GUILLERMO FERNÁNDEZ, MELÓMANO Obertura La escena final del Don Giovanni de Mozart es uno de los momentos cumbres de la historia del arte, y con toda justicia si hay un Don Juan que haya cimbrado la memoria psíquica del espectador occidental, con una profundidad jamás imaginada por Tirso de Molina, es justamente el de Mozart. La escena está dividida en tres partes, y pasa de la comedia en la primera, al drama en la segunda y la tragedia en la conclusión. Más aún, el genio de Mozart y Da Ponte consiste, entre otras cosas, en pasar, asimismo, del nivel terrenal al inicio, al amoroso en medio, y al metafísico al final; empieza con Don Giovanni festejando sus conquistas, mientras su sirviente, Leporello, consecuentándolo, intenta también beneficiarse al nivel más mísero posible: robándole, subrepticiamente, piezas de comida y engulléndolas creyendo no ser descubierto. Acto seguido, aparece Donna Elvira, una de sus múltiples conquistas previas, quien lo confronta y le reclama por sus infidelidades, pero a Don Giovanni le tienen sin cuidados tales reproches. Ella le pide que cambie su modo de vida, pero a él no le importa, mostrando que sus pasiones son meramente terrenales, buscando sólo el placer. La aparición de la estatua del Comendador en el palacio de Don Giovanni marca el paso de lo terrenal a lo metafísico, así como la condenación del disoluto y su descenso a los infiernos, en una espectacular y pavorosa escena que precede y supera todo lo que Hollywood haya imaginado en toda su historia. Descubrí el Don Giovanni allá por el año 2000, y supongo que no hay quien, al escucharlo, no haya sentido su fuerza y contundencia musical, así como su hondura humana. No me volví un fan de la ópera, como suele suceder con los fetichistas, sino
que admiré más su música, su inteligencia y su calidad humana, pese a que tenía casi una década de estar escuchando y admirando, casi a diario, al Mozart instrumental. No sé en qué momento me asaltó la duda de porqué Guillermo Fernández, el poeta y traductor del italiano, nunca me habló de Mozart ni de esta ópera en particular. Sé que yo hablé sobre el asunto en varias ocasiones, buscando que dejara sus renuencias hacia el genio salzburgués. En los dos años o un poco más de tiempo que le conocí no dejó que esa pequeña mano lo rozase. La música para él era otra cosa. El asunto puede parecer irrelevante, pero no lo es. Luis Cernuda, uno de los poetas favoritos de Guillermo, y a quien creo recordar alguna vez nos platicó tuvo la oportunidad de conocer durante una visita a México, le dedicó uno de sus mejores y más notables poemas. Para alguien tan fetichista en algunas cosas como lo era Guillermo, resulta extraño que no haya mostrado interés desde esa perspectiva. Pero si el aspecto fetichista no bastase, la pura música de Mozart, por sí misma, es de sobra suficiente para percibir su actualidad, su imperiosa y necesaria actualidad, en un mundo donde el horror, la injusticia, la fealdad y la banalidad imperan. No sé si le parecía frívolo la ópera, lo cual es poco probable, pues Guillermo gustaba, como me sucede a mí, no de la ópera, sino de ciertas óperas, o de las óperas de ciertos compositores; no sé si la imagen del disoluto condenado a los infiernos al final le parecía un exceso o si el personaje no le resultaba atractivo; no sé si prefería algo aparentemente más sutil; lo que fuera, me resulta asombroso que no hubiera nunca mostrado algún interés por su música. Para alguien como él, para quien la música era no tanto una experiencia estética sino el reflejo de algo que buscaba desesperadamente para su alma –de ahí la contradicción–, resulta asombroso que nunca se hubiese asomado, digamos, al “Adagio” de su concierto para violín K. 216, o el “Andante” de su concierto para piano K. 488. A la mayoría de los poetas y escritores mexicanos hablarles de esto es casi como hablarles de astrofísica. Es algo tan lejano a su mundo, que en el fondo realmente no me sorprende del todo que el propio Guillermo Fernández tampoco hubiese escuchado a Mozart y lo tuviera en la alta estima en que los melómanos le tenemos. Notte e giorno faticar
