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DE PASO
Saca la guitarra de su estuche. Y empieza a andar, por el mismo camino de los último diecinueve años. Anda, y anda, hasta que la superficie del suelo se va ablandando, como el peso sobre sus hombros. Y así sabe que ya llego, se sienta sin cuidado alguno, sin ojear la naturaleza a su alrededor, como siempre lo hacía.
Mira al cielo y exhala, esconde sus ojos cafés, él es realmente bueno escondiendo cosas, casi tan bueno como lo es con la guitarra.
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Deja que sus dedos entonen unas suaves notas - las de siempre-. Siente las vibraciones de las cuerdas en sus dedos -como nunca-.
Después de un rato, comenzó a sentir frío -tanto por dentro como por fuera-, Y decide que es hora de irse.
El cielo ha pasado de estar hermoso a estar precioso, las aves dejaron de cantar suavemente, para cambiar a un dulce canto. Pero se detienen de pronto.
Hay una melodía mas bella que la que ellos entonan, es el leve roce unos dedos sobre una guitarra, que expresan lo que el corazón canta. Pero se detiene de pronto. Se siente observado a la distancia.
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Hay una muchacha -unos ojos verdes, chispeantes- a unos metro de distancia, mirándole con el ceño levemente fruncido ¿Qué hace ahí? ¿Hace cuanto llego? ¿Porque se ve molesta?
Los ojos cafés y los ojos verdes, se miran, se conectan por un pequeño momento. Además de que por primera vez se dirigen la palabra.
—No pises las flores. Las estás matando, son tan hermosas para que les hagas eso.
—No interrumpas mi música. La estas matando. Las notas son tan dulces para que lo hagas.
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Se retan con la mirada, por un largo tiempo. Ya no hay rosa y naranja en el firmamento, solo purpura y azul. De repente el de ojos cafés se da cuenta de que -ya no hay verde en los ojos esmeralda de la contraria sino un brillante color avellana-.
Ambos se levantaron frustrados y se va cada quien por su camino, lejos del suave campo de flores. Dan un vistazo hacia atrás y su miradas chocan, pero dejan de verse y siguen su camino.
Uno cargando su guitarra en el hombro. Mientras que ella lleva enredada entres sus dedos una flor marchita.
Al día siguiente se volvieron a encontrar- se miraron un momento en silencio, hasta que decidieron hablar.
—¿Por qué siempre vienes aquí?
—Yo vivo aquí.
El de ojos cafés lo miro confundido por algunos segundos al escuchar sus palabras.
—No es cierto, me estás mintiendo.
La de ojos de avellana le señala un casita, esta estaba casi escondida entre los árboles. En de ojos de chocolate estaba sorprendido, llevaba años yendo ahí y nunca había visto a nadie habitar esa casa.
La de ojos claros también estaba sorprendida, llevaba años sin que alguien le sostenga la mirada por tanto tiempo.
Se levantan y se van, esta vez sin mirar atrás. cada uno sigue su camino. Uno lleva una guitarra. Y ella lleva dos flores marchitas.
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Esta mañana la de ojos avellana decidió llegar más temprano, e irse de igual manera, quería admirar la bella soledad del campo de flores.
Esa tarde, el chico de la guitarra, llegó al lugar de siempre, a la misma hora de siempre. Pero decidió irse más temprano de lo habitual.
Durante la noche, el campo de flores. No había música. Ni nadie admirando la belleza de las plantas. Había un vacío en el bello campo de flores.
El viento sopla despeinando a los muchachos. Sin embargo ambos siguen en lo suyo.
—¿Porque vienes aquí? —¿Porque vienes tú aquí? —Solo estoy de paso.
El guitarrista se siente ¿Aliviado? Mejor sigue en lo suyo. Mientras que la muchacha se queda allí, recostada, mirando las nubes. Oyendo la música, entrando en una especie de trance, mientras estaba frotando la yema del pulgar en un pétalo marchito.
El de ojos cafés se percata de que sin darse cuenta, estaba tocando para ella, le estaba dando un concierto. Nunca había tocado para alguien que no fuera el mismo. Aun así, intimidado por ese sentimiento, sigue con el delicado murmullo de sus dedos contra las cuerdas.
Es un nuevo día. Esta vez la de ojos avellana se sienta justo al lado del otro, y se queda ahí con pétalos marchitos en la mano, con la cabeza elevada mirando al cielo.
Esta vez, al de ojos cafés no le incomoda tanto su presencia. Así que decide mirarla de cerca, de lejos ya lo había hecho muchas veces.
Tiene rasgos muy finos, las cejas largas, lunares en el cuello, labios muy delgados y sus ojos avellana, son tan claros como la miel, tan bonitos como la música.
Comienza a pellizcar las cuerdas de su guitarra, produciendo arpegios.
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Di mi sol mi do, sol si re si sol.
—Me llamo Manuel. —Dijo casi cantando, medio hipnotizado por la guitarra y su voz en si, suena como arpegios. Su voz es como música.
—Yo soy Rubí, un placer Manuel. Es solo un murmullo, pero un placer es oírle. Oírle, es como ver a una hermosa rosa florecer.
