Joumana Haddad Poesía página 3 Braulio Peralta Antonieta Rivas Mercado, la telenovela página 3 Miguel Barberena Patti Smith página 6 Fernando Fernández Fernando Vallejo: la conquista de la novela página 8 Milenio
domingo 25 de Septiembre de 2011
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latitudmusic.com.ar
La invención de
David Bowie Paul Trynka
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02 antesala
domingo 25 de Septiembre de 2011
Visor
Homo litterarius
De culto especial
Ramón Castillo yonolosedecierto.losupongo@gmail.com
Jean Anthelme Brillat-Savarin
El filósofo en la cocina Toscanadas especial
David Toscana dtoscana@gmail.com
C
uando en 1615 estuvieron listas y publicadas las dos partes de Don Quijote, hubo fiesta en los mares. Las ranas croaron. Las gacelas brincotearon con elegancia. A falta de trompetas, el reino animal mandó a que los elefantes barritaran. La vida comenzó en nuestro planeta hace tres o cuatro millones de años. Para entonces la Tierra ya le había dado 4 mil 500 millones de vueltas al sol. Estos primeros seres vivían en el agua, eran bastante pequeños y primitivos, pero tenían una ambición en su código genético, así es que se decidieron a evolucionar. Primero crecieron hasta tener varias células. Después descubrieron el sexo. Ah, el sexo era maravilloso, pero hacía falta algo más. Vivían en los mares, pues toda la tierra estaba cubierta por agua, mas un día surgieron zonas secas, y los aventureros marinos se vieron llamados a conocerlas y dominarlas. Un ejército de tepocates asomó las narices fuera del agua. Sí, compañeros, allá había sol y plantas y colores. Con paciencia aprendieron a respirar, cambiaron sus aletas por patas, y al fin salieron del agua. Lo hicieron tan bien, que ahora se ahogaba quien intentara volver. Habían quemado sus naves porque tenían alma de conquistadores. Con paciencia intentaron distintas fórmulas para alcanzar su propósito. Optaron por diversificarse. Desarrollaron alas, distintas pieles, variados tamaños. Probaron de todo, hasta que uno de ellos dio con la más simple de las soluciones: caminar en dos patas. Algunos pensaron que esta era ya la cima, pues con el cuerpo erguido se multiplicaban las posiciones para hacer el amor. Pero los más sabios presintieron
que aún quedaba un largo camino hasta la cumbre. La posición erguida desarrolló las manos, modificó el sistema respiratorio y dio voz al hombre. Con la voz, vinieron las palabras. Otra vez se creyeron en la cúspide, pero en las noches húmedas, salían los sapos a insultarlos. De las palabras saltaron a la escritura. Casi 400 millones de años habían transcurrido desde que los primeros ajolotes salieron de las aguas, cuando un Homo sapiens de cierta península comenzó a escribir. “En un lugar de la Mancha…”, para concluir más de diez años después: “…que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando y han de caer del todo sin duda alguna. Vale”. Una década no era nada luego de esperar miles de milenios. La misión de la vida en la Tierra estaba casi completa. Ahora faltaba que ese libro llegase a los ojos de la estirpe ungida. Faltaba que el Homo litterarius se sentara bajo la luz del sol o de una lámpara a gozar las aventuras del caballero andante. Por eso hoy, los quijotescos seres vivientes que se aventuraron a evolucionar, desde los organismos unicelulares, hasta los renacuajos y los orangutanes, escupen a cualquier ser humano que pasa su vida de largo sin leer el Quijote. Mandan lombrices, bacterias, ratas y otros bichos a deshacerse con saña del cadáver. Te dimos millones de años de evolución, le dicen, y tú te comportaste como un vil protozoario.nv
A
lfonso Reyes lo llamó, y con justa razón, el Santo Pontífice de la gastronomía. Jean AnthelmeBrillat-Savarin(1755-1826)mereció tan elogioso distintivo gracias a que escribió un libro insólito en el arte de la buena mesa, además de una obra para el regocijo de la literatura universal. Fisiología del gusto o Meditaciones de gastronomía trascendente es un ensayo en el que se conjugan, en delicado maridaje, ingeniosas anotaciones de un gourmet con las teorías de un pensador sensual y goloso. Perteneciente a las clases desahogadas de la Francia dieciochesca, Brillat-Savarin se deleita con generosos convites hasta que los ánimos revolucionarios le son adversos y debe salir de su país. Pasa una breve temporada en Estados Unidos donde se gana la vida dando clases de francés y tocando, como primer violín, en una orquesta neoyorquina. En 1796 regresa a Europa y consigue un cargo político que le permite recuperar algo de su antiguo bienestar burgués. Sumergido en el espíritu de su tiempo, BrillatSavarin escribe algo que, gozosamente, podríamos titular como “Tractatus lógico-gastronómico”. Influido por Kant, la idea del progreso y una confianza absoluta en la ciencia, realiza un recorrido de intenciones científicas por los terrenos hasta
entonces inexplorados de la cocina, el gusto y los beneficios y consecuencias que de ellos emanan. Hay en Fisiología del gusto reflexiones, siempre ligeras y no faltas de gracia, sobre los sentidos y su jerarquía; definiciones de la gastronomía, la sed, la sopa, el ayuno, la gordura, los sueños y demás cuestiones relacionadas con el apetito; una pequeña teoría lingüística cuando asegura que “durante la comida debieron nacer y perfeccionarse los idiomas”; una historia filosófica de la cocina; una “teoría de la fritura”; en fin, todo un vademécum sabroso al paladar y a la vista. Por este único libro, Balzac elogió al autor diciendo que, desde La Rochefoucauld, no había en lengua francesa una prosa así de relevante; dotada, además, de un excepcional sentido del humor. Porque si de algo presume el texto es de poseer joyas epigramáticas absolutas y coquetas. Baste un ejemplo. En algún lugar afirma que “un festín ordenado sabiamente es hasta cierto punto compendio del mundo entero, donde cada país está representado dignamente”. Brillat-Savarin no se entretiene, como buen filósofo, en los casos particulares del mundo culinario. Va más allá y se entrega a meditar sobre el fundamento mismo de esa refinada ciencia que es la gastronomía; de igual forma, fue el primero en rendir tributo a Gasterea, la décima musa, aquella que preside los deleites propios del paladar y a quien se le festeja cada 21 de septiembre. Este filósofo culinario, quien alguna vez escribió “cuantos saben comer, son comparativamente diez años más jóvenes que los que ignoran esta ciencia”, murió en 1826 debido a un resfriado devenido pulmonía a la nada despreciable edad de 71 años. nv
Ex libris • Tamora
Bitácora psicotrópica
Eko
Xavier Velasco
En su versión pirata, la democracia nos permite decidir entre los que persiguen la exelencia y los que luchan por la livertad.
