Un siglo perdido

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UN SIGLO PERDIDO A comienzos del siglo XIX, Diego de Larrañaga, un brillante alumno de la Academia de Minas, es nombrado director de las minas de Almadén, donde instaura un nuevo sistema de explotación integral de los criaderos de cinabrio mediante la fortificación de las labores con mampostería y ladrillo. Este método de explotación, conocido con el apellido de su autor, supuso un importante avance, pero las técnicas mineras evolucionaron rápidamente en dicho siglo, de modo que a mediados del mismo el sistema Larrañaga comenzó a ser puesto en entredicho. A principios del XX ya era perentorio sustituirlo por el método de relleno, que hacía innecesarias las costosas obras de fortificación, pues el mismo relleno de las labores ejercía esa función. Solo la inercia del establecimiento minero hizo que aquel no empezara a ser usado hasta 1914.

Los grandes ingenieros que se hicieron cargo de la dirección de las minas entre 1840 y principios del siglo XX no pudieron llevar a cabo la modernización del establecimiento por uno u otro motivo. Casiano de Prado solo pudo dirigir Almadén durante tres años, pues en 1844 fue restablecida la superintendencia de las minas, lo que provocó su cese. José de Monasterio fue asesinado en 1874, cuando llevaba tan solo cuatro años en Almadén como director facultativo. El tercero y último, Eusebio Oyarzábal, fue nombrado director en 1874, cesado en 1897, repuesto en 1899, y definitivamente separado de su cargo en 1904, estúpidamente sacrificado al caciquismo político y a las trapisondas electorales, según palabras de Julio Zarraluqui.

Cuando la revista Blanco y Negro publica un reportaje sobre Almadén a finales de 1904, su crónica no puede ser más desoladora:

Almadén, que debiera ser la catedral de las minas, es hoy un cascajo, no porque los filones den muestra de agotarse, sino por ser anticuado el sistema de laboreo que se emplea para su explotación, y cada día más vergonzosamente exiguo el presupuesto de gastos de tan incomparable venero de riqueza…

Arriba, en los cercos, existen algunas construcciones de traza mísera, que, vistas desde lejos, parecen desmochadas ruinas de un lugar abandonado, de una aldea muerta. Las máquinas del establecimiento


minero son semejantes a jamelgos matalones y cansinos, y marchan descaecidas como si estuvieran también atacadas del hidrargirismo profesional en una agonía perdurable…

El

acarreo

del

azogue

hasta

la

estación

de

Almadenejos se hace por medio de carretas, porque la Hacienda no ha podido todavía construir un ramal de once kilómetros que separan Almadén del ferrocarril. Con tales medios de explotación contrasta la enorme ganancia líquida que obtiene el Estado de tan mal cuidada mina, y que anualmente asciende a seis millones de pesetas.

La Hacienda Pública decidió por entonces enviar a funcionarios de su Ministerio a administrar las minas de Almadén, situación que duró hasta la creación del Consejo de Administración. Estos altos funcionarios eran los delegados de la Dirección General de Contribuciones, Impuestos y Rentas, organismo al que se había adscrito el establecimiento minero. La dirección facultativa estaba encomendada a un ingeniero de minas, dependiente del jefe del establecimiento, cuya misión principal era producir mercurio de modo conveniente para obtener el mayor beneficio en favor de la Hacienda.

Los administradores generales que mandó la Hacienda a Almadén entre 1906 y 1918 expoliaron la mina a conciencia, sin fortificar las explotaciones adecuadamente ni ejecutar labores preparatorias que aseguraran las producciones de años venideros. Los datos indican que entre 1910 y 1917 se arrancaron 96.000 toneladas de mineral y se produjeron 293.924 frascos de mercurio, de los que se vendieron 274.769. En cuanto a los datos económicos, los costes de producción en dicho periodo ascendieron a 21.142.931 pts y las ventas a 72.585.174 pts. Esta época, brillante en apariencia, dejó una funesta herencia para los años venideros, de modo que el Consejo de Administración, que empezó a funcionar en 1918, tuvo que dedicar sus primeros seis años de existencia a fortificar las labores subterráneas, a preparar nuevos macizos de mineral para explotar y a modernizar el establecimiento, que ni siquiera disponía aún de energía eléctrica ni de agua corriente.


Por otra parte estaban los Rothschild, que comercializaron el mercurio de Almadén entre 1835 y 1921, con algunas interrupciones. En 1835 el Ministerio de Hacienda, siempre falto de recursos, les concedió por primera vez la exclusiva de ventas de nuestro metal. A finales del XIX la situación financiera española había empeorado todavía más con la pérdida de las últimas colonias de su vasto imperio; así es que entre las preocupaciones monetarias del Tesoro Público y los intereses de los banqueros judíos, Almadén se quedó sin modernizar.

En 1916 se presentó en las Cortes un proyecto de ley para arrendar la explotación de la mina de Almadén, en la que seguían en auge los mismos métodos anacrónicos del siglo XIX. Por suerte, los debates realizados en las Cortes aconsejaron rechazar dicho proyecto de ley y, en cambio, acometer una profunda reorganización del establecimiento minero por parte del Estado. Así es como se creó el Consejo de Administración de las Minas de Almadén y Arrayanes, con residencia en Madrid y dependiente del Ministerio de Hacienda.

