David Toscana El buen juez por el título empieza página 2 Rafael Olea Franco Una confluencia permanente: Reyes y Pacheco página 7 Víctor Núñez Jaime Entrevista con Arturo Ripstein página 8 Milenio
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josé vasconcelos en el patio de la sep, 1923 / imagen tomada de sep. noventa aÑos
José Vasconcelos
El caudillo cultural Enrique Krauze
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02 antesala
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El buen juez por el título empieza
Visor
De culto especial
Marina Porcelli marporcelli@yahoo.com.ar
Felipe Guerra Castro
El escritor de vida errática
E
Toscanadas especial
David Toscana dtoscana@gmail.com
E
ntre las actividades periféricas con que los escritores nos ganamos el pan está la de ser jueces en premios literarios. Es un trabajo que, si se realizara a conciencia, nadie lo haría. A cambio de cinco mil pesos debemos leer ochenta manuscritos inéditos con un promedio de doscientas cincuenta páginas. O sea que cobraríamos un sueldo tan indigno como el salario mínimo. Más allá del asunto monetario, ocurre que cualquiera se vuelve loco si ha de leer todos los textos participantes, entre los que el noventa por ciento son insufribles. Verdad que la lectura es un placer, pero también puede ser un gran tormento. Así, hay que desarrollar una técnica infalible para ir descartando las novelas sin mérito. En la primera ronda, se eliminan por título. Por ejemplo, una novela que se llame El día que me enamoré de la abuelita de Batman o Cinco claveles rojos para mi hombre caprichoso, se va directo a la basura. Las que califican a la segunda ronda, serán juzgadas por la dedicatoria. Lo mejor es que no exista. Se aceptan las sencillas: “A Margarita”, “Para José”. Incluso vale dedicar a los hijos. Pero no a los padres. Mucho menos cuando se alargan las palabras. “A mis padres, que me apoyaron con su cariño y comprensión, que me dieron la vida y la palabra”. Semejante ñoñismo no augura nada bueno en la novela. También se descartan las que van dedicadas a dios o cualquier santo.
En la tercera ronda se juzga el aspecto. Una hojeada rápida evidencia a esos novelistas que nada saben de orden, sangrías, limpieza, márgenes. ¿Cómo vamos a suponer que saben escribir? Fastidian las novelas que no vienen engargoladas, mas eso no es motivo para desecharlas. En todo caso, peor impresión causan las que llegan muy bien empastadas, hasta con diseño de portada. En la cuarta ronda viene el seudónimo. Aquí no siempre se descartan las novelas, pero se agrupan en dos montones: las que inspiran confianza y las que seguramente son una porquería. Alguien con el seudónimo Anna Karenina va al primer montón; quien se haga llamar El Pipiripau, va al segundo. En la quinta ronda se recurre a la convocatoria. Por ahí hay una novela de seiscientas páginas, y el reglamento del concurso dice “un máximo de cuatrocientas”. Hacemos a un lado el mamotreto y respiramos tranquilos. No es sino hasta la sexta ronda que se hace algo de lectura. Para muestra basta un botón, y ese botón puede ser de una, cinco o diez páginas. Muchas caen por su propia liviandad, otras pocas se van separando en el cúmulo de las posibles ganadoras. En esta ronda, la mayor bendición es una novela que destaque por sobre las demás. Así, por mera comparación, se irá descartando el resto. Mucho más trabajoso se vuelve decidir entre un grupo de obras de dudoso mérito, pues entonces sí hay que leerlas, en busca de esa perla perdida en alguno de los capítulos. Ojalá ningún aprendiz de novelista lea este texto, pues el día en que todos manden a concurso sus novelas con buenos títulos, seudónimos y formatos, sin dedicatorias y respetando las cláusulas de la convocatoria, nos obligarán a los jueces a pasar directamente a la sexta ronda. Nos multiplicarán el trabajo, sin que por eso se multiplique la paga. nv
n 2010, la Universidad Autónoma de Nuevo León presentó por primera vez una muy completa edición —a cargo de Florencia Romo Gutiérrez— de La única mentira, la novela de Felipe Guerra Castro, totalmente desconocida hasta ese año. Guerra Castro nació en Monterrey en 1881, fundó la Sociedad Científico-Literaria José Eleuterio González —que, a pesar de su nombre positivista, fue un espacio crítico para el análisis de los poetas franceses—, enfrentó la gubernatura de Bernardo Reyes y colaboró con la oposición. En 1903, cuando el 2 de abril —fecha de celebración, por antonomasia, del régimen de Porfirio Díaz— se desató un enfrentamiento entre reyistas y antirreyistas, que dejó heridos y muertos en la calle, Guerra Castro optó por el exilio. Su partida lo convirtió en una figura brumosa, casi fantasmal para Monterrey, el centro de un mito que acabaría deshilvanándose. Ya para esa época, había escrito Delirio, un largo poema de atmósfera velada, en el que un hombre despierta de golpe y cae en la cuenta de que acaba de matar a su mujer. Alcoholizándose en ambientes turbios, y vagando por una serie áspera de pueblos del Norte, haciendo cualquier trabajo, tuberculoso, sifilítico: estos fueron los elementos
que construyeron el mito de un escritor de vida errática que finalmente murió en Chihuahua en 1922. Años después, sus restos fueron trasladados a Nuevo León. Dice Sartre que muchas veces es justamente la ausencia la que instala la presencia. Como si se volviera nítido, de golpe, lo que no está. Algo así pasó con Felipe Guerra Castro. O por lo menos al principio. Cuando se lo apostó como poeta maldito y antagonista político del status quo: vale decir, cuando su mito encarnó una doble condición: la de esteta —romántico, afrancesado, moderno.— y la de ciudadano. Pero fue olvidado. La única mentira se publicó como folletín en 1901. Pionera en su género para esta región del país, articula una trama simple, situada en Peñas Bravas, un pueblo norteño del que apenas se nombran algunas calles, las suficientes para que la prosa no se ahogue en el color local. Así, la vida de Apolonio y su cortejo a una mujer joven, sumados al cruce dialógico entre dos hermanos, instala la novela en una dimensión más amplia. La instala, digamos, en su dimensión política. Funda la urgencia de asentar una postura y, sobre todo, da cuenta de la posibilidad de crítica y de cambio que cualquier sociedad tiene con el gobierno de su país. La única mentira está inconclusa; sobre Guerra Castro siempre prevaleció el mito. Vale agregar que esta obra no destruye la leyenda del escritor; a lo sumo, la acompaña, la corrige, hasta la contradice. Y, por supuesto, el hecho de que podamos leerla ahora, la enriquece y nos enriquece a todos. nv
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Bitácora psicotrópica
Eko
Xavier Velasco
El orgullo se vende sin manual de instrucciones, no faltaba más.
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Milenio Diario
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Dirección José Luis Martínez S. Edición Alicia Quiñones Asistente Erick Baena Arte y diseño Alejandra Saavedra
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Visor
Coloraturas y silencios
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¿Perdurables o contingentes?