Esta tarde, Manuel no había llegado. Rubí estaba tumbada, sus ojos de avellana estaban clavados en las nubes, su mente puesta en la ausencia de su compañero de tardes. Minutos después le vio llegar, con el cabello levemente alborotado y las mejillas levemente sonrojadas, probablemente por el ejercicio. Manuel se tumbó a su lado, sin cuidado alguno.
—¿Manuel? —¿Si? —Deja de aplastar las flores.
Un día nuevo, ha comenzado ha llover un poco, pero no se han ido. Están bajo un árbol tan grande, que ninguna gota de lluvia logra abrirse paso hasta ellos. Ninguna persona, tampoco.
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Las melodías de Manuel resuenan en los oído de Rubí. Se siente como en una nube.
—Estas solo de paso, me dijiste aquella vez. La de ojos avellana solo susurró un sí.
—¿Qué significa de paso? —Que hoy estoy, a lo mejor mañana no.
Se hizo un profundo silencio. Lo que hizo Rubí dejo al guitarrista sin palabras. Arrancó una flor, esta lentamente empezó a marchitarse, mientras ambos la miran hipnotizados.
—Soy como esta flor, de un momento a otro ya no voy a estar ¿entiendes?
Manuel lo mira, entre confundido y asustado, a lo que el guitarrista responde:
—Yo también soy como esa flor, porque no puedo vivir si no estoy donde pertenezco.
—Tú no vez las flores de la misma manera que yo. —Dijo ella, mientras negaba con la cabeza.
Ya era tarde y había dejado de llover. La castaña de ojos avellana se levantó. Pero una voz grave le detiene:
Quédate, por favor.
Y aunque él no lo sepa, esa palabra lleva más impresas detrás. Quédate, quédate siempre conmigo, aquí.
Pero el morocho se sorprendió, cuando la castaña no se queda, sino que lo suspira, lo mira y le hace un gesto con la mano que Manuel no logró entender y fue en dirección a su casa. Así que él también inconscientemente, suspira, alzó su amada guitarra y vuelve a su solitaria casa.
—¿Porqué te fuiste ayer? —Dice Rubí molesta. —¿Qué? —Suena Manuel confundido. —Te hice un ademán con la mano para que me esperaras. Estaba trayendo una manta. —¿Para qué? —Para quedarnos aquí más rato.
Rubí está mirando al suelo, avergonzado. Manuel la mira con la más bonita media sonrisa del mundo. O al menos lo es para Rubí.
Ese gesto basta para que la de ojos avellana saque una manta de atrás suyo. Y los ojos cafés del otro se iluminen aún más -¿es eso posible?-. La tienden sobre el césped, con sumo cuidado de no aplastar ninguna flor, se tienden ellos ahí, viendo las estrellas.
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Y ven una estrella fugaz, pero en vez de pedir un deseo, se miran a sus colorido y brillantes ojos, donde volvía a surgir esa conexión.
—Los deseos no se dicen en voz alta. —No dije nada. Ambos sueltan un par de risas. —Lo dijiste con los ojos.
Ambos se quedaron dormidos, a una distancia respetable. Amanecieron en el bello campo de flores, a una distancia menos respetable, pero más agradable. Y abrazados como koalas, se dieron cuenta de que así se debe sentir dormir sobre una nube.
Llegó el otoño, las hojas están quebrándose bajo su tacto. Pero esto no parece molestar a Rubí.
—No importa que aplastes las flores si ya están marchitas, muertas. —Dice Rubí.
Manuel al no entender mucho a la castaña, decide cambiar el tema de conversación.
—Te tengo una sorpresa.
Deja la guitarra en el suelo y saca unos pequeños tambores de un bolso que traía en la mano.
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Rubí los toma con cuidado y los toca tímidamente, produciendo un sonido sordo. Manuel ríe y Rubí también. Se siente bien reír con las hojas crujiendo al roce de sus manos.
Y Rubí comienza a tocar, desinhibido, a lo que Manuel lo acompaña con la guitarra, están haciendo música juntos. Están sacando melodías juntos. Sus sonrisas son tan grandes que duelen sus mejillas.
Y cuando ambos se detienen, estallan en carcajadas. Y sus risas juntas, suenan aun más bellas que la música.
—Me gusta el ritmo que haces. —Dice Manuel. —Yo no sé de música. —Dice Rubí con una tímida voz.
El chico niega con la cabeza, toma la mano de la hermosa chica y la coloca en su pecho, justo sobre su corazón.
—Me refiero a este ritmo.
Rubí siente los latidos acelerados del de ojos de chocolate, bajo la palma de su mano. Y se siente orgullosa porque siente que son suyos. De repente lo abraza, para que estén lo mas cerca posible, y el chico pueda sentir su corazón también, casi clavándole las costillas.
Manuel se aleja un poco, sonriente, radiante, para después darle un beso, este fue correspondido por Rubí, ellos se sienten bien, completos.
—Quédate siempre. —Dice Manuel sobre sus labios. Rubí se separa de repente y le mira seria, ladeando la cabeza.
—¿Por qué estas aquí? —Ya te he dicho estoy de paso.
Al oír esto, Manuel no sintió alivio como la última vez que lo pregunto.
