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El documental en Iberoamérica
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Cuadernos de ALADOS Para pensar lo real
Rector de la seccional Cali Luis Felipe Gómez, S. J. Vicerrector Académico Luis David Prieto Martínez Vicerrectora de Investigación Consuelo Uribe Mallarino Vicerrector de Extensión Luis Fernando Álvarez, S. J. Vicerrector del Medio Universitario Luis Alfonso Castellanos, S. J. Vicerrectora Administrativa Catalina Martínez de Rozo Secretario General Jairo Humberto Cifuentes Madrid Director (e) Centro Ático Germán Franco
Pablo Mora Presidente Gustavo Fernández Diego Rojas Ximena Sotomayor Rosaura Villanueva John Fernando Velásquez Juan Carlos Isaza *** Consejo Editorial Cuadernos para pensar lo real Santiago Romero Juan Jacobo del Castillo Gustavo Fernández Pablo Mora Coordinación editorial Daniela Samper
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Fronteras expandidas: el documental en Iberoamérica Octubre de 2015 © Centro Ático © Pontificia Universidad Javeriana © Alados Colombia © Pablo Mora, editor © Gustavo Fernández, editor © Santiago Romero, editor © Juan Jacobo del Castillo, editor Imagen de portada © Adrián Balseca, 2014 ISBN: 978-958-716-876-1
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Junta Directiva Alados Colombia
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Rector Jorge Humberto Peláez Piedrahita, S. J.
Editorial Pontificia Universidad Javeriana Carrera 7 # 37-25, oficina 1301 Teléfono 3208320 ext. 4753 www.javeriana.edu.co/editorial Bogotá, D. C. Impresión Javegraf Impreso y hecho en Colombia Printed and made in Colombia
Autores
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Gustavo Fernández Pablo Mora Josep María Català Josetxo Cerdán José Alejandro Restrepo Juan Carlos Arias Claudia Salamanca María Fernanda Luna Belén del Rocío Moreno Christian León Melina Wazhima
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El documental en Iberoamérica
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Editores Pablo Mora Gustavo Fernández Santiago Romero Juan Jacobo del Castillo Cuadernos de ALADOS Para pensar lo real
Editorial Pontificia Universidad Javeriana
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Introducción Gustavo Fernández y Pablo Mora
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Documental expandido. Estética del pensamiento complejo Josep María Català
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Imagen, fetiche y mercancía José Alejandro Restrepo
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Cánones y contra-cánones del documental iberoamericano Josetxo Cerdán
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Dar la voz, dislocar la imagen: La visibilidad de las víctimas en el documental contemporáneo Juan Carlos Arias
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Mapa de las heterotopías: Cartografías del documental contemporáneo en la zona rural de Colombia María Fernanda Luna
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Matar y comer del muerto Belén del Rocío Moreno
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Operaciones Fénix y Sodoma: Dos modos de visualidad del conflicto colombiano Claudia Salamanca
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Índice
Políticas y poéticas del documental ecuatoriano Christian León
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Casos de expansión — Ecuador Melina Wazhima
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Los autores
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Introducción Gustavo Fernández Pablo Mora
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En 1998, salió a la luz Hay más caminos: Pensar el documental, un inesperado
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cuadernillo editado por el Ministerio de Cultura que condensaba, a manera de memoria, la actividad académica de un seminario internacional del mismo nombre que antecedió un año la I Muestra Internacional Documental, MID, una plataforma colombiana de exhibición de obras documentales nacionales e internacionales, jalonada desde entonces por la naciente Corporación Colombiana de Documentalistas, Alados Colombia. Han pasado ya casi dos décadas y los títulos de algunos textos se nos antojan hoy no solamente anacrónicos sino maravillosamente inocentes, como lo son las ideas que inspiran toda nueva siembra en tierra baldía. No fue por azar que, arrastrado por la percepción errónea dominante acerca del género documental como algo aburrido o sin carisma, Yesid Campos escribiera en las páginas introductorias de ese cuadernillo su “Elogio del documental”, que los editores titularan como “Arte y compromiso” la intervención del magistral Frederick Wiseman, para señalar los efectos sociales y el poder estético —no solo político— de las obras documentales, y que se publicara “El guión en el cine documental” de Patricio Guzmán, el primer curador internacional de la Muestra.
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En su momento —y todavía hoy —, la publicación hizo evidente el contraste entre la lánguida producción editorial en manos de críticos y académicos colombianos1, y la profusión y calidad de las películas exhibidas. Para empezar 1 Excepción hecha por la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Valle, en particular por la publicación de Memoria obstinada: en torno al documental, que permitió acercar a los lectores colombianos a las ideas renovadoras de Michael Renov (2002) con sus textos “La verdad acerca de la no-ficción” y “Hacia una poética del documental”.
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a llenar este vacío, e inspirados en el espíritu del seminario de 1998, emprendimos la tarea de organizar el año pasado el seminario internacional “Pensar lo real”, como parte de las actividades de la MIDBO 2014. No nos movía la nostalgia o el ritual celebratorio de una efemérides más de quince años después. Se trataba, mejor, de conjugar conceptualmente la práctica documental y el pensamiento académico (y no académico) sobre esta forma audiovisual. Si bien Alados Colombia, bajo la orientación de Ricardo Restrepo y la coordinación editorial de Enrico Mandirola, tuvo el cuidado de compilar en Solo memorias (2014) las intervenciones de los invitados nacionales y extranjeros que pasaron entre 1998 y 2014 por las salas bogotanas, abonando el camino de circular públicamente las experiencias de su quehacer documental, no era precisamente un espacio adecuado para abordar discusiones conceptuales sobre el estado del documental o para contribuir con prácticas analíticas e interpretativas sobre las formas de representación audiovisual de lo real.
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Frente a esta idea, algunos documentalistas dijeron con cierta razón que ellos han hecho cine a su manera, y no precisamente porque tengan una teoría del género. Sin embargo, como lo ha anotado Zuluaga (2015), en los momentos de mayor renovación de las formas cinematográficas se ha dado “una suerte de complicidad entre la reflexión y la praxis”, y cita los ejemplos de la Nueva ola francesa que surgió primero en la teoría y bajó luego al espacio de discusión y creación de sus practicantes, o el de Glauber Rocha en Latinoamérica, “un teórico que pensaba el cine al mismo tiempo que lo hacía” (p. 73).
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Así pues, al organizar el evento académico, recordamos que a finales del siglo pasado el documental iniciaba una renovación creativa en todas las latitudes occidentales y paralelamente se daba una eclosión de la producción de textos académicos sobre el género. En el seminario de 1998, la montajista francesa Anne Baudry nos dio a conocer varias películas de Jean Lous Comolli, quien luego publicaría Voir et pouvoir [Ver y poder, 2007], una recopilación de artículos de la lúcida y prolífica obra teórica y crítica de este autor. El libro fue traducido luego en Argentina, bajo la dirección de Jorge La Ferla con introducción de Eduardo Russo, quienes junto a Gerardo Yoel, Eduardo Grüner y David Ubiña han liderado el pensamiento sobre el cine en el cono sur. En 1997 apareció la versión en español del hoy emblemático libro de Bill Nichols, La representación de la realidad: cuestiones y conceptos sobre el documental. Uno de sus traductores fue el español Josetxo Cerdán, quien con Josep María Català y
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Antonio Weinrichter iniciarían pocos años después en Cataluña un fructífero descentramiento del eje París-Nueva York sobre la teoría documental y cinematográfica. Por su parte, Weinrichter publicó en 2004 un texto de ruptura, Desvíos de lo real: el cine de no ficción, en el que expuso con claridad por qué las nuevas propuestas narrativas y estéticas estaban reinventando el documental, al mezclarse con la ficción y la experimentación artística. Al explorar el caudal de nuevas obras, Weinrichter ajustó cuentas definitivamente con las viejas cadenas, al señalar que “el pecado original del documental” consiste en “definirse en primer lugar por oposición al cine de ficción y, en segundo lugar, como una representación de la realidad” (2004, p. 15). Y esta liberación que ya presagiaban años atrás películas visionarias de Cris Marker y Jean Luc Godard, daría luz a innumerables obras de cine de ensayo, docu-drama, falso documental y otras modalidades híbridas, algunas cobijadas hoy bajo la expresión de “lo expandido”.
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El otro punto culminante de esta tradición española lo constituyó la aparición en 2005 de Documental y vanguardia, una recopilación realizada por Josetxo Cerdán y Casimiro Torreiro. Allí se exploraron las influencias de la experimentación en la emergencia del film ensayo (Josep María Català); las rupturas que posibilitaron el remontaje en el uso de los archivos (Antonio Weinrichter); la emergencia del documental íntimo “en clave autobiográfica” (Efrén Cuevas); y los problemas, retos y posibilidades del falso documental (Jordi Sánchez-Navarro)2.
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Y aunque nos movía el interés de dar a conocer algunos debates teóricos contemporáneos sobre el cine documental y estimular la investigación y producción analítica sobre el género por parte de autores colombianos, llevarlo a la práctica no fue tan sencillo. Más allá de consideraciones económicas o de nuestra capacidad de convocatoria para lograr la participación de “pensadores relevantes”, nos enfrentábamos también a problemas de enfoque. Parodiando otro célebre texto de Català y Cerdán (2007): Después de lo real, ¿qué es pensar hoy las formas del documental? Para ellos, es sintomático que las discusiones actuales exceden los límites convencionales del género, incluso los de la estética, para convertirse 2 Hay que decir que estos escenarios no nos fueron tan ajenos en Colombia pues, desde comienzos del nuevo milenio, distintos autores incursionaron, muchas veces sin los referentes europeos o norteamericanos, en varias de las manifestaciones aludidas: caso del documental de familia De(s)amparo (Gustavo Fernández, 2002), del fake El tigre de papel (Luis Ospina, 2006), o de la obra experimental Paraíso (Felipe Guerrero, 2000).
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en preocupaciones que, impulsadas por la industria cultural y otros campos como los de la tecnología informática, el arte y las ciencias sociales, adquieren un interés mayoritario. Estas fronteras expandidas son un “indicio de hasta qué punto nos hallamos en el epicentro de un cambio de paradigma en el que se ven profundamente implicadas nuestra idea de lo real y sus representaciones” (pp. 23-24).
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La relación entre documentalistas y etnógrafos es un buen ejemplo de estos cruces y expansiones3. Si en 1979, Claudine de France compiló ensayos de cineastas y antropólogos como David Mc Dougal y Jean Rouch, bajo el título Pour une anthropologie visuelle [Por una antropología visual], con una clara preocupación por la observación, veinte años después, Catherine Russell (1999) dio cuenta de nuevos escenarios del documental contemporáneo y denominó su texto Experimental Ethnography [Etnografía experimental], analizando prácticas que avanzaban por el camino de la sospecha, la autorreflexividad, la ironía, y la duda constante del autor y de su propia verdad. Fue el comienzo de una época, que todavía continúa, de primacía de estrategias críticas asociadas a la réplica, la apropiación y la parodia.
