Jorge Ruiz Dueñas. Contratas de sangre

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CONTRATAS DE SANGRE

Jorge RUIZ DUEÑAS (1946). Si bien es fundamentalmente poeta, en sus 22 títulos ha incursionado en el ensayo, el relato y la novela. Obtuvo en 1980 el Premio Nacional de Poesía Ciudad de la Paz; el Premio Nacional de Periodismo que otorgaba el gobierno de la República (1992) por la creación del Programa Cultural multimedia Tierra Adentro; y el Premio Xavier Villaurrutia 1997 de Escritores para Escritores. Su obra ha sido difundida en Brasil, Chile, Estados Unidos y Marruecos, donde se publicó en edición bilingüe al árabe y al francés Las noches de Salé. Ha sido incluido en diversas antologías nacionales y extranjeras.


Bernardo Ruiz Contratas de sangre

Cada vez son más las contratas de sangre

que

pesan

sobre

nuestras

cabezas, advierte Jorge Ruiz Dueñas a los lectores de este recuento de destinos poco usuales, retazos de historias y anécdotas que se entretejen para apuntar hacia verdades múltiples, que a todos conciernen. El volumen es, en gran medida, un libro de relatos construidos en su mayoría con una peculiaridad, como si el autor recuperara, en una cuidada evocación, el estilo de Miguel de Montaigne, el reconocido creador de ese género literario al que ahora llamamos ensayo, donde una reflexión ilustrada con una o varias acciones, o reflexiones en torno a acontecimientos históricos conlleva una opinión y una sutil enseñanza. Sin embargo, algunas de estas historias, son relatos magníficos, pura y llanamente, como es el caso de “Los náufragos” o el de “El viejo Pap”.


Habrá quien disfrute de “Contratas de sangre” por curiosidad o por mero placer, lejos de las preocupaciones críticas o estilísticas que conciernen a los estudiosos, y estará bien: este libro es una sucesión de asuntos y temas sorprendentes, donde Ruiz Dueñas hace del saber una experiencia deslumbrante; en ocasiones, dichosa; otras veces, juguetona; otras, estremecedora. El volumen tiene una cualidad adicional: es una obra para lectores de cualquier edad, que gozarán con su relectura en cualquier tiempo.

EL VIEJO PAP

Nunca pregunté por qué le llaman Pap. Vivía en un remolque habitable muy antiguo o, como les dicen ahora, un trailer camper, ubicado al lado de la casa de mi amigo Rufo. Si bien el armatoste parecía no haberse movido desde su arribo a aquel aparcadero segmentado con rayas blancas sobre el asfalto a partir de una valla donde iniciaba la vivienda de los Mariles. En las tablas de forma lanceolada se advertían varias capas de pintura desprendida como piel del tiempo y se veía el fondo de su material suficientemente sólido para alejar a los extraños. Tras la pequeña


cerca se resguardaba el jardín silvestre invadido por plantas de anís y sombreado por un albaricoque en cuyo follaje lustroso pretendíamos ocultarnos del mundo. Allí construimos nuestro universo próximo a la puerta de aquella casa siempre cerrada. Pap y los demás ingresaban a la morada de Rufo por una entrada lateral perpetuamente entreabierta y cercana a su remolque. De hecho, ése era el acceso usual al hogar de mi amigo. Al entrar, el alto techo daba la sensación de haber penetrado en un galerón. Un amplio espacio dividido por muebles viejos y raídos. Éstos definían la función correspondiente a cada sector doméstico: una mesa laminada con formica y sillas cromadas y tapizadas con plástico rojo descolorido donde aún se veían estrellas estampadas, marcaban el área del comedor. Los sillones y un sofá cubierto con una frazada campesina sobrepuesta asimétricamente, más la chirriante silla mecedora, algunas lámparas metálicas doradas en forma de cono con orificios y un viejo televisor de pantalla verdina y redondeada, eran la estancia familiar. La estufa y el trastero con alacenas ya sin vidrios más otros muchos enseres entre los que destacaba una nevera con sus vibraciones y gemidos, hacían la cocina. Algunas puertas llevaban a reducidos cuartos de endebles paredes de madera que no llegaban al techo. Otros espacios eran simplemente áreas


limitadas por cortinas lánguidas de indefinible textura donde se ocultaban las literas.

