JORGE ARBELECHE LAS MURALLAS DE TROYA
Helena “Cuando vieron a Helena, que hacia ellos se encaminaba, dijéronse unos a otros, hablando quedo, estas aladas palabras “No es reprensible que los troyanos y los aqueos, sufran males por una mujer como esta, cuyo rostro se parece al de las diosas inmortales”
La Ilíada, canto III
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Helena Soy Helena. La más odiada de todas las mujeres. La más amada. Por mi pasión se derrumbaron murallas y guerreros. Torres erguidas invencibles, mordieron el olvido. Yo, sola, les salvé la memoria. Con el polvo se confundieron el trono la corona y el cetro. Todo el orgullo cedió a la pasión bella. Voló con el humo la ciudad poderosa la más alta la que ostentaba la indestructible almena. Me culparon de todo. Me otorgaron de todo. Me privaron de todo. De nada me arrepiento de aquello que me acusan. Fui la única que amó con desmesura. Soy la que más amó. Y fui la más amada. Preferí la gloria del tálamo a la ternura de mis hijos. De nada me arrepiento. Soy la más puta, y acaso la más santa. Ofrendé a mis dioses mi gracia y mi desgracia. Mi amante fue el más bello cobarde que Troya me brindara. Plantó en medio de mi lecho el árbol del jazmín. Y floreció. Él es el más hermoso, más aún que la espuma del mar. Igual a un dios en la batalla o en su sueño. Mató al tiempo cuando duerme, en el jardín de su vigilia lo detiene, mientras yo tejo cuentos y canciones que luego cantarán los niños y pastores entre riscos y cabras montañeras.
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El juicio de los siglos tal vez me absolverá. Fui tan perdida así como ganada. De nada me arrepiento. Soy la que más amó. Y fui la más amada.
Aquiles
“Aquiles rompió en llanto, alejóse de los compañeros y sentándose a orillas del espumoso mar con los ojos clavados en el ponto inmenso y las manos extendidas: dirigió a su madre, muchos ruegos” La Ilíada, canto I
“En las naves yace Patroclo muerto, insepulto y no llorado; y no le olvidaré en tanto me halle entre los vivos…: y si en el Orco se olvida a los muertos, aún allí me acordaré del compañero amado”
La Ilíada, canto XXII
Aquiles
Madre:
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aquí yace tu guerrero el hijo aquél que diseñaste para portar el estandarte de la Gloria aquí está arrodillado al pie de este peñasco inundo con mis lágrimas tu río, madre: yo, el más temido el más cruel, el timonel de la nave portadora de todos los finales, el que engarza la negra vela de su barca en el cruel remolino de los vientos, yo, el temible, el que mata, el implacable, el Destructor, el que arrastró el cuerpo de su enemigo muerto, el que ansió entregar a los perros su cadáver, el que deseó que devoraran a tirones su piel, su músculo valiente su honor su bravo brazo, su nobleza anegada en un charco de sangre, yo, el tembloroso, el extraviado, el perdido de su brújula, te imploro: rogad a los dioses inmortales que me devuelvan a Patroclo. Porque fue bravo guerrero leal en la batalla, gentil en la amistad luminoso en el día brillante por la noche. Que me lo traigan, ruego. Porque era el más amado y fue quien más me amo. Poetas: cuando cantéis a los pastores y enseñen a los jóvenes la peripecia de nuestra historia triste nunca olvidéis decir que mi suprema gloria fuera volvernos viejos juntos, 4
recordar las hazañas de amor y de batalla evocando pasiones apagadas. Decid a todos que fuimos como dioses. Que lo escuchen las nieves encumbradas, los galopantes ríos, las crines de los vientos, la brisa antigua de los mares, los bosques aún implumes, los efebos y núbiles doncellas.
Canta poeta y di – si puedes que fuimos poderosos, iguales a los dioses, y fuimos tan felices como lo son los hombres.
Madre. Padre anciano. Alcáncenme la capa que tengo mucho frío.