MILENIO francisco a. gonzález presidente · jaime barrera rodríguez director editorial · marina miranda directora general de negocios · nelly solorio directora comercial · miguel ángel puértolas jefe de información · ricardo salazar jefe de cierre editores: jorge valdivia g. ciudad y región · jesús estrada negocios · carlos rosas cultura · alfonso gutiérrez hey · antonio navarrete mp · kaliope demerutis ocio · irene selser fronteras · horacio salazar tendencias · jairo calixto albarrán qrr y el ángel exterminador · susana moscatel hey! · giovanni silva diseño · fernando torres circulación · noé anaya producción ·
Milenio Diario
Visor
Dirección José Luis Martínez S. Edición Alicia Quiñones Asistente Erick Baena Arte y diseño Alejandra Saavedra
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Visor
Geología de “yo”
antesala 03
Antonieta Rivas Mercado, la telenovela
Cargados de lirismo, estos versos intentan asir esas presencias huidizas y fragmentarias que conforman nuestra existencia
Poesía
A salto de línea Braulio Peralta
Joumana Haddad
S
braulioperalta@yahoo.com.mx
A Stassia de la Garza y Miguel Capistrán
oy el 6 de diciembre de mil novecientos setenta;
L
soy la hora justo después del mediodía.
Los gritos de mi madre alumbrándome y sus gritos alumbrándola. Su útero soltándome para emerger por mí misma, su sudor alcanzando mi potencialidad. Soy los ojos de mi familia sobre mí, las miradas del padre, del abuelo, de las tías. Soy todas sus perspectivas posibles; las cortinas corridas, y las paredes detrás de esas, y soy la que no tiene nombre, ni mano, por lo que viene detrás. Soy las expectativas sobre mí, los sueños malogrados, los vacíos suspendidos como amuletos en torno a mi cuello. Soy el abrigo rojo ceñido, que lloraba al llevarlo, y todas las constricciones que aún me hacen llorar. Soy las tablas de multiplicar que aún ahora no domino. El dos que suma uno, siempre uno. Y soy la teoría de las líneas curvas, nunca juntas. Soy mi fe, de niña, en que la Tierra giraba en torno a mi corazón y mi corazón, en torno a la Luna. Soy la mentira de Papá Noel, que aún hoy creo. Soy la mentira de Dios, que no creo más. Soy la astronauta que soñaba ser algún día, las arrugas de mi abuela que se suicidó; mi frente apoyada en su regazo ausente. Soy chantaje, mi vicio inaugural. Soy guerra y el cadáver del hombre que los combatientes arrastraron ante mí, y su pierna intentando seguirlo. Soy la adolescencia de mi pecho derecho, la sabiduría del izquierdo, el poder de ambos bajo una camiseta ajustada y luego mi conciencia de su poder: el inicio de la caída. Soy mi aburrimiento rápido, mi primer cigarrillo, mi atrasada obstinación, las estaciones pasadas. Y soy la nieta de la niña que fui; su falta de mi rabia, mis decepciones, mis triunfos, mis laberintos, mis mentiras, mis cicatrices y mis virajes erróneos.
P
oeta, periodista y traductora, Joumana Haddad (Beirut, 1970) es una
especial
de las voces más representativas de la lírica libanesa contemporánea. En 2009 fue seleccionada como uno de los 39 autores árabes más influyentes de la actualidad. Haddad es editora del periódico An Nahar y de la revista de artes y literatura Jasad. Sus libros han sido traducidos a más de cinco idiomas. En México y España se encuentran, entre otros, Allí donde el río se incendia (2005), El retorno de Lilith (2007), Espejos de las fugaces (2010) y Yo maté a Sherezade (2010). En 2006 obtuvo el Premio de Periodismo Árabe por una entrevista con Mario Vargas Llosa. Haddad participará en el Hay Festival, que se llevará a cabo en la ciudad de Xalapa, del 6
a bala, calibre .38, penetró el seno izquierdo y se hospedó directo en el corazón. No murió de inmediato. Todavía la llevaron a un hospital de caridad, pero fue imposible salvarla. Ahí quedó su cuerpo inerte: cuatro días con sus noches en la morgue hasta su sepultura en el cementerio Thiais, en las afueras de París. Ella lo había decidido al escribir un mensaje la mañana del 11 de febrero de 1931: “Antes de mediodía me habré dado un balazo… Soy la única responsable de este acto, con lo cual finalizo una existencia errabunda”. Era mediodía. La mujer enfiló sus pasos a la Catedral de Notre Dame. La suicida escogió una banca de la iglesia gótica frente al altar del Cristo crucificado. (“Terminaré mirando a Jesús”, había escrito.) El disparo retumbó en la cúpula e interrumpió los rezos de los creyentes. Desconcierto, asombro, incredulidad. ¿Quién decidió matarse de esa manera en un templo y por qué? Nadie sabía que esa mujer era una aristócrata mexicana que respondía al nombre de Antonieta Rivas Mercado, amante de José Vasconcelos, enamorada inútilmente del pintor Manuel Rodríguez Lozano, madre de Donald Antonio Blair (que acaba de morir este 16 de septiembre), al que hasta a los 70 años le contaron sobre aquel suicidio porque ella había dejado escrito: “Le dirán que estoy enferma, en un sanatorio, y su padre inmediatamente mandará recogerlo; es mejor para el futuro de mi hijo. Le quedará de mí sólo el recuerdo de una infinita ternura”. Inmortalizada en la pintura de Antonio Ruiz, El Corcito, según Olivier Debroise en Figuras en el trópico, Antonieta aparece con vestido blanco, abrigo de piel y un sombrero de época. La acompañan por la ciudad Manuel Rodríguez Lozano, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia y Lupe Marín. La obra se
intitula “Los paranoicos, los espiritifláuticos, los megalómanos”. Teresa del Conde afirma que no son ni Antonieta ni Lupe Marín (son dos hombres vestidos de mujer y el cuadro es —eso sí— una despiadada crítica a los gays de la época.) Lo cierto es que Antonieta fue mecenas del grupo Ulises, la cronista de la campaña de José Vasconcelos por la presidencia de México. De ella podemos leer, en su libro La campaña de Vasconcelos, un texto como si fuera de hoy: “El año de 1928 había comenzado. En la límpida meseta mexicana, cuya transparencia ha cantado el poeta, el eco de los acontecimientos políticos se apagaba en la insensibilidad, negligencia y desencanto a la vez de la gran mayoría”. Desilusionada, tenía apenas 31 años al suicidarse. No conoció el amor a plenitud. Sus nexos con el pintor Manuel Rodríguez Lozano quedan plasmados en sus 87 cartas de amor y otros papeles (“He esperado y contra esperanza, esperaré”). Pocos testimonios de ese valor hay en el México de las mujeres; las cartas valen más que todo lo escrito sobre ella. Antonieta es pésima película de Carlos Saura (1982), obra teatral impecable de Juan Tovar, dirigida por José Luis Caballero en 1982 (El destierro), biografía novelada fallida de Fabienne Bradu (1991), un guión cinematográfico de Andrés Henestrosa (que concluye: “sobre el ruido del disparo se hizo el silencio eterno”). El libro más completo pero mal estructurado es el de Kathryn S. Blair, esposa del hijo de Antonieta: A la sombra del ángel, con más de 150 mil ejemplares vendidos. A lo anterior se suma ahora el proyecto de hacer una telenovela para Televisa con la productora Carla Estrada. Sí, una telenovela basada en el libro de Blair, con rostro de Adela Noriega, Cecilia Suárez, Irene Azuela o Ana de la Reguera como posibles candidatas. Antonieta será pronto un personaje de las masas aunque falta la novela de un gran escritor (o escritora, mejor) para darle corporeidad a esa mujer en medio de la tempestad del machismo mexicano. nv