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Para decirlo lapidariamente, el realismo documental como tendencia hegemónica ha muerto. Y aunque todavía se hacen películas según unas convenciones heredadas históricamente que ha constreñido a muchos autores a pensar solamente en la función referencial de sus obras, con finalidades didácticas o ideológicas, siempre, desde los orígenes, se han hecho documentales que, al decir de Silva (2015, p. 25), han desbordado esos límites, explorando dimensiones expresivas, poéticas y metalingüísticas.
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Pero también, más allá de las habituales obras proyectadas en cinematógrafos y televisiones, en el campo de la creación audiovisual asistimos a nuevas estrategias de sentido en la producción documental que pasan por exploraciones en diferentes niveles: lo sensorial, lo inmersivo y la generación de dispositivos narrativos y experimentales que superan la pantalla y la proyección monocanal. 3 La etnografía en el cine y la antropología visual han tenido diálogos permanentes con el documental, y sus prácticas se consolidan como referentes metodológicos desde los propios orígenes de las imágenes en movimiento (por ejemplo, Nanook del norte de Robert Flaherty, 1922 y El hombre de la cámara de Dziga Vertov, 1929 ). De hecho, la ontología del cine directo y el espíritu del Cinéma Verité, tanto en Francia como en Norteamérica, cimentaron estas relaciones.
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Los documentalistas, en su vieja acepción, no están solos. Las vanguardias artísticas, los etnógrafos experimentales, los activistas contra-informadores de los movimientos sociales, los programadores de videojuegos, los diseñadores de modelos interactivos en la web e incluso los productores de realities y los guionistas del melodrama televisivo, los acompañan en este vasto panorama de nuevos lenguajes y prácticas que tienen que ver con “lo real”. A algunas formas de colaboración y diálogo entre estos agentes y campos entrecruzados se dirigió el seminario internacional que dio origen a este primer Cuaderno de Alados Para pensar lo real. Referencias
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Català, J. M. y Cerdán, J. (2007). “Después de lo real: pensar las formas del documental, hoy”. En Archivos de la Filmoteca (57).
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Cerdán, J. y Torreiro, C. (Eds.). (2005). Documental y vanguardia. Madrid, España: Cátedra.
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Comolli, J. L. (2007). Ver y poder. La inocencia perdida: cine, televisión, ficción, documental. Buenos Aires, Argentina: Nueva Librería.
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France, C. (1979). Pour une anthropologie visuelle. Paris, France: Mouton.
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Ministerio de Cultura. (1998). Hay más caminos. Memorias Pensar el documental. Bogotá, Colombia: Ministerio de Cultura y Kodak Américas. Nichols, B. (1997). La representación de la realidad: cuestiones y conceptos sobre el documental. Barcelona, España: Paidós.
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Renov, M. (2002). “La verdad acerca de la no-ficción”. En Una memoria obstinada; en torno al documental. Cali, Colombia: Universidad del Valle, Escuela de Comunicación Social. ----------. (2002). “Hacia una poética del documental”. En Una memoria obstinada; en torno al documental. Cali, Colombia: Universidad del Valle, Escuela de Comunicación Social. Restrepo, R. (Comp.). (2014). Solo memorias: Muestra Internacional Documental 1998-2012. Bogotá, Colombia: Corporación Universitaria Minuto de Dios.
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Rusell, C. (1999). Experimental Ethnography: The Work of Film in The Age of Video. Durham, USA: Duke University Press. Silva, M. (2015). “Algunas ideas sobre el (lo) documental”. En M. Silva y D. Kuéllar. (Eds.). Documental (es) Voces... ideas. Cali, Colombia: Programa Editorial Universidad del Valle.
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Weinrichter, A. (2004). Desvíos de lo real: el cine de no ficción. Madrid, España: T&B Editores.
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Zuluaga, P. A. (2015). “La revolución del documental es el paso de ser representados a autorrepresentarnos”. En M. Silva y D. Kuéllar. (Eds.). Documental (es) Voces... ideas. Cali, Colombia: Universidad del Valle.
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Documental expandido Estética del pensamiento complejo Josep María Català
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Estética en movimiento
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Especificar, a estas alturas, que existen imágenes fijas e imágenes en movi-
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miento puede parecer una obviedad, pero lo cierto es que una afirmación como esta esconde tras su aparente simpleza un profundo desconocimiento sobre el gran cisma que separa estos dos tipos de visualidades. Las imágenes en movimiento han sido comúnmente interpretadas proyectando sobre las mismas la sombra fenomenológica de las imágenes fijas, como si unas no fueran más que la prolongación técnicamente más sofisticada de las otras. Sin embargo, cada uno de estos dos tipos de imágenes pertenecen a un régimen visual distinto que presupone, y a la vez promueve, una forma diferente de entender la realidad. Mientras que la imagen fija es idealista y cerrada, la imagen en movimiento es reflexiva y expansiva. Lo que aquella tiende a sugerir, esta lo expone en el tiempo, de manera que las ideas o emociones que contiene desarrollan su potencial visualmente. Las imágenes en movimiento de cualquier tipo desdoblan sus planteamientos mediante la visualización de los procesos cognitivos que contienen, al contrario de las imágenes fijas que dejan que sea el espectador quien ejecute mentalmente estos procesos. Puede que esta función visualizadora se interprete de forma negativa, de la misma manera que hubo un tiempo, cuando la cultura visual empezó a mostrar su vigor en el siglo XX, cuando se consideró que las imágenes eran defectivas con respecto al lenguaje, puesto que supuestamente impedían, al visualizarlos, los procesos imaginativos que este promovía de manera natural. Lo cierto es, por el contrario, que la imagen potencia doblemente la imaginación al hacer
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posible su uso sobre contenidos imaginarios ya visualizados previamente. El autor de las imágenes propone una plataforma cognitiva sobre la que el espectador se apoya para llegar más lejos con su propia capacidad imaginativa. En este sentido, una plasmación visual es por lo menos tan efectiva como su equivalente lingüístico, pero procede por caminos distintos que permiten desarrollos igualmente dispares, los cuales no serían detectados en el otro medio y, por lo tanto, permanecerían inexplorados. Ello significa que la cultura visual implica una expansión mental con respecto a la cultura lingüística. Y dentro de esta cultura visual, la aparición de la imagen en movimiento supone también un proceso mentalmente expansivo con respecto a la imagen fija.
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La toma de conciencia de las verdaderas características de la imagen en movimiento, de la realidad del nuevo paradigma que implican, no se produjo sin embargo inmediatamente después de su aparición, sino que fue el resultado de un largo proceso en el que la mezcla de los avances tecnológicos y el descubrimiento de nuevas formas retóricas se aliaron para diluir el influjo de la imagen fija y dejar despejado el camino para el movimiento. Para ello hubo que superar estructuras metafísicas transcendentales que en la cultura occidental habían privilegiado siempre lo estable frente a lo inestable. La llegada de la tecnología digital supuso la culminación de este transcurso y el asentamiento definitivo de la nueva fenomenología.
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La aparición, en el seno del nuevo panorama, de modos de expresión distintos, así como el surgimiento de drásticas variaciones de los antiguos modos, proporcionan las claves necesarias para comprender el alcance de la actual situación. De entre estas transformaciones cruciales, el cine documental destaca como el territorio más adecuado para percibir la esencia de los cambios y sus consecuencias, por el hecho de que este tipo de cine se refiere, como la fotografía, directamente a la realidad, y lo hace, como el cine de ficción, a través de procesos visuales en movimiento. Por ejemplo, la nueva vía del documental expandido, que abarca muy distintas derivaciones del documental tradicional, nos obliga a plantearnos algunas cuestiones que parecían resueltas de una vez por todas en el panorama de la modernidad, entre ellas, la propia esencia del modo documental y los fundamentos del medio fotográfico, así como las relaciones epistemológicas y estéticas que ambos medios han mantenido tradicionalmente entre sí.
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Después del giro subjetivo que cobró su máxima preponderancia a partir de los años noventa del pasado siglo, y del posterior giro reflexivo que se desarrolló a partir del inicio de la actual centuria con el resurgimiento definitivo del film ensayo, pasamos ahora a un conjunto de nuevas disposiciones basadas en los procedimientos digitales. Estas formas actuales se despliegan a través de géneros inéditos como el docuweb, denominado también web documental o documental interactivo, el documental de animación y la novela gráfica documental. Con estas configuraciones está íntimamente relacionada la forma afín de las instalaciones, las cuales realizan en el espacio físico lo que ese llamado documental interactivo efectúa en el virtual. Una característica común a todas estas modalidades es su carácter reflexivo, lo que las convierte en una derivación del film ensayo. En el docuweb y en las instalaciones esta relación con el pensamiento es directa, expresiva, mientras que en el documental de animación y en la novela gráfica documental se desarrolla, directa o indirectamente, a través de una capa metafórica superpuesta a las imágenes documentales.
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Quizá ningún concepto ha sido tan superado por los acontecimientos en los inicios del siglo XXI como el de estética. Si el siglo XVIII fue, como se dice, el siglo de la estética, parece que el tiempo actual corre camino de ser el de la estetización: una época en la que todo pasa por el tamiz de la estética, pero un período en el que también, precisamente por ello, la estética como tal pierde sentido. No podemos seguir hablando de un dominio reservado a la belleza, a lo sensible y a las emociones, apartado de otro donde residiría la razón, y por tanto el conocimiento estricto, cuando es obvio que, como sujetos provistos tanto de un cuerpo como de un intelecto, nuestros procesos de entendimiento solo pueden considerarse completos cuando entra en juego el conjunto de estos factores y no cuando los dejamos fuera como hasta ahora para acercarnos a ellos únicamente en el momento en que nada trascendental está en juego. Rancière (2004) relaciona la política de la estética con la distribución de lo sensible, entendida como “el sistema de hechos evidentes de la percepción sensorial que revelan simultáneamente la existencia de algo en común y las delimitaciones que definen las partes y las posiciones respectivas dentro del mismo” (p. 13). De ello se deduce que la determinación de los esquemas que organizan estas distribuciones de lo real es un acto sustancialmente político que debe sustentarse en procesos reflexivos capaces de delimitar este “reparto de elementos y posiciones que se basa en una distribución de espacios, tiempos y formas de
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actividad que determinan la manera efectiva a partir de la cual algo en común se presta a la participación y de qué manera varios individuos son partícipes de esta distribución” (p. 13). Es la tecnología la que nos permite trabajar directamente con esas distribuciones en ámbitos como los del nuevo documental, una tecnología que, si por un lado parece que nos deshumaniza, por el otro consigue esa síntesis entre lo sensible y lo inteligible que nos convierte finalmente en humanos.