En 1990 empecé a colaborar, casi por casualidad, en el suplemento cultural de El Sol de México. Si se puede decir así, fue el primer trabajo que tuve, haciendo lo que más me gustaba hacer, leer libros. Lo dirigía un carismático, simpatiquísimo y magnífico conversador español adurangado, Luis Ángel Martínez Díez, quien había conformado un equipo cincuentañero de colaboradores cuando, a mediados de ese año, un grupo de jóvenes imberbes llegamos casi en estampida a colaborar con él, quien gustosa y generosamente nos cobijó con su buen humor y sus prodigiosas conversaciones. Nos reuníamos las tardes de los lunes, y después la de los miércoles, en la vieja cafetería de la librería Gandhi para entregar nuestras colaboraciones, y allí permanecíamos casi hasta que cerraba sus puertas cerca de las once o doce de la noche, discutiendo de libros, autores, eventos, y mil cosas más, mientras el incansable Chucho, uno de nuestros meseros de cabecero, intentaba en vano persuadirnos de dejarlo ir a descansar. Para fines de aquel año me fue otorgada la aún prestigiosa beca del Centro Mexicano de Escritores, de modo que los miércoles acudía a las sesiones con mis compañeros becarios, y saliendo de allí me dirigía a la Gandhi, a eso de las siete y media u ocho de la noche. Una de esas tardes, inopinadamente, nos visitó Guillermo Fernández, quien de alguna manera era una suerte de celebridad menor si consideramos que en el Centro Mexicano de Escritores tenía de tutor a Alí Chumacero, quien estaba en otro nivel; pero celebridad, al fin y al cabo, en especial para quienes estábamos interesados en su labor como traductor, de sobra conocida y apreciada entre el gremio de los poetas, pero supongo que también por algunos narradores, pues había preparado una antología del cuento italiano del siglo XX editada por la UNAM, entre otras muchas traducciones y antologías. Por esos días la Dirección de Publicaciones, dirigida por Vicente Quirarte, vivía una suerte de edad de oro no sólo por la calidad de sus ediciones y colecciones, sino por dos cuestiones adicionales. Por un lado, por primera vez en décadas, y tal vez en su historia, sus libros podían conseguirse en el circuito librero comercial y no solamente en las librerías universitarias, con lo que llegaron a un amplísimo número de lectores mayor que el universitario al que estaban dirigidos institucionalmente, gracias a una labor enormemente difícil que, sin embargo, llevó a buen puerto Vicente Quirarte. Todo ese esfuerzo se fue a la basura cuando una década y media
después Sealtiel Alatriste decidió entregar las librerías universitarias a prácticamente una sola distribuidora de libros españoles, Colofón, enviando al exilio en territorio universitario a sus propias publicaciones. Por el otro, de mano del mismo Quirarte, apareció la colección de poesía más sólida y prestigiosa en años, El ala del tigre, vivo homenaje a Rubén Bonifaz Nuño, cuyo comité editorial estaba conformado por puros poetas: el propio Quirarte, Francisco Hernández, y Guillermo Fernández. Cuando arribé a la cafetería de la Gandhi, Guillermo tenía una hora o dos de haber llegado, sumándome a la casi veintena de ávidos jóvenes que le rodeábamos y escuchábamos fascinados. Era la primera vez, y fue la única, en que un consagrado se dignaba visitarnos. Que fuera él precisamente era emocionante pues constantemente hablábamos de su trabajo como traductor, y más desde que aquella colección de poesía era la nota constante en las reseñas que publicábamos en el suplemento. Para alguien externo aquella imagen tal vez le habría recordado la del flautista de Hammelin. El carisma de Guillermo era tangible, y las sonrisas y alegría en esa tarde-noche lo testimoniaban. Recuerdo fragmentariamente esa velada, recuerdo su sonrisa, su complacencia de verse rodeado y admirado por tantos; no recuerdo tanto las anécdotas que contaba, salvo una que, en aquel entonces no comprendí del todo, pues pasaba de una anécdota a otra, entre risas y festejos. Hablaba de un bailarín con tirantes y sin camisa, con el pecho cubierto de betún, su caída de una mesa, y la imposibilidad de seguir con dicho trabajo por una fractura en la cadera. La fascinación que despertaba era notoria y podría haber hablado de lo que fuese, e igual se lo habríamos festejado. Puedo imaginar que, literalmente, nos midió a todos, con una clase y distinción que pocas veces he podido ver. Simplemente magistral. No importaba quién ni qué le preguntara, su respuesta era genuina y además de dirigida al grupo, estaba dirigida en particular a quien la había hecho, y mostraba un genuino interés por cualquier cosa que uno le comentara, por nimio que fuera. No sé si fue en aquella, o en otra ocasión, que nos contó, casi divertido, de cómo Rubén Bonifaz Nuño le había sugerido, en algún momento de los años setenta, que le diera a la Universidad la distribución de no recuerdo ya cuál de sus libros, y él, ingenuamente, accedió. El resultado, nos comentó, es que jamás volvió a ver el libro