Visor
La invención de David Bowie
*
especial
En Nueva York, a principios de los años setenta, el artista inglés descubrió y quedó fascinado con Iggy Pop, influencia decisiva en la creación de su personaje Ziggy Stardust. En estás páginas se narra su encuentro y el despegue de Bowie como figura emblemática del rock and roll Paul Trynka
L
afrágil decadencia y el glamour de segunda del Max’s Kansas City, en Nueva York, se convertirían en los setenta en piedra de toque para el arte de David Bowie. Tal como los blueseros ingleses de la década anterior, Bowie podría ser acusado de explotar a quienes admiraba; sin duda, le trajeron fama y dinero. Aunque su encuentro con un heroinómano venido a menos que se convertiría en su mejor amigo —su átomo gemelo— lo revela más como un fan que como un explotador. En la época en que Bowie lo conoció, la vida de Iggy Pop (fundador y líder de The Stooges) adquiría giros cada vez más descabellados. En los últimos meses, abandonado por su sello discográfico, había sufrido sobredosis de heroína y accidentes en camioneta, se había quedado tirado en las viviendas sociales de Detroit vistiendo un tutú, y en días recientes lo habían echado de casa del guitarrista
Iggy Pop y Bowie
Rick Derringer luego del robo de las joyas de su esposa, Liz Derringer, supuestamente a manos de la novia de Iggy (menor de edad). Tras oír pedazos de la historia de Iggy de boca de Lisa Robinson, David le preguntó si podía verlo. Lisa hizo algunas llamadas telefónicas y finalmente persuadió a Iggy de descolgarse al departamento de su amigo Danny Field y caminar hasta Max’s. En los años siguientes, David sería juzgado de frío y manipulador, viendo a Iggy tal como lo vería un coleccionista victoriano que elige un colibrí para la vitrina de su estudio. En realidad era casi lo opuesto, porque fue Iggy quien manipuló el evento “prácticamente danzando”, como anotó Tony Zanetta (autor con Henry Edwards de Stardust: the David Bowie story). Bowie y su manager Tony Defries estaban fascinados ante el descarado narrador de anécdotas. Iggy podía coquetear a punta de pestañas y generar relaciones igual que David, pero había una idea fija en sus modos que fascinaba y enervaba un poco a Bowie. Sus discusiones sobre música y el futuro de Iggy continuaron la mañana siguiente durante el desayuno en Warwick, que en el particular estilo de Defries podía tomar horas, interrumpido por intrigas e interminables llamadas telefónicas. Iggy estaba impresionado por Defries —por su “gran visión sobre lo que iba a hacer”— y le agradaba David. Lo podía ver más allá de su encanto, y lo juzgó “muy astuto, muy sereno, y no era una… persona arisca. Lo que no es usual en gente con tanto manejo de sí misma”. David tocó “Hunky Dory” para él, Iggy hizo ruidos corteses: “No tenía nada que ver con lo que yo estaba tratando de hacer, pero me di cuenta que en términos de hacer canciones, él podía hacer A, B y C”. Para el término de la reunión, Iggy había acordado ir a Londres y firmar con Gem en cuanto completara su tratamiento de metadona. Bowie y Defries habían acordado un trato
para grabar —y comenzar un imperio—. A los tres días de su llegada a Nueva York, Defries había conseguido contratos para David con RCA, discutido el relanzamiento de los viejos álbumes de Bowie, reclutado a Zanetta a la causa, forjado una relación con Lou Reed, e incluido a Iggy en la carpeta con la promesa de que le aseguraría un nuevo trato para grabar —un trato que Defries cumplió unas semanas más tarde, al hacer que Iggy firmara con Columbia. Por la época en que David, Mick (Ronson) y Angie (Barnett) —esposa de Bowie y quien había pasado casi todo el viaje visitando a sus padres en Connecticut— regresaron a Londres, David estaba obsesionado con el cantante que había conocido en Max’s. “Habló de Iggy durante una semana completa, definitivamente le dedicaba todo el tiempo”, dice Bob Grace, un recuerdo compartido por Ken Scott y Trevor Bolder. “Eran Iggy y Lou —dice Bolder—, siempre Iggy y Lou”. David estaba resuelto y lúcido en los días siguientes a su viaje a Nueva York, pero también tenso, lleno de una nerviosa energía mientras se alistaba a mostrar nuevos temas y su nueva banda. El debut no oficial de Spiders from Mars (Arañas de Marte) se planeó para Friars Aylesbury, un salón en un antiguo pueblo
comercial a una hora de Londres, conocido por sus audiencias entusiastas. A mediados de septiembre, Ronson llamó a Bolder y Woodmansey de vuelta a Hull para su primer show como banda. Rick Wakeman, la primera opción de David para el piano, se había unido a Yes sólo unas semanas antes, así que David telefoneó a un viejo amigo de Kent, Tom Parker, para que tocara el piano, parloteando con nerviosa gratitud cuando Parker dijo “Por supuesto”. Bowie se paró en el escenario de Friars, el 25 de septiembre, temblando: vestía una falda pantalón holgada, botas rojas de plataforma, y una gastada chaqueta marrón de mujer sobre su torso delgado y desnudo. “¿Alguien tiene un calefactor?”, fue una de sus intervenciones en un set de intrincados temas introductorios que abordaban desde el sentido de humor de Lou Reed hasta por qué los estadunidenses se sienten obligados a mirar fijo en los túneles del metro. “No sabemos si se había metido drogas o sólo estaba nervioso”, dice Kris Needs, un fan de Bowie que diseñó los volantes para esa noche. Era una versión primitiva de lo que llegaría a ser una serie bien afinada, comenzando con temas acústicos, que incluían “Port of Amsterdam”. La banda se iba uniendo a mitad de camino. Pero, a medida que Ronson le daba a su guitarra Les Paul y aumentaban los niveles de energía, los anuncios de David se acortaron y los