EL HONOR DE LA FAMILIA El siglo XVIII se caracteriza en España por el reformismo borbónico, y la política social de los sucesivos gobiernos ilustrados se dirige a incrementar la utilidad de la población, lo que contribuirá al crecimiento económico de la nación. Esta política tropieza con la existencia de numerosos vagos y mendigos, gente sin aplicación, en todos los pueblos y ciudades, por lo que a lo largo del XVIII se promulgan varias decenas de órdenes para detenerlos y enviarlos a destinos donde sean útiles, como la tropa, sea el Ejército o la Marina, o los arsenales militares.
Las justicias, corregidores e intendentes tienen obligación de realizar relaciones detalladas de los vagos existentes en cada pueblo, villa o parroquia. Sucesivas disposiciones establecen que todas estas gentes ociosas y sobrantes, que viven distraídas, baldías y mal entretenidas sean aplicadas a aumentar la fuerza militar para ciertos destinos y evitar que haya ociosos voluntarios, expuestos a ser delincuentes y perjudiciales a la sociedad. Los que no den la talla para servir en el Ejército o en la Marina, o sean acusados de algunos delitos concretos (como desertores, ladrones o contrabandistas, por ejemplo), serán enviados a los arsenales militares1.
En Cartagena, Cádiz o El Ferrol varios miles de vagabundos cumplirán condena, por lo general de cuatro años2, en la segunda mitad del XVIII. Si en 1752 ya hay 636 vagos en el arsenal de Cartagena, 735 el de La Carraca (Cádiz) y 800 en el del Ferrol, estas cifras aumentarán con el transcurso de los años. Así, solo en un año, 1759, se detiene a 9.030 individuos vagantes y mal entretenidos, de los que 1.153 son sentenciados a los arsenales y el resto al Ejército, de modo que no es raro que en 1771 existan 1.568 vagabundos en Cartagena. Por fin, en 1817 se produce la última leva de vagabundos en España y a partir de 1835 serían los presidiaros correspondientes a la jurisdicción de la Marina, los únicos que serían destinados a los arsenales.
Las condiciones de vida de los vagos condenados a los arsenales militares eran muy duras. A la escasa alimentación se unía la falta de vestuario adecuado. En cuanto a la comida, sirva de ejemplo las raciones que se distribuían en el arsenal de La Carraca 1
A los incendiarios nos los querían ni en los bajeles ni en los arsenales, por lo que eran destinados a los
presidios africanos. Joseph Pérez, sentenciado por incendiario al penal de Cartagena en 1787, no ha podido ser enviado a otro destino donde no se corra peligro y como carece de prisión segura en que ponerlo, fue forzoso conservarlo siempre en el cepo. 2
Real Orden de 27 de enero de 1756 por la que el término de la condena para los vagos es de cuatro
años.
(Cádiz), que constaba de los siguientes alimentos: lunes, miércoles y sábados, al mediodía, habas; martes, garbanzos. Para la cena, garbanzos y arroz, y algún día, bacalao; también un poco de aceite, ajos, pimientos y sal.
Respecto a la vestimenta, los presidiaros pasaban mucho frío, sobre todo en el arsenal del Ferrol, el más gélido de los tres3. Al no renovarse el vestuario con la frecuencia debida, muchos estaban semidesnudos, por lo que no es de extrañar que una buena parte de ellos pasara a la enfermería en invierno, aquejada de enfermedades de pecho. En el arsenal de Cartagena, de clima más benigno, había 2.477 presidiarios en 1784, de los cuales 116 se hallaban hospitalizados. Los sanos se dedicaban al desempeño de diversas tareas: carpintería, calafatería, herrería, fabricación de jarcia y lona, etc., mientras que a los más jóvenes se les enseñaba uno de estos oficios si mostraban interés. De este modo, se intentaba que cuando adquirieran la libertad, encontraran un trabajo y no volvieran a las andadas4.
En tiempo de verano las penalidades son otras, de tal manera que en 1784 los presidiarios del arsenal de Cartagena elevan una queja por las incomodidades que padecen: Es tanto, Señor, el calor que es insoportable, y como se agrega la multitud de animales, pues las tres plagas de mosquitos, piojos y chinches no tienen guarismo, es comparable con el infierno el calabozo que tenemos por descanso de las fatigas del día, en los bastísimos y penosos trabajos de este arsenal.
En la mayoría de los casos las familias de los condenados intentan que se les indulte, aludiendo a su buena conducta o a la existencia de algún malentendido. En unos pocos, en cambio, padres y hermanos se avergüenzan de la conducta de su familiar y solicitan un castigo mayor o su destierro. Veamos algunos casos de ambos tipos:
María Rodríguez es una viuda pobre y de avanzada edad que vive en Lillo (Toledo), cuyo único hijo ha sido condenado al servicio de la Marina durante ocho años. Según cuenta la madre en su petición, fechada el 28 de julio de 1793, a su hijo Vicente se le acusó de haber tenido unas palabras con un señorito en las orillas del Tajo, cerca del 3
En 1804, de los 246 presidiarios del arsenal del Ferrol, 108 se encontraban en completa desnudez y
expuestos a perecer el próximo invierno si no se les provee de la competente ropa para cubrir sus carnes. 4
Antonio Bausá, natural de Palma de Mallorca, es el presidiario más joven que he encontrado. Cuando
solo tenía nueve años de edad, fue condenado por un pequeño robo a seis años de bajeles, con el destino que le permita su edad. Como embarcarlo tan joven no parecía un castigo adecuado a su edad, Su Majestad ordenó que fuera destinado al arsenal de Cartagena para que aprendiera algún oficio.