en librería alguna, con excepción de alguna venta de libros en el campus de la cual alguien tuvo a bien avisarle, y pudo comprar los pocos ejemplares que tenían en venta. Habló de su relación con Carlos Pellicer, y sabrá dios de qué tantas otras cosas que ya no recuerdo. Pero algo sí queda en mi memoria de ese primer encuentro con él: no recuerdo haberle visto más feliz, más sonriente, más dueño de la escena, que aquella vez. Madamina, il catalogo è questo Las reuniones en su casa, al menos en esa época, eran multitudinarias y duraban seis o más horas, hasta el amanecer. Solía preparar una magnífica pasta, acompaña de un vino tinto que haría disolverse las puertas del infierno. Con pocas excepciones, casi todos los invitados eran poetas. Las reuniones eran, principalmente, en su departamento en la calle de Edzná, en la Narvarte, ocasionalmente, y en sábados por la mañana, en la cafetería de la desaparecida librería La casa de las brujas, en la Roma, o en casa de Enzia Verducchi, un departamento en primer nivel cercano al metro Zapata, y del que después me enteré se lo rentaba la madre de un amigo de mucho tiempo atrás, Luis Betancourt, quien lo ocuparía después de casarse a mediados de los noventa. Guillermo nos platicaba de sus experiencias literarias, de los talleres literarios impartidos, las editoriales en que había trabajado y los poetas que había conocido, como a Luis Cernuda y Carlos Pellicer, de entre los que recuerdo. Hablaba con particular desprecio de algunos poetas y con abierto entusiasmo de otros, como Joel Piedra, a quien consideraba que podría haber sido el más grande poeta mexicano. Nos obsequió una plaquette que le editó allá por los setentas, me parece, y que en algún rincón de mi biblioteca debe de estar, con su portada rosa. Recuerdo que me pareció, y sigo pensándolo así, que de esos escasos poemas allí reproducidos era casi imposible sacar alguna conclusión de ningún tipo. Supongo que Guillermo habría leído muchas más cosas que le hacían pensar así. De otros poetas, como José Carlos Becerra, no mostraba mucho interés. Sus juicios literarios eran a veces extraños, y muchas veces compartíamos su vehemencia. O.W. Milosz era, según él, el más grande poeta europeo del siglo XX. En aquellos días era fácil aprobar cualquier aseveración que saliera de sus labios,
fuera cierta o no. Hoy, difícilmente me interesaría por su poesía. Rilke, sin lugar a dudas, ocupaba un lugar predominante en su horizonte particular. Nos presumía sus ediciones sudamericanas y españolas, imposibles ya de encontrar. Allí, las discusiones sobre ángeles y simbología entre el propio Guillermo, Jorge Fernández y González Suárez, eran de antología, y de una riqueza argumentativa sobresaliente. Tales disquisiciones se daban, casi siempre, a eso de las dos o tres de la mañana, cuando la mayoría de los invitados habían flaqueado o desaparecido, y se daban en el marco de una actitud típicamente suya, que a veces resultaba divertida e hilarante, otras fructífera, pues permitía un debate muy amplio de ideas, y otras, obscena y abiertamente manipuladora: era un experto en detectar las debilidades o qué tema le atraía a cada invitado, y le encantaba picarle la cresta para que de allí surgiera el debate, la discusión, u otras cosas, mientras él observaba, retirándose paulatina y divertidamente, el desarrollo. En aquellas veladas desfiló, con escasas y contadas ocasiones, todo aquel poeta incipiente que terminó publicando en El ala del tigre a principios de los noventa, y muchos de los que vieron publicado su libro dejaron de asistir a dichas reuniones una vez aparecido y festejado. Para Guillermo la presencia de todos aquellos jóvenes poetas en su departamento, muchos de ellos mostrando y leyéndole los manuscritos que terminarían siendo libros publicados por la UNAM era motivo de enorme alegría y satisfacción. Muy pocos de aquellos visitantes no publicaron en El ala del tigre. Troppo dolce comincia la scena La población que en México escucha inteligentemente música clásica es una absoluta minoría. Y entre los escritores aún más. Los melómanos entre los escritores, y más aún entre los poetas, son prácticamente inexistentes. Para muchos la música es un fetiche, un sustituto de algo más. A veces, de una idea vaga de algo más de lo que es sustituto, como la religiosidad. Allí se verán, entonces, oficios de tinieblas, misas, cantatas. A veces el fetiche es más evidente. Surgen entonces las nueve sinfonías de Beethoven dirigidas, ¡ni más ni menos!, que por Toscanini. La autoridad y leyenda del célebre director italiano le evitan al escritor tener que explicar absolutamente nada al respecto. En Guillermo, la música era también un sustituto de algo que en su poesía, reflejo de su vida interior, faltaba.
