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domingo 5 de febrero de 2012

449 ESPECIAL

Charles Dickens

200 años

Adriana Díaz Enciso • Alejandro Estivill • Roberta Garza • Iván Ríos Gascón


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domingo 5 de febrero de 2012

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Charles Dickens y la invención de la realidad

El 7 de febrero celebramos 200 años del nacimiento de Charles Dickens, en cuyos relatos y novelas conviven el pensador social, el sabio humanista y el humorista vivaz. No sólo dio aliento a centenares de seres que personificaron unas vidas tan inverosímiles como extremas, sino que capturó el espíritu de un paisaje urbano —Londres y sus calles decrépitas— sin el cual no pueden concebirse la ruindad y la bondad humanas. Laberinto ofrece ocho acercamientos polifónicos a su obra y su legado. Por estas páginas caminan el niño empleado en una fábrica de betún, el editor y periodista (con un texto inédito en español), el padre de familia, el enamorado, el escritor incansable a quien debemos la apología de esa institución literaria ya tan en desuso: el final feliz. Adriana Díaz Enciso

C

uando pensamos en Charles Dickens, normalmente recordamos su narrativa. No es para menos: es uno de los mayores novelistas de un siglo pródigo en grandes novelas, y sus personajes, en su obcecada voluntad de realidad, se niegan a convertirse en meras sombras. Sin embargo, no debemos olvidar que Dickens fue también un extraordinario periodista, y que la maestría con que tomaba en sus crónicas el pulso de sus tiempos es inseparable de su genio como narrador. Durante los últimos veinte años de su vida, además de escribir novelas y realizar giras de lectura, el autor dirigió una publicación semanal, con el derroche de energía que terminó por matarlo. Para Dickens, “dirigir” era un término absoluto. No sólo era autor de múltiples artículos, sino que seleccionaba cuidadosamente a sus colaboradores, corregía los textos ajenos con un denuedo doloroso para algunos, y se aseguraba obsesivamente de que cada página llevara su sello. Nunca olvidó la fascinación de sus primeros trabajos como reportero, las exigencias de rapidez y audacia de una vocación juvenil que no lo abandonaría. En su madurez se deleitaba en contar las vicisitudes de su aprendizaje: las transcripciones taquigráficas hechas en la palma de la mano, la adrenalina de ir al galope en un carruaje a cubrir un acontecimiento, con paradas estratégicas para pasar la nota a mensajeros a caballo para que no la ganaran los periódicos rivales. De alguna forma era cosa de familia. En algún momento de su catastrófica historia profesional, su padre John Dickens fue reportero parlamentario y llegó a escribir para The british press y The times. Es probable que Charles haya colaborado con notas breves en estas publicaciones desde los catorce años. Pronto sería él mismo reportero parlamentario del Mirror of parliament, propiedad de su tío John Henry Barrow. Los reporteros trabajaban apiñados en la galería de prensa en condiciones francamente insalubres, pero Dickens, dueño desde entonces de una energía incontenible, contribuía además a administrar y editar el periódico. Dickens escribía sobre política en un momento de profundas reformas sociales, religiosas y legislativas, de gran descontento social y, a la vez, enorme vitalidad. En su avidez intelectual quería entender cómo era que todo sucedía, pero alimentaba a la vez el germen de la melancolía, expresada a menudo como ironía mordaz que revelaba el absurdo del comportamiento humano, la paradoja de lo real como irrealidad: ¿acaso no eran irreales los debates en el Parlamento, tan alejados de la vida cotidiana de las calles? Colaborador también del True sun y el Morning chronicle, Dickens formaba parte de un ámbito radical con el que nunca cortó los lazos. Sin embargo, es difícil definir sus posturas políticas. Su trabajo está permeado por las contradicciones que constituían su personalidad, aunque esto no impidió que su genio fuera reconocido por los editores ingleses más importantes. En sus “Bosquejos de Londres” para el Evening chronicle (cuyo editor, George Hogarth, se convertiría en su suegro) y para Bell’s life in London, firmados con el seudónimo Boz e ilustrados por el célebre George Cruikshank, empezaría a fusionar el acontecer público y la mirada personal. Es la década de 1830, cuando nace el Dickens novelista con los Papeles póstumos del Club Pickwick. Sus textos vívidos, estridentes en su exageración, el registro fiel del habla vernácula y su simpatía por todos aquellos vencidos por la

desesperanza le ganaron una popularidad inédita. Era perturbadora su capacidad de retratar la realidad y a la vez crearla, de manera que sus lectores ya no sabían si se reconocían en sus personajes o estaban ellos mismos siendo inventados. Pero ser inventado por Charles Dickens era un privilegio insuperable. En 1836 Dickens firmó un acuerdo con Richard Bentley para editar la Bentley’s miscellany, que pretendía ser la publicación más importante de su época, y entró en contacto con el equipo de Punch. Pero quizás el reportero más talentoso que había existido en Londres no estaba facultado para ser editor. Cuando Bradbury y Evans fundan el Daily news y proponen a Dickens como editor, éste ya era un novelista famoso bajo el peso de un trabajo abrumador. Sin embargo, enfrentó el reto con la temeridad de costumbre, y su afán de control absoluto pronto condujo a desacuerdos y

Dickens es, en efecto, sentimental: es un rasgo de su carácter y de sus tiempos catástrofes. La aventura duró poco: Dickens renunciaría a los pocos días de la aparición del primer número. No se había dado por vencido. A fines de 1849 anuncia que será editor de una nueva publicación semanal. Ahora tendría mando total sobre el contenido, con el leal W. H. Wills como subeditor. El primer número de Household words aparece el 30 de marzo de 1850. Como era costumbre, las colaboraciones eran anónimas, pero era tan exhaustiva la labor de Dickens al corregir los textos de otros, y el empeño de algunos colaboradores en imitarlo, que Douglas Jerrold diría que la publicación era más bien “monónima”. La empresa terminaría también con una nota amarga. Bajo la tensión de su separación de la sufrida Catherine, paranoico por los rumores sobre su vida privada, tomó la incauta decisión de publicar su nota “Personal” referente a su divorcio. Bradbury y Evans no estaban de acuerdo, y Dickens no les perdonaría su “deslealtad”. Decide romper toda relación con ellos y quitarles Household words. Sigue una compleja disputa, durante la cual Dickens ya planea su nueva publicación, All the year round. Ambicioso y más experimentado, hace de éste un semanario mucho más exitoso, al fin con control absoluto, como editor y propietario. Las crónicas de Dickens, estampas de una existencia hiperreal que desborda la página, nos hacen cuestionar la posibilidad misma de la objetividad. Si bien constituyen uno de los documentos más importantes de la realidad social inglesa en el siglo XIX, lo mismo puede decirse de sus novelas, y la frontera es porosa. Son textos inseparables de la mirada de un hombre dividido entre los extremos de la risa y la melancolía, la indignación moral y la culpa, el ideal y el desencanto. Es también la voz dividida del adulto-niño. Son recurrentes los recuerdos de infancia, la mirada del Dickens niño —precoz— que no perdió nunca y que está detrás de sus imágenes siniestras, los miedos que alimenta morbosamente, como en esas visitas a la morgue de París que tanto lo perturban pero a las que no puede resistirse, o la recurrente imagen del oscuro Támesis como albergue de víctimas del crimen o suicidas. El niño Dickens está siempre dispuesto a arrojarse a la fantasía, a la risa que nace tanto de la observación puntual como de la