La luz también hacía divisiones imaginarias: chorros resplandecientes caídos sobre objetos sin importancia desde ventanas encortinadas con tergales luidos. Claroscuros marcando espacios prohibidos, desde donde a veces se escuchaban voces misteriosas amortiguadas por los ruidos caseros. La mañana al inundar la zona hacía relucir las naranjas y su casi perfecta uniformidad en un frutero y las cucharas de superficies esmeriladas por el uso de años. ¿Cómo olvidar el crujir del piso que acompañaba los pasos de los moradores de aquella caja de sorpresas? A veces alarmaba un tronido del entarimado a punto de desfondarse. Ruidos como los de las películas de horror seguidos de golpes de tacón alejándose de la escena hasta extinguirse en el silencio.

Afuera, alrededor de la vivienda rodante de Pap había todo tipo de desechos: aros de bicicleta torcidos, maderos e indescriptibles hierros oxidados, neumáticos usados de calibres diversos y un extraño equipo de soldadura con depósitos como torpedos del submarino donde alguna vez navegó el veterano, en la ya lejana guerra del Pacífico. Por


una escotilla salía la conexión para la pequeña antena del televisor y de allí otro cable de propósito indeterminado sujeto a otra valla alta y extensa con malla metálica clavada a maderos encajados en la tierra. Justo en esa línea iniciaba un declive contiguo y pronunciado tapizado de escarchada de flores amarillas deslizada hasta unos almacenes de lámina donde se resguardaba madera de una negociación vecina. Por la misma escotilla entraba otro cable colgante de energía como alambre de tendedero proveniente de la acometida eléctrica de la casa vecina. Alrededor del carromato rondaba un perro vagabundo en busca de restos de alimento tirados por Pap a un cuenco olisqueado cada tarde, pero no había ningún automóvil para remolcar el tráiler del viajero inmóvil. Aquel carromato era tan decadente como la casa vecina necesitada de urgentes reparaciones. Cuando el sol se ocultaba frente a ella daba la sensación de soledad y, al llegar la oscuridad, de lobreguez.

Pap era un americano jubilado. Había decidido establecerse de este lado de la frontera para sobrevivir con mayor holgura con su pensión, pero no parecía necesitar mucho. Comía cereal con leche, pan, atún y carne en conserva prensados en latas, con jarras de una sospechosa infusión de café. Algún arreglo tenía para anclar su vivienda al lado


de la casa del señor Mariles, padre de Rufo, cuya existencia la proveía un negocio de mínimo esfuerzo: el aparcadero y el resguardo nocturno de carretas donde los vendedores ambulantes ofrecían durante el día baratijas a los turistas en medio del bullicio propio de un fin de semana en la frontera, o dudosos alimentos cocinados en mínimas estufas de gas en las esquinas más transitadas de la vida nocturna al amparo de una linterna de petróleo diáfano. Pap solía caminar con la cabeza viendo al suelo, siempre buscando algo y murmurando incomprensibles palabras en un inglés de acento inculto colgado de un cigarrillo a punto de quemar la comisura de sus labios. El perfil agudo y la piel con pecas dejaban al descubierto surcos antiguos y desde unas potentes gafas de miope atisbaban sus ojos azules empequeñecidos por las lentes. Usualmente vestía la camisa suelta y desabotonada sobre ropa interior percudida, de donde salían algunos pelos blancos y rojizos como su cabello caído sobre la frente que le daba un aire de descuido pero también de brioso temperamento. Las prendas amplias parecían en él pequeñas carpas cuando soplaba el viento y extendía aquellas piñas y palmeras estampadas en esa indumentaria que requería de gran valor vestir. Así iba y venía de la casa al tráiler ocupado febrilmente en actividades aparentemente innecesarias.


Siempre llamó mi atención el curioso parecido entre Rufo y el viejo Pap. Podía incluso pasar por su abuelo. Pero mi amigo, su melliza y un hermano menor eran progenie del señor Mariles y una estadounidense radicada en Irving, California, a quien prácticamente nunca veían los del pequeño clan. Dana, la versión femenina de Rufo, vivía con su madre. Mas la odiosa niña no parecía tener nada en común con ellos. Apenas les miró sin hablar cuando tuvo lugar un obligado encuentro para la firma de ciertos documentos. Mariles vivía con una mujer del sur del país, delgada y sin muchos atributos, salvo una gran discreción para no reclamarle por su actividad de baja intensidad y su extrema afición a la cerveza de mala calidad, interés compartido con el viejo Pap. Ella le había dado una hija que a pesar de su corta edad acompañaba a los hermanos en paños mínimos y descalza, en casi todas nuestras correrías en busca de fauna local para torturar.

