Jorge Eliécer Ordóñez M.

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Poemario finalista en el Concurso Internacional de Poesía Paralelo Cero 2016, Quito, Ecuador; y Primera Mención en el XX Premio Latinoamericano de Poesía Ciro Mendía, 2016, Colombia.

UN ÁRBOL AUSCULTANDO SUS RAÍCES JORGE ELIÉCER ORDÓÑEZ MUÑOZ*

Una isla en la que todo se aclara. Hay un solo camino, el de la llegada. El eco, sin que nadie se lo pida, toma la palabra y con ganas aclara los misterios del mundo. Wislawa Szymborska (Utopía)

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Poeta colombiano y Editor de Rosa Blindada Ediciones.


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He visto nacer casi todos los libros del poeta Carlos Fajardo Fajardo. Aparentemente esto me daría una ventaja para dirimir estas líneas, pero en estricto sentido es más bien una limitante porque me puede raptar perspectiva, obnubilarme el misterio, de tan cerca que he permanecido en la gestación. Sin embargo, me atrevo, inducido por rehacer el camino de los poemas, ya no como el cómplice de búsquedas y hallazgos, sino como un desprevenido lector que se lanza a los signos escurridizos, con la intención de plantear algunas hipótesis de recepción e interpretación. En primera instancia quiero llamar la atención sobre un tópico fundacional en la literatura universal. Poetas de diversas épocas y latitudes crean su entorno, un espacio a caballo entre lo geográfico referencial y lo simbólico. Ese universo, por lo general no es muy vasto. Troya e Ítaca son pequeñas ciudadelas en las que el poeta Homero canta y cuenta –esencia de la poesía- las glorias y vicisitudes de sus héroes. Aquiles, Héctor, Patroclo, Agamenón, Paris, Menelao, no solo pelean, beben vino en generosas cráteras, se enamoran de fantasmas y asumen su hado trágico, sino que además, se definen como ciudadanos de un lugar emblemático: son troyanos, atenienses o espartanos, quieren volver a su origen, auscultar sus raíces para poder hilvanar una nueva épica, llámese Odisea o Eneida. Así en los intrincados sucesos del retorno se privilegie al héroe -Ulises y Eneas- son los espacios, Ítaca y el Lacio, los motivos esenciales para que se aúpe la poesía: Cuentan que Ulises, harto de prodigios lloró de amor al divisar su Itaca verde y humilde. El arte es esa Itaca de verde eternidad, no de prodigios J.L. Borges (Arte Poética)

Más avanzados en el tiempo, con la irrupción de la novela moderna, don Quijote y Sancho Panza, tienen como punta de lanza de su utopía caballeresca, la toma paródica de la Ínsula Barataria, donde tanto conocen de la precaria condición humana y las mezquinas mieses del poder. García Márquez en Cien Años de Soledad, esa novela tan cercana a la épica por secretos vasos comunicantes, crea la epifánica aldea de Macondo, a donde todos vuelven después de infinitas diásporas. La más notable, José Arcadio Buendía, el hijo pródigo que


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se va con los gitanos, le da sesenta vueltas al mundo y regresa a fundir su sangre, primero con la prima, en vibrantes malabares eróticos, y al final, con la madre, en un hilillo simbólico que retorna a su ombligo, en un llamado thanático y edípico. El árbol siempre ausculta sus raíces De la misma estirpe fundacional, de ese Locus Amoenus que se mira en el espejo del Locus Terríbilis, estaría Comala, en Pedro Páramo, Santa María en la saga citadina de Onetti, Santa Lucía, esa pequeñísima isla antillana en El reino del Caimito, de Derek Walcott; la Buenos Aires de principios de siglo en los cuentos de compadritos y puñales de Borges, y ante todo, en su primigenio Fervor de Buenos Aires. Y así, Yoknapatawpha Country en William Faulkner, Spoon River, de Edgar Lee Masters, donde la muerte es apenas un subterfugio para contar y cantar las andanzas humanas por esos vericuetos de la existencia. La Gran Casa de la ciudad, la ciudadela, la aldea, la isla o la provincia. Casa Grande e Senzala y de allí a la Casa Grande en Cepeda Samudio, o La Casa de las dos palmas en Mejía Vallejo, o La Mansión de Araucaima en Mutis, hasta fluir por la misma corriente vital de la Poesía a la casa proverbial de Aurelio Arturo en su Morada al Sur, tan limítrofe con el patio de la poesía inaugural de Héctor Rojas Herazo, la misma donde algunos vivos y varios muertos deambulan a pie o en mula por La Aldea Desvelada de Horacio Benavides, o por los zaguanes habaneros de Eliseo Diego en su Calzada de Jesús del Monte: Las casas encendidas reinventan la infancia (Ínsula, p. 60) Vuelvo a esa casa con mis ruinas no hay nada allí para alabarme solo voces sumergidas en el tiempo (Ínsula, p. 46)

