Jotamario Arbeláez. El pescadito de plata

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El pescadito de plata

Jotamario Arbelรกez


No creo en casi nada, porque no soy filósofo ni deísta, pero creo en la poesía. Y en el azar. De no haber sido por la primera, seguramente ya estaría muerto. De no ser por el segundo, ni siquiera hubiera nacido. Desde que ensayé mi primer madrigal nunca volvieron a faltarme ni la cuchara entre el plato de sopa ni una amada y una almohada sobre el colchón. El acaso conspiró para que desde países vecinos mis padres sastres coincidieran en la misma cama. De niño, no sabía que la poesía era escritura, más bien pensaba que era asunto de magia. Mi abuela abusaba de la poesía, valga el ejemplo, mascullando a Rafael Pombo para alejar a los alacranes que la buscaban para picarla en el poyo de la cocina, mi tío político para conquistar el oído de las vecinas, papá para mantener el aire ocupado cuando se iba la luz de la radio. Me involucré con la poesía a través de libracos, pero ella me busca por todas partes y debí aprender cómo saltar a tiempo para evitar que me pique.


El primer libro de poemas que cayó en mis manos fue Los gazales de Hafiz, y lo leía a la sombra del samán, que después talaron con motosierras, cuando fue invadido por la cochinilla, el pulgón, la mosca blanca, la araña roja y la lagarta peluda, en una banca de granito del parque San Nicolás, donada por Relieves Farbes, como lo notificaba la placa, por el costado del Sindicato Ferroviario del Pacífico, donde Gaitán había hipnotizado a la multitud con el puño en alto, enfrente de la flota de taxis, al pie del pent house que la pequeña Olga habitaba. Olga García, a quien al fin había logrado olvidar, hasta ayer, cuando me dio por pergeñar esta saudade: ¡Habla, Hafiz! En el libro del mundo / esto

que hoy escribes vencerá el olvido.


Lo compré por cincuenta centavos a un tenor genovés a quien había dejado la compañía, borracho perdidamente enamorado de las hermanas Pabón, de Francia y de Gladys, que habitaban un segundo piso en el pasaje Sardi, enmozadas con los punteros paraguayos Francisco Solano Patiño y Alejandrino Genes, del Boca Juniors, en la Cali de los 50s. Se les plantaba cada noche al pie de la ventana a entonarles las más sentidas arias de su repertorio, hasta que le descargaron un bacín con orines de las dos parejas. Con esa moneda, luego de jugar una partida de billar pool con mis condiscípulos Víctor Mario Martínez y Luis Alfonso Ramírez, a quienes a pesar de ser menores les ponían bolas, se tomó un trago doble de aguardiente en el bar de Cuco, bajó hasta la calle 25 a pie y en el paso a nivel de la quinta se le tiró con el corazón despechado a una locomotora de paso lento que llamaban La Mocha.


Me encantó el bardo sufí que exaltaba los placeres del vino y la voluptuosidad en la misma copa. Adormece tu viejo dolor con vino viejo, sólo

éste puede darte la felicidad y tú lo sabes. Yo ya comenzaba a padecer los primeros quebrantos sociales vislumbrados en las películas mexicanas en que se especializaba el teatro San Nicolás. Nunca olvido Los olvidados, de Luis Buñuel, que me tocó ver incontables veces porque los fines de semana ofertaba con mi cantilena en la oscuridad, provisto de una linterna, cigarrillos, fósforos, chocolatines, chicles, mentas, frunas, gomas, salvavidas, turrones, besitos, papitas fritas y maní de sal, a cada uno de cuyos cucuruchos le escamoteaba dos o tres granos. Por otra parte, comenzaba a atenazarme la carne, cuando veía pasar a Olga García del autobús del colegio al edificio del Sindicato desde cuya terraza no me miraba.

Que los ojos que tu visión no alcance / viertan sangre en vez de lágrimas, eso leía del Hafiz Shirazi, melancólico él como yo colérico.


Más que la poemática persa del recitador de Al Corán, me seducía que el libro contuviese un pescadito de plata, de un centímetro largo, en forma de triángulo invertido y con un par de antenas nerviosas en la cabeza y tres en la cola, que corría como un niño albino cuando le pegaba un rayo de sol, al abrir el libro al filo del mediodía. Esta transparente alimaña de visos grises, de la familia de los Tisanuros como averigüé más tarde en la enciclopedia, no debía tener espesor, pues permanecía viva entre las páginas pares e impares, aún cuando se cerrara el volumen con toda la fuerza. Aunque no era su oficio me servía de señalador, pues siempre lo encontraba en la página donde había suspendido la lectura del poemario (cuyas hojas seguía a medida que con el dedo humedecido las iba pasando, es más, prácticamente se desplazaba al tiempo por las palabras que iba leyendo), si bien sospecho que mientras el libro permanecía cerrado erraba libremente por el paginaje, sin romper ni manchar las hojas. Se nutría de versos cortos, que lamía hasta dejar borrosos,


como ése que decía, para mi dudoso consuelo, Con frecuencia un verso

precioso / alivia un corazón apesadumbrado.. Qué diferencia con polillas, termites y comejenes, esos sí verdaderos depredadores y taladros del papel impreso, pues a una hoja virgen nunca vi que le echara muela.