Quizá no sea necesario recordar al señor Mariles y a Pap ebrios después de consumir grandes cantidades de lúpulo y cebada. Hablaban poco y en voz baja. Podían dejar pasar un cuarto de hora antes de verse a los ojos y hacer algún comentario muchas veces respondido con guturales


monosílabos o movimientos de cabeza. En ocasiones, a instancias de la mujer, la familia Mariles solía pasar el día en la playa o nadando en las posas de un arroyo. Entonces el viejo se sentaba en una silla de lona afuera de su tráiler a esperarles mientras caía la noche. A lo lejos su cigarrillo era una señal luminosa de la paciencia. Cuando Pap les veía llegar en una ruidosa furgoneta se incorporaba con el cuerpo un tanto encorvado, pero su rostro agrio dejaba de serlo y una leve sonrisa asomaba a los labios secos y blanquecinos iluminados por la luz intensa del vehículo. Saludaba con un breve ¡hola! y pasaba sus manos por la cabeza de los más jóvenes antes de entrar a su madriguera.

En aquel tiempo el verano era siempre benévolo para elevar cometas. Las construíamos con ingenio y materiales adquiridos en una papelería cercana, aunque frecuentemente la fuerza del viento las arrancaba de la cuerda. Se perdían o desmayaban de manera errática a considerable distancia. Entonces buscábamos colores brillantes para cubrir otra carcasa con papel traslúcido y marcar en lo alto nuestro triunfo. Cuando Pap rondaba cerca de nosotros nos daba algunos consejos y los resultados eran buenos. El viejo sabía todo acerca de construir objetos utilitarios o hacer reparaciones mecánicas. Pero si teníamos suficientemente


elevada la cometa y su cola ondeaba sin corrientes encontradas, buscábamos su aprobación preguntando: ¿Pap, qué le falta? Entonces el viejo levantaba la cabeza y la movía lentamente recorriendo todo el horizonte. Lo hacía como quien busca en el firmamento augurios o a la manera de un piloto de combate al encuentro de señales hostiles. Una leve mueca aprobatoria era nuestra recompensa. Se pasaba una mano recogiéndose el cabello y con la otra se rascaba la cabeza, luego, sin volver la mirada hacia nosotros, respondía en un español macarrónico: ¿Para ser perfecta? ¡El esplendor de la tarde! ¡Sólo le falta el esplendor de la tarde!

Después me ausenté arrollado por un exilio estudiantil y terminaron nuestros veranos al aire libre bajo la metralla del sol de agosto. Años más tarde me enteré del destino de los Mariles: el padre había muerto tras cultivar una prolongada cirrosis y los acreedores cayeron sobre la viuda, quien ignoraba el origen de aquellas deudas. Entonces Pap dejó de ser el viejo descuidado, mal rasurado y en apariencia insolvente, para mostrarse con la dignidad de su penoso andar y dueño de una discreta fortuna en valores de bolsa adquiridos a lo largo de su ya prolongada vida. Reunió a todos después de hacerse cargo de los gastos funerarios del


señor Mariles así como de las cuentas por pagar y les dijo que ellos eran la única familia que había tenido en su existencia. Para ampliar los beneficios de su jubilación propuso casarse con la viuda liberada del ayuntamiento. Siguió viviendo en el desvencijado tráiler y adoptó en términos de la legislación de su país a los hijos de Mariles al tiempo de constituir un fideicomiso a favor de esa familia. Nadie dejó de llamarle Pap, pero después de un breve periodo de precarias alegrías empezó a sufrir enfermedades cada vez más alarmantes. Hubo delirios, episodios amargos de deterioro corporal, y finalmente se perdió durante varias semanas hasta que su cadáver apareció flotando cerca de un embarcadero en un puerto cercano. Los diarios locales dieron cuenta del suceso en páginas interiores y así me enteré de la situación: “Anciano extranjero héroe de guerra ahogado misteriosamente. Los familiares reclamaron el cuerpo”.