Bajo el signo del blues y el jazz, estas piezas celebran la estampida o el bálsamo que proviene de una trompeta, una guitarra o la voz humana
Poesía
Escolios hearandnow.wbur.org
Gaspar Aguilera Díaz
La fuga de Miles
Para Eréndida …que pronto descifrará estos signos…
Las hojas No crujirán igual Bajo el peso infiel de los amantes Podrán ser París o Central Park En cualquier rincón anida la melancolía
Sartre y Simone de Beauvoir
Armando González Torres agonzale79@yahoo.com.mx
La noche Marcando ese aire sostenido y contundente De la milagrosa trompeta de la anunciación
S
Derrumba algo más Que las frágiles murallas de Jericó Con ese soplo intermitente A la mitad del Sena y de los cuerpos Se olvidarán la lluvia y sus breves hazañas Alguien recordará por los siglos de los siglos Entrañable Miles La fuga más inoportuna En este de por sí trágico octubre
El día que Dios escuchó a Big Mama Thornton Qué puede ser —dijo— Dios Lo que esa mujer derrama como un licor para los solos Qué será —repitió el Omnipresente— Lo que nos purifica con su canto desgarrado Alguien podría explicarme —dijo el mismísimo creador del Universo— De dónde viene ese bálsamo Que borra los pecados del mundo Nadie contestó Sólo lo vieron alejarse En su traje azul celeste Besando la pluma roja del panameño blanco Que rescató del último concierto de John Lee Hooker…
A
utor de más de un veintena de libros, Gaspar Aguilera Díaz (Parral,
Chihuahua, 1947) ha escrito poesía, cuento y ensayo. En sus obras, entre las que se encuentran La fugacidad del instante amoroso en la poesía de Octavio Paz, Imago mundi, ensayos sobre literatura iberoamericana y Los últimos poemas de Dante, explora temas como la música, las artes plásticas y el erotismo. Su libro más reciente, Coloraturas y silencios, del que provienen los poemas que aquí presentamos, es ilustrado por Miguel Carmona y en él rinde homenaje a músicos como Jan Garbarek, Keith Jarrett, Gato Barbieri y Miles Davis.
especial
i bien Francia tiene una larga tradición de intelectuales carismáticos, difícilmente puede pensarse en una pareja que, en conjunto, haya desplegado tanto magnetismo e influencia como Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. La bestia y la bella de la intelectualidad francesa fueron dos figuras fulgurantes del firmamento mundial de la posguerra: lo mismo ocupaban espacio en publicaciones filosóficas que en panfletos, manifiestos políticos o revistas del corazón y lo mismo creaban valores con sus ideas, que con su modo de vivir. Sartre ejerció múltiples influencias, como filósofo, novelista, dramaturgo, crítico literario y hombre político. Beauvoir influyó en el alba del feminismo, escribió novelas emblemáticas y sus memorias son testimonio colorido de la época. Por lo demás, ambos inauguraron un tipo de liderazgo ilustrado donde lo privado se funde con lo público y el intelectual se convierte en paradigma de una forma de vida, y hasta de relación amorosa. Cierto, poco de su trayectoria inicial apuntaba a ese destino de activismo y celebridad: los niños genio de la Escuela Normal, los filósofos de corte ambicioso y relativamente evasivos en lo político, los hedonistas desencantados de los años treinta, sufrieron una iluminación militante y tuvieron una portentosa conversión durante la Segunda Guerra Mundial y la ocupación alemana en Francia. Tras la liberación, Sartre se convirtió en el apóstol del “compromiso” y
supo capitalizar su celebridad con una productividad compulsiva y con un infatigable activismo social y político. Sartre intentó hazañas intelectuales prácticamente imposibles como armonizar la idea de determinismo histórico y de clase con la noción de libertad; Beauvoir quiso hacer un feminismo bien temperado. Ambos fueron compañeros de ruta de todas las causas políticas y mediáticamente correctas, animaron revistas y cenáculos, incurrieron tanto en gestos gallardos como en desplantes o dogmatismos y Sartre polemizó con antiguos amigos (como Aron y Camus, convertido en injustificado héroe) y se dio el lujo de rechazar un premio Nobel. Sin embargo, más allá de sus prendas intelectuales, eran una pareja espectacular por sus contrastes (la fealdad de él y la belleza de ella), por sus tics (fumar incesantemente, usar determinada indumentaria) y por sus costumbres anticonvencionales (vivir en espacios provisorios, rechazar los lujos y posesiones, practicar profusamente el amor libre y la infidelidad consentida —distinguiendo entre amores contingentes y necesarios—, exhibirse leyendo y discutiendo en cafés y fiestas, crear una vasta comuna de amigos, admiradores y amantes, trabajar bajo la influencia de estimulantes). Tal vez la saturación de su presencia propició la primacía de sus figuras pero también el envejecimiento prematuro de sus letras, el olvido de muchos de sus rasgos de valentía y originalidad y, sobre todo, su restitución como individuos con obras y temperamentos distintivos. nv
Visor
José Vasconcelos
El caudillo cultural Después de un prolongado exilio, Vasconcelos regresó al país en 1920 para impulsar una excepcional empresa cultural y educativa, primero desde la Universidad y luego desde la Secretaría de Educación Pública, creada por él hace 90 años. Con autorización de los editores, publicamos un fragmento del libro Redentores en el que se aborda ese tiempo en el que México “fue el lugar de la utopía” Enrique Krauze
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n 1920, tras el triunfo de la Rebelión de Agua Prieta (encabezada por los generales sonorenses fieles a Obregón contra Carranza), Ulises-Vasconcelos regresa a Ítaca-México para hacerse cargo, primero, de la rectoría de la Universidad de México y, tiempo después, de la nueva Secretaría de Educación Pública. La correspondencia con Reyes contiene una revelación sorprendente. El “afán místico” se resuelve y encuentra forma concreta:
Imágenes tomadas de sep. noventa años
Ahora para mí el mundo no es más goce. Mi cuerpo todavía esclavo puede sufrir y a veces sufre, pero mi alma vive de fiesta. Esto, ya te digo, es la gracia que yo hallé por el triple camino del dolor, el estudio y la belleza. El dolor obliga a meditar; el pensamiento revela la inanidad del mundo y la belleza señala el camino de lo eterno. En los intervalos en que no es posible meditar ni gozar la belleza, es preciso cumplir una obra; una obra terrestre, una obra que prepare el camino para otros y que nos permita seguir a nosotros mismos.
