Bioética, derechos y capacidades humanas

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Elizabeth Hodson de Jaramillo y Teodora Zamudio —Editoras—

bioenergía y agrocombustibles. su relevancia más allá de la polémica (2011) Albert Sasson

ecosistema y cultura. cambio global, gestión ambiental, desarrollo local y sostenibilidad (2012) Francisco González Ladrón de Guevara y Jorge Valencia Cuéllar

Bioética, derechos y capacidades humanas

biotecnologías e innovación: el compromiso social de la ciencia (2012)

este libro propone que la bioética, como joven disciplina aún en construcción, es una herramienta deliberativa que posibilita la mediación dialógica entre hechos y valores, entre principios abstractos y cursos concretos de acción, entre el relativismo ético extremo y el universalismo absoluto. La bioética es, para utilizar la expresión de Fernando Lolas, un “diálogo moral en las ciencias de la vida”. Concebirla de esta manera permite hacer una apuesta por ciertas formas de valoración de carácter universal. Pero este universalismo no puede ser ajeno a contextos específicos, ni indiferente a la pluralidad cultural. El presente texto afirma que es posible argumentar a favor de ciertos valores universales importantes para el desarrollo de las sociedades humanas, sin que eso signifique optar por formas de “imperialismo moral”. No pueden plantearse discursos bioéticos o biopolíticos que tengan coherencia argumentativa o que puedan guiar la conducta si se erigen a partir de un universalismo absoluto —que busca aplicar principios abstractos sin más— o de un relativismo extremo —para el que no pueden establecerse diferencias significativas en la prescripción de la conducta humana, ni realizarse comparaciones entre diferentes sociedades—.

germán alberto calderón legarda

Bioética, derechos y capacidades humanas

g ermán alberto c alderón le g ard a

es magister de la universidad nacional de Cuyo, 2001. Realizó una especialización en derechos humanos de la Escuela Superior de Administración Pública, en 1999. Fue director del Instituto de Bioética de la Pontificia Universidad Javeriana en el 2005. Algunas de la investigaciones que ha realizado son: El debate sobre la eutanasia, 2011; Calidad de vida y dignidad humana en el debate bioético, ante la libertad cultural, 2006; y Derechos humanos de la verdad: hacia un ética del reconocimiento, 2001. Su producción en revistas científicas comprende los artículos: “¿Puede un liberal ser solidario?”, en Universitas Philosophica, 2000; “La aplicación de la eutanasia en el caso de Holand”, en Agora Philosophica, 2005.

germán calderón

otros títulos de la editorial pontificia universidad javeriana

estudios en bioética


germán alberto calderón legarda

Bioética, derechos y capacidades humanas


estudios en bioética Reservado todos los derechos © Pontificia Universidad Javeriana © Germán Alberto Calderón Legarda Primera Edición: Bogotá, d. c., diciembre de 2012 ISBN: 978-958-716-570-8 Número de ejemplares: 500 Impreso y hecho en Colombia Printed and made in Colombia

Correción de estilo: William Castaño Diseño: Andrés Conrado Montoya Diagramación: Sonia Rodríguez Impresión: Javegraf

Editorial Pontificia Universidad Javeriana Carrera 7ª núm. 37-25, oficina 13-01 Edificio Lutaima Telefono: 320 8320 ext. 4752 www.javeriana.edu.co/editorial editorialpuj@javeriana.edu.co Bogotá, d. c. Calderón Legarda, Germán Alberto Bioética, derechos y capacidades humanas / Germán Alberto Calderón Legarda. -- 1a ed. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2012. -- (Colección del Instituto de Bioética). 164 p. ; 24 cm. Incluye referencias bibliográficas (p. 157-164). ISBN: 978-9581. BIOÉTICA. 2. ÉTICA. 3. DERECHOS HUMANOS - ASPECTOS MORALES Y ÉTICOS. I. Pontificia Universidad Javeriana. Instituto de Bioética. CDD 174.9 ed. 19 Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S.J. ech.

Agosto 15 / 2012

Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.


CONTENIDO

Introducción

5

Capítulo 1 la bioética como mediación dialógica 1.1.

La relación hechos-valores en bioética

11

1.2.

Dificultades en la interpretación del principialismo

1.3.

La bioética como “moral dialogante”

25

34

Capítulo 2 universalismo contextualizado: entre el relativismo ético extremo y el universalismo absoluto 2.1.

Relativismo cultural y relativismo ético

43

2.2.

La posibilidad de un relativismo moderado

2.3.

Universalismo en contexto

52

67

Capítulo 3 derechos humanos globales: una visión integral 3.1.

El concepto de derechos humanos

75

3.2.

Una concepción “institucional” de los derechos humanos

3.3

Salud y derechos humanos

3.4.

Libertad, desarrollo y derecho al desarrollo

3.5.

Derechos humanos y el carácter preventivo de la bioética

3.6.

Los derechos humanos concebidos globalmente

Capítulo 4 la complementariedad entre derechos y capacidades humanas 4.1.

81

92

El concepto de capacidades humanas

·3·

119

96 109

104


4.2.

Ética del desarrollo y capacidades humanas

4.3.

Calidad de vida y capacidades humanas

4.4

Relación entre derechos y capacidades humanas

A manera de conclusiones Bibliografía

157

153

125 143 147


INTRODUCCIÓN la bioética, una reciente disciplina aún en desarrollo, es, fundamentalmente, una herramienta deliberativa que posibilita la mediación dialógica entre hechos y valores, entre principios abstractos y cursos concretos de acción, entre el relativismo ético extremo y el universalismo absoluto. Tal es la tesis central de la presente obra. La bioética es, para utilizar la expresión de Juan Masiá Clavel, una “moral dialogante” o, en palabras de Fernando Lolas, un “diálogo moral en las ciencias de la vida”. Concebirla de esta manera permite, según se argumentará aquí, hacer ciertas formas de valoración que tienen un carácter universal, pero que no son ajenas a contextos específicos ni indiferentes a la pluralidad cultural. A esta forma de universalismo se la ha llamado en este libro, no sin reservas, universalismo contextualizado. El presupuesto del cual se parte plantea que puede argumentarse a favor de ciertos valores universales, importantes para el desarrollo de las sociedades humanas, sin que eso signifique optar por lo que algunos denominarían formas de “imperialismo moral”. Se defiende, entonces, una posición según la cual no pueden plantearse discursos bioéticos y biopolíticos que tengan coherencia argumentativa y la posibilidad de guiar la conducta, ni desde un universalismo absoluto, que pretende una aplicación sin más de principios abstractos, ni desde el relativismo extremo, para el que no pueden establecerse diferencias significativas en la prescripción de la conducta humana ni realizarse comparaciones entre diferentes sociedades. Para defender esta postura, se dan, en líneas generales, los siguientes pasos argumentativos. En primer lugar (capítulo 1), ·5·


se señala la mediación dialógica que establece la bioética entre lo fáctico y lo valorativo, su papel como diálogo interdisciplinario que media entre las ciencias y las humanidades. Se muestra que la bioética no puede limitarse a la “aplicación” de principios abstractos que presuntamente iluminan la toma de decisiones, pues esta no es una visión realista de la deliberación moral. Se afirma que es en el escenario de los derechos humanos donde puede volverse operativa la deliberación en torno a las preguntas bioéticas. El carácter dialógico de la bioética va más allá de lo que sugiere la noción de ética aplicada. En segundo lugar (capítulo 2), se argumenta en contra del relativismo ético extremo y del universalismo absoluto, y se formula la idea de un universalismo contextualizado que haga posible el pluralismo. En tercer lugar (capítulo 3), se propone aclarar y ampliar la conceptualización de los derechos humanos, pues estos deben responder a las realidades globales contemporáneas y a problemas específicamente bioéticos. Por último, y en cuarto lugar (capítulo 4), se contrasta el enfoque de los derechos con el de las capacidades humanas para mostrar cómo estos se complementan y contribuyen a comprender mejor conceptos como los de calidad de vida y desarrollo humano. Luego de dar estos pasos argumentativos, se concluye que el papel mediador de la bioética no es secundario, sino, precisamente, una de sus fortalezas, que además le permite conservar su especificidad, pese a que el ámbito de sus preocupaciones se ha ampliado considerablemente. Cada uno de estos pasos se da, a su vez, en cada uno de los cuatro capítulos que conforman el libro. Así, en el capítulo 1 se plantea la pregunta sobre la mediación dialógica de la bioética. No se trata de formular una epistemología como tal, sino, más bien, de establecer de qué manera el enfoque bioético puede mediar entre lo fáctico y lo valorativo. Se asume que el conocimiento técnico y científico de algo, por muy completo que sea, no sustituye por sí solo el ejercicio de las valoraciones. Pero, por otro lado, no se pueden hacer valoraciones morales si no se tiene un conocimiento suficiente de los hechos relevantes. Se acepta que hechos y valores (ser y deber ser) son dos órdenes lógicamente diferentes, pero no se acepta que se los trate como si no pudiese establecerse relación alguna entre ellos. Se procede a examinar ·6·


algunas dificultades en la interpretación del principialismo, no porque se piense que este no contenga elementos valiosos o no sea una teoría digna de respeto, sino porque algunas lecturas demasiado entusiastas de este nos alejan de la comprensión de la bioética como moral dialogante que se ha propuesto aquí. Si esta ha de entenderse como un diálogo no es porque “aplica” principios abstractos a situaciones concretas, sino porque provee un escenario adecuado para la deliberación. Se da aquí cabida a algunos autores latinoamericanos, en su mayoría críticos de ciertas interpretaciones del principialismo. No se hace esto por un sesgo regionalista, sino porque sus argumentos sobre el contenido y el método de la bioética son suficientemente sólidos e interesantes. Dadas las diferencias entre ética y moral, a lo largo del libro se han utilizado los dos términos procurando que a partir del contexto quede claro el sentido de cada uno. Basta decir que cuando se habla de diálogo moral, de moral dialogante o de reflexión sobre la moral estamos haciendo referencia al ejercicio deliberativo de la ética y la bioética. El capítulo finaliza sugiriendo algunas claves de lo que sería este diálogo moral, que va mucho más allá de lo que sugiere una concepción de la bioética como una simple “ética aplica”. Se sugiere que el diálogo interdisciplinar que propicia la bioética no es para nada una debilidad epistémica, sino, por el contrario, la fortaleza que caracteriza la forma como se ha venido constituyendo como disciplina, ha logrado identificar sus problemas y ha aceptado el reto de intentar resolverlos de una manera transparente. El segundo capítulo es decididamente un alegato, en el buen sentido, a favor de lo que se denomina aquí un universalismo contextualizado. Se parte de un presupuesto básico: el reconocimiento de la pluralidad cultural, como un hecho innegable del mundo contemporáneo, no debe conducirnos a un relativismo ético extremo. El alegato es, pues, también contra este último. Tanto la posición del relativista extremo como la del universalista incondicional imposibilitan de entrada cualquier discurso que aspire a dar razones para ciertos derechos y obligaciones que tienen aceptación universal en un sentido específico. Precisamente, la diversidad cultural y el pluralismo son posibles gracias al reconocimiento de algunas formas de valoración universal, cuyo ·7·