Real Sitio de Aranjuez. El señorito en cuestión resultó ser el sobrino de un criado de Su Alteza Real el Infante D. Antonio, y ahora su hijo se halla detenido en el depósito del Prado (Madrid), esperando ser enviado a su destino. La madre explica en su súplica que Vicente fue castigado sin oírle ni admitirle defensa alguna, por lo que solicita que se le remita a la Real Cárcel de la Corte hasta que sea juzgado de forma justa.
En ocasiones y a fin de conseguir el indulto como sea, madres y esposas son capaces de mentir a las autoridades, pues cuando estas hacen las averiguaciones pertinentes comprueban que los datos expuestos no son ciertos. En septiembre de 1794 Manuela García solicita el indulto de su esposo, Manuel Muñiz, acusado del delito de deserción. En su larga instancia dirigida al secretario de Marina, D. Antonio Valdés, Manuela indica que su marido fue preso injustamente y que huyó de la cárcel de su concejo natal, Carreño (Principado de Asturias), y aunque volvió a ser arrestado, escapó de nuevo. Detenido por tercera vez, el regente de la Real Audiencia de Oviedo le declaró comprendido en la Real Orden de Vagos, destinándole al servicio del Departamento Marítimo del Ferrol por ocho años. Fugado de nuevo, se presentó en la Corte, solicitando de Su Majestad se le indultase de este último delito de deserción bajo la promesa de restituirse a su correspondiente batallón de Marina. A pesar de ello, Manuel no vuelve al Ferrol, sino que se dirige a Oviedo, donde es detenido por cuarta vez. Manuela continúa manifestando en su súplica que su marido es uno de los mayores labradores del Concejo, aplicado al trabajo del campo y recogido en casa con su mujer y sus seis hijos de corta edad, por lo que implora se le permita volver a su casa bajo fianza para recuperar su salud. El secretario de Marina requiere el preceptivo informe al capitán general del Ferrol para que Su Majestad resuelva sobre la solicitud presentada, pero las noticias que le llegan difieren mucho de lo declarado, pues el tal Manuel Muñiz es hombre perjudicial e incorregible; mal vecino, peor labrador y digno de la pena a que fue sentenciado; y que lo que expone la mujer, fuera de la abundancia de hijos, es una pura ficción exagerada y desnuda de verdad.
La petición de indulto por parte de los familiares más cercanos de los presos era lo más habitual, pero, en cambio, a veces eran los padres, esposas y hermanos los que solicitaban que el castigo impuesto llevara consigo el destierro para no mancillar el honor familiar. Así, María del Rosario Ferreño eleva instancia el 12 de julio de 1786 para que su hijo Tomás, que está preso en el arsenal de Cartagena, sea enviado a Indias para evitar la afrenta a su familia. Ella es la viuda de D. Antonio de Vargas Machuca, teniente de fragata y capitán del puerto de Sevilla, y su hijo Tomás es
soldado de los Reales Batallones de Marina, donde ha tenido mala conducta y peores procederes. Ahora se halla castigado en el penal del arsenal de Cartagena, arrastrando una cadena y con la sentencia de ocho años a las galeras de remo. Una hermana del preso es religiosa y profesa en el convento de Santa María de Jesús, de Sevilla, convento de mucho señorío, y un tío suyo es religioso capuchino, confesor y predicador de un convento de Valladolid. El mal comportamiento de su hijo es un baldón para la familia y para borrar semejante deshonra pide que lo embarquen en el primer navío que salga del puerto de Cartagena para Indias, y desde allí lo metan en las de más adentro, a fin de que no tan fácilmente se pueda venir a España.
Otro caso parecido es el de D. Juan Sacristán, doctoral de la catedral de Valladolid, quien solicita en mayo de 1802 al capitán general del Ferrol que su sobrino, Cándido Sacristán, soldado de los batallones de Marina, sufra una condena más dura que la que se la había impuesto. Cándido había sido condenado a cumplir los cuatro años que le quedaban de servicio como soldado en el presidio del arsenal del Ferrol, por ser desertor reincidente y por haber vendido su vestuario. En cambio, su tío Juan solicita que temiéndose que en ese destino acabe de viciarse este joven y dé graves pesares a sus parientes honrados, se le confine por diez años en uno de los Regimientos fijos de América o Filipinas. El rey Carlos IV accede a lo solicitado y Cándido es enviado a La Coruña para que sea conducido en un buque, próximo a partir, a Buenos Aires.
En Almadén también se dio un suceso similar a principios de 1730. El agraviado en este caso es Antonio Fernández Becerra, capataz de la mina del Pozo, y el infamante, su hermano Juan, que se encuentra preso en la Real Cárcel de Forzados y Esclavos por haber robado una barrena de la mina y otros excesos. El capataz recurre a D. Miguel Gutiérrez, secretario del Tribunal de la Superintendencia General de Azogues, para que antes de que tome más cuerpo la causa y se siga a su familia el borrón, se conduzca a su costa a su hermano Juan Becerra a uno de los presidios de África por cuatro o seis años. El honor de su familia queda así a salvo, pues sería un enorme ultraje ver acudir a diario a su hermano como forzado a los trabajos mineros.
© Ángel Hernández Sobrino.