Sí, las mismas voces que vienen y van en los piélagos de la Poesía, desde Homero hasta Cervantes, de Dante a García Márquez, de Lee Masters hasta la casa con murciélagos e hipoteca de Lêdo Ivo, de la Isla de Patmos, donde Juan escribía en modo surrealista el apocalipsis de la especie, hasta el escondido jardín donde se atrincheró de las turbulencias humanas la discretísima Emily Dickinson. La pequeña ciudad donde nunca pasa nada, porque el verdadero viaje es intimista; el barrio que no es otra cosa que mi casa, tu casa y la


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casa de un vecino elegido, con su patio, su huerta y sus alambres para orear la ropa y los vestigios: En las cuerdas del patio se balancea el llanto de un niño atardecido. Hasta allí sólo llega le murmullo del barrio donde un solitario niño juega con la arena (Ínsula, p.34) El poeta Carlos Fajardo Fajardo, heredero de esa tradición fundacional vuelve a su barrio de casas blancas, insulado en una colina con carboneros y chiminangos, murciélagos y renacuajos, grillos y culebras, pero de pronto, en ese peregrinaje se le atraviesa la casa, primero y último eslabón de su verdadero viaje: La Poesía. No es una entelequia metafísica, es el receptáculo de todo lo vivido y postergado a causa de indescifrables odiseas. De ella, al frotarla un poco con la palma de unas palabras, empiezan a salir los seres que la configuran hacia adentro y hacia afuera. En el gineceo esta la figura poderosa de la Madre, curiosamente poderosa porque es desde el silencio, desde el bajo perfil de sus oficios cotidianos y su mesura femenil que instaura su presencia, consubstancial de ausencia: Ella tatuaba en barro mis signos secretos la fragilidad de mis días Ella acariciaba sus plantas como pequeños dioses Partera de mis palabras, milagro del mundo (Ínsula, p. 38)

Y de nuevo la lámpara frotada con vehemencia y profunda pasión, y van llenando el recinto, el padre, los hermanos, las cosas cotidianas en la urdimbre del hogar. Como en un juego concéntrico, la ciudad contiene al barrio, el barrio a la casa, la casa a sus seres, sus seres a sus emociones, evocaciones y atmósferas: Deja en mis manos algunos signos de gratitud que ahora son migajas (Padre, Ínsula, p. 36)

Y él camina entre las luciérnagas


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atrapadas en las manos del sol (Hermano, Ínsula, p. 35)

Se respira una atmósfera de misterio, de música secreta y de violencia insinuada por la conflagración constante que ha vivido Colombia durante tantos años. La casa, donde la radio exultaba boleros, tangos y baladas, también dejaba la impronta del país otro, no el bucólico de veranera y torcaza, sino el de la violencia partidista primero, o la irrupción de la insurgencia en campos y ciudades, después. La casa era el tambor que amplificaba la hecatombe. A escasas cuadras de la Ínsula del Viento fue rodeado y acribillado un comandante guerrillero, con exuberantes pertrechos e hiperbólica logística aérea. Bárbara pero poética la historia de nuestros barrios, sus calles y sus casas: Mientras el país ardía entre pavesas esas canciones arrullaban el silencio hospederas del amor caricias del mundo (Ínsula, p. 19)

Como los habitantes de Spoon River o de Comala, estos muertos siguen vivos, son más que pavesas o recuerdos, la vida misma porque a su lado se tejió la existencia, puntada a puntada, tinto a tinto, en amaneceres lentos, en mediodías con siesta onírica, en noches con duermevela y fantasmas escondidos en los armarios con cristal de roca donde se copiaba la lluvia que caía rayo a rayo en el frágil escudo de las ventanas. Bien lo dice Arturo: los muertos viven en nuestras canciones (Rapsodia de Saulo). En la Ínsula del Viento sopla una tensión permanente. Preciso decir que viento en griego también significa espíritu, de allí la bella síntesis de Juan en su evangelio: El viento sopla de donde quiere (Juan 3:8). Esa tensión cuyas orillas dialécticas son el Eros y el Thánatos, alberga en su puente de bambú, casi de aire, una naturaleza pródiga, de trópico con mar presentido e idealizado, con árboles y pájaros, con música de fondo –siempre la música-, con noticias aciagas, con presentimientos letales, con vacíos y agujeros negros donde reina el misterio, cifra imantada de la Poesía:


