Visor 08-Ene-2012

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Alfred Döblin El envenenamiento página 2 Martin CampsMonera en vilopágina 6 Juan Carlos Villanueva Entrevista a Florence Welch página 8 Milenio

domingo 8 de Enero de 2012

442 especial

Mario Muchnik

El último editor Víctor Núñez Jaime

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El envenenamiento

Del autor de Berlin Alexanderplatz, un clásico de las letras en lengua alemana de la época de entreguerras, presentamos un pasaje de una de sus novelas más apreciadas por la crítica literaria, publicada en 1924 Narrativa Alfred Döblin

E

lli Link, una hermosa rubia, llegó a Berlín en 1918. Tenía diecinueve años. Antes había sido aprendiz de peinadora en Brunswick donde sus padres tenían una carpintería. Pero un día le dio por robar y sustrajo cinco marcos del monedero de una cliente. Luego de esto pasó algunas semanas en una fábrica de municiones, y después terminó su aprendizaje como peinadora en Wriezen. Era una chica despreocupada, amaba la vida; se dice que en Wriezen no era precisamente una asceta y que le gustaban los excesos. Fue entonces cuando llegó a Berlin-Friedrichsfelde. El peluquero que la contrató la encontraba dedicada, honesta y dotada de un excelente carácter. La mantuvo por quince meses, hasta el día de su boda. También advirtió su gusto por la vida. En noviembre de 1919, mientras ella paseaba con una de las clientes, conoció al joven carpintero Link. 111 Elli tenía un modo de ser particular aunque mundano. Era de una frescura cautivadora, alegre como un pinzón, jovial como un niño. La divertía provocar a los hombres. Se daba a uno o a otro: por curiosidad, por el placer de observar al otro, el macho, por pasársela bien. Se sorprendía y encontraba divertido pero

extraño ver a los hombres tomarse todo tan a pecho, apasionarse. Acudían, los confundía, y luego los cazaba. Apareció entonces el joven carpintero Link. Era serio, perseverante. Hablaba de asuntos políticos que ella no entendía, era comunista, apasionadamente. Se prendó de ella. De esa cabecita hermosa, llena de rizos, rubia, de mejillas frescas. De ella que tenía siempre una mirada jovial y a veces se mostraba tan exuberante que su corazón se derretía. La quería para esposa. La quería a su lado. A ella no le pareció del todo extraño. Link no era el tipo de hombres que ella frecuentaba. Tenía el mismo oficio que su padre, ella conocía las cosas del trabajo de las que él hablaba. Eso la retenía un poco. No podía utilizarlo como a los otros. Que ese hombre fuera su pretendiente la honraba, la ponía contenta; estaba en su elemento familiar. Pero también era necesario que ella cambiara; él así lo quería. Sondeó el terreno con su familia, les hizo saber que tenía un puesto fijo y que el carpintero Link, un obrero serio que ganaba bien, la pretendía. La felicitaron. Padre y madre estuvieron contentos. Y Elli, pensando en ellos, advertía en sí misma cierta dicha. En el fondo lo quería. Él tenía la intención de cuidarla; ella se ocuparía de una casa y un marido. El matrimonio era algo terriblemente simpático, pero agradable, le parecía: me cuidará y gozará haciéndolo. La verdad era que lo amaba. Pero aun así no

renunció a algunas escapadas ocasionales. Link estaba totalmente entregado. Entre más tiempo pasaban juntos, ella se daba cuenta. Al principio no lo advirtió. Todos los hombres eran así. Después a ella le resultó incómodo. En él era tan fuerte aquello, y siempre tan regular. Poco a poco algo fue creciendo en ella: comenzó a desear que él no fuera así. Link le impedía inflar el tema de que era un hombre serio, del temple de su padre, y que iban a fundar una familia. De golpe cayó al nivel de sus amantes anteriores. No, más bajo aún, porque dependía tanto de ella, se obstinaba y se imponía de forma violenta. Con cólera, con dolor, ella se dio cuenta de que ese no era el hombre que buscaba. Él mismo lo demostraba. Sin embargo, se quedó con él. Ya todo estaba en marcha. Pero entre más tiempo transcurría, más le afectaba esta situación. La carcomía. Ese Link la había seducido con una promesa, y en ésta había visto una promoción. Ahora tenía vergüenza, incluso ante sus propios ojos. Era una desilusión subterránea. Que remontaba a veces a la superficie en forma de accesos de cólera. A menudo era mala con él. Lo trataba con un tono espantoso, lo reñía como a un perro. Entonces él pensaba consternado: se quiere deshacer de mí. Luego ella hacía borrón y cuenta nueva. Se quiere casar conmigo; ¿por qué no? Tener su propio hogar no era desdeñable.

Además él era tan infeliz; le daba lástima. Se casaría. Por horas se abandonaba con regocijo a su imaginación, sería una esposa, tendría una familia como la de Brunswick, su marido gozaba de una buena posición, la amaba, era un hombre serio. En noviembre de 1920 —ella tenía veintiún años y él veintiocho— se casaron. Se fueron a vivir a la casa de la madre de Link. Ni hablar de tener casa propia. La madre de Link dijo que se mudaría, pero al final se quedó. Esta mujer era desagradable con su hijo quien, por su parte, no le tenía afecto. La mujer no deseaba ser suplantada por la nuera. En las discusiones Link tomaba partido por su esposa. Injuriaba groseramente a la madre. La joven Elli escuchaba. Con el miedo de que un día esas injurias se volvieran contra ella. Cuando se lo hizo ver, él masculló: “¿Pero de qué hablas?” Pronto Elli pudo hacerle frente a su suegra de manera más clara; una vez que los ingresos de su marido disminuyeron, él le permitió volver a trabajar. En la semana se ocupaba de la casa, tenía todo bajo control; sábado y domingo ayudaba en la tienda y la vieja la reemplazaba con su bendición. Sobrevino un periodo en el que Link salía a menudo por la noche, solo, noche tras noche, dejando a la joven que se quejaba de falta de atención; nada de lo que ella hacía era de su gusto. Y sin embargo había sido él quien había querido casarse. ¿Qué había sucedido?

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literatura 03 especial

Link había crecido con su madre, en el trabajo y el mal humor. Quería abrirse paso en la vida. Ahora bien, su mujer, esa cabeza de chorlito con rizos, no se interesaba en él; como era su costumbre, se dejaba llevar por sus caprichos. Un día se acercaba a él, al día siguiente lo trataba con desprecio, diciéndose: “¿Pero por quién se toma?” Era un hombre rudo que le gustaba creerse un esclavo del trabajo. Para poseerla por completo, empezó a acercarse a ella —físicamente. En otros tiempos Elli había frecuentado muchos hombres. Hoy uno de ellos la oprimía, y no podía librarse de él cuando estaba harta. El hombre tenía sus exigencias. Y el derecho de mando. Ahora bien, el contacto físico desagradaba a Elli. Lo toleraba en silencio. Se excitaba de una manera muy poco agradable. Se forzaba a aguantarlo sabiendo que eso era el matrimonio, pero habría preferido que no sucediera. Estaba contenta cuando se encontraba sola en su cama. Link se había casado con una mujer joven y atenta. Feliz de que ella lo escogiera. Ahora echaba pestes en su presencia. ¿Qué significaba? Ella iba muy lejos con sus niñerías, no era afectiva con él. Por más que era amable con ella en el día —cuando ella era a menudo insoportable—, en la noche ella permanecía indiferente en sus brazos. La quería. Ella no cambió: ya no tenía hogar. Aunque la trataba con ternura como a una muñeca, cuando quería unirse a ella para ganársela, ella era ajena y no lo aceptaba. Elli advertía el malestar del marido. Eso la hacía gozar. Un gozo maligno. No tenía más que dejarla tranquila. Y luego se transformaba en esposa, se empeñaba en cambiar sus sentimientos sin conseguirlo. Sentía oscuramente y no sin angustia que no podía librarse. Esta idea la atravesaba furtivamente, la impulsaba a menudo a ceder ante él. Pero con este sentimiento cada vez más fuerte: no tenía ganas. Y luego una sensación masiva de asco. Por la noche él se refugiaba en sus reuniones que procuraba fueran muy animadas, lo más radicalmente posible. Resurgía un viejo y terrible sentimiento de indignación, una idea lo rondaba: no soy lo suficientemente bueno para ella, se hace la importante. Luego temblaba: la voy a someter. Lo que más le molestaba era su repugnancia al sexo. 111 Tal como estaban ahora sus posiciones se habían modificado: él se encontraba decepcionado, frustrado de lo que buscaba en el matrimonio: Elli no le daba a este hombre iracundo, dividido, ni alegría ni mucho menos impulso. Ella no le dejaba ninguna posibilidad de acceder al amor cálido, cariñoso, que había sentido con ella al principio y que lo había hecho pedir su mano. Era una desilusión comparable a la que ella sentía: no es éste el hombre serio al que me gustaría seguir. Con insultos, con escenas exasperadas, él buscaba rechazar todo. Después decidió luchar. El asunto era vital. No renunciaba a Elli. Antes aprovechó la situación para vengarse de ciertas cosas pasadas: se dejó ir, vociferando por naderías. El sentimiento de venganza le hacía bien, lo reconciliaba casi con él mismo. Era la primera parte del año 1921. Tan sólo llevaban algunos meses de casados. Quería conservarla, a ella que era tan gentil, tan alegre; aún tenía este carácter que le gustaba y que le recordaba los buenos tiempos. Quería recobrar eso. Quería aferrarse a ella. Quería amarla. Tomó un camino peligroso. Sin saber ni cómo ni por qué y a pesar de una clara repugnancia íntima, se le ocurrió liberarse sexualmente con ella. Exigirle violencias, salvajadas y extravagancias. En ambos fue un verdadero detonador. Un cambio se operó en él. No podía resistir a sus impulsos depravados. Y sólo más tarde advirtió que era, entre más ardiente, más apasionado, la forma que usaba con las prostitutas. Por medio de este desencadenamiento y esta brutalidad quería olvidar su infortunio. Castigar a Elli, degradarla justo por donde se le escapaba. A ella no le gustaba; mejor; su aversión misma lo excitaba, aumentaba la atracción. Él quería el furor. Otro sentimiento lo habitaba de forma muy subterránea: hacerle ver los viejos y reprobados gustos era una forma de someterse. Él se sinceraba. Era necesario que ella lo aprobara. Que lo aprobara a él. Era necesario que ella lo reprendiera. De una forma u otra.