Casandra
“Ningún hombre ni mujer de hermosa cintura los vio llegar antes que Casandra, semejante a la dorada Afrodita, pues…distinguió el carro con su padre…y vio detrás a Héctor…En seguida prorrumpió en sollozos y fue clamando por toda la población: “Venid a ver a Héctor, troyanos y troyanas…porque era el regocijo de toda la ciudad”!!
La Ilíada, canto XXIV
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Casandra
No vengo a pedir cuentas a nadie. Ni a rendirlas. No reclamo a la historia la parcela de gloria que no me concediera. Aunque una vez fui bella y joven hoy solo me conocen como la Loca Vieja y a ese llamado acudo: “Tú, hechicera de males, desátame el nudo del destino”. ¡Como si fuera fácil! Soy vieja y no distingo ni la noche ni el día pasado ni presente. Me entrevero en el tiempo y me sumo a la niebla. No sé si soy fantasma o el vestigio de vieja encarnadura mezclada la sombra con la sangre. Por algunas monedas les invento la historia que su ansiedad reclama, les anuncio el amor y la dicha. Y siempre se lo creen. ¡Como si fuera simple! Como si les dijera que en el mar está el agua y allí viven los peces. No les menciono nunca ni las rocas donde encallan los mares ni las bestias marinas. Tampoco nombro ahogados ni naufragios. Les canto que es simple como el amor, el mar. Nada es simple ni fácil. Nada se sabe. Ni yo pude saberlo aunque tuve en mis manos la verdad y la mentira. Y las mismas palabras para decir una o la otra. Igual a un juego de barajas entreveré los naipes. Son muy taimadas
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barajas y palabras. Ambas tienen en revés y en derecho confundida la trama. Les cuento y canto que al alba el mar parece oro y a la tarde un cántaro de vino. Nadie sabe que fui princesa un día, manceba, esclava luego y terminé en mendiga. Rumores me han llegado de mi cuñada Helena. No acude jamás a las murallas de su Esparta natal. Alguna vez, cuando nadie la vea, tal vez asome su antaño bello rostro ahora muy cubierto de velos y de afeites antifaces y máscaras para ocultar las encumbradas ruinas de una cara igual a la que ostentan las diosas inmortales. Pero Helena es mujer y el tiempo la conoce. Yo dije la verdad. Mas nunca me creyeron. A la mentira a veces la dicen por verdad. Trocaron la Belleza por la marca MAX-FACTOR y a la Gloria la anuncian con luces de neón. Es tarde. La noche se viene galopando en el frío. Me arrebujo en mis andrajos y torno a mi escondrijo.
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Tersites
“Fue el hombre más feo que llegó a Troya pues era bizco y cojo de un pie; sus hombros corcovados se contraían sobre el pecho, y tenía la cabeza puntiaguda y cubierta por rala cabellera. “¡Oh cobardes, hombres sin dignidad, aqueas más bien que aqueos! Atrida (Agamenón) ¿De qué te quejas o de qué careces?” Tal dijo. (Odiseo) diole con el cetro un golpe en la espalda y los hombros. Tersites se encorvó, mientras una gruesa lágrima caía de sus ojos…” La Ilíada, canto II
Tersites
Permiso. Me atravieso entre los bravos. Soy el feo, el deforme, el diferente. Mi boca en cambio habla igual a la de ustedes. Dice aquello que a veces, o siempre, es mejor arrumbar en el silencio. Tú, Agamenón, soberbio y brutal, me miras, tal vez, desde la altura de tu trono, igual a los que mandas. Eres bestial. Humano, semidiós o bestia, te espera este polvo mancillado por tus pies bravíos, eres
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esbelto, eres erguido, tu espalda hiende el aire que respiras. En cambio yo, debo aceptar el viento cabizbajo que gira alrededor de mi joroba. Alerta debo estar, atento. Y cuando da la vuelta en torno a mi cabeza, le lanzo un mordiscón con mi deforme boca. Así respiro igual a como hablo. Pero al final, después de la batalla póstuma, ganada tal vez, tal vez perdida, desde derrota o victoria, allí donde te encuentres, tus huesos serán iguales a los huesos derrotados idénticos también a aquellos victoriosos. Sólo a mi me reconocerán el esqueleto. Será el único coronado por su giba. Y el polvo amontonado alrededor de mi joroba mirará tu borrosa podredumbre desde arriba.