La gran novedad está en el proyecto de la “obra terrestre” que le insinuaba a Reyes. Para sorpresa de su generación y su época, José Vasconcelos estaba por convertirse en el san Pablo de Plotino... en México. Plotino quiso construir una ciudad en memoria de Platón. Su extraño sucesor americano quiso crear una obra en memoria de Plotino. La obra que acababa de emprender aspiraba a ser una arquitectura espiritual: una Enéada educativa. 111 El rector Vasconcelos diseñó el emblema de la Universidad: un mapa de América desde el río Bravo hasta la Patagonia cuyo contorno recorre una frase de obvias resonancias arielistas: “Por mi raza hablará el espíritu”. El mapa, a su vez, estaba protegido por dos “águilas magníficas” y tenía como fondo los volcanes del Valle de México. “No he venido —dijo— a gobernar a la Universidad sino a pedir a la Universidad que trabaje para el pueblo”. Para que la institución “derrame sus tesoros y trabaje para el pueblo”, una de sus ideas iniciales fue traducir libros clásicos y distribuirlos gratuitamente. Deslumbrada por Vasconcelos, la nueva generación acudía a su oficina para incorporarse a la nueva cruzada educativa que se anunciaba. Daniel Cosío Villegas fue uno de esos jóvenes: “Mire, amigo –le dijo–, yo no pienso gobernar la Universidad con el Consejo Universitario, ni me importa; yo voy a gobernar la Universidad de un modo directo y personal. Si usted tiene interés en participar en ese gobierno, véngase desde mañana y aquí [...] resolvemos los problemas de la Universidad”. Cosío Villegas se presentó a la cita y Vasconcelos le encomendó la traducción del francés al español de su libro de cabecera: Las Enéadas de Plotino. En unos años, Vasconcelos publicó decenas de autores con el sello de la universidad. La colección, dirigida por el cultísimo ateneísta Julio Torri, estaba compuesta de hermosas ediciones empastadas en verde que se regalaban en sitios públicos, por ejemplo en la Fuente del Quijote del Bosque de Chapultepec. El presidente Obregón (que en octubre de 1921 lo llamaría a la Secretaría de Educación Pública) vería ese empeño con indulgencia irónica: ¿qué sentido tenía para los campesinos analfabetos y miserables editar los Diálogos de Platón? Todo el sentido, pensaba Vasconcelos: “Para hacer una obra de verdadera cultura —apuntó en el prólogo a las Lecturas clásicas para niños, que editaría después, a la manera de Martí, en La Edad de Oro— es menester comenzar con los libros, ya sea escribiéndolos, ya sea editándolos, ya traduciéndolos”. Por primera vez los dirigentes de México se sintieron responsables de la producción masiva de libros y se plantearon la idea de crear una industria editorial. Era el viejo proyecto de Martí, la salvación de Hispanoamérica a través de la lectura, pero llevado a cabo por un gobierno revolucionario. Tratándose de una labor de redención, es significativo que Vasconcelos no editara libros humanistas sino libros de revelación, de anunciación profética. No había lugar para los enci-
José Vasconcelos, 1922
D
irector de la revista Letras Libres, autor de libros como Caudi-
llos culturales en la Revolución Mexicana, La presencia del pasado y De héroes y mitos, Enrique Krauze desarrolla en Redentores, su nueva obra, “una historia de las ideas políticas en América Latina desde el fin del siglo XIX hasta nuestros días”, como explica él mismo en el prefacio. Lo hace a través de las biografías de Martí, Rodó, Vasconcelos, Mariátegui, Paz, Eva Perón, Che Guevara, García Márquez, Vargas Llosa, Samuel Ruiz, Subcomandante Marcos y Hugo Chávez, doce personajes entre los cuales, admite Krauze, hay notables diferencias, “pero esa variedad es en sí misma significativa de la diversidad de orígenes y experiencias en que han arraigado las principales ideas [en América Latina]. Todas esas figuras vivieron apasionadamente el poder, la historia y la revolución, pero también el amor, la amistad y la familia. Vidas reales, no ideas andantes”.
clopedistas. Montaigne y la genealogía grecolatina, a excepción de Plutarco, le parecían intrascendentes. Era inútil traducir, según su fórmula, “libros para leer sentado”; amenos, instructivos, pero ineficaces para elevarnos. Había que editar libros inmortales, “libros para leer de pie”: “En éstos no leemos; declamamos, alzamos el ademán y la figura, sufrimos una verdadera trans-
figuración”. “La verdad sólo se expresa en tono profético”, y conforme a ese decreto diseñó el programa: Se comienza con la Ilíada de Homero, que es la fuerte raíz de toda nuestra literatura, y se da lo principal de los clásicos griegos... Se incorpora después una noticia sobre la moral budista, que es como anunciación de la moral cristiana y se da enseguida
el texto de los Evangelios, que representan el más grande prodigio de la historia y la suprema ley entre todas las que norman el espíritu; y La Divina Comedia, que es como una confirmación de los más importantes mensajes celestes. Se publicarán también algunos dramas de Shakespeare, por condescendencia con la opinión corriente, y varios de Lope, el dulce, el inspirado, el magnífico poeta de la lengua castellana, con algo de Calderón y el Quijote de Cervantes, libro sublime donde se revela el temperamento de nuestra estirpe. Seguirán después algunos volúmenes de poetas y prosistas hispanoamericanos y mexicanos [...] y libros sobre la cuestión social que ayuden a los oprimidos, y que serán señalados por una comisión técnica junto con libros sobre artes e industrias de aplicación práctica. Finalmente se publicarán libros modernos y renovadores, como el Fausto y los dramas de Ibsen y Bernard Shaw y libros redentores como los de Tolstoi y los de Rolland.