— ¿Por qué estas aquí? —Estoy de paso. —No. Hace mucho me dices eso, pero sigues aquí. ¿Por qué estas aquí? —Porque cuando estoy aquí, me dan ganas de no irme nunca más. —Ya te has puesto melosa. —Dice Manuel sonriente. —Es tu culpa. —Contesta una castaña enamorada, golpeándole el hombro juguetónamente.
Y rieron, pero ambos entendieron el doble sentido de las palabras. El mensaje entre líneas. Es tu culpa. Si sigo
aquí es por ti.
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Ha comenzado el invierno. Las flores están comenzando a cubrirse de finas capas de nieve. Para Manuel, es un bonito escenario. Para Rubí, es agobiante ver a las flores desaparecer lentamente. Se agacha y rasca la nieve que hay alrededor de la última rosa que se puede ver.
—Eres como el principito. —¿Qué? —El principito, salvando y cuidando a su rosa. —No sé de que hablas
Al día siguiente, Manuel trae consigo un libro, con las hojas amarillas y un dibujo de un muchachito, con un traje de príncipe.
—Este es tú. —Dice señalándolo.
Y así, recostada en el regazo del chico de ojos cafés, Rubí escucha encantada la historia de un niño que viaja por mundos distintos, con su risa melodiosa, inocente y pensando en su rosa, y aunque Manuel no lo sepa. Él es su rosa.
La primavera ha llegado y con ella las flores -y los recuerdos- , porque el campo estaba justo como cuando se conocieron.
Aunque no todo es igual, Manuel ya no aplasta las bellas flores. Rubí ya no acuna pétalos marchitos entre sus delicadas manos.
Manuel se sienta cuidadosamente sobre la manta, y Rubí siempre lleva los tamborcillos, ahora hacen música juntos y duermen sobre el césped cada vez que pueden. Todo esta bien, todo es felicidad entre flores y arpegios. Hasta que llega ese día.
—Me voy, ¿Vendrás conmigo? —No
Al día siguiente Rubí no esta, y al otro día tampoco, ni el que le sigue. La música no suena tan bien saliendo de la guitarra de Manuel. Mientras no ve a Rubí no canta. Pero se refugia en esas dunas de yerba verde, siente el aroma de las flores y la extraña. El no quería separarse de su campo de flores. Se siente vacío sin el hermoso brillo que habitaba en aquellos ojos avellana.
Aun así, ese campo e ha sido su refugio desde siempre, por eso se queda allí, día y noche, solo con su guitarra.
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Se acerca el verano y hace calor, al menos eso ve Manuel porque no lo siente. Desde aquel día, seguía acudiendo a la sombra del mismo cedro. No existe árbol más bonito que ese, ni memorias más bonitas que los vals bailados bajo su sombra o las mantas arrugadas bajo su abrigo.
Pero sin Rubí, de sentía hueco. Aun así, Manuel se levantó, y comenzó a caminar, viendo a los niños jugar y comer helados en la plaza. Siguió caminando hasta llegar aun sitio que nadie habitaba, solo él y antes un par de ojos avellana.
Por primera vez en días, vuelve a tomar su guitarra y toca, recordando aquellos ojos que inicialmente los veían malhumoradamente -era recíproco-. Y después juguetonamente dándole pequeños golpes en el hombro -mutuo también-. Burlonamente contándoles chistes malos -que tenían su gracia- .Plenamente durmiéndose en sus piernas. Y después cálidamente con cariño, muchísimo cariño - esto no solo era reciproco. esto se lo devolvía al doble-. Y lo esperaría, porque nadie jamás lo vería de esa manera, nadie que no fuera ella.
Veía los atardeceres, después de todo, había aprendido a apreciarlos “¿Sabes?, Cuando uno esta demasiado triste, desea ver las puestas de sol”. Decía el principito.
No había entendido esa frase, cuando la leyó en voz alta tantas veces con Rubí en su regazo y sus ojos un poco más oscuros de los normal, y él con la mirada perdida y los dedos enredados en la maraña de su pelo castaño. Leyéndole con su voz grave y su acento andaluz, con voz de enamorado. No la entendió bien , hasta que la sintió, hasta que vio ese atardecer solo.
Y se le antojó ver 43 puestas de sol o vivir en Mercurio para poder ver ocultarse al sol dos veces al día. Vio que anochecía, debía volver a casa.
Sin embargo, esta noche no se va a casa, solo duerme bajo un árbol -uno muy diferente y lejos del cedro- pensando el los ojos avellana que andaban lejos de él, visitando otros mundos, dejándolo en el paisaje que él no puede dejar, porque su avión se averió ahí y no tiene remedio, tal y como el principito.
Los pájaros cantan, el sol se cuela por las hojas de los árboles. Hay una chica recostada sobre el pecho del joven. El de ojos grandes cafés despierta primero y ve aquella figura abrazada a él. Está confundido, así que enreda sus dedos en su cabello, se siente tan real, pero no sabe aun si esta soñando, así que por si acaso cierra los ojos de nuevo.