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Hécuba
Hécuba, que en otro sitio, se lamentaba llorosa, desnudó el seno, mostróle el pecho y derramando lágrimas, dijo…”Héctor, hijo querido, respeta este seno y apiádate de mi… acuérdate de tu niñez…”
La Ilíada, canto XXII
Hécuba Aquí me veis. Reina o esclava. Humana soy tal vez. Lo desconozco. Me da lo mismo que devenir espectro. Perdí corona, almenas y murallas. No tengo más dioses ni altares. Me mataron mis hijos. Soy huérfana de prole, soy huérfana de sangre. Hija soy de la guerra bastarda por la codicia de los hombres. Hermana también de su maldad. Es malo el hombre. Adula y acaricia un signo cualquiera de poder. No es manso, es obediente al látigo y al cetro. Extravió para siempre la sortija de la paz y desconoce la gratitud del aire. Desde este polvo miserable, lejos, muy lejos,
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entre resquicios de murallas, cenizas allá de los altares, por entre torres y torres mutiladas, fuerzo mis ojos, en su mirada ciega pinto un azul que se parece al cielo. Ignoro el paradero de mis hijos. No sé dónde quedaron derramadas sus entrañas. Habrá quienes escriban de mi desolación. Por más sabios que fueren, su pluma no será nunca igual a este latido hueco que es hoy y siempre, eso, que alguna vez llamaron alma. Ahora no sé donde se aloja, si está en el inicio blanco de mi turbada cabellera o en el talón agrietado de estos pies que ignoran el ejercicio de avanzar. Sólo me arrastro. tal vez, a flor de tierra por el hedor de su osamenta, entre las piedras encuentre su sepulcro, mezclado el duro olor del hueso con aquel de la leche nutricia de mis pechos cuyo aroma conservo todavía.
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Paris
“No me reproches los amables dones de la dorada Afrodita…jamás la pasión se apoderó de mi espíritu como ahora; con tal ansia te amo (a Helena) en este momento” La Ilíada, canto III
En torno a ´La sagrada familia´, de Jorge Arbeleche LABERINTOS DE LA VOZ EN CLAVE COMÚN
Luis Bravo 1. La poética de Jorge Arbeleche equilibra lo íntimo y lo universal, lo cotidiano y lo que trasciende la circunstancia, lo metafórico y su referencialidad, atendiendo con igual intensidad sonoridad y sentido. Es en función de tales equilibrios que puede afirmarse que el suyo es un estilo que se orienta a lo clásico. Desde sus primeros libros se percibe un discurso de resonancias míticas en un mundo violentado. Domingo Bordoli calificó a su primer libro como una "poesía del instante" en la que se ponía "de manifiesto un no-tiempo que en forma circular rodea a cada uno de los momentos elegidos" 1 . No en vano el poeta titulará Los instantes el siguiente libro de 1970, al que le siguen Las Vísperas (1974) y Los Ángeles oscuros (1976), que expone el rostro jánico del amor y el desamor. En Alta Noche (1979) el mítico Ulises cifra proyecciones identitarias colectivas, auscultando la marcial nocturnidad de un
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Bordoli, Domingo Luis, “Liminar”. En Sangre de la luz, de Jorge Arbeleche, Montevideo, E.B.O, 1968, p.6.
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“mar de metal” y de un “áspero cielo”, metáforas especulares de un inxilio en el que por aquel entonces ya nadie siquiera se reconoce a sí mismo, por estas latitudes: También a Ulises se le ve vagar algunas tardes por las orillas rocosas de su Ítaca, bajo un áspero cielo sin dioses ante un mar de metal que ya no lo conoce 2.