El plan daba preeminencia a cinco autores. Dos “místicos” antiguos: Platón y Plotino, y tres “místicos” modernos: Tolstoi, Rolland y –en el criterio de Vasconcelos– Benito Pérez Galdós. Mientras que de Shakespeare se publicarían (por “condescendencia con la opinión”) sólo seis comedias; de los tres visionarios modernos se editaría la obra completa en doce tomos cada uno. La de Galdós, por ser “el genio literario de nuestra raza... inspirado en un amplio y generoso concepto de la vida”. La de Rolland, porque “en sus obras se advierte el impulso de las fuerzas éticas y sociales tendiendo a superarse, a integrarse en la corriente divina que conmueve al Cosmos”. En cuanto a Tolstoi, su obra se editaría porque representaba la genuina encarnación moderna del espíritu cristiano. Aquella fue, diría después Vasconcelos, “la primera inundación de libros que registra la historia de México”. La labor se multiplicó en la Secretaría de Educación Pública. Pese a su interés en las vertientes culturales no occidentales, en su personal (y dictatorial) criterio de editor,
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de portada 05
Alumnos del Centro Industrial Federal, 1928
Desayunos escolares, 1921
Vasconcelos se mantuvo de lleno dentro de la tradición cristiana, sin albergar dudas sobre su superioridad cultural y moral. Su actitud ante Shakespeare sugiere un rechazo instintivo (que se volvería mucho más marcado) hacia la tradición anglosajona. En cuanto a sus clásicos griegos, de la misma manera en que Plotino distorsiona a Platón, el Plotino de Vasconcelos es un Plotino trunco, con una hipertrofia de lo estético (que en realidad ocupa sólo una porción limitada de Las Enéadas). En última instancia, una figura mucho más equívoca y siniestra que Sócrates comienza a emerger como el daimon —el “espíritu primero” de Heráclito— que gobierna el carácter de Vasconcelos: el “rey filósofo” de la República de Platón. Vasconcelos incluyó en su proyecto de publicación muchos “libros sobre la cuestión social que ayudan a los oprimidos, y que serán elegidos por un comité técnico junto con libros de aplicación práctica sobre artes e industria”. Pero todas esas lecturas presuponían un vasto esfuerzo de alfabetización. Vasconcelos quería que la educación fuese tarea de “cruzados”, de “fervorosos apóstoles” plenos de “celo de caridad” y “ardor evangélico”. El apostolado —recordaba Cosío Villegas, uno de esos “apóstoles”— comenzaba por el alfabeto:
teca en muchos casos complementa a la escuela y en todos la sustituye”. Es significativo que el “Maestro de América” dijera: “Las escuelas no son instituciones creadoras”. La labor del maestro, las escuelas rurales y urbanas y la enseñanza de toda índole (científica, técnica, elemental, normal, indígena) tenían una importancia menor. Los maestros que en verdad le importaban eran los “maestros misioneros” que recorrían el país llevando (como nuevos franciscanos o dominicos) la nueva de un gobierno preocupado por su población más necesitada y ansioso de darle las luces de la cultura universal. Esa buena nueva no era una prédica, sino un paquete de libros. Los maestros traían consigo “bibliotecas ambulantes” compuestas —según explicaba Jaime Torres Bodet, secretario particular de Vasconcelos— “de cincuenta volúmenes que se hacen circular en una caja de madera que puede ser acarreada a lomo de mula, a fin de que llegue a regiones a donde no alcanza el ferrocarril”. La palabra “misionero” tenía una deliberada connotación evangélica y se inspiraba en el apostolado espiritual de los frailes franciscanos y dominicos durante los primeros años de la Conquista. Pero la huella de la conquista espiritual estaba en todas partes. Un Ministerio de Educación que se limitara a fundar escuelas, pensaba Vasconcelos, sería “como un arquitecto que se conformase con construir las celdas sin pensar en las almenas, sin abrir las ventanas, sin elevar las torres de un vasto edificio”. Por eso ordenó el rescate y conversión de antiguos recintos religiosos en bibliotecas. El edificio que reconstruyó para albergar a la nueva Secretaría de Educación tenía —en sus palabras— una “unción como de templo” no sólo por haber alojado en su origen al Convento de las Religiosas de la Encarnación (fundado a fines del siglo XVI), sino por representar una vuelta a la tradición urbana del virreinato, con sus vastos corredores, sus columnas y arquerías. En el cuadrángulo principal, Vasconcelos dispuso cuatro figuras que expresaban su utopía de fusión universal:
Y nos lanzamos a enseñarles a leer... y había que ver el espectáculo que domingo a domingo daba, por ejemplo, el poeta Carlos Pellicer... llegaba a cualquier vecindad de barrio pobre, se plantaba en el centro del patio mayor, comenzaba a palmear ruidosamente, después hacía un llamamiento a voz en cuello, y cuando había sacado de sus escondrijos a todos, hombres, mujeres y niños, comenzaba su letanía: a la vista estaba ya la aurora del México nuevo, que todos debíamos construir, pero más que nadie ellos, los pobres, el verdadero sustento de toda sociedad... Y en seguida el alfabeto, la lectura de una buena prosa, y al final versos, demostración inequívoca de lo que se podía hacer con una lengua que se conocía y se amaba. Carlos nunca tuvo un público más atento, más sensible, que llegó a venerarlo.
Pedro Henríquez Ureña —el “Sócrates” del Ateneo de la Juventud— llegó de su exilio académico en la Universidad de Minnesota para hacerse cargo del Departamento de Intercambio y Extensión Universitaria. Con el escritor dominicano y Vasconcelos, Cosío Villegas recordaba haber ido a los estados de México, Michoacán y Puebla a obsequiar lotes de libros constituidos en buena medida por los clásicos. El Porfiriato había dejado un país con 80% de analfabetos. En el México de 1920 (país de 15 millones de habitantes) existían apenas 70 bibliotecas (39 de ellas públicas); en 1924 —cuando dejó el ministerio— había ya mil 916 y se habían repartido por todo el país 297 mil 103 libros. Había cinco tipos de bibliotecas: públicas, obreras, escolares, diversas y circulantes. La colección más sencilla se componía de doce volúmenes, que además de las materias habituales (aritmética, física, biología, etcétera) incluía Los Evangelios, El Quijote y la antología de Las cien mejores poesías mexicanas. A Vasconcelos le importaba mucho arraigar la biblioteca pública, tal como las había visto operar en sus largas temporadas de exilio y estudio en Estados Unidos, como un centro eficaz de vitalidad intelectual y conocimiento. “Entonces —escribió mucho después Cosío Villegas, con nostalgia— se sentía fe en el libro, y en el libro de calidad perenne; y los libros se imprimieron a millares y por millares se obsequiaron. Fundar una biblioteca en un pueblo pequeño y apartado parecía tener tanta significación como levantar una
Enrique Krauze Redentores. Ideas y poder en América Latina Debate México, 2011 583 pp.
iglesia y poner en su cúpula brillantes mosaicos que anunciaran al caminante la proximidad de un lugar donde descansar y recogerse”. El departamento que dirigió Henríquez Ureña fue el heredero de la Universidad Popular. Sólo durante los meses de julio a noviembre de 1922, los 35 profesores del departamento impartieron casi 3 mil conferencias a obreros: en la fábrica de calzado Excélsior, la Federación de Sociedades Ferrocarrileras, el Hospicio de Niños, el Sindicato de Mártires de Río Blanco, la Unión de Artes Gráficas, y muchos otros lugares. Los temas no podían ser más variados: patrióticos (los niños en nuestra historia patria), profilácticos (cómo atiende el Estado las necesidades de higiene), matemáticos, gramaticales, cívicos, geográficos, astronómicos, morales, vidas ejemplares, historia, división del trabajo, juegos infantiles. La Universidad Popular Mexicana mil veces amplificada. Vasconcelos creía que “la biblio-
Grecia, madre ilustre de la civilización europea de la que somos vástagos, está representada por una joven que danza y por el nombre de Platón que encierra toda su alma. España aparece en la carabela que unió este contingente con el resto del mundo, la cruz de su misión cristiana y el nombre de Las Casas [...] La figura azteca recuerda el arte refinado de los indígenas y el mito de Quetzalcóatl, el primer educador de esta zona del mundo. Finalmente, en el cuarto tablero aparece Buda envuelto en su flor de loto, como una sugestión de que en esta tierra y en esta estirpe indoibérica se han de juntar el Oriente y el Occidente, el Norte y el Sur [...] en una nueva cultura amorosa y sintética.