imaginación desbocada: un estallido de inteligencia y de humanidad, atravesado siempre por el arroyo de la melancolía. Su humor oscila en la frontera entre el llanto y la risa, en la promiscua convivencia de vida y muerte. En sus crónicas lo vemos caminar, incansable, la ciudad. A veces es el medio para combatir el insomnio y la ansiedad que le lleva a conocer a otros que no tienen más propósito que sobrevivir la noche. Sus descripciones de la gente que encuentra, aunque retratos implacables y a menudo crueles, no resultan alevosos: hay en ellos una especie de ternura, de aceptación de cada uno como partícipe del drama humano. Su exageración los define, acentúa su realidad, los fija al mundo. Son de la misma estirpe que los personajes de su narrativa. A menudo sirven de inspiración para alguno de éstos; otras veces los personajes imaginados asoman en el reportaje. Dickens fue también pródigo en crónicas de viaje. Se deja llevar por la velocidad del ferrocarril, la realidad vuelta visión alucinada donde las cosas vuelan, saltan, desaparecen. Tiene un ojo certero para retratar el carácter nacional (el extranjero y el propio) o burlarse de las incomodidades y aburrimiento del viaje, tan exacto su retrato del ser humano en movimiento que cualquier viajero contemporáneo se puede identificar en él. Puede hacer un recuento hilarante de la comida y las bebidas inmundas que tienen que ingerir los viajeros en Inglaterra, servidas por dependientes apáticos en estaciones azotadas por el viento, o presentar al señor Lost (irremediablemente Perdido), incapaz de entender las reglas del ferrocarril. Las observaciones más cómicas chocan constantemente con imágenes de fatalismo. Ciudad y naturaleza, el clima, los objetos, son seres con voluntad propia: el ferrocarril es una bestia que se cansa y gime; los barcos juegan en el agua como niños. A la vez, los humanos son equiparados con objetos arrastrados por las circunstancias; los vehículos, el clima, y los animales tienen rasgos definitivamente antropomórficos. En un paseo por los barrios perdidos de Londres se encuentra con varios perros que “tienen un hombre”, incluyendo al que tiene a un pobre ciego al que arrastra inmisericorde por las calles. Sus crónicas de la realidad son un cuento de hadas, el que el Dickens niño siempre quiso que fuera la existencia. Pero sabía que no lo era, y se sumergía obcecado en la realidad atroz: la de sus tiempos, la de la condición humana. Es entonces el cronista indignado y compasivo de la miseria, la injusticia, la desesperanza. Sus visitas a los hospicios para indigentes, hospitales para niños, las calles más desoladas pobladas de personajes apenas humanos en su degradación, nos conmueven porque no hay distancia entre el ojo y el drama humano que retrata; no hay imparcialidad ob-

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Dirección José Luis Martínez S. Edición Alicia Quiñones Asistente Erick Baena Arte y diseño Alejandra Saavedra


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Daniel Maclise / 1839

jetiva. Dickens era un hombre de emociones, y las que lo estrujaban ante la contemplación de la tragedia todavía nos tocan: el niño abandonado a las puertas del hospicio “parecía una cosa demasiado pequeña y pobre como para que la Muerte se lo tomara en serio, pero la Muerte se lo había llevado”; las mujeres rotas en el área de enfermas mentales; las obreras intoxicadas con plomo que viven hacinadas con sus familias en cuartitos miserables. Es sin duda la infancia lastimada lo que más lo estremece: “El ánimo que había reunido para que me sostuviera frente a las miserias de los adultos me faltó cuando vi a los niños”, dice en “Una pequeña estrella en el Este”. “Vi lo pequeños que eran, cuán hambrientos, cuán serios y quietos. Pensé en ellos, enfermos y muriendo en esas guaridas. Pienso en ellos muertos sin angustia, pero pensar en ellos sufriendo así y muriendo así me acobardó por completo”. No escapan a su mirada el heroísmo y la

generosidad en medio de la miseria. Celebra los esfuerzos de las escuelas de caridad y hospitales que sin recursos de ninguna índole logran mejorar aunque sea mínimamente las condiciones de los desposeídos. Dickens es, en efecto, sentimental: es un rasgo de su carácter y de sus tiempos, pero la suya es también la voz genuina de un hombre capaz de identificarse con el dolor del otro, de convertirse en el otro. Lo mueve también la indignación, y sus crónicas son un constante desafío a la indiferencia, ineptitud y codicia del gobierno y la sociedad. De esta confrontación con lo real se alimenta el desprecio de Dickens por los políticos. ¿De qué les sirven, se pregunta, a los “muertos de hambre libres e independientes” los carteles que les dicen que voten por tal o cual hombre? Se pregunta también, viendo las huellas que dejan en el lodo los pies descalzos de los niños miserables, si alguien las descubriera diez mil años después, ¿podría imaginarse el estado de esa sociedad?

Como lo habían advertido sus desesperados colaboradores en el Daily news, a Dickens lo movían el instinto y la pasión, pero era a menudo irracional y contradictorio en sus pronunciamientos políticos. Sus observaciones con respecto a las huelgas son razonables en su afán conciliatorio y justo, y no falla el observador que reconoce la fragilidad humana en la sinceridad de los huelguistas que sin embargo carecen de un discurso sólido. Sin embargo, es también paternalista y condescendiente el mismo Dickens que no cree en la reforma de los prisioneros si no es a través del castigo. Este es un claro ejemplo de sus contradicciones. En una crónica de sus andanzas nocturnas habla de detenerse tras las puertas de la cárcel de Newgate e imaginar el sufrimiento que encierran esos muros. Extiende esa mirada compasiva en sus novelas a criminales y prisioneros, retratados en toda su compleja humanidad. Los criminales ejercen sobre él una fascinación indudable. Sus retratos de asesinos

son fruto tanto de la observación como de la imaginación. Le horrorizaba la simpatía que la gente sentía por el criminal durante el espectáculo del juicio; quizás era horror ante su propia fascinación. Existen testimonios escalofriantes de sus lecturas teatralizadas de la brutal escena de Oliver Twist en que Sikes asesina a Nancy, en las que Dickens parecía poseído por el criminal, y que finalizaba al borde del colapso. De curiosidad insaciable, como periodista Dickens cubre todos los temas imaginables. Hace llamados apasionados a la acción social, acompaña a la policía del Támesis en su vigilancia del río o penetra el absurdo de la actividad humana con la creación de escenas delirantes, como la de la ciudad cubierta de carteles publicitarios. Es inmisericorde en su parodia de la burocracia que obstaculiza toda actividad humana, con el humor festivo y el exceso de sus novelas. Critica las modas de los ritos funerarios onerosos que arruinan a familias enteras o la insalubre costumbre de mantener mataderos en el centro de la ciudad. Se mete a los barrios para ver cómo se entretienen las clases más humildes; critica las omnipresentes casas de apuestas (que siguen siendo parte omnipresente del territorio inglés), pero (aquí el Dickens liberal) se opone a su prohibición. Aunque, como a todo hombre de su época, le interesaban los fenómenos psíquicos y experimentaba con el mesmerismo, se burla de la manía en boga del espiritismo exhibiendo la ingenuidad y la charlatanería humanas con su mezcla irresistible de mordacidad y simpatía. Muestra su rostro más conservador en artículos como “El salvaje noble”, exhibiendo su propia ignorancia y prejuicios con un desparpajo que perturba, pero su ojo avisado nos reta también a revisar los supuestos de las buenas conciencias. No faltan en su producción las reseñas sobre el mundo del arte. Su juicio estético se inclina definitivamente por el lado conservador. Tiene un ojo alerta para desenmascarar la vacuidad detrás de las modas del momento, y enloquece ante lo que no comprende, como en su ataque furibundo a los prerrafaelitas. Puede equivocarse, y sin embargo sus ataques son tan cáusticos, se deja arrastrar en el exceso de sus propias palabras en un torrente tan arrollador, que le perdonamos sus despropósitos, agradecidos por la risa. ¿Qué era entonces para Dickens ficción, y qué realidad? ¿Es escandaloso sugerir que eran una y la misma cosa? En su obra de ficción inventó historias y personajes que inmortalizaron la realidad concreta que habitaba y a sus seres de carne y hueso. En sus crónicas, sujetó a lo real las alas de la imaginación para que cada objeto, cada edificio, cada calle, cada mujer, hombre, niño, tuviera una historia que contar —imperecedera—. Es una espiral desconcertante, y cautivadora. Años y años de dar a Charles Dickens por sentado y repetir juicios superfluos sobre su obra sin tomarse ya la molestia de conocerla no han logrado disminuir la fascinación por la exacerbada realidad de su obra narrativa y periodística, el placer vertiginoso de leerlo. nv