La fe en la palabra como hechura de un mundo propio e incanjeable sostiene su poética a partir de La casa de la piedra negra (1983), que marca un hito en tanto inicio de un segundo tramo en su lírica. Se apela allí al derrotero de la identidad personal recuperada desde un fondo etimológico, ya que la voz vasca “arbeleche” significa justamente “casa de piedra negra". Desde entonces data esa vertiente más autobiográfica o autoreferencial de su poética que llega hasta el presente libro que nos ocupa, La sagrada familia 3, en el que se arroja luz sobre los siempre borrosos espejos de la historia personal, permeando el límite de la confidencia pero sin olvidar —en otro equilibrio a considerar— el pulido final de los poemas en piezas de arte vivencial. En conversación con Helena Corbellini (1994), Arbeleche ha dicho que "en el fondo la poesía tiene una actitud religiosa, a un nivel ontológico" 4. En efecto, la escritura poética como acto de redención se expone en sus textos de diversos modos que van desde la celebración intensa de lo erótico hasta la resignificación de ritos y/o de simbología cristiana, que pueden percibirse decididamente expuestos en La sagrada familia (en adelante L.S.F.) cuyo solo título ya es reverberación de tal mitología. Plenitud erótica hay en Ejercicio de amar (1991) pero también un último verso que volatiliza la imagen terrena de la casa: "y es la luz ya la casa del aire". Luz y aire le emparentan a conciencia a la poesía de Jorge Guillén. La luz que todo lo atraviesa está siempre latente en el universo arbelechiano en el que la palabra es una brasa encendida y desafiante ante imágenes de representación fúnebre. Así ocurre en “Contracanto”, segundo poema de L.S.F., en el que al dirigirse “a la que no se nombra” se diagrama un juego de luces y sombras, un contrapunto bien característico de su estilo: “Tan triste siempre / como un mar sin agua / como aguja de Sombra / o flecha de silencio/ clavada en la vena de luz de las palabras”.
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Arbeleche, Jorge. Alta Noche. Montevideo, Acalí, 1979, p. 17. Arbeleche, Jorge. La sagrada familia. Montevideo. Estuario Editora, 2010. 4 Corbellini, Helena, entrevista al autor, La República, Montevideo, 13/2/94. 3
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El salvífico acto de la escritura así como el feliz ejercicio de amar confluyen en Ágape (1993), cuyo principal paratexto alude al banquete de la caridad entre los primeros cristianos, siendo a la vez una celebración del amor carnal. Esta doble conjunción, que para algunos podría resultar herética, es lo que sin voluntad de escándalo pero con firme convicción lo vincula desde entonces a la poética de Orfila Bardesio (1922-2009), cuyo libro El ciervo radiante (1984) integra también esta “sagrada familia” de parientes, artistas y amigos, según se verá. Es en Alfa y Omega (1996) donde ingresa en pleno el desdoblamiento especular entre el yo-autoral y el yo-poético, quienes se rinden cuentas en el poema “Auto de fe”. Quien hace la prueba medioeval de atravesar descalzo "la alfombra púrpura de brasas" es el poeta cuyo desafío consiste en vencer a los incrédulos de la magia de la poesía y de la fuerza del amor, "los que nunca escucharon”, " los que nunca admiraron". El único trofeo que se obtiene es el de la aprehensión de un saber que consiste en haber encontrado la propia voz: "Estás en posesión/ de toda la música y de todo el silencio". He allí la conciencia de haber atravesado un umbral ("Has desatado/ el nudo sin fin de la batalla"), haciendo de la escritura una epifanía en la que el destino del sujeto es indisociable de la lucha sin fin por inscribir la palabra poética. Hay allí una presencia significativa: el gallo, símbolo solar para los griegos y de resurrección y vigilancia espiritual para el cristianismo. Al respecto de su alcance, Ricardo Pallares ha arriesgado con acierto, nada exento de humor verbal, la siguiente y neológica expresión: "Es un amor al que el gallo anuncia y proclama cinco veces en un libro (...) cuya poesía es vibración y plenitudes, un verdadero mester de crestería." 5 En Para hacer una pradera (2000) la palabra es una fe que defiende la dicha de vivir: "limitaré con las palabras un perímetro/ donde el hedor de la huesa no penetre". A esto sigue la presencia dialéctica de los contrarios: el tiempo ido y el instante, lo que se va y lo que queda, lo que no se quiere y lo que se ama, lo que ha muerto y lo que aún late. Así las palabras que "habrán de despeñarse/ al pudridero" contrastan con "lentas oraciones" que "conducirán/ al escondido latido de la gloria". La sección "Galería" es un pasaje por un cementerio en el que comparecen varios de sus queridos escritores compatriotas, apenas identificados con sus iniciales. Si bien se alude a la muerte que a cada uno le tocó, también se brinda en un solo trazo algo que da cuenta de la
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Pallares, Ricardo “Algunos aspectos significativos en la poesía de Jorge Arbeleche”. En Poetas Uruguayos de los ´60, Volumen 1 (H. Benítez, compilador). Montevideo, Rosgal, 1997, p.136.