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Esta fase de reversión de la estética y su implicación en el proceso de rehumanización empieza con la fotografía, continúa con el cine y culmina con la imagen digital. Pero la intervención de estos medios en el impulso no transcurre por el camino que tradicionalmente se relaciona con ellos, a saber, el de su contribución a un progresivo realismo o naturalismo que la estética clásica tendría por misión impulsar. En este sentido, a la estética se la consideraría aliada de la ciencia y la técnica, otorgándole la misión transcendental de reproducir exactamente el mundo que ellas se dispondrían a explicar e intervenir. Sin embargo, ocurre todo lo contrario: la estética, al transformar, tecnológicamente, su capacidad sensorial y convertirse en un dispositivo de reflexión, prepara el camino para una ciencia del futuro más comprensiva y compleja, capaz de abarcar tanto el conocimiento objetivo como el subjetivo, los conceptos y las emociones, los hechos y los datos, junto con los fenómenos y las interpretaciones.
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Las veleidades modernistas de las vanguardias que se inmiscuyeron en el sacrosanto proyecto mimético se limitaban a alertar sobre el carácter político de la distribución de lo real, sin realmente suministrar las herramientas para pensar las raíces, formas y procedimientos de esa distribución ontológica que debe ser perennemente discutida.
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La prueba de que este proceso teleológico, destinado a conseguir la fiel reproducción tecnológica de la realidad, es una falacia se encuentra en la implementación de la tecnología digital, que supuestamente constituye el escalón más alto del afanoso transcurso mimético. Con la digitalización de las imágenes, la idea de realismo ha perdido su conexión con los fundamentos esenciales de la misma, ya que, si bien la imagen digital es la más inmediata de todas las producidas técnicamente y, por lo tanto, la más adecuada para la simple imitación, también es la más fácilmente manipulable y, por consiguiente, la que ofrece un panorama más alejado de las esencias del realismo vigente al inicio del proceso.
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La digitalización nos confronta con el concepto de verosimilitud, pero lo hace desde una perspectiva distinta de la habitual, desvinculándolo de las estrechas relaciones que tenía con el realismo. La verosimilitud no es ahora la pariente pobre de este realismo, sino el resultado de un pensar la imagen y un pensar la realidad a través de la imagen: lo verosímil se construye así, paso a paso, y estos pasos significan formas de pensar la realidad a la que se hace verdaderamente verosímil, es decir, comprensible. La digitalización, como pináculo del proceso de reproducción técnica de la imagen iniciado con la fotografía pero a la vez como superación de la misma por medio de esta activación intelectual de lo verosímil, franquea al unísono el impulso realista y el impulso vanguardista, pero lo hace reuniendo la esencia de ambos en una disposición completamente nueva de la imagen.
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Con la fotografía no solo se satisface, pues, el ideal de la perfecta imitación de la realidad, sino que se convierte esta realidad en imagen y, por consiguiente, se la dispone para ser pensada directamente a través de sus modelos fotográficos o parafotográficos. Con el cine no se aumenta simplemente el realismo de las imágenes, al añadirles el movimiento del que carecía la fotografía, sino que, de forma más crucial, se introduce en la imagen la fluidez necesaria para que puedan transitarla formalmente los procesos reflexivos y emotivos. Todo ello culmina finalmente en los procesos de digitalización con los que la imagen alcanza la posibilidad de convertirse en sustento de un pensamiento que podemos denominar complejo, por oposición al pensamiento simple que hasta el momento había presidido la evolución de los medios, las imágenes y las ideas sobre la realidad y su comprensión.
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Han acertado todos cuantos, con Benjamin a la cabeza, han considerado la técnica fotográfica como un punto de inflexión trascendental de la cultura. Sin embargo, no se ha considerado suficientemente la importancia que el dispositivo ha tenido en el pensamiento. Se ha examinado su relación con las ideas, pero no con la propia textura del pensar. La fotografía es ante todo una forma de mirar, es decir, una forma de posicionarse ante el mundo y organizar una imagen que combine formalmente la realidad y ese posicionamiento. Una forma de mirar, añado, mediatizada y esencialmente formalizada por un instrumento que determina tanto la imagen resultante como al propio observador. Pero la técnica fotográfica no aparece de la noche a la mañana fruto de la visión adelantada de uno o varios inventores, sino que es el eje en torno al que
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gira un paradigma visual, una forma de la imagen que la precede y la prolonga a otros ámbitos.
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Puede hablarse por lo tanto de una prefotografía, que encontraríamos en el manierismo perspectivista de pintores como Canaletto o Vermeer, influidos por las plasmaciones visuales de ese antecedente de la técnica fotográfica que fue la cámara oscura; y de una postfotografía, es decir, de un modo visual fotográfico detectable en la obra de muchos pintores y dibujantes posteriores al invento de ese dispositivo sobre el que se proyecta la sombra de su peculiar estética. Es por ello que una forma tan aparentemente antitética a la del documental como es el cine de animación puede llegar a considerarse también documentalista: ya que acarrea en la forma de sus imágenes la disposición fotográfica a la que el documental en sí parece adscribirse esencialmente y porque se adhiere además al espíritu básico de este cine.
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El cine documental mantiene una relación muy estrecha con la fenomenología fotográfica y, sobre todo, con el imaginario que ella destila, el cual se prolonga a lo largo de casi dos siglos, precisamente porque está alimentado por el ideario de la ciencia que es hegemónico durante ese período. La imagen supuestamente objetiva que la técnica fotográfica produce se ajusta muy adecuadamente a la posibilidad de esa mirada sobre el mundo, desprovista de cualquier elemento subjetivo que la ciencia persigue. Por ello el documental, que se contempla como una prolongación de la imagen fotográfica con una mayor dosis de realismo por la adquisición del movimiento, aparece en su momento como la rama científica del cine; un cine que, al mismo tiempo, también se abre por un lado a la ficción y por el otro a la experimentación estética de las vanguardias, dos vías que nutren la rama artística del medio. Esta escisión imaginaria del cinematógrafo, que alcanza a la propia psicología de los cineastas, y por lo tanto conforma su carácter, solo se resolverá en la era posvanguardista del nuevo cine expandido cuyos perfiles empiezan a manifestarse en las últimas décadas del siglo XX. El deseo fotográfico Se ha hablado mucho de la mirada documental, pero en cambio muy poco del deseo documental que reposa detrás de esta mirada, un deseo en realidad mucho más urgente que el cine documental en sí, de la misma manera que el
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deseo fotográfico —aquello que Susan Sontag denomina empeño fotográfico o avidez de la mirada fotográfica —, expresado en la prefotografía y la postfotografía, se halla también más extendido que la propia técnica fotográfica. Llega un punto en que ambos deseos, el fotográfico y el documental, se entremezclan y la fusión genera un afán coleccionista, una intensa propensión a coleccionar la realidad. Como dice Sontag (2006, p. 15), “coleccionar fotografías es coleccionar el mundo”. Asistimos ahora, con la proliferación de los teléfonos móviles, a la culminación exasperada de esta tendencia. Estos aparatos, calificados de inteligentes, están destinados a absorber en su entramado tecnológico otros medios, entre ellos las cámaras fotográficas propiamente dichas, y, al combinar diversas funciones comunicativas y expresivas, suponen entre otras cosas la materialización técnica del deseo de coleccionar lo real; son el instrumento más adecuado para la satisfacción de este deseo, que a la vez incrementan.
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Es a este coleccionismo, de origen sentimental, a donde va a parar la atávica tradición mimética de Occidente, de raíces estéticas. A través del filtro de la tecnología —que, al contrario de lo que ha afirmado interesadamente la corriente positivista, no produce un tipo de observación más objetiva, sino que la subjetiva radicalmente—, la mimesis revela su escondida cronofobia y la populariza: la fotografía amateur primero y el cine doméstico después, más que instrumentos memorísticos, son dispositivos nostálgicos, destinados a contrarrestar el imparable paso del tiempo que constantemente destruye la presencia del presente, poniendo en peligro la aparente estabilidad del yo. El tiempo se opone al sujeto, no solo porque lo conduce a la muerte, sino sobre todo porque parece desquiciarlo, ya que hace que la realidad esté en un constante proceso de desaparición, alejándose de la supuesta sensación de permanencia que el sujeto se adjudica a sí mismo. En este sentido, la técnica fotográfica se convierte en un instrumento emocional al que se agarra el sujeto con el fin de estabilizar un mundo para sí. Insinuaba Benjamin (1991, p. 86) el posible decaimiento contemporáneo de la facultad mimética, a la que acompaña esa idea de semejanza que tan arraigada está en la epistemología occidental y que, como nos informó Foucault, articula con sus mecanismos sectores muy diversos de la misma, sobre todo hasta el siglo XVI. Pero el pensador alemán prefiere suponer que este proceso es más de transformación que de verdadera decadencia y que el destino del cambio es esa forma mágica de la astronomía que es la astrología. Sin embargo, considero que
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ese supuesto ocaso del impulso mimético, que las vanguardias artísticas certificarían en una fase avanzada del fenómeno, se transforma más directamente en el impulso coleccionista de lo real que he mencionado y que supone la satisfacción del deseo documental-fotográfico o, por lo menos, el intento de alcanzarla. Si Benjamin ve la astrología al final del camino mimético es porque equipara los conceptos de mimesis y semejanza con el de analogía y el sistema de correspondencias que el régimen genera, es decir, con los fundamentos del pensamiento mágico que lógicamente se diluye en el seno de una pseudociencia.
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Pero el deseo documental tiene como fundamento el pensamiento científico y, por consiguiente, no puede derivar hacia zonas menos cualificadas. Lo que hace, por el contrario, es trasponer al arte el dispositivo científico de la observación, como lo demuestra el hecho de que, si bien el cine documental nace bajo la advocación estética cuando Griergson lo califica de un tratamiento artístico de la realidad, culmina sin embargo como tal tipo de cine en el documental observacional de Frederick Wiseman, entre otros, o en las formas tecno-estéticas del cinéma vérité, a través del cual la cámara se convierte finalmente en un dispositivo a la vez estético y científico.
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El cinéma vérité, precisamente por las confluencias en las que se basan sus parámetros tecnológicos, supera los límites ideales de lo observacional. Es el representante crucial de la revolución tecnológica que implicó la aparición de cámaras y grabadoras de sonido más ligeras en los años sesenta del pasado siglo, un período en el que la cámara se aproxima a la fenomenología del sujeto hasta el punto de hacer que Alexander Astruc piense en la posibilidad de una caméra stylo o cámara pluma que acercaría el cine a la escritura. Pero esa cámara tan personal no solo se ajusta a la subjetividad del escritor, sino también a la corporeidad del flâneur, que escribe con el cuerpo mientas pasea por la ciudad. No es solo la mirada del operador la que se activa, sino todo el cuerpo, que se mueve con ella. Ahí se encarna la hibridación de los dos deseos, el fotográfico y el documental, en un mismo dispositivo cuya condición liviana acelera el proceso de privatización y consecuente subjetivación de los instrumentos de captura de la realidad que había iniciado la técnica fotografía. A partir de ese momento, el impulso simplemente observacional deriva hacia la televisión, con la consecuente pérdida de peso del documental en sí, que da paso al mero reportaje portador de noticias. Al final de este camino televisivo y su afán de realidad actualizada superficialmente a cada momento espera el teléfono móvil.