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Visor Deviantart / sword62

Escena de todas las noches

en Londres

*

Charles Dickens

E

l día 5 del pasado noviembre yo, Director de esta publicación, acompañado por un amigo bien conocido por el público,¹ entré accidentalmente en Whitechapel. La noche era deprimente, muy oscura, muy enlodada, y llovía con fuerza. Hay muchos espectáculos deplorables en esa parte de Londres, que he conocido bien en casi todos sus aspectos durante muchos años. Nos habíamos olvidado del lodo y de la lluvia al avanzar despacio y mirando a nuestro alrededor, cuando nos encontramos, a las ocho, ante el hospicio para pobres.² Agazapados contra el muro del hospicio en la calle oscura, sobre el empedrado lodoso, con la lluvia lloviéndoles encima, había cinco fardos de harapos. Estaban inmóviles, y no tenían semejanza alguna con la forma humana. Cinco enormes colmenas cubiertas de harapos —cinco cuerpos muertos sacados de sus tumbas, el cuello atado a los talones y cubiertos de harapos— habrían tenido el aspecto de esos cinco fardos en la vía pública sobre los que llovía la lluvia. —¡Qué es esto! —exclamó mi acompañante—. ¡Qué es esto! —Unas personas miserables que se quedaron fuera del asilo nocturno, me parece —dije yo. Nos habíamos detenido ante los cinco montones harapientos, completamente paralizados ahí mismo a causa de su aspecto horrible. Cinco espantosas Esfinges al borde del camino, gritándoles a todos los transeúntes: “¡Detente y adivina! ¡Cuál ha de ser el fin del estado de la sociedad que nos deja aquí!” Mientras los contemplábamos me tocó en el hombro un trabajador decente, que parecía picapedrero. —¡Este es un espectáculo atroz, señor —dijo—, en un país cristiano! —Bien sabe Dios que lo es, amigo mío —dije yo. —Lo he visto con frecuencia mucho peor que esto, yendo del trabajo rumbo a mi casa. He contado quince, veinte, veinticinco, muchas veces. Es una cosa espantosa de ver. —Una cosa espantosa, por cierto —dijimos al unísono mi acompañante y yo. El hombre se entretuvo un momento a nuestro lado, nos deseó buenas noches y siguió su camino.

Nos habría parecido brutal de nosotros, que teníamos una mejor oportunidad de ser escuchados que el trabajador, dejar el asunto como estaba, así que llamamos a la puerta del hospicio. Yo asumí el papel de portavoz. Entré en cuanto un viejo indigente abrió la puerta, seguido de cerca por mi acompañante. No perdí tiempo en pasar de largo al viejo portero, pues vi en su ojo acuoso la predisposición a dejarnos fuera. —Tenga la bondad de darle esta tarjeta al director del hospicio, y dígale que me alegrará hablar con él un momento. Estábamos en una especie de portalón cubierto que el viejo portero cruzó con la tarjeta. Antes de que hubiera llegado a una puerta a nuestra izquierda, un hombre con capa y sombrero salió de ésta de un salto muy brusco, como si tuviera el hábito de ser asediado todas las noches y regresar el cumplido. —Bien, caballeros —dijo en voz alta—, ¿qué se les ofrece aquí? —Primero —dije—, ¿me haría el favor de mirar esa tarjeta que tiene en la mano? Quizá conozca mi nombre. —Sí —dice, mirándola—. Conozco este nombre. —Bien. Sólo quiero hacerle una pregunta sencilla y de manera cortés, y no existe el menor motivo para que se enfade ninguno de nosotros. Sería muy insensato de mi parte culparle, y no le culpo. Puedo encontrar fallos en el sistema que usted administra, pero le ruego que entienda que sé que está aquí para cumplir con una obligación que le ha sido señalada, y que no tengo ninguna duda de que lo hace. Ahora, espero que no tenga objeción en decirme lo que quiero saber. —No —respondió, del todo apaciguado y muy razonable—. En lo absoluto. ¿De qué se trata? —¿Sabe usted que afuera hay cinco criaturas desdichadas? —No las he visto, pero me imagino que es verdad. —¿Duda que sea verdad? —No, en lo absoluto. Podría haber muchas más. —¿Son hombres? ¿O mujeres?

—Mujeres, supongo. Es muy probable que una o dos estuvieran ahí la noche pasada, y la noche antepasada. —¿Ahí, quiere decir, toda la noche? —Es muy probable. Mi acompañante y yo nos miramos uno al otro, y el director del asilo añadió rápidamente: —¡Hombre, válgame Dios!, ¿qué quiere que haga? ¿Qué puedo hacer? El lugar está lleno. El lugar está siempre lleno; todas las noches. Debo darles preferencia a las mujeres con niños, ¿o no? ¿Querría usted que no lo hiciera? —Desde luego que no —dije—. Es un principio muy humano, muy correcto, y me alegra escucharlo. No olvide que no le culpo a usted. — ¡Bien! —dijo. Y se dominó de nuevo. —Lo que le quiero preguntar —continué—, es si sabe usted de algo en contra de esos cinco seres miserables allá afuera. —No sé nada de ellas —dijo agitando el brazo. —Le pregunto por esta razón: es nuestra intención darles una minucia para que obtengan alojamiento, si es que no carecen de refugio porque sean, por ejemplo, ladronas. ¿No tiene noticia de que sean ladronas? —No sé nada de ellas —repitió enfáticamente. —¿Es decir que se quedaron fuera porque el asilo nocturno está lleno? —Porque el asilo está lleno. —Y si entraran, ¿supongo que tendrían sólo un techo durante la noche y un poco de pan en la mañana? —Eso es todo. Lo que usted les dé será a su discreción. Únicamente entienda que no sé nada sobre ellas más allá de lo que le he dicho. —De acuerdo. No quería saber nada más. Ha respondido a mi pregunta civilmente y de buena gana, y le estoy muy agradecido. No tengo nada que decir en su contra, sino todo lo opuesto. ¡Buenas noches! —¡Buenas noches, caballeros! —y salimos de nuevo. Nos acercamos al fardo harapiento más próximo a la puerta del asilo, y lo toqué. Como no hubiera ningún movimiento en

respuesta, lo sacudí suavemente. Los harapos empezaron a agitarse dentro lentamente, y poco a poco asomó de la mortaja una cabeza; la cabeza de una mujer joven, de veintitrés o veinticuatro años, yo diría, demacrada por la miseria, inmunda por la mugre, pero no fea de naturaleza. —Dígannos —pregunté, encorvándome—, ¿por qué está acostada aquí? —Porque no puedo entrar al hospicio. Hablaba de manera débil y apagada, y ya no le quedaba ninguna curiosidad o interés. Miraba con ojos soñadores el cielo negro y la lluvia que caía, pero nunca me miró a mí o a mi acompañante. —¿Estaba aquí la noche pasada? —Sí. Toda la noche pasada. Y la otra noche también. —¿Conoce a alguna de estas otras? —Conozco a la que sigue de ésta aquí al lado. Estaba aquí anoche, y me dijo que viene de Essex. Nada más no sé de ella. — ¿Estuvo aquí toda la noche pasada, pero no ha estado aquí todo el día? —No. No todo el día. — ¿Dónde ha estado todo el día? —Por las calles. —¿Qué ha comido? —Nada. —¡Vamos! —dije—. Piense un poco. Está cansada y estaba dormida, y no considera bien lo que nos dice. Algo ha comido el día de hoy. ¡Vamos! ¡Acuérdese! —No, no lo he hecho. Nada más las sobras que pude levantar en el mercado. ¡Por Dios, míreme! Se descubrió el cuello, y yo lo volví a cubrir. —Si tuviera un chelín para obtener algo de cenar y alojamiento, ¿sabría dónde encontrarlo? —Sí, podría hacer eso. —¡Por el amor de Dios, búsquelo entonces! Puse el dinero en su mano y se levantó débilmente, y se fue. Nunca me agradeció, nunca me miró —se fundió en la noche miserable, de la forma más extraña que he visto nunca. He visto muchas cosas extrañas, pero ninguna que haya dejado una impresión más profunda en mi memoria