Berlín, ca. 1920

especial

A

lfred Döblin (1878-1957) es considerado el mejor escritor del expresionismo alemán. Su obra, que incluye ensayo y novela, no había sido muy divulgada hasta que Rainer Werner Fassbinder adaptó Berlin Alexanderplatz para la televisión. Doctor en psiquiatría y periodista, el análisis del comportamiento humano es un elemento fundamental en su narrativa. El envenenamiento muestra el estilo directo y telegráfico, a medio camino entre el caso clínico y la crónica, que influiría a autores como Günter Grass. Las dos amigas y el envenenamiento, basada en un hecho real ampliamente difundido por la prensa berlinesa en 1923, fue publicada en español en 2007 por la editorial Acantilado en traducción de Joan Fontcuberta. La versión que ofrecemos, hace evidente el ritmo y la velocidad que Döblin imprimía a su escritura y la manera como profundizaba en la psicología de sus personajes.

Ella comprendió. Actuó como había que hacerlo. Ya tenía tendencia a tolerar ciertas cosas para castigarse por sus flaquezas sexuales. El asco que la invadía, que mancillaba al hombre en su conjunto y le daba un olor de azufre, no lograba siempre apaciguarla. Para entonces, pese a su aversión, es decir su terror, ella presentía que él cambiaba pero que, pese a todo, no la soltaba. Mejor, pues era de nuevo el amante de antes que suplicaba, y que se sometía a ella de otra manera. Ella intuía que cólera, insultos, golpes no eran sino otra forma de sumisión. Y en la medida en la que no podía abandonarse en cuerpo y alma a la ternura, a la pasión, esto le convenía. Resentía una excitación amedrentada pero no desprovista de placer al verlo aproximarse. Gozaba cuando se acercaba, con su sufrimiento de no poder evitarla. Era de hecho una prolongación de sus disputas, una manera de llegar al fondo de su lucha, por medios extraños. Era algo que tenía más de pelea que de opresión. Ya no eran las formas de antes, suaves, lamentables y un poco necias, los mimos, los murmullos amorosos poco viriles. En su alma se había abierto un territorio desconocido. Efectivamente, una paz temblorosa se estableció entre ellos sobre esta base. Nuevas razones le hicieron retomar el camino del hogar, y recayó en sus cadenas como él lo deseaba. No podía ignorarla. Y la arrastraba consigo… Por supuesto ella se había acercado a él. ¡Pero por una vía peligrosa! No se detuvieron en estos abrazos iracundos. El cambio se produjo tanto en él como en ella. La violencia resplandecía en pleno día. Los dos estaban cada vez más inestables y tenían necesidad de compensaciones. Se volvieron más y más huraños, irritables, tensos. Ella lo vigilaba, acechando su evolución. En él, el deseo anhelante, febril, de dejarse llevar. Se desataba en su presencia, rompía vestidos, volteaba cestos de ropa sucia. Y él mismo se daba cuenta que se complacía en ello. ¡Que lo viera cómo era en verdad! Se descubría siempre más, y a los reproches que él mismo se hacía, se respondía que era necesario castigarla y en casa mandaba él. Y en el intervalo, el hombre decepcionado que había querido comenzar una nueva vida con Elli cons-

tataba su recaída, sin saber cómo evitarla. A veces un pavor lo oprimía, una piedad por él mismo, por Elli, por su matrimonio. El dolor de ver cómo las cosas habían cambiado. Todo iba bien cuando no estaba en casa. En el curso de estos meses, hacia la mitad del primer año de casados, noche tras noche, merodeaba en las tabernas, se arrojaba a ciegas en el radicalismo revolucionario. Y se dio a la bebida. Encontró en la ebriedad su libertad y su calma de antes. Sin nostalgia alguna. Cuando volvía ebrio, ahí estaba su mujer. Debía hacerse su santa voluntad. Con o sin golpes. Y todo estaba bien. Mientras él evolucionaba de esta forma, Elli se volvía más callada. Su situación empeoraba. ¿No llevaba ella la peor parte? Alimentaba odio. A menudo la golpeaba. A veces discutían hasta las tres de la madrugada. Peleas que no tenían nada de abrazos invisibles. La violencia había perdido casi todo su atractivo. Ya era brutalidad pura. Y mientras él la poseía, del acto sexual también estaba excluido todo sentimiento; en ella había un asco terrible, una rebelión acrecentada y odio. Elli, que había entrado al hogar con una sonrisa socarrona en los labios, se las tenía que ver con un amo brutal. Atenta y con cierto placer, la madre de Link, cuyo apartamento aún ocupaban, seguía los acontecimientos. Ya el hijo estaba de su parte; ella la tomaba contra la nuera. Elli sólo era cólera devastadora. Quiso dejar a Link. Mientras hablaban durante uno de los altercados cotidianos, él le arrojó, sarcástico, el baúl de mimbre a los pies. La madre, con su ensañamiento, le inspiraba aún más cólera que Link. Elli amenazó: “Si las cosas no cambian pronto, habrá una desgracia”. La madre —que tenía mala conciencia— temía a su nuera. Un día que Elli la invitó a tomar café, el olor le pareció acre y picante. Y mientras lo probaba con la punta de la lengua, el café le picó desagradablemente. Explotó contra su nuera: “¡Me quieres envenenar!” Elli probó el café, y se alzó de hombros: “¡En mi casa usted viviría cien años…!” La vieja relató el episodio a todos los vecinos, y a su hijo cuyo semblante se ensombreció aún más. Sin embargo, Elli se debatía. Poco después del incidente, en junio de 1921, abandonó la casa y se fue a Brunswick con sus padres. Se llevó en venganza todo el dinero que encontró, incluso el de la bicicleta que su esposo acababa de vender, y las monedas para pagar el gas. nv Traducción de José Abdón Flores


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Mario

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Muchnik:

el último

editor

Tiene 80 años de edad y mil anécdotas que está dispuesto a contar. El primer libro que publicó, a mediados de la década de 1970, fue Y otros poemas. A partir de entonces se ocuparía por igual de cerca de 500 autores, incluyendo al Premio Nobel Elias Canetti. En estas páginas deja constancia fiel de su oficio Víctor Núñez Jaime

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ace unos días Mario Muchnik fue operado de cataratas en los ojos y todavía tiene la vista un poco nublada. Hasta antes de la operación estaba leyendo las obras completas de Mark Twain. Ahora, en cambio, apenas puede leer con ayuda de una lupa algún artículo de los suplementos literarios. “Pero la semana próxima me entregan mis nuevas gafas. Y el médico me dijo que será como tener en los ojos unos objetivos de la Leica”, dice con media sonrisa. “Es que no puedo estar sin leer. Es lo peor que me puede suceder”. Muchnik está sentado en un sillón de la sala de su casa, en un onceavo piso, frente a un enorme ventanal que permite tener bien iluminada toda la habitación. Las paredes son blancas y sobre las paredes hay cuadros de Nicole Thibon, su esposa. Al fondo abundan los libros. Y más allá también. Son los que él ha editado a lo largo de su “accidentada carrera editorial” y los que ha leído por gusto y necesidad. Además, hay discos. Documentos. Un archivo fotográfico. Aquí Muchnik se despierta, desayuna, lee, echa una siesta, lee, come, lee, otra siesta, lee. “Ahora mis días son todos igualitos: con mucha pereza, la siesta es larga, je je”. Las horas van pasando y él no quiere dejar de leer. Libros, revistas literarias, pruebas de imprenta. Algún periódico: “es que el periodismo está muy mal. A veces es como si uno no leyera nada. No tiene sentido”. Habla con abundancia mezclando el acento argentino y español. Hoy viste camisa blanca, pantalón gris, chaleco azul marino, zapatos negros. Es un hombre grueso, barba y pelo blanco y ralo. Un poco colorado.

