el pensamiento y ante todo, la memoria. La boca y el sentido del gusto más que cualquier otra cosa, experimentó lo diferente, los matices, las tonalidades de grises y eso que sucede cuando una misma preparación aunque se resuelva con los mismos ingredientes y bajo el mismo procedimiento, sea distinta y sepa distinto. Quizá sea porque las grandes distancias medidas en kilómetros hacen que todo cambie, incluso los sabores, los tonos, las texturas y las formas de lo que se echa a la olla o cómo pasa en el país gaucho, de lo que se pone en el horno. La cocina colombiana, y lo que se pone, se hace y se produce en ella, incluye y tiene en cuenta, un sazón y sabor inigualables, en serio, inigualables, que el ser no logró vivir ni encontrar en medio del vaivén de platos y preparaciones que pasearon por sus manos, nariz, boca y lengua. Es bien conocido que las comidas y las costumbres gastronómicas de cada país son eso, son de cada país y llevan siempre la peculiaridad de cada lugar en el que fueron creadas, preparadas y comidas; entonces, lo que la boca dice luego de haber saboreado la diferencia va cogidito de la mano con lo que se pone a continuación: que el Sancocho de Gallina es para el “norteño”, lo que las pastas son para el porteño; que el arroz blanco es para el del norte, lo que la tarta es para el del sur; que los deliciosisimos y entrañables jugos naturales a base de una inmensa diversidad de frutas son para el


Colombiano, lo que las Coca-Cola, soda y las aguas saborizadas son para el Argentino; y así, son muchísimos los tonos de grises en la escala que del negro va al blanco, y que de una cocina criolla con un gran ingenio, nacida e implantada en algún lugar del norte, va a la cocina sureña que tiene muchas de sus raíces enterradas en algunos lugares de la masa continental, llamada Europa. De sensaciones, sentimientos, percepciones, lugares y comida se ha hablado. Y bueno es que lo ya contado ya es cuento, y cuento ya es, por eso, nada representa de más menuda manera la realidad de las vainas como los adagios que desde los bisabuelos, desde siempre y hasta siempre, han dicho los ancianos,

- Más vale tarde que nunca - Árbol que nace torcido no se endereza jamás - A caballo regalado no se le mira el colmillo – - No cuente con la leche sin tener la vaca - Más vale pájaro en mano que cien volando - Camarón que se duerme se lo lleva la corriente – - A miar y a echarse que al baile no va - Plata en mano, culo en tierra – - Las cosas no son del dueño, sino del que las necesita -2

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Todos y cada uno de los refranes fueron enseñados y rememorados en medio de risas por mi amá (madre). A ella, gracias,


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