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que la forma apagada e impasible en que ese montón desgastado de miseria tomó la moneda, y se perdió. Una por una hablé con las cinco. En todas ellas, el interés y la curiosidad estaban tan extintos como en la primera. Todas eran lánguidas y apagadas. Ni una sola dio expresión a ninguna clase de declaración o queja; ni una sola se preocupó por mirarme; ni una sola me agradeció. Cuando llegué a la tercera, supongo que ésta vio que mi acompañante y yo reparábamos, oprimidos bajo un nuevo horror, en las últimas dos, que se habían desplomado una contra la otra mientras dormían, y yacían como estatuas rotas. Dijo que creía que eran unas jóvenes hermanas. Estas fueron las únicas palabras que se suscitaron entre las cinco. Y ahora permítanme cerrar esta crónica terrible con un rasgo redentor y hermoso de los más pobres entre los pobres. Cuando salimos del hospicio, y encontrándonos sin monedas de plata, habíamos cruzado la calle rumbo a una taberna para cambiar un soberano. Yo tenía el dinero en la mano mientras hablaba con las cinco apariciones. Que estuviéramos así ocupados atrajo la atención de mucha gente del tipo muy pobre habitual en el lugar; mientras nos inclinábamos sobre los montones de harapos, ellos se inclinaban ansiosos sobre nosotros para ver y oír; lo que tenía en la mano, y lo que decía, y lo que hacía, deben haber sido claros para casi toda la concurrencia. Cuando la última de las cinco se hubo levantado y desvanecido, los espectadores se abrieron para dejarnos pasar, y ni uno solo, con palabras, mirada o gestos, mendigó de nosotros. Muchos de los rostros que observaban eran suficientemente avispados para saber que habría sido un alivio para nosotros deshacernos del resto del dinero, con la esperanza de hacer con él algún bien. Pero había entre todos ellos el sentimiento de que sus necesidades no podían situarse junto a semejante espectáculo, y nos abrieron el paso en profundo silencio, y nos dejaron ir. Mi acompañante me escribió al día siguiente que los cinco fardos harapientos habían estado sobre su cama toda la noche. Estuve deliberando cómo añadir nuestro testimonio al de muchas otras personas que de vez en cuando se ven impelidas a escribir a los periódicos por haberse encontrado con alguna imagen vergonzosa y escandalosa de esta índole. Resolví escribir en estas páginas un recuento exacto de lo que habíamos visto, pero esperar hasta después de Navidad, con el fin de que no hubiera ningún acaloramiento o precipitación. Sé que los partidarios irrazonables de una razonable escuela, partidarios dementes que llevan la aritmética y la economía política más allá de todo límite de sensatez (por no hablar de una debilidad tal como la humanidad), y que consideran que éstas bastan para todo en todos los casos, pueden demostrar fácilmente que semejantes cosas debieran ser, y que no le incumbe a ningún hombre preocuparse por ellas. Sin menospreciar esas ciencias indispensables en su cordura, abjuro y abomino de ellas absolutamente en su locura, y me dirijo a aquellos que tienen algún respeto por el espíritu del Nuevo Testamento, a quienes de hecho les importan tales cosas, y que consideran una infamia que ocurran en nuestras calles. nv 1 John Forster, crítico literario y teatral, amigo de Dickens y autor de la biografía Life of Charles Dickens [N. de la t.]. 2 workhouse. Hospicios para indigentes en inglaterra y Gales, donde se les ofrecía alojamiento a cambio de trabajo y que desaparecieron en los años cuarenta del siglo XX [N. de la t.]. traducción de Adriana Díaz Enciso. *Publicado por primera vez en Household words el 26 de enero de 1856 y reproducido en Charles Dickens. selected journalism, 1850-1870, Penguin Books, Londres, 1997, de donde partimos para esta traducción [N. de la t.].

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Una vida sin estridencias Alejandro Estivill

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mi llegada a Londres, fui invitado a un almuerzo en el AthenaeumClub.Comono entendía aún el protocolo de los clubes británicos, permití que mi celular sonara de improviso, importunando el ambiente flemático y meditativo del lugar. Los miembros me observaron con precavida indignación. “En los clubes no se contestan llamadas”, me recordó mi anfitrión, y yo, buscando un lugar apartado, bajé por las escaleras, hasta el punto donde hace tantos años paseó Charles Dickens, quizás el más famoso miembro de este club a la par de Darwin, Churchill, Liszt y Thackeray. La vergüenza del momento pasó a ser oportunidad. Fui invitado a recorrer la biblioteca y admirar la silla de Dickens; pequeña frente a la magnanimidad de su dueño. No imaginaba que pocos meses después toparía con la nueva biografía que sobre él escribió Claire Tomalin. Hoy leo Charles Dickens: A life, sin dejar de pensar en esa silla y convencido de que sale a la luz con incomparable oportunidad, para reencontrar al maestro con una visión desbordante de profesionalismo. ¿Será válida la exageración cuando se trata de subrayar la mesura y la objetividad profesional? Pareciera que Tomalin, a 200 años de distancia, se empeña en entender y comprobar científicamente cada dato biográfico en torno al fiscal de las formas inglesas, de los sentimientos y las esperanzas; del creador de un humor y una irrepetible tensión entre amargura y esperanza. Tomalin decidió no trabajar más allá de lo que dicten las evidencias, las cartas, los registros ferroviarios, los diarios… Y el resultado es un ágil recuento de una vida al borde de la explosión, pero sin estridencias. Podría clasificarse como ese conjunto de pasajes, indefectiblemente densos; lo que forma ya un arroyo en la literatura y personalidad inglesas, de Fielding a Lessing, torcedura discreta, al borde de un abismo, que Jeremy Paxman subrayó alguna vez con tanta ironía en The english. Primero las mujeres. Claire Tomalin retomayemprendeladisecciónpenetrante, igualmente pausada, de los amores de Dickens. Perfila, sin acusaciones, la fuerza de la libido de quien siempre aclaró que la actividad sexual era necesaria para la salud. Destaca la tensión existente entre un matrimonio de ejemplar estructura victoriana con Catherine Hogarth, y su relación, no cabalmente confirmada en términos de adulterio, con la actriz Nelly Ternan, quien ya había llamado la atención de Tomalin en 1990 para escribir The invisible woman: the story of Nelly Ternan and Charles Dickens. Con esta nueva obra, y a partir de una mención del primer enamoramiento por Mary Beadnell, se esbozan varias relaciones tras el velo de un registro documental marcado por la moral. Aprendemos, por ejemplo, que Dickens tuvo habilidades inusitadas para el mesmerismo. Se obsesionó con hipnotizar a Augusta de la Rue para tratar sus males psicológicos; un juego de médico hipnotista suficiente para enfurecer, distanciar, aniquilar a cualquier esposa. Más aún, Tomalin va explicando así la construcción de los caracteres femeninos en las novelas de Dic-