Para llegar a esta entrevista hubo que insistir en persona, por teléfono, por correo electrónico. Durante los últimos meses, Muchnik ha estado sujeto a los requerimientos médicos, a la presentación de su nuevo libro, a un homenaje, a su participación en el Festival Ñ de Literatura en Madrid… Pero ahora, por fin, comparte su experiencia con generosidad. Está consciente de que es prácticamente el último editor. De los tradicionales, de los que anteponen la calidad literaria al marketing, de los que mantienen una estrecha relación con sus autores, de los que en la actualidad, en plena “revolución tecnológica que amenaza al papel”, siguen haciendo un libro a la manera de los artesanos: con mucha paciencia y sumo cuidado. Así que por eso y porque tiene 80 años lanza una advertencia: —Podemos estar aquí hasta la media noche, ¿eh? Has venido a verme en una época en la que tengo más amigos muertos que vivos. Y mil anécdotas. Pero esto es normal, según me dicen los mayores. Muchnik suspira. Y ríe. Ríe hasta con los ojos. 111 El teléfono sonó a la una de la tarde del 15 de octubre de 1981, cuando Mario Muchnik y su secretaria revisaban la traducción de un libro. El editor contestó e inmediatamente recibió una descarga emocional de su interlocutor: —¡Pibe! ¡La radio! ¡Canetti, Premio Nobel! Una dolorosa secreción de adrenalina se apoderó de los riñones de Muchnik. Pero eso no le impidió saltar de alegría. “Porque era lo que correspondía. Porque éramos lo bastante jóvenes como para permitirnos eso”, recuerda ahora. El Premio Nobel de Literatura para uno

de los autores que editaba era el gran espaldarazo que su editorial requería. Para entonces ya hacía más de un lustro de que había fundado Muchnik Editores. Su padre, Jacobo Muchnik (1907-1995), era hijo de unos exiliados rusos que se establecieron en Buenos Aires, donde él se hizo editor. Organizaba reuniones en su casa a las que acudían escritores como Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato. Mario Muchnik era entonces “un chaval” y comenzaba así a adentrarse en el mundo de las letras. No obstante, el día que tuvo que elegir una carrera universitaria se decidió por la Física. Estudió en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Después trabajó en el Instituto de Física Nuclear de Roma. Y hasta descubrió una partícula: la antisigma (“sin ninguna trascendencia”). Luego se fue una temporada a Londres, donde comenzó a inmiscuirse en las labores editoriales, y llegó a París en el mítico 1968. Entonces fue contratado por la editorial de Robert Laffont. Fueron cuatro años en los que aprendió lo que se hace en todas las áreas de una empresa editorial: producción, corrección, ventas, publicidad. Esa fue su escuela. Su “Universidad de la Edición”. Así que con eso y con lo que también aprendió de su padre se animó a ser editor independiente. “El primer paso para una aventura de este tipo es conseguir financiamiento ajeno y un buen distribuidor”. Lo consiguió y puso en marcha su propia firma en Barcelona. El primer libro que publicó Muchnik Editores fue Y otros poemas, de Jorge Guillén. “El libro lo iba a hacer un editor mexicano que se llamaba Joaquín Diez Canedo, de la editorial Joaquín Mortiz, de México. Lo iban a hacer ellos, pero Jorge Guillén quería que el libro apareciera cuando él tuviera 80 años, antes de cumplir 81. Él cumplió 81 en enero de 1973. Se hizo la fiesta en la casa de mi padre en Niza, Italia, y Joaquín Mortiz todavía no había publicado nada. Pedimos el libro y el original nos los trajeron de México. Jorge lo revisó, fotocopiamos y lo enviamos a Buenos Aires para que se imprimiera. Y debe estar por aquí”. Mario Muchnik se levanta de su sillón y en unos instantes vuelve con el libro en la mano. Es

gordo, beige, únicamente con el título en la portada, Y otros poemas, en mayúsculas negras. “Está dedicado. O sea: es un libro muy valioso. Por ser el primero de mi editorial y por ser de él. Míratelo un momento. Mientras, bajo el toldo. Porque la luz que entra por la ventana me deslumbra. Así tendremos un aire mediterráneo”. Y sonríe. La dedicatoria dice: A Mario Muchnik deseándole las mejores aventuras personales y editoriales muy cordialmente su amigo Jorge Guillén Cambridge, 27 de abril -1974.

Mario Muchnik vuelve a sentarse: “Guillén pensaba que ese iba a ser su último libro, porque ya cumplía 80 y se sentía muy viejo. Por eso se llama Y otros poemas. Porque Guillén quería que fuera algo así como en las biografías: “escribió tal y tal. Y otros poemas”. Pero vivió más. Todavía hizo otro libro que se llamó Final. Claro, porque ya no sabía cómo llamarlo”. Lo que Muchnik tampoco sabía cómo llamar era la noticia del Nobel para Elías Canetti. ¿Suerte? ¿Consecuencia del buen olfato de editor? “No lo conocía a Canetti. Yo no tenía una cultura literaria cuando empecé en esto. Mi cultura literaria empezó con la editorial. Porque tenía que leer cosas para publicar. Un amigo americano, músico, me recomendó un libro de Canetti: Masa y poder. Lo leí en una semana. Es denso, pero lo leí en una semana. Me gustó. Luego leí Auto de fe, su única novela. Era cuando estaba a punto de crear mi editorial. Luego, ya con ella en marcha, uno de los primeros títulos que edité fue El otro proceso de Kafka. Yo no sabía que llegaría la aventura del Nobel. Pero llegó. En aquella época todavía los reyes de Suecia eran unos chavales. Y Canetti me contó que en el gran banquete del premio hubo una reunión previa y todos los co-