aplausos en el club semi vacío se hicieron más intensos. Tras cerrar el set con una versión despiadada de “Waiting for the man”, Bowie caminó al camerín, exultante: “Eso estuvo fantástico”, le anunció a Needs. “Y cuando vuelva voy a ser totalmente diferente”. Pocos fuera del círculo más inmediato de David notaron cuán pronto volvería o qué tan diferente sería. Pero dentro del minúsculo grupo —David, Angie, la banda, Defries, y un pequeño equipo de asistentes— la actividad era febril. David y los músicos estuvieron casi todo el mes de octubre metidos en el estudio Underhill en Greenwich, que en realidad era el subterráneo de un edificio de mala muerte de la época georgiana en el que también había una venta de piezas de automóvil y una agencia de damas de compañía. Hunky Dory no había sido lanzando aún, y David estaba ansioso por grabar el siguiente. Ya tenía ocho o nueve canciones que practicaban todo el día, tocando cada tema unas pocas veces antes de pasar al siguiente para mantener una sensación de soltura, de algo no estudiado. Se sentía democrático, “algo de la banda”, dice Bolder. Venían ensayando algunas canciones desde la racha de composición de David de la primavera —notablemente “Moonage Daydream” y “Lady Stardust”—, aunque la mayoría de ellas habían sido armadas a velocidad increíble las semanas previas. El despertar del bombardeo de la escritura de Hunky Dory fue impresionante. Pero eso era, literalmente, la mitad de la historia. El parloteo de David sobre el escenario de Aylesbury era una lucha por articular sus obsesiones con la cultura estadunidense, con portavoces como Dylan, Reed y Warhol, y su “presuntuosidad de cantautor”. La invención de David de un concepto que englobara todas estas diversas obsesiones fue, como todo gran concepto, simple. En los años siguientes, David Bowie afirmaría que la figura de Ziggy Stardust le vino en un sueño —un regalo del mismo dios que le había dicho a su padre que encontrara un trabajo en un hogar de beneficencia para niños—. De ser así, tal como “Oh! You pretty things”, era una personificación inconsciente de todas las destrezas
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que había desarrollado en los últimos años. David había experimentado con una ópera rock en 1968, cuando trabajaba en una secuencia titulada “Ernie Johnson” en el departamento de Ken Pitt —una bizarrayexageradaepopeyaobrera que culminaba con el suicidio del héroe—. En comparación, Ziggy Stardust no era en realidad una ópera, sino más bien una colección de instantáneas puestas juntas y editadas después en una secuencia que tuviera sentido. La noción de que Ziggy pudiera ser el propio alter ego de David surgió sólo a último minuto; era una mezcla de cosas, refinadas después en un concepto. ZiggyeraelhomenajedeDavid a los outsider; indudablemente, la principal inspiración era Iggy, el cantante con el que David estaba obsesionado y cuya condenada y dionisiacacarrerahabíaconstruido su propia mitología. David estaba conscientedequeIggyeratambién una mera creación. Desde el primer encuentro, había aprendido que la temerosa fachada de oro y brillantes escondía a otra persona: a Jim Osterberg, el urbano, una desconcertante reminiscencia de Jimmy Stewart. En su primer viaje a Nueva York también descubrió queunfalsoLouReedpodíasertan convincente como el real. Vince Taylor, otra inspiración, era un roquero “americano”, nacido en realidad como Brian Holden en Isleworth y la había hecho grande enFrancia.Para1966,habíavenido a menos, y el adolescente David se había tropezado con él en el tiempo en que Vince frecuentaba La Gioconda clamando que era el Mesías y mostrando las pistas de aterrizaje de los ovnis en un mapa arrugado. Por consiguiente, Ziggy era
B
owielanzósuúltimoálbum,
Reality, en 2003. Desde entonces está retirado de la música, según afirma su biógrafo Paul Trynka, ex editor de la revista de música Mojo y autor de la biografía Starman, de la que Laberinto entrega un adelanto. Nacido como David Jones, el músico, actor y productor inglés que ha influido en bandas como Nirvana y Franz Ferdinand, grabó prácticamente con todos, desde Iggy Pop hasta John Lennon, forjando una fortuna de 160 millones de dólares. Aunque ha seguido colaborando con otros artistas y aparecido esporádicamente en escena, no da conciertos desde 2004. Starman aborda detalles de la vida del artista y sobre todo de cómo ha sido capaz de rein-
un tributo al artificio, un juego con la identidad, alter ego sobre alter ego, un vehículo para el rock and roll que le permitía a David, si todo fallaba, anunciar que se trataba de una ironía, sólo una pose. El apellido de Ziggy, la referencia al legendario vaquero polvo de estrellas, era sólo una exquisitez. El nombre rodeaba el encanto de David con glamour y brillo, al referirse a la canción más conocida de Hoagy Carmichael, y a la vez tocaba el reciente descubrimiento, tal como Carl Sagan apuntó, de que todos somos polvo de estrellas, todos nuestros átomos reciclados de una supernova. ¿Y qué era Ziggy Stardust sino materia vieja y vital del rock and roll, reciclado, pero fresco como un mundo nuevo? Ziggy no había nacido totalmente formado. Se desarrolló poco a poco: “No fue discutido como un concepto de álbum desde el inicio”, dice Ken Scott. “Estábamos grabando un manojo de canciones —algunas terminaron encajando juntas, algunas no”—. En octubre de 1971 el trabajo en progreso sonaba más como rock and roll de los años 50 que como los Stooges. Un cover de Chuck Berry, “Around and around”, estaba en la lista de canciones y el tema “Hang on to yourself” destacaba citas de Eddie Cochran y Chuck Berry, así como pizcas de Gene Vincent y Vince Taylor —todos ellos británicos honorarios—. La obsesión de David por el ensayo veloz y la grabación de los temas ayudó a aproximar
ventarse a lo largo de su carrera. Sus dientes filosos y un ojo que tras un golpe quedó con la pupila eternamente dilatada, otorgándole una mirada bicolor, fueron aspectos que le dieron un sello distintivo que él transformó en una imagen andrógina y de sexualidad ambigua. Trynka aborda el descomunal apetito sexual de Bowie, que fascinaba a hombres y mujeres, así como las tremendas cantidades de droga que consumió en la década de 1970. Desde un inicio, Bowie se propuso probar todo lo que pudiera convertirlo en un rock star. Un día, luego de conocer la escena cultural de Nueva York, se tiñó el pelo de rojo, se puso ropa ajustada y femenina y creó a su personaje Ziggy Stardust. Su fama iba en ascenso.