kens: disminuidas, bellas y tímidas, con complicadas relaciones de subyugación ante protectores, benefactores y corruptores. Su biógrafa encuentra también, en la formación de Dickens como niño, una razón para su visión sobre matrimonio y adulterio. En él compitieron el caos que veía en Londres con la búsqueda de la estabilidad familiar. Dickens visualizó a la ciudad como cuna de un afanoso trueque de lo humano, que incluye por igual la piedad que la prostitución, pero también concibió el ideal del matrimonio. Su biógrafa registra las veces que buscó propiedades fuera de Londres o viajes para intentar oxigenar su debilitado matrimonio. La vida de Dickens se describe imposibilitada de la entrega a uno u otro lado del tenso camino de la afectividad romántica victoriana. Catherine Hogarth aparece en la obra de Tomalin con un calificativo permanente: “embarazada”; etiquetada con ese leitmotiv. Dickens procreó con Catherine diez hijos en veinte años. Así, la biografía logra mostrar su dilución, la forma en que su portentoso esposo la redujo a una máquina de procrear. El matrimonio es el pasaje de conclusión esperanzadora en las novelas de Dickens. Pero también ese final comenzó a propiciar debates, cuando su creatividad se sofisticó a riesgo de perder ventas. Gilbert Chesterton polemizó sobre la “indulgencia” de Dickens para hacer lo que el círculo rojo literario le decía, abandonando lo que la obra exige. Pero Chesterton estableció una excepción: Casa desolada, la obra espléndida donde Londres se vuelve niebla y la niebla imbuye de modernidad a la novela. Harold Bloom coincidió también en distinguir esta obra, fuente de una trayectoria más trascendente. Tal transgresión ocurre justa o curiosamente en la negación del matrimonio final, el de John Jarndyce y Esther Summerson que la lógica antigua hubiera impuesto. Este tipo de reflexión no encuentra espacio en una biografía. Pero la obra de Claire Tomalin, lejos de verse disminuida, regresa por sus fueros con su desbordante presentación de datos; en este caso los del mercado editorial. Pareciera responder a la preocupación de Chesterton con pragmatismo: en ningún otro sitio encontramos tan meticuloso examen sobre las preocupaciones financieras de un padre de diez hijos. ¿Puede esconderse este factor económico, origen de tanta energía, tras el portento de veinte novelas, otro tanto de historias cortas, cuentos de Navidad, colecciones de cuentos, obras de teatro, cartas, libros de viajes, periodismo, poesía…? Tomalin logra mostrarnos que no, con la presentación de su desbordante labor altruista, sus aportaciones como consejero, benefactor, luchador reformista, editor, creador de publicaciones y de las más diversas instituciones. Con Tomalin descubrimos los hábitos de escritura y también de disfrute en

Claire Tomalin Charles Dickens: A life Penguin Books Ltd Londres, 2011 576 pp.

Dickens: cinco horas de trabajo, una caminata larga en compañía de su cuñada o amigos. Y aunque aprendemos menos sobre su vena satírica, nos sorprende el recuento de las sensaciones que Dickens expresó en cada uno de sus viajes. Gilbert Highet decía que la mirada del Dickens viajero se contrapone a la de Don Quijote: éste avanza a partir del ensueño hacia la realidad, pero Dickens camina desde la realidad satirizada hacia el sueño de esperanza. Su biógrafa lo comprueba con hechos terrenos, logrando puentes tácitos hacia su obra literaria: hacia la visión inocente frente a la degeneración adulta, hacia el tono del humor y la sátira recorriendo pasajes de desbordante imaginación para desmenuzar la pax victoriana; hacia el perdón, la justicia y la elevación moral; o hacia la descripción enciclopédica del universo de posibilidades que ofrece la revolución industrial. Tomalin no se detendrá a mostrar, como lo hizo el novelista con su fuerza grotesca y cómica, aquellos arquetipos de la degradación que Dickens reconocía desde Covent Garden hasta el Strand, el lugar más dickensiano en toda una ciudad que casi le pertenece. Apenas puede seguirlo en su camino al Támesis por donde bajaba la suciedad y a cuyo borde estaba la fábrica de betún donde trabajó el niño Dickens. Ella no busca colocarse en la mirada de ese niño. Pero la visión fría y científica toma mayor sentido por evidenciar todo ese basamento como una fotografía sin estridencias: cristalina para destacar los puntos de partida que el novelista utilizó, fondo de contraste para hacer más palpable su modernidad. Es una biografía que no serviría para destacar los cuatro o cinco grandes árboles del bosque, sino para revisar el bosque árbol por árbol. Por ello, recorro ahora pasajes y descripciones; detengo la mirada en los oficios que Dickens perfiló, incluso pensando en aquellos sórdidos como el que tenía el maestro de ladrones Fagin. Veo de nuevo su silla; paso frente a su primera casa en Cleveland Street; me detengo en la imperecedera Old Curiosity Shop, inspiración para su novela; busco Fleet Street y el pub Ye Olde Cheshire Cheese, donde nació The daily news. En fin, Londres y Dickens son inabarcables, pero todo toma un nuevo sentido para volver a ver cómo, a partir de cada rincón, el portento de una colosal obra literaria de nueva cuenta suelta sus amarras. nv


Visor especial

Mary Beadnell, 22 años después de conocer a Dickens

charlesdickensonline.com

Catherine Hogarth

Getty Images

Ellen Ternan

Tres mujeres Roberta Garza El primer amor Mary Beadnell parecía una pequeña hada: de rasgos dulces, cuello delgado y manos de princesa, tenía los cabellos rizados y rubios y unos ojos claros de mirada ensoñadora. Dickens la conoció cuando tenía apenas 18 años y se enamoró de ella a primera vista con un amor adolescente, impetuoso y cruel. Dickens inmortalizaría a Mary en David Copperfield, su novela más autobiográfica, en el personaje de Dora. En voz del protagonista la describe así: “No recuerdo quién más estaba allí, excepto Dora. No tengo la menor idea de qué cenamos, excepto por Dora. Tengo la impresión de que cené a Dora, reenviando media docena de platos sin tocar. Me senté con ella. Hablé con ella. Tenía la más linda y pequeña de las voces, la más alegre de las risitas, las más encantadoras maneras, que condujeron a un joven perdido a la más desesperanzadora esclavitud. Era pequeña, toda ella. Por ello, más preciosa, pensé”. Cuando Charles cumplió 21 años invitó a la familia Beadnell con la intención de hablar a solas con Mary, confesándole sus sentimientos, pero ella lo rechazó groseramente; la muchacha y sus padres banqueros veían en el joven reportero un candidato soñador, pobre e inestable, que no garantizaba en modo alguno un buen futuro, y enviaron a la muchacha a estudiar a París, casándola poco tiempo después. Antes de su partida, Mary trató al escritor a veces con indiferencia y a veces con coquetería, jugando al gato y al ratón como harían muchos de los veleidosos personajes femeninos de sus obras posteriores; como haría la emblemática Estela en Great expectations, por ejemplo. Luego de 22 años, cuando Dickens se había convertido en un escritor famoso y establecido, Mary, ahora la señora Winters, lo

contactó por primera vez desde su juventud. Pronto arreglaron una cita a solas. Pero el tiempo había sido cruel con Mary, y de ese encuentro surgió el personaje de Flora, en Little Dorrit: “Flora, siempre alta, se había convertido también en ancha, y de respiración corta; pero eso no era nada. Flora, a quien dejó como un lirio, se convirtió en una petunia; pero eso no era nada. Flora, que antes le había parecido encantadora en sus palabras y pensamientos, ahora era vaga y tonta. Eso era demasiado. Flora, que había sido consentida y poco talentosa, se había empeñado en seguir siéndolo. Y eso era un golpe mortal”. Luego de ese primer encuentro se vieron una vez más, socialmente, acompañados de sus esposos. Después, a pesar de los intentos de Mary por seguirse frecuentando, Dickens la rechazó una y otra vez. Nunca volvieron a encontrarse.