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La chica de alargados ojos avellana despierta después, y se queda ahí observando la sombra sus largas pestañas y su cabello tan negro como la noche. Se acurruca más sobre él, bajo la manta que trajo de su casa, y vuelve a dormir, porque tiene todo el tiempo del mundo, porque se ha quedado en ese recóndito sitio, en esa suave vereda, para asegurarse de que su rosa este bien.
El de ojos cafés despierta a la castaña, mientras la ve revolverse bajo la manta, a su lado, vuelven los recuerdos de aquel día.
Porque todo estaba bien, se estaba tan bien ahí sentados, viendo las hojas caer, oyendo los suaves arpegios, sintiendo el viento contra el rostro.
—Me voy. —Si acabas de llegar. —No Manuel, me voy de aquí.
Y lo entendió por primera vez, estaba de paso
—¿Vendrás conmigo? —No —¿Nunca te iras de aquí? —No
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—¿Es por el campo?, podemos conseguir una casa igual a la tuya, una vereda idéntica,plantaríamos muchas flores igual o mejores que estas, muchísimas, y podremos tumbarnos a ver las estrellas, pero ven conmigo. —No sera las mismas flores, ni las mismas estrellas, Rubí. —¿Me vas a esperar? —Si. —¿En verdad no quieres? —No importa.
Y la dejó ir, porque se dio cuenta que no la entendía, él pensó que lo hacia, y la única razón por la que la dejo entrar en su vida fue porque creyó que ambos, estaban atados al mismo lugar. Que el color avellana de sus ojos brillaba así al ver los hermosos rayos de sol que había en la verde vereda -lo que no sabía es que brillaban así al verlo a él-. Así que se acercó, beso su frente, sus párpados, sus labios, le entrego el alma con los ojos, tomó su guitarra y se fue por donde vino y nadie lo detuvo.
Había una vez un muchacha que vivía agobiada, encerrada en su casa, con los ojos opacos. Se pasaba las mañanas mirando las rosas que plantaba en su jardín florecer, para en la tarde ver a su tía, esa mujer encarga-
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da de cuidarla, aplastaba los retoños de las flores. Y al verla irse, tomaba las flores marchitas entre sus manos y guardaba los pétalos marchitos en un tarro de cristal, para que la menos tuviesen un digno final.
—Quisiera vivir en el centro de Madrid. —Pues viviremos en esta casucha que te dejaron tus padres por un buen tiempo. Así que sal ya de ese cuarto, que algún día no estaré yo, y tienes que conocer gente, socializar, te la pasas encerrada. —Dijo cierto día la aplasta flores que se hacía llamar tía. Salió por la puerta muy maquillada quien sabe a donde, aplastando decenas de flores a su paso.
Ella salio unos minutos después, malhumorada, agobiada, sin saber que estaba a punto de conocer a la flor más bonita del jardín, la música más bonita y las pupilas más bonitas.
—No pises las flores. Las estas matando, son tan hermosas para que les hagas eso.
—No interrumpas mi música. La estas matando. Las notas son tan dulces para que lo hagas. Y se fue, hecha una furia.
—¿Porque siempre vienes aquí? —¿Porque siempre vienes tú aquí?
En verdad, con sus dedos en la guitarra y todas esas flores al rededor pensó que debía ser un ángel. Un ángel con un genio del demonio y antisocial igual que ella.
Y terminaron yendo diario, a la misma hora para encontrase sin siquiera notarlo, no supo desde cuando sus ojos brillaban color avellana y no marrón opaco.
Cierta tarde, antes de salir, la jala su tía del brazo con un poco de fuerza.
—¿A donde sales todos los días y noches? —Con Manuel. —¿Quién es Manuel? —Mi Manuel. —Ambas tenían el ceño fruncido. —Nos vamos de aquí. —¿Qué? —A Madrid, a ver si así consigues trabajo. Tal vez en una florería y te mantienes tu sola. Lo que tanto me llorabas siempre.
Pero ya no quiere alejarse de esa vereda, había echado raíces, y usualmente ella, solo iba de paso, porque la mayor parte del tiempo solo quería marchitarse como una flor. Siempre había querido largarse de esa vereda triste y tener un carrito lleno de flores, para vender en las plazas. Quería quedarse ahí el tiempo necesario, solo de paso, hasta que lo conoció.
Así que corre a buscarlo y suelta la pregunta, siendo directa y sin decir razones.
—Me voy, ¿Vendrás conmigo? —No
Y la deja irse, no porque no le importe, sino que lo conoce mejor que nadie y entiende cuan aferrado esta a ese lugar. Una vez le había dicho que no puede vivir, si no está donde pertenece y ella quiere que viva, así que lo deja en su lugar.
Pero no se ha puesto a pensar que donde pertenece es con él, que pertenecen el uno con el otro. Le dice a su tía que la deje, que no se ira de ahí, a ella no le importa y sigue haciendo las maletas.
A la mañana siguiente no hay nadie más que su sombra en casa, ni una manzana en el aparador, ni una nota de despedida, ni un centavo, solo sus pobres y simples pertenencias y muchas flores aplastadas afuera en el patio.
Se queda varios días encerrada en casa, solo viendo al guitarrista por la ventana pensando que de seguro no la extrañara. Pero Manuel no sabe que Rubí no se ha ido. Y Rubí no sabe Manuel la extraña como los mismísimos diablos.