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De pronto entre sombras sale la más bella venciendo los anuncios de la muerte

Se agita el verano los amantes lo celebran como demonios en celo (Ínsula, p. 27 )

Hay profusión de imágenes, visuales, olfativas, connaturales a la atmósfera de ciudad tropical, barrio limítrofe entre la urbe que se estira en lontananza y el bosque montañoso que la separa del mar pero le trae, a cambio, efluvios cotidianos de brisa y de pájaros, historias de viajeros y tambores, heridas de guerra, peripecias de muchachos, olor a casa natal, a barrio primitivo con olor a geranios, a mango, a perfume de muchachas, tan etéreo como el cisne salvaje de Luis Rogelio Nogueras: Desde los matorrales espiábamos a las más bellas mientras el río les bañaba los pechos erectos como una bandera ( Ínsula, p.5)

Los temas recurrentes: el barrio con sus trashumantes y peleadores callejeros, sus muchachas que nos evocan los desnudos de Delvaux, por su esfumato e idealización frente al mundo prosaico, la infancia, más padecida que encantada, por una suerte de predisposición apocalíptica en cada palabra, en cada gesto, depositados por los adultos; el amor como entelequia, como bengala tímida en la batahola de un mar embravecido, la muerte, todo el tiempo, como ese viento que sopla de donde quiere y cuando quiere, tocando cada cosa, cada rincón: el arpa en la colina, los renacuajos agonizando en su elemento, el estertor de la ciudad circundante, con su sirena y su metralla, en plena siesta de los ángeles, y siempre, siempre, la raigambre de un poeta argonauta que salió hace muchos años de su ínsula, y como Ulises o Eneas, se empecina en regresar a constatar el crecimiento de sus monstruos.


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POEMAS DE ÍNSULA DEL VIENTO LA TIERRA TRAÍA AROMAS DE HELECHOS Al mediodía oíamos las maderas de los árboles, su sonido entrando a nuestra casa. Los hermanos se unían a ese coro que cantaba junto a nerviosos insectos. Las telarañas se acumulaban en las alcobas y fuertes palabras se decían sin ninguna moderación.

En diciembre las hormigas se volvían más temibles, los reinos del agua hablaban con las piedras del río y la tierra traía aromas de helechos.

Cantábamos casi sin edad. Bastaban pocas palabras, espejismos de hembras en las orillas rumorosas.

No era todo lo que en realidad deseábamos, pero en los cuerpos de las jóvenes veíamos la luz, algo de alegría.

Desde los matorrales espiábamos a las más bellas mientras el río les bañaba sus pechos, erectos como una bandera

DE LA NOCHE COLGABAN LAS ESTRELLAS

De la noche colgaban las estrellas, se reflejaban en la laguna donde íbamos a pescar renacuajos. Cada captura era un trofeo.


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Comparábamos el tamaño de los renacuajos que aterrorizados chocaban en la bolsa de plástico. Luego los lanzábamos al estanque. Uno a uno a lo profundo iban cayendo, rayo a rayo morían de hastío.

El viento hoy sigue azotando puertas pero ninguna estrella se refleja en el agua.

Ahora somos nosotros los que con temor rayo a rayo vamos cayendo

BARRIO DE INVIERNOS

Desde las colinas nuestras casas avanzan hacia una estación de bruma. La lluvia golpea las estancias secretas y el viento se extiende como mantel de plomo.

Alguien cuida amapolas en el azotado jardín, frágiles maderos quemados en la aurora.

En la profundidad de los recodos escuchamos a los muertos,


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oímos sus voces a la hora de la siesta. Mientras las casas permanecen bajo los golpes del agua la noche se roba el silbo de los pájaros, la eternidad del día.