La esposa victoriana Catherine Hogarth era bonita, pero no demasiado; tenía esa belleza un tanto silvestre de las muchachas escocesas, con su cabello abundante y rizado y unos ojos transparentes pero bovinos que le daban una serenidad agradable. Su padre era crítico musical y editor del Morning chronicle, donde Dickens trabajaba entonces como reportero. Se comprometieron en 1835, apenas un año después de que Dickens perdiera a Mary, su primer gran amor, y se casaron en 1836. Catherine escribió en 1851 bajo el seudónimo de lady Maria Clutterbuck su único libro, uno de cocina titulado ¿Qué tendremos para la cena? A pesar de su obvia domesticidad, Dickens la encontraba torpe como ama de casa y como madre, culpándola por la carga económica que le representaban sus diez hijos. Pocos años después ella recibiría por error una pulsera destinada a Ellen Ternan, la amante de su marido, y vendría la separación. Georgina, la hermana de Catherine en-

cargada de la administración de la casa, se puso del lado del autor: ella y todos los hijos, excepto Charles Jr., permanecieron en la casa paterna mientras Catherine se mudaba con una pensión anual de 600 libras. El New York tribune le publicaría al autor la siguiente aclaración: “Las peculiaridades del carácter de mi esposa arrojaron a los niños a los brazos de alguien más. No sé, ni me puedo imaginar, qué sería de ellos sin su tía, quien ha crecido con ellos, a quien quieren y quien ha sacrificado gran parte de su juventud y vida por ellos. Ella ha argumentado, razonado, sufrido y trabajado, una y otra vez, para impedir la separación de la señora Dickens y yo”. Catherine tuvo poco contacto con su marido a partir de entonces, aunque su relación, siendo distante, no era enconosa. A su muerte le entregó a su hija Kate las cartas que Dickens le había escrito en su juventud, ordenándole entregarlas al Museo Británico para que “el mundo sepa que alguna vez me quiso”.

La mujer invisible Ellen Ternan era hermosa, de una belleza oscura, estilizada y élfica; donde Mary Beadnell había sido una rosa inglesa, Ternan era una orquídea. La actriz conoció al escritor a los 18 años, ya veterana de giras constantes y poca paga, cuando fue contratada junto a sus dos hermanas para el montaje de The frozen deep, una obra en la cual el autor colaboraría con su amigo dramaturgo Wilkie Collins; Maria Ternan se llevaría el protagónico y Fanny y Ellen harían papeles menores. En una época cuando la profesión de actriz era considerada sólo un poco mejor que la de prostituta, Dickens comprendía y amaba la vida del teatro, habiendo albergado en su juventud la posibilidad de convertirse en actor para impresionar a su primer amor, quedándose largas temporadas en su casa

de Londres para asistir a los escenarios y a los clubes de actores. Desilusionado luego de su desafortunado reencuentro con Mary y hastiado de su esposa Catherine, se prendaría inmediatamente de la bella Nelly, a quien pronto le acondicionaría una casa en la ciudad. Un poco salvaje, divertida, inteligente e ilustrada, tan diferente de Catherine como el día de la noche, Dickens pasaría hasta su muerte, trece años después, al menos tres o cuatro días a la semana con Nelly, escapándose con ella frecuentemente de viaje. Pero esto lo sabemos sólo por accidente. Dickens, antes de morir, quemaría todas sus cartas. Quizá para borrar la historia de miseria y hambre de sus primeros años, quizá para esconder a Ellen de su inminente biografía: ella era para él la otra mujer, la actriz a quien tendría por más de una década en las sombras y, aparte de ocasionales y castas caminatas por las calles de Londres, nunca hizo con Nelly vida de pareja más que tras las paredes de su casa londinense. Excepto por la familia de ella, no frecuentaban a nadie. Cuando el autor murió de una embolia le dejó a Nelly mil libras de las 100 mil que poseía de fortuna. Ella se casaría años después, a sus 36, con un aspirante a seminarista de 24 con quien tendría dos hijos, pero no antes de mentirle sobre su edad. Luego de una vida sosa y esforzada, enviudaría, muriendo de cáncer a los 75. Su hijo Geoffrey encontraría entonces, entre sus pertenencias, las pocas cartas que quedaron a salvo de las hogueras del autor, descubriendo así el verdadero pasado de su madre que luego confirmaría en las memorias de Kate Dickens, quien terminó narrando la vida oculta que Nelly tuvo con su padre, rescatándola así del olvido total. Las cartas encontradas por Geoffrey fueron destruidas, a los pocos días, por él mismo. nv


domingo 5 de febrero de 2012

Charles y las

Dos cartas

latas de betún Iván Ríos Gascón

Dickens tenía 18 años cuando conoció a Mary Beadnell, su primer amor. La relación, breve e intensa, sobreviviría en algunas novelas. Ella es Dora en David Copperfield y, muchos años después, tras un reencuentro poco afortunado, sería la inspiración para Flora en La pequeña Dorrit. Traducida por vez primera al español, la correspondencia entre Beadnell (Winter de casada) y el autor de Oliver Twist forma parte del libro Dickens enamorado. Un ensayo biográfico, de Amelia Pérez de Villar, publicado por la editorial española Fórcola, con cuya autorización reproducimos una de las primeras y una de las últimas cartas de este epistolario amoroso. 18 Bentinck Street 18 de marzo de 1833 Querida señorita Beadnell: Sus propios sentimientos le permitirán imaginar, mucho mejor que cualquier intento mío de describirla, la penosa lucha que me ha supuesto tomar la decisión de seguir el camino que ahora escojo, un camino que no puede ser más contrario a mis deseos y sentimientos, pero que día a día se muestra ante mí como inevitable. Nuestros encuentros de los últimos tiempos, por una parte, han sido poco más que simples ocasiones de exhibir una indiferencia exenta de todo afecto y, por otra, nunca han dejado de mostrarse como fuente inagotable de desdicha y tristeza; y viendo, como no puedo evitar ver, que me he embarcado en una búsqueda que desde hace ya tiempo es más que desesperada —y perseverar en ella sólo conseguirá exponerme a un merecido ridículo— he tomado la decisión de devolverle este pequeño presente que recibí de usted no hace mucho (y que siempre he tenido, que aún tengo, en mayor estima que a cualquier otra cosa que yo pueda poseer) así como otros recuerdos que también incluyo de nuestra correspondencia de los últimos tiempos, que estoy seguro apreciará recibir dado que, habida cuenta de nuestras respectivas situaciones, estarán mucho mejor bajo su custodia que en mis manos. ¿Debo decir que nada hay más lejos de mi intención que herir sus sentimientos con las breves líneas que acompañan a este pequeño envoltorio? Soy probablemente la última persona del mundo que albergaría un propósito así. Pero me parece que ni es asunto ni momento para el juego frívolo, deliberado y calculador. Mis sentimientos sobre cualquier asunto, pero muy especialmente sobre éste, no deben ser para usted cosa de cuidado; a pesar de HÔTEL MEURICE, PARÍS, Jueves quince de febrero de 1855 Estimada señora Winter: (He tenido la tentación, cuando mojaba la pluma en la tinta, de dirigirme a usted por su nombre de pila.) La nieve se apila con tal altura en la línea de Ferrocarriles del Norte y, como consecuencia, el correo ha sufrido tales interrupciones, que su encantadora carta no llegó aquí hasta esta mañana. Le respondo a vuelta de correo, imaginando que Sarah* llegará a Finsbury Place con su cesta y su gesto de bien humorada compasión, se llevará la carta y me dejará tan desolado como solía hacer entonces. […] Siento mucho, muchísimo, que no se decidiera a escribirme antes del nacimiento de su hijita. Espero no obstante que un día usted le enseñe cómo debe ella contarles a sus hijos, en tiempos venideros, que Charles Dickens amó a su madre con el más extraordinario fervor cuando sólo era un muchacho. Desde entonces, siempre he creído que nunca hubo un infeliz tan fiel y devoto como yo lo fui. Todo lo que en mí hay de extravagancia, romance, energía, pasión, aspiración y determinación para mí siempre ha ido unido a aquella mujeruca tan dura de corazón —usted— por la que, no es preciso que lo diga, yo hubiera muerto con total disposición. Nunca se me ocurre, y nunca parezco darme cuenta, que hay otros muchos jóvenes en esa situación de ferviente desesperación, o bien que han llegado hace mucho a instalarse en una esperanza que les absorbe por completo. En esta cuestión, yo estoy perfectamente seguro de que, en