Por eso vuelve, y lo encuentra dormido llamándole en sus sueños, bajo un árbol desconocido, así que va por una manta -la misma de siempre, peluda y con dibujos de ovejitas-, los cubre a ambos, para después recostarse sobre él y mirar las estrellas.
—No serán las mismas las flores, ni las mismas estrellas, Rubí.
Estas sus flores, sus estrellas, no hay razones ni motivos para huir, no de él, ni de su vereda.
Manuel la veía sonreírle, acurrucarse en él, sentía sus latidos como un tamborcito en su pecho, no podía creerlo. Se le nublaba la vista mientras sonreía, viendo los kilómetros y kilómetros de verde, que se reflejaban en sus entreabiertos ojos.
Volvió, estaba allí, porque ella, con sus ojos avellana, le preguntó si la esperaría. Y él con sus ojos cafés , dijo que si. Estaban juntos, como debía de ser.
—Volviste. —Dice con los ojos cristalizados y su voz suena ahogada. —Me esperaste. —Suspiro ella, y su voz suena más enamorada que nunca.
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Sus semblantes son un poema, no dejan de mirarse, con miedo a desaparecer, con miedo a despertar y que todo esto haya sido un sueño. Un sueño más. Porque a pesar de las ojeras, los surcos de lágrimas en sus mejillas, el pelo alborotado y los labios rotos. Rubí juraría que nunca había visto tan radiante a Manuel. Y supo que nadie, jamás, estaría tan feliz de verlo con ella.
Hay gente que dice que el amor , se cambia por otro amor o por otra vida, pero eso para ellos es imposible. Porque el uno para el otro, eran a la misma vez y en la misma medida, su amor y su vida.
Era difícil de entender como alguien tan lleno de luz, vivía en un lugar tan oscuro, era simplemente inexplicable para él.
—Ven a vivir conmigo. —Suplico la castaña. —No cabe tanto amor es una casa tan pequeña. —Contestaba risueño, mientras miraba esa casita escondida en la vereda.
De todas maneras lo haría cualquier cosa por su princesa. Habitaría aquella morada tan solitaria y vacía, así como una vez hizo él en su corazón.
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Y la llenaron de flores, flores azules en la ventana, amarillas en la cocina y rojas en el patio. Sacaron el polvo, limpiaron los muebles y abrieron las ventanas, incluso consiguieron una gata de pelo negro -como Manuel- y también un gato con los ojos avellana -como Rubí-. Y poco a poco, Manuel trajo su ropa, sus mantas. su comida, su guitarra, sus tambores, su lira y sus libros.
Rubí usó las sudaderas de Manuel en pleno verano, por puro capricho. Por las noches tapó a ambos con sus mantas, aunque amanecieran sin ellas. Compartieron la comida, aunque era poca. Releyeron el libro de aquel principito una y otra vez, hasta sabérselo de memoria. Incluso hicieron música juntos, como antaño.
La esencia del amor, no consiste en dar mucho hasta quedar sin nada, esta estaba en aquel acuerdo equitativo, que se pronunciaban tumbados en un lecho de flores.
—Yo te doy todo lo que tengo, es muy poco pero te doy todo. — En esas palabras de Manuel, estaba la esencia, cuando salían de su boca.
—Yo no lo necesito todo, solo a ti. — También estaba en las de Rubí, cuando admitía sus sentimientos.
La melodías sonaba en doble de hermosas, los labios de ambos sabían el doble de dulces, y las estrellas no se ocultaban , ni siquiera de día.
Pero lo que pasa cuando vuelas muy alto, es que todo lo que esta abajo se vuelve muy pequeño. Y no pensaron, cegados por el verano que en algún momento llegaría el frío invierno.
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La materia no se crea, ni se destruye, sólo se transforma.
Así como Manuel dejó de ser malhumorado, y ahora llora de la risa haciendo le cosquillas a esa linda muchachita.
Así como Rubí dejo de ser una niña encerrada, y ahora busca excusas a cada minuto para salir tomada de la mano de su morocho.
Así como el corazón de uno se convierte en un pajarito revoltoso que amenaza con salirse de su pecho al sentir el toque del otro.
Así como los ojos del guitarrista se pueden convertir en ríos cascadas y lagunas ante recuerdos tristes, pero también se pueden convertir en sol, luna y estrellas, ante la cálida voz de la castaña.
Así como la punta de sus dedos, se pueden transformar en fuego al contacto con la piel del otro.
Justo así como la piel se convierte en cactus, al erizarse por la respiración del contrario.
Así como la melancolía se convierte en alas, cuando tienes algo o alguien que te hace volar.
Así como deja de ser la vereda, para ser su vereda, de los dos -aunque son como uno solo-.
Así se transformas las flores, en ramos marchitos, y la suavidad en un efímero crujir. Los árboles ya no son verdes sino amarillos.
Así como Rubí ya no le llama Manuel, sino cariño. Y Manuel, ya no pregunta porque esta aquí, porque sabe que es por ella y que se va a quedar siempre.