Mientras tanto, el selectivo discípulo de Plotino dedicó gran parte de su tiempo libre al cultivo de la belleza con una buena colección de amantes. Cuando Berta Singerman, la famosa declamadora argentina (una profesión muy valorada en ese entonces), visitó México, Vasconcelos rindió homenaje al “refinado arte de los indígenas” haciéndole el amor en algún sitio del antiguo complejo de templos de Teotihuacán. 111 Como correspondía a este “Plotino americano”, la otra palanca educativa eran las artes. Los exilios de Vasconcelos no habían sido sólo políticos o amorosos, sino intelectuales y sobre todo estéticos. Había recorrido con detalle los museos ingleses y nor-
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Visor
Al centro: Álvaro Obregón; a su derecha: José Vasconcelos, Alberto J. Pani y Antonio Caso
teamericanos. En sus ensayos filosóficos interpretaba el mundo como una danza del espíritu que se eleva hasta alcanzar una armonía musical, “pitagórica”. Sin ser poeta, novelista o ensayista, era todo ello en una síntesis literaria muchas veces desvariada, pero siempre poderosa, apasionante y genuina. Amaba la escultura (como atestigua la simbología del edificio) y tenía la mirada de un constructor renacentista. Se veía a sí mismo como un restaurador estético. En cuanto al estilo arquitectónico, quiso volver a la vieja tradición colonial, sobre todo al siglo XVIII. A Diego Rivera le encomendó ciertas soluciones fundamentales para concluir el estadio que se edificó en la ciudad deMéxico,juntoalaescuelaBenito Juárez. La palabra construcción era clave: “Hagamos que la educación nacional entre en el periodo de la arquitectura”. La estética dominaba todo su proyecto. “El Departamento de Bellas Artes —escribe en El desastre—tomóasucargo,partiendode la enseñanza del canto, el dibujo y la gimnasia en las escuelas, todos los institutos de cultura artística superior, tal como la antigua Academia de Bellas Artes, el Museo Nacional y los Conservatorios de Música”. La pedagogía para párvulos incluía cantos, recitaciones, dramatizaciones y dibujo. Muy ligados a esta concepción estaban los conservatorios, orfeones, el teatro popular, los métodos indígenas para la enseñanza del dibujo. Dos ideas afines eran el aseo obligatorio de los niños en las escuelas —jabón y alfabeto— y la curiosa ocurrencia de que escucharan música de Palestrina en la escuela. El teatro al aire libre que se escenificaría en el nuevo estadio tendría un papel estelar. Vasconcelos imaginaba fastos romanos: “Un gran ballet, orquesta y coros de millares de voces”, un arte colectivo que expresara las aspiraciones de redención estética de la humanidad. En esos días pensaba que la ópera —con algunas excepciones, perdone Wagner— tendía a desaparecer. La música y el baile —Isadora Duncan interpretando a Beethoven— serían el arte unificado del futuro. Vasconcelos recogió el fermento artístico de 1915 y lo llevó a una dimensión insospechada en casi todas las artes, pero sobre todo en la pintura mural. El mérito
de conjuntar a los pintores Rivera, Orozco, Siqueiros, etcétera, y darles los muros de edificios públicos para que reflejasen el renacimiento cultural del país fue indudablemente suyo. Hacia 1931, en el pequeño ensayo “Pintura mexicana”, subtitulado “El mecenas”, Vasconcelos pone nada menos que en boca de Dios estas palabras: “En el seno de toda esta humanidad anárquica aparecerán periódicamente los ordenadores: para imponer mi ley, olvidada por causa de la dispersión de las facultades paradisiacas. Serán mis hombres de unidad, jefes natos [...] ¡Por ellos vence el ritmo del espíritu! Budas iluminados unas veces, filósofos coordinadores otras, su misión será congregar las facultades dispersas para dar expresión cabal a las épocas, a las razas y al mundo”. Sin el fiat de su plan, de la doctrina religiosa que —como intermediario de Dios— les había transmitido, los muralistas —decía— habrían quedado en “medianías ruidosas”. Más allá de esas exageraciones, los pintores muralistas a los que convocó tuvieron su época de oro. Algunos hicieron vitrales, otros murales con figuras ocultistas. Para “decorar” los muros centenarios de la Escuela Nacional Preparatoria (edificio que había alojado al antiguo Colegio de los Jesuitas), Vasconcelos había contratado a José Clemente Orozco, poderoso pintor de temperamento anarquista que había sido testigo directo de la Revolución mexicana. Sus murales, casi libres de fe ideológica, reflejarían el dolor y la tragedia que Orozco había presenciado, dándole sólo por momentos un aire de redención puramente humanista. Para la “decoración” de los lienzos del corredor de la Secretaría, Vasconcelos necesitaba una visión festiva, esperanzada, y para eso había invitado a “nuestro gran artista, Diego Rivera”. “La plástica —escribió en De Robinson a Odiseo— no es un asunto sino una de las maneras de expresar asuntos; una de las voces del ser y no el ser. Esto hace indispensable que el mecenas no sólo dé más monedas, sino también el plan y el tema”. Inspirado por esas directrices, Rivera tenía ya dibujadas “figuras de mujeres con trajes típicos de cada estado de la República y había ideado para la escalinata un friso ascendente que, partiendo del nivel del mar con su vegetación tropical, se transformaba en el paisaje de la altiplanicie y terminaba en los volcanes”. Ésas pudieron haber sido las pautas iniciales, algo inocentes, que el “mecenas”
de los indios, se había llevado a cabo en el siglo XVI no a través de sermones o libros sino a través de la vista. La pintura mural que los franciscanos y dominicos habían plasmado en tantos conventos de México fue una fuente explícita de inspiración para Vasconcelos. Sabía muy bien que los indígenas de México habían aprendido la historia sagrada en esas pinturas y posteriormente en las suntuosas fachadas y retablos del barroco. Vasconcelos no quería fundar, propiamente, una religión, pero sí pretendía llevar a todo el país el mensaje de la cultura universal (tanto occidental como oriental) complementándola con una extraordinaria valoración de la cultura mexicana junto a todos sus pasados: indígena, virreinal y liberal. La Revolución educativa representaba, por así decirlo, un orden nuevo, una catolicidad de la cultura. “Que la luz de estos claros muros sea como la aurora de un México nuevo, de un México espléndido”, concluyó José Vasconcelos aquella mañana de julio de 1922, cuando inauguró el edificio de la Secretaría de Educación. Lo cierto es que nunca sospechó la tremenda significación histórica y política que adquiriría esa obra. Los murales de Rivera, Orozco, Siqueiros fueron el evangelio pictórico que fundó el mito de la Revolución mexicana. La historia mexicana apareció por primera vez, sobre todo en la obra de Rivera, como una Sagrada Escritura, una Pasión nacional: el paraíso indígena, el trauma de la Conquista, los oscuros siglos virreinales, la primera redención de la Independencia con respecto a España, la segunda redención de la Reforma (contra la Iglesia), la dictadura de Porfirio Díaz y el advenimiento redentor de la Revolución. La interpretación de Orozco es menos lineal, más ambigua, profunda y pesimista. Pero en la rica floración material de Rivera, la Revolución se convierte no en lo que fue (bandos distintos de ideologías distintas, enfrentados entre sí, cientos de miles de muertos por hambre, enfermedad y guerra), sino en lo que hubiera querido ser, en lo que buscaba ser: un solo movimiento histórico, metahistórico, por encima de todas las diferencias, una epopeya en la que el pueblo mexicano había tomado en sus manos su destino para corregir los errores del pasado y construir un orden de justicia social en el campo y las ciudades, democracia, nacionalismo sano, educación universal y