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mentarios eran sobre la belleza de la reina. Y sí, ¡era para enamorarse! ‘Sí’, me dice Canetti, él era muy sentencioso. ‘Y lo más importante’, dice, ‘es que era plebeya. Claro, ¡ella era más inteligente y más bella por ser plebeya!’ “Después”, continúa Mario Muchnik, “Canetti me muestra el Premio Nobel: una medalla en una caja negra acolchada. Me dice: ‘Los del banco me proponen guardarla ellos’. Y hace un silencio. Y enseguida: ‘A usted ¿qué le parece? Yo tengo mis reparos, pero dicen que es más seguro’. Y yo le digo: ‘Más seguro, seguro que es’. Y él: ‘¡Qué bonita frase! Bueno, yo les voy a decir que usted me autorizó’. Es que para él esa medalla no era su gran tesoro. Su gran tesoro me lo mostró: los papeles. Abrió un mueble en donde había, no quiero exagerar, pero quizás eran unas diez mil páginas. Unas pilas enormes de papel. Eran los originales de lo que había mandado a imprenta. Pero lo que no había enviado era mucho más. Era impresionante ver la obra de ese hombre. ¡Tantos papeles escritos no he visto en ninguna parte! Él escribía a mano, con lápiz. Eso lo mandaba al editor. El editor ponía a unas secretarias a mecanografiarlo. Luego Canetti corregía y, finalmente, se tenía la versión definitiva. Era el duplicado del original lo que él guardaba”. El calendario de 1981 estaba por expirar y Muchnik Editores ya había reimpreso los cuatro libros de Canetti que tenía en su catálogo con la leyenda “Premio Nobel de Literatura 1981” en las portadas. “Le llevé unos ejemplares. Y me dice: ‘Ah, ¿cómo logró usted esto? Estamos en diciembre de 81 y usted ya tiene estos libros con la leyenda del Premio. ¿Cómo?’ Abre el libro y dice: ‘Veo que ha cambiado la calidad del papel’. Y le digo: ‘Veo que tiene usted mucha sensibilidad para eso, para el papel’. Y él: ‘Me gustan mucho los papeles. Pero, vamos a ver, los franceses son mis peores editores’. ¿Por? ‘Se equivocan, siempre se equivocan’. ¿Por ejemplo? ‘Mire: en la página cuatro de éste, ponen una palabra que yo no uso’. Y yo, discretamente, miro el que edité, a ver si no cometí la misma metedura de pata. Y él dice: ‘Pero el suyo está bien. No se preocupe’. ¡Uf, qué alivio!” 111 El trabajo de un editor consiste en disgustarse antes de que más gente se disguste. O que cuando algo le guste, le guste a todo el mundo. Un editor, por lo tanto, guía al autor por unas rutas y lo previene de otras. Alimenta sus ideas y hace que se cuestione sus propias ideas para sacar lo mejor de él. “La imagen del editor”, decía Tomás Eloy Martínez, “la retrató el escritor y filósofo Walter Benjamin: un lector que es a la vez autor, “alguien que describe y que prescribe”. Y a la vez siempre, según Benjamin, alguien de “extremo coraje”, capaz de repetirse a sí mismo cada mañana: Voy a saber y voy a transformar”. Pero para Mario Muchnik un editor es, simplemente, “un mediador constructivo entre el autor y el lector”. Hace unos meses publicó un libro basado en sus experiencias: Oficio editor (El Aleph). En él cuenta que a lo largo de los años recibía un promedio de tres o cuatro manuscritos “no solicitados” por semana. ¿Cómo decidir cuál debe publicarse? “Mi método siempre fue el mismo”, escribe. “Solía abrir el manuscrito en su primera página y leer en voz alta las primeras líneas. Luego iba a la última página y leía, siempre en voz alta, las últimas líneas. Finalmente abría al azar aproximadamente por la mitad, y leía unas líneas”. Y entonces apartaba el texto “que lograba superar este somero, arbitrario y seguramente injusto procedimiento […]. ¿Cuáles eran mis criterios? En primer lugar que el autor supiera escribir. Hay muchos autores cultos que no saben escribir […]. En segundo lugar, el contenido de la primera página […]. Que el autor fuera capaz de diferenciar claramente entre sí mismo y su narrador […]. En esa primera lectura de un manuscrito me pasó, pocas veces, poquísimas veces, que de pronto levantara la vista, viera que había transcurrido una hora y que iba por la página cincuenta. Era el campanazo de alarma. Estaba ante una obra seria que debía leer seriamente y llegar hasta el final […]. Para que un texto logre interesar al lector, su autor debe reunir tres condiciones: tener algo que contar, tener ganas de contarlo y saber contarlo”. Aclara que siempre ha admirado al editor italiano Giulio Einaudi. “Con su férrea política

él es el único empleado. Con su Macintosh diseña y deja listos los libros para la imprenta. Su objetivo no va más allá de publicar unos cinco o seis libros al año, “pero muy bien hechos”. Reconoce que salía de una empresa o de otra porque, “a lo mejor, siempre quería ser el jefe y no podía ser más que un empleado… Y no sé, pienso que una editorial debería ser un lugar que diera valor al editor, al cerebro. Si el editor no va un día al trabajo porque quiere ver una exposición tendría que hacerlo, porque es editor 24 horas al día. Esté o no esté en su despacho sigue siendo editor. Y bueno, hoy las grandes empresas han terminado con los editores en el sentido clásico y los jóvenes que llegan suelen proceder de la parte comercial o administrativa de otros sectores”. ¿Y no se siente amenazado por las nuevas tecnologías? “El libro sobrevivirá. Porque está mejor inventado. Guerra y paz no lo vas a leer en pantalla, porque hay que estar totalmente loco. Además, ¿para qué quiere uno llevar cientos de libros encima? Y luego está que se le acaben las pilas al aparato a mitad de un párrafo. ¡No trabajemos en contra de la vida apacible del buen libro, por favor!”

editorial, un libro se publica si es bueno, no se publica si no lo es, y toda consideración comercial ha de plantearse una vez tomada esta decisión puramente literaria”. ¿Y luego? “Es en calidad de amigo como un editor puede ser útil a un autor, hablándole con franqueza, señalándole flaquezas del texto, objetando, poniendo peros, debatiendo exhaustivamente sobre cada punto que no concite el acuerdo inmediato de ambos. Y todo ello, mejor si con un vasito de vino en la mano”. Todo esto en lo que se refiere a la parte literaria pero, cuenta ahora en la sala de su casa, eso no es suficiente para el buen funcionamiento de una empresa editorial. “Tengo que reconocer algo: soy muy poco sensible para manejar el dinero, los números, y de ahí nacen errores y errores. Yo he sido físico, antes de ser editor. De manera que no es que los números me asusten. Es que los números vinculados a la edición, a la cultura en general, me asustan. En general fui un contable ocasional, más que nada porque nunca me gustó la contabilidad aplicada a la cultura, qué le vamos a hacer. Y por eso esa última parte de mi libro donde digo que la edición debería ser subvencionada, como está subvencionada la ópera y otras cosas. No sólo subvenciones estatales, sino privadas. Esa parte es crucial en la cultura. Pero yo tengo muy mala relación con los números y no soy muy capaz de mantener viva una editorial mediante el aporte de otra cosa que no sean manuscritos, ideas, cosas que tienen que ver con la literatura y no con el sistema gastrointestinal de la edición”. Quizá por eso llegó el día en que perdió su editorial. “Me la robaron. Y lo digo con todas las pablaras: me la robaron. En Barcelona, mis socios, haciendo mal uso de la relación de confianza que teníamos, se quedaron con mi editorial. Yo me lo reproché, me lo sigo reprochando, reproché a mi padre y él se lo reprochó también hasta su muerte: no haber sabido elegir a tiempo a sus amigos. Porque fue una editorial hecha con base en la amistad. Una amistad entre mi padre y Víctor Seix. El acuerdo fue un estrechón de manos que yo presencié. En un restorán ambos dijeron: ‘vamos a hacer esta empresa editorial’. Y funcionó durante un par de décadas, seguro. La cosa terminó en el año 90: Víctor Seix murió y la gente que ocupó su lugar no tenía la honestidad que tenía Víctor. Quizá yo tuve un menosprecio por la contabilidad. No había contrato alguno, jamás se nos ocurrió, todo era amistad. Mi padre decía: ‘Entre legal y leal hay una letra de diferencia. ¡Y un mundo de diferencia!’ Esa gente no nos ha sido leal y se refugian en lo legal. Lo que han hecho es legal. Y porque no había documentos, nunca quisimos ofenderlos pidiéndoles documentos. Y entonces era una editorial que funcionaba muy bien, pero tenía un punto flaco: ¿quién era el dueño de esta empresa? Y los dueños, ciertamente, no éramos ni mi padre ni yo, porque éramos socios minoritarios. Y nos pusieron en la calle. Y eso es lo que yo nunca puedo olvidar. Yo tenía que haber sido el guardián, por algo era el editor del cotarro este. Tendría que haber tenido la iniciativa de hacer un contrato con Juan Seix, el hijo de Víctor Seix: ‘Nuestros padres se entendieron muy bien, pero ahora nosotros debemos poner las cosas sobre el papel’. No lo hice, no preví nada, no pude imaginar... Lo peor de todo es constatar que a mí me faltaba lo fundamental: conocer a los colaboradores. Conocerlos realmente y saber hasta dónde están dispuestos a llegar para prevalecer. Yo no supe hacer eso y por eso perdí mi editorial”. Así acabó Muchnik Editores y entonces a Mario Muchnik lo contrataron como director literario de Seix Barral, del Grupo Planeta. Luego, en 1991, se asoció con la editorial Anaya y se centró en la publicación de narrativa extranjera contemporánea de autores como Gore Vidal, Gilles Kepler o Peter Berling. En 1997 lo despidieron de Anaya y al año siguiente puso en marcha su nueva editorial, en la que continúa hasta ahora: Taller de Mario Muchnik, donde