la aspereza de los Velvet y los Stooges, aunque Ronson y sus músicos —David también— eran demasiado competentes para armar algo como el estúpido infierno de los Stooges. Los roqueros de mirada fija —“Hang on to yourself” y “Suffragette City” —tomaron la rebelión del juvenil Eddie Cochran como un modelo, usando la misma mezcla de guitarras acústicas y eléctricas así como citas libres de la música de “Something Else”. Pero donde las canciones de Cochrane le hablaban a chicos rompiendo el vínculo con los padres, el mensaje de Ziggy Stardust era explícito respecto a la liberación sexual —“Henry… no puedo tomarte esta vez” y “la iglesia del hombre, el amor”—. Imágenes como “tigres en vaselina” y “los suaves muslos de la chica casi me dejan la columna fuera de sitio” construyeron su propio manifiesto: teatral y sórdido, entregado con una ceja levantada. 111 Un par de días después de su llegada a Los Ángeles, David se reencontró con el paradigma de los corrosivos efectos del estilo de vida de la costa oeste en la forma de un apagado Iggy Pop. Desde que Iggy había visto por última vez a David, su intento de asociación con el ex tecladista de los Doors Ray Manzarek había fracasado e Iggy fue abandonado por su autoproclamado manager Danny Sugerman. Hacia fines de 1974 terminó en
el Instituto Neuropsiquiátrico de la UCLA. La policía había sido llamada al Hamburger Hamlet, donde Iggy estaba baboseando y mirando con lascivia a los clientes, y los policías le dieron a elegir: cárcel u hospital psiquiátrico. Cuando David llegó a visitarlo, Iggy estaba en una condición patética, retraído por el coctel de drogas que se había metido en el último año. Durante su estadía en el hospital había fascinado a los psiquiatras, quienes le diagnosticaron un exceso de narcisismo y, más en serio, una condición bipolar subyacente. El ex Stooge James Williamson lo había visitado, pero amigos como Sugerman, quienes publicitaron su caída en la inconsciencia, se mantuvieron aparte. “Nadie más vino, nadie”, recordaba Iggy dos años después. “Ni siquiera mis supuestos amigos de L.A. Pero David vino”. Incluso Iggy se sorprendió de las primeras palabras de David: “Hey, ¿quieres una línea?” Iggy, siendo Iggy, inhaló. En su primera visita, David llegó junto con el actor Dean Stockwell; después, lo acompañó Dennis Hopper, también Ola Hudson, la diseñadora de ropa que se convirtió en la compañía principal de David durante ese verano. Ella trajo a su hijo Saul —conocido más tarde como Slash, el lanzador de guitarras con sombrero de copa, fundador de Guns N’Roses—. El chico de nueve años aún estaba angustiado por la separación de sus padres y se veía comprensiblemente desorientado por su reciente traslado desde Stokeon-Trent, el hogareño centro de la industria de cerámica de Inglaterra, a las salvajes tierras mentales de Los Ángeles. Ver a Bowie con su mamá, dice Slash, era “como ver a un extraterrestre en el patio trasero”. Lo cierto es que David habría parecido igualmente perdido en un paisaje extraterrestre. La ciudad le fascinaba —“L.A. es mi museo favorito”, le había dicho bromeando al escritor Cameron Crowe, mientras lo llevaba en una loca excursión por la ciudad en un Volkswagen sedán amarillo prestado—, pero entre abril y junio de 1975 su condición mental había pasado de exaltado —pero racional— a casi delirante. Cuando estaba de gira fuera de L.A., Glenn Hughes hablaba seguido por teléfono con David, y él checaba con la cuidadora de la casa, Phil, quien informaba: “hay pájaros de colores yendo y viniendo a todas horas de la noche”. La propia descripción de David respecto a lo que estaba pasando era bastante menos alegre. “La conversación era de terror”, dice Hughes. “El tema de la magia negra se deslizaba, y mi casa estaba cerca de la de los asesinos de Sharon Tate. Él estaba convencido de que la familia Manson aún andaba por ahí, y había escondido todos los cuchillos de mi casa. Aunque no lo sabía en ese momento, estaba aprendiendo todo sobre la psicosis de la cocaína que pronto me afectaría a mí también”. nv *Título de la Redacción Traducción: Elisa Montesinos
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domingo 25 de Septiembre de 2011
Visor
La balada de Patti y Robert Se conocieron en el famoso verano de 1967. Fueron amigos, amantes y cómplices y, una vez que la fama llamó a su puerta, vivieron separados pero siempre juntos especial
Reseña Miguel Barberena
P
oco antes de morir a los 43 años en un hospital de Boston, Robert MapplethorpelepidióaPattiSmith escribir la historia de sus vidas. Era el año de 1989 y para entonces ambos eran iconos de la cultura “pop”: él, un estupendo fotógrafo de inspiración homoerótica; ella, gran cantante de rock en su variante punk. Patti tardó más de 20 años, pero al fin le cumplió a Robert —su “alma gemela”, su “adorado mellizo”— en la memoria titulada Éramos unos niños (Just kids, en el original). La Smith tiene una buena historia entre manos, y lo sabe: la de ella y Robert en el Nueva York de finales de la década de 1960, cuando no eran más que unos mocosos —just kids—, sin un centavo, pero con grandes sueños de convertirse en artistas. Estaban recién llegados a la parte baja —el downtown— de Manhattan, donde se gestaba “la movida” artístico-musical, alrededor principalmente de la galaxia Andy Warhol. Patti, chica de la working class, de familia cristiana, llegaba del sur de Nueva Jersey, por vía de Filadelfia y Chicago. Estudiaba para maestra, pero un embarazo prematuro a los 20 años le trastornó la vida. El aborto no era pensable, así que dio al bebé en adopción. Robert venía de Floral Park, barrio de la clase media católica en Long Island, un chico bien. Un día tomó un ácido lisérgico y simplemente se largó de su casa. Patti y Robert, dos típicos chicos “americanos”, de su tiempo y circunstancia. Ambos nacidos en 1946, ambos de estricta educación religiosa. Patti cuenta de su amor infantil por la oración y los domingos en la “Bible school”; Robert, el tercero de seis hijos, la hacía de monaguillo —altar boy—; su devota y castrante madre lo soñaba sacerdote. Infancia es destino: ambos se alejaron de la fe, pero el simbolismo religioso quedó en sus obras. Patti lo cantaba de entrada en la primera canción (“Gloria”) de su primer disco, el histórico Horses, de 1976: “Jesus died for somebody’s sins, but not mine”, algo así como “Jesucristo murió por tus pecados, no los míos”. Y Robert, en sus primeros collages y dibujos, recurría a las imágenes religiosas: la Virgen, el cordero de Dios, Lucifer... En su audaz obra fotográfica, “imbuyó a la homosexualidad de misticismo”, como escribe Patti Smith. Patti y Robert (“nunca lo llamé Bob, siempre fue Robert”) se vieron por primera vez en el verano de 1967 —“el verano del amor”— en la librería donde ella hacía de dependiente. Un collar-escapulario que Robert quería comprar los unió en conversación… Ya nunca se dejaron: poco después vivían juntos en un pequeño departamento en Brooklyn. La amistad creció a la sombradeTompkinsSquare —o “needle park”— y el “ambiente sicodélico de St. Mark’s Place”, el corazón del East Village. Fueron brevemente amantes, pero esa parte de la relación se transformó a medida que Robert se acomodaba a su identidad homosexual. Patti lo sospechó cuando supo que Robert ejercía de hustler en la calle 42, a la manera de un vaquero de medianoche. Luego se sumergió en el lado más hard-core del mundo gay, el más identificable con su trabajo. No que a Patti le importara mucho: su relación fue más allá de la sexualidad. Se hacía pasar
Patti Smith Éramos unos niños Traducción de Rosa Pérez Lumen España, 2010 303 pp.
Smith y Mapplethorpe en el otoño de 1967
Artista integral Hugo García Michel
C
uando se oye hablar
de Patti Smith, en lo primero que se piensa es en su personalidad como cantante de punk-rock. Uno la relaciona entonces con la escena musical neoyorquina de mediados de la década de 1970 y con gente como Bruce Springsteen, Jim Carroll o Fred “Sonic” Smith. Igualmente la relacionamos con las instantáneas que le hizo Robert Mapplethorpe, que con el tiempo se han vuelto míticas. Sin embargo, la vocación artística de la autora de Horses va mucho más allá. De hecho, antes de ser compositora y cantante, antes incluso de incursionar en la poesía, su primer gusto por el arte se dio a través de la plástica. A pesar de pertenecer a una familia humilde de Filadelfia y de ser una chiquilla tímida y acomplejada por su delgadez, cuando un profesor le mostró la pintura del Greco, Modiglia-
ni y Soutine, quedó deslumbrada y quiso convertirse en pintora. No obstante, pronto descubrió que lo que más encajaba con su talento, sus posibilidades y su sensibilidad era el dibujo. Hoy día, su obra gráfica es parte no únicamente de exposiciones en varias ciudades del mundo, sino que museos como el Georges Pompidou de París han adquirido obra suya para su acervo. Además, su labor como fotógrafa con cámara Polaroid resulta igualmente notable. Patti Smith es mucho más que la coautora de “Because the night”. Se trata de una artista plástica, poeta y música, pero también de una mujer pensante y crítica. Una creadora integral. *Actualmente puede verse en la Ciudad de México una fotografía de Patti Smith en la exposición Distant star/ Estrella
distante, en la galería Kurimansutto, dedicada a Roberto Bolaño, en la que también participan Dominique GonzalezFoerster, Alfredo Jaar, Sigmar Polke, Jimmie Durham y Carlos Amorales, entre otros.