Ignoro si mis camaradas colmaron sus deseos de inusuales profesiones y si hubieron de viajar al sur o al norte. Pocos años después la casa fue derruida y en el solar sólo quedó un espacio poblado apenas por mi imaginación. Nada ha prevalecido de aquel terreno llano desde donde se veían las colinas y un cielo surcado de gaviotas extraviadas y pichones con plumas de turmalina. Pero aún al pasar por


ahí me parece ver en la sempiterna sombra verde del albaricoque, niños y frutos inmaduros colgados de sus ramas vencidas. No sé si Rufo y sus hermanos hayan tenido hijos y los iniciaran en el arte de volar cometas. Pero, donde estén, al verlas elevarse contra la bóveda azul y las nubes rasgadas, sabrán como yo, en el viento de los días de verano, que para ser perfectas, a esas cometas sólo les falta el esplendor de la tarde.

LOS NÁUFRAGOS

Un gallo albino volvía del sueño sobre las estacas del traspatio. A las cuatro de la madrugada Bridgetown cintilaba en el litoral. Joseph adujó las amarras de su bote. Activó los motores e interrumpió el silencio. Las boyas de salida del canal reflejaban el rojo y el verde de sus luces sobre una capa aterciopelada de diesel en el agua. Al entrar al mar abierto un impulso le hizo volver el rostro hacia el puerto dormido. Así lo hacía en cada jornada para guardar en la


memoria el espacio donde aún descansaba su familia bajo un techo de cinc. Es posible no regresar, repetía a diario para conjurar el riesgo de morir. El océano se abría y tomó rumbo al este bojeando la isla para desprenderse a la altura de Christ Church, donde se dibujaba un hotel pintoresco, una mansión de reposo sobre el pequeño acantilado, hasta sentir después la fuerza de la corriente surcada por los grandes peces y frecuentes desechos de naufragios lejanos flotando como mangle podrido. A lo lejos adivinaba las playas de talco lamidas por el oleaje y el vuelo de las golondrinas marinas. Sentado con el cuerpo girado y aferrado a la mangueta del timón de sus dos motores fuera de borda, gobernaba el lanchón mientras su peso escoraba el bote de madera pintado de blanco con casco color sangre.

No hay que resistirse al vaivén del mar, le dijo el tío Bill antes de lanzarle por la borda de su herrumbroso barco. Percibe el movimiento de las aguas como un embeleso. Siente el ritmo necesario para sobrevivir, agregó el viejo. Déjate llevar, repetía, y su cuerpo avanzó hacia el piélago con la dulzura de un arrullo seguido por el navío y entendió que no había de oponerse a las fuerzas naturales. Luego haz de regresar, le insistió a gritos desde su ruinosa embarcación. El mar devuelve lo que no le pertenece, aseguraba


aquel hombre de timón y ancla. Joseph pensó entonces en la fatiga que podría paralizarle y sintió el temor a los escualos atraídos por sus latidos de alevín. Se sobrepuso a aquella riesgosa lección y decidió primero simular confianza, hasta convencerse de que la sabiduría del marino le sería concedida a la manera de un ensalmo salutífero. Si no ha llegado tu hora de morir no adelantes el reloj, insistió el anciano. Después avanzó varias leguas sobre las aguas tibias y vio la tierra cada vez más lejos desde la perspectiva del hombre a merced de las aguas. No recordaría más tarde cuántas horas se mantuvo a flote como una rama inútil sobre las crestas bajas, con su cuerpo asimétrico de adolescente. Dejarse llevar para después volver, era la consigna. Y ahora tenía la misma sensación de liviandad, de orfandad protegida por la pertenencia a una casta desterrada. El océano no debía reclamarle hasta no haber trasmitido su legado. ¿No fue así con su extraño pariente, desaparecido semanas después de aquella enseñanza? Soñaba con él. Le hacía también a su lado, sin rumbo cierto, hasta ver cómo se separaba más allá de los arrecifes y se perdía con su risa y dicharachos en la turquesa líquida rumbo al Caribe y la isla de Saint Vincent. No supo con certeza cuándo dejó de darle consejos imaginarios, pero ahora le sentía justo ahí, sentado frente a él y el rugido de los motores, oteando el horizonte donde el océano


Atlántico se anunciaba bajo el camino del sol. Vamos bien tío Bill. Traeremos un gran dorado, dijo entre dientes Joseph mientras gobernaba su lanchón.