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La dificultad del pensar complejo
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El afán de coleccionar la realidad, sustrato de lo que podrían considerarse tendencias antropológicas realistas u observacionales, ha aumentado en detrimento del deseo de explicarla o comprenderla. Poco a poco, la misma televisión, garante última del realismo por excelencia pero de un realismo fútil, se fue decantando, como digo, hacia la simple información, al suministro de noticias que sustituían la profundidad por el sensacionalismo, que es el exponente máximo de la superficialidad en todos los sentidos. Quien al final de este trayecto empuña ahora su teléfono móvil para captar un suceso, se preocupa más de mostrar esa captura que de analizarla a fondo y sacar conclusiones. Le basta la imagen para considerar que ha asimilado la realidad, que la ha adquirido; una sensación que comparte con el sustrato profundo del documentalismo clásico. Es cierto que, en este caso, las excepciones han sido muy numerosas a lo largo de la historia, pero también es verdad que, en el fondo de todas ellas, latía la sensación primaria de que lo esencial era haber capturado una imagen de lo que había ante la cámara. En este sentido, parecía, y parece, que no era la cámara la que se situaba frente a la realidad, sino a la inversa, que era la realidad la que venía a situarse dócilmente ante la cámara. Era como si la cámara fuera capaz de atraer la realidad hacia su ojo impersonal. Es cierto que había que salir a buscarla, pero solo porque se creía que era realmente posible encontrarla esperando en algún lugar, como el pez espera la llegada del anzuelo del pescador. El río de Heráclito fluye constantemente hacia el mar, donde se pierde, pero los peces, por el contrario, resisten la corriente y permanecen hasta que el pescador los extrae del flujo y, curiosamente, los salva de la corriente. Es así cómo la realidad se va convirtiendo paulatinamente en imagen y, de ahí, pasa a ser espectáculo, tal y como denunciaba Debord (1999).
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En este marco mental, las transformaciones que experimentó el documentalismo durante la década de los años noventa del pasado siglo, empezando por el llamado giro subjetivo y siguiendo con un posterior giro reflexivo, pueden considerarse trascendentales, no únicamente porque abrieron vías prácticamente insospechadas en este campo, sino porque pusieron de manifiesto un nuevo marco mental, así como una correspondiente nueva forma de pensamiento de la que a la vez se han hecho notables impulsores con su posterior desarrollo. En este nuevo ámbito, la imagen deja de ser solo testimonio o espectáculo y se convierte en acicate de la imaginación creadora.
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A pesar de los avances en el conocimiento de los procesos cognitivos y de que se haya popularizado la idea de Howard Gardner sobre las inteligencias múltiples, que amplía drásticamente el concepto unidimensional de la mente que regía las concepciones más clásicas de la misma, no cabe duda de que todo proceso racional ha sido tradicionalmente relacionado con el lenguaje, hasta el punto de considerar que las imágenes son entes básicamente irracionales. Todavía resuena entre nosotros la contundente afirmación de Lacan acerca de que el inconsciente está estructurado como un lenguaje. Por cierto que la hacía uno de los que, a la postre, más descompondría la estructura de ese lenguaje para encontrar detrás del mismo los entresijos de lo real y lo imaginario. Reparemos en que finalmente Lacan recurrió a una rama muy visual de las matemáticas —la topología o teoría de las propiedades de los cuerpos— para expresar, mediante la teoría afín de los nudos, aquello que no alcanzaban a decir las palabras sobre determinados fenómenos psíquicos.
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A partir del sustrato lingüístico, el pensamiento, para la concepción clásica de la racionalidad, se desplegaba de varias maneras características: era mental, es decir, estaba localizado en las funciones de la mente-cerebro; era local, en el sentido de que sus procesos se focalizaban a través de una estructura lineal-teleológica (de raíces que eran también teológicas); y, finalmente, era mecanicista, o sea que estaba articulado por una reglas que podían ser más o menos precisas —en unos casos, como en la lógica, muy precisas—, pero que siempre, de una forma u otra, se desarrollaba mecánicamente, a través de encadenamientos y enlaces ordenadamente articulados y a la vez cerrados: era mecánico porque era esencialmente metodológico, y el método no provenía nunca de la propia forma del pensamiento en sí, sino que era un elemento externo aplicado al proceso del pensar. Esta forma de exposición, compositiva, puede detectarse igualmente en un tratado, una novela o una película, incluso en una película documental. No es de extrañar pues que, cuando a mediados de los años cuarenta, el ingeniero norteamericano Vannevar Bush (1945) publicó su célebre artículo “As We May Think” en la revista The Atlantic sobre una nueva forma posible de archivar y organizar la información —materializada en el famoso Memex, aparato cuyo funcionamiento constituía un antecedente del hipertexto y el hipermedia—, no es extraño, digo, que se refiera directamente al hecho de que los sistemas de clasificación vigentes hasta el momento no se adecuaban a cómo funciona en realidad la mente humana, es decir, de forma asociativa.
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Hay depositada en la estructura mecanicista del pensamiento una gran confianza en el futuro que se plasmaba emblemáticamente en la palabra “Fin”, colocada al final de alguno de esos trayectos, sobre todo en las películas. Con el “Fin” se cerraban las conclusiones, los desenlaces y, con ellos, el libro o la película en sí mismos: se finalizaba el proceso de pensamiento puesto en marcha por esas máquinas finalistas, productoras de un solo significado heredero de las moralejas que enmarcaban las antiguas fábulas. Pensar ha sido, en este contexto, acercarse al fin, acompañado siempre de la mano del autor, garante de la fiabilidad del camino a seguir. Si creemos en el valor hermenéutico de las alegorías sociales, en su capacidad para expresar el inconsciente antropológico de una cultura, encontraremos en la prototípica plasmación visual de la labor de algunos santos relacionados con la enseñanza, como San Juan Bautista de La Salle o San José de Calasanz, la puesta en imágenes más acertada de la organización mental de la que estamos hablando. Con ella no solo se alegoriza la pedagogía, como trasfondo del pensamiento teleológico clásico, sino también el componente teológico del mismo que he mencionado antes y que la Ilustración secularizó creyendo que inauguraba un nuevo proyecto exento de hipotecas. En las alegorías encontramos, por cierto, una muestra eminente de las posibilidades del pensamiento visual, incluso cuando se trata de un pensamiento inconsciente. Las nuevas formas del documental instauran un renovado dispositivo retórico en el que la metáfora y la alegoría despliegan capacidades inusitadas.
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El desarrollo del pensamiento complejo que se despliega en el terreno de la imagen no anula los antecedentes del pensamiento racional, sino que se superpone a ellos, abriéndolos a nuevas perspectivas. Así, al pensamiento lingüístico se suma una ignorada forma visual de reflexión; al pensamiento mental se le une la posibilidad de una extensión tecnológica del mismo; el pensamiento mecanicista adquiere, por su parte, formas fluidas; y el pensamiento local se ve ampliado por una idea global, expansiva. La imagen actúa por medio de campos de significado que se expanden en todas direcciones y propugnan, por tanto, conexiones múltiples. En las alegorías clásicas del barroco esta multiplicidad de vectores es muy evidente, como sucede también en la publicidad contemporánea, pero puede darse el caso de que, como en la imagen emblemática del fundador de La Salle o la del de las Escuela Pías, se produzca la condensación de significados múltiples en una formación concreta. Podemos pensar que hay, pues, dos tipos de alegoría: una
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analítica y otra sintética. Pero hay que tener en cuenta que estos dos tipos de organización alegórica establecen a su vez la posibilidad de dos tipos de lectura alegórica, de manera que el receptor de las alegorías puede, si ejecuta una operación hermenéutica completa, aplicar sobre cualquiera de las modalidades los dos tipos de mirada.
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La estructura enunciativa del cómic es un buen ejemplo de esta doble articulación visual, aunque en este caso no sea estrictamente alegórica. Así, la página de un cómic o una novela gráfica aparece fragmentada a través de una sucesión de viñetas que, a la vez, se ofrecen al lector como configuración visual completa a nivel de toda la página. Por el contrario, algunos autores privilegian la página y elaboran configuraciones globales que contienen, de todas formas, detalles que deben contemplarse sectorialmente. En ambos casos, la mirada compleja debe ser doble; la diferencia reside en cuál de ellas es la más básica, la que se ofrece como puerta de entrada a la imagen. De esta manera, lo narrativo y lo pictórico se combinan para estructurar una información que circula a muy diversos niveles: emocional, visual, textual, político, estético, científico, etc. Un buen ejemplo es el manifiesto en forma de cómic del Bjarke Ingels Group, o BIG, de Copenhague, titulado Yes Is More: An Archicomic on Architectural Evolution (2010). Con la particularidad de que este cómic documental estaba acompañado por una instalación presentada en el Danish Architecture Center de Copenhague en 2009, la cual a su vez tiene una representación en la web.
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Paralelamente a estas formaciones alegóricas y estructurales que sustentan un determinado tipo de pensamiento visual, aparece la descomposición de la linealidad del pensamiento lingüístico en sí. Lo vemos en el hipertexto, pero también detectamos el fenómeno en las formas topológicas empleadas por Lacan para expresar la complejidad del sujeto y sus manifestaciones. En ambos casos, la línea expositiva se complica, se retuerce y forma nudos complejos que implican relaciones indiscernibles por otras vías.
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No se trata solamente de síntomas del nuevo imaginario, sino también de instrumentos efectivos de pensamiento. Son radiografías de procesos mentales, pero también indicativos de cómo pensar de forma distinta a través de organizaciones que son primordialmente visuales. Aparece de nuevo aquí la doble mirada, que de hecho puede llegar a ser múltiple: en el pensamiento lingüístico lo visual es un epifenómeno, una virtualidad que se oculta tras la estructura
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del lenguaje, visible en el texto o audible en la palabra; en cambio en el pensamiento visual, lo que aparece en primer término es el campo de la imagen y es a partir de este marco que se desarrolla el lenguaje para explicitar el significado. El lenguaje recobra protagonismo pero se amolda a la estructura de lo visual; su linealidad básica no domina las ideas, sino que se acomoda a la forma que la visualidad les ha conferido previamente. Claro está que si la imagen se contempla desde el deseo mimético y la mirada no descubre en ella su forma intrínseca sino solo el pálido reflejo de la realidad que se supone que representa, nada se descubrirá de los tránsitos que el pensamiento ejecuta gracias a ella. Habría que dejar sentado de una vez por todas que esa célebre indicación de Wittgenstein, heredera de otra similar de Spinoza, sobre el hecho de que existe una relación de isomorfismo entre la imagen (él habla de proposiciones, pero las equipara a las imágenes) y la realidad, solo puede tener un sentido pleno para nosotros si la entendemos como explicación imaginaria del mundo. Es decir, si consideramos que la estructura de la imagen no es un simple reflejo de la estructura del mundo, sino que impone sobre el mundo una estructura imaginaria a través de la que pensamos ese mundo.