Así se va la primavera, y se evaporan las pesadillas, se escabullen los ceños fruncidos como arena entre los dedos. Ya no queda el sabor amargo del recuerdo de cuando estaban separados. Solo hay mariposas, mucho viento y nubes con forma de flor.
Es importante mencionar todo esto porque han cambiado. Se han transformado el uno al otro, y no ha sido nada fácil. Les ha tomado dos primaveras, tal vez tres, ya han perdido la cuenta. Además llego el otoño.
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El centro de la ciudad, tan bullicioso. nublado. desinhibido. No era lo que a Manuel le gustaba, ni a lo que Rubí estaba acostumbrada. En el centro de la plaza, una orquesta entonada un valse romantique de Debussy.
En el centro de la plaza, el pelinegro dejaba cuidadosamente su guitarra en el suelo mientras se acercaba a la muchachita casi rubia.
—¿Porque no tocas junto a la orquesta? —Preguntaba la chica de labios rojizos, mirándole con curiosidad.
El guitarrista metió mus manos en los bolsillos, sacando un cadáver de flor, porque había adquirido esa costumbre de su princesa. Se la ofreció sonriente, radiante.
—Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja, he aquí la rosa más roja del mundo, esta noche la prenderás cera de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuanto te quiero.
Rubí sonrío porque Manuel esta citando a su poeta favorito, pero se inquieto recordando el cuento del que salía el fragmento. Aun así, bailaron, las manos de Rubí en su cuello, balanceándose de un lado a otro, hipnotizado en aquellos músicos que interpretan
aquella hermosa melodía. Pensando en que aunque hermosa y afinada no era tan perfecta como la que hacían ellos dos juntos. En que, entre montones de violinistas, piccolistas, percusionista y demás músicos, el único que producía música en ella. era Manuel.
Y mientras tanto, Manuel, con los brazos alrededor de sus cintura, palpaba disimuladamente sus costillas, la sentía muy delgada, muy frágil, podía divisar sus clavículas del cuello de su blusa.
Y ahí, viendo la ciudad, recordó aquellos tiempos que salía por las mañanas de la solitaria casa que alquilaba, a tocar en la plaza para ganar algunas monedas para poder subsistir, y por las tardes ir a la vereda, para poder sobrevivir, existir. Y pensó, sintiendo aquel alto, pero frágil cuerpecillo pegado al suyo, que era hora de volver a trabajar, porque él no era el único que debía subsistir. Porque a base de amor y mimos, por más que quiera no se sobrevive.
—Te conseguiré otra gata Rubí, igual de bonita, con los bigotes blancos...—Decía Manuel preocupado
—¿Para que se muera de hambre, igual que Raspberry?— Negaba la castaña, llorando de enojo y tristeza.
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Acunaba el cuerpecito de aquel animal, antes se escapaba de sus brazos cada vez que la alzaba, y ahora reposaba inerte.
—Ya ni siquiera podemos mantenernos nosotros, es solo cuestión de tiempo y... —Manuel la interrumpió.
—Shhh... saldremos de esto, tranquilo, ven, vamos a enterrarla. —Susurraba, entrelazando sus manos, echándole andar al gran roble que tantas veces los había acobijado.
—Rasp... mi Raspy...— Susurraba la muchacha de los aguados ojos avellana.
Hicieron un hueco enorme en la tierra, de modo que cupiera también el amor por su gatita. La cubrieron de tierra, la sepultaron profundo, tan profundo, que pudiera estar cerca de las raíces del árbol, y lo sellaron con unas cuantas lágrimas.
Rubí trajo claveles -sus favoritos- y los plantó encima. Manuel entonó melodías -las favoritas de Rubí- y dejo que llovieran sobre la tumba.
Mientras tanto, un gato peludo y rubio al que llamaban Wilson, corría por la casa y el campo de flores, buscando aquella bolita de pelos negra.
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Saca la guitarra de su estuche, y empieza a andar -por el mismo camino de los últimos veintiún años-. Cuando llega a su destino, extiende un manta y se sienta en el suelo a entonar melodías. La gente pasa y lo ve, no escuchan la música, pero no sienten los compases. No se dignan a regalarle una mirada a darle una sola moneda.
Quiere gritarles que Rubí esta tan flaca que se le van las costillas. Contarles que entra el invierno y sus frazadas están llenas de agujeros, sollozar porque Wilson no para de maullar lloriqueando por comida, suplicarles que miren sus ojeras negras y escuchen como ruge su estomago. Pero nadie lo hace.
Piensa en los ojos avellana de su princesa, en sus manitas temblorosas. Se lleva las manos a las clavículas, siente los hueso sobresaliendo más de lo usual. Tiene que hacer algo, no por él mismo, sino por la muchacha que probablemente está en este momento acariciando los pétalos de una flor, con el ahora delgadísimo gato amarillo acostado en su regazo. Y entonces como última solución Manuel vende su guitarra.
Entonces llegó el día en que Manuel no podía levantarse de la cama. La noche en la que los abrazos de Rubí no bastaban para calmar sus escalofríos. Abrían la puerta y como remolinos de nieve se mezclaban con los suspiros del amor, y el resultado eran sonrisas huecas. Esa misma tarde que el guitarrista luchaba por reunir energías para buscar de que vivir, sin lograrlo, una castaña trasladaba las poquitas flores que le quedaban a macetitas recién compradas.