como esposa de Robert, para despistar a los padres de éste. En un momento de la vida, Patti y Robert tuvieron que separarse, pero fue solamente a dos calles de distancia. Robert se mudó al loft de su amante y mecenas, Sam Wagstaff; Patti a un departamento en la calle diez, junto a su pareja de entonces, Allen Lanier, tecladista del grupo Blue Öyster Cult. “Separate ways together”: así se llama uno de los cinco capítulos del libro. Así se mantuvieron Patti y Robert: por vías separadas, siempre juntos. Patti y Robert trabajaron de cualquier cosa para sobrevivir en la selva neoyorquina. Ella de mesera o cajera; él de mensajero o taquillero en el Fillmore East, templo de rock en Nueva York. Gracias a un boleto de Robert, pudo ver Patti a The Doors, con Jim Morrison en la voz cantante. Tuvo ahí su primera iluminación: “Pensé que yo podía hacer eso”. Al igual que Morrison, Patti adoptó al pobre Rimbaud como poeta de cabecera. Agregó a la mezcla Bob Dylan, el “aullido” de Allen Ginsberg y Janis Joplin. Por encima de todo estaba la ambición de ser verdaderos artistas. Patti soñaba con ser poeta, como Arthur Rimbaud, y cuenta de su primer peregrinaje, a los 19 años, a Charleville, el espantoso pueblo natal del poeta. Robert se moldeaba tras los ejemplos de Marcel Duchamp y Joseph Cornell. El talento no dio para tanto, tuvieron que conformarse con sobresalir en artes menores, Patti en el punk rock y Robert en la fotografía porno chic. Robert alentó a la cantante de rock que habitaba en Patti; Patti supo ver la belleza de las primeras polaroids de Robert, y lo empujó en dirección de la fotografía. Para 1970 (“¡Esta será nuestra década!”, decía Smith) Robert y Patti eran parte de la bohemia del Village, en lugares hoy míticos, como el hotel Chelsea, donde la pareja vivió unos años (“mi universidad”, dice ella); los antros CBGB y Max’s Kansas City; la Factory de Andy Warhol, o la iglesia de St. Mark’s, donde Patti Smith tuvo en 1971 el primer recital poético-musical que anticipó a la formidable cantante y show-woman que llegaría a ser. Su apariencia, lo dijo un testigo de ocasión, era la de “un cuervo gótico”. En la audiencia se encontraban Warhol y Lou Reed, líder del grupo The Velvet Underground. El éxito llegó antes a Patti: reunió a un cuarteto de rock, y en 1974 lanzó el sensacional disco Horses. La foto de la portada, desde luego, es autoría de Robert. Mapplethorpe tuvo que esperar a la década de 1980 para alcanzar la fama que tanto anheló. Y eso lo debió a la censura y el escándalo que seguían a sus exposiciones. Aquellos desnudos eran demasiado para el clima conservador de los años Reagan. Pero el gusto no le duró mucho a Robert. Pronto pescó el sida y murió de sus complicaciones, en marzo de 1989. Patti se encontraba en su casa, en Detroit, retirada del rock, dedicada a la familia, su esposo y dos hijos, pero siempre pendiente de su amigo Robert Mapplethorpe. Así lo recuerda Patti: “Yo dormía cuando él murió. Había llamado al hospital para desearle buenas noches, pero ya lo tenían con morfina”. Patti no lo sabía entonces, pero era la primera de cuatro muertes que se le vendrían encima en los siguientes años: en 1994 falleció su esposo, el guitarrista Fred Smith; luego su hermano menor, Todd; poco después su tecladista, Richard Sohl. Es otra historia que Patti Smith contará en el segundo tomo de sus memorias, actualmente en elaboración. nv
domingo 25 de Septiembre de 2011
Visor
en librerías 07
Novedades Frédéric Beigbeder
Marcela Serrano
Mariana Baranda
Una novela francesa Anagrama España, 2011 213 pp.
Diez mujeres Alfaguara México, 2011 301 pp.
Sor Juana Inés de la Cruz: la peor magnífica Ediciones SM México, 2011
La detención de Beigbeder en París la noche del 28 enero de 2008 por consumo de cocaína coincide con el nombramiento de su hermano mayor como caballero de la Legión de Honor. En su celda, fría y maloliente, el también autor de Windows on the world se preguntaba: “¿Cómo dos seres tan unidos en la infancia habían podido conocer destinos tan dispares?” Esa noche, sin poder dormir ni leer, comenzó a imaginar este libro en el que hace un recuento de su vida y reconstruye paso a paso la historia de su familia y, con ella, la historia de su país.
Juan Carlos Aldir Asesino de muertos Lectorum México, 2011 591 pp.
A diferencia del gideano Lafcadio, ese cínico en estado puro que pretendía demostrar que se podía realizar el crimen gratuito, el de esta novela, la primera del autor, termina siendo muy moral y muy decente. Apremiado por las necesidades económicas, Esteban acepta la propuesta de un amigo para convertirse en un asesino a sueldo de los muertos del título (que no es muy afortunado, porque los muertos a los que alude resulta que todavía están vivos pero como están condenados a muerte para él ya no existen; algo enredoso, ¿no?). Aldir maneja varios puntos de vista narrativos —primera, segunda y tercera personas— y a través de cada uno de sus personajes se da tiempo de tocar diversos aspectos de la conflictiva realidad mexicana siguiendo el esquema de la novela negra.
Una terapeuta, Natasha, reúne a nueve de sus pacientes en una casa en las afueras de Santiago, con la cordillera de los Andes como imponente escenario. Mané, con 75 años, es la mayor; la más joven es Guadalupe, de 19. Cada una, como en los grupos de autoayuda, cuenta su historia mientras las demás escuchan y, tal vez, encuentran reflejos de sus propias vidas, en apariencia tan distintas. Hablan de amor, de sexo, de sus problemas grandes o pequeños, de sus recuerdos, de sus obsesiones. Se desnudan emocionalmente y, al hacerlo, descubren las causas que les impiden ser felices.
Lucília Junqueira de Almeida Prado Una camella en el pantanal Ediciones SM México 2011
Élisabeth Roudinesco A vueltas con la cuestión judía Traducción de Antonio-Prometeo Moya, Anagrama Barcelona, 2011, 316 pp.
Maurice Blanchot escribió en 1966 que el antisemitismo es, en última instancia, el más delirante de los errores capitales. Mucho ha llovido sobre el tema del papel de los judíos en la historia, y mucho sigue aún lloviendo. Con el propósito de establecer claramente las diferencias entre el pensamiento antisemita y el que no lo es, la psicoanalista e historiadora francesa ha trazado una suerte de hoja de ruta en la que aparecen las estaciones que ha tocado la añeja creencia de que el Judío es el autor de todas las desgracias imaginables. Entre ellas debemos contar las mentiras difundidas por el cristianismo medieval, el recrudecimiento de la fiebre nacionalista a mediados del siglo XIX, el ascenso del sueño sionista y la negación del holocausto.