Dickens 200 07

todo, los tengo: tengo unos sentimientos, comunes con otras gentes —que tal vez en lo que a usted se refieren han sido tan fuertes y verdaderos como alguna vez pudo albergar un corazón humano—, y siento que sería mezquino y despreciable por mi parte conservar un regalo de usted o guardar una sola línea de remembranza o de afecto suyo. Por todo ello se los devuelvo, y no deseo más que poder olvidar, con la misma facilidad, que alguna vez los recibí. Tengo sólo una cosa más que decirle, y la digo en mi descargo. Para mí, el fruto de nuestra pasada relación ha sido, sin duda, la melancolía. Durante mucho tiempo he sentido cómo iba apareciendo la sensación de total desolación y desdicha que ha sucedido a nuestra correspondencia. Gracias a Dios puedo hablar por mí, y sentir que puedo arrogarme el mérito de haber actuado en todo momento, durante el tiempo que duró nuestro intercambio, de manera justa, clara y honorable. Bajo una capa de amabilidad y aliento un día, o con un comportamiento totalmente distinto al siguiente, yo siempre he sido el mismo. Siempre he obrado sin reservas. […] No he hecho nada que se pudiera decir que la ha hecho daño a usted. Y si he dicho (que no lo creo posible) alguna cosa que haya tenido ese efecto, lo único que puedo pedirle es que se ponga por un momento en mi lugar y hallará una explicación mucho mejor que la que yo pueda ofrecerle. Mi deseo de que sea usted feliz, aun viniendo de mí, no puede ser peor por sincero y honesto. Acéptelo con el valor que tiene, y crea que nada me causaría mayor contento, ni más verdadero, que saber que usted, el objeto de mi primero y último amor, es dichosa. Si es usted tan feliz como yo creo que puede serlo, entonces estará en posesión de todas las bendiciones que este mundo puede darle. C.D.

lo que a mí respecta, comencé a abrirme camino a través de la pobreza y la oscuridad, teniendo siempre presente la imagen de usted. […] El sonido de su nombre siempre me ha colmado de una especie de compasión y de respeto por la verdad, hasta el punto de que en mis estúpidos años mozos tuve que hacer depositaria de mi amor a una criatura que para mí representaba el mundo entero. Nunca he sido bueno desde entonces, nunca tan bueno como cuando usted me hizo tan terriblemente feliz. Y ya nunca volveré a ser ni la mitad de bueno que entonces. Resulta ahora tan extraño tanto pensar en esto como decirlo, después de todo lo que pasó después. Pero creo que cuando me pide usted que le escriba es porque no le cogerá desprevenida oír lo que de manera natural me sentiré impulsado a recordar. Asimismo, espero que no le desagrade leerlo. Imagino, aunque tal vez no haya usted pensado mucho, en los últimos tiempos, que yo la amaba entonces como ama un hombre, que habrá visto reflejada en mis libros la pasión que por usted sentía, y habrá pensado usted que no es cosa de broma haber amado así; y es posible que haya visto en algún detalle de Dora pequeñas pinceladas de lo que usted era. Estoy seguro de que sus gracias se habrán perpetuado en sus niñas y volverán loco en su momento a otro joven amante, aunque éste nunca sea tan devoto como lo fuimos David Copperfield y yo. […] Estimada señora Winter, le guardo un gran afecto. Suyo, CHARLES DICKENS *Una criada

M

ientras su familia purgaba una sentencia carcelaria por los desastres financieros del patriarca John, él etiquetaba latas de betún en un alucinante barracón a orillas del Támesis, donde las ratas correteaban entre los pies de los empleados y la marea solía anegar sus pasos cada vez que el río se encaprichaba con las orillas londinenses. Tenía doce años y le obsesionaba la miseria, el inexorable destino de la marginalidad. Quizás es por eso que los críticos opinan que su temperamento narrativo proviene de la infancia y que la vitalidad de los barrios agrestes con sus buhardillas deprimentes, la desolación de los semblantes y la barahúnda cockney son la impronta de un universo donde, decía T. S. Eliot, la realidad era casi sobrenatural. Imagino a Charles trasegando con los tarros. Las manos resecas por el pegamento de los rótulos, la idea de encierro girando en su cabeza y, por qué no, la premonitoria imagen de un caserón con las ventanas tapiadas en las que nunca penetra el sol. Ahí deambula la figura enflaquecida de una mujer con un vestido de novia amarillento. Lleva un solo zapato, el otro se halla sobre la mesa, un tablero semejante a aquel en que se inclina para colocar los pegotes en las latas de betún. ¿Cómo era el calzado que él usaba al ocuparse de los frascos para lustrar los botines de un inglés afortunado? ¿En qué momento concibió el despojo de un pastel de bodas cubierto de telarañas, solitario y nauseabundo, tan simbólicamente exacto como un reloj paralizado a las nueve menos veinte, la hora funesta en que desdeñaron a la mujer enflaquecida con el vestido de novia amarillento? Y claro, podrían decirme que

cuando adhería las etiquetas él no pensaba en esa historia, ni siquiera sospechaba que iba a concebirla porque los relatos llegan solos, tienen su tiempo y su lugar o no prosperan, son irrealizables, pero supongo que ciertos libros suelen palpitar interiormente, suaves e inaudibles para lenta, gradualmente retumbar en el espíritu y erigir un mundo paralelo, ese escenario donde Pip se encuentra con la señorita Havisham y desentraña la frágil crueldad de las grandes esperanzas en un banquete enmohecido, un rancio pastel, un velo desgarrado. Imagino a Charles aturullado por el aroma del betún. El olor le inspira un fresco impasible: habitaciones en penumbra, polvo y marasmo, la nostalgia. Y tal vez, cuando su olfato descansaba en los hedores de Camden Town y concentraba su mirada en el reverso delincuencial de la pobreza, comenzó a hilvanar la alocución más emblemática de la señorita Havisham, esa que refiere al amor como una humillante entrega del corazón y el alma a quien no lo merece. En las novelas de Dickens, señaló Sergio Pitol, no hay héroes. El propio Charles nunca lo fue. De un puritanismo extremo (victoriano al fin), disoció al amor de la pasión y no dudó a la hora de acusar de demencia a su esposa para poder vivir con Ellen Ternan, una actriz de dieciocho años (él tenía cuarenta), con la que pasó el resto de su vida. Imagino que el vestido de novia amarillento y la delirante soledad, que el banquete y el pastel podridos, como la ciega devoción de la señorita Havisham, surgieron entre los roedores y la humedad de la que también brotaron el Club Pickwick, Oliver Twist, Nicholas Nickleby, Dombey y su hijo, David Copperfield, la pequeña Dorrit y un tenebroso guardavía, porque en el mecánico pegar de una etiqueta la imaginación es un refugio intemporal. nv especIal