No era él un melómano que buscara en la música la experiencia estética per se, y no recuerdo que fuese muy efusivo ni muy expresivo al hablar de ella. Era casi un placer pecaminoso, al tiempo que algo que algo más. En sus poemas no hay muchas referencias a la música, salvo a un clavecinista no muy conocido, y un poema, “Suite de verano”, cuyos subtítulos de danzas barrocas parecen remitir, indirectamente, a uno de sus compositores favoritos, Henry Purcell. Si de la lectura de sus poemas, empezando con el primero, dedicado a Juan José Arreola, es posible percibir la elipsis lingüística del poeta para hablar indirectamente de aquello que lo aqueja y lastima, buscando refugio en el lenguaje a través de un cuidadoso uso de ciertas palabras, evidenciando esa escisión del alma que lo acosaba desde siempre, esa hendidura a veces mostraba, también, un lado oscuro del que es difícil poder afirmar algo concreto, pero cuyas huellas es posible detectar aquí y allá. De manera inversa, su relación con la música no estaba particularmente sustentada en la palabra, en el conocimiento experto. Como con todo lo que le rodeaba, era una relación complicada. En su poesía, Guillermo parecía buscar las palabras que lo liberasen de esa carga extenuante que llevaba sobre sus espaldas. Esa herida que he mencionado, por cierto, no es una metáfora, sino un hecho real, que Guillermo nos contara aquella tarde en la cafetería de la Gandhi. Para él, la música era una suerte de medio alternativo para buscar esa serenidad, esa paz que lo alejara del dolor. No hablaba con todos de esa veta. No recuerdo ya cómo fue que se enteró que me gustaba mucho la música clásica. Lo que recuerdo, es que nos invitó a una velada muy especial en su departamento, a Alberto de la Fuente y a mí, para escuchar a Mahler. Debimos de haber llegado a su departamento a eso de las nueve o diez de la noche. Mientras preparaba la pasta y bebíamos vino, Guillermo finalmente preparó la sesión de escucha de dos de sus sinfonías. No recuerdo ya cuáles habrán sido. ¿La Segunda y la Séptima? ¿La Octava y la Novena? No lo sé. Pero allí salió a relucir uno de los fetiches mahlerianos más conspicuos: el Mahler ultra-lento que tanto gusta a sus cofrades. Y la consabida aseveración, como verdad salida de una zarza ardiente: mientras más lento, mejor. No recuerdo que ésa haya sido una velada memorable en ningún sentido. Más bien, fue algo exasperante. Guillermo no dijo mucho salvo su admiración por Mahler. Recuerdo que nos fuimos al despuntar el alba con la
sensación de que algo se nos había perdido en la velada, algo que Guillermo no fue capaz de transmitirnos, por lo que aquella música nos resultó ajena y extraña, sin muchos deseos de volverla a escuchar. Pasaría casi un lustro antes de que volviese a encontrarme con su música, en otras condiciones mucho más favorables, gracias a Maxim Shostakovich. Si no recuerdo mucho de aquella música, sí recuerdo mejor las actitudes de Guillermo. Más que compartir, parecía querer confirmar. No nos dio indicaciones ni hizo pausas u observaciones sobre tal o cual pasaje, sobre la entrada de los metales o tal leitmotiv, o cualquier otra cosa que pudiera servirnos de guía. Mientras servía una y otra vez vino, se relajaba y dirigía la imaginaria orquesta que sonaba en la sala, y la conmoción que sentía en ciertos momentos era genuinamente eléctrica, y parecía que lo que deseaba es que hubiera testigos, así fueran mudos, de esa experiencia que sólo él esa noche vivió. Ni siquiera recuerdo quién era el director o qué orquesta haya tocado. No recuerdo que en aquellos días invitara a otras personas a escuchar música de esa manera. Ocasionalmente, y ya entrada la noche, con la mayoría de los invitados que aún estaban en pie casi derrotados por el sueño o el vino, Guillermo sacaba algún disco y lo hacía sonar. Casi siempre yo era el único