único objetivo debe ser el de proteger a los seres humanos de situaciones de opresión y miseria extrema, respetando sus diferencias. Se concluye que el universalismo no puede ser un universalismo sin más, pues este, de ser posible, opera siempre en contextos particulares. El tercer capítulo se pregunta por la posibilidad de una comprensión global de los derechos humanos, para lo cual explora el concepto mismo de derechos y, sobre todo, algunas concepciones contemporáneas de los derechos humanos que, en opinión del autor, agregan elementos novedosos a las discusiones actuales sobre ellos. Algunos “nuevos derechos”, como el derecho al desarrollo, se toman aquí como casos paradigmáticos de la ampliación global del discurso de los derechos humanos. La tesis es relativamente simple: lo más importante de los derechos humanos en el mundo de hoy es su fuerza moral. La posibilidad de su aplicación en la esfera de lo ético-político depende de la forma como sea posible dar cuenta de sus conceptos centrales y de su propia fundamentación. Una comprensión global de ellos debe ocuparse tanto de la dimensión “individual” como de la “colectiva”; tanto de los denominados “derechos negativos” como de los “derechos positivos”; tanto de las libertades fundamentales como de las necesidades básicas. El discurso de los derechos humanos, en el ámbito de la bioética, destaca el carácter preventivo de esta última, pero también su posibilidad de lograr consensos internacionales. Finalmente, algunos de los autores a los que acudimos aquí (Pogge, Sen, Santos) señalan la ruta hacia una concepción global e integral de los derechos humanos, basada en ciertas formas de cosmopolitismo que harían posible el diálogo intercultural. El cuarto capítulo podría leerse independientemente de los tres primeros, pero tiene con respecto a estos un carácter complementario en la medida en que propone que, al reconocer prioritariamente a los seres humanos como sujetos de derechos, se reconoce también que estos deben ser agentes de sus propios proyectos de vida. Por esta razón, se plantea que el vehículo indicado para abordar esto último es el discurso de las capacidades humanas (Sen y Nussbaum). En la esfera de lo político, algunas de las capacidades humanas tienen un estatus de “exigencia moral” y, en este sentido, se acercan mucho al concepto de derechos. Pero ·8·


en el ámbito del desarrollo humano son las capacidades las que proveen el escenario en donde los seres humanos agencian sus propias vidas. La perspectiva de las capacidades humanas permite comprender mejor lo que sería una ética del desarrollo y lo que son conceptos como el de calidad de vida, que resultan sumamente importantes para la bioética. Al final del capítulo se intenta explicar por qué estos enfoques (el de los derechos y el de las capacidades humanas), aunque diferentes, no resultan opuestos, sino complementarios en formas que aquí se sugieren, pero que aún han de explorarse más.

·9·



CAPÍTULO 1 L A BIOÉ TICA COMO MEDIACIÓN DIALÓGICA 1.1. L A REL ACIÓN HECHOS-VALORES EN BIOÉTICA desde qe hume señaló en el siglo xviii qe el tránsito del es al debe era un tránsito inválido, y se instauró en el discurso filosófico (particularmente en la filosofía analítica anglosajona) la alarma generalizada sobre la presencia de la falacia naturalista, ha cundido la opinión, no desprovista de gran fuerza argumentativa, según la cual no se puede fundamentar sobre los hechos ningún tipo de valoraciones morales. Los primeros no pueden conducirnos a las últimas, y mucho menos de manera directa. La primera conclusión que suele derivarse de esto, y con frecuencia de forma precipitada, es que de los “meros hechos” no pueden derivarse cuestiones de valor y que, por lo tanto, la ética y la bioética quedan excluidas de toda investigación objetiva, con lo cual su racionalidad es profundamente cuestionada. En el sector extremo de esta posición escéptica se puede concluir que la argumentación sobre la moral resulta imposible, pues no es factible justificación alguna con respecto a los consensos o disensos que se produzcan. En la bioética esto constituye un problema aún más notorio, si se tiene en cuenta que el núcleo problemático alrededor del cual giran sus análisis se configura, por un lado, a partir del cúmulo de conocimientos fácticos alcanzados en la investigación empírica (en genética, biología, medicina o ciencias medio ambientales, para mencionar solo algunos campos) y, por otro, a partir de valores filosóficos, religiosos, éticos, morales y las tradiciones culturales. Parecería entonces que estos dos mundos, el de los hechos y el de los valores, están completamente separados. · 11 ·


Como bien lo ha expresado el filósofo argentino Ricardo Maliandi (2002, 13), el problema fundamental de la relación ética-biotecnología, y por lo tanto, de buena parte del quehacer bioético en general, se subsume bajo dos conceptos: el de la eticidad de la ciencia, por un lado, y el de la cientificidad de la ética, por el otro. En cuanto al primero de ellos, la idea de que la ciencia tenía un carácter valorativamente neutral, que predominó durante mucho tiempo (particularmente desde la segunda mitad del siglo xix y la primera del siglo xx) se considera hoy equivocada. El saber por el saber mismo no puede, ni podrá, justificar los experimentos de los médicos nazis. Estos experimentos, como los experimentos de Tuskegee (Brand 1978, 21-29), son situaciones demasiado dolorosas, propicias para que la humanidad aprendiera que ningún saber, ni siquiera la ciencia, es valorativamente neutral. Sin embargo, es necesario especificar en qué sentido no son valorativamente neutrales. Una primera postura consiste en sostener que difícilmente se puede justificar la limitación de la investigación, puesto que el conocimiento por el conocimiento mismo constituye un ideal y una aspiración humana noble. Sin embargo, según esta misma postura, la forma como la investigación se haga y, sobre todo, las aplicaciones que se le den al conocimiento obtenido deben someterse a unos controles que sean el resultado de unos principios que sirvan como guía. Puntos de vista como el anterior pueden resultar, para algunos, ingenuos cuando no simplistas. El conocimiento científico y biotecnológico no se busca, ni se obtiene, al margen de intereses concretos: económicos, políticos, militares. Volvemos, entonces, al viejo problema: el conocimiento confiere poder. Y este es quizá el mayor riesgo moral, pues el poder puede utilizarse para oprimir a otros, aún en aquellos casos en los que la intención original era loable. Podemos, por ejemplo, a través de la publicidad o diversas formas de propaganda, modificar el comportamiento de la gente para ejercer algún tipo de control o para inducirla a ciertos tipos de comportamiento, pero se corre el riesgo de que los ciudadanos dejen de ejercer su autonomía o de que reciban una información incompleta. No hay, entonces, una ciencia desprovista de intereses. No hay en ella “pureza”, como posiblemente · 12 ·


no la hay en ninguna empresa realmente humana. La discusión debería darse entonces alrededor de cuáles intereses pueden considerarse legítimos y cuáles no. El otro concepto, según la reflexión de Maliandi, el de la cientificidad de la ética, se refiere no solo a los elementos críticos que la ética puede ofrecer como disciplina, sino a su capacidad de dar cuenta de sí misma, bien sea a través del análisis epistemológico de las normas éticas, del análisis de su propio discurso o de su capacidad para dar razones, aunque sean “razones distintas para aceptar una misma norma o un mismo valor; por ejemplo, el respeto a la dignidad humana” (Olivé 2005, 135). En realidad, este sigue siendo el mayor y más importante reto para la ética y para la bioética: poder lograr ciertos acuerdos alrededor de unos pocos valores que se puedan universalizar para ser aplicados con el apoyo de la razón, es decir, sin imponerse, aunque se llegue a ellos por diferentes vías. Estas vías corresponderían a las distintas concepciones sobre la vida y sobre la moral que tienen las diversas comunidades humanas. La pregunta es, concretamente, por la posibilidad de que la razón pueda dar criterios para la acción moral y de que no se quede corta a la hora de valorar dichas acciones en el marco de diversas teorías éticas, en donde cabe también la pluralidad de teorías. Por más que se diferencien entre sí diversas teorías éticas (principialismo, utilitarismo, contractualismo, etc.), todas tienen un propósito común: iluminar la acción de tal manera que las razones que se den para tomar determinadas decisiones correspondan a juicios que son producto de criterios razonables, y no a la arbitrariedad de los argumentos de la autoridad, la tradición, los favoritismos, las explicaciones providencialistas o las posturas ideológicas inmodificables. Por esto mismo, podemos sostener que se equivocan profundamente aquellos que piensan que no es necesaria tanta reflexión teórica y tanto debate para resolver problemáticas que tocan asuntos vitales de los seres humanos. Este aparente “pragmatismo” se queda corto a la hora de ofrecer razones a los ciudadanos, que esperan respuestas a problemáticas que tocan la esfera de lo público, y, lejos de resolver las cosas, las complica al optar por “soluciones” no suficientemente ponderadas ni consensuadas. · 13 ·