Pero en los últimos tiempos sus asuntos no habían marchado de manera ordenada. Sin embargo, este día tenía esperanza. La verdad es que nunca ha dejado atrás los problemas de dinero, si bien finalmente los resuelve y el seño de su frente oscura sólo es una herida del tiempo y el sol, no la navaja de la angustia. Bajo su desabotonada camisa se dibujaban con los primeros rayos del alba los músculos del abdomen donde ya corrían hilos de sudor. No era joven ni rijoso, lo sabía. Hacía ya muchos años su llegada a la taberna del barrio era seguida por saludos y risas en aquel hablar recortado de los pescadores de la isla. En tanto, el ritmo del reggae mezclado con aroma de ron cimbraba las caderas rotundas de las mujeres y los deseos soterrados de hombres sin dinero asidos a botellas de cerveza amarga. Como la transpiración de sus cuerpos lubricando la piel, el deseo les bañaba con un ardor en el bajo vientre apenas controlado por el paso frecuente de los gendarmes. Joseph lo sentía, pero aún hinchada la vejiga sabía buscar refugio en los brazos de la mulata Kate. Llegaba a ella con toda la turgencia de sus miembros y el olor crudo del sudor y el cigarrillo.


Atrás habían quedado las persecuciones en la arena. Dámelo todo, le decía a Kate. Ella se abría como un compás y no sentían el fuego de la arena bajo su pareo. Nada se interponía a sus deseos. Pero Joseph la quería para siempre a su lado. La poseía mientras comía los conkies que ella sacaba de una canasta y desliaba las hojas de plátano. Luego el dulzor de aquella mezcla de harina de maíz, coco, pasas importadas, patatas, calabaza y especias de la India se mezclaba en sus bocas entre mordiscos y saliva. Más tarde las olas les limpiaban de todo pecado en su desnudez arrogante y se tendían al sol para dormir como criaturas perfectas. No me dejarás, aseguraba Kate al despertar. Y él la montaba nuevamente bajo el resplandor del domingo de asueto tras cumplir con los encuentros parroquiales. Allí estaba la avispada mirada de su madre cuando desde el coro elevaba la voz como fanfarria. Todo sucedía en aquella iglesia de madera donde un día se desposarían, comprometidos por las palabras del rey Salomón y juramentos ingenuos en la enfermedad y en la pobreza.

La paga en el mercado de pescados por el rumbo de la parroquia de Saint Philip prometía ser mejor en la temporada de turismo, y con el doble turno de su mujer como


camarera en The Crane surgían indicios de una mínima prosperidad temporal. No quería aceptar el ofrecimiento para emplearse como asistente de almacenes y abastecer en una furgoneta flamante los recaudos frescos de la gerencia de alimentos y bebidas. Kate le reñía por ello. Sin embargo él veía con simpatía esa construcción iluminada como una fiesta inextinguible. Más tarde llegaría su mujer a limpiar habitaciones saturadas de humores y desechos ajenos. Se transportarían juntos, le insistía ella, y el ritmo de sus vidas sería más justo en aquel paraíso reconstruido para visitantes ricos y rubios, según el vehemente comentario de aquella voz seductora en medio de la noche que arrasaba la fortaleza física de ambos. Además de la paga segura, le había dicho acercando su cuerpo caliente, estaban las pres-

taciones tan útiles cuando la decrepitud toca a la puerta. Pero él gustaba de la independencia de su oficio y la apuesta diaria entre la red, el anzuelo y la báscula de la subasta. Apreciaba la charla en el muelle y la algarabía matutina cuando retornaban con el catch of the day y las finas lonjas de los peces eran rematadas para próximo regocijo de otros paladares. Volvió el rostro hacia Barbados coronada por el monte Hillaby cuando sintió llegar el paso de la corriente


norecuatorial que fluye desde Cabo Verde, y el fulgor de la aurora le hizo recordar las lecciones del tío Bill y las costas isleñas de arena fina como cuellos de flamenco.