La Revolución educativa representaba un orden nuevo, una catolicidad de la cultura había sugerido al artista. Pero luego todo el escenario fue de Diego. Tras pintar el Anfiteatro Bolívar anexo a la Escuela Nacional Preparatoria, en detrimento de otros pintores, Diego absorbió la obra completa: 239 tableros que abarcan una superficie de mil 585 metros cuadrados. Los temas específicos que fue hilvanando, desde 1923 hasta la culminación del conjunto en 1928, no pudieron haber sido dictados por Vasconcelos por las razones que él mismo da en uno de sus opúsculos, El pesimismo alegre: “Las mejores épocas artísticas son aquellas en que el artista trabaja con libertad personal, pero sujeto a una doctrina filosófica o religiosa claramente definida”. Esa doctrina era la Revolución mexicana, interpretada por Diego con una carga de idealismo social y materialismo estético (e histórico) que no correspondía al talante de Vasconcelos. El mundo del trabajo (la hilandería, la agricultura, la minería, la tintorería), las fiestas mexicanas con todo su estruendo y colorido, y aun la famosa pintura de la maestra rural, dando clases a sus niños al aire libre, mientras un soldado revolucionario —fusil en mano— vigila la escena, no eran temas afines al temple místico del ministro, que condescendía poco, aun en sus memorias, a la descripción de los escenarios sociales. Los suyos eran el cielo y la naturaleza, escenarios de Dios, intocados por el hombre. O un solo hombre, él mismo, tocado por la pasión y el absoluto. Con todo, entre Diego Rivera y José Vasconcelos existió una corriente de simpatía: ambos (el filósofo y el artista) creían en la redención social a través del arte. Como arquitecto espiritual, Vasconcelos tocó una fibra profunda en la historia mexicana. La llamada “Conquista espiritual”, la conversión
El autor de Ulises Criollo, ca. 1920
orgullo cultural por las raíces. Lo que en aquellos tiempos se nos pedía hacer —explicaba Cosío Villegas refiriéndose a toda su generación, encabezada por el caudillo cultural Vasconcelos—: Correspondía a toda una visión de la sociedad mexicana, nueva, justa, y en cuya realización se puso una fe encendida, sólo comparable a la fe religiosa. El indio y el pobre, tradicionalmente postergados, debían ser un soporte principalísimo, y además aparente, visible, de esa nueva sociedad; por eso había que exaltar sus virtudes y sus logros; su apego al trabajo, su mesura, su recogimiento, su sensibilidad revelada en danzas, música, artesanías y teatro.
Este mensaje redentor atrajo a intelectuales y artistas de toda América y aun de Europa que llegaron a México para fotografiar sus pueblos indígenas y coloniales, apreciar su paisaje, sus artes populares y su gastronomía, estudiar sus ruinas prehispánicas y sus conventos, traducir sus poemas y absorber su nacionalismo musical, admirar las escuelas indígenas o las de sus barrios pobres (inspiradas en John Dewey, que vino también) y, en no pocos casos (como el de D.H. Lawrence, que a raíz de su viaje escribió The Plumed Serpent), para adentrarse, participar y recrear en sus más sangrientos mitos. México, por unos años, fue el lugar de la utopía. nv
domingo 16 de Octubre de 2011
Visor
literatura 07
Una confluencia permanente: Reyes y Pacheco El Premio Alfonso Reyes acaba de recaer en un lector-escritor que ha conversado durante más de medio siglo con quien, a decir de Borges, enseñó que el español podía ser un instrumento de precisión y elegancia Mónica González
Para José Emilio Pacheco, “Reyes abrió la posibilidad moderna de escribir en México”
Ensayo Rafael Olea Franco
E
n una ocasión, Carlos Monsiváis me contó que durante una tertulia, Alfonso Reyes (18891959) escuchó alborozado una erudita pero lozana explicación histórica sobre los orígenes de lo que en México llamamos pan francés. El joven (acaso de veinte años) que dialogaba así con el maestro Reyes respondía al nombre de José Emilio Pacheco (1939) quien, entre otras cosas, aclaró que la denominación debería ser pan vienés, pues llegó al país con las costumbres de Maximiliano y su séquito. A pregunta expresa, Pacheco se negó a confirmar esta anécdota, la cual atribuyó, supongo que por modestia, a la amistad que le profesó Monsiváis. Pero la prolongada relación que Pacheco ha establecido durante más de medio siglo con la vasta obra de Reyes sí es tangible. Aunque los inicios de la precoz y diversificada carrera literaria de Pacheco (narrador, poeta, ensayista, traductor-creador, fundador del género “inventario”) se pierden en efímeras publicaciones, su temprana inserción en el campo intelectual se remonta a la revista Estaciones de Elías Nandino, en cuyos números 5 y 6 de 1957 se difundieron, respectivamente, un soneto suyo (“Eva”) y uno de sus primeros relatos (“Tríptico del gato”). De este modo, él convivió textualmente con Reyes, quien fue asiduo colaborador de Estaciones desde el primer número de ésta (primavera de 1956), que abre con un ensayo suyo. Además de la distancia generacional que los separaba (exactamente medio siglo), el trato personal fue efímero, debido a la pronta desaparición física del maestro (27 de diciembre de 1959). No obstante, desde el principio Pacheco emprendió una ininterrumpida y fructífera labor de comentarista de su obra, porque
como dijo en “Para acercarse a Reyes”, inventario de 1989 que conmemora el centenario del nacimiento de éste: “la lectura es una conversación a larga distancia pero de persona a persona”, frase que complementa la célebre expresión quevedesca de la lectura como una conversación con los difuntos. La publicación gradual de las obras completas de Reyes a partir de 1955 encontró a un fiel difusor en Pacheco, quien desde 1959 les dedicó notas críticas en diversos suplementos y revistas, como México en la Cultura, Revista de la Universidad, La Cultura en México. De hecho, él ha recordado cada décimo aniversario luctuoso de Reyes, aunque a veces el texto correspondiente ha salido con un ligero retraso, como sucedió con “Reyes en una nuez” (La Cultura en México, 21 de enero de 1970), donde parodia el título de uno de los más famosos ensayos del escritor para ofrecer una apretada pero útil síntesis de su vida y obra, así como una serie de referencias críticas. Pacheco examina tanto la obra de Reyes como sus simpatías y diferencias con otros escritores (entre ellos, Borges, Vasconcelos y López Velarde). En todos estos textos, que escapan a cualquier clasificación genérica, despliega una enorme creatividad. Por ejemplo, en el inventario de 1979 con motivo del vigésimo aniversario luctuoso de Reyes y Vasconcelos, imagina
una conversación que implica una especie de ajuste de cuentas. En ese “Diálogo de los muertos”, mientras Reyes rechaza el presente de 1979, Vasconcelos exclama exultante: “Hay cosas buenas. Me da gusto comprobar que al fin se adoptaron oficialmente mis tesis sobre el criollismo”; pero Reyes le contesta, con simulada actitud elusiva: “Cambiemos de tema. No critico al régimen ni me gusta hablar de política”. Entonces Vasconcelos contraataca: “Ni la muerte pudo curarte de tu trauma, Alfonso: el general Reyes murió hace mucho tiempo”. Esta frase alude tanto a la muerte, el 9 de febrero de 1913, del general Bernardo Reyes, que provocó el “trauma” de su hijo, como a la Oración del 9 de febrero, quizás el más entrañable texto de Alfonso, quien por íntimo pudor lo mantuvo inédito (publicado póstumamente, se eleva como una de las cimas de la escritura autobiográfica en México). Así, Pacheco exhibe con elegante ironía su amplio conocimiento de la cultura mexicana, con lo cual, como acostumbra, imparte una sutil lección magistral a sus lectores (¡ojalá todos los maestros fueran así!). Más abarcador es el balance de la obra de Reyes incluido en el citado inventario donde Pacheco celebra el centenario de su antecesor. Entre otros aspectos, destaca uno controversial: su helenismo, práctica en la que él mismo se declaró principiante, debido a sus li-