111 Mario Muchnik recuerda como aferrándose a la vida. Hay momentos en que su mirada se pierde en la ventana. Como si en realidad dialogara con la luz o esa luz le iluminara la memoria. Pero es una luz que ya no es tan intensa como hace rato, lo cual permite que sus ojos estén más cómodos. “Los recuerdos se cruzan. Es difícil ser viejo”, dice con un toque de melancolía. “Mira: mis traspiés de memoria se deben a mi edad. Son una novedad en mi vida. No me preocupan mayormente, salvo cuando tengo muchas ganas de contar algo y me olvido. Porque quedo mal conmigo mismo”. Y sin embargo pronuncia una frase que parece ser la gran catalizadora de sus recuerdos: “Los libros son sagrados. No por ser objetos, sino por ser obras de grandes personas”. Entonces comienza a formar una cadena de nombres y anécdotas, no sin antes comentar: “Yo habré editado a unos 500 autores durante toda mi vida. Y, salvo dos o tres, a todos los traté como amigos. Yo fui amigo de gente que no tenía amigos. Porque hay autores huraños, cascarrabias. Pero ¡qué relaciones hemos tenido! Yo el otro día le decía a Nicole: ¡la suerte que hemos tenido! Porque uno no se da cuenta en el momento, sino hasta después”. Jorge Guillén. “Con él tuvimos una relación de grandes amigos. Yo me doy cuenta ahora que tengo 80 años, que es la edad que tenía Jorge cuando le publicamos Y otros poemas. Lo recuerdo siempre de corbata. Él nunca se presentaba en público sin corbata, así fuera verano. En invierno: chaleco y chaqueta. Él estaba sentado en su sillón y Nicole y yo íbamos a saludarlo a su casa de Málaga. Y hacía un esfuerzo por levantarse y se ponía de pie y le daba la mano a Nicole y le decía con solemnidad: ‘Madame’. ¡Él no perdonaba a un hombre que no se pusiera de pie cuando entraba una dama! Y mira que éramos amigos, ¿eh?”

Hoy las grandes empresas han terminado con los editores en el sentido clásico Susan Sontang. “Susan tuvo éxito en España hasta que yo edité La enfermedad y otras metáforas. Ese fue el libro que la dio a conocer. La conocí en París, teníamos alguna relación. No recuerdo quién era su editor entonces. Le dije: ‘Ya sé que tienes editor, pero para el próximo libro tenme en cuenta’. Y luego me llamó: ‘Mario, le mandé un manuscrito a Carmen Balcells pidiéndole que te lo dé’. Carmen me lo dio y yo lo edité. Era Estilos radicales. Yo traduje La enfermedad y sus metáforas. Lo compaginé: trabajaba con tijeras, con celo, con papelitos amarillos que salían por todas partes. No sé si te han contado, pero hubo un tiempo en el que no había ordenadores”. Octavio Paz. “Coincidió que viniera Octavio a Barcelona con la visita del Papa Juan Pablo II. Paz tomó una habitación en el Hotel Colón, con un balcón para ver al Papa. Yo le dije: ‘¿Y no me dejarás ocupar un lugarcito en tu balcón?’ Y me dijo: ‘Y a Nicole, también. Y dile a tu papá, por supuesto’. Entonces estuvimos con él todo el día. Él pidió que subieran sándwiches y cervezas. Lo pasamos muy bien. Vimos el paso del papamóvil. Era Octavio Paz, sí, pero era sobre todo un hombre simpático que hablaba sobre Batman. Le interesaba muchísimo. Sabía todo de Batman. Y de Supermán. Conocía todos los cómics, pero le interesaba más Batman por el trasfondo social. Y era capaz de estar hablando toda una tarde de Batman. Era un gran conversador, Octavio. Es que ya te habrás dado cuenta: España es un país muy ignorante. Comparado con México, esto es menos que la escuela primaria. Aquí no hablan inglés. Y para acceder a la gran cultura hay que saber inglés y francés. Y aquí está lleno de gente que no habla esas lenguas. Es como si fuera una cultura a la que le falta una pierna, algo por el estilo. Es terrible. Entonces, claro, cuando uno se encuentra con un Octavio Paz es maravilloso”. Francisco Rico. “Tú debes saber de él, ¿no? Bueno, pues Paco Rico era temido en Seix Barral. Yo no lo conocía. Un día me lo presentan, yo le doy la mano y le digo: ‘He oído hablar mucho de usted’. Él viene a mi encuentro con una frase que era la que yo iba a pronunciar: ‘Y qué le han dicho de mí’. Es una frase que viene del western: se encuentran el malo y el bueno. Y éste último le dice: ‘He oído hablar mucho de usted’. ‘Y qué le dijeron’, responde. ‘Que es un asesino’. Y saca la pistola y dispara: pa pa pa pá”.


06 de portada

domingo 8 de Enero de 2012

Rafael Alberti. “Coincidí con él en Roma. Varias veces fui a su estupendo piso de la Vía Garibaldi. En la entrada tenía un cartel que decía: ‘No se hacen prólogos’. Luego estuvimos muchas veces aquí en Madrid. Yo me propuse editar toda su obra empezando por La arboleda perdida. Recuerdo que a él le gustaba recitar a Garcilaso: ‘Por vos nací, por vos tengo la vida / por vos he de morir y por vos muero’ ”. Julio Cortázar. “Todo el mundo me dice que tuve mucha relación con Julio. Y puede ser verdad. Editar Los autonautas de la cosmopista me permitió aguzar el ojo cazador de erratas, cómo sentir el texto, cómo armonizar la sucesión de páginas. Fueron numerosos ratos con él. En París, en Buenos Aires, aquí en España. Era un gran amigo, un gran autor… Julio murió dos días después de haber visto un ejemplar que hicimos de Nicaragua tan violentamente dulce”. Kenizé Mourad. “De parte de la princesa muerta, su gran libro, fue el gran best seller de mi editorial. Cuando llegó a cien mil ejemplares, le hice una fiesta. Y me convertí en la comidilla de Barcelona. Me decían: ‘Mira tú a este editor. Hace una fiesta no porque lance un libro, sino porque festeja el éxito que está teniendo un libro’. Y eso no suele hacerse. Hacían notas en el periódico acerca de eso. Con Kenizé tuve una relación muy estrecha que… terminó mal. Por el dinero. Ya te digo: no he sido bueno para eso. Terminamos peleados”. Vicente Rojo. “Ojalá que Vicente viva muchos años. Él era claustrofóbico. Seriamente claustrofóbico. No podía subir el ascensor. De manera que no estuvo en mis casas. Yo siempre he vivido en un noveno piso, ahora en un onceavo. Y no se atrevía. Imagínate tú: Nicole pinta, pero ¿cómo hace una pintora que vive hasta acá arriba para mostrarle su obra a Vicente Rojo? Pues bajando las pinturas. Y así, los Rojo habrán visto unos 30 cuadros de Nicole”. Tito Monterroso. “Tito nació en Guatemala, pero también se le considera mexicano. Es que ya que has venido quiero hablar de México. Yo le decía a Tito: ‘¿Cómo haces para vivir en el DF, con tanta contaminación?’ Y él decía: ‘Muy fácil, nos habituamos a no respirar’. Cada vez que Tito venía a Europa, llamaba: “¡Tito Monterroso reportándose!” Venía con Barbarita, Bárbara Jacobs. Siempre viajaban junto a Vicente Rojo y Albita. Los cuatro… Tito es el máximo cómico de la lengua. Pero quien lo sigue muy de cerca es Hugo Hiriart, que es increíble. Hugo tiene un libro que empieza diciendo: ‘Dios creó el mundo, el agua, las estrellas… y separó la luz de las tinieblas en seis días’. Punto y aparte: ‘Se dice pronto’ ”. Y Muchnik vuelve a reír. Hasta con los ojos. 111 Hay un sitio web donde este editor muestra su otra faceta, la de fotógrafo. Pero en esas fotos también están los escritores. Están paisajes y edificios, obras de arte… que ha visto en sus constantes viajes. Está buena parte de su pasado. Todas las fotos son en blanco y negro. Puede verse, por ejemplo, a Miguel Ángel Asturias; Roma, 1965. El maduro escritor guatemalteco, de traje y corbata, mira fijamente un cuadro. O a Italo Calvino; París, 1968, recargado sobre una mesa, mirando fijamente a la cámara, con la mano en la cabeza. O a Ryszard Kapuscinski; Oviedo, 2003, cuando fue a recoger el Premio Príncipe de Asturias, de saco y camisa, sin corbata, cabello blanco y rebelde. O a Julio Cortázar; Saigón, 1974, pelo y barba abundante, guayabera, unas gafas de sol como ojos de mosca donde se ve el reflejo del fotógrafo.

