UNA VISITA A LAS MINAS DE ALMADÉN A FINALES DE 1873 En los últimos días de 1873, D. Miguel Rodríguez Ferrer, acompañado de otros expedicionarios, realizaron un viaje de estudio a las minas de Almadén, entre otros lugares de la provincia de Ciudad Real. Las cartas que fue enviando a una amiga a medida que iban realizando el recorrido, fueron publicadas en 1881, lo que nos ha permitido conocer de primera mano cómo eran Almadén y su entorno en aquella época. Los viajes de entonces eran complicados, especialmente en lo referente al medio de transporte y alojamiento. Respecto a lo primero, tartanas y carros circulaban con dificultad por los caminos, casi siempre en mal estado. En cuando al alojamiento, la falta de comodidades y, en muchos casos, de limpieza era frecuentes. Además, nuestros expedicionarios sufrieron un encuentro con una partida de facciosos, afortunadamente sin graves consecuencias1. La primera sorpresa que encontraron nuestros viajeros es que el tren que habían tomado en Ciudad Real no les trajo hasta Almadén sino hasta Almadenejos, cuya estación dista 10 kilómetros de Almadén. En palabras de Rodríguez Ferrer: «La administración española cometió la falta, si no el crimen, de que los raíles hicieran para salvarlo un paréntesis, bajo el influjo de ciertos intereses e intrigas de un miserable individualismo, y éste es el día que no se ha levantado una voz para protestar cual lo merecía este delito de lesa industria, de importancia y de decoro nacional». Menos mal que la grave falta de que el tren no llegara hasta Almadén tenía la pequeña recompensa de la cocina de la posada que se encontraba justo enfrente de la estación de ferrocarril2. Dice el expedicionario jefe al respecto: «El encontrar aquí, en Almadenejos, como huéspedes de la señora Blasa, no la manifestación de exóticos restaurantes, sino la mesa típica de nuestras antiguas posadas. La señora Blasa, al recibirnos en el estrado de su hogar y al amor de la lumbre de su monumental chimenea, no nos presentaba en su habitación otros trofeos que los culinarios de este animalito, ni eran de otra materia los arcos y festones con que adornaba el interior de la campaña de dicha chimenea, pues los jamones, y sobre todo los chorizos, formaban graderías que iban disminuyendo la necesidad de sus huéspedes».
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La tercera guerra carlista se había iniciado en 1869 y todavía en 1873 había numerosas partidas de bandoleros en nuestra provincia. 2
Nuestro buen Francisco Holgado (q.e.p.d.) hacía coincidir la posada de la Blasa con la antigua venta de la Cruz, situada a dos leguas de Almadén, citada ya en la descripción históricogeográfica de los pueblos de España ordenada por Felipe II en 1575.