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personalidad de cada uno, en un tipo de texto que oscila entre el epitafio y la elegía. Así, el gesto clausurante de María Eugenia ("De un solo golpe cerraste la tapa del piano"), o el regreso de "el furor alazán" en el galope consonántico de Juana de Ibarbourou. El libro todo se inspira en un epígrafe de Emily Dickinson: “Para hacer una pradera / se toma un trébol y una abeja/ y ensueño”, a la que Arbeleche agrega ese mirar desde y hacia la pradera de la poesía, en cuyas raíces se origina un sobreponerse a la desdicha, y un redimirse: “aunque el horror se esconda debajo/ del párpado del ojo que la mire/ en la pradera reside la alegría”. No como ensueño sino como cosa hecha “a cincel”, con trabajo y con materiales concretos, se percibe a la palabra en El oficiante (2003). Allí escritura y lectura se vuelven sincrónicos. Esto acerca, como nunca antes en su obra, al lector y al poeta como si compartieran el mismo espacio-tiempo, a modo de un taller. Así el lector puede percibir cómo se van haciendo esas “esquirlas de sonido” que son los versos, en el mismo instante en que éstas se producen, es decir en el acto mismo de leer. Pero nada de esto implica un saber del todo: ni el cómo ni el porqué del poema se explicitan. De ahí la sección titulada “No se sabe”, en la que, podría decirse, una no-certeza produce una descriptiva del devenir escritural: “en la página pantalla palimpsesto/ el grafo se hunde atraviesa buril/ abre el mármol feroz de la blancura” 6. En esas superficies y con tales materiales que remedan al escultor, en tanto el poeta es quien “inscribe”, el único saber que se detenta es el de que finalmente las palabras “una a una regresan (...) al silencio.” Es precisamente en ese sutil pliegue —entre lo que se dice, lo que no se dice, y lo que queda diciéndose inacabadamente— en el cual se inscriben los últimos libros de Arbeleche. Es una iluminada forma de reflexionar sobre el tejer y destejer de la voz de la poesía en el nunca agotado, y por eso mismo celebrado, misterio que la conduce. En tal sentido se está ante una voz especular que impacta al receptor porque se reconoce allí una maestría metadiscursiva en la que a ambos, al poeta y al lector, se les permite ahondar en una veta irradiante en la que el destello metafísico se complementa con la materialidad compositiva. 2.
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Arbeleche, Jorge., El oficiante, Buenos Aires,Tierra Firme, 2003, p.54.