Unos decenios antes, en 1866, se contempló incluso la opción de vender las minas, aunque tampoco se llevó a cabo, a diferencia de lo que ocurrió con el yacimiento de Riotinto (Huelva). Los inversores ingleses que adquirieron esta mina de cobre, remediaron y corrigieron en pocos años los desmanes de todo orden que se cometían en su administración y obtuvieron ingentes beneficios hasta que la revirtieron al Estado español en la década de 1960, cuando había dejado de ser rentable. La mina de mercurio de Almadén continuaba siendo a principios del siglo XX la más rica del mundo y su producción y ventas anuales oscilaban entre treinta y cuarenta mil frascos. El negocio de este metal seguía siendo muy provechoso para la Hacienda, pues su precio de venta casi triplicaba el coste de producción.

El mercurio todavía era muy usado en esa época para fabricar antisépticos, amalgamas, automatismos eléctricos, espejos, barómetros y termómetros, etc., pero además estaba considerado como un metal estratégico para la industria militar, debido a que uno de sus derivados, el fulminato de mercurio, se usaba como detonante. La inestabilidad internacional, consecuencia de la Primera Guerra Mundial, hizo que su precio se duplicara en 1915, pasando de valer unas 5 pts el kilogramo a más de 10. El problema surgió cuando los costes de producción también se duplicaron como consecuencia del desgobierno de las minas. La frase pronunciada en 1916 por D. Alejandro Lerroux en el Congreso de los Diputados sostiene la afirmación


anterior: En la dirección técnica no hay capacidad; en la administración no hay probidad; en la explotación no hay celo; en la clase obrera no hay aquella satisfacción interior sin la cual no se puede producir bien.

El inicio del funcionamiento real del Consejo de Administración en Almadén coincidió aproximadamente en el tiempo con el final de la concesión de los Rothschild, pero entretanto el establecimiento minero había perdido el tren de la modernidad. El gran esfuerzo realizado a finales del XVIII bajo la administración de la Corona, con la contratación de los maestros mineros alemanes y la fundación de la Academia de Minas, había resultado baldío y el XIX se convirtió en un siglo catastrófico para Almadén. A la guerra de la Independencia y a las guerrillas carlistas hay que añadir el nulo interés de la Hacienda Pública por invertir en Almadén para mejorar sus comunicaciones,

electrificar

sus

minas

y

administrar

adecuadamente

el

establecimiento minero. El complicado sistema administrativo y contable, en el que se empleaban más de un centenar de personas, se limitaba a conocer la cantidad gastada en cada servicio, así como las toneladas de mineral extraído y los frascos producidos, sin tener en cuenta factores como inversión y amortización. Los administradores de la Hacienda miraban a corto plazo para conseguir que el beneficio fuera el mayor posible, desoyendo las recomendaciones técnicas de los ingenieros en todo aquello que no fuera objeto de aumentar la producción. A todo ello añádase el caciquismo político de la época y ya tenemos completo el siglo XIX en Almadén. Inversiones tan necesarias como preparar el yacimiento en profundidad para las futuras campañas eran rechazadas por los burócratas. Dice Rafael Cavanillas, director general de Minas, en su libro Memorias de las Minas de Almadén (año 1838), que los ingresos por la venta de azogue superaban los 32 millones de reales al año, mientras que los gastos del establecimiento minero ascendían a solo 6 millones, por lo que en aquel año se obtuvo un beneficio superior a los 16 millones.

A principios del siglo XX la situación seguía igual y es el propio director interino de las minas, quien en su informe de enero de 1904 dirigido a su superior, el director general de Contribuciones, Impuestos y Rentas, deja bien patente la avaricia de la Hacienda. Esta, por un lado, no concede en sus presupuestos anuales los suficientes recursos al establecimiento minero para colocarlo donde se merece,

dándose el caso de estar proporcionando constantes y desusados ingresos, sin que en más de treinta años haya sido posible renovar la anticuada instalación, que en conjunto se encuentra ya al extremo límite de su


potencia y utilidad, sin que en tan largo período haya pasado del 20% del valor producido lo destinado a los gastos ordinarios y más imprescindibles.

Además, el director interino se lamenta de que hay operarios del interior que no tienen ocupación cuando salen a trabajar al exterior, sea para descansar de los jornales de mina o por prescripción facultativa. Tiempo atrás, la Hacienda, cuando no había trabajo en los cercos, los enviaba a la conservación de caminos, paseos y alamedas de Almadén. Ahora, ha abolido hace ya muchos años cualquier obra de utilidad municipal o de mejora de los servicios locales,

con desprestigio de la obligación moral que toda entidad adquiere de contribuir al bienestar general en relación con los recursos que le proporciona el país en que establece una industria y de las aclaraciones de mutua

consideración

que

deben

ligar

a

los

explotadores de aquella con los habitantes del lugar.

Esta situación cambió poco a poco a medida que el Consejo comenzó a actuar en 1918, pero era tanto el retraso que todavía en 1923, cuando el ingeniero Gonzalo del Río realiza una inspección a las labores mineras, su impresión no puede ser más negativa:

El espectáculo que se presenta a la vista cuando se visitan las distintas regiones del interior, no puede ser más alarmante. Por todas partes hundim ientos antiguos o producidos modernamente…. Las galerías generales de transporte amenazando ruina, ya ocurrida en algunas ocasiones. Los arcos de cielo, cuando

existen,

completamente

cuarteados

y

descompuestos, y que, perdida su curva, se han hundido… Se ven muros quebrantados apoyados en columnas de mineral más quebrantadas todavía y que presentan un amenazante aspecto con alturas de 10 ó más metros …

© Ángel Hernández Sobrino


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