Como buenos naturalistas, en su visita a Almadén disfrutaron del paisaje de la dehesa de Castilseras y en sus cuadernos de viaje apuntaron diversos comentarios sobre la geología, la fauna y la flora. Anteriormente habían recorrido la parte occidental de la llanura manchega y ahora se encontraban un paisaje más agreste con colinas y cañadas de las estribaciones septentrionales de Sierra Morena: «En todo este trayecto hasta llegar a Almadén, predominan grandes masas de cuarcita, que como resiste más que otras rocas las erosiones del tiempo, hallándose sus capas empinadas hasta la vertical, entre las que sobresale la Cerrata de Almadenejos, que ya dejábamos a la espalda y otras en la sierra de Castilseras y punto de Almadén adonde nos dirigíamos». En cuanto a la vegetación, sin duda más abundante que en la actualidad, les llamó la atención los grandes encinares, donde pastaban rebaños de ovejas y piaras de cerdos, apareciendo en las laderas de las sierras lentiscos, robles y brezos, además de quejigos, coscojas y varias especias de jaras, «alternando todo con salientes rocas, cuyas faces angulosas llaman por aquí pestañas. Sobre ellas asoma y desaparece la triscadora cabra, tan perjudicial al arbolado, y por cuya razón el fuero vizcaíno la manda matar a sus agentes, escribiendo esta sentencia: que arbolado y cabras no son posibles ». Nuestros viajeros llegaron por fin a Almadén, objetivo principal de su periplo, además de reconocer y estudiar también las fuentes de agua caliente de la Fuensanta (Pozuelo de Calatrava) y las minas de carbón de la Hornaguera (Puertollano). El pueblo de Almadén les pareció «un largo y blanco reptil que se posa sobre la cresta prolongada de una montaña, porque sus casas no tienen otra dirección a una y otra parte de sus vertientes, singularizándose mucho en extremada blancura, lo que no es extraño, por el recomendable vicio de estarlas encalando de continuo». Almadén tenía a finales de 1873 un censo de 1.600 vecinos y más de 7.000 habitantes, mientras que en los últimos años del siglo XVIII contaba con 1.429 vecinos y unos 4.800 habitantes. Así pues, era una localidad que todavía continuaba en crecimiento desde aquel lejano año 1417 en que fue declarada villa. Al día siguiente, antes de visitar las minas, lo que constituía el motivo principal de su viaje a Almadén, nuestros viajeros hicieron una breve incursión por sus alrededores3. En las afueras de Chillón observaron los afloramientos de rocas volcánicas ya descritos por el ilustre geólogo e ingeniero D. Casiano de Prado, quien fue director de las minas a 3
Esta es una opción muy recomendable, que nuestros visitantes actuales rara vez realizan por las prisas con que se hace todo en este inicio del siglo XXI. Yo sugiero siempre que antes de bajar a la mina, se vaya a la ermita de la Virgen del Castillo o al mirador de las antiguas canteras, donde hay buenas vistas panorámicas de Almadén.
principios de la década de 1840. Poco después, al entrar en el pueblo y desembocar en su plaza, nuestros expedicionarios quedaron sorprendidos «porque en ella encontramos enseguida una gran colectividad porcuna, cuyos individuos abandonan sus respectivas moradas al eco del cuerno que así los llamaba a manera de bocina». A pesar del tiempo desapacible, se acercaron también al convento franciscano situado entre ambas poblaciones para continuar el estudio de las diferentes rocas que componen el subsuelo de esta comarca. A este respecto escribe Rodríguez Ferrer: «El convento de los Franciscos, que ya es otro montón de ruinas, aunque dejando su nombre a la piedra frailesca, por lo parecido en su color al sayal de esta orden… Un tinte melancólico se extendió por mi espíritu, considerando que aquellos muros levantados un día por la fe, para contener el incienso del culto más ideal que han conocido los siglos, sin provecho alguno de la humanidad, sin la hospitalidad que antes daban al caminante por estos solitarios campos, sea hoy un abrigo de animales y de reptiles inmundos». Después de reponer fuerzas, los viajeros estaban listos para bajar a la mina, a pesar del cansancio de la gira campestre. Descendieron por el pozo maestro de San Teodoro, donde todavía había un malacate de caballerías4, hasta la planta 10, situada a unos 360 metros por debajo de superficie. En muchas minas, no solo españolas sino también de otros países europeos, existía la costumbre de rezar antes de bajar al interior, de modo que en Almadén «un antiguo y no pequeño crucifijo se nos presentó allí a su entrada, piadoso objeto al que se dirigían en un tiempo, con fe más general que hoy, las plegarias de todos estos mineros antes de franquear estas oscuras puertas, desde las que se entrega el hombre a todos los peligros de lo desconocido». Acomodados en una estrecha jaula de hierro, nuestros expedicionarios descendieron al interior a una velocidad que siempre parece elevada a los principiantes: «La rapidez, sin embargo, con que se baja a estas profundidades por pozos de extensión tan reducida, no deja de ser algo desagradable, como imponente, al que no está a ello acostumbrado». Ya en la planta 10, nuestros viajeros observaron los trabajos que se realizaban en las labores subterráneas. En primer lugar se detuvieron en las obras de fortificación, en las que la mampostería y ladrillo habían ya reemplazado a la madera, cuyo uso había esquilmado los árboles de las dehesas cercanas. El método de Larrañaga permitía el arranque de grandes masas de mineral sin peligro de hundimiento de las explotaciones: «la nueva clase de mineros-albañiles vino al fin a triunfar con las grandes obras de 4
Aunque ya existía una máquina de vapor, el viejo malacate todavía no había sido desmontado, tal vez por si se producía una avería importante en aquella máquina.