La pregunta por la cientificidad de la ética es perfectamente válida, siempre y cuando no nos limitemos a una comprensión excesivamente estrecha del concepto de ciencia y estemos dispuestos a incluir también las diversas disciplinas, los nuevos “objetos” transdisciplinares y, por qué no, aun a riesgo de ser demasiado laxos, otros saberes, tal como lo sugiere Paul Feyerabend (1981) en defensa de lo que él llama una “teoría anarquista del conocimiento”. Aunque solo encuentre respuestas provisionales, responder a la pregunta específica por el carácter científico de la ética (tomada esta como una disciplina filosófica que nos daría los fundamentos racionales de la acción moral) requiere explicitar el aparato teórico que nos permita pensar que algún tipo de conocimiento ético es posible. A menos que seamos “emotivistas” extremos (Ayer 1965) y pensemos que la ética es fundamentalmente una cuestión de expresión de actitudes de rechazo o aprobación frente a ciertas conductas, existe la necesidad de encontrar formas de justificación del discurso ético. Es necesario ser cuidadosos, pues estamos en una época en que la sola mención de fundamentos absolutos despierta sospechas que, a decir verdad, no son del todo infundadas. Por otro lado, cuestiones como el estatuto epistemológico de las ciencias sociales y de las ciencias naturales; las fronteras cada vez más difíciles de trazar entre diversos tipos de saberes; la necesidad de abordar los problemas de manera interdisciplinaria y transdisciplinaria (Jaramillo 2005, 59-71); la aparición de una problemática bioética que surge de la necesidad de responder a problemas vitales urgentes (aun cuando carezcan de un objeto de conocimiento perfectamente definido); todas estas cuestiones son factores que sumados hacen que la reflexión sobre el estatuto epistemológico de la bioética, y de la ética en general, no pueda darse por supuesta (Sotolongo 2005, 95-123). Pero aunque no puedan darse fundamentos últimos, esto no debe interpretarse como si no fuera posible ofrecer argumentos razonables y sólidos que den cuenta de la coherencia y la racionalidad de nuevos discursos interdisciplinarios, entre los que, por supuesto, la bioética tendría un lugar de liderazgo. Si aspiramos a encontrar criterios razonables para la acción y así contribuir, aunque sea de manera modesta, a la solución · 14 ·


de los difíciles problemas que surgen de la relación entre ética y tecnociencia (esto es, al intento de la bioética de ofrecer soluciones hasta donde sea posible) es necesario que, sin abandonar el espíritu crítico, se haga a un lado el escepticismo absoluto frente a las posibilidades de fundamentación, así sea solo como ejercicio reflexivo. Esto no significa ser crédulos ni dogmáticos, sino solamente mantener abierta la posibilidad de que la razón ejercite su papel mediador. Pues una cosa es un escepticismo moderado que ejercería un papel crítico (Torralba 2005, 33) y otra, el escepticismo absoluto, que haría imposible, de entrada, el avance de cualquier saber. Tal vez la tendencia hacia ciertos tipos de escepticismo se derive de la conciencia, hoy muy extendida, de que si se habla sin más de la fundamentación científica de las normas morales lo más probable es que entremos en una empresa que está condenada al fracaso. Al comienzo de este capítulo mencionamos a Hume, de quien, entre otras cosas, recibimos como legado la constatación de la “inderivabilidad” del deber ser a partir del ser. Cuando sucede esto se comete lo que Moore, a comienzos del siglo xx, llamó la falacia naturalista (1993). El análisis de Moore es ligeramente diferente en cuanto que, para él, de lo que se trataba era de señalar que los términos éticos no pueden ser definibles en términos de cualidades naturales, es decir: aún suponiendo que sepamos mucho sobre cómo es algo (incluso si nuestro conocimiento de ese algo es completo), no podemos inferir a partir de dicho saber cómo debe ser ese algo. La consecuencia que tradicionalmente se ha inferido de esta distinción, tomada de modo más amplio, es que el discurso ético y el discurso normativo no pueden derivarse del conocimiento empírico. Esto es particularmente notorio, e incluso dramático, en el análisis de los problemas bioéticos, pues, en muchos contextos en los que surge este tipo de reflexión, aparece con frecuencia cierto tipo de expectativa según la cual el conocimiento de las disciplinas científicas particulares resolvería eventualmente las preguntas morales o del deber ser. Optar por esta vía es, además de filosóficamente problemático, políticamente riesgoso cuando es llevado a extremos. Es posible imaginar un ejemplo en el que, como resultado de algún progreso biotecnológico, recursos como · 15 ·


los órganos humanos dejaran de ser escasos, según esta vía, se inferiría de forma casi natural que esa situación haría desaparecer los problemas éticos que surgen de la donación y acceso al recurso. Al modificar la realidad se pensaría que ya no se hace necesario tomar ciertas decisiones que pueden resultar conflictivas. Pero estas son situaciones ideales, aunque posibles. Desafortunadamente, la mayoría de las situaciones problemáticas en ética no tienen ese feliz final. Con respecto a los problemas bioéticos, si bien es cierto que reviste una gran importancia traer las falacias a la superficie, no debe permitirse que el temor a cometerlas tenga efectos paralizantes en la reflexión moral práctica. En el caso de la falacia naturalista los ejemplos en bioética abundan y no son de ninguna manera triviales (aborto, estatuto del embrión humano, relativismo cultural, relativismo ético). Kottow (1995, 59) nos da los siguientes ejemplos de falacias naturalistas en el discurso cotidiano: 1. En Chile se producen 200.000 abortos clandestinos al año (descripción), lo que hace recomendable legalizar el aborto (prescripción). 2. Si la ley exige o prohíbe un determinado acto (descripción), bastará decidir en concordancia con ella para actuar éticamente (prescripción).

Aquí tenemos típicos ejemplos del intento fallido de explicar en términos éticos lo que tiene una base informacional en los hechos o datos de algún fenómeno social. El segundo tipo de falacia es quizá el menos interesante para este trabajo y se ha denominado falacia moralista. Consiste básicamente en inferir, a partir de la valoración de una situación particular, que algo sucederá necesariamente. Típico ejemplo de ella son proposiciones como: “el país está tan mal que las cosas tienen que empezar a mejorar”, pero lo que puede suceder en la realidad es que las cosas empeoren. La falacia moralista no es muy interesante desde la perspectiva del análisis filosófico, pues es muy poco sustentable una vez se la examina. Sin embargo, no debe perderse de vista, pues, a la hora de evaluar situaciones y de entender las opiniones de los ciudadanos, nos permite una mejor comprensión de determinadas controversias morales. Cabe · 16 ·


anotar aquí que la ética en general y la bioética en particular no deben ser indiferentes al cómo y al porqué de ciertas opiniones morales. Esto no resuelve los problemas éticos como tales, pero ayuda a comprenderlos, o por lo menos da pistas de por qué ciertos sectores de la población piensan de determinada manera. Ahora bien, volviendo a la falacia naturalista, podemos aceptar que ser y deber ser, pertenecen a dos ámbitos diferenciados y diferenciables, lo cual es una distinción de carácter lógico fácilmente sustentable. Pero más allá de esta distinción no podemos pensar la ética ni la bioética como ética práctica si mantenemos que operan a partir de dos órdenes completamente desvinculados entre sí: el del conocimiento fáctico de las ciencias, o de los enunciados de hecho, y el de las valoraciones, o de los enunciados normativos, es decir, los juicios morales. Las cosas se vuelven excesivamente complicadas si pensamos que no pueden establecerse vasos comunicantes entre los dos universos. En el siguiente capítulo, haremos referencia al grave error que se comete al inferir, a partir de la reiterada constatación de un hecho, por ejemplo, la variedad de culturas y de modos de vida (pluralidad cultural), conclusiones normativas extremas sobre la conducta humana, como es el caso del relativismo ético extremo. Por ahora es mucho más prudente pensar que ninguna descripción de una sociedad determinada basta como premisa y fundamento de lo normativo. Sin embargo, no debe olvidarse que la descripción de hechos —sean estos de carácter cultural o hechos institucionales en el sentido propuesto por John Searle (1995)— es una cosa, mientras que la formulación de juicios valorativos es otra. Lo que para muchos resulta sorprendente y alarmante es que los objetos creados por la tecnociencia cambiarían este planteamiento. El “deber ser” de algo tendría que ser discutido antes de que dicho algo pueda “llegar a ser”. La apelación a un principio de responsabilidad y del carácter preventivo de la tecnociencia, se esgrime ante la imagen todavía ficticia, aunque no imposible de concebir, de un clon predeterminado o de un cerebro diseñado en un cuerpo prefabricado. Curiosamente, y lejos de la espectacularidad de lo inédito que parece seducir a ciertos autores (Hottois 1991), esto cambiaría el orden de las cosas y la relación entre lo “creado” y su “creador”, pero no reduciría en lo más mínimo la · 17 ·


necesidad de hacer valoraciones sobre las consecuencias deseables o indeseables del “deber ser” de un algo que se produzca. Frente a la relación entre lo empírico y lo normativo hay mucho qué decir, y efectivamente se ha dicho mucho. Algunas veces se ha pretendido que, a partir de la constatación y explicación de hechos empíricos, se puede obtener un esclarecimiento total (originado en respuestas basadas en la experticia) de lo que debería hacerse. Pero como lo han demostrado muchos autores, tal garantía no existe. John Harris (2004, 18-27), por ejemplo, va mucho más lejos al afirmar, en un espíritu más radical, que si bien el conocimiento de los hechos es importante en bioética, este no puede por sí mismo resolver los asuntos normativos y valorativos, pues estos son independientes del conocimiento técnico y científico que tengamos de algo. Harris llega incluso a advertir sobre el peligro de cometer lo que él denomina la “falacia empirista”, que sería una especie de falacia naturalista llevada al extremo. Si se parte del supuesto de que la ética podría prescindir del “deber ser”, para concentrarse en describir, su advertencia estaría justificada, pues es cierto que la investigación empírica no es investigación sobre ética. De esto se concluye que existe una gran confusión sobre aquello a lo que se refiere la metodología de la bioética: si bien es cierto que esta se caracteriza como una forma de investigación multidisciplinaria, resultaría más adecuado, en su opinión, sostener que la bioética es una rama de la ética aplicada que se alimenta de la experticia y de los descubrimientos de otras disciplinas, pero que, pese a la confluencia de todas ellas, son los métodos de la ética y de la filosofía los que la definen y resultan indispensables para su investigación. Según el esquema que él presenta (Harris 2004, 20), la bioética es una parte de la ética aplicada, que comprende la ética médica y la genética. A su vez, la ética aplicada es una parte de la ética. Al optar por este punto de vista, que es más bien escéptico sobre la posibilidad de que los estudios empíricos iluminen la investigación bioética, Harris está teniendo en cuenta el fenómeno de la globalización de la ética: el hecho de que la agenda en asuntos éticos que se propone está determinada, más que por ninguna otra cosa, por los comités internacionales o nacionales de ética y los convenios o protocolos que usualmente surgen de allí. Esto le · 18 ·


