Paola Velasco. México 1977

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Los ensayos que acompañan este libro van de la mano de una escritura nítida, minuciosa, hasta podríamos decir estricta mas no por ello rígida. Estricta porque responde a un estilo infatigable de precisión y de cuidado admirables. Alfonso Reyes, Nélida Piñón, Gilberto Owen, Francisco Tario, la reflexión sobre la literatura, el mundo, el dolor, la melancolía, el cuerpo, la medicina, el Paseo de la Reforma, las bancas de Reforma, y otros temas son los que podemos encontrar en estas veredas amplias y bien trazadas; unas llevan a otras y ciertamente –entre autores y temas literarios– podemos seguirnos para hablar del mundo y su extensión, de lo ancho y lo angosto, lo propio y lo ajeno. Paola Velasco da prueba de un libro maduro y a buen tiempo. “Como palomillas frente a la luz, damos vueltas en torno a problemas que han sido tratados hasta el cansancio pero que nos siguen perturbando, y volvemos a ellos dispuestos a estrellarnos otra vez”, así, estos ensayos perturban, plantean, semejan ir a algún sitio de donde quizá no sabíamos la posibilidad; son ensayos claros e inteligentes; centauros o palomillas los lectores podrán aventurarse –de golpe o poco a poco– por estos caminos que han sido hechos de buena forma, de buen método, de buenas exploraciones.

TAPIOCA INN: DE FANTASMAS Y OTROS HORRORES

¿Habría algo más prodigioso que un auténtico fantasma? El inglés Johnson anheló, toda su vida, ver uno; pero no lo consiguió, aunque bajó a las bóvedas de las iglesias y golpeó féretros. ¡Pobre Johnson! ¿Nunca miró las marejadas de vida humana que amaba tanto? ¿No se miró siquiera a sí mismo? […] ¿Qué otra cosa era Johnson, qué otra cosa somos nosotros? ¿Acaso no somos espíritus que han tomado un cuerpo, una apariencia, y que luego se disuelven en el aire y en invisibilidad? Thomas Carlyle, Sartor Resartus


El lugar común se empeña en afirmar que Francisco Tario es un autor oscuro, excéntrico y marginal, frecuentado sólo por unos cuantos devotos que se pasan sus textos de mano en mano, en gastadas fotocopias, en míticas ediciones inhallables; que se reúnen, como auténticos iniciados en la secta tariana, para gozar de un escritor “raro”, inaccesible a la comprensión de simples y mortales lectores. Sin duda –como casi todos los lugares comunes– éste tiene su parte de verdad. Tario, por fortuna o por desgracia (nunca se sabe), no se encuentra entre los consagrados de la literatura mexicana, y a pesar de que éste emparentado en más de un sentido con sus contemporáneos Rulfo y Arreola (he aquí otro lugar común), no goza de la difusión ni del reconocimiento de estos dos escritores. Sin embargo, lo anterior tiene menos que ver con la “rareza” de Tario que con los bizarros procesos que el mundo de las letras tiene para otorgar prestigio a un escritor. Es probable que sea el afán de celebrarlo lo que lleve a algunos críticos y estudiosos de su obra a acentuar su carácter marginal, pero creo que esta constante calificación, lejos de resultar un elogio, contribuye a que efectivamente se le separe, se le continúe relegando, hasta el punto de que posibles lectores demoren el eventual encuentro con la obra de este escritor. Se ha extendió la vaga idea de que “marginal” “raro”, “excéntrico” son invariablemente adjetivos de monta; ahora, por ejemplo, proliferan las tesis y los trabajos críticos sobre escritores de esta índole y algunos sectores de la Academia, a la caza de temas y autores que revalorar y a los cuales pueda hincarles los más recientes modelos teóricos, han encontrado en Tario una veta inexplorada en tanto se lo considera un escritor marginal, casi una curiosidad literaria. El único peligro, insisto, se halla en que de tanto recalcar –tan exagerada y, en ocasiones, tan gratuitamente– lo “excéntrico” de sus características, la obra de Tario termine en efecto en los anaqueles de los especialistas, de los sectarios, de unos cuantos investigadores y no, como sería lo deseable, en las manos de un lector. Me pregunto, en suma, si dichos adjetivos no terminarán por espantar más que