mampostería, y nadie como el desgraciado Larrañaga5 las llevó a cabo como tal sistema, sin que hasta entonces hubiera sido objeto especial de arte ni de construcción local». Otro aspecto que llamó la atención de nuestros visitantes es la abundancia de mercurio nativo, tan característico del yacimiento de Almadén y que no aparece en otros como Idria o Huancavelica: «En el suelo mismo, en donde quiera que se escarbaba con un hierro o con la mano, venía a llenar el hueco que allí se hacía, como el que quedaba en el de los barrenos de los operarios que perforaban la roca, embarazando bastante el tiempo de sus trabajos». Este mercurio nativo es el gran enemigo de los mineros de Almadén, pues con la deficiente ventilación y elevada temperatura de las labores subterráneas pasa a estado de vapor, el cual es absorbido por los pulmones de los operarios al respirar. Después de observar los trabajos de desagüe y de perforación, llegó el momento de concluir la visita, pues ya llevaban más de tres horas en el interior de la mina. Rodríguez Ferrer comprendió entonces mucho mejor la labor de los mineros de Almadén y la comparó con la de los marineros vascos: «Es el destino del trabajador de Almadén como el de marinero vasco: si a este la Providencia lo arroja desde niño con los autores de sus días a las olas encrespadas del Océano, el minero de Almadén entra en estas lóbregas minas y sus profundidades… Pues ambos seres no afrontarían cuando hombres las fatigas de sus respectivos destinos, sus males y sus peligros, si desde niños no se vinieran familiarizando con todos los accidentes que son su consecuencia. Y en vano es que los modorros presenten en su ancianidad ese temblor que los aflige y los mortifica como consecuencia de los vapores mercuriales que en estos criaderos se respiran». Ahora entendían nuestros visitantes el régimen especial de jornada en el interior de la mina, pues sus operarios solo daban ocho jornales al mes y seis horas cada jornal, «sin que sean tampoco los mismos todos los días, semanas o meses, con lo que se da lugar a que tengan otras ocupaciones agrícolas, con las que se ayudan y les son tan favorables a su higiene, cambiándose así en sus pulmones la atmósfera deletérea de las minas con la más pura de los campos». Al día siguiente, el grupo de viajeros visitó el cerco de Buitrones o, dicho de otro modo, el recinto de los hornos, donde se venían utilizando desde 1646 los de aludeles, introducidos en Almadén por D. Juan Alonso de Bustamante al modo de cómo se hacía
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Se refiere a que fue acusado de afrancesado y apartado de la dirección de las minas de Almadén. Su procedimiento judicial fue por fin resuelto favorablemente para él en septiembre de 1814, pero murió unos pocos meses después.