Este lunes, al terminar abril, se percató de las facturas del tiempo adeudadas por su propia carne. El cricket le dejaba ahora molestias musculares y ya no podía impunemente correr por la antigua plantación de azúcar tras las ágiles piernas de sus dos hijos. Entonces pensó en la tristeza de morir sin descendientes. Imaginó los jardines florecidos de las grandes residencias, las palmeras silvestres rodeadas de fauna multicolor y tuvo la convicción de que era feliz. Ése había sido el legado de su madre. Así se lo pidió antes de expirar dos años atrás cuando ocultos a la vista de los demás tras el biombo de tela de su pabellón hospitalario le hizo una leve seña para acercarle y susurrar al oído una orden difícil de cumplir: Joseph, you be happy! Sabía que esa indómita cantora de himnos anglicanos en la iglesia dominical se había formado en la máxima de la búsqueda de la felicidad. Un viejo rescoldo vivo en los libertos sobre la cresta de los siglos y las generaciones, había llegado a los labios de la vieja como una guía moral cada vez menos asequible. Pero Joseph no se arredraba. Las señas de mejores tiempos habían llegado y su magra cuenta de


ahorros sin impuestos volvería a crecer para seguridad de los críos y la apacible sonrisa de Kate.

¿Cuidas de ellos como es debido? No les dejes caer en la tentación, negro necio, le repetía con frecuencia la obesa matrona desde el fondo de las tinieblas. Haz de seguir los mandatos del Señor y aléjate de las hijas de Jezabel y de sus culos gordos. Enorgullece mi estirpe, hijo querido. Haz de tus vástagos herederos dignos. Come quimbombó y hueva de erizo para tener una prole longeva y fuerte, le decía el recuerdo inoportuno mientras la brisa enjugaba sus brazos y las cuadernas de su embarcación cárdena y blanca. Despertó de su ensimismamiento por el hervidero de un cardumen al huir de manadas de marsopas y vio más allá una silueta blanca. Era apenas una raya en el horizonte cubierta fugazmente por el vaivén de las aguas. Nunca supo por qué se sintió movido a dirigir su chalupa en esa dirección. Curiosidad tal vez... Empero, en pocos minutos se encontró con una embarcación menor en lastimosas condiciones. Era un yate herrumbroso a la deriva de no más de ocho metros de eslora, del que venía un extraño olor ácido. No tenía nombre ni ondeaba bandera alguna. Sobre la cubierta alcanzaba ya a ver bultos dispersos que cobraron la forma de muertos conforme se aproximaba en


medio del silencio. Una vez a estribor de la embarcación lanzó un cabo para amarrar su bote. Lo hizo con doble nudo y comprobó su firmeza, como si fuese necesario asegurar el retorno desde aquel despojo flotante poblado de cadáveres con pies desnudos y talones redondos y arrugados como patatas viejas. Primero avanzó hacia la proa donde exploró sin tocar los primeros cuerpos. Le parecieron maniquíes de cera, enjutos y cetrinos, los dientes al aire y las facciones contraídas y cubiertas con un brillo extraño. No tenía duda, eran los restos de personas de su raza. Las ropas parecían fundidas con la piel y las camisas alguna vez de llamativos colores y diseños eran igual a los vestidos de su abuela. Las carnes expuestas también le recordaban a las momias vistas en un programa de la BBC. Varios despojos mostraban las cuencas de los ojos y era como si viesen la eternidad, con un gesto extraño por la tensión de los músculos del rostro que abría más las fosas nasales y desfloraba la boca en forma de pétalos de un vegetal marchito. Después se acercó a los muertos de popa, uno había caído sobre la escotilla del motor. Entró luego a los minúsculos camarotes bajo el puente y encontró más cuerpos. “One, two...”, masculló Joseph, hasta contar once, justo al tropezar con el último de su aritmética macabra y percatarse entonces de la pequeña alacena con latas de


sardina, pan verdino por el moho aún multiplicándose, envases abiertos de plástico opaco y latas de conservas vacías. En un cajón encontró muchos pasaportes de Senegal y Malí con papeles oficiales incomprensibles para él, más de los necesarios según pudo calcular.