parece problemático, en primer lugar, porque las urgencias políticas de sacar adelante una agenda determinada empobrecen el nivel de los argumentos éticos; y, en segundo lugar, porque estos documentos llegan a ser con prontitud puntos de referencia obligatorios para las decisiones éticas, lo cual resulta preocupante, no solo porque se empobrecen aún más los argumentos que de por sí ya son presentados de manera mucho más breve (lo que llega incluso a perjudicar el trabajo serio y profundo en bioética), sino también porque los documentos suelen ser declaraciones públicas breves sobre diversos asuntos que representan diferentes intereses y problemáticas muy amplias. Un problema adicional, en este orden de ideas, es que si se argumenta que las declaraciones o convenios son el producto de consensos a los cuales se llega a partir de reuniones del más alto nivel institucional, este hecho, que en sí mismo es deseable, no resuelve el problema de los conflictos entre principios y las circunstancias en las cuales dichos principios tratan de aplicarse. Tampoco aquí los ejercicios de recolección e interpretación de datos a través de encuestas, que en el mejor de los casos solo revelan ciertas preferencias de la “opinión pública”, resuelven los problemas. Esto suele ser aprovechado por Gobiernos o por partidos políticos, aunque no necesariamente con intenciones dudosas. Las encuestas de opinión sobre asuntos morales pueden ser útiles en la medida en que señalan ciertas tendencias y permiten conocer las opiniones de diferentes sectores de la sociedad, pero no son ellas mismas la respuesta a los problemas éticos. Según esta visión escéptica de Harris, el mismo principio de precaución, tan importante en bioética para la evaluación del riesgo, corre este tipo de peligros. Pues el solo hecho de tratar de manera responsable los riesgos y peligros que pueden implicar ciertas políticas públicas puede constituirse en un impedimento para realizar cambios que quizá resulten necesarios. No hay que estar del todo de acuerdo con la posición de Harris para aceptar que algunos de sus ejemplos son difíciles de rebatir. Un ejemplo relevante es el que desarrolla con referencia al debate que se dio en Inglaterra sobre la fertilización humana y la embriología. En la “Human Fertilization and Embryology Act” de 1990, cláusula 13.5 de su capítulo 37, se dice que “ninguna mujer recibirá servicios de tratamiento (de · 19 ·


fertilización) a menos que se haya tomado en cuenta el bienestar del niño que nacerá como resultado de este tratamiento (incluyendo la necesidad de ese niño de tener un padre) y el de cualquier otro niño que pueda ser afectado por dicho nacimiento”1. Este requisito, según Harris, hace que mucha gente objete la moralidad de la oferta de reproducción asistida porque dicha posibilidad es, según se ve, contraria a los intereses del niño. Aquí radica el problema: puesto que no hay evidencia disponible que nos muestre que la reproducción asistida sería perjudicial para los intereses del niño, se corre el riesgo de que, por hacer valer prejuicios, se puedan afectar o frustrar las opciones reproductivas de otros. ¿Cuál es, se pregunta Harris, la evidencia para demostrar que el uso de ciertas tecnologías reproductivas puede tener efectos que son contrarios a los intereses del niño que nacerá como resultado de estos procedimientos? No hay evidencia empírica aquí que muestre que se están interpretando los intereses de ese niño o que pueda decirse algo verdaderamente fundamentado, más allá del prejuicio o la especulación. Pero incluso si la evidencia empírica pudiera ofrecerse, habría que desarrollar un punto de vista sobre la relevancia moral de los hechos. Este punto de vista no se adquiere a partir de la evidencia empírica. La formación de un juicio moral y, más precisamente, de un juicio ético no depende únicamente de información sobre hechos empíricos, aunque, por supuesto, esta es relevante, algo que Harris parece negar erróneamente. Frente a esto ha de decirse que la bioética tiene que enfrentar, inevitablemente, la tarea de dilucidar el papel del conocimiento empírico y su relación con lo valorativo. Hay que establecer aquí mediaciones que no impliquen reducir lo uno a lo otro ni banalizar las relaciones que han de establecerse. Asimismo, hay que complementar lo anterior con juicios que pueden no ser puramente valorativos, sino también prudenciales, como se puede ver en muchos ejemplos posibles. Basta con señalar que en el caso del 1 “A woman shall not be provided with treatment services unless account has been taken of the welfare of any child who may be born as a result of the treatment (including the need of that child for a father), and of any other child who may be affected by the birth”.

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conocimiento tecnocientífico se trata de dar razones para establecer la conveniencia o inconveniencia de implementar ciertos procesos o innovaciones que se anuncian como generadores de inigualables beneficios para la humanidad presente y futura. Un caso concreto muy discutido, y aún no plenamente resuelto, es el de los alimentos transgénicos (Fernández 2002, 130). Se tiene aquí la expectativa, al parecer fundada, de que la bioética pueda contribuir con algunos criterios ético-políticos que orienten la toma de decisiones en biotecnología. Y esto depende, en buena parte, del conocimiento empírico (tecnocientífico) de este que nos ilustre sobre los efectos que dichos alimentos puedan tener en la salud humana y en la economía de los alimentos, en la industria agrícola y en el acceso a la seguridad alimentaria. Ese análisis debe incluir las realidades políticas y la adopción de ciertos supuestos, como el principio de precaución o “marco general de la ética aplicada a la biotecnología” (Fernández 2002, 144). Al reflexionar sobre los diferentes aspectos relevantes que hacen parte de estos debates, tenemos que concluir que puede resultar tan errónea la pretensión de que la sola constatación y explicación de los hechos pueda conducirnos a un esclarecimiento total de lo que debe ser (originado en respuestas basadas en la experticia), como la posición de Harris según la cual el conocimiento de los hechos no resuelve para nada los asuntos valorativos y normativos, pues estos son independientes del conocimiento tecnocientífico de algo. Pero independientes no es lo mismo que irrelevantes. Y la razón por la cual estas dos posiciones resultan extremas es que un mayor y más completo conocimiento de algún fenómeno particular, sea este del mundo natural o un fenómeno social, sí puede conducirnos a realizar valoraciones más ponderadas, aunque estas no sean reductibles a los hechos. La bioética debe intentar aquí una mediación que pasa por poner en diálogo diferentes saberes o sectores de la realidad. Entre ser y deber ser tienen que existir algunos vasos comunicantes que contribuyan a menguar las distancias. Sin embargo, más allá de que aceptemos o no esta dicotomía, hechos/valores, que a juicio de Moulines (1991, 26-42) está dando ya señales de resquebrajamiento, es importante tener en cuenta la observación de Kottow (2005, 9) donde señala que los juicios · 21 ·


éticos también exhiben el atributo de hablar válidamente tanto de lo que debe ser como de lo que es, “pudiendo ser mensurados por la veracidad de su contenido”. Filósofos contemporáneos como Hilary Putman (2004), para quien la falacia naturalista ya no es sostenible, y Bernard Williams (1997, 169), para quien “la comprensión ética necesita incorporar como suya una dimensión social explicativa”, han señalado el poco sustento de la dicotomía hechos/valores, pues para ellos el lenguaje contiene tanto descripciones como valoraciones. También Nicholas Rescher defiende la objetividad de los valores sobre la base de que hay una cuestión crucial en lo concerniente al verdadero valor del elemento en cuestión: […] lo que cuenta no es la preferencia (preference) sino la preferibilidad (preferability): no lo que la gente quiere, sino lo que debería querer; no lo que la gente realmente quiere, sino lo que la gente sensata (sensible) o bien pensante (right-thinking), debería querer dadas las circunstancias. El aspecto normativo es ineliminable. (1999, 90)

Dado que los seres humanos tienen intereses reales, las preguntas sobre lo que es bueno para nosotros, o lo que redunda en nuestro mayor interés, tienen sentido para una racionalidad que postule unos fines que deban y puedan ser valorados. Así, por ejemplo, el precepto que para Kant tenía el carácter de máxima universal: “trata a toda persona como fin en sí mismo y no solo como medio”, es una máxima de conducta que guía las acciones humanas hacia un fin, pero este fin coincide con los intereses de los seres humanos y no se ve por qué no ha de ser universalmente aceptable, al menos desde el punto de vista de las necesidades humanas, sin que necesariamente esto signifique que aspiremos con Kant a obtener un fundamento trascendental de la moral. Se puede estar de acuerdo en que no es una verdad científica o que no describe el mundo tal como es, pero ciertamente es una aseveración racional y razonable, así sea que solamente se postule como verdad moral o como una máxima a partir de la cual se puede intentar reconocer las necesidades humanas como reales, en cuanto estas no atenten · 22 ·


contra el reconocimiento de los otros, como lo señala Agnes Heller (1996, 57-82)2. Filósofos como Richard Hare (1995) han insistido en preservar la característica de aplicabilidad universal de los juicios éticos. Esto no significa formular principios universales abstractos, sino orientarse por lo razonable. Como nos lo recuerda Kottow, “el discurso moral es normativo, pero es ejercido como una facultad natural de seres que razonan y desarrollan una interacción simbólica en la cual buscan justificar sus creencias y enfrentar discrepancias” (2005, 11). Desde otra orilla, Ulises Moulines (1991, 37) nos recuerda que si somos estrictos en la semántica del discurso con contenido cognoscitivo, no deberíamos hablar de descripciones de objetos o estados de cosas. Según él, se debería hablar de discurso fáctico en vez de discurso descriptivo, pues: […] en cuanto se alcanza un nivel mínimo de teorización (y prácticamente todas las ciencias e incluso muchas porciones de nuestro lenguaje cotidiano han alcanzado hoy en día este nivel), no puede hablarse propiamente de descripciones. De lo que hay que hablar es de interpretaciones.

Por lo tanto, se podría afirmar que si los constructos de la ciencia no son propiamente “descripciones” que corresponden al mundo tal como este es, no habría entonces razón para no flexibilizar un poco las exigencias que se hacen a los enunciados éticos, pues el mismo discurso de las ciencias duras está sujeto a interpretaciones. La ética y la bioética interpretan, pero, por supuesto, tienen que vérselas con una problemática compleja en la que se deben articular principios, obligaciones y normas de conducta, y ello sin abandonar la referencia a problemas urgentes que requieren algún tipo de respuesta sobre lo que deba o no deba hacerse. Terminaremos esta parte de la reflexión con un ejemplo sobre cómo el conocimiento empírico de algo puede servirnos para tomar decisiones razonables o mejor informadas, sin que esto signifique que las valoraciones se identifiquen con el conocimiento empírico como tal o que se deriven de él. En esto también hay 2 Especialmente en el capítulo 2, cuando se pregunta: “¿Se puede hablar de necesidades ‘verdaderas’ y de ‘falsas’ necesidades?”.