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Para Spinoza, el orden de las cosas es el mismo que el orden de las ideas, lo cual puede ser entendido como un requisito racional por el que las ideas deben amoldarse al orden establecido, y fijo, de las cosas, o bien puede tomarse como un apertura post racional que permite extraer nuevas ideas de la reordenación de las cosas. Es de la “realidad” que parte Wittgenstein al afirmar que, así como un hecho atómico es una composición de “cosas”, también una proposición atómica es una composición de palabras, y que lo que hay en común entre la realidad (el hecho) y el lenguaje (la proposición) es la forma de la composición que queda reflejada en la estructura lógica de la proposición. Pero el orden tecno-estético actual nos lleva a darle la vuelta a esta relación para hacerla imaginativamente operativa, no con el fin de negar absurdamente la realidad, sino para acercarse a ella desde el otro lado, un lado que se acostumbra a ignorar, puesto que la realidad, debido a nuestra mente aún perspectivista, la seguimos imaginando como una superficie plana con un solo lado. Si lo que tienen en común el lenguaje (o la imagen) y la realidad es una misma estructura lógica, parece obvio que el lenguaje o la imagen no son solamente reflejos de una realidad preestablecida, sino que pueden ser también formas de cambiar esa realidad, extrayendo de la misma facetas hasta entonces escondidas.
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No hace otra cosa el lenguaje, por supuesto; pero ahora debemos aceptar que también puede hacerlo la imagen, sobre todo la imagen tecnológicamente activada. Esta activación tecnológica de la imagen es la base capaz de articular las nuevas formas de pensamiento. La imaginación arquitectónica, con la que tan relacionados están los docuwebs, los cómics —documentales o no— y las instalaciones, señalan claramente esta posibilidad de cambiar la realidad a través de pensar sus estructuras.
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Mente y tecnología
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Los procesos de visualización del pensamiento y el trascurso análogo de pensar visualmente están relacionados, pues, con las características de las tecnologías contemporáneas de la información y el conocimiento. En este sentido, se hace necesario acudir a las ideas del antropólogo Roger Bartra (2006) con su concepto de exocerebro, según el cual el cerebro humano ha ido expandiendo su capacidad a medida que se fueron creando herramientas y técnicas cada vez más complejas que ofrecían a los seres humanos nuevas maneras de relacionarse con la realidad. Ello implica que el cerebro no es un órgano cerrado, ni siquiera encerrado en su propia plasticidad interna, sino un sistema a partir del que se expanden innumerables ramificaciones destinadas a conectarse tanto con las tecnologías como con las estructuras e instituciones sociales, entendidas estas también como tecnologías. Las ideas de Bartra siguen la estela de las que André Leroi-Gourhan expresó en su clásico El gesto y la palabra, si bien el antropólogo mexicano va más lejos que el francés, puesto que este se contentaba con describir los procesos de hominización y socialización que ocurren en paralelo con la evolución de las técnicas y el lenguaje, sin realmente plantear el fenómeno de un cerebro en constante y efectiva expansión a través de la relación entre estos ámbitos. En realidad, Leroi-Gourhan se interesaba más por las herramientas simples que por las tecnologías complejas, pero ello no impide que sus planteamientos globales del fenómeno humano ayuden a comprender las ideas de Bartra. McLuhan, por su parte, también se aproximó a esta perspectiva al entender que las tecnologías suponían una extensión de los sentidos, pero se quedó igualmente corto en este caso, puesto que la extensión transcendental no es la de los sentidos, sino la de la mente. Pero es cierto que el teórico canadiense en La
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galaxia de Gutemberg sí detectó el cambio que en la estructura del pensamiento implicaba la aparición de una tecnología tan significativa como la imprenta. Sin embargo, todas estas perspectivas, la de Roger Bartra incluida, tienen un carácter muy general y es por ello que se complementan tan fácilmente. Pero lo que en realidad me interesa extraer de las mismas es la posibilidad de una aproximación concreta a la transformación de las funciones reflexivas, más allá del cambio global de la mente del que provengan.
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Mi idea es que hablar de cerebro es excesivamente reduccionista y además tiende a anclar la posible comprensión de estos procesos en la fase mecanicista y local del pensamiento. Yo diría que lo que se expande no es el cerebro en sí, sino la mente. Es cierto que la equiparación del concepto “cerebro” con el de “tecnología” sitúa los dos términos a un mismo nivel material, pero deja fuera los procedimientos que se desprenden de la articulación de los dispositivos cerebral-tecnológicos; es decir, no detecta el carácter fluido de las nuevas formas de reflexión. Así resolvemos también la eterna polémica entre la esencialidad de la mente o la del cerebro, delimitando con claridad los dos niveles fenomenológicos y sus especificidades: el cerebro, como el ordenador, es el sustrato material de procesos que a nivel mental, equivalentes al software, son mucho más dúctiles y complejos. Es la mente la que se expande, pues, a través de las nuevas formas tecnológicas, pero no lo hace de manera mecánica, como nos podría hacer suponer su equiparación reductiva con el cerebro; es decir, no lo hace por el simple hecho de que existe la tecnología concreta, y sin importar el uso que se haga de ella, sino que debe tenerse en cuenta que estas tecnologías son plataformas que permiten expansiones determinadas a partir del uso que se haga de las mismas. Así sucede con el propio lenguaje y su relación con el pensamiento: la existencia potencial del lenguaje no supone ningún tipo de beneficio, que no se vislumbra más que cuando aquel se activa a través del habla.
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La tecnología permite nuevas articulaciones del pensamiento y, por lo tanto, promueve la aparición de nuevas formas retóricas. De esta manera la mente no es algo difuso de difícil localización, sino que se revela como el resultado de hacer efectivas las potencias tanto del cerebro como de la tecnología, constituyéndose así en un ámbito que se extiende desde el cuerpo a la sociedad. Como indica el propio Bartra, esto implica una mentalización de la tecnología y de la sociedad, de la misma manera que también el propio pensamiento adquiere basamentos materiales.
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En este entendimiento de las formas tecnológicas del pensamiento debemos incluir de manera crucial las funciones de la imagen, de lo visual. En este sentido, las imágenes aparecen como aparatos, como dispositivos tecnológicos de un refinamiento infinitamente mayor que el de las máquinas que las producen. La imagen, como el lenguaje, se sitúa así a un nivel superior con respecto al sustrato material-tecnológico que la produce y posibilita.
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La aparición del hipertexto señalaba ya el camino hacia la disolución del pensamiento lineal y local, en dirección a formas expansivas del mismo. Con su implementación se abría un ámbito de desarrollo espacial, cuya efectividad el lenguaje había descartado (a pesar de que pudiera analizarse a posteriori, por ejemplo a través del juego entre sus formas diacrónicas y sincrónicas), pero que la moda de los mapas mentales y los mapas conceptuales acabó posteriormente de concretar. La expansión de los conceptos, en principio ilimitada, que proponen los mapas conceptuales encuentra su complemento en las formas subjetivas de los mapas mentales. Si aquellos son capaces de establecer constelaciones de carácter neo-objetivo, estas subjetivan el conocimiento, estableciendo una radiografía del saber personal. En ambos casos, tanto el sustrato espacial como los dispositivos estéticos sirven para matizar y profundizar determinados conceptos. Se presentan como la cartografía de un efectivo proceso de pensamiento.
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El espacio encantado
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Los conceptos básicos de espacio y tiempo experimentan drásticas transformaciones en este panorama. En primer lugar, el espacio pierde su carácter de contenedor indiferente y pasa a formar parte integrante de los procesos reflexivos y comunicativos; luego, el tiempo se introduce en estas articulaciones espaciales a través del movimiento y su propia transformación tecnológica y licúa las formas espaciales; hace que lo que antes era mecánico sea ahora fluido. Las formas resultantes son, pues, una hibridación de espacio, tiempo y pensamiento. Para comprender este proceso es esencial la fenomenología de las instalaciones. El desplazamiento del cine hacia el museo es un indicio también de las nuevas formas de articulación de la realidad y del saber, que superan el antiguo concepto de representación. El fundamento de las instalaciones se asienta sobre la potenciación del espacio y la función visual de la metáfora. Comparadas con
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el documental tradicional —al fin y al cabo, veremos enseguida el vínculo que el modo instalación mantiene con las webs documentales—, las instalaciones nos muestran el enriquecimiento expresivo que supone desarticular la linealidad cinematográfica de ese tipo de cine, a favor de una valoración conceptual del espacio, paralela a una función hermenéutica del mismo. Los planos —entendidos como formas parafotográficas donde reposa la esencia de la realidad— se sucedían linealmente, anulándose unos a otros. No tenían otra posibilidad de alimentarse recíprocamente que la que se desprende de esa vaga idea de Eisenstein acerca de una dialéctica visual generadora de síntesis de imágenes o planos capaces de promover nuevas ideas en la mente del espectador. En la instalación se presentan los “planos” en forma de distintos medios, a través de articulaciones espaciales que visualizan no solo los elementos sino también sus posibilidades de conexión.
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Lo que una instalación hace en el espacio físico, lo realiza la web documental en el espacio virtual de Internet. Lo que el visitante de una instalación efectúa con todo su cuerpo, paseándose por el espacio real que la compone, el visitante de un docuweb lo realiza paseándose mentalmente por el espacio virtual que se establece a través de la interacción con las articulaciones visuales de la propuesta. En ambos casos, existe un proceso de pensamiento activado por las relaciones que se establecen mediante el movimiento entre los elementos que componen las obras.