Muchnik comenzó a interesarse por la fotografía en la Universidad de Columbia, cuando era estudiante de Física. “Había lo que se llamaba el Photo Club, que a cambio de una pequeña cuota te daba derecho a utilizar el cuarto oscuro, las ampliadoras… Y organizaban exposiciones. Yo fotografiaba edificios. Pero empecé a fotografiar en serio en Roma, a finales de los años cincuenta, con una buena cámara Rolleflex. Luego descubrí la Leica con su excelente visor, con su gran precisión en las aperturas del diafragma. Y hasta hoy sigo con la Leica. Yo sabía que mi padre era amigo de David Douglas Duncan, el fotógrafo de Picasso, como se le conoce. Un día le di unas fotos para que se las enseñara a él, esperando algún comentario consagratorio. Mi padre me dijo: ‘Mirá, Duncan dice que mejor no te metás a esto. Que tus fotos son muy buenas pero que te morirías de hambre’. Luego, cuando David ya era mi amigo y edité algunos de sus libros, me dijo que no recordaba que mi padre le hubiera mostrado alguna vez mis fotos”. Pero Muchnik tiene otra afición: Rusia. “Yo debería saber hablar ruso. Yo he leído siete veces Guerra y paz. Lo leí y releí, hasta que llegué a editarlo. Y para editarlo lo leí dos veces. Es que tengo debilidad por la mentalidad rusa. Estuve en Rusia, por primera vez, en 2001. Primero fui a San Petersburgo y luego a Moscú, llevado de la mano de mi mujer. Porque era un viaje que ella me había regalado por mis 70 años. En Moscú estábamos alojados por amigos en una casa típicamente moscovita. O sea: un tugurio maloliente en toda la parte de entrada. Y luego abres la puerta y encuentras un parque vitrificado, fabuloso. Te quitas los zapatos y te pones unas pantuflas y la tertulia tiene lugar en pantuflas. Lo que más me halagó es que… yo veía que todos cuchicheaban de vez en cuando. Sobre todo después de que yo hacía un comentario. No sabía si estar molesto o qué. Les dije: ‘¿Por qué se ríen?’ Y me dijeron: ‘Es que pareces ruso’. ¡Cuando me dijeron eso me levanté y le di un beso a cada uno! Porque los rusos se besan mucho. Y fue una fiesta para mí”. Sobre la mesa de centro de la sala, Muchnik tiene un libro titulado Pushkin, Tolstoi, Chéjov. Tres tormentas de nieve. Es su más reciente trabajo editorial. El dibujo original que ilustra la portada, un retrato de los tres autores rusos, está colgado en un extremo de la habitación. Es una obra del pintor Eduardo Arroyo. “Esto también tiene una anécdota. Una vez cenamos en la casa de Arroyo. Y él me preguntó qué estaba haciendo. Le dije que iba a editar, en asociación con El Aleph, a los clásicos rusos. Me dijo: ‘Tú me dices, yo te hago las portadas y no te cobro. Aquí hay testigos’. Nos dimos la mano y con eso quedó sellado el acuerdo. Cuando empezamos la colección lo llamé a Arroyo. Y me dijo que claro, que ya tenía las cubiertas. Hasta ahora van cinco títulos. Estamos haciendo dos por año. Bien hechos, eso sí. Con cuidado. Es que yo viajo a remos. Otros editores me pasan con motores, de esos que echan el agua para arriba. Huelen mal, a gasolina. Pero yo sigo a remo. De cabeza, viajo con más seguridad y hago las cosas mucho mejor. Soy consciente de que en cada momento de mi actividad he ido a lo mejor. Al mejor escritor, al mejor traductor. Siempre he pretendido estar en lo más alto de la técnica: márgenes, tipografía, papel... Pretendo que la edición de mis libros se distinga porque está hecha con mucho cuidado”. Por eso Mario Muchnik es el último editor. nv

Visor

Monera en vilo Reseña Martin Camps

C

ecilia Pego es una talentosa artista gráfica que en los años noventa empezó a publicar en El Diario de Juárez y después en el suplemento Histerietas del periódico La Jornada. Su obra ha sido compilada en los libros Box Populi (1993), 101 días con Sardonia y su perro Chamuco (1994), Las moneras llegaron ya (2003) y Pulpo Cómics (2004), entre otros. Recientemente apareció también Exilia, su primera novela gráfica. Quienes tuvimos la oportunidad de ver los inicios de Pego en El Diario de Juárez supimos que estábamos ante una caricaturista de un sentido del humor negro. En sus personajes de Terrora y Taboo (un perro mitad piraña y felino) su objetivo es el caos y el crimen. La editorial Samsara recopiló en 2011 las andanzas de estos oscuros personajes en Terrora y Taboo: memorias caóticas, usos y abusos del Shampoo Molotov y otros síndromes post-traumáticos. Los trazos de Pego son finos, en blanco y negro. Ella se expresa influida por el italiano Guido Crepax (creador de la sensual Valentina), el inglés Aubrey Beardsley, quien colaboró en el desarrollo del art nouveau, y el legendario Ernesto El Chango García Cabral. Los personajes de Pego visten ropajes puntiagudos como “darketos” vestidos para un “rave”. El mobiliario que habitan los personajes parece extraído de El gabinete del doctor Caligari (1920) por la descomposición de la perspectiva que añade al ambiente demencial, como escenario de una feliz pesadilla timburtiana. Pego tiene una habilidad para la creación de neologismos (ovnivorous, infernata, avernino), cuya base siempre es lo híbrido, como el gato-piraña. Creo que uno de los aciertos importantes del arte y escritura de Pego es la inclusión de un personaje mujer que se aleja del estereotipo de la heroína al estilo mujer maravilla. Terrora, como su nombre lo dice, es la mujer terror, una suerte de Gatúbela enfundada en licras negras y estiletos con una mente criminal sin complejos. Hay, de fondo, un rechazo de la imagen femenina de la “chica buena, bien portada”, y un apego alocado por martillar a los hombres. En Madame Mactans (Samsara, 2011), un libro en once estampas, tenemos la historia de una mujer asesina serial de asesinos seriales. Mactans es una mujer “capaz de experimentar sólo una emoción: el terror”; los asesinos que intentan atraparla terminan siendo exterminados por ella. Mactans acaba con otros homicidas: el fashionista, el ilusionista, el miniaturista (que desarrolló la asombrosa técnica de reducir conciencias), el detallista, el canibalista, el exorcista, el origamista... Cada una de estas once víctimas perece ante la maldad de Mactans; por ejemplo, el psiconalista “creyó que mataría a Mactans al hacerla recordar sus peores pesadillas, sin sospechar que él moriría

porque ya no sería capaz de olvidarlas”. Cada uno de estos cuadros está hecho con admirable maestría: la belleza de los trazos, los diseños de los vestidos podrían ser esbozos para el diseño de ropa de esa Mactans en vida real que es Lady Gaga. Cecilia Pego se ha ganado a pulso su lugar entre las artistas (moneras) gráficas de México construyendo un universo muy propio, personajes que de pronto reclaman estar en un cortometraje animado. Pego mostró un adelanto de su novela gráfica Exilia con motivo del primer Encuentro de Escritores en Ciudad Juárez (2-6 de septiembre, 2011). Cada una de las acuarelas funciona como una obra de arte. El texto y la historia prometen ser una importante novela gráfica. nv


domingo 8 de Enero de 2012

Visor

Novedades Uwe Tellkamp

Marcos Giralt Torrente

La Torre Anagrama Barcelona, 2011 887 pp.

El final del amor Páginas de Espuma México, 2011 163 pp.

Saludada como “una obra maestra”, “un gran bildungsroman en la mejor tradición alemana”, La Torre —que apareció en 2008— es una de esas novelas que se escriben muy de vez en cuando: extensa, profunda, poblada por decenas de personajes. Su materia proviene de la historia y de las relaciones —a menudo peligrosas— entre vida privada y política. En otras palabras: se ocupa de los años previos a la caída del Muro de Berlín en los círculos cultos y nostálgicamente burgueses de la República Democrática Alemana, no sin acidez y coraje. ¿El socialismo real?, pregunta uno de los personajes con ánimo de señalar el rumbo de la trama. “Hígados hechos trizas y várices esofágicas”, responde, aludiendo al alcoholismo de los dirigentes soviéticos. Delación, nobleza y bajeza de espíritu, espionaje, glasnost, Stasi, son términos que no definen por completo a La Torre pero sí dan cuenta de su carga ideológica.

“Nos rodeaban palmeras”, “Cautivos”, “Joanna”, “Última gota fría” son los cuatro relatos que animan a este libro, ganador del II Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero. Han sido cortados con la misma tijera: la del amor como espejismo, imposibilidad o derrota. Una pareja termina por romper lanzas en una playa de África, un matrimonio asiste a la lenta disolución de sus sueños, un conductor de radio trae de vuelta un trunco romance de juventud, una pareja de divorciados se entrega a la insidia y la desconfianza: son los argumentos someros que leemos con un dejo de íntima tristeza. Si algo caracteriza a las atmósferas de Giralt Torrente —que ya en 1995 había incursionado en el cuento con el volumen Entiéndanme— es cierta presencia ominosa que amenaza por partida doble a los personajes y al desprevenido lector: algo está siempre por suceder e ignoramos su tamaño y alcance.