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interpretación, pero lo importante es que pueda advertirse de qué manera se puede aprender moralmente de la experiencia, sin que esto tampoco signifique que la sola experiencia basta para resolver problemas valorativos. El ejemplo es el proceso que condujo en Holanda a la legalización definitiva de la práctica de la eutanasia. No se sostiene aquí que este procedimiento haya sido perfecto y que no haya dejado interrogantes por resolver. Pero ciertamente fue, comparativamente hablando, un poco más democrático y ponderado en cuanto se permitió el debate y se hizo investigación empírica sobre las actitudes de la gente y de los actores involucrados en la toma de decisiones. Fueron realizados varios estudios que buscaban, entre otras cosas, establecer las actitudes de los médicos frente a la muerte de sus pacientes; la frecuencia con que se practicaba la eutanasia; las características sociales y familiares de los pacientes; la ocurrencia posible de la eutanasia no solicitada; el subregistro de casos; y la aplicación de la eutanasia incluso en aquellos casos en que los médicos pensaban que los cuidados paliativos eran aún posibles. Se buscó también información sobre las actitudes de los familiares de los pacientes y de funcionarios de la justicia encargados de vigilar estas prácticas. En sí mismos, estos estudios no resolvían el problema ético de si se debía o no levantar la prohibición de la muerte por piedad, pero permitieron tener un conocimiento mucho más amplio de las actitudes de la sociedad frente a una práctica como esta. Por supuesto, los mismos resultados de los estudios empíricos, que fundamentalmente eran estudios sobre las actitudes de los agentes involucrados, estaban sujetos a interpretación y esto también generó controversia. Pero lo valioso aquí es que, sin perder de vista la tradición de tolerancia que había en Holanda sobre estas prácticas, antes de legalizarlas definitivamente se hizo un esfuerzo considerable por obtener conocimiento empírico sobre un fenómeno social determinado que tiene muchas implicaciones ético-políticas, lo que permitió no solo sopesar las actitudes de aprobación o desaprobación, sino también las razones que se daban a favor de uno u otro curso de acción sobre la base de una mejor información (Calderón 2005). A partir de esto, se puede afirmar que, si se hace un análisis detenido sobre algún tema controversial en bioética, nos daremos cuenta de que el conocimiento de los hechos como base de la · 24 ·


información es indispensable, pero que estos por sí solos no resuelven el debate moral. El debate, al igual que la misma interpretación de los hechos, depende de nuestras valoraciones morales. Pero, por otro lado, resulta irresponsable hacer valoraciones si no comenzamos con el conocimiento de los hechos y del contexto en que estos tienen lugar. Los hechos solos no son suficientes para modificar nuestros puntos de vista morales (Calderón 2005, 70), pero sí pueden darnos razones para confirmarlos, revisarlos o rectificarlos. La mayoría de los problemas que se discuten en bioética exhiben esta característica relacional (hechos/valores). Por esta razón, haríamos bien en no pensar que la falacia naturalista condena a la ineficacia cualquier valoración que se haga sobre problemas bioéticos y biopolíticos y que estamos condenados a una separación tajante entre el mundo de los hechos y el mundo de los valores.

1.2. DIFICULTADES EN L A INTERPRETACIÓN DEL PRINCIPIALISMO Pretender un tipo de derivación directa de lo que es a lo que deber ser, o querer reducir cosas que son diferentes sin considerar que debe haber mediaciones de la razón, es un error sobre el que se ha querido advertir en las páginas anteriores. La otra gran fuente de confusiones en bioética es pretender que se puede deducir lo que debemos hacer de principios previamente dados, sin que haya mediaciones dialógicas y auténticos esfuerzos por deliberar. Es importante tener presente que en ética y en bioética el uso del concepto de principio ha sido muy difundido, pero no se ha caracterizado precisamente por su claridad. Se puede decir que una cosa es, para dar un ejemplo, el imperativo categórico kantiano en líneas generales, y sus varias formulaciones como principio general, y otra, la postulación de cuatro principios “intermedios” que, como en el caso de los de Georgetown, pretendían tener equivalencia normativa. Algunos autores ponen en duda que los principios de Belmont-Georgetown3 tengan, en realidad, la fuerza prescriptiva para desarrollar una propuesta bioética convincente: “Los principios bioéticos han tenido pretensiones 3 Principios éticos y orientaciones para la protección de sujetos humanos en la experimentación. Ver: Abel 2001, 219.

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de rigurosidad que han sido criticados y desestimados, llevando a una progresiva flexibilización que hace muy difícil clasificarlos dentro del discurso de la disciplina” (Kottow 2005, 16). Sobre esto habría que prender las alarmas, pero lo que se manifiesta por su propio peso, en primer lugar, es la dificultad para negociar un ordenamiento jerárquico de los principios o la forma de resolver las situaciones de incompatibilidad. Algunos autores han enfrentado este problema sin evadir la posible formulación de un ordenamiento jerárquico de principios, pero esto resulta una empresa muy difícil, en cuanto se buscaría una primacía ontológica de alguno de ellos, o de algunos de ellos, sobre los otros. Diego Gracia (1998, 98) opta por la primacía de la no maleficencia y la justicia, por ser principios de bien público. Veatch (1995) privilegia la autonomía y la justicia, pues para él estos son deberes perfectos. Resulta también interesante la propuesta de Maliandi (2002, 25) según la cual “en la bioética los principios de justicia y autonomía representan la dimensión sincrónica, mientras que los de no maleficencia y beneficencia, la diacrónica”. Su análisis, que merecería un estudio más detenido, plantea que la conflictividad de los principios es inherente a ellos, lo que a su vez expresa la tensión intrínseca de la razón y la tensión entre principios. Pero al reconocer la inherencia de la conflictividad debe postular un quinto principio (un metaprincipio), que él denomina de convergencia, pues solo este permitiría mantener el equilibrio entre los demás principios cardinales. Podría decirse, a riesgo de simplificar demasiado, que el planteamiento de Maliandi, sin lugar a dudas sólido y riguroso, salva los principios pero introduce un metaprincipio que está por fuera de ellos. Hay mucho más en su planteamiento, pero lo que se señala aquí con respecto al principialismo es que cada uno de los principios, tomado separadamente, no se sostiene. Es decir, deben ser respaldados por algún tipo de teoría ética. Otras lecturas del principialismo pueden no ser tan resistentes, y menos las interpretaciones que se han hecho de ellas. Una de las primeras dificultades ha sido señalada por Kottow (2005, 18) y consiste en que el concepto de deberes prima facie se trasladó, no se sabe en qué momento, de los deberes a los principios, pero los principios no son tan flexibles ni se adaptan fácilmente a los análisis que surgen a partir de contextos específicos. Por otro · 26 ·


lado, cualquier principio está lejos de equipararse con una teoría moral, incluso depende de ella; de lo contrario, resulta muy difícil fundamentar su generalidad. Los principios no abarcan todos los temas de la bioética y quizás evitan abordar los más importantes: “la autonomía, por ejemplo, ha sido invocada para negarle validez a los argumentos que favorecen un derecho universal a la atención médica, por cuanto todo compromiso social impositivo interfiere indebidamente con la libertad individual” (2005, 19). Hay dos razones más que Kottow expone contra la aplicación de los cuatro principios (justicia y autonomía, maleficencia y beneficencia). La primera tiene que ver con el hecho de que la bioética debe articularse con las orientaciones de una teoría ética y los enunciados que surgen de esto no deben tener carácter de principios. La segunda se refiere a que ninguno de los principios de Georgetown es privativo de la bioética, pues todos podrían incluirse en el discurso de cualquier otra ética aplicada, y a que, por ser tan generales, de ninguna manera podrían ofrecer soluciones a problemas que surgen de diferentes prácticas sociales. Así pues, los equilibrios reflexivos y la deliberación moral no se favorecen con una interpretación rígida de estos principios. Por esta razón, Kottow concluye que una bioética pensada para contextos como el latinoamericano deberá orientarse a la búsqueda de la justicia y al ejercicio de la protección, para lo cual el principialismo de origen anglosajón resulta un poco exótico. Si esto es así o no, tendría que mirarse con mayor detenimiento. Pero ciertamente la presunta aplicación de los cuatro principios a una realidad tan compleja y desigual como la de los países del sur sigue causando el mismo efecto que tiene una película mal doblada cuyo lenguaje escasamente entendemos. Este “extrañamiento” se explica porque el principialismo nunca se pensó para contextos que resultan tan diferentes y tan complejos. Juan Carlos Tealdi (2005, 49), por su parte, critica lo que él denomina un fundamentalismo de los principios éticos de Georgetown, y lo hace señalando tres consecuencias no deseables propias de tal lectura. Según él, esta interpretación fundamentalista del principialismo: 1. Sostiene la existencia de principios éticos fundamentales aceptados por todas las épocas y culturas y aplicables en modo universal a todos los agentes y acciones en todo tiempo y lugar, siendo poco

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sensible a los contextos en los cuales se verifican los hechos morales y se toman las decisiones éticas; 2. Disocia los principios éticos de los derechos humanos e invierte su grado de subordinación convirtiendo la moralidad interpretativa e históricamente constructiva de los derechos humanos en legalismo rigorista deductivo. 3. Bajo el manto de un combate teórico contra el relativismo cultural no respeta en la práctica el papel de los valores culturales y comunitarios en la razón moral.