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Nuestro pensamiento se ha fundamentado en dos ideas esenciales del espacio. Un espacio entendido como contenedor sin atributos específicos (Newton) o un espacio relacional que adquiere los atributos de los elementos que lo forman y sus relaciones (Leibniz). Wittgenstein (1921) confiesa en el Tractatus no poder imaginar una cosa sin espacio, pero sí un espacio vacío (2.01.21), pero al mismo tiempo afirma que tampoco nos podemos imaginar ningún objeto fuera de las posibilidades de su unión con otros (2.01.31). Realiza así una postrera síntesis entre los espacios newtoniano y leibniziano. Prácticamente al mismo tiempo, Aby Warburg descubre un nuevo tipo de espacio al empezar su trabajo con el Atlas Mnemosyne: Wittgenstein publica el Tractatus en 1921, Warburg empieza a trabajar en el Atlas en 1924. En realidad, este nuevo tipo de espacio ya lo había detectado Mallarmé cuando en su poema “Una tirada de dados no abolirá el azar”, distribuía los versos por la página sin respetar la estructura básica del texto, cuyas frases acostumbran a
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distribuirse formando una línea continua que va de una lado a otro de la página y que continúa debajo de esa línea. Por el contrario, Mallarmé hacía visible la página del libro y colocaba sobre ella las palabras como si fueran objetos en la tela de un pintor. Pero iba más allá que el espacio de la pintura, puesto que, como nos recuerda Deleuze, el pintor al acercarse a la tela ya contempla sobre la misma un determinado esquema que se opone a la libertad que esta en principio le ofrece. Por el contrario, Mallarmé actuaba sin ese esquema, de alguna manera como acabarían haciendo los pintores del expresionismo abstracto. Lo que Mallarmé hizo con las palabras lo efectuará Warburg con las imágenes. Descubre por lo tanto un espacio imaginario o, dicho de otra forma, materializa el espacio de la imaginación; hace que se pueda operar sobre el mismo de forma distinta a como se hace en una imaginación reglamentada por la linealidad del lenguaje.
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Didi-Huberman, al estudiar el concepto de Atlas relacionado con la obra de Warburg, distingue entre el cuadro y el tablero (“table”, en francés), como dos superficies antitéticas. Mientras que en el cuadro se establece una configuración visual fija para siempre, con el tablero se puede estar variando constantemente los elementos situados sobre el mismo. Este espacio de juego —espacio imaginario pero a la vez material— es también un espacio de pensamiento. La colocación y combinación de las imágenes sobre los tableros de Warburg eran una forma de pensar a la vez sobre las imágenes y con las imágenes, como se puede apreciar en la magnífica página de Cornell University (2015) dedicada al Atlas Mnemosyne.
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Tanto las webs documentales como las instalaciones utilizan este tipo de espacio imaginario: las primeras, combinando espacios relacionales, formados por el movimiento interactivo de sus partes, con la materialización alegórica de las propias relaciones (la forma de las interfaces o de las páginas); las segundas, transformando el espacio newtoniano de los museos o salas de exhibición (espacio-contenedor) en espacios imaginarios sobre los que se juega con la combinación de elementos, igual que Warburg combinaba imágenes sobre sus paneles. Al mismo tiempo, en las instalaciones se proponen relaciones que en la web están determinadas visualmente a través de las interfaces. En las instalaciones el visitante efectúa mentalmente las conexiones, mientras que en la web las realiza a través del gesto que le conecta con la interfaz. Pero este gesto es también una forma de pensar o conlleva un proceso reflexivo.
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La imagen interfaz
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Estas disposiciones nos trasladan a un nuevo tipo de formación visual que denomino imagen interfaz y que supone la superación de la imagen perspectivista imperante en nuestra cultura casi ininterrumpidamente desde el Renacimiento. La imagen interfaz implica también la aparición de un nuevo modelo mental que se superpone a los anteriores, basados en el teatro griego y en la cámara oscura (Català, 2010). Podría decirse que la imagen interfaz se basa en la interactividad con las imágenes, si no fuera porque el concepto de interactividad, tan utilizado desde hace unos años como el emblema de las nuevas tecnologías, pertenece de hecho al paradigma anterior. Supone una relación espectatorial con las imágenes, solo que en este caso aparentemente superada por la posibilidad de intervenir en ellas.
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Esta capacidad de intervenir es, sin embargo, crucial, puesto que implica la conversión del espacio newtoniano de la imagen perspectivista en un espacio relacional imaginario. El régimen de la interfaz implica, sin embargo, una relación más profunda con la imagen que la simple intervención superficial en el desarrollo o despliegue de la misma. Supone un proceso hermenéutico por el que se establece una conversación entre el usuario y la tecnología a través de formas visuales que abren estados de conocimiento y producen formas de reflexión paralelas. Por otro lado, el concepto básico de interactividad, además de seguir pensando en una serie de relaciones lineales y mecanicistas entre el espectador y la representación, no tiene en cuenta que con la nueva imagen interfaz se producen sistemas ecológicos caracterizados por la circulación fluida entre sus distintos componentes: el usuario, el autor (o autores), la tecnología, las formas audiovisuales y las referencias, datos o formas de conocimiento correspondientes.
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El espectador de un documental típico, que es seguidor pasivo de los procesos mentales del autor, se incorpora a través de la interfaz de la web documental a esos procesos mentales, los hace suyos y los conduce a su manera. El autor le ofrece unas herramientas basadas en las imágenes o las formas documentales, aquello que antes configuraba los planos cinematográficos. Los datos del documental, que anteriormente se inscribían en imágenes que, como las de la pintura, estaban pre-fijadas por el autor con la justificación de que eran imágenes de la realidad que no podían por tanto ser alteradas, se convierten
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ahora en formas abiertas susceptibles de ser pensadas de nuevo. Lo que antes he indicado acerca de la inversión del isomorfismo wittgensteiniano se hace realidad en las webs documentales.
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Pero el autor o autores de la web han intervenido también en el nuevo proceso de pensamiento-interfaz al confeccionarla, puesto que han diseñado determinadas relaciones entre las imágenes y las han modificado mediante procedimientos metafóricos y alegóricos. Así como en el documental tradicional los procesos de pensamiento son previos al documental en sí, en la web documental los pensamientos están visualizados e incorporados al sistema, de manera que van al encuentro del usuario, quien no solo incorpora sus propias reflexiones, sino que las efectúa a través de los espacios, las formas y las relaciones que se le suministran. Se puede argüir que lo mismo sucede con el documental tradicional, pero, en ese caso, el pensamiento de las imágenes está oculto por el proverbial naturalismo de las mismas y la reflexión que suscitan no permite una respuesta inmediata, es decir, no promueve el inicio de un proceso dialéctico. Además, el pensamiento del espectador es ajeno a la forma de las imágenes en sí: las imágenes transmiten información, pero no son a la vez herramientas para pensar, mientras que es esto lo que sucede en las webs documentales. Una web documental no solo informa y anima a pensar, sino que plantea una determinada forma de pensamiento, que puede ser distinta en cada ocasión, puesto que se amolda a una situación mental concreta a través de la que se presenta la realidad. Referencias
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Bartra, R. (2006). Antropología del cerebro. La conciencia y los sistemas simbólicos. Valencia, España: Pre-Textos.
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Imagen, fetiche y mercancía
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José Alejandro Restrepo
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Quiero empezar con una reflexión que hace Giorgio Agamben que puede
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parecer una broma pero en realidad es muy profunda. Decía Agamben (1998, p.65) que la diferencia entre el hombre y el animal es que el hombre es el animal que va al cine. Esto quiere decir que el hombre es el único ser que se interesa por las imágenes y, glosando la cita, diría que también es el único animal que va a los seminarios sobre imagen y a las muestras documentales. El interés del hombre por las imágenes podría residir, entre otras cosas, en que la realidad se le presenta inexorablemente (¿fatalmente?) mediatizada por la imagen y por todos los sistemas de representación. Podríamos rastrear estos sistemas y seguir una genealogía ligada a los artefactos de la visión, a los aparatos y dispositivos de mediación, estudiando cómo se acercan a la realidad pero también pensando en lo que implican desde el punto de vista del espectador y del sujeto/operador. Es tan importante analizar las obras como los aparatos, y esto plantea un panorama bastante complejo al que solo pretendo acercarme mínimamente.
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En el seminario “Pensar lo Real” (2014), se ha analizado esa relación intrínseca entre los dispositivos técnicos y las posibilidades que estos suponen para que el sujeto entienda, se acerque y aprehenda la realidad. Esto tiene una serie de implicaciones ideológicas ligadas al dispositivo óptico. Tiene mucho sentido entonces que este seminario haya ocurrido en la Pontificia Universidad Javeriana, (santuario jesuítico), pues no en vano fue la Compañía de Jesús la primera gran multinacional de las imágenes. Varios de los recorridos que voy a hacer están íntimamente ligados a la visión jesuítica de la Contrarreforma con su lucha contra el protestantismo iconoclasta, que generó el Barroco en Europa, pero también en América de forma muy original.
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En el siglo XX la proliferación de dispositivos ópticos es abrumadora: cine comercial, cine experimental, cine de autor, cine arte, publicidad, televisión, internet, teléfonos, redes sociales, video arte, video performance, video instalación, y un largo etc. A veces, ante tanta proliferación innecesaria y banalizante de imágenes, uno añora un poco de silencio. Sin embargo, en el siglo XIX hubo una cantidad de dispositivos visuales y técnicos que pareciera incluso más abrumadora y seguramente más misteriosa que la actual. Aquí una breve enumeración de estos aparatos ópticos: panoramas, dioramas, novaloramas, pleoramas, cosmoramas, diafanoramas, fantascopios, fantasmagorías, fantasmagopáticas, georamas, cineoramas, fanoramas, estereoscopias, cicloramas, entre otros. Cada uno de ellos plantea problemas en torno a la fisiología de la visión, a la relación con el espectador y la experiencia con lo real desde su especificidad.
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Algunos antecedentes históricos nos anuncian lo que en el siglo XX va a ser la gran explosión de transdiciplinariedades y expansiones de lo visible. Por ejemplo, en 1924 Abel Gance presentó su película Napoleón proyectada a tres pantallas, con Antonin Artaud como uno de sus personajes principales. Bertolt Brecht en los años veinte introdujo en sus piezas teatrales la proyección de películas. Dentro del teatro, una corriente a comienzos de la década de los noventa, el teatro documental, contribuyó a la propuesta del “documental expandido”1: una puesta en escena que se apropió de tácticas pertenecientes al documental, de las investigaciones, de la archivística y, en general, al intento de responder a la pregunta sobre “lo real”.
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Jonathan Crary (2008, p. 17) plantea que “los problemas de visión, entonces como ahora, eran fundamentalmente cuestiones relativas al cuerpo y al funcionamiento del poder social”. A partir de esta observación, algunas hipótesis de trabajo podrían ser: ¿Qué tipo de configuración ideológica está ligada al dispositivo técnico? ¿Cómo es la relación de cada uno de estos aparatos con lo real? ¿Cuáles son las relaciones entre el aparato y el sujeto operador?
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En el seminario referido se ha hablado acerca de qué es lo visible y qué es lo invisible en términos de apropiación de lo real. No es solamente porque haya algo
1 Sobre el problema de lo expandido, el libro pionero Expanded Cinema (1970) de Gene Youngblood sigue siendo muy influyente: “La frase cine expandido es hoy en día genérica para las heterotopías desconocidas en que presumimos se está transformando el cine” (p. 14).