El agua y los sueños

Los paisajes invisibles especial

Gaston Bachelard

Iván Ríos Gascón El libro rojo. Continuación Fondo de Cultura Económica México, 2011 450 pp.

Segunda entrega de una serie de cinco volúmenes, El libro rojo. Continuación evidencia el peso del asesinato en la vida política de nuestro país entre 1928 y 1959. Coordinado por Gerardo Villadelángel Viñas, en esta edición, a través de las miradas de historiadores, escritores, periodistas, biógrafos y ensayistas se recrean las muertes de Álvaro Obregón, de los vasconcelistas que murieron ahorcados o con los cráneos reventados en Topilejo, de Leon Trotsky, etcétera. También se recuerda, entre tantos otros hechos, el momento en que William Burroughs perforó con una bala la sien de Joan, su esposa, en la colonia Roma. Con prólogo de Josu Landa, los 26 textos aquí reunidos de autores como Fernando Curiel, Pablo Raphael, David Martín del Campo, Fabienne Bradu, Heriberto Yépez, Alberto RuySánchez, Vicente Leñero y José de la Colina, son una biografía de la sangre que ha corrido por las calles de nuestro país.

Blake Bailey Cheever: una vida Duomo ediciones España, 2010 884 pp.

El próximo 27 de mayo se cumplirá el centenario de John Cheever, de quien Blake Bailey ha escrito una biografía monumental con base en sus diarios y correspondencia, así como en testimonios de sus familiares y amigos. Cuando todo parecía perdido para él, con sus libros olvidados, un matrimonio en crisis y un alcoholismo galopante, Cheever, previa escala en un centro de rehabilitación, terminó la novela que lo llevaría a la cumbre: Falconer (1977), especie de catarsis de sus tendencias autodestructivas y homosexuales. Cuando escribió en su diario que la literatura “era la salvación de los condenados”, sabía de lo que hablaba. El 27 de abril de 1982, dos meses antes de su muerte, al recibir la Medalla Nacional de Literatura en el Carnegie Hall, dijo: “Una página de buena prosa siempre será invencible”, una certeza que lo acompañó toda su vida, según revela este libro extraordinario.

Francisco Javier Millán

Francisco Oyarzábal

Jorge Negrete. No basta ser charro Festival Internacional de Cine de Guanajuato México, 2011 383 pp.

Erotismo Dark Generación México, 2011 48 pp.

En tanto que los españoles —Almodóvar, Sabina— son los que más se emocionan con Chavela Vargas, no resulta sorprendente que la biografía de uno de nuestros charros emblemáticos haya sido realizada igualmente por un español inspirado por su madre. Pero hay que dejar constancia de que la figura de Millán no es ajena al cine nacional; es miembro del Consejo Consultivo del Festival Internacional de Cine de Guanajuato, amén de tener estudios sobre realizadores como María Novaro. “Conocer más a fondo cómo era el cine que hizo el artista es el vacío que pretende llenar el presente ensayo”, explica. A diferencia de su compañero de ruta Pedro Infante, Negrete no obtuvo premios internacionales como actor pero, como anota Millán, tuvo el mérito de que dio a conocer a México en el extranjero. Como estrella, añade, su nombre se imponía incluso a los directores consagrados de la época.

Carlos Martínez Rentería no tiene tapujos al comentar esta edición especial de la revista Generación, que dirige desde hace veinte años: “Las fotos que ilustran este número, tendré que decir que no son tan eróticas y menos estrictamente darks, pero sí reflejan una estética muy particular de quien se rehúsa a aceptar la aséptica mirada de las revistas para caballeros”. Con textos breves de Guillermo Fadanelli, J.M. Servín y Martínez Rentería, esta colección de cuerpos y rostros, en su mayoría avasallados por el tiempo, resulta interesante, sobre todo por la audacia del fotógrafo y las modelos al explorar una pretendida oscuridad, en su empeño por celebrar la sensualidad —así sea decadente— y mostrar sin pudor su gusto por la transgresión y los metales. Las modelos, explica Oyarzábal, pertenecen a la “secta vampírica” que ha hecho del legendario Tianguis del Chopo su hábitat natural.

en librerías 07

thewhitesubway@yahoo.com

G

aston Bachelard apuntó en El agua y los sueños que “la liquidez nos parece el deseo mismo del lenguaje. El lenguaje quiere correr. Corre naturalmente. Sus sobresaltos, sus peñascos, sus durezas son intentos más ficticios, más difíciles de naturalizar”. Las ideas de Bachelard traslucen la intención de las palabras por fluir hacia el destino donde la belleza y la razón encuentran su cauce pues, como un buzo sin tanque de oxígeno ni escafandra, en su ensayo recorrió los litorales de una poética que parecía derramarse en un punto indefinido pero coincidente, ya que lo mismo NovalisoD’Annunzio,Shakespeare, Michelet o Allan Poe, compartían los fluidos de una obsesión. Las obras de estos artistas provenían del mismo mar: el del ahogo, el de la muerte, el del amor. Para Bachelard —quien ordenó a las aguas poéticas según sus profundidades, donde lo mismo convivían los puertos de Caronte y de Ofelia que las corrientes de agua dulce y salada o los licores de la purificación y el anegamiento de huracanes y grandes marejadas—, el signo más puro de la feminidad era esa acuosidad de leche donde dos imágenes brillaban a través de la caótica evocación de la orfandad: las mujeres que emergían del mar de leche eran la madre cósmica y la mujer amada. De ellas, decía St. John Perse: “Luego esas aguas calmas que son de leche y todo lo que se derrama en las blandas soledades de la mañana”. Aguas calmas que el autor de Elogios traducía como la serenidad perpetua al abrigo de un alma tibia, el furor de una sexualidad incandescente. Sin embargo, a pesar del minucioso recuento de obras y autores, El agua y los sueños no alcanzó a observar, con precisión, el erotismo que novelistas y poetas han abierto como un

caudal sin horizontes, digamos esa visión espiritual que Rimbaud escribió de la eternidad. Siendo el agua la materia sensual de las mujeres, su grandeza poética, como el lenguaje que piensa Bachelard, consiste en el modo de fluir, cuando la pasión aún no ha dejado de rezumar sus gotas; cuando el frenesí no ha muerto en la desconsoladora imagen de una fuente desecada. Fernando Pessoa, un poeta para el que las mujeres fueron un misterioso paralelo, comparaba al mar de Lisboa con una asequible intimidad: al mirar el puerto, el autor de Mensagem experimentaba ese extravío sensual que deducimos del abrazo. El escritor islandés Gudbergur Bergsson, en su novela El cisne, descifró los signos del agua femenina en la violencia y la belleza que surgió de los amores de Júpiter y Leda. Shakespeare, con la Ofelia de Hamlet, sugirió el éxtasis terminal del ahogo provocado por una voluptuosidad impropia: Ofelia se entregó a Hamlet antes del matrimonio. Y es que el amor de una mujer es como ese litoral que un viajero contempla a la distancia. El agua es más azul, es cristalina, su encanto emana del movimiento y de la espuma, el mar de leche que corre bajo su ombligo, que irrigasuentrepierna.Alamarauna mujer, preferiríamos naufragar en la superficie sin dirección, sin coordenadas, y convertirnos en un pez o en un pirata. Esa es la razón de la marea. De lo contrario, no debemos olvidar lo que Paul Claudel anotó en las Cinco grandes odas: “No quiero vuestras aguas arregladas, segadas por el sol, pasadas por el filtro y por el alambique, distribuidas por la energía de los montes. Corruptibles, corrientes”. El agua, tenía razón Claudel, es corruptible cuando abandona el ritmo y se transforma en un estanque lúgubre, impasible. ¿O hay imagen más infausta que el líquidoabandonodeunacorriente enmudecida? nv


08 música

domingo 8 de Enero de 2012

Conversación con el padre muerto

Visor

Florence Welch

“Me aterra la idea de convertirme en la nada” La cantante inglesa habla sobre su reciente disco, Ceremonials, y del dolor y la muerte como temas recurrentes de inspiración Coveralia.com