que le acompañaba y escuchaba con gusto. Supongo que de esas noches de desvelo comenzó a invitarme a oír algunas obras que deseaba compartir. Tenía un gusto particular por el barroco inglés, por ciertas obras, pero, por encima de todo, por ciertos intérpretes. Jordi Savall, si no recuerdo mal, era uno de sus predilectos. Pero el más querido y adorado de Guillermo, y allí sí había mucho de fetichismo no sólo musical, era Alfred Deller, y sus legendarias grabaciones para Harmonia Mundi France. Disfrutaba enormemente The Indian Queen, una ópera de Henry Purcell, pero muy particularmente Dido & Aeneas, su obra maestra. Si mal no recuerdo, durante muchos años fue la única ópera que tuve, antes de descubrir las de Mozart. ¡Cómo disfrutaba Guillermo aquellas obras! Pero más relevante aún, ¡cómo disfrutaba escuchar a Alfred Deller! Parece ser que alguna vez vino a México, pero ya no recuerdo si Guillermo me dijo si lo conoció aquella ocasión. Era aún la época de los discos de vinyl, y escuchar uno era todo un acontecimiento, como lo sabrá por experiencia propia cualquier melómano nacido
antes de 1980. Sacar el disco del estante, abrirlo, ver la portada, sacar la funda con el disco, limpiarlo a veces con la manga de la camisa o una tela limpia para el caso, colocarlo sobre la tornamesa, escuchar el hiss de la aguja sobre el surco, y después sonar la música en toda su gloria. Repetir el proceso al acabar el lado, y en el ínterin comentar tal o cual aspecto de lo escuchado. Guillermo no tenía una fonoteca muy extensa. Más bien era algo parca, ecléctica. Parecía no importarle el prestigio de ciertos nombres consagrados: Mozart, Haydn, Beethoven, Brahms, Mendelsshon. Bach apenas corría con suerte con unas cuántas obras, de entre las cuales la única que recuerdo tenía, era la cantata BWV 106, conocida como Actus tragicus. No recuerdo si tenía aquel pastiche del Montezuma de Vivaldi hecho por un profesor francés. Parecía disfrutar y buscar más bien obras de corte íntimo más que las grandes obras orquestales. De entre la mucha música que escuché con él, quizá uno de los discos que más le gustaba era el último disco que dejó grabado Alfred Deller, O Ravishing Delight. Airs Angalis, una colección de canciones intimistas inglesas de los siglos XVII y XVIII, de autores como John Dowland y Thomas Campion, entre otros. Recuerdo con cuánta vehemencia me lo recomendó, y sólo una década después, entrado el siglo XXI, lo pude hallar finalmente en Gandhi. Dos canciones eran sus predilectas, y no me parecen en nada casuales que lo fueran, pues se encuentran en las antípodas una de la otra, y revelan mucho de su carácter, tan evidente en su poesía, y de los conflictos en que se debatía su alma. La primera, era la obra maestra del disco, la que le da título, de un hijo o sobrino de Henry, Daniel Purcell, una extraordinaria pieza de corte pagano dirigida a Hermes, a quien se le pide no la salvación del pecado, sino de la entrega en extremo a la pasión: “Help me, Hermes or I die, save me from excess of joy”, una pieza dividida en dos notables secciones: la plegaria al dios, en un tono solemne y hasta cierto punto sombrío, y el estribillo, totalmente festivo, acompañado por un extraordinario bajo cifrado con dos flautas de pico en tono bucólico y casi festivo, que de verdad sacuden el alma por su belleza y sublimidad. La otra era “Miserere my Maker”, una angustiante y dolorosa plegaria en la que un pecador le habla al Creador para que lo perdone por sus pecados, convencido de que será su piedad la que lo salve de sus angustias y dolores. Casi lloraba Guillermo al escucharla, y me pedía que