acercar a los lectores; o si la constante queja que señala, y con razón, la falta de interés de las editoriales por publicar las obras de Francisco Tario no cesaría si se les hiciese ver que imprimirlas no involucra un riesgo mayor que el que entraña la publicación de autores más populares. Mientras avanzo en la lectura de los cuentos de Tario, me detengo insistentemente a tratar de entender por qué la crítica persiste en esta clasificación, apenas pertinente a mediados del siglo XX pero de plano obsoleta a principios del XXI. Recuerdo la conocida y sin duda singularísima vida de este autor: su afición por el futbol y por el tabaco que lo llevaba a resguardar la portería sin soltar el pitillo de los labios; su decisión de raparse para ocultar la calvicie en un época en que sólo se afeitaban los presos o los enfermos mentales; su aversión a tocar metales o papel moneda, etc. Y confieso: no me resulta extraño –ni entonces ni ahora– que un escritor tuviera intereses deportivos, tampoco que se rehusara a abandonar el cigarro en un tiempo cuando se podía fumar en los cines, en los aviones, en los hospitales… Admiro y alabo que su vanidad lo hiciera preferir una honrosa pelona a un grasiento peluquín y nada de extraño encuentro en las manías personales. ¿Hemos tratado de revestir a Tario –guiados por la noble intención de encarecerlo– de un halo próximo al mito? Como si no entrañara suficiente rareza el que un hombre tenga por oficio, o pasatiempo, escribir. Como si este hecho, por sí solo, no bastase para catalogarlo de marginal. No creo, de ningún modo, que sea preciso bautizar a Tario de extravagante para acentuar la excepcionalidad de su obra. La noche del féretro y otros cuentos de la noche, primer libro publicado por Tario, apareció en 1943. Es el mismo año en que Emilio Fernández realizó Flor Silvestre y María Candelaria, películas cuya preocupación central era reflejar los problemas y contradicciones de una sociedad donde el desamparo y el destino trágico de las clases humildes y de los grupos indígenas se hacía cada vez más evidente. Es el tiempo de los muralistas, del nacionalismo, de la creación de El Colegio Nacional (gracias a un decreto del entonces presidente Manuel


Ávila Camacho), cuyo principal objetivo –según rezan sus estatutos fundacionales– era convertirse en un instrumento activo en el intento de fortalecer la conciencia nacional mexicana. En este paraje donde la mayor parte de la actividad cultural del país versaba sobre temas indigenistas, sobre la identidad del mexicano y lo mexicano, la aparición de un volumen de relatos sobre un barco que decide suicidarse, un ataúd que vomita su cadáver o un hombre que promete escribir libros que “expondrán con precisión inigualable lo grotesco de la muerte, lo execrable de la enfermedad, lo risible de la religión, lo mugroso de la familia y los nauseabundo del amor, de la piedad, del patriotismo y de cualquier otra fe o mito”, tenía por fuerza que parecer no sólo extraño, sino reprochable. Lo suficiente para preferir ahogar a su autor y al resto de sus libros en un silencioso y conveniente desinterés. Francisco Tario no cultivó los relatos sobre el campo y los conflictos de sus habitantes; si alguna vez ensayó estos temas, tal como lo hizo en “La noche del indio”, fue para mostrar la fatalidad que condena a este sector de la población del país, por más que los almidonados discursos oficiales dijeran lo contrario: la pobreza, la ignorancia y la ingenuidad de los grupos indígenas no tiene más destino que “el zopilote hediondo” que sobrevuela sus campos, sus hogares, sus cabezas. Rulfo logró hacer de sus temas – nacionales, específicos de la vida rural de México– un asunto universal. De ahí en parte, su éxito y su difusión. La creación de un mundo particular con alcances universales no es asunto menor y nos confirma por qué el jalisciense ocupa una de las cimas de la literatura mexicana. Tario, sin tocar los tópicos comunes de su tiempo, logra también crear un universo propio capaz de revelar verdades tan aterradoras como fundamentales para cualquier hombre en la Tierra. Universales y antiguas como el miedo son las historias de fantasmas. Siglos de imaginería nos han acostumbrado a pensar estas visiones como seres venidos de otro mundo, uno atroz y oscuro, próximo a la muerte o, lo que es peor, a una muerte sin descanso. Un mundo que nos repele y fascina, quizá porque muestra las penumbras que se