Intentó superar la náusea ocasionada por aquel cuadro, pero una arcada le invadió y terminó cogido de los tensores de estribor contra su vientre. Otros espasmos se fueron diluyendo hasta dejarle sin vigor con una sensación de percibir todo de manera intensa y a la vez distante, mientras se limpiaba el rostro con un pañuelo de estampados caprichosos colgado de la bolsa trasera de sus pantaloncillos. Pasados unos minutos respiró hondo y se dirigió al puente para intentar arrancar la máquina. La marcha no respondió y después de mover el cuerpo que obstruía el paso a la escotilla ayudado por una pértiga para retirarlo, comprobó la avería y la falta de combustible. Las baterías también se habían fundido por la evaporación de los fluidos. Antes había intentado enviar un mayday pero la radio no podía funcionar en esas condiciones. El tiempo era benigno. No dudó en amarrar a su gabarra el yate de los muertos con cables de la propia embarcación. Enderezó el timón del navío y lo aseguró con un lazo para evitar lastrar el remolque


y que la trágica embarcación derivara.

Cuando enfiló hacia Barbados adivinada tras la calima de la mañana madura, pensó en la frustrada pesca. Pensó en los difuntos mientras sus dos equipos se esforzaban por surcar las aguas añiles, escoltado por una parvada de gaviotas venidas de ninguna parte trazando círculos sobre él y su pesarosa carga. Pensó en las ganancias perdidas y el tiempo aún por dedicar a las autoridades sin que eso significase una moratoria para los acreedores. Pensó en el discurso de Kate ante las circunstancias propicias para reforzar los argumentos a favor del trabajo domesticado. ¿Quién iba a pagar por todo esto? No sólo era el día y el combustible, sobre todo se trataba de los peces perdidos, del lucro legítimo y el riesgo de no hacer su trabajo al aire libre para regatear después entre la algarabía del mercado. Luego volvió el rostro hacia el yate y se preguntó si había tomado la decisión correcta.

No les ibas a dejar allí, muchacho tonto, diría el viejo Bill. Y el estragado canto de su madre inundó su pecho con salmos de amor, pero parecía que resonaban en la bóveda celeste donde observaban todos los muertos cómo se esforzaba por bogar en la dirección del instinto y la memoria.


¿Te dará alguien las gracias? ¿Serán hombres de tu misma sangre? ¿Serán hijos de tus antepasados los que se salvaron de la cacería de los blancos abominables?

Igual a los destellos de los camarógrafos y las preguntas al llegar a la comandancia con los estupefactos policías, las imágenes venían a su cabeza como relámpagos a partir del momento en que había subido a la dársena. Joseph no sintió deseos de salir de su casa en toda la semana. Era perturbador recordar aquellos cadáveres. Más aún, la razón de su tragedia. Kate postergó la diatriba al ver en su hombre el estrago de los hechos. El pescador huyó de los periodistas y no se asomó por la taberna. En la sombra del porche se sentó a pensar día y noche en la suerte de aquellos desgraciados. Se enteró del número de los viajeros por las noticias de la televisión, donde calificaron aquello como “un episodio gótico en el mar”. Originalmente había treinta y siete migrantes, afirmó el locutor. Conforme morían fueron lanzados al mar. Provenían de África y parecían dirigirse a las costas de Brasil. Quizá, comentaron en los diarios, fueron remolcados por un barco de traficantes que cortó el cable y les dejó a la deriva al verse descubiertos. Los náufragos sufrieron intensamente, informó un médico forense al ser entrevistado y describir con la precisión de una enciclopedia


de torturas las formas más espeluznantes del dolor al espesarse la sangre y la afectación de los órganos en medio de malestares lacerantes y angustia. Mientras, uno a uno, eran fulminados. Todo pudo acontecer, decían, durante el

primero de los tres meses necesarios para cruzar el Atlántico a merced del pulso del océano. Las variaciones de temperatura y la salinidad permitieron un proceso extraño de saponificación, dijo el facultativo. Cuando ninguno tuvo fuerzas para echar los cuerpos por la borda nadie quedó disponible para cerrar las puertas del infierno.

Los hijos de Joseph en medio de su algarabía le preguntan esta tarde a su madre qué buscaban esos forasteros, mientras beben botellas de mauby. ¿Eran hombres malos? ¿Por qué huían? El pescador parecía esperar igualmente la respuesta de su mujer para encontrar alguna razón a aquel designio. Kate continúa haciendo cou-cou para la cena, y responde sin titubeos, mientras ve a lo lejos los ojos de su compañero y esboza una mueca en sus carnosos labios: buscaban trabajo, eso es lo que buscaban. Sólo trabajo... Ahora Joseph parpadea y se pregunta si en verdad es posible ser feliz así y siente unas ganas inmensas de estar solo.


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