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He leído L.S.F. como un poemario en el que el haz de escrituras que lo recorren se sabe amenazado en su envés por una “innombrable” presencia que, desde el primer poema, marca el terreno del canto. No es casual que el libro esté estructurado en siete secciones, numéricamente iguales a los días de la Creación genésica hebrea, puesto que el canto que aquí se yergue lo hace a sabiendas de librar dura batalla contra esa “Señora de la Ausencia/ y dueña del Vacío,/ la Oscura/ la que no se nombra/ la Descalabrada”. En ese mismo segundo poema (“Contracanto”, L.S.F. p.14) la voz del poema escribe su cifra aunque sabe que “el viento borra/ todo lo escrito sobre el médano”. Se enfrenta también a la “cara de palo” (tal y como la vio un día Circe Maia, dice en otro verso) una figura muda, hierática, a quien se interpela: Tú y yo. Los dos. Únicos./ Amigos y enemigos, habitantes somos de este espacio, uno/ adentro, otro afuera/ de todos los espejos.” En El Guerrero (2005) el poema “Guitarras” aludía a la naturaleza del canto elegíaco como a un instrumento con “algunas cuerdas rotas”. Tras la partida del guerrero— que representa al ser amado caído en la batalla de la vida—, la voz de los poemas hacía el duelo, que era a la vez un batirse a duelo con el dolor. Luego surgía una oración pronunciada al borde de un “abismo”, o de un “pozo”, o de un “continuo agujero”, metáforas topológicas para internarse en el descenso de la muerte. Ahora, en el primer poema de L.S.F., aquél hueco que fue herida abierta por la pérdida del ser amado, es el hueco por donde mana el canto: El agujero aquel entonces el que no se cierra con voz grave y oscura va entonando un himno de coraje a contraviento (...) contra el fracaso tropezado sin pausa día tras día y noche a noche contra los soberbios y contra los malos y contra la seda deshilachada de la fama contra el toldo agujereado de la gloria contra todo el silencio el agujero canta nombra inscribe el ombligo inaugural de cada hora. (“Canto”, pp.11-13).
La segunda sección abre con la perfecta arquitectura del cuerpo, entre aguas que van “navegando la red fluvial de las arterias/ desde la baba del bebé hasta el jugo/
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menstrual que al ritmo de la luna danza/ la gota en el pezón desborda/ la blanca leche de la gloria/ Y el alto jazminero se derrama”. (“Arquitectura”, p.23). Le sigue “El Bautismo”, un rito cuya tradición consiste en que el hijo recién nacido encarna el renovado espíritu de Dios y hace de la familia el resguardo sagrado para el más pleno desarrollo de las virtudes. Esto es así a partir de que la mano del sacerdote unge de agua bendita, abriendo la piel del niño “de par en par labio y garganta/ para el canto para el beso/ el suspiro la queja y el gemido/ desatan todo nudo destraban los cerrojos...” (“Bautismo”, p.24). En la tercera sección, homónima del título general “Sagrada familia”, la madre, el padre y los hermanos del poeta son protagónicos, pero más lo es aún el laberinto de la memoria en el que le fue preciso internarse para traer al topos textual a seres tan queridos ya ausentes de este mundo. En el primer poema de la sección, y precedido por el epígrafe de César Vallejo (“el sírvete materno…”) se lee un texto que adopta una sintaxis acicateada por guiones (a la manera de E.Dickinson) al servicio de una incursión onírica; su representación es enteramente laberíntica: es un bosque —es el bosque—estoy dentro del bosque—sueño el bosque y sueño a contratiempo que me sueña el bosque— en el origen de la luz en calma, más allá de sombra o de penumbra en la primera sílaba del canto asoma la figura de mi madre alegre. (“El sueño del bosque”, p.31).
Es muy difícil ser autobiográfico en poesía sin dejarse vencer por la emotividad inconducente. Arbeleche ha transitado en esa marea con una sostenida vigilancia que alcanza plenitud en este libro. Una posible clave de ese logro acaso radique en un austero pero efectivo desdoblamiento del yo: entre la voz que enuncia el discurso poético y el sujeto biográfico que protagoniza el universo del poema, como si mediase una distancia fictiva y a la vez entrañable para el mismo poeta desdoblado y para su convocado lector. Así lo dice Selva Casal, en la contraportada del mismo libro: Estos poemas crean su propio laberinto y de esta forma el poema va desde su creador hasta él mismo, y en ese tránsito se enriquece y ya no sabemos quién es, dónde está el poema, dónde el poeta, ni quién es el que palpita en el papel.