El papel de las notas Eusebio Ruvalcaba

archivo eusebio ruvalcaba

eusebius1951_2@yahoo.com.mx

¿

Quién eres? —Higinio Ruvalcaba. —¿El violinista? —El violinista. —Padre, ¿qué se siente estar muerto? Este 15 de enero cumples 35 años de… —Ya sé. De ser banquete de gusanos. Pero no te creas. Ya me dejaron en huesos. Estar muerto es como estar vivo, salvo que no puedes hacer música de ninguna, ni siquiera de cámara. —¿Tan importante es para ti la música de cámara? —Imagínate si no. Yo compuse música de cámara desde chiquillo. A los quince años ya tenía 22 cuartetos, un quinteto, un trío… —¿La llegaste a tocar? —Muy poca. La verdad es que no puse interés: no me interesaba decirle a nadie: toca mi música, por favor. Nunca tuve interés en nada que no fuera tocar. El violín era decir aquí estoy. Cómper. —El cuarteto Carlos Chávez grabó tres cuartetos tuyos, el 2, el 4 y el 6. —Dale las gracias de mi parte. —¿Qué extrañas más? —No sé… a ti, a mis hijas, a mi mujer. Pero también extraño todo aquello que viví: las grabaciones, los conciertos, mis viajes, mis noches en Guadalajara, en Mérida, los agasajos que me daban para festejar mi cumpleaños. Extraño a mis otros hijos. A Silvestre Revueltas, a Daniel Ayala, a Moncayo, quiero decir, a Pancho, no a Pepe, a Arturo Xavier González, a tantos y tantos amigos, ya casi todos muertos, y qué, nada cambia, los extraño, como a tu madre, la mujer de mi vida. —¿Te costaba trabajo tocar? Los violinistas no se la acaban contigo. Sigues siendo el tata. —La verdad no. Pero jamás me atreví a tocar en público si no tenía totalmente dominada la obra. Y cuando digo totalmente es lo que quiero decir: podía repetir cualquier pasaje, al derecho o al revés, de cualquiera de los 60 conciertos que incluía mi repertorio. —¿Alguna vez viste venir esa genialidad?

Higinio Ruvalcaba

—Yo no tuve escuela ni instrucción de ninguna especie. Fui mariachi hasta los seis años de edad. Tocaba en los burdeles y los mercados, en la calle. Ya después se me anunció en los periódicos de Guadalajara como “un niño que toca todos los instrumentos de cuerda y el piano, en bautizos, bodas y fiestas similares”. No fui a la primaria. Mi papá me enseñó a leer y escribir, a hacer cuentas, y a leer música. —Tu padre Eusebio, mi abuelo. —Se ensañó conmigo. De niño me trató como adulto, pero no lo juzgo. Las cosas son como son. A mi madre Basilia la recuerdo como una mujer tierna, dulce. Me cosió mi traje cuando di mi primer concierto, el de Max Bruch, a mis nueve años en el Degollado. Lo hizo de unas cortinas viejas. —¿En dónde están enterrados tus padres? —No sé. Ni mi madre ni mi padre. Eso me duele enormemente. Me hace chillar. Cómo hubiera querido llevarles flores a los dos. Y llevarlos a ustedes. Que supieran que allí estaban los huesos, de donde ustedes sacaron la vida. —¿Cuáles eran tus compositores favoritos? —Es muy difícil responder eso. Mozart, Brahms y Beethoven. En Mozart encontré todo: la sencillez a la que se debe llegar cuando ya recorriste la vida por arriba y por abajo. Musicalidad antes que nada. Tocar a Brahms era como entrar al templo de la música. En Brahms todo es sagrado. Tocarlo es comulgar. Beethoven es al revés. Es sumergirse en uno mismo. Es lo más alto. Lo más grande. —Gracias, papá. Ya te voy a dejar en paz. —Gracias a ti, hijito. Adiós. nv

Welch, vocalista de Florence + The Machine

Entrevista Juan Carlos Villanueva

P

arece un personaje de un cuento de Lewis Carroll pero atormentado; su imagen semeja una pincelada de John William Waterhouse pero con un trasfondo caótico que se inserta en cada una de sus canciones, verdaderas elegías de miseria, relaciones destructivas, agonía y abandono. La obra de Welch es una intermitente de dolor y placer. “Pienso que parte de mi éxito es el enigma y la fuerza que proyecto”, dice la cantante en entrevista. “En mi música existe lo celestial e infernal. Mis letras están impregnadas de temas de muerte y desolación. Eso le ha dado mayor impacto en las emociones humanas”. La cantante de Florence + The Machine tiene 25 años. En el escenario, parece un personaje elegante y etéreo. Sus canciones narran historias románticas pero fatalistas, todas ellas nutridas por una devoción por el arte macabro que se aprecia en los mitos griegos sobre Prometeo. Hace un par de años, cuando escribió su disco debut Lungs, Welch empezó a relatar una serie de historias enmarañadas con desenlaces funestos. Ahora, con su nuevo álbum, Ceremonials, el drama se profundiza. “Soy una mujer que vive en una agonía emocional. Ese es el estado que me conecta más con mis emociones y me resulta más atractivo para crear”. Desde niña, Welch —la mayor de tres hermanos—se sintió “atraída por las cantantes que cantan de dolor y corazones rotos”. Welch recuerda que a sus ocho o diez años de edad imitaba a Billie Holiday. “Desde mi infancia he sido una chica con conflictos de confianza. Hay muchas emociones que no puedo evitar como el dolor y la rabia. Artística y emocionalmente me siento como una niña. Una no es una roca ni está forjada en hierro; ahí radica la belleza del ser humano, en su fragilidad”. Welch es una mujer corta en sus repuestas, reservada, parca y esquiva. “El sentimiento de escape es recurrente”, advierte acerca de su mayor fijación a la hora de escribir, pero también la muerte pasa lista. Su abuela materna se suicidó cuando la cantante era una adolescente. “A veces la muerte es la salida de emergencia; pareciera que es uno

de mis temas favoritos, pero puedo decir que el mayor es la posibilidad de desaparecer. No creo en el karma, ese es mi conflicto.Meaterralaideademorir y convertirme en la nada, en el más crudo de los silencios”. Para Ceremonials, Welch y su banda —otros nueve músicos, incluido un arpista y tres coristas— compusieron 40 canciones, de las cuales sólo doce forman parte del disco. “Con Lungs fue diferente. Fue un trabajo más complicado. En Ceremonials las ideas fueron compartidas y más abiertas. En este nuevo álbum hay más de mí. Tiene un toque más soul”. EnCeremonialsWelchtocaesos temasrecurrentesquecaracterizan su obra como el amor, la muerte, la violencia, el sexo, la ansiedad y las pesadillas, pero también es muy anatómico, una especie de radiografía en la que se dan cita los pies, pulmones y pestañas. “Me gusta utilizar mis canciones comoacupunturaparaelalma,por eso mezclo sentimientos como el miedo, el dolor y la euforia y los canalizo con el cuerpo humano. Es inquietante componer de esa manera. Mi forma de crear música parte de percibir mi cuerpo, detectando las zonas que somatizan mis emociones. Me gusta crear atmósferas poéticas. A mis giras llevo siempre algunos libros de poesía”. A Welch le apasiona leer los libros de Crepúsculo (Twilight), la serie romántica de vampiros dirigida a los adolescentes, escrita por Stephenie Meyer. Su voz parece un coqueteo entre Aretha Franklin y Patti Smith y sus letras son viajes oníricos, auspiciados por sus lecturas en cama. “Todas las noches me gusta tomar un libro. Es una forma de inducir

missueños.He leído a Carlos Castaneda y me ha servido como guía para tomar conciencia de los sueños. Actualmente leo Lolita de Vladimir Nabokov y El gran Gatsby de Scott Fitzgerald”. En 2006, Welch conoció a una afamada DJ, Mairead Nash (tiene créditos bajo un seudónimo en Babyshambles,dePeteDoherty),en los baños de una disco. La pelirroja le cantó “Something’s got a hold on me” de Etta James, y Nash le dio un espacio en una fiesta de Navidad. De ahí siguió la oportunidad de grabar Lungs. Luego, cuando cantó “Cosmic love” en un capítulo de la cuarta temporada de Gossip Girl, se volvió parte de la programación de MTV. Pero en Welch no caben sólo el glamour y los elogios. Es una cantantequenovendeunaimagen sexualprefabricadanicomprende los estándares del mercado. Su culta y letrada música tiene una sólida formación. Siendo niña, Welch, fanática de los musicales de Broadway, convenció a sus padres para estudiar canto. Aprendió arias de ópera francesas e italianas. Después estudió Bellas ArtesenlaUniversidadCamberwell de Londres. Su madre, Evelyn Welch, es catedrática de Estudios Renacentistas en la Universidad Queen Mary de Londres. “Mi madre me enseñó a escuchar música y a apreciar la pintura. Me gusta coleccionar objetos de la época victoriana. Para mí, es importante llevar todo ese acervo cultural a mi propuesta musical. No comprendo la idea de crear arte sin nutrirme de otras expresiones”. nv


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