Luego, tendidos de espaldas bajo un cielo apacible, pensamos en nuestros vivos con su luna imantada, efímeros, como la hierba que crece

TIERRA QUEMADA

De repente despertamos con temor al escuchar los truenos. -no es lo que pensamosEn las montañas suena el trino del pájaro junto al sonido de fusiles. Lo comentamos como guardando un secreto. El vuelo del chamón agita la tranquilidad del hogar. Es la tierra quemada por el sol impasible, los aullidos de los perros, el ruido de cañones y una madre nerviosa oyendo boleros en el crepúsculo.

Miramos la montaña donde disparos inventan la patria


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UN TREN EN LAS TINIEBLAS

Se supone que éramos eternos. Vivíamos antes del mundo cuando una palabra bastaba para inventar desolados navíos, extraviados en nuestro lago infinito.

Así nos sentimos en aquel barrio con sus casas detenidas como un tren en las tinieblas.

Las puertas se cerraban a cada instante, quejidos germinaban bajo el tamboreo de la luna.

Al anochecer nos refugiábamos en nuestras culpas. Huéspedes por los rincones de casa nos seducían cotidianos ángeles que enredaban sus voces al aire de las alcobas.

En el duro verano centelleaban los ojos del pellar y un silbo se escuchaba en labios del hermano.

Frente a la terquedad del día el aire traía mensajes de placer, abrigos de luz y algún enamorado entonaba baladas,


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curaba sus heridas.

Mientras el país ardía entre pavesas esas canciones arrullaban al silencio, hospederas del amor, caricias del mundo

LA PESCA IMPOSIBLE

La palabra felicidad era difícil pero se pronunciaba sin saberlo. Íbamos con las cañas donde todo era fugaz: el agua, los sueños, el pez imposible. Simulábamos ser los mejores y bajo fuertes lluvias pescábamos resfriados que luego llevábamos a casa como doradas medallas. Era nuestra pesca en aquel río donde nos consolábamos persiguiendo mariposas.

Sentados en la hierba veíamos la corriente pelear en nuestra sangre. Sucios en la piel, con un sol furioso restregándose en los árboles, sorteábamos quebradas que en los meandros se volvían invisibles y luego pastaban junto a soleados mendigos.

En el país sucedían duras cosas que destrozaban la tranquilidad de las orillas


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EL PAÍS ENTRA A LAS ALCOBAS

Truenos y tempestades se escuchan en las casas, lluvias golpean al viejo carbonero. El anochecer es muy rudo, las estrellas se ven tristes.

A lo largo del día mujeres se apresuran con calderos para las hambrunas del alba.

Se oye el lamento de los árboles, aleteos de torcazas buscando tejados apacibles.

Mientras la luz palpita intranquila el país entra a las alcobas con las voces de todos los ausentes. Solo tenemos el canto, rezos de una madre para vencer o morir.

En la melancolía de la noche algunos reconstruyen la casa. Levantan el patio donde antes habitaban estrellas.

Las lluvias luchan contra el sol, mientras el país agoniza entre nosotros

LA ALEGRÍA EN IMÁGENES


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En las tardes ojeábamos la inmensa enciclopedia, sus siete maravillas del mundo, la alegría en imágenes. Comprada por el hermano mayor era nuestro útero y morada. No sé cuándo se extravió, en qué sitio quedó su abecedario. Un día la encontré lejos de la ínsula donde conocí el amor. No era la misma pero se volvió idéntica gracias al sueño. Desde entonces vive aquí entre mis libros. Algunos de ellos se han vuelto tristes y ella sigue sonriente, como un sol

EN LAS CUERDAS DEL PATIO

En las cuerdas del patio se balancea el llanto de un niño atardecido, árboles sangrientos, soles desterrados.

En las cuerdas del patio yace un largo tejido de lágrimas.

Hasta allí sólo llega el murmullo del barrio donde un solitario niño juega con la arena y siembra rosas blancas en su jardín adolorido.


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En las cuerdas del patio hay un canto y un misterio robado por el pico de algún pájaro

EL CUERPO DE MI PADRE

Es noche en el recuerdo. El cuerpo de mi padre está sentado en el sofá ayuda hacerme mayor a volverme hombre.

Tengo cinco años. Él carga las palabras justas para salvarme de los miedos. Deja en mis manos algunos signos de gratitud que ahora son migajas. Acompaña con su luz la eterna oscuridad que me florece.

Las manos de mi padre caminan por mi cara infantil. La corteza de su árbol no está marchita. Aún susurra mi nombre bajo un limonero triste. Riega los geranios que cultiva su esposa. Toca mi cabeza donde habitan los terrores


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PARTERA DE MIS PALABRAS

A mi madre en su partida. Noviembre 13 de 2003.