le tradujese la letra. Asumo que ya se la sabía de memoria, pero le confirmaba esa sentencia del que confía su salvación a Él. Al escucharla nuevamente hoy, tantos años después, no puedo sino hacer mías todas sus lágrimas. Tu m’invitasti a cena, il tuo dover or sai Aquellas veladas en casa de Guillermo no fueron siempre placenteras, y sería faltar a la verdad decir, como Hemingway de París, que siempre era una fiesta. A veces podía parecer un tipo muy grosero y molesto. Ciertas cosas simplemente no quería hablarlas, aunque uno pudiera pensar que eran necesarias. O simplemente para aclarar o ampliar algo. Una de las frases más lapidarias que le escuché, y no debo haber sido el único, puesto que incluso lo puso por escrito en un poema de 1971, era su desprecio por los poetas y sus versitos. Podía decirlo de formas mucho más obscenas, pero así lo puso en un poema. Recuerdo cuando me habló de Joel Piedra, según él, la gran promesa de la poesía mexicana. Contaba que este había llegado a su departamento y allí se hospedó por un tiempo, y que después, simplemente desapareció, dejó de escribir. Cuando le pregunté si sabía por qué, sólo se encogió de hombros. A veces era así de parco. Si no quería hablar de algo, simplemente se callaba. Lo mismo sucedió cuando llegamos a hablar de música. Esta no le interesaba si no había ese componente que ya he mencionado, y que retratan cabalmente las piezas antes citadas. Un carácter de mensaje privado, dirigido a él, que lo calmara y reconfortara de sus penas particulares. No le interesaba ni el prestigio ni la autoridad, como lo demuestra una anécdota que gustaba contar sobre encontrarse con un alto dignatario de la Iglesia o algo así, a quien Guillermo saludó de “tú”: “¡Hola, cómo estás!” a lo que su interlocutor le reprendió por no dirigirse, según aquél, con el debido respeto, a lo que Guillermo le contestó: “¿Cómo le hablas a Dios? De ‘Tú’, ¿verdad? ¿Vas a decirme que mereces mejor trato que Él?” Puede parecer y sonar gracioso, pero habla mucho de ése su carácter tan particular. En términos de música sucedía algo similar. Para él, Mozart, Beethoven, Haydn, Brahms, incluso Bach, eran nombres de autoridades, ante quienes uno debía cuadrarse. Y Guillermo no hacía eso. No significa que no los hubiera escuchado. Probablemente los conocía, pero el cliché ambulante sobre sus nombres afectaba su
recepción en él. A Schubert, por ejemplo, un gigante de la música, pero no una de la misma autoridad que aquéllos, no sólo lo aceptaba de mejor gana, sino que tenía sus sonatas para piano completas, cosa que no sucedía con el pobre Beethoven. Al revisar mentalmente la música que adoraba, y que gustaba compartir en ocasiones especiales, salvo el nombre de Mahler, no había un solo compositor de primera línea en sus preferencias. Más bien, figuras no tan brillantes en el horizonte musical eran sus preferidos. No recuerdo si Händel se hallaba en sus álbumes. Es probable que alguna música de cámara, sonatas o algo así, pues disfrutaba mucho ese tipo de música, de corte intimista más que para la gran sala de conciertos, a donde no solía dirigirse para escuchar alguna obra. Esta idea de mensaje íntimo, casi personalizado, cifrado, de culpas y expiaciones, parece haber marcado su gusto musical. Un mensaje en el que él pudiera reconocerse y al mismo tiempo hallar un bálsamo de dicha y de reposo para esa angustia y dolor internos en permanente acoso frente a los cuales vivía. Así parecía vivir la música, al menos en aquellos días. Pero esa idea, o más bien prejuicio, en su acepción de juicio anticipado, hizo que Guillermo no aceptara la gran producción musical de los gigantes alemanes mencionados. Y sí, seguramente también había algo de fetichismo lingüístico, pero no recuerdo que escuchara ni las óperas u oratorios italianizantes de Händel o las de Mozart-Da Ponte. Tampoco recuerdo que hayamos escuchado mucha música barroca italiana: nada de Vivaldi, Corelli, ni siquiera Monteverdi. Cualquier intento mío de compartir con él mi primer disco de las Vísperas de Monteverdi dirigidas por Gardiner no hallaron eco ni interés de su