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la luna art
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En casi todos las pinturas me gustan más los fragmentos que la totalidad : aquellos núcleos temáticos que vertebran el cuadro en su conjunto y que a su vez podrían funcionan como micro relatos visuales . A veces he disfrutado troceando y volviendo a reconstruir mis lienzos en un juego de atracción gratuita que tiene muy poco que ver con el dadaísmo o los petimentos y mucho de deconstrucción compositiva o de reinvención plástica. casi siempre he deseado tener la libertad de recomponer , de fragmentar , de modificar los cuadros propios o ajenos. Y en esta ocasión me he atrevido a hacerlo con absoluta libertad porque no sólo soy el editor y diseñador gráfico sino también el autor de estas pinturas. Desde el Pop la Modernidad, de la mano de la publicidad y la manipulación digital, ha liberado los fragmentos, magnificandolos en grandes formatos, al dotarlos de una nueva entidad. Y al final, en un mundo de difusión global, es la imagen de otra imagen la que prevalece.
A diferencia de la palabra escrita, del logro ingenioso de una pirueta linguística; el trazo, la disposición de masas de color, los vectores que hacen gravitar los centros temáticos del cuadro, sin dejar de impactar en las esferas de la racionalidad, se expanden en orbitas cromáticas dirigidas a lo más profundo de la irracionalidad sensorial.
Con la palabra se puede conjugar pasión e inteligencia; pero dificilmente se logra ir más allá de glosar un estímulo emotivo o intelectual.
Mientras que la pintura, -cuando es pintura de verdadtiene el centro en sí misma: irradia entidad y es dificilmente traducible.
Es el poso del tiempo el que va recolocando los colores y los volúmenes sobre la tela, y a la vez su juez más severo. Pasada la euforia del pincel me gusta mirar las pinturas con distanciamiento. A veces basta con dejarlos dormir una noche: me levanto impaciente, a medio vestir, y antes de que me despierte el café, los contemplo esperando VERLOS por vez primera. Unas veces me gustan y otras me parecen del todo insuficiente. Si me gustan procuro esconderlos en el rincón más inaccesible de la casa para evitar el impulso de volver a atacarlos
Siempre me he sentido atraído por el cine y la fotografía. Me encantan las imágenes quietas o en movimiento; pero la pintura es necesariamente otra cosa. La fotografía y el cine pueden ir de la mano de la literatura. La pintura está más cerca de la música. Y ni siquiera la pintura narrativa es en el sentido más estricto ficción. En el abstracto la pintura no necesita otro referente que la propia pintura . Y quizás eso es lo que hace del abstracto una pintura para pintores. Muchas veces me he interesado por la figuración, pero siempre desde la distancia de quien ve la tela como un campo de ajedrez en el que la temática no va más allá del espejismo de una estrategia pictórica que trata de recolocar los peones y las demás figuras en posición de juego
La creaciรณn estรก estrecha e implacablemente ligada a la destrucciรณn. Hay que ser generoso y estar dispuesto a echarlo todo a perder. A tachar un cuadro de cabo a rabo, a reestructurarlo hasta que desaparezca por completo el original. De hecho muchas veces la pintura no empieza a funcionar hasta que nos hemos atrevido a despojarla de todas sus trampas.
Por eso me gusta ir fotografiando lo que pinto, dejando constancia notarial, del proceso.
Por otra parte, el cuadro sigue estando dentro del cuadro. Aunque no se vea. El resultado final es una conjunciรณn de fantasmas, hallazgos y casualidades. Un laberinto de imรกgenes, de formas, de texturas que acaban por configurar su rostro final.
De una fotografía que en principio permitía una observación empírica de la naturaleza y por tanto ligada a conceptos de objetividad, verdad, identidad, memoria... hemos pasado a un tipo de imagen que se asemeja a la imagen pictórica, en el sentido de que se trata deuna imagen construida como una articulación de signos o unidades gráficas elementales, porque la retícula de píxeles es combinable y modificable hasta el infinito: la fotografía analógica se inscribe y la fotografía digital se escribe, dice Fontcuberta. Pero en lugar de lamentar la liquidación del realismo fotográfico, como fotógrafo y como artista, Fontcuberta invoca una nueva era en la que la fotografía que nos queda, más que el arte de la luz, devenga el arte de la lucidez.
Miguel Morales no busca documentar la ciudad, tampoco singularizarla. De hecho creo que Miguel Morales no “busca”, no es en absoluto el cazador de imágenes que tan fácilmente identificamos con el individuo “armado con una cámara que dispara sobre su objetivo”: su actitud se asemeja más a la del pescador de momentos que espera pacientemente a que la realidad pique el anzuelo. Miguel Morales es más bien un “flaneur” como el de Baudelaire, un paseante sin rumbo fijo que se deja llevar, indolente, por los flujos de la vida de las ciudades, a la manera de ese “hombre moderno” del pasado siglo que, despojado de los convencionalismos sociales, se entregaba a la experiencia de lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, eso si, con los ojos bien abiertos. “... no tenéis derecho a odiar o eliminar lo transitorio, el elemento fugaz, cuyas metamorfosis son tan rápidas. Al olvidarlo caéis en el abismo inevitable de una belleza abstracta e indefinible. Si por inercia propia de la época lo sustituís por otra cosa, seréis culpables de una falsa interpretación...” advertía Baudelaire al “Pintor de la vida moderna”.
Para Baudelaire, la vida moderna resultaba tan contradictoria que la “modernidad” sólo se podía dar en el “arte”, en la representación. Hay algo de esa actitud de observador dispuesto a recibir el impacto de la realidad más que a actuar sobre ella, en nuestro fotógrafo: como no busca, su percepción no se cierra a lo inesperado, a lo extraño, a lo contradictorio... y esa disponibilidad le permite captar la emergencia de lo significativo. Su falta de prejuicios sobre lo que debe ser una imagen fotográfica le permite captar lo que es nuevo en el repertorio de signos en el que estamos todos inmersos pero que en nuestro ir y venir apresurado y siempre dirigido, se nos escapa.
Miguel Morales es un pintor inquieto, que no sabe quedarse mucho tiempo en el mismo lugar. Siempre que puede escapa de las tierras del Ampurdán, en donde vive, y se encamina con ímpetu ‘hacia donde le lleven los ojos’... cargado con más curiosidad que maletas. Pero los suyos son siempre viajes de ida y vuelta. Y cuando regresa a su estudio descarga en sus obras, todo lo que ha vivido, lo que ha visto. Un material que el pintor reconvierte en combinaciones cromáticas, en pinceladas sueltas, en masas de color, y en nostálgicos fantasmas de la memoria. El recuerdo tamizado de las luces que bañan el Mediterráneo, escorzos que escapan por cada poro de sus lienzos, Y es que la pintura de Miguel Morales, -aunque huye de lo literario-, tiene siempre un toque lírico, o trágico, o escénico que se resuelve en formulas estrictamente pictóricas. Una abstracción que parte del expresionismoabstracto americano y se adentra sin miedo en las raíces del barroco. Una pintura que nos envuelve con sus cadencias tonales, con la música de sus colores y que seguramente se podría formular con los misterios de la matemática o la física cuántica. Sensaciones teñidas de pigmentos que se sedimentan capa a capa, ventanas abiertas hacia el interior de los sueños, vibraciones lumínicas reconvertidas en una metáfora del camino vivido: una síntesis de colores que acaban por cristalizar en grandes formatos. Eugeni Prieto
copyright Š miguel morales ruiz
2020
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