Una forma dramática de esa arboladura laberíntica aparece en “Oración”, texto inquietante que abre la última sección del libro, significativamente titulada “Las voces”.
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Tras dos versos que evocan aquélla referida “no-certeza” de El oficiante (“No sé si lo contaron/ No sé si lo soñé”) sigue una extensa estrofa en la que el haz y el envés de ese universo trocan su lugar. Entonces todo se entrecruza: el viento invadió la casa la muralla (...)convirtió el aire en un ovillo derribó entera la ley de gravedad volaron giraron dieron vuelta las sillas (...) todo dio vueltas adelante se vino lo de atrás y el lado del revés pasó al derecho. (“Oración”, p.79).
Se asiste a la quiebra de todo vínculo con lo sagrado, desde una sórdida desconexión que se representan en el pesebre roto (lo que pone en quiebra el símbolo de la familia sagrada), y en la imposibilidad de contacto íntimo con el plano angelical: “las Bestias Y el niño en el Pesebre se rajaron/ se hizo polvo la estampa pastoral”.// “Solo musita el Ángel de la Guarda/ cosas que escucho pero que no oigo”. En esa incomunicación con lo sagrado quedan absorbidos el afuera y el adentro, mientras en el desdoblamiento del discurso se atisban visos de locura, de soledad circular e infranqueable: “Y yo soy el que habla/ Y soy el que me escucho”. (“Oración”, p.80). Otro juego de espejos, esta vez atravesado por cierto enigma familiar ahora develado, aparece en el penúltimo poema del libro (“Refranes”) uno de los más biográficos que parece ser un núcleo semántico que irradia hacia el libro todo: Mi padre de tarde se sentaba frente al mar. Y lo miraba. Mi abuela, de joven, había cruzado el mar, de continente a continente. No supe nunca por qué se vino a América. Aquí perdió el marido. Aquí murió su hija. Nunca me pudo esbozar una sonrisa. También miraba el mar. ¿Qué miraban mi padre y la madre callada de mi padre? ¿Qué veían en el silencio de la voz del agua? Yo miro ahora el mar, igual que ellos. Y nada oigo. Pero todo entiendo. (“Refranes”, p.83).
He allí una forma del laberinto en la que el vasto espejo del mar trae algo que no es posible reproducir en forma de palabras, pero que es posible comprender al llegar aquel niño a la edad madura, la misma edad en la que antes estuvieron sus antepasados que ya no están. Es decir: el padre y la madre del padre (la abuela), que conforman un ramal de la sagrada familia, se hacen co-presentes cuando el hombre que fue aquel niño
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comprende que acaso sus mayores nada le decían porque sus palabras habrían sido tan incomprensibles para él como lo eran los sonidos del mar (de la vida) para aquellos adultos. De hecho, una de las consecuencias que puede leerse desde esta poética es paradójica: si bien se deja entrever cómo el orden textual muestra un firme manejo del mar de la lengua, el mar del tiempo de la vida, su memoria y más que nada el alcance de su comprensión cabal, se hacen cada vez más incomensurables, con la edad. En la sección V, “El noticiero”, a partir de un epígrafe de Leonardo Boff que dice: “A fin de cuentas somos hermanos y hermanas de la misma y única familia”, el sentido de “Sagrada Familia” se amplía a toda la especie humana. Los tres poemas exponen lo irónico que puede sonar esa frase en el marco de cualquier forma de guerra. Al referir al campo de exterminio de Auschwitz el subtítulo del poema reza: “excursión optativa”. Una vez dentro de aquel espacio la voz dice: “Estoy dentro de un nombre/ que no se puede pronunciar”. Es innombrable, por inhumana, la magnitud del exterminio de congéneres. El poema “Campo” alude a quienes alguna vez fueron “parecidos en algo a personas” y siendo refugiados son ahora “residuos hojarasca basural/ arena sobrante del desierto”, en clave referencial a situaciones que viven en la actualidad diversos pueblos de Oriente. Por último se personifica a una