Ella tatuaba en barro mis signos secretos, la fragilidad de mis días.

Resplandecía a pesar de su noche, tornaba en canción el dolor de sus hijos.

Ella acariciaba sus plantas como pequeños dioses.

Algunos cielos vuelven para ver pasar su infancia.

Tanta soledad, tanto rastrojo al final del camino.

Ahora veo sus manos moldeando mi arcilla.

Partera de mis palabras, milagro del mundo


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COMO AROMA DE AGUA

Recuerdo a la madre, su triste silencio. Miro sus manos acariciando el jardín, el canto del gallo en la terraza de la tarde.

La muerte la sorprendió preocupada buscando algo qué ofrecer.

Ahora está como aroma de agua envejeciendo en nosotros

GRAVEDAD Y AIRE

Barrio de veranos en tus nubes un hermano se esfumó con el sopor del polvo y del otro solo queda su efímera sonrisa.

Dime si tus brisas son las mismas donde elevaron cometas, si todavía van por el jardín que acarició la madre, o se han transformado en volátiles quimeras.

¿Acaso son gravedad y aire en las manos que escriben?

DONDE EL VIENTO FUE ASTRO


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En verano habitabas el patio de los tallos encendidos. Allí todavía se oyen risas al fondo del crepúsculo.

Todo es del tiempo.

No esperes tu oasis ni tu lejana ínsula donde el viento fue astro ESE ASUNTO QUE ME DEJA SIN AMIGOS Voy de terror en terror. La mano que aferro no me favorece ni establece un presente lleno de gloria. Cada rincón de casa tiene el eco escondido de amores que se van en mí. Mis poemas son lunas que yo devoré soñando y dieron un puntapié a la vida perfecta. En los ojos de esta mujer, que toda la noche ha velado mi partida, veo un desfile de edades colmadas de costumbres, los cambios en mi cara, estas manos cada vez sin asombro, la prolongada distancia entre mi niñez y yo. Y veo mi infancia. Pasan pueblos distantes, atardeceres indiferentes a mis tempranos llantos, una madre acariciando sus plantas, un solar,


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y calles con asustados viajeros. Y más al fondo, en perspectiva, veo a la muerte como un asunto que me deja sin amigos, mis labios dirigiéndose al silencio

Carlos Fajardo Nació en Santiago de Cali, Colombia. Poeta y ensayista. Filósofo de la Universidad del Cauca. Magíster en Literatura de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá y Doctor en Literatura de la UNED (España). Es profesor universitario de estética, historia del arte y literatura en la Universidad de la Salle-Bogotá-. Es cofundador de la Corporación “Si Manaña Despierto”, dedicada a la investigación y creación artística y literaria. Tiene publicadas, entre otras obras, Origen de Silencios. Fundación Banco de Estado, Popayán (1981), Serenidad

Sitiada, Si

Mañana

Despierto

Ediciones,

Bogotá

(1990), Veraneras, premio de poesía Antonio Llanos, Si Mañana Despierto Ediciones, Santafé de Bogotá (1995), Atlas de callejerías. Trilce Editores, Santafé de Bogotá (1997) Charlas a la Intemperie. Universidad INCCA de Colombia, 2000. Estética y posmodernidad. Nuevos contextos y sensibilidades, Editorial Abya-yala, de Quito, Ecuador, 2001, Estética y sensibilidades posmodernas. ITESO, Guadalajara, Méjico, 2005; Tierra de Sol, Premio de poesía Jorge Isaacs, Gobernación del Valle del Cauca, 2003, la antología de su poesía titulada Serenidad Sitiada, Universidad del Valle, 2004; El arte en tiempos de globalización. Nuevas preguntas, otras fronteras. Universidad de la Salle, 2006, y varios ensayos en revistas especializadas y diarios nacionales e internacionales. Sus poemas y ensayos han sido traducidos al inglés, italiano, serbio y portugués. Ganador del premio de poesía Antonio Llanos, Santiago de Cali 1991; segundo premio en el Primer Concurso Nacional de Poesía ICFES, 1984; Mención de Honor en el Premio Jorge Isaacs 1996 y 1997; Mención de Honor Premio Ciudad de Bogotá, 1994. El premio de poesía Jorge Isaacs le fue otorgado en diciembre de 2003. E-mail: carlosfajardofajardo@yahoo.com


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