parte. Mucho menos hablarle de Mozart o Beethoven. Más bien, desalentaba incluso que le hablase del asunto. “El arte no tiene nada que ver con esto”, decía, con insolencia y un algo de resignación, como si supiera que también eso era mentira. Tutto a tue colpe è poco! En una entrevista de 1990, el director de orquesta Nikolaus Harnoncourt advertía lo siguiente: “La tragedia de Mozart es general: afecta a todos los seres humanos; la de Beethoven remite de forma mucho más clara y directa a la persona individual. […] Todo parece indicar, efectivamente, que las ideas de la Novena Sinfonía [de
Beethoven] son actuales: se adaptan a nuestra cultura actual. Tal vez esto tenga que ver con el hecho de que nuestra cultura arrastra consigo algo muy condenable: todo se mueve en dirección de la técnica, y, paralelamente, todo se aleja de la vida que pueda existir más allá de la técnica. Cada vez más, con mayor claridad, vida y técnica están en contraposición. Desde mi punto de vista, los grandes clásicos como Bach y Mozart aún se mantienen en el centro de esta vida.” Siempre me pareció que Guillermo Fernández se privaba de ese tesoro al que él no sólo le daba la espalda, sino que por una deformación de personalidad incluso le negaba casi cualquier valor. Como tantos otros escritores, su relación con la música estuvo fetichizada, marcada por objetos que la hacían atractiva a él. La fuerte figura masculina de Alfred Deller contrastaba con esa voz femenina, casi angelical, y eso marcó la manera en que lo admiraba casi hasta el delirio. Pensaba, especialmente en el mencionado disco, que contenía mensajes dirigidos sólo a él, y eso lo hacía casi llorar de emoción. Supongo que nunca se dio la oportunidad de asomarse a ciertos momentos mozartianos que, sin lugar a dudas, lo habrían cimbrado, como me cimbran cada vez que escucho sus sublimes notas llenas de humanidad. El “Adagio” de su concierto para violín K. 216, el “Andante” de su concierto para piano K. 488, el “Adagio” de su Serenata K. 361, el “Adagio” de su concierto para clarinete K. 622. Su mahlerismo no era distinto del de otros fetichistas de la misma corte, quienes repiten casi siempre los mismos argumentos en forma circular en favor de una sobrelectura de la obra del genio vienés sobrecargándola de un pathos que, es cierto, el propio Mahler instaura en la partitura. Pero esa lectura fetichizada, justamente, subraya el pathos en vez de la música, es decir la sensación del escucha importa más que la música misma, determinando, teleológicamente, el sentido final de la obra, el cual es anticipado y juzgado por el escucha si no es como “marca la doxa”. Así, al menos el Guillermo que conocí, y al que fui a despedir a su departamento de Edzná el día mismo que se iba a Toluca, vivió como quiso e hizo lo que quiso. Recuerdo haber llegado a su casa, el camión ya estaba estacionado y empezaba el ajetreo de mover las cajas a su interior. Al parecer Guillermo esperaba a alguien más, pero nunca apareció, pues me ofreció un vino que tenía preparado para la ocasión.
Fue un encuentro extraño, como si dos caballeros medievales se encontraran en un crucero, y reconociéndose, descendieran de sus corceles para hablar fuera del bullicio de la guerra y los combates. Estábamos en la frontera ignota de un territorio nuevo, y Guillermo lo sabía. Tal vez por eso tenía el vino preparado, esperando que alguien le despidiera en ese viaje a otro mundo. De eso hablamos, de su partida, de los motivos que le llevaron a tomar esa decisión. Él sabía que tenía razón, y asentía a mis palabras. Poco a poco el vino escanciado fue desapareciendo. La tarde avanzó hasta llenar nuestros corazones. Antes de despedirme le dije, “Ojalá le des una oportunidad a Mozart”. No me dijo nada. Sólo bajó la mirada, con una tristeza que nunca antes le vi y nos abrazamos. Jamás volví a verlo. 15 de enero 2015