mano-madre de cinco hijas-dedos, mutilada tras la explosión de una bomba, un “episodio más de algún noticiero”, dice el verso final de “Una mano”. Si Theodor Adorno dijo que después de Auschwitz ya no se podría escribir más poesía, Arbeleche sabe que de ser así entonces el propósito de Auschwitz se estaría cumpliendo, de ahí que en otro verso responda: “contraluz del Olvido la Memoria”, una frase que bien puede ser aplicada al dilema entre esos dos conceptos que la situación histórica de nuestro país aún debate en torno al asunto no saldado de los “desaparecidos”. Estos son solo algunos de los registros en los que el laberinto multicrónico de la memoria, la imaginación, la historia y la lengua, con-fabula en La Sagrada Familia. Hay otros, pero he dejado uno de ellos para el final. El poema de la sección VI, titulada “El ciervo”, abre con un epígrafe que reza “el ciervo radiante”, siendo éste homenaje y antorcha lírica que Arbeleche recoge de la ya mencionada poeta Orfila Bardesio, recientemente fallecida en 2009. La imagen del ciervo bardesiano reverbera hasta destilar un cromatismo sensual que viene de Garcilaso de la Vega, roza el simbolismo apasionado de San Juan de la Cruz y se canaliza en una vertiente de cierto misticismo lírico que este libro también cultiva, en paralelo a lo autobiográfico hasta aquí reseñado.
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“Un ciervo de ámbar batió en oro / su brava cornamenta y nunca/ nadie decir pudo quién era”, dice la segunda estrofa de “Tránsito del Ciervo”(pp.71.72), mostrando la opacidad del símbolo cuyo misterio destila en una imagen de corte maravilloso, que oficia de síntesis lírica: “y desplegó el Silencio / su transparente albura”. Coda La voz desdoblada, la voz yuxtapuesta, el relumbre de la voz contra el olvido hacen de este libro un trayecto que parece ampararse en “los cuatro ángulos rectos de la Cruz / (...) cada uno ocupa la mitad exacta de su círculo/ porque sombra y claridad allí se entienden/ en un feliz acuerdo de balanza” (“Contracanto”, p.16). Así, en La Sagrada familia navega la memoria que evoca a los más queridos familiares ya ausentes, pero también cabe la garganta herida de la peor historia común de la especie. Si en el haz de esta escritura se explora la luz — la del mito y la del ensueño— en su envés se detenta la presencia del olvido que planea, y en cuanto puede, desgarra. Hay, como es propio al estilo de Arbeleche, “abeja de silencio” y “música en delicado vuelo”. Hay piel nueva y piel curtida, y maestría en la hondura de una belleza que no es mero brillo. Y hay, por sobre todo un conjuro vital: “quede abolida la que aquí no se nombra.” *
Jorge Arbeleche ( Uruguay 1943) Profesor de Literatura , desarrolló una destacada carrera docente culminando en la docencia en Formación Docente y en el ejercicio del cargo de Inspector Nacional de Literatura. Paralelamente cumplió asimismo una importante trayectoria literaria que incluye su labor como poeta y ensayista. Entre sus t´tulos más importantes figuran "El Bosque de las cosas", " La sagrada Familia","Ágape", todas ellas publicadas en Montevideo, "El oficiante", " El velo de los dioses", ambas publicadas en Buenos Aires, "Canto y Contracanto", publicado en Lima," 40 poesie" antología bilingüe italiano -español , publicada en Como, Italia, traducción y prólogo de Martha Canfield y Alessio Brandolini.Ha recibido los Premios Morosoli , a la trayectoria, el Bartolomé Hidalgo ( premio de la crítica) , el de ensayo de la Academia de Letras,el Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Cultura de Uruguay.Ha participado en numerosos congresos y festivales de Poesía , como ser Teherán ; N. Delhi, México, Lima, Medellín, La Habana, Paris, Salerno, entre otros muchos.Los poemas aquí presentados corresponden al,libro inédito "Parecido a la Noche " , de próxima aparición en la editorial Vitrubio , de Madrid.
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