Mientras que Manuel dormía y deliraba por la fiebre, Rubí se cubría con su delgadas ropas, y salía a ofrecer sus flores, a quien, en medio de la nieve, las quisiera comprar.
—Por favor, necesito que me compre esta rosa, para salvar otra rosa. —Suplicaba a los transeúntes.
Pero su voz tan dulce, no sonaba como música para todos eso desconocidos, solo para Manuel. Nadie entendía porque alguien vendería una flor para salvar a otra, nadie sabía de su rosa.
Esa misma noche, con sus brazos enredados en el tembloroso cuerpo de su amor, Rubí pensaba porque era tan difícil para los demás, entender lo importante que era su rosa.
El amor duele más cuando sientes que el algún momento, no vas a tener en donde depositarlo. Cuando sientes el miedo de perder a alguien, el cariño se resbala por las cuencas de los ojos al mirarle, se palpa en los dedos al tocarle, cuando sientes este miedo, no sabes is deberías estar sonriendo porque aún lo tienes, o llorar porque pronto dejara de ser así.
Tal vez, nunca debió de decirle su nombre en aquel campo de flores, nunca debió besarle con los ojos cerrados, nunca debió contarle historias para dormir. nunca caminar con él bajo la lluvia y pisar los charquitos en el suelo,nunca debió medir sus respiraciones mientras dormía.
Y así, nunca sabría lo lindo que suena cuando él pronuncia su nombre, nunca hubieran visto el amanecer juntos, nunca hubiera podido verlo detrás de sus parpados al sentir sus labios, nunca causaría que el otro oyera su voz en sueños y lo llamara entre bostezos, nunca pensaría en él al ver la lluvia caer.
No se daría cuenta de que, está exhalando menos veces de lo normal por minuto.
Tal vez, si nunca se hubieran conocido, no estarían al borde del abismo, si nunca le hubiera dicho que lo amaba, que era su rosa, Manuel nunca hubiera vendido su guitarra, y estaría entonando melodías, y no tumbado
respirando agitado en una cama. Tal vez, amarlo no fue más que matarlo, ya no podía hacer nada.
Manuel abrió sus ojos, es difícil, porque están pegados por las silenciosas lágrimas, cual si fueran pegamento. Encuentra a Rubí en una esquinita de la casa, con flores marchitas en la mano.
—¿Me explicaras por fin que significa cargar pétalos marchitos en tus manos? —Significa que hasta la flor más preciosa se seca, hasta la rosa más roja perece.
¿Como explicar el tormento interno, ese remolino de sentimientos que corren por sus venas, impotente, ver cómo alguien exhala la vida?. Ira, tristeza abrumadora, desconcierto y desesperación, pero tiene que escoger un único sentimiento que se apodere de sus sentidos en ese momento. No puede con tanto, el corazón es monocromo. Y decide que va dejarse inundar de amor, ya después le hará paso al vacío, al absoluto silencio.
Tiene el impulso de darle a Manuel su guitarra, que hagan música juntos por última vez, pero el instrumento ya no está.
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El pelinegro le mira, atesorando cada una de sus facciones en su mente y grabarlas en su corazón.
—Si voy al cielo, le contare a los ángeles que te le les haz escapado.
Y Rubí ríe melancólicamente, enredando sus dedos en el cabello color carbón del contrario.
—Si vas al cielo, saluda por mi a todas las flores que encuentres. —¿Hay flores en el cielo? —A donde sea que tu vayas las hay. ¿Acaso no lo haz notado? —La castaña sigue riendo suavecito. Es imposible saber cual es la última palabra que se le oirá decir. —Te adoro. —Es inevitable que las lágrimas aparezcan. —Te adoro también, se supone que yo era el que estaba solo de paso, no tu. Se supone que tu nunca te irías de esta vereda. —Se invirtieron los papeles. Rubí, tienes que ir al centro de la ciudad y conseguir un lugar donde vivir bien, prométeme que lo harás, pero la castaña negó suavemente.
—Rubí... —Esta es mi vereda y de aquí no me voy.
Entonces Manuel tuvo la necesidad de gritar, de arrancarle veintiséis pétalos a veintiséis margaritas. No podía irse de este mundo, si su princesa iba a quedarse desamparada. Unió todas sus energías y fuerzas, para resistir su inexorable fin. Pero ya era demasiado tarde, ya podía escuchar la melodía del otro lado.
Cerró los ojos, y sintió el tacto delicado de Rubí en su rostro, sus labio, cual si de pétalos de rosa se tratasen, dejando besos cubiertos de lágrimas por toda su cara. Extendió su mano, tomando los claveles que Rubí había dejado junto a su cama, y los apretó entres sus dedos, a punto de dar su último aliento.
—Manuel, no aplastes las flores. —Sollozaba la muchacha.
Manuel sonrió, feliz de que lo último que oiría sería aquella voz que era para él como música y dio una última calada de vida antes de irse.
Una tumba fría, era lo único que quedaba, ya no se podía ver, porque estaba oculta bajo metros y metros de tierra.