08 Dickens 200

domingo 5 de febrero de 2012

Visor ESPECIAL

El hechizo

de la niebla

Adriana Díaz Enciso

U

na mañana de diciembre estaba leyendo Dickens, la biografía escrita por Peter Ackroyd. Leía sobre la época en que Dickens empezóatrabajarenCasa desolada, y sobre cómo le horrorizaba la visión de un Londres lúgubre, con la niebla invadiendo toda la ciudad. Afirmaba: “Londres es un lugar vil, lo creo sinceramente”. Sumergida en mi lectura, podía percibir la opresión que debió haber sentido al decir esto. Entonces me asomé por la ventana y me di cuenta de que no era una mañana como cualquier otra: las calles estaban demasiado quietas, suavizadas por una neblina espesa comonolahabíavistoduranteunbuentiempo. Reaccioné con el mismo entusiasmo que he sentido cada vez que me ha sido concedida la visión de la niebla en esta ciudad. Decidí apresurarme con mis tareas domésticas de la mañana para salir corriendo y no perdérmela. Tras un regaderazo apresurado, me puse mi abrigo de invierno y salí. Mientras subía por la pendiente hacia HighgateVillage,conlapesada edición de pasta dura de Dickens apretada bajo el brazo, me di cuenta de que me faltaba el aliento; de que, en la niebla, la subida era más ardua. Hacía frío. El ánimo depresivo de Dickens, sumamente real, ante la vista de unamañanacomoéstaexpresadoensuspropias palabras estaba por supuesto muy fresco en mi memoria, y de pronto me pregunté si mi reacción entusiasta ante la niebla de Londres no era simplemente la forma más burda de ingenuidad e ignorancia turísticas… de tan mal gusto, quizá, como un extranjero en México ansioso por ver muchos sombreros. Pero aún disfrutaba mi paseo, cubierta por el misterio de la niebla. Podía percibir una sensación de desolación real que sin embargo me ayudaba a olvidar mis propias inquietudes privadas —todo estaba más silencioso que de costumbre, y la soledad era más real—. Pensé que quizá la fascinación de la niebla reside no sólo en que acalla el ruido incesante y sin sentido de los afanes

y preocupaciones humanos, sino en que de hecho logra abstraer al elemento humano de cualquiera que sea el paisaje que envuelve, volviendo el espacio restante y figuras en movimiento formas puras e impenetrables de la creación, con todo su misterio intrínseco intacto. Un pájaro empezó a cantar en algún lado, y la neblina volvía difícil ubicar la dirección del sonido. La poca gente que encontré parecía amortajada por algo que entonces me pareció en verdad sagrado. La calle principal de Highgate también se veía diferente. La escuela y el cementerio, que nunca me canso de admirar, aunque sea sólo porque reviven tantas de mis fantasías infantiles, ahora se veían sólo a medias a través del velo espeso de la niebla que lograba atenuar incluso la brillantez de sus muros de ladrillo rojo. Luego entré al Parque Waterlow, tan absolutamente distinto ahora del lugar radiante que había sido el verano pasado: no había cielo, sólo esa blancura suspendida amortiguando los sonidos. Una mujer que empujaba una carriola me pasó de largo como en sueños. Un perro salió de detrás de unos árboles, un galgo elegante y plateado que, en este repentino extrañamiento de la naturaleza, tenía la apariencia de una criatura verdaderamente estrambótica. Un hombre de piel morena de unos cuarenta años, con un overol azul o verde, que había estado barriendo hojas muertas y húmedas, se había quedado quieto a media acción y llevaba así sólo Dios sabía cuánto tiempo, apoyado en su rastrillo, mirando al vacío, como atacado por una repentina imposibilidad de actuar. A unos pasos de él, pero de alguna forma a una distancia que la niebla lograba hacer más grande, inmensa, pese a la evidencia visual de estar tan cerca, una mujer joven de cabello rubio hasta los hombros, cubierta con un suéter rojo, estaba trepada a una escalera sujetando a las ramas de un árbol un tira de grandes ornamentos de colores extremadamente vívidos, supongo que en preparación para una fiesta infantil muy improbable, en un día como ese. En semejante mañana, era ella, y no el hombre paralizado a media acción, la visión más extraordinaria e incoherente.

Un cuervo, su plumaje inquietantemente lustrosocontralapalidezblancadelaire,saltaba sin hacer ruido sobre la hierba. Cada figura estaba definida, aislada, recortada contra el aire lechoso que tejía distancias tan extrañas entre los objetos, envuelta en ese silencio. Entonces empezaron a caer pesadamente unas gruesas gotas aisladas de agua condensada sobre el suelo. Su sonido, aunque amortiguado, tenía una extraña resonancia. Dos o tres, luego de nuevo nada. Empezaba a hacer más frío y busqué refugio en el café de Lauderdale House. Nunca había estado ahí, aunque tenía la intención, y la imagen de dos pequeñas estatuas de lo más pintorescas de unas figuras femeninas con sombrero, medio rotas y con la mirada fija en el paisaje borroso, me atrajo de cierta manera. El café estaba rodeado por una vieja valla doblada de alambre, y todo aquella mañana tenía un aire ruinoso; no la ruina de lo antiguo, sino de las cosas viejas e inútiles. Me dije que ahí podría continuar con mi lectura y trabajar, saboreando el placer sin duda extraño de estar en uno de esos innumerables cafés ingleses desolados que parecen haber perdido el rumbo entre las viejas casas de té, la atmósfera estéril de las cadenas comerciales, las cafeterías caras y no muy excitantes de casi todos los museos y galerías y los verdaderos cafés, que parecen ser tan recientes en Londres; uno de esos establecimientos ingleses tan extraordinariamente carentes de encanto, donde el café con toda probabilidad no será muy bueno, tan inocentes en todo conocimiento relativo al placer y la indolencia de ver pasar la vida que es natural en los cafés de otros países. Nada de eso en estos lugares, en esta austeridad, esta forma llana de pureza manifiesta en comida insípida y bebidas aún más insulsas. Tenía la impresión de que el café de Lauderdale House era uno de esos lugares, aunque me lo habían recomendado con entusiasmo por su atmósfera animada. Quizás era la neblina lo que causaba una impresión equivocada. De cualquier forma, el ascenso impulsivo por la colina me había hecho bajar el nivel de azúcar, y me senté

ante un capuchino insípido (nada inesperado) y una rebanada anodina de apple crumble. Pero realmente no podía leer ni trabajar. El decaimiento del hombre mayor y gordo, su silencio pesado mientras escuchaba el parloteo ocioso, o nervioso quizá, de la mujer que lo acompañaba en la mesa junto a la mía, volvían imposible la concentración. Estaba además la carriola con el bebé que se reía con un silbido perturbador, aunque seguramente no era nada serio, puesto que lo celebraban tanto su madre y su abuela. Y entonces, de pronto, había demasiada gente entrando, la mayoría mujeres de mediana edad que parecían todas mal vestidas y angustiadas (¿o era, de nuevo, la niebla?). El lugar parecía demasiado grande, demasiado blanco, demasiado vacío, todos los ruidos muy audibles mientras se arrastraban zapatos y sillas sobre las losas del suelo. Empecé a temer que alguien quisiera sentarse a mi gran mesa redonda. Así que escapé, sencillamente mirando frente a mí: sólo aire blanco que se movía curiosamente de manera casi imperceptible. Decidí regresar a casa. Hacía demasiado frío y me dolían los huesos. Todo estaba húmedo; las hojas resbalosas y podridas soltaban su aroma rancio. Los majestuosos domos verdes de la iglesia de St. Joseph apenas se distinguían entre aquella sábana blanca que ocultaba el cielo. Realmente no debí haber temido que se dispersara la niebla: se volvía más y más espesa a medida que avanzaba la mañana. El pub de enfrente, un lugar tan refulgente en el verano, ahora, con su terraza desierta, parecía un edificio completamente distinto. Aún disfruté el camino de regreso a casa y aún podía apreciar el misterio de la niebla. Sin embargo, a medida que se aproximaba la tarde y atisbaba el rojo y negro del puente de los suicidas asomando ominoso a través del aire blanquecino, convirtiéndose por primera vez en una imagen en verdad desconsolada, empecé a desear que regresara la “normalidad”, el ruido y el inútil afán humano que nos uniera a todos de nuevo al paso ordinario del tiempo. Y pensé en Dickens, tan imposiblemente muerto, y en la tristeza oculta en todas las vidas humanas, y en todas las pobres almas desgraciadas y olvidadas a las que concedió al menos la frágil inmortalidad de páginas de libros, y en qué sentido tiene escribir, qué sentido tiene hacer cualquier cosa. nv Este es un fragmento de un libro sobre Londres como ciudad literaria y del imaginario, centrado alrededor de Charles Dickens, William Blake y Arthur Machen. El libro está siendo escrito en inglés. La traducción es de la misma autora.


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