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invisible dentro de lo real, sino porque lo real también puede tener un plano encriptado que nos es extraño porque no tenemos los códigos de desciframiento. Existiría algo que Benjamin (1982) denomina el subconsciente óptico cuando se refiere al trabajo con la cámara: algo subconsciente irrumpe involuntariamente cuando se abren suficientemente las grietas de la percepción ordinaria, fuera de las decisiones conscientes del artista. Es la misma realidad la que se encarga de filtrar estos inconscientes a través de medios técnicos y de sus inervaciones en el sujeto (ojo y mano). Otro tipo de subconsciente aflora durante las operaciones de choque entre imágenes en el momento del montaje. Desde esta óptica estaría claro que una historia de la visión, como propone Crary (2008, p. 21), no está en sincronía con una historia de las obras o de los sistemas representacionales; estos últimos serían los síntomas y las consecuencias de la primera: los últimos son puntuales y fugaces, la primera pertenece a la historia de las Largas Duraciones.
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¿Hay una superficie jeroglífica de la realidad? ¿Es el mundo una superficie de inscripción? ¿Si la realidad estuviera cifrada en jeroglíficos, cómo tener acceso a los códigos para descifrarlos correctamente? ¿Qué capacidad tienen los aparatos ópticos para la captura y posterior desciframiento? Benjamin repetidas veces habla de la realidad como una superficie de jeroglíficos, Eisenstein concibe el mundo como jeroglífico y Artaud también lo ve como una “montaña de signos”2. Los dos últimos se vieron muy influenciados por el arte oriental, la danza balinesa, el teatro Nò, el teatro Kabuki y la ópera de Pekín. En Oriente los lenguajes artísticos son generalmente lenguajes ideográficos, fundamentados sobre la esencia del jeroglífico y los juegos de signos. En este grupo de artistas Proust sería el egiptólogo mayor. En palabras de Deleuze (1972, p. 185): “No hay Logos, sólo hay jeroglíficos. Pensar es pues interpretar, traducir”.
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Marx (2000) se refiere a los productos del trabajo como “jeroglíficos sociales” y a la labor de desciframiento como un paso necesario y urgente para lograr penetrar el misterio de los productos sociales. Las visiones de Marx son muy útiles desde dos aspectos: el problema de la ideología ligada a un aparato de visión (en particular la metáfora de la ideología como cámara oscura) y el problema del fetiche inherente a las mercancías y sus intercambios en la sociedad 2 Así se titula un capítulo de su libro Los Tarahumara (1985) sobre su viaje a México en 1936 y publicado en 1945.
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capitalista. Dos asuntos complejos e interrelacionados entre sí: ideología y fetiche. Para Baudrillard (1972) la fetichización generalizada de la vida lleva a la producción de ideología.
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Hacia 1840, Marx recoge las reflexiones de Charles De Brosses, un erudito francés de finales del XVIII que colaboró en la Enciclopedia. Su libro Del culto de los dioses fetiches (1760) son aproximaciones pseudocientíficas al problema del Otro, el salvaje o el idólatra, así como un compendio sobre ideologías y políticas pre-coloniales. De Brosses introduce el término fetiche de origen portugués que significa “artificial”. Pero mucho antes, desde el Antiguo Testamento se venía configurando una lucha de bandos que podría sintetizarse como lo hicieron los conquistadores en América: lo mío es religión, lo de ustedes es magia; lo mío son las imágenes, lo de ustedes son los ídolos. Esto plantea no sólo unas diferencias epistemológicas y conceptuales irreductibles e irreconciliables frente a la imagen, sino que también perfila todo un programa político-militar de conquista.
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Hernán Cortés y sus sucesores lo entendieron claramente: una estrategia fundamental de dominación fue quitar los ídolos e imponer las imágenes; un trabajo de destrucción primero y luego de suplantación, lucha de cuerpos primero y de signos luego3. Este trabajo sobre/con las imágenes se ejerce violentamente y no solo en un plano simbólico. La lucha es a muerte. Una lucha donde ha corrido mucha sangre. Podemos mencionar algunos momentos álgidos de este enfrentamiento: la crisis de Bizancio en el siglo VIII y la Reforma protestante y sus críticas al catolicismo como una práctica fetichista, como culto idólatra a las imágenes, sus santos y sus reliquias. “Que la majestad de Dios, muy alta para la vista humana no sea corrompida por fantasmas”, sentenciaba Calvino.
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Marx (1968) comparó la ideología con una cámara oscura, el aparato ópticocientífico antecesor de la cámara fotográfica. La cámara oscura comparte la misma fisiología y anatomía del ojo humano. La cámara oscura invierte la imagen proyectada en la pared posterior. Esto le sirvió a Marx como metáfora 3 Bernal Díaz del Castillo (1568) en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, relata un episodio elocuente: Cortés para asustar a sus enemigos, envía al frente del batallón a un soldado con la cara cruzada de cicatrices horribles, tuerto y cojo, “como sois mal agestado, creerán que sois ídolo” (citado por Le Clézio, 1992, p. 33). La misión de asustar con las imágenes, como uno de los principios ideológicos de la imaginería católica, puede rastrearse fácilmente en las representaciones del infierno y sus demonios.
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para hablar de la ideología como una falsa conciencia, un error, una inversión de la realidad4. Pero además, la cámara oscura como aparato conceptual establece categorías tanto para la imagen como para la ideología: una jerarquización de valores entre el original y la copia, una cualificación entre objetos-verdad y objetos-mentira, una operación sistemática de encubrimiento y distorsión de la verdad, un acceso y una circulación privatizante de las imágenes.
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En el siglo XIX los fotógrafos hablaron de emanaciones y radiaciones y Marx se refirió al fetichismo como adherencia y a la ideología como sublimación. Ambos son conceptos alquímicos. Los inventores y usuarios de la cámara oscura fueron en sus inicios conocidos alquimistas. Giovanni Batista Della Porta, a quien se le atribuye el invento de la cámara oscura en 1558, sostenía que su nuevo aparato óptico sería de gran utilidad para conocer las cosas secretas del mundo. Él sabía, como buen hermético, que el mundo es una superficie que hay que leer en clave, donde aparecen muchas cosas que no pertenecen al régimen de lo visual, que yacen ocultas. Y añade: “Hay que contemplar los fenómenos para una vez completada la observación, empezar a manipularlos” (citado en Crary, 2008, p. 61). Esta es la fuerza ideológica que tienen los aparatos. ¿Qué forma de manipulación y a qué tipo de proyecto político obedece el manipular las sensibilidades y la percepción? ¿Cómo y para qué manipular las formas de representación, de difusión y de proyección?
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En su libro Cámara oscura de la ideología, Sarah Kofman (1975) hace un seguimiento a las relaciones entre los fenómenos físicos de la óptica y los fenómenos sociales. Señala que hay un común denominador entre las operaciones de la ideología y la inversión de la imagen en la cámara oscura, una aberración óptica de la falsa conciencia. Remontándose en la genealogía de los aparatos de visión, equipara la cámara oscura con el mito de la caverna, donde existiría lo original y luego las sombras, el mundo de los simulacros, el mundo de los reflejos y los ecos como parte de una relación fantasmática con las cosas. Foucault (2008) también menciona una equivalencia posible entre el panóptico y la cámara oscura: el panóptico es una arquitectura que permite el control interno, hacer visible el interior, es “la máquina de ver, una especie de cámara oscura donde espiar a los individuos” (p. 240). Foucault señala que Bentham
4 Debord (1999, p. 40) sugiere, como un juego de óptica y como contra-discurso, que si invertimos la inversión, aparecerá entonces lo verdadero.
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se inspiró en sus visitas a los Panoramas donde los espectadores ocupan un lugar central para observar paisajes, batallas, ciudades…, “el lugar de la mirada soberana” (p. 240).
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Esta relación con el público situado en el medio, rodeado por la imagen, inmerso en la experiencia, habla bien de cómo los inventos ópticos afectan la percepción y el papel del sujeto-espectador. En ese sentido son muy innovadoras las relaciones de las nuevas tecnologías de la imagen con el sujeto (espectador y artífice): drones, teléfonos inteligentes, web-cam, Skype, video-juegos, cámaras de vigilancia, imágenes satelitales, cámaras-misiles, etc. La tecnología militar ha estado siempre en el origen de los aparatos de imágenes que conocemos. La guerra, al decir de Benjamin (1982), representa una forma de comportamiento humano especialmente adecuada a los aparatos ópticos técnico-científicos, entre otras cosas porque estos aparatos son ellos mismos producto de la investigación y la industria bélica. Algunas de estas imágenes exploran otra condición epistemológica: no pertenecen a una tradición iconográfica, no son estéticas ni comunicacionales, son imágenes de procesos técnicos, “imágenes operativas”5.
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La metáfora de la cámara oscura podría ser insuficiente frente a las características y facultades de ese gran listado de dispositivos ópticos del siglo XIX, contemporáneos de Marx. Entre otras cosas porque con ellos ocurren transformaciones radicales respecto a la movilidad/inmovilidad del espectador, la perspectiva de la óptica lineal, o la confianza en la objetividad del observador. Esto habría que analizarlo no solamente desde el aspecto científico-positivista del funcionamiento del aparato, sino también desde sus errores, desajustes técnicos, dislocaciones, juegos y misterios, además desde la industria del espectáculo que inauguran. ¿Qué tipo de aberración óptica permiten? ¿A qué se le llamó en los siglos XVI y XVII perspectivas depravadas6?
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5 Sobre este asunto, la obra de Harun Farocki (2013) es ejemplar. También nos recuerda el uso del término tomas fantasma, cuando no se sabe dónde está el sujeto que las filmó. Las imágenes grabadas desde un misil podrían llamarse una subjetiva-fantasma. 6 Sobre estos temas es imprescindible la obra del historiador del arte Jurgis Baltrusaitis (1955), Les Perspectives dépravées. Deleuze (1985, p. 53) se refiere al movimiento aberrante como el movimiento descentrado, fuera de equilibrio que cuestiona la representación indirecta del tiempo y permite que el tiempo directo irrumpa.
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Estos conceptos de aberración y depravación conjugan problemas de óptica y moral. La cámara oscura comienza a desarrollarse como una herramienta no solamente para la probidad de los científicos, sino también para los artistas, como para dibujar. Para ambas profesiones era importante acercarse de una manera fidedigna a la reproducción de la imagen y, fundamentalmente, para reforzar la confianza en la observación individual como método para comprender el mundo. Sin embargo, estos aparatos eran proclives a tener algún tipo de desviación no-científica, de aberración que abría fisuras a universos fantásticos donde irrumpieron fantasmas, fantasmagorías, espectros, prestidigitación, ilusión y fetiches. E. G. Robertson, a finales de 1700, hablaba de su espectáculo de Fantasmagoría como el arte de hacer aparecer espectros o fantasmas por ilusión óptica.