Hay varias consecuencias que se derivarían de esta crítica a las concepciones fundamentalistas de los principios. Dos de las cuales interesan aquí de manera particular: la primera es la subordinación de los derechos humanos a los principios éticos (enunciada en el punto 2); la segunda tiene que ver con el peligro de convertir este fundamentalismo en imperialismo moral (enunciada en los puntos 1 y 3). Las implicaciones que señala el autor deben ser abordadas porque son muy importantes, empezaremos por la segunda, que se refiere al universalismo sin reciprocidad moral, y la primera se abordará luego. Por imperialismo moral, en líneas generales, se entiende todo intento de imponer por parte de culturas o países dominantes, a través de diferentes formas de coacción, conductas morales específicas sobre otros países o culturas. Se habla entonces de culturas hegemónicas y de un imperialismo en lo que se refiere a la moral. Se ha dicho también que ciertas formas de universalismo basadas en el principialismo, como el que le atribuyen algunos críticos a Ruth Macklin (1999) conducen a formas de imperialismo moral, por tanto los derechos humanos “occidentales” que pretenden derivarse de aquí son también formas hegemónicas de valoración moral. ¿Es esta crítica suficientemente fundamentada? La respuesta podría ser afirmativa si las consecuencias normativas que pretenden derivar se obtienen a partir de principios ajenos a los contextos a los que se quieren aplicar. Esto se da si la comprensión de dichos contextos históricos y culturales es insuficiente, o si llega a creerse que todo ideal moral se basa en una ética en la que lo único verdaderamente importante es el individuo aislado. Pero para hacer justicia a la autora habría que mirar con mayor cuidado su argumentación. · 28 ·


Aquí se toma una vía ligeramente diferente: se sostiene que buena parte de lo que se debate entre el relativismo ético y los universales morales podría apreciarse mejor si se tiene presente las condiciones en las cuales suele darse este tipo de controversias. Si se tiene en cuenta que muchas veces la retórica de principios se trae como un discurso que viene “desde arriba”, entonces se estaría dando algo sobre lo que Tealdi nos advierte; prescripciones universales sin más, que se impondrían sin dar una mirada cuidadosa sobre los universos culturales a los que se pretende que puedan aplicarse. Al respecto resulta diciente el siguiente borrador de declaración que Sandra D. Lane y Robert Rubinstein, en polémica con Macklin, presentaron a una sociedad académica norteamericana. En años recientes se ha reconocido que mujeres y niñas sufren discriminación en muchas sociedades. En muchas partes del mundo las mujeres reciben menos alimento y cuidado médico que los hombres y los niños; en zonas de conflicto civil mujeres y niñas son violadas como una estrategia intencional de guerra; en muchos países la violencia doméstica causa heridas graves, discapacidad y muerte; en algunas áreas las niñas son sometidas a cirugías genitales tradicionales que causan severas y duraderas consecuencias para la salud y en otras zonas las cirugías cosméticas y las presiones para lograr el ideal de una figura esbelta también tienen consecuencias negativas para la salud. (Lane 1996, 31-40)

A riesgo de simplificar, podría sugerirse aquí que en la comprensión del problema se pueden intentar algunas mediaciones. El primer aspecto que hay que observar es la manera como los autores se refieren a las “cirugías tradicionales” que se practican a las mujeres de algunas zonas de África. Quizás esta referencia general, que no implica de entrada un juicio de valor, genere menos prevenciones que un lenguaje marcadamente condenatorio. Pero esto no significa que no deba tratar de modificarse la práctica de la infibulación de los genitales femeninos. El segundo aspecto a tomar en cuenta es que lo que se consiga, si logran modificarse los comportamientos, no será por la apelación a ningún principio en particular, sino por la comprensión de lo que realmente se valora en una sociedad en un momento · 29 ·


determinado. Por ejemplo, las madres que en algunas regiones africanas creen que sus hijas tendrán una mejor opción de casarse si se someten a estas cirugías están actuando según lo que creen es mejor para la vida de sus familias, y estarán seguras de esto hasta que puedan convencerse de que hay otras cosas que hacer para favorecer estos intereses; pero no será a través de ningún principio como llegarán a modificar su valoraciones. El tercer aspecto se refiere a que aquello que a los occidentales parece tan poco racional, para algunas sociedades no occidentales tendría su contraparte en las sociedades opulentas de occidente. Lane y Rubinstein mencionan las cirugías plásticas o implantes que se hacen por razones estéticas. Es obvio que estas prácticas obedecen a ideales de belleza que de alguna manera también son impuestos, y de ellas también se espera obtener determinados beneficios. Seguramente esta afición por las cirugías estéticas resultaría exótica y quizá incomprensible para muchas mujeres africanas. La única vía que parece quedar es la de intentar comprender lo que resulta valioso para algunas culturas o para algunos miembros de esas culturas, por razones que pueden llegar a establecerse. En este sentido, no parecería que ninguna sociedad pudiera ahorrarse el trabajo de entender su propio contexto y el de otras sociedades, si ha de pronunciarse sobre algún tipo de prescripción sobre lo que deba o no deba hacerse. Pero normalmente esto no es tan simple y no termina en una rectificación de los puntos de vista tradicionalmente aceptados. La otra crítica que resulta particularmente interesante es la de la subordinación de los derechos humanos a los principios éticos. Parece correcta la apreciación de Tealdi de que no se pueden derivar derechos de principios y que al intentarlo de esta manera los derechos no quedan articulados a una teoría ética. En consonancia con lo anterior, se intenta proponer aquí que la bioética solo puede articularse alrededor de un núcleo valorativo, fundamental más que absoluto, conformado por los derechos humanos. Para que estos queden liberados de los peligros y limitaciones de ciertas cargas ideológicas deben ser formulados a través de concepciones más flexibles y a tono con las dimensiones de ciertas problemáticas globales, en donde se podría destacar, por ejemplo, el intento de formular una ética del Desarrollo · 30 ·


(León 2005, 19-26). Por otro lado, las formulaciones que se hagan en términos de derechos no deben ser tan amplias como para que lleguen a perder su peso específico. Tealdi encuentra dos cortes epistemológicos de la bioética de principios con respecto a los derechos humanos. El primero se da como consecuencia de considerar los principios de Georgetown como deberes prima facie, lo que, según él, cuestiona el carácter absoluto de los derechos humanos, los cuales exhiben tres características compartidas con los valores religiosos: el carácter de inalienables, no negociables y absolutos, pero existe una adicional que los últimos no poseen al encontrarnos en un mundo secularizado, su aplicabilidad universal. Hay quienes pueden expresar reservas sobre la necesidad de considerar ciertas valoraciones éticas universales como absolutas, quizás sea mejor pensar en valores fundamentales más que en valores absolutos (Calderón, citado en Sánchez 1997, 125-134), pero independientemente de esto, se puede aceptar, en principio, que los valores encarnados en los derechos humanos no son relativos, en tanto que las obligaciones morales que generan deben alcanzar reconocimiento jurídico internacional. Tal vez profundizando en su concepción pueda verse que son las únicas obligaciones de los Estados que se reconocen, y que en buena parte es este reconocimiento lo que los legitima como miembros de una comunidad internacional. Esto también tiene su contraparte en una especie de sociedad civil cosmopolita que refuerza y vigila su exigibilidad. Pero aquí hay problemas teóricos y prácticos que deben resolverse. (En el capítulo iii se examinarán algunas propuestas contemporáneas en esta dirección). Más allá de esto, cuando la justicia se convertía en un principio de deber prima facie que se colocaba en un plano de horizontalidad con respecto a los demás principios, no se formulaba una teoría ética que integrara todo aquello que tradicionalmente había estado separado. Tampoco se puede construir una teoría de la justicia que dé cuenta de esta si se la considera como un principio entre otros. El segundo corte epistemológico que señala Tealdi proviene de la desvinculación entre norma jurídica y norma ética, pues una justificación moral basada en principios como los de Georgetown no da cuenta de los valores, principios y virtudes, tarea que se · 31 ·


reservaría a una teoría ética. En el caso de los derechos humanos, son la dignidad humana y la justicia, respectivamente, el valor máximo absoluto y el deber mayor. Según Tealdi, al equiparar los derechos con obligaciones prima facie que quedan subordinadas a los principios, aquellos se convierten en obligaciones en abstracto, ya que no pasan por la articulación y deliberación de una teoría ética (2005, 42). De manera intuitiva, se podría afirmar que hay al menos dos razones de peso a favor de la lectura de Tealdi. La primera es que la dignidad humana puede considerase un concepto “no relativo”, no porque obedezca a una noción metafísica o religiosa que la defina esencialmente, sino porque en la experiencia de la vida humana podemos señalar de manera casi universal qué condiciones son indignas, o qué podría considerarse una dignidad no realizada. De ahí que este sea un concepto dinámico que se vuelve operativo y se llena de contenido a través del discurso de los derechos humanos. La segunda razón es que la justicia, al ser un tema tan importante y del que depende la justificación de la toma de decisiones ético-políticas, no puede ser un principio más entre otros, ni siquiera un principio intermedio. El qué y el cómo de la justicia dependen de una teoría de la justicia y, en general, de una teoría ética. Quizá la idea más importante que se obtiene de esta crítica es que señala las incoherencias que surgen al pretender que los derechos humanos tienen un carácter derivado de los principios éticos, con lo que se haría muy difícil, por ejemplo, hablar seriamente de la salud como un derecho humano básico. La salud seguiría estando en el campo de los derechos programáticos, pese a su consagración en el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966. Por estas razones, y otras no desprovistas de cierta carga ideológica, aún se considera que algunos derechos pertenecen a un ámbito diferente; estos particulares derechos, similares a obligaciones positivas que no alcanzan el rango de obligatoriedad que podrían tener los derechos civiles y las libertades individuales, son denominados, de manera algo extraña, derechos negativos. No se afirma aquí que todo esto sea consecuencia del principialismo, pero, ciertamente, puede haber un sesgo ideológico en la distinción. Se propondrá, en el tercer capítulo, cómo una visión integral · 32 ·


y más orientada a las realidades globales de los derechos humanos evita las incoherencias teóricas de querer operar con principios abstractos, y tomarse demasiado en serio la idea de generaciones y jerarquías entre los derechos. El sentido de los mínimos éticos que representan los derechos humanos no obedece a su minimalismo sino a su capacidad para mostrarse como exigencias morales validas, identificables y reconocibles, aun en medio de la diversidad cultural; en realidad, una concepción más adecuada de los mínimos éticos debe permitir contemplar derechos que aún figuran en otras categorías. La salud, por ejemplo, sigue siendo tratada como un derecho programático; entonces es justificable la preocupación de Tealdi cuando señala que la derivación de los derechos a partir de los principios lleva a la poco deseable consecuencia de que la salud no se considere un derecho humano básico. Si bien es cierto que el derecho a la salud puede resultar un concepto demasiado amplio, y que la estrategia de la conferencia de Alma Ata de 1978 fue tratar de delimitarlo un poco al hablar de atención primaria en salud, esto resulta insuficiente a la hora de evitar ambigüedades sobre cuáles son y cuáles no son las obligaciones de un Estado frente a la salud de sus ciudadanos, y si esta es o no, un derecho garantizado. Es cierto que una excesiva y desproporcionada insistencia en querer diferenciar entre derechos “negativos” y derechos “positivos”, como la salud y más recientemente el medio ambiente, resulta ser, a la larga, ideológica. Hasta aquí el análisis de Tealdi resulta contundente. Sin embargo apela al Artículo 12 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, para dar cuenta de la salud física y mental como un derecho. Hasta cierto punto esto es correcto, en lo que respecta a la positivización del derecho a la salud en el ordenamiento jurídico internacional, pero no es suficiente para dar cuenta, filosóficamente hablando, de un derecho así. Se sostiene aquí que lo que debería darle peso a un derecho en el contexto internacional no es su consagración en un convenio internacional (conquista por cierto nada despreciable y sin la cual no habría fuerza vinculante), sino su peso moral en la concepción que se tenga de este y su interdependencia con otros derechos. Solo así podremos defendernos de las argumentaciones · 33 ·


“ideológicas”. Solo así podemos superar las artificiosas segmentaciones entre generaciones de derechos. Pero esto es fundamentalmente un debate ético y político que puede tener amplias repercusiones en el derecho internacional de los derechos humanos, a mediano y largo plazo. Algunos conceptos centrales de estas reformulaciones se abordarán en el capítulo 3.