mitados y confesos conocimientos del griego. Luego, Pacheco cita con inteligencia a un autor grato para Reyes: Toynbee, quien sostiene que la evocación de las múltiples experiencias griegas resulta útil porque éstas son análogas a las nuestras; de esto concluye que al interesarse por la tragedia griega, “Reyes no se alejó de su aquí y ahora: le presentó un espejo lejano”. Añade que los seis tomos reyistas dedicados a Grecia bastaron para que se forjara la leyenda de que nunca se ocupó de México, cuando incluso su excelente poema dramático Ifigenia cruel (1924), de raigambre clásica, se refiere al país. Después menciona algo silenciado: que el enemigo de Reyes fue Ángel María Garibay, quien pese a su dominio del griego jamás manejó el español como él; al final, Pacheco sueña utópicamente en lo que hubieran logrado Reyes y Garibay traduciendo juntos poesía griega o náhuatl. Pacheco nunca ha sido un iconoclasta, por lo que reconoce con gratitud sus influencias (Reyes, Borges, Paz, López Velarde, etcétera). En noviembre de 1965, al participar en la famosa serie de tempranas autobiografías denominada Los narradores ante el público, exaltó hasta la hipérbole al maestro: “Reyes abrió la posibilidad moderna de escribir en México. Arrojó al surco la semilla para que el campo verdeciera. Todos, hasta quienes no lo leyeron, hemos salido de él; y si nos apartamos es para regresar con mayor fuerza”. En efecto, Pacheco siempre ha regresado con vigor, constancia y afecto a Reyes, rasgo incluso visible en sus trabajos de los últimos meses. Al impartir su reciente ciclo de conferencias en El Colegio Nacional, titulado “Literatura mexicana hacia 1910”, dedicó una de ellas, la del 21 de octubre de 2010, al análisis del primer libro de Reyes: Cuestiones estéticas (1911). Su más fresca aportación a las reflexiones sobre este escritor ha sido el inventario del 18 de septiembre de 2011, cuyo título es sorprendente: “Alfonso Reyes y la invención del blog”. El desconcierto inicial se diluye desde el primer párrafo, donde Pacheco, quizás en consonancia con el estilo ensayístico de Borges, enuncia su hipótesis: “En los quince números de su Correo Literario Monterrey, publicado entre 1930 y 1937 en Buenos Aires y en Río de Janeiro, Alfonso Reyes aparece como un antecedente y precursor del blog en tanto espacio a la vez público y privado”; en efecto, desde Sudamérica Reyes intentó, con su periódico unipersonal Monterrey (una “casi carta circular”, como la definió), entrar en diálogo con sus pares, del mismo modo que ahora, por medios electrónicos, se hace en numerosos blogs. Pacheco afirma que de toda la experiencia literaria de Reyes sobrevive su prosa “hoy como entonces modelo inalcanzable de naturalidad, velocidad, armonía, precisión”; concuerda así con Borges, quien solía incluir a Reyes entre los escritores que le enseñaron que el español podía ser un instrumento de precisión y elegancia. Esta alusión me sirve para concluir mi breve nota. En el epílogo de su libro El hacedor, Borges fabula que un hombre cuya vida se ha consagrado a dibujar el mundo, al final descubre que “ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”. Del mismo modo, creo que al delinear durante más de medio siglo la obra de Reyes, Pacheco ha dibujado su propia literatura (sus temas, su estilo, sus obsesiones); por ello, el Premio Alfonso Reyes que este año le ha concedido El Colegio de México confirma una vez más las infinitas coincidencias entre estos dos clásicos de nuestra cultura. Hoy, Pacheco encarna el espíritu universal y humanista de Reyes. nv
08 cine
domingo 16 de Octubre de 2011
Visor
Arturo Ripstein
La vida en blanco y negro En días recientes, el cineasta asistió al Festival de San Sebastián y sacudió el avispero. Aquí, sin embargo, no habla de ello sino de la génesis de sus más sonados trabajos y de su relación con algunos escritores latinoamericanos especial
Entrevista Víctor Núñez Jaime • Madrid
N
o sonríe. Pero no está serio. Quizás un poco cansado. No lo dice ahora, pero Arturo Ripstein lleva varios días en España hablando sobre su nueva película, Las razones del corazón, sobre su forma de hacer cine y su participación en el Festival de San Sebastián, de donde se fue sin ningún premio. Vino a Madrid, acompañado por la guionista Paz Alicia Garciadiego, la actriz Arcelia Ramírez y el actor Vladimir Cruz, para protagonizar la inauguración del Festival Vivamérica 2011 y para seguir comentando su más reciente trabajo. Ya es otoño, pero las temperaturas veraniegas no acaban de irse y por eso Ripstein seca con un pañuelo las gotas de sudor de su frente. Está sentado en una banca del jardín de la Casa de América, situada en una esquina de la Plaza de Cibeles. Así que hay ruido y antes de comenzar la entrevista el director de cine modula el pequeño aparato que trae en el oído. “Tiene tres programas. Para espacios cerrados y abiertos. Es finlandés y es una maravilla. En Finlandia todos deben ser sordos y por eso inventan estas cosas. Ya está”. Ripstein —el cuerpo grueso, el pantalón de mezclilla y el saco azul marino, los zapatos marrón, la camisa de rayas coloradas, la barba y el pelo blanco, la mirada de la experiencia detrás de unos finos lentes— lo dice sin rodeos: “Acabo de hacer mi mejor película”. —¿Usted no ejerce la autocrítica? —Para valorar lo que hago están los demás. Trato de hacer cada película lo mejor posible. Cuando presento algo al público es porque estoy seguro de que está bien hecho. Pero cada quien tendrá su opinión, desde luego. 111 Un epígrafe antecede la historia: “El corazón tiene sus razones, que la razón desconoce” (Blas Pascal). Y enseguida el espectador se adentra en una sucesión de planos-secuencia en blanco y negro. En “escala de grises”, mejor dicho. Porque la tecnología de hoy ya no tiene los mismos contrastes de antes. Son los últimos dos días de la vida de Emilia, una ama de casa frustrada por la mediocridad de su existencia, esposa de un hombre pusilánime, madre de una niña a la que no atiende y amante de un saxofonista cubano que vive en un cuarto de azotea. El escenario es un viejo edificio en el que no falta la portera metiche, la vecina cómplice y el vecino abusivo. No saldremos de este espacio, a propósito, para que nos invada la asfixia. Es cine, pero bien podría ser teatro. De pronto, a Emilia la abandona el amante y, literalmente, sufre un embargo por el uso excesivo de la tarjeta de crédito. En su descuidado y desolado departamento sólo ve una salida: el suicidio. Y entonces, paradojas de la vida, el marido cornudo y el amante esquivo se vuelven dos seres cercanos. Salpicada de las típicas escenas de los melodramas mexicanos (“no me dejes, cabrón, estoy dispuesta a ser tu esclava”) y con diálogos y monólogos existencialistas, a veces barrocos, a veces cursis, pero siempre coherentes con los personajes, Las razones del corazón es la “versión libre” que Paz Alicia Garciadiego y Arturo Ripstein han hecho de Madame Bovary.