extienden por nuestra mente. La literatura fantástica y de terror se convierte en uno de los medios que con mayor efectividad nos permite cruzar a ese otro mundo, aunque con frecuencia el reacio espíritu cartesiano la acuse de ser una fuente de equívoco, de evadir la realidad en vez de representarla puntualmente y de retrasar el encuentro del intelecto con una verdad en apariencia mucho más trascendental. Nos son familiares los reproches que se le han hecho a la literatura fantástica: falsaria, desviada de los problemas concretos de la sociedad, tan lejos de la literatura que –como quería Stendhal– es “espejo que anda y copia la realidad”. Reproches a los que Francisco Tario replicó claramente y sin concesiones: No se burle. Los novelistas, en general, carecen de imaginación, excepto algunos ya muy leídos. La literatura realista no me interesa; me abruma. ¿Y a usted? No soy de los que admiran a un literato porque exponga con precisión algebraica la forma en que yo, mi padre, mi hijo y los hijos de mis hijos suelan llevarse un pitillo a la boca o introducirse un supositorio en el ano. Me gusta la imaginación de usted, lo confieso.

En 1952 Francisco Tario entregó al público su segundo libro de relatos titulado Tapioca Inn. Mansión para fantasmas. En él, como en muchos otros de sus textos, están presentes sus obsesiones personales, los elementos a partir de los cuales configuró una narrativa particular y distinta de lo que se venía haciendo en la literatura mexicana. Tapioca Inn es el habitáculo de apariciones, muertos, locos y pesadillas que no tienen la pretensión de causar espanto entre sus lectores. O no al menos el que se esperaría de los castillos repletos de seres malditos propios de la literatura gótica del XIX. Los fantasmas tarianos tienen poco que ver con espíritus asesinos o vengativos; los suyos son, en muchas ocasiones, fantasmas sencillos de gente sencilla, más proclives a despertar una melancólica carcajada que cualquier sensación de horror, aunque haya también en estos relatos noches lóbregas y misteriosas, casas donde se escucha al viento batirse contra los cristales y donde sus personajes son asediados por toda suerte de pesadillas y terrores.


A Tapioca Inn lo atraviesan dos hebras fundamentales, en apariencia contradictorias: el humor y la amargura. Ambos delinean el temperamento de los personajes y aparecen diseminados sugerentemente entre los relatos, otorgando un poderoso contraste que no anula el efecto de uno sobre otro, sino que lo acentúa. Una afirmación grave no se ve disminuida porque a su alrededor floten aires juguetones, al contrario, la antilogía da a los dos elementos una mayor carga de significación: “El hombre tiene un origen –el espermatozoo–; y un fin –la tumba–. Entre origen y término media lo eventual o enigmático, lo inasible.” Una de las virtudes más claramente reconocibles de la escritura de Francisco Tario es su habilidad para tratar el humor y la ironía, para producir en el lector la sensación de que asiste a una sesión de macabro humor negro, a un juego donde las situaciones y las palabras desafían al absurdo, lo mismo que a la más razonada coherencia; no es frecuente ver escritores que inviten al lector a reírse con ellos, que lo alienten a no sacralizar la página impresa ni al autor que se halla detrás y que, finalmente, lo consigan. En Tapioca Inn Tario se ríe de sí mismo, de la realidad y del lector que lo tome demasiado en serio o, lo que es igual, del lector que no sea capaz de percibir que se encuentra frente a un ejercicio lúdico de las palabras y la imaginación. Como todo artífice de la ironía, Tario requiere de lectores atentos, cómplices hábiles para reconocerla. En algunos casos el juego resulta evidente: –Quiero un piano –dijo, pestañeando nerviosamente– en el que de ser posible todas sus notas sean la. El propietario del establecimiento, hombre prematuramente envejecido, reflexionó unos segundos, hizo unos apuntes breves y, volviéndose hacia el cliente que aguardaba, repuso: –Lo siento mucho, caballero. Ya no nos quedan más que de fa.