en Huancavelica: «Desde que principiaron a funcionar estos hornos, ya se disponía de grandes masas de minerales, entrando estos en el horno como salían de la mina, sin el escogimiento y desecho del sistema de ollas usado por los Fúcares; siendo, por lo tanto, mayor la cantidad de azogue que se produjera y colosal cuando se comparaba con el método anterior». En Buitrones aparecía un horno diferente a los de aludeles, lo que llamó la atención de nuestros expedicionarios. Se trataba de un horno del tipo Idria, introducido en Almadén por D. Diego de Larrañaga, «a cuya región se trasladó para estudiarlos y aunque no se le permitió sacar dibujo alguno, tuvo bastante ingenio, voluntad y patriotismo para suplirlo todo en su reminiscencia, ya tomando las distancias a simple vista, ya valiéndose de sus pasos para regularlas en las permanentes notas que su gran interés confió a su sola memoria». En el momento de la visita de Rodríguez Ferrer y sus compañeros había en funcionamiento dieciséis hornos de aludeles y se estaban construyendo cuatro más, y solo dos hornos de Idria: San Carlos y San Luis. Estos eran mucho mayores que aquellos, pues cada uno era capaz de cargar en cada hornada 28.750 kilogramos, mientras que un horno de aludeles solo podía tostar cada vez 11.500 kilogramos. Como es lógico, los hornos de Idria producían más azogue que los de aludeles: 35 quintales castellanos6 frente a 15, pero también el gasto de leña como combustible era el doble. Entre todos ellos eran capaces de destilar en cada campaña anual 24.000 quintales castellanos de azogue a un precio medio de unas 550 pesetas el quintal. Todo el azogue producido, excepto unos mil frascos7 anuales que se vendían a la industria nacional, se entregaban a los Rothschild para su comercialización. El mercurio era transportado por los banqueros judíos a Londres, donde se fijaba su cotización internacional. Los Rothschild intentaban así controlar el mercado mundial del mercurio, para lo que disponían de la mina de Almadén con una plantilla de unos 3.000 operarios y unas reservas de mineral que por entonces parecían inagotables, con una ley media del 5% de mercurio. Además, en 1873, ya había desaparecido la competencia de las minas californianas de mercurio, sobre todo New Almadén, pues aunque sus yacimientos tenían leyes extraordinariamente elevadas, hasta más del 30%, el volumen de mineral era escaso y sus minas se estaban agotando rápidamente.
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Un quintal castellano pesa 46 kilogramos, que es el equivalente a cuatro arrobas.
Cada frasco de hierro, en los que se envasaba el mercurio, contenía 34,5 kilogramos de metal líquido, el equivalente a tres arrobas castellanas.
Había llegado la hora de partir y en la mañana del 30 de diciembre de 1873, nuestros viajeros volvieron a Almadenejos, donde se detendrían unas horas antes de coger el tren para Puertollano. Sus minas de mercurio ya estaban clausuradas desde 1861 y desde entonces «esta población de Almadenejos dejó de existir como tal, y al entrar hoy en ella, es como si se hiciera en un pueblo desierto por la peste o por el temor de algún cercano invasor. Cerrados sus edificios y no en el mejor estado de conservación; en completa soledad sus calles; en un silencio igual sus casas; tal es el aspecto que hoy presenta, paralizados los móviles industriales que a esta población le dieron su ser; ¡que tal es el contingente destino de estas agrupaciones sociales! Su vida es como la de las plantas, que crecen pronto y con la propia violencia decaen, cuando no tienen ningún otro principio que las sostengan, y aquí sucedió así con la riqueza temporal de estas minas»8. Tras el triste recorrido por Almadenejos nuestros viajeros se dirigieron a la estación de ferrocarril, donde repondrían fuerzas en la cercana posada antes de su partida: «Pronto llegamos a nuestra casita blanca, al rústico hotel de nuestra buena Blasa, y hecho el gasto de sus chorizos festonados y de sus obligados y revueltos huevos…. Al fin nos despedimos de la Blasa, tomamos el tren y salimos para Puertollano».
©Ángel Hernández Sobrino.
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Lamentablemente hoy, siglo y medio después del cierre de sus minas, el patrimonio minero de Almadenejos continúa abandonado y ni la Junta de Comunidades ni el Ayuntamiento de Almadenejos ni la empresa pública Minas de Almadén hacen nada para remediarlo.