Jorge Aguilar Mora
Marina Garone Gravier
El silencio de la Revolución Era México, 2011 195 pp.
Historia en cubierta Fondo de Cultura Económica México, 2011 302 pp.
Jorge Aguilar Mora reúne en este volumen ocho ensayos sobre la narrativa originada por el movimiento armado de 1910, publicados anteriormente como prólogos, en antologías o revistas. En conjunto, los textos son una contribución —dice Aguilar Mora— para pensar en la literatura de la Revolución como una biografía de la “bola”, de la masa que hizo posible ese hecho histórico del que, si bien nadie duda de su comienzo, pocos se ponen de acuerdo en su término. A los nombres de Martín Luis Guzmán, Nellie Campobello y Rafael F. Muñoz, en esta obra se agrega el del tanto tiempo olvidado Esteban Maqueo Castellanos, autor de La ruina de la casona. Novela de la Revolución mexicana.
Un día, cuando Juana Inés tenía tres años, quiso imitar a su hermana Josefa y la siguió a la escuela. Desde ese momento todos los días se convirtieron para ella en un descubrimiento. La niña empezó a escribir y jugar con palabras. Más tarde su hambre por aprender la llevó a descubrir en la biblioteca de su abuelo todo un universo del saber. Juana Inés comprendió rápidamente el mundo, así como las limitantes que por ser mujer éste le imponía. Quiso entonces alejarse de lo mundano y refugiarse en un convento para entregarse al conocimiento.
No suena descabellado sugerir que es posible elaborar una historia moderna del diseño gráfico en México a partir de las portadas que el Fondo de Cultura Económica ha destinado a sus libros y publicaciones periódicas desde su fundación en 1934. Si algo tienen en común es que han abrevado en muchas fuentes. Han sido tipográfica y visualmente eclécticas: lo mismo inspiradas en el dadaísmo y el surrealismo que en los carteles polacos o el arte abstracto. No se advierte en ellas una sola mano, y menos todavía una sola propuesta, quizá porque sus creadores provienen de múltiples horizontes artísticos. De Miguel Prieto y Francisco Díaz de León a Pablo Rulfo y Laura Esponda, pasando por Vicente Rojo, Bernardo Recamier, Alejandro Magallanes y Peggy Espinosa.
Nadie sabe cómo pudo llegar una camella a los húmedos pantanales brasileños. Lo cierto es que no ha llegado a hacer amigos: trata muy mal a todos los animales y se pasa el tiempo quejándose del clima y la vegetación, tan distintos de su querido desierto. Sin embargo una situación extrema le hará darse cuenta que importa más la amistad y la solidaridad que la apariencia y el lugar de origen.
Henning Mankell Daisy sisters Tusquets México, 2011
Después de compartir correspondencia durante tres años, pero sin haberse visto jamás, Elena y Vivi, dos jóvenes suecas de apenas 17 años, por fin va a conocerse. Lo harán en el caluroso verano de 1941, en plena Guerra Mundial, cuando emprendan juntas un viaje en bicicleta hasta la frontera de Suecia con Noruega, ocupada por las tropas Nazis. El mundo las espera, pero las dos ignoran que, en el trayecto, el encuentro con dos militares será determinante para el destino de una de ellas.
Franz de Waal La edad de la empatía Tusquets Metatemas México, 2011
¿Es instintiva la compasión que nos mueve a preocuparnos por los demás? O, como se afirma a menudo, ¿hemos venido al mundo solo a luchar por nuestros intereses y nuestra supervivencia individual? En esta provocadora obra, el autor de **El mono que llevamos dentro estudia de qué modo surge la empatía y el altruismo en el ser humano.
Herman Koch La cena Salamandra España, 2010
Mariano Veloy Algunos hombres buenos Península España, 2011
¿No buscamos a nuestro alrededor hombres buenos que nos guíen cuando debemos tomar una decisión sobre la que tenemos serias dudas? ¿No tomamos estos modelos de los medios de comunicación? Mariano Veloy ha recorrido con maestría la vida y trayectoria de diez “hombres buenos”: John F. Kennedy, Nelson Mandela, Farol Wojtyla, Ludwig Wittgenstein, Ernesto Che Guevara, Vicente Ferrer, Walter Benjamin, Pablo Picasso y Leonard Cohen. La selección es arbitraria, pero sin duda estos elegidos fueron hombres cuya actividad y experiencia, trabajo y dedicación, nos han hecho a todos mejores.
¿Hasta dónde es capaz de llegar un padre para encubrir a un hijo que comente un delito injustificable? ¿Debe prevalecer el instinto de protección paterna, o la lealtad a unas normas sociales que garantizan la coherencia y la fortaleza del grupo? Estas y otras preguntas rugen como dardos durante la lectura de La cena, una novela ácida y provocadora que apunta sin miramientos a toda la clase social acomodada. Tras cosechar un éxito inmediato y arrollador en Holanda, esta novela ganó el Premio de Público y fue declarado Libro del Año en 2009. Esta es su segundo edición en español.
08 literatura
domingo 25 de Septiembre de 2011
Visor
Fernando Vallejo: la conquista de la novela Álvaro Enrigue difundió la especie de que a inicios de la década de 1990 Vallejo había servido como profesor de gramática. El escritor, a quien le atribuye esta revelación, pone las cosas en su sitio mónica gonzález
Ensayo Fernando Fernández
H
ace unas semanas recibí por correo una extraña petición: que contara cuándo y en qué circunstancias había sido alumno de gramática de Fernando Vallejo, tal como yo mismo dije según se afirmaba en un reciente artículo de prensa. Quien se dirigía a mí de esa manera, uno de los principales especialistas en la vida y la obra del escritor colombiano, añadía que mi testimonio le interesaba porque la “faceta docente” de Vallejo “no se había mencionado en público hasta ahora”. Antes de despedirse, solicitaba mi autorización para citar mi nombre como fuente de tan novedosa información. Primero pensé que era una broma y me dieron ganas de inventar yo mismo alguna historia, dando dos o tres pistas falsas. Al rato se me olvidó la cuestión. Días más tarde, el especialista en Vallejo volvió a la carga. Entonces hice una pequeña búsqueda en la red para ver si había por ahí algo que justificara el asunto. Allí estaba: un artículo publicado a fines de agosto, a raíz de la concesión del premio de la FIL a Vallejo, en el que el escritor Álvaro Enrigue me adjudica esa declaración, hecha según él por teléfono en 1994, en los tiempos en que yo dirigía Viceversa y él colaboraba en la revista. El impresionante título del artículo, “El vaivén entre realidad y ficción en la obra de Fernando Vallejo” (página en la red de CNN México, 30 de agosto), está bien puesto, al menos en lo que a mi presencia en él se refiere. Que la memoria falsee los recuerdos es cosa frecuente y comprensible. No lo es tanto el que se evoque en público un episodio falseado y quien lo haga se cuide de decir explícitamente que lo recuerda “con mucha claridad”. Veamos lo que escribe Enrigue: “Dos o tres semanas después publiqué una reseña deslumbrada sobre La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo en la revista Viceversa —que en esa época tal vez más generosa en que los jóvenes todavía podían publicar sus notas de crítica en medios de papel, pasaba por un auge—. Recuerdo, con mucha claridad, que al poco de enviar mi nota me llamó por teléfono el director de la revista, Fernando Fernández, y me dijo con genuina sorpresa que Vallejo había sido su profesor de Gramática en la Universidad, que era un excéntrico y un gran tipo. ‘¿De verdad la novela es tan buena como dices?’ —me preguntó—. Mucho mejor, le dije. Es algo nuevo, compacto, distinto de todo lo demás que hemos leído y no tiene nada que ver con lo que entendemos por latinoamericano”. Me parece bien que Álvaro dé sus opiniones en algunos periódicos; lo que me sorprende es que lo haga con una prosa torpe y apresurada, impropia de un narrador de sus vuelos. Véase, como ejemplo, la siguiente frase: “en la revista Viceversa —que en esa época tal vez más generosa en que los jóvenes todavía podían publicar sus notas de crítica en medios de papel, pasaba por un auge”—. Uno puede preguntarse: ¿qué es lo que pasaba por un auge? ¿“La época tal vez más generosa”? ¿Viceversa? Si, como parece, se refiere a la revista, ¿qué apreciación es ésa de que pasaba por un auge “porque los jóvenes todavía podían publicar sus notas de crítica en medios de papel”? A continuación escribe que yo le llamé
El autor de La virgen de los sicarios
por teléfono y le dije “con genuina sorpresa” que Vallejo había sido mi profesor de gramática. ¿Qué quiere decir exactamente? ¿Que yo se lo dije “con genuina sorpresa”? Si ya lo sabía ¿por qué iría a sorprenderme? ¿O la sorpresa, como más bien parece que quiere decir, fue suya? Hay algo de arrogancia en rememorar un episodio del pasado vivido por uno mismo con el único propósito de contar lo que dijo… uno mismo. Peor si no es más que una banalidad. Volvamos al párrafo que nos interesa: Enrigue me pinta al teléfono casi que con el aliento suspendido, poco menos que cayéndoseme la baba, como sucede cuando se asiste a las grandes revelaciones: “¿De verdad la novela es tan buena como dices?”, escribe que le dije. Y él contesta, ya en plan sublime: “Mucho mejor, le dije. Es algo nuevo, compacto [sic], distinto de todo lo demás que hemos leído y no tiene nada que ver con lo que entendemos por latinoamericano”. Aun así, todo sería pasable tratándose de su opinión y hasta expresándola de manera atropellada, si lo que Enrigue recuerda tan claramente fuera verdad. Como tengo una idea de por dónde vienen los tiros, puedo reconstruir la caprichosa operación de su memoria. Conocí a Fernando Vallejo hace poco más de 25 años, no mucho después de coincidir en la carrera de Letras con un joven actor colombiano que el futuro novelista había traído a México para actuar en la primera de las tres películas que hizo a partir de finales de los
setenta. Una tarde de marzo de 1985 mi flamante amigo actor me llevó a conocerlo. Me encantó lo que vi: un hombre sensible, lúcido y quizás un poco desaforado que hablaba de sus lecturas con enorme vehemencia. Por esos días se estrenaba en el género novelístico: acababa de salir Los días azules, la primera parte de un ciclo que iba a llamarse “El río del tiempo” y del que acabaron apareciendo cuatro volúmenes más. Dos años antes el Fondo de Cultura Económica le había publicado “una gramática del lenguaje literario” llamada Logoi. Ese libro, que compré de inmediato, me pareció tan impresionante como su autor en persona: planteaba un recorrido por las principales fórmulas literarias de la tradición, que ejemplificaba en sus lenguas originales: español, francés, inglés, latín, etcétera. Así como “la crítica [había] estudiado a los escritores bajo el ángulo de su originalidad”, explicaba en el prólogo, su gramática proponía entender “la literatura como el reino de lo recibido, como el vasto dominio de la fórmula, el lugar común y el cliché” (p. 29). De esa forma, uno estudiaba qué cosa era la aposición y luego la veía comportarse en pasajes sacados de Menéndez Pidal o Maupassant, Poe o Colette, James o Brancati, y así ocurría con la elipsis, la metáfora, la sinestesia, entre otros muchos recursos y fórmulas ejemplificados con citas de una interminable lista de autores: D’Annunzio, Valle, Primo Levi, Azorín, Proust, Reyes, Cicerón, Larra, Horacio, Camus… Si se produjo la conversación que Enrigue en cualquier caso deforma, es seguro que le haya dicho que entre lo que yo conocía de Vallejo estaba esa gramática, de la que debo de haberle hablado con admiración. Pero nada más. Y si le manifesté que me parecía “un gran tipo”, tal como lo sigo pensando, no sé a qué me referiría en cambio si dije algo sobre su excentricidad, dada la connotación más bien negativa de esa palabra. De todas maneras, el alejamiento de Vallejo de ese centro (hecho de reflectores y premios, éxito del que sea, presencia en periódicos y televisión…) que buscan con afán algunos escritores, más su dedicación al trabajo en silencio y la envergadura característica de sus proyectos, me hacen creer que aunque no lo hubiera dicho quizá sea una manera acertada de describirlo. Véase, en ese
sentido, la preponderancia que en su artículo da a los reconocimientos Enrigue, que empieza hablando de Vallejo pero acaba haciéndolo del premio de la FIL y de los escritores que afortunadamente ya están en posibilidades de ganarlo. Por cierto, es interesante preguntarse por qué recuerda ahora como “deslumbrada” aquella nota que en efecto apareció en Viceversa (número 19, diciembre de 1994) pero que, tal como se dará cuenta quien la lea, es difícil describirla con justicia con ese adjetivo. A mediados de los años noventa, Vallejo se hizo muy conocido como el gran narrador que es, idéntico al hombre con el que conversé hace poco más de un cuarto de siglo, la primera vez que estuve en su casa: lúcido y sensible, pero también desaforado y casi tremebundo… He leído algunas de esas novelas escritas en su madurez literaria y que ha usado, si puedo decirlo así, para descarnar, desbocarse, dolerse, aullar. Quizá la discusión más interesante en torno a ellas sea la que supone el punto de vista desde el que invariablemente están narradas: la preeminencia de la primera persona por encima de la tercera y la muerte del narrador omnisciente, por su artificiosidad e inverosimilitud. En cambio, sólo lo visité una vez más: un sábado de mayo de 2007, cuando en presencia del antiguo joven actor colombiano y de Raúl Ortiz, su amigo traductor de Lowry, lo oí disertar con vehemencia sobre los defectos de Cien años de soledad, en su opinión una obra muy sobrevalorada. Con la perspectiva que da el tiempo creo que lo que más me impresiona de Fernando es la historia de su conquista de la novela, ese género más bien tardío que mayormente se entrega sólo a quienes saben aguardar para conocer sus secretos. Si es verdad que no he leído algunas de sus obras, por ejemplo su apretada biografía de Barba Jacob, que aguarda desde hace años en mi librero, y menos aun La puta de Babilonia cuyo tema no me interesa, mi apreciación de Vallejo está llena de respeto, cariño y admiración. Su conocimiento de la lengua pero también el cine, la sexualidad, el amor a los animales y su desgarramiento de su país de origen, me parecen las estaciones de una pasión por el género que ha cristalizado en una de las obras más expresivas y vigorosas de la literatura hispanoamericana de la actualidad. nv