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El concepto de cámara oscura también fue tímido con respecto a los alcances de los aparatos de proyección. La linterna mágica aplica el proceso inverso a la cámara oscura: proyecta una imagen sobre una superficie exterior. Con este aparato el jesuita Athanasius Kircher abrió la rica parafernalia de la teatralidad y del espectáculo, la apoteosis de la imagen y sus fantasmagorías. Los efectos visuales fueron sorprendentes: simulaciones de visiones divinas para sorprender a mentalidades propensas se pusieron a prueba, al igual que los juegos de anamorfosis, practicados por las misiones jesuíticas en China7. Tanto el concepto de maquinaria como el de fantasmagoría pueden verse como una invitación al teatro y a la teatralidad. Así lo hizo Kircher con su gabinete de inventos y aparatos ópticos denominado teatro polimontable y catóptrico. Se trata de un contenedor de inventos (en especial la linterna mágica) y a la vez escenario y teatrino, acompañados de música y efectos sonoros. Como observa Zielinski (2007):
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Basándose en el concepto de la conversión de las almas buscando su conmoción, se conciben máquinas mediáticas, como misteriosas cajas negras. Son diseñadas y construidas de tal manera que sus mecanismos básicos sean un misterio para el usuario. El efecto en sí, primero que todo debe sorprender, afectar y no apoyar la fuerza de la imaginación ni la razón en sus elucubraciones. El concepto era de vanguardia en la época de Kircher, sin embargo más bien una antigüedad en cuanto a la estética. Según aquella indicación de la poesía aristotélica, denominada catarsis
7 Crary (1990, p. 57) propone que la cámara oscura propició el desarrollo de la interioridad y subjetividad protestantes, mientras que la linterna mágica explora la parafernalia barroca de la Contrareforma católica.
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para los dramaturgos, según la cuál “con la ayuda de la compasión y el miedo se lleva a cabo la limpieza de las pasiones”. (p. 103)
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Hacia 1900, el fotógrafo Nadar en su Teoría de los Espectros explica que el cuerpo está hecho de una serie de capas superpuestas de espectros y, cada vez que es fotografiado, una de esas capas se va perdiendo. Baudelaire alertaba frente a la “idolatría”, cuando la fotografía movilizaba masas enteras durante las Exposiciones Universales. En sus escritos sobre el Salón de 1859, previene a las multitudes que acogen a la fotografía ciegamente; las llama multitudes idólatras y se refiere a Daguerre como el Mesías de esta nueva fascinación con la imagen. Sus críticas apuntan a no confundir el arte con la representación plana de la realidad que la sociedad observa embelesada como el nuevo Narciso.
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En los escritos sobre el Salón de 1846, Baudelaire (1968) la emprende contra la escultura. “¿Por qué la escultura es tan aburrida?” se pregunta y explica que “su origen se pierde en la noche de los tiempos, por lo que es un arte de los Caribes” (p. 257). Caribe es el lugar común del salvaje, del idólatra, del caníbal (es el Calibán de Shakespeare, 1960), figura presente en todas las empresas coloniales etnográficas y misioneras. Para todos ellos la idolatría de los salvajes reside fundamentalmente en el error: adorar dioses que no son dioses. Para Baudelaire, al contrario de la escultura, la pintura es un estado más evolucionado, un arte que supera el estadio de talla de fetiches, “un arte de razonamiento profundo” (p. 257). Además, le parece muy problemático que el espectador se desplace alrededor del objeto escultórico, que tenga que escoger entre cientos de puntos de vista diferentes, y, en especial, que sea un objeto que se toca.
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La Torá hace énfasis en que los atributos de Dios son la vista y el oído, nunca el tacto. Los fetiches como objetos tridimensionales y táctiles, herencia de los Gentiles, se mantienen de pie, son productores de sombra8. Pareciera que tuvieran autonomía y vida propia, y si no la tienen, podrían cobrarla en cualquier momento. Este es uno de los elementos más provocadores e inquietantes en la caracterización del fetiche como concepto mágico. En términos marxistas es la personificación de las cosas y la cosificación de las personas. Marx (2000)
8 Borges (1976) hace un recuento de momentos críticos en la historia de la idolatría: Antiguo Testamento, Platón, Plotino, Mahoma. “Algunos doctores musulmanes pretenden que solo están vedadas las imágenes capaces de proyectar una sombra (las esculturas)…” (p. 70).
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advierte la presencia del fetiche y la acción fetichizante, sin ir tan lejos, en el corazón mismo del capitalismo en Europa: “Una mercancía parece ser, a primera vista, una cosa evidente y trivial. De su análisis resulta que es una cosa de lo más endiablada, llena de sutileza metafísica y de entresijos teológicos” (p. 119). Para el autor de El capital, la mercancía sufre un “desdoblamiento”: por un lado tiene valor de uso y por el otro, valor de cambio. Este desdoblamiento y la imposibilidad de captar simultáneamente las dos características son fenómenos similares al carácter del fetiche como objeto simbólico y no utilitario. El dinero y el valor de la mercancía son ficciones, convenciones, formas mágicas que establecen relaciones abstractas con lo real.
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La relación entre ideología y fetichismo podría formularse así: ambos son productores de ídolos, de la mente el primero, del mercado el segundo. Mitchell (1986, p. 164) plantea que las ideas pueden considerarse como imágenes impresas o proyectadas en la conciencia, de manera que la ideología sería una suerte de iconología, una teoría de las imágenes, una “ideolatría”. Este entrecruzamiento permite acercarse a la iconología desde la ideología (lo que ya intentó la sociología del arte) y también utilizar las herramientas de la iconología para abordar la ideología (aún mucho por hacer en esta dirección).
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Una reflexión muy útil plantea Susan Sontag (1977) acerca de las relaciones entre imagen-fetiche, imagen-magia y también imagen-ideología: “La noción primitiva de la eficacia de las imágenes presume que las imágenes poseen las cualidades de las cosas reales” (p. 168). Es decir, la eficacia y el poder mágico otorgado por los “primitivos” o los “idólatras” a las imágenes, radica en creer que las imágenes poseen las mismas cualidades de las cosas reales por asociación de ideas, por semejanza o por contigüidad. Este es el principio de la magia simpática como la entiende Frazer (1993). Sigue Sontag: “Pero nosotros propendemos a adjudicar a las cosas reales, las cualidades de la imagen”. Parece que ahí está el quiebre epistemológico fundamental. Para la sociedad tardocapitalista todo pasa por la imagen, todo se puede fotografiar/grabar, todo se puede archivar, todo se puede coleccionar, todo se exhibe, nada que no pase por la imagen existe. Las imágenes se convierten en seres con vida propia y considerable poder hipnótico, en puras prácticas fetichistas. Este es el punto más elevado de la teoría de Debord (1999): no hay objeto de producción capitalista que no esté encarnado en una imagen. Toda referencia a la realidad está mediatizada y pasa a través de las imágenes. Todo principio de realidad
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está condensado en una imagen. Las imágenes llevan a cabo el entramado de las relaciones sociales. Un episodio histórico sucedió así porque lo vimos: History Channel o CNN lo muestran en vivo y en directo, por lo tanto está ocurriendo ahora; National Geographic lo documentó y desde entonces hace parte del archivo de la humanidad9.
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“Adjudicar a las cosas reales, las cualidades de las imágenes” (Sontag, 1997, p. 168) es sin duda un diagnóstico de la época. Pero no sólo concierne a las imágenes, también a la literatura. Lo que Barthes (1987) llama el efecto de realidad10 podría convertir lo real en un problema literario, como si nuestras vidas fueran una narración con un ordenamiento aristotélico y con una serie de convenciones también literarias, que hacen unas vidas más interesantes que otras, que unas estén más cerca de la telenovela y otras del drama. Barthes se refiere al efecto de realidad, entre otras cosas a la utilización de los detalles (“con lujo de detalles”) y a las descripciones exhaustivas y coherentes (“meter las cosas por los ojos”), dentro de las reglas culturales de la representación, con el propósito de lograr la verosimilitud en el relato. Tenemos ese prejuicio ideológico que alguna vez mencionaba Umberto Eco (1984): ¿Por qué pensar que nuestras vidas se parecen más a Los Tres Mosqueteros (narración ordenada y heroica) que al Ulises de Joyce (sonido y furia)? También Borges (1976) tenía sus sospechas y decía que lo que creemos es historia (con notable influjo de Cecil B. de Mille) no es sino periodismo: “Yo he sospechado que la historia, la verdadera historia, es más pudorosa y que sus fechas esenciales pueden ser, asimismo, durante largo tiempo, secretas” (p. 166).
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La traducción e interpretación de las vidas como producidas para cine o televisión lleva a la instrumentalización fetichista y mercantilista de la vida. Historietas
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9 History Channel Latinoamérica (HCHL) hizo la producción de Unidos por la historia (2010), apoyada económicamente por Colombia es Pasión y por el Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia (Orozco, 13 de junio, 2013). En el 2013 realizó el programa El Gran Colombiano, en el que por votación se eligió al colombiano más representativo, en este caso el presidente Alvaro Uribe Vélez. Su programa homólogo en EE. UU. había elegido a Ronald Reagan. El portal Confidencial Colombia (25 de junio de 2013) revela que uno de los socios del canal es News Corporation, en cuya junta directiva figura casualmente el ganador Álvaro Uribe Vélez. Esta es la Historia escrita por las Corporaciones. La Historia como entretenimiento ideológico. La Historia como infocomercial. “Los infocomerciales de éxito requieren de expertos en marketing de contenidos que conocen perfectamente la psicología de la venta y los principales conectores con la mente tal que se genere una acción de compra”, dice un experto en mercadotecnia. (http://bpocentrodecomercio.blogspot.com/2014/09/los-infocomerciales-en-tv-son-la-mejor.html)
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en el lugar de la Historia instauran a la mercancía como estatus, no solo de intercambio sino de valor absoluto y modelo ontológico. Gustavo Nieto Roa (2003), el director de cine más taquillero de Colombia, hace unos años publicó este anuncio de prensa para promover un taller:
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Haga de su vida, una vida de película utilizando técnicas cinematográficas, dictado por Gustavo Nieto Roa, quien comparte los principios de la producción cinematográfica, que aplicados a cada persona permiten ser y tener lo que desea en la vida. Algunos temas son: cómo hacer un guión para su vida; cómo ser el director, productor y actor en la película que es su vida, una diferencia clave entre una película de éxito y una del fracaso.
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Está bien, aceptemos y hagamos de nuestra vida una película, pero entonces que sea cine expandido o video-instalación.
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