Allí, abajo de la sombra de aquel cedro que alguna vez los hizo bailar, amarse, llorar, reencontrarse, soñar... ahora veía a Rubí despedazarse. Casi podía jurar que oía la voz de Manuel a su lado.
Se la pasaba murmurando aquello que tanto solía repetir, y esto era:
—Háblame de esos dos que se enamoraron en un campo de flores.
La castaña medio sonríe, con los ojitos de avellana, inundados de melancolía, y le hablaba a la nada, a las nubes, quizá, al césped, al campo de flores.
—Había una vez un guitarrista con el pelo negro como el carbón, con los dedos largos como los minutos cuando esperas una noticia.
Estaba siempre solo ¿Porqué? No lo sé. Siempre me lo pregunto, si alguien tan maravilloso como él, debería estar rodeado de gente. Entonces un día, conoció a una muchacha sin nada especial. ¿Porque se fijo en ella? Tampoco lo sé. Pero ver a una persona todos los días tiene sus consecuencias, porque una rutina silenciosa puede encadenarte a alguien.
Así fue como el guapo guitarrista, encantó a aquella muchacha. Ella sin gracia, que solo tenía una extraña afición a las flores.
Porque bueno, cuando alguien hace música para ti, o más bien, cuando alguien te convierte en su música es inevitable enamorarse.
Pero la muchacha era tonta, era distraída, tal vez en ese momento solo pensó en ella. Era tan ilusa, que creía que aquel guitarrista no lo quería tanto en verdad, que podría vivir sin ella, y lo dejó por unos días, se fue.
Entonces, sintió que le hacia falta la mitad de su corazón, y que no podía acariciar el pétalo de una flor sin pensar en él. Lo veía a través de la ventana, vacío, silencioso, entonando melodías con su guitarra. Así supo de no podían estar separados, porque se pertenecían el uno al otro. En las vidas pasadas, en esta y en todas las que le seguirán, así que volvió con él.
Una mañana simplemente volvió a su lado, temerosa de que el guitarrista ya no la quisiera, que la odiara o peor aún, de que le fuera indiferente. Pero pasó lo contrario, porque el guitarrista, ese que tiene el nombre de un ángel, Manuel, la amaba el doble, el triple, el cuádruple.
Manuel, aquél ángel guitarrista, estuvo dispuesto a dejar su vida como era, por ella. Pero que ilusos fueron ¿no?, fue como sumergirse en el océano, es tan fácil caer y caer más profundo, pero es tan difícil levantarse.
Entonces, aquella muchacha tonta, aseguraba orgullosa ser la dueña de una rosa, se creía que era la mejor cuidándola, protegiéndola. Vaya ironía porque
Manuel era mi flor, y más bien, murió cuidándome a mi. Al fin y al cabo, ¿Quien era la rosa de quien?.
El guitarrista se fue, y me dejó tantas melodías grabadas en la cabeza, pero ninguna se me hace adecuada para tararear sobre su tumba. Solo quiero que vuelta, solo añoro que me mire otra vez, que me perdone, por aparecer solo a traerle desgracia, por ser el causante de su ausencia.
Y entonces los pájaros de arremolinaron a su lado, cantando para esa castaña, que lloraba bajo la sombra del roble. Uno de esos pajaritos, trinaban sin parar. Trataba de decirle:
—¿Porqué dices eso? ¿Acaso no eres consiente de la dicha que causaste en el? ¿Te das cuenta de que lo llenaste de tanto amor, que su corazón era demasiado grande para caber en ese hueco de tierra?
Lo que pasa es que nadie se detiene a oír a los pájaros y sus melodías insistentes, nadie escucha lo que quieren decirles.
Rubí se acuclilló frente aquella flor que había traído de su casa, esa que había escondido y atesorado por años.
—Llévame de vuelta con mi rosa, Por favor, quiero estar donde esta mi Manuel. —Le dijo a la flor y esta aceptó, temerosa, pero bondadosa para con la muchacha. Era una flor de ricino, una de esas bolitas rojas, que son solo una gotita de su veneno, convierten el cuerpo en un frasco vacío.
Y así, dejó que Rubí la tocara, y le dio un poquito de su veneno, lo suficiente para que se fuera con su guitarrista de ojos cafés.
Entonces aquella castaña, le sonrió por última vez a su vereda, y se dejó caer sobre aquel lecho colorido, sin importarle si estaba aplastando las flores.
Pasa que crecieron amapolas sobre el cuerpo de Rubí y hecho raíces el cedro sobre la tumba de Manuel. Y durante la noche en la vereda no había música, ni nadie admirando las flores.
Porque falta el muchacho que era una estrella negra en un cielo blanco y la muchacha, que era una margarita en un campo de rosas.
Por las madrugadas se puede ver deambular a un mínimo amarillo por el campo abandonado, y en ocasiones llueve tan suave que parecen que cayeran del
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cielo pelitos de gato. Inclusive a aveces se asoma el sol, no muy seguido, porque extrañaba la hermosa música de la vereda. Pero cuando lo hace se mezcla con la llovizna, y nace el arco-iris.
Así, bajo todos esos colores, cantan las aves, puras melodías tristes y de corazones rotos. Había un vacío en el campo en el hermoso campo de flores.