1.3. L A BIOÉTICA COMO “MORAL DIALOGANTE” Se han dado razones para intentar mostrar que lecturas demasiado rígidas del principialismo nos alejan de la verdadera naturaleza del método dialógico de la bioética. La apuesta por el diálogo y la deliberación implica, por supuesto, que no hay un solo método como tal que excluya a otros. Diversos métodos pueden coexistir, siempre y cuando se tengan en cuenta aspectos como la legitimidad de las decisiones colectivas; el respeto por los puntos de vista opuestos y las moralidades incompatibles; la solidez pero también los límites de los conocimientos requeridos; la escasez de los recursos y la conciencia de que el diálogo entre disciplinas no es una suma simple y que este no solamente se da entre saberes, sino entre “realidades” (Calderón 2004, 110). Si este análisis es correcto, es decir, si no se trata simplemente de aplicar principios ya dados a la solución de ciertos problemas, entonces, se puede inferir que la bioética debería ir más allá de lo que sería una ética aplicada. El nombre de ética aplicada tiende a producir demasiada confusión, pues se crea la impresión de que hay una parte de la ética (ética aplicada) que contiene ciertas fórmulas, procedimientos y protocolos que, aplicados oportunamente, pueden ofrecerse como respuestas a la necesidad de solucionar problemas urgentes, que pueden surgir tanto de la práctica clínica como de la aplicación de políticas públicas como de la investigación con sujetos humanos o con animales, de manera que lo que tendríamos es una especie de manual de procedimientos. No existe en la ética una “aplicación” de principios, reglas o normas, a diferencia, por ejemplo, de las matemáticas o la química, en las que se construyen puentes con “matemática aplicada”, o se elaboran medicamentos con “química aplicada”. No hay en el ámbito de la ética un · 34 ·


conjunto de fórmulas que al aplicarse permitan la solución que se requiere para resolver las tareas impuestas. Por otro lado, el rótulo “ética aplicada” deja la impresión, por demás equivocada, de que en ciertas áreas no se necesita teorizar. Esto es erróneo porque detrás de toda decisión hay principios, convicciones, valores e intereses (legítimos o no) que, aunque no siempre se explicitan, están presentes en los juicios morales que los seres humanos emiten. Todos los principios y valores tienen tras de sí un conjunto de razones, algunas mejores que otras, que se esgrimen a la hora de intentar justificarlos. Por supuesto, hay que admitir que para que la bioética u otras éticas que intentan resolver problemas prácticos, por ejemplo, la ética empresarial, puedan ser operativas, deberán permitirse el uso, así sea provisional, de ciertos criterios compartidos que pueden o no ser principios “intermedios”, siempre y cuando estos no se “absoluticen”. Tales principios, como anota Kotton, “albergan un complejo resumen de reflexión que considera varios aspectos pertinentes para desembocar en una prescripción de acción” (2005, 24). No existen, por consiguiente, partes de la ética que sean solamente aplicaciones. Aun la sola “aplicación” de principios requiere sopesarlos, contrastarlos, imaginar situaciones opuestas, prever resultados y consecuencias, en síntesis, deliberación, tal como lo ha señalado Lolas (2003). La bioética es, después de todo, el intento razonado y razonable de resolver problemas que afectan la vida humana comprendida en todas sus dimensiones. Para ello debe ser “práctica”, es decir, capaz de ofrecer criterios para optar por determinados cursos de acción. Lo práctico no significa aquí, como erróneamente creen algunos, lo opuesto a lo teórico, es, en cambio, un factor que facilita la deliberación y, hasta donde sea posible, la toma de decisiones éticas confiables. Resaltamos “hasta donde sea posible”, pues los problemas morales nunca quedan completamente resueltos, como sí sucede en ciertos procedimientos clínicos que pueden, cuando es el caso, “curar” una enfermedad o normalizar la situación de un paciente. Se sugiere, entonces, que es preferible hablar de la bioética como de una filosofía práctica, para evitar las confusiones que podría originar el rótulo “ética aplicada”. Sin embargo, ha de advertirse que quienes lo utilizan pueden significar algo mucho más cercano · 35 ·


a lo que se propone significar con el de “filosofía práctica”, en cuyo caso sería una cuestión puramente semántica en la que quizá no vale la pena enredarse. La etiqueta “filosofía práctica”, para evitar la redundancia que parecería tener el rótulo “ética práctica”, expresaría mejor el contenido de la bioética como actividad. Sin embargo, se insiste aquí en la necesidad de prevenir ciertas implicaciones del rótulo “ética aplicada” que, como señala Lolas (2000, 67), parecería prolongar la confusión y la disparidad entre el estudio de casos concretos y la formulación abstracta de principios. Estos últimos son siempre generales e incluso vagos. Por tal razón, con frecuencia nos encontramos, tanto en bioética como en otras áreas de la ética, con situaciones no muy diferentes a las que encuentra un médico que conoce de principios y leyes naturales, pero que debe hacer buen uso de ellos en beneficio de sus pacientes. La “aplicación” no es en medicina, como quizás tampoco en la ética práctica, una cuestión de aplicación de fórmulas o del uso de un manual de procedimientos para ciertos casos. Es necesaria la deliberación y esta requiere no solo de la experiencia sino de la reflexión sobre la misma. La “práctica”, por tanto, no se limita únicamente al entorno de la medicina. También un ingeniero, un arquitecto o un investigador científico tienen “problemas” prácticos que resolver. La aplicación de principios está siempre referida a un contexto y “nunca reproduce las condiciones de la teoría” (Lolas 2000, 68). A esto habría que agregar que necesitamos de la teoría (en bioética se necesita de las teorías éticas) como referente ineludible si queremos iluminar la práctica. Las prescripciones morales y, más específicamente, las prescripciones de la ética son siempre indicaciones o puntos de referencia, no fórmulas rígidas usadas para determinar ciertos cursos de acción y no desechar otros. Es interesante cómo algunos filósofos han visto en los imperativos de la ética unas proposiciones que “prescriben” y no que “describen” (Hare 1995, 605-620). Nos dicen qué debemos hacer, no cómo son las cosas. Hacer una analogía entre la práctica de la medicina como la aplicación de criterios que un buen médico consigue tener, tanto por su formación, como por su experiencia en la aplicación de ciertos conocimientos, y la toma de decisiones éticas, en la que también se busca ofrecer criterios para la aplicación de normas, puede no · 36 ·


ser más que un sugerente ejercicio de comparación. No obstante, puede ser una labor útil si se tiene en cuenta que, en ambos casos, se intenta responder a la pregunta sobre qué debemos hacer. Curiosamente, esta analogía se ha explorado relativamente poco, pero no parece ser ajena a los ideales del discurso hipocrático. Por otro lado, debe subrayarse lo que Lolas llama la “conflagración entre principios” (2000, 68). Percatarse de que estos entran permanentemente en conflicto en la vida real bastaría para demostrar que no se trata solamente de “aplicar” principios, pues de este modo no podríamos dar cuenta de las incompatibilidades que se presentan entre, por ejemplo, la autonomía y la beneficencia. Nuevamente, se requiere aquí el diálogo, la negociación y la deliberación, y todo esto, sumado a las razones que se han expuesto hasta ahora, va mucho más allá de lo que sugiere el rótulo “ética aplicada”. Nótese que aquello sobre lo que se ha advertido aquí es el uso poco cuidadoso, a veces demasiado extendido, del rótulo “ética aplicada”, sin que esto necesariamente implique que todos los que utilizan esta noción incurran en los errores arriba señalados. Hay otra forma equivocada de querer enfrentar el problema: la simple apelación a lo que podría denominarse “contextualismo”. Esto, como también se examinará en el siguiente capítulo, no soluciona los problemas, pues, llevado a extremos, puede conducir a un relativismo sin más, que no contribuye a la comprensión de cómo se resuelven los conflictos y los problemas morales en diferentes contextos culturales. Tampoco permite establecer si estos pueden compartir algunos referentes, al menos comunicables. Diferentes sociedades tienen sus propias nociones de justicia, dignidad, solidaridad, etc. Por eso, el énfasis que se conceda a estos principios o a la forma como diferentes valoraciones se relacionan entre sí puede variar enormemente de una sociedad a otra. Uno de los retos de la bioética, en particular de la bioética que se hace en Iberoamérica, es tratar de “armonizar” tradiciones locales con disciplinas que han surgido fundamentalmente en un contexto anglosajón. Como señala Kottow, “la bioética latina emerge tensionada entre la tutoría intelectual que le ofrece el principialismo y la intuición de que un lenguaje liberal, donde siempre vuelve a dominar la idea de la autonomía individual · 37 ·


sobre toda otra consideración, no se aviene con la tradición religiosa, cultural y política de las sociedades mediterráneas e iberoamericanas”, (citado en Lolas 2000, 69). Esta percepción, que en general parece correcta, nos ayuda a comprender la experiencia de “extrañamiento” frente a ciertas tradiciones intelectuales; por ejemplo, el doblaje de una película con un acento que resulta extraño para la audiencia produce cierta confusión, aun cuando parcialmente se entienda. Al respecto, parece ser cierto que el discurso sobre la autonomía y los derechos individuales no puede trasladarse sin más a nuestras sociedades, lo que no implica que carezca de elementos valiosos y relevantes. Que la aplicación de principios no puede darse sin implementar otras herramientas de análisis es algo que puede verificarse al pensar en las realidades que viven muchos seres humanos en nuestro planeta. Hablar de autonomía a aquellos que por razón de su discapacidad, enfermedad o pobreza no tienen la más mínima posibilidad de ejercerla, o que en razón a su falta de educación no pueden participar efectivamente de la vida pública, es ciertamente una quimera. En el capítulo tercero abordaremos el problema de por qué solo una visión integral de los derechos humanos que tenga en cuenta todos estos elementos, la cual debería guiar a la bioética, permitiría una respuesta a los retos que surgen aquí. En el próximo capítulo se tratará de dar razones al por qué de nuestra cautela frente a la aplicación dogmática de principios y de universalismos sin más. Esto no debe llevarnos a la conclusión, por lo demás simplista, de que debemos abandonarnos a las formas extremas de relativismo, que harían de cualquier diálogo moral un imposible. Lo que resulta ser un asunto mucho más interesante, es atender a la pregunta de si la bioética es, a fin de cuentas, una disciplina como tal o, más bien y en lo esencial, un diálogo interdisciplinario. Diálogo es, hasta ahora, su actividad fundamental, su método, si se quiere. Siempre y cuando se advierta, como ya se dijo, que no se está hablando de un único método que excluya a otros. Considerar que la bioética es, ante todo, un diálogo interdisciplinario no representa, de ninguna manera, subestimar la relevancia epistémica que pueda tener y que efectivamente ha tenido como disciplina naciente. Ninguna actividad intelectual, estrictamente hablando, · 38 ·