Pero en otros más, es preciso superar el desconcierto y hacer acopio de astucia imaginativa para no acabar como los incautos reporteros afganos que, en “El terrón de azúcar”, son engatusados por una familia de timadores que han hecho creer al mundo por


generaciones enteras, que sus varones son capaces de vivir cientos de años a fuerza de dormir dieciocho horas diarias, beber limonada entre horas, abstenerse de los crustáceos y jamás leer los periódicos. En este relato, comenzamos a sospechar que Tario ríe a carcajadas a costa nuestra cuando introduce en su historia el viejo cuento popular de un hombre que, empeñado en indagar sobre la inverosímil longevidad de un anciano, lo visita en su casa y al llegar es atendido por un viejecito que bien puede rebasar los cien años. Éste le comunica con apenada cortesía que su padre, a quien el hombre busca, no puede atenderlo en ese momento, pero que si lo desea su abuelo está dispuesto a recibirlo. Cuando descubrimos el juego, la inevitable sensación de haber sido víctimas de una buena broma produce empatía con su autor, lo cual, de nuevo, tampoco es usual. Quizá esto se deba a que no hay ningún asomo de engreída pretensión en estos cuentos de Francisco Tario; tampoco rastro de ánimo ofensivo hacia sus lectores. No está tratando de tomarnos el pelo, ni de hacerlo en el mal sentido: su irreverencia no agravia ni molesta porque detrás de los cuentos de Tapioca Inn vemos a un autor que ríe y que nos invita a hacer lo propio, no a uno hermético e intolerante, empeñado en aleccionarnos sobre nuestra propia ignorancia: Transcurrieron los días –los días transcurren siempre– y la ciudad se tornó un poco más dramática. […] Leía sin mover los labios, lo cual ya es un progreso. Y al pasar las hojas suspiraba, lo que debe disculpársele.

Mas no todo resulta del gracejo, ni esto significa que en los relatos de esta mansión para fantasmas se halle sólo la levedad lúdica. Decía que por los cuentos de Tario circula también la otra cara de la moneda: una melancólica amargura que, al ser contrapeso del humor, se vuelve mucho más vasta y profunda, que nos recuerda la risa del oscuro Heráclito y la paradoja que el autor hace notar desde el inicio de su libro, en el epígrafe con que le da inicio: Soy luz, ¡ah si fuera noche!, pero estar rodeado de luz es mi soledad. Cualquiera diría,


por ejemplo, que la resurrección del pobre ministro de “Usted tiene la palabra”, por el que todos derramaron amargo llanto, provocaría, o la misma asombrada alegría que produjo el renacimiento del hombre de Betania, o un pavoroso horror. En vez de ello, al personaje de este relato se le injuria, se le exige su renuncia al día siguiente de haber resucitado y se le recrimina ser un impostor tanto en la vida como en la muerte. El lector, movido a la risa franca por el absurdo de esta historia, se detiene en seco cuando distingue el abatimiento de un hombre que “había muerto; muerto, sí, biológica y espantosamente. Lo juraba como ex ministro. La dificultad estaba en probarlo”. Los cuentos de Tapioca Inn plantean entre una ocurrencia y otra, preguntas capaces de hacer tambalear al más ecuánime: ¿si es imposible probar que se ha muerto, cómo probar que se está vivo? Ya desde “La noche de Margaret Rose”, cuento reunido en La noche, Tario expondrá la inquietud alrededor de la que se organiza su segundo volumen de relatos: “Y yo descubro, alarmado, que no soy ya sino un melancólico y horripilante fantasma.” Como todo espectro que se respete (exceptuando quizá al de Canterville, de Wilde), los de Tario ignoran que lo son; el auténtico horror, lo sabemos, no proviene de advertir una sombra espectral en medio de la madrugada, sino de descubrir que somos nosotros quienes proyectamos –o no– ese reflejo. Los fantasmas de Francisco Tario están emparentados con el Don Juan que, en el tercer acto de la obra de Zorrilla, ve pasar su propio entierro. También con aquella mujer de Aldrich que, sabedora de que todos los habitantes del mundo están muertos, escucha cómo tocan a su puerta. Personajes como Mr. Gustavo Joergensen (del cuento de Tario “Aureola o alvéolo”: “dos metros, cuatro centímetros, noruego, siete millones de glóbulos rojos”, cazafantasmas), consagran su existencia a probar la realidad de la vida sobrenatural y terminan por descubrir, con dulzura algunas veces, con violencia otras, que ellos mismos son aquello que persiguen. Acaso todo espectro se empeñe en demostrar la verdad de las apariciones para demostrar que la suya no es la existencia de una sombra vana.