Los maestros de mi escuela San Nicolás llegaron a alarmarse de mi enfermiza pasión por este libraco, pues durante semanas enteras no entraba a las clases de la tarde por quedarme embelesado estudiándolo, pero sobre todo -lo que ellos no veían- contemplando al insecto seguir el curso de mi deletreo: Prométeme que el día de mi muerte me verás un solo

instante, / y como si nada hubiera pasado marcharé hacia mi tumba. No podía entrar a casa con el mamotreto, pues parecía un objeto embrujado, y la abuela era proclive a los exorcismos, ante cualquier sospecha de brujerías, que le despertaba cualquier publicación que no fuera marcadamente cristiana, y qué pensar de éste, que además albergaba un inquieto espíritu, pues aun aceptando que los irracionales no tienen alma el contemporáneo pescadito plateado bien podía ser una trasmigración de Pitágoras, tan sólo por poner como ejemplo a quien tanto filosofó con el tema, y quien en vida recordaba haber sido el héroe troyano Euforbo. Me tocaba dejarlo cuando regresaba a los míos, envuelto en el pañuelo raboegallo que usaba papá para bailar sanjuanero, en una esquina del parque San Nicolás, debajo de la tapa metálica de un registro del acueducto. Y lo sacaba temprano la mañana siguiente, verificaba la permanencia del pescadito de plata que me saludaba con sus destellos y lo guardaba durante el día en mi maletín de cuadernos.


En un principio me preocupé por su soledad, aunque la soledad no existe donde hay un buen libro, pero la castidad no es el mejor estilo de vida, como hasta los monjes zen lo saben, o si no preguntadme a mí, y quise agenciarle una compañera, pero una gentil zoóloga me indicó que los tisanuros nunca copulan, sino que en su masturbación producen un espermatóforo que dejan por ahí tirado, el que la hembra recoge con sus 6 patitas e introduce gozosa por su abertura hasta fecundarse. Original y sabio y trascendental y revolucionario ejemplo de vida y de comportamiento amoroso digno de ser imitado, mas ya no es hora de aprender, como dijo el profe. Llegué a dejar de vender las golosinas en la sala de cine, y hasta de contemplar la película del desorbitado superrealista español, por dedicarme a releer el libro en el último asiento de palco, ayudándome de la linterna, mientras la diminuta bestia me coqueteaba como una actriz en el cine mudo. La segunda vez que lo hice me ocurrió la primera desgracia (de las otras no hablo porque les suceden a todos, como al tenor italiano): el pescadito de plata escapó de un salto en la oscuridad, detrás del chorro de luz del proyector y se perdió en la pantalla. Cuando se disolvió la palabra Fin e iluminaron la sala prácticamente peiné el telón en su búsqueda a todas luces imposible dada su pequeñez transparente.


Desde entonces el librillo no tuvo para mí ningún brillo, y esos cantos que me deslumbraban dejaron de hacerme mella. El último que había subrayado decía: ¡Ay! ¡Qué fácil le resultó abandonarme! / Por eso, ya

acostumbrado a este dolor / no busco para él remedio alguno. Hace 50 años -edad que suele alcanzar este insecto escamoso cuando ha operado en él la metempsicosis de un alma preclara-, que el libro se hace polvo en un rincón, sin volver a ser consultado. Te comparto, sin ánimo de queja, a ti, que eres el único tesoro que no he perdido pero que tampoco he gastado, ese verso que se destiñó de la página, víctima de las incesantes lamidas de mi casi imperceptible colega en el amor bibliográfico, que persiste en el mármol de mi memoria: Me dijiste una vez: / “Deja tu vida en mis manos y te

daré la paz”. / Y mi vida te di sin pesadumbre / pero la paz no vino.”


Reviví este episodio hace quince días, cuando vino a visitarme la poeta chilena y experta en las artes del ocultismo Raquel Jodorowsky, a quien no veía mover hacia mí los labios ni apuntarme con sus peligrosas pestañas desde los años 60, y me entregó un ejemplar de su corpus de dos mil páginas Ni antes ni

después. Al abrirlo para buscar la dedicatoria me encontré con mi amigo, el mismo pescadito de plata con las antenas nerviosas, porque en éste, como en todos los casos, el género y el individuo son la misma entidad o persona, a quien no volveré a dejar escapar mientras no devoremos juntos, hasta dejar borrosos, los voluminosos versos del libro.


En su dedicatoria, la bruja Raquel expresa:

A mi poeta, quien no cree en casi nada, ni en el amor, ni siquiera en que lo recuerdo, y por eso estoy aquí de nuevo con él. Me pareció reconocer en la firma la forma de mi pescadito de plata.


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