se ha “inaugurado” como disciplina, en el sentido de ser producto de un único acto fundante. Muy por el contrario, todas y cada una de las disciplinas que conocemos se han ido construyendo y constituyendo desde la identificación de problemas, la formulación de hipótesis y el desarrollo de métodos propios, camino que las ha llevado a conseguir la instauración de sus propios paradigmas, cuando ha sido el caso. Cuestionar si la bioética es o no una disciplina completamente constituida no tiene por qué ser un escándalo. Es decir, no la coloca necesariamente, ni históricamente hablando, en una situación de desventaja con respecto a otras disciplinas. Al contrario, tiene la ventaja adicional de dejar abierta la posibilidad de que aun si no llegase a considerarse como disciplina en sentido estricto, esto no significa que no pueda llegar a serlo en el futuro. Por otro lado, la propuesta de considerar que la bioética es un diálogo interdisciplinario nos obliga a pensar las condiciones de posibilidad del mismo4, de tal manera que la condición de actividad dialógica no deje la impresión de que la bioética sufre de cierta carencia de solidez epistémica. Si, como dice Francesc Abel (2001), “la Bioética es constitutivamente un diálogo”, entonces tendremos que tener presente desde el comienzo que no es cualquier diálogo. Hablamos aquí de un diálogo que debe plantear preguntas y posibles respuestas, así sean imperfectas y provisionales, a los interrogantes que surgen de los problemas y de la aplicación de las biotecnologías a la vida humana; y sobre viejos problemas aún no resueltos, como la distribución de recursos y la implementación de unas condiciones que posibiliten una vida digna para los más vulnerables. Un diálogo que, por otro lado, debe atender a los problemas de fundamentación desde filosofías y cosmovisiones, que a veces resultan incompatibles, y que tiene, además, que ejercer un papel mediador como instancia deliberativa y desempeñar el rol “de un lector que sabe “traducir” discursos, maneja la “reducción interteórica” y mantiene el adecuado balance entre emoción y razón que la intelectualización excesiva pudiera hacernos olvidar”,

4 Guttman y Thompson desarrollan un buen modelo de los propósitos esenciales de la deliberación democrática que debe ejercitarse en el discurso de la bioética (2003).

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como bellamente expresa Lolas, refiriéndose a la misión del experto en bioética (2000, 66). Los cuatro principios bioéticos de Georgetown no nos resuelven en absoluto los problemas de la bioética y, como lo reconoce Francesc Abel (2001, 212), ni siquiera los de la bioética clínica, aunque con frecuencia pueden ser una herramienta válida para la resolución de algunos casos. Además, en el momento en que se trata de resolver el problema de su jerarquización el acuerdo se busca en los valores, pero esto es mucho más difícil, puesto que desde diferentes concepciones éticas se llega a conclusiones diferentes; por esta razón, un auténtico diálogo bioético debe promover el respeto, la tolerancia, el esfuerzo intelectual y la sinceridad en las propias convicciones. Se sostiene aquí que la bioética es un diálogo o, si usamos la bella expresión de Masia Clavel (1998, 34), una “moral dialogante” cuyo énfasis no puede ser meramente el deber o la obligación. “La bioética no es una disciplina acabada y cerrada, sino más bien al contrario, es un método de investigación que se desarrolla en íntimo diálogo interdisciplinar” (Torralba 1998, 149). La bioética, según la definición de la oms/ops, “es el uso creativo del diálogo interdisciplinario para formular, articular y en lo posible resolver los dilemas que plantea la investigación y la intervención sobre la vida, la salud y el medio ambiente”. Se puede aceptar esta definición, así sea provisionalmente, pues es lo suficientemente clara y precisa, aunque existen otras definiciones que también pueden tener validez. En todas sus acepciones se reconoce, al menos en principio, que la bioética implica dar cabida a un número considerable de ciencias y campos del saber. La genética, la biomedicina, el derecho, la investigación en humanos y animales, las políticas medioambientales, la relación entre conflicto y salud pública, el acceso a recursos sanitarios, etc. Todo esto puede ser materia de estudio de la bioética, siempre y cuando no se pretenda suplantar de forma ilegítima el papel de otras disciplinas. La bioética, al ser una disciplina aún en construcción, puede permitirse no ser objeto, todavía, de una delimitación tan rígida como campo del saber5, lo que no signifi5 He sugerido que la bioética puede verse como una especie de “zona franca” en donde pueden realizarse diferentes

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ca que sea imposible identificar sus problemas. En consonancia con esta visión “no esencialista” de la bioética, en este texto se propone la articulación de ciertos valores universales contextualizados y en diálogo con el pluralismo cultural, expresados y concretados en concepciones ampliadas de los derechos humanos (capítulos 2 y 3). Se propone, además, que la posibilidad del desarrollo humano y la capacidad de “agenciamiento” moral que pueden llegar a tener los seres humanos se puede pensar a través de la construcción de puentes entre el discurso de los derechos humanos y el enfoque de las capacidades humanas (capítulo 4), de manera que lo que en otra parte se ha llamado “el papel integrador —no integrista— de la bioética” (Calderón 2004, 116) pueda ponerse a prueba argumentativamente. Con respecto a los interrogantes que surgen de los problemas bioéticos y considerando el alcance y los límites de la deliberación moral, E. Tugendhat nos recuerda que estas preguntas: […] evidentemente, por razones lógicas, no tienen una respuesta unívoca, siempre los miembros de la sociedad moral tendrán que hacer una decisión. Lo único que se puede exigir aquí es que los partidos opuestos aprendan a ser más tolerantes los unos con los otros. Parece ser igualmente exagerado decir sin más que un aborto es un homicidio como decir que carece de toda importancia moral. Me parece ingenuo suponer que todo problema moral tiene una respuesta objetiva, visualizándola como contenida en un libro en el cielo. (Citado en Peña 2002, 40-41).

Dado que la mayor parte de los problemas morales, particularmente los que competen a la bioética, no tienen una solución unívoca, solo queda el arduo camino de la deliberación, de la “moral dialogante”. En las poco frecuentes ocasiones en que se logra un consenso, aunque este no satisfaga a todas las partes, tendrá mucha más legitimidad y mayor peso moral si surge como producto de una decisión razonada y razonable, en la que, por lo menos, se haya hecho el esfuerzo por comprender los puntos de vista contrarios antes de tomar una decisión. Si, transacciones que están legitimadas (2004, 110).

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como en las democracias, se llega a decidir por mayoría, que esto no signifique carencia de razones. En el siguiente capítulo abordaremos el problema de cómo las prescripciones éticas que tienen pretensiones de universalidad pueden serlo solamente en contextos específicos, es decir, se defenderá cierta forma de universalismo ético que debe entenderse en un sentido específico: contextualizado y respetuoso del pluralismo cultural y las diferentes cosmovisiones. La existencia de aspiraciones y valoraciones comunes para toda la humanidad no es incompatible con la diversidad de expresiones en que aquellas se puedan dar.

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Este libro se terminó de imprimir en JAVEGRAF durante el mes de diciembre del año 2012, en bogotá d.c., Colombia.


Elizabeth Hodson de Jaramillo y Teodora Zamudio —Editoras—

bioenergía y agrocombustibles. su relevancia más allá de la polémica (2011) Albert Sasson

ecosistema y cultura. cambio global, gestión ambiental, desarrollo local y sostenibilidad (2012) Francisco González Ladrón de Guevara y Jorge Valencia Cuéllar

Bioética, derechos y capacidades humanas

biotecnologías e innovación: el compromiso social de la ciencia (2012)

este libro propone que la bioética, como joven disciplina aún en construcción, es una herramienta deliberativa que posibilita la mediación dialógica entre hechos y valores, entre principios abstractos y cursos concretos de acción, entre el relativismo ético extremo y el universalismo absoluto. La bioética es, para utilizar la expresión de Fernando Lolas, un “diálogo moral en las ciencias de la vida”. Concebirla de esta manera permite hacer una apuesta por ciertas formas de valoración de carácter universal. Pero este universalismo no puede ser ajeno a contextos específicos, ni indiferente a la pluralidad cultural. El presente texto afirma que es posible argumentar a favor de ciertos valores universales importantes para el desarrollo de las sociedades humanas, sin que eso signifique optar por formas de “imperialismo moral”. No pueden plantearse discursos bioéticos o biopolíticos que tengan coherencia argumentativa o que puedan guiar la conducta si se erigen a partir de un universalismo absoluto —que busca aplicar principios abstractos sin más— o de un relativismo extremo —para el que no pueden establecerse diferencias significativas en la prescripción de la conducta humana, ni realizarse comparaciones entre diferentes sociedades—.

germán alberto calderón legarda

Bioética, derechos y capacidades humanas

g ermán alberto c alderón le g ard a

es magister de la universidad nacional de Cuyo, 2001. Realizó una especialización en derechos humanos de la Escuela Superior de Administración Pública, en 1999. Fue director del Instituto de Bioética de la Pontificia Universidad Javeriana en el 2005. Algunas de la investigaciones que ha realizado son: El debate sobre la eutanasia, 2011; Calidad de vida y dignidad humana en el debate bioético, ante la libertad cultural, 2006; y Derechos humanos de la verdad: hacia un ética del reconocimiento, 2001. Su producción en revistas científicas comprende los artículos: “¿Puede un liberal ser solidario?”, en Universitas Philosophica, 2000; “La aplicación de la eutanasia en el caso de Holand”, en Agora Philosophica, 2005.

germán calderón

otros títulos de la editorial pontificia universidad javeriana

estudios en bioética


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