Acaso se equivoque el lector que crea que las historias de fantasmas nada tienen que ver con su realidad –personal, social– y que en su lectura no arriesga más que un pasatiempo. No, Francisco Tario lo sabía bien: “Estos juegos de fantasmas no siempre son tan burdos.” Los moradores de Tapioca Inn terminan por confrontarnos con el hecho de que los fantasmas habitan nuestra memoria: fantasmas de días idos, de lugares visitados, de amores que se fueron. Imágenes ausentes transformadas en aterradoras visiones por la fuerza de su presencia; imágenes que quizá un día toquen a la puerta horrorizándonos con su proximidad; que, quizá, un día intenten asesinarnos. Quién sabe si somos también la sombra que atormenta a otro en su desvelo; fantasmas que se piensan como seres corpóreos, vivientes, inofensivos y que terminan por descubrir con la más atroz angustia – como Rómulo Pimentel en “La semana escarlata”– lo monstruoso, lo mezquino y lo ruin de su alma. En los fantasmas de Tapioca Inn está, pues, la lúgubre ironía de Francisco Tario, la que nos hace reír a carcajadas para ensimismarnos después en la escabrosa verdad de la soledad del hombre, de cuán hermosa es esta vida y cuán oscura. El prologuista de los Cuentos completos, editados en Lectorum en 2004, califica este libro de “estrafalario” y “fallido” y, una vez más, disiento. Ninguno de estos adjetivos me acomoda para definir ni a un autor ni a un libro cuya lectura resulta tan sugerente y estimulante. Me estremece imaginar cuántos lectores, guiados por los tautológicos juicios que llega a expresar la crítica literaria (una crítica que con frecuencia emite sus afirmaciones en función de un beneficio particular: mostrase como el único especialista, el adelantado, el acreditado exégeta), huyen aterrados de la obra del “excéntrico, el raro y fallido” Francisco Tario, como si se hubiesen topado –en persona– con el fantasma de Toribio, el canarito. Por otro lado, alguna calma encontraremos pensando que los lectores son más perspicaces y que difícilmente se fían de prólogos, críticas y eruditas notas si no han leído antes las obras y han elaborado su propio veredicto sobre un autor.


Me alienta, en fin, saber que los fantasmas no son (como desde luego tampoco los lectores) “cosa de cuento. Aún más: que a usted, y a usted, y a usted, y, en general, a todo el mundo, más tarde o más temprano, de un modo u otro, se les presentará alguna vez un fantasma; lo cual dicho sea de paso, no me parece de ninguna forma horripilante”.

PAOLA VELASCO NACIÓ EN 1977. AUTORA DE LAS HUELLAS DEL GATO (FETA, 2006) Y VEREDAS PARA UN CENTAURO (UAM, 2012), QUE SERÁ PRESENTADO EN LA XXXIV FERIA DEL LIBRO DE LA UNAM EN EL PALACIO DE MINERÍA EL PRÓXIMO 28 DE FEBRERO. ESTÁ INCLUIDA EN LA ANTOLOGÍA EL HACHA PUESTA EN LA RAÍZ (FETA, 2006). COLECTIVAMENTE HA PARTICIPADO EN JOSÉ EMILIO PACHECO, PERSPECTIVAS CRÍTICAS (SIGLO XXI, 2005), Y NÉLIDA PIÑÓN, PREMIO DE LITERATURA LATINOAMERICANA Y DEL CARIBE JUAN RULFO (UDG-ALFAGUARA, 2005), ENTRE OTROS.


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