Dice el director que le hubiera gustado contar la historia desde el punto de vista del marido cornudo porque es un personaje muy contemporáneo. Pero Emma Bovary surgía una y otra vez. De manera que se dejó hipnotizar por la angustia y el pacto de muerte del personaje y se dedicó a “capturar su rabiosa desesperación durante sus últimas 48 horas de vida”, porque “su muerte la explica y la engrandece, la saca de su miseria cotidiana”. La película se filmó en un mes, en una sola locación, con pocos actores, con un equipo técnico pequeño y con un presupuesto de poco menos de un millón de euros. “Le dije a Paz que no volviera a leer la novela, que escribiera el guión basándose en lo que recordaba de la historia. Por eso, seguramente, hay recuerdos de otras novelas de adulterio, no sólo de Madame Bovary. Están La Regenta y Ana Karenina, por ejemplo”. 111 Muchos años antes de Las razones del corazón, Ripstein fue un aprendiz de Luis Buñuel. “Es una leyenda eso de que yo haya sido su asistente. Ni tenía los conocimientos ni el Sindicato [de Trabajadores de la Produc-
ción Cinematográfica] lo hubiera permitido. Yo era un jovencillo que un día fue a casa de Buñuel para decirle que quería ser cineasta y él me cerró la puerta. En seguida la volvió a abrir y me invitó a pasar. Vimos Un perro andaluz y me asusté. Me explicó de qué se trataba esto de ser cineasta y yo le pedí que me dejara colarme en sus filmaciones y él me dijo que sí. Todavía no había escuelas de cine en México. Uno tenía que ser autodidacta”. Pero Arturo Ripstein ya conocía de sobra los sets cinematográficos: desde niño lo llevaba su padre, Alfredo Ripstein, uno de los productores de la Época de Oro del cine mexicano. Tenía quince años cuando observó de principio a fin el rodaje de Nazarín. Y tiempo después el de El ángel exterminador. “Buñuel fue muy generoso conmigo. No sé qué hubiera sido de mi carrera sin su magisterio”. Luego hizo dos cortometrajes y cuando cumplió 21 años dirigió su primera película: Tiempo de morir. Era 1965 y había obtenido los derechos del guión escrito por Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes. A partir de entonces sería habitual que varios escritores trabajaran junto a él, sobre todo en la adaptación de
novelas a la pantalla. “He realizado trabajos importantes con los escritores. Después de sanas discusiones llegábamos a buenos acuerdos y convertíamos sus textos en imágenes. Sólo tuve algunas dificultades con Manuel Puig. Cuando estábamos adaptando El lugar sin límites, a él le preocupaba mucho que al personaje homosexual le fuéramos a dar un trato estereotipado. Fue difícil porque era un homosexual de pueblo. Hicimos lo que pudimos y el guión y la película salieron adelante”. “En cambio, con José Emilio Pacheco todo fue extraordinario”, continúa el director. “Nos reuníamos en su casa para escribir El castillo de la pureza. En la casa de José Emilio hay libros por todas partes, ¡por todas! Sólo en su recámara había un poco de espacio. Así que él se sentaba frente a la máquina de escribir y yo en la cama. Por eso digo que ese guión lo hice en la cama con José Emilio. A veces invitábamos a esa recámara a nuestras respectivas esposas para leerles lo que llevábamos hecho. La historia iba de un hombre que tenía encerrada a su mujer y a sus hijos en la casa porque estaba convencido de que el mundo exterior era dañino para ellos. Pero el encierro se complicaba a medida que los hijos crecían. Les leíamos los diálogos a nuestras esposas y ellas se reían y se reían. A José Emilio y a mí nos quedaba claro que en realidad estábamos escribiendo una comedia”. Una comedia. Nada más alejado de ese “universo ripsteiniano” que ha ido creando con el paso de los años. Porque, aunque sus películas tengan cierta dosis de humor (casi siempre “negro”), Ripstein se ocupa, sobre todo, de mostrar la soledad de los individuos comunes y extraordinarios y sus esfuerzos inútiles por cambiar su destino. Son las sombras y las opresiones, lo sórdido y lo siniestro, lo complejo, lo que invade sus historias en las que el plano-secuencia es su herramienta fundamental para contarlas. “Utilizo los planos-secuencia”, explica, “porque es lo más fácil de hacer. ¡Porque la vida misma es un plano-secuencia! Así la he visto siempre. Así fluye. Y porque soy un hombre de mí tiempo. Hacer un cine con tantos cortes y efectos no es lo mío”. ¿Y por qué ha vuelto al blanco y negro? “Porque es una fotografía veraz, porque la vida es para mí en blanco y negro. Yo hubiera hecho todas las películas así, con esa iluminación tan contrastada. Pero por razones comerciales no he podido. Para mí la ausencia del color ha sido fundamental para la comprensión de las cosas”. 111 Arturo Ripstein acudió por octava vez a San Sebastián para presentar Las razones del corazón, pero no ganó y armó un escándalo en la prensa lanzándose contra el director y el jurado del festival. Días después emitió un comunicado arrepintiéndose de lo que había dicho y el asunto quedó zanjado. Ahora, en medio de este jardín madrileño y de este festival latinoamericano, prefiere hablar sobre el tema central de su nueva película. “Yo creo que el amor es una emoción muy peligrosa. En su primera fase es enormemente antisocial, nada existe salvo yo y el objeto de mis amores. Es una emoción muy extraña. Muy rápidamente el amor se domestica y se vuelve otras cosas. A mí me gustaba esta pasión desenfrenada, delirante de Emilia, que represento de un modo muy esquivo, hasta el punto de que cabe preguntarse si es un amor que existe de verdad. Trato de recoger todas sus contradicciones y los personajes se transforman unos en otros, trascienden su condición de arquetipos”. Arturo Ripstein no sonríe. Pero no está serio. nv