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El tradicional vals limeño
EL TRADICIONAL VALS LIMEÑO
[...] y entre rumor de jarana y una mirada escondida, va esperando la mañana la callecita encendida. —Chabuca Granda, Callecita encendida, finales de la década de 1940.
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No sabemos cuándo exactamente llegó el vals a Lima, pero las danzas en compás ternario, como las barrocas zarabandas y clásicos minués, formaban ya parte del catálogo musical europeo que se expandió por todo el continente americano, cuando irrumpió el nuevo baile de salón importado desde Viena, como parte de una moda que revolucionó por completo el paisaje sonoro urbano en todo el mundo. Lo cierto es que, en un ámbito en el que convivían la polca, la mazurca, la danza habanera, la gavota y hasta el yaraví y la zamacueca, como señala el investigador Fred Rohner, «frente a todos ellos, el vals será quien mejor se posicionó en dichos salones desde mediados del siglo XIX» (2018, p. 233). Más aún, sería precisamente gracias a esa pléyade de ritmos y géneros foráneos y locales, a los cuales habría que sumar la jota española y la java francesa1, que ese vals limeño adquiriría una personalidad propia que le imprimió su carta de identidad nacional.
A principios del siglo XX, como lo ha demostrado Rohner, los valses que eran reconocidos como los más típicos del acervo criollo —practicados y defendidos por lo que luego sería conocido como la Guardia Vieja— poseían un espectro armónico que respondía principalmente a tres estructuras: una primera y una segunda, en tonalidad mayor y menor respectivamente que no salían de un esquema alternante de tónica y dominante, en el primer caso, y de la inclusión del relativo mayor, en el segundo; y una tercera, que exhibía una fórmula más emparentada con el waltz
1. El filólogo hispanista francés Gerard Borras observaría cómo «la java y las versiones populares del vals tal como se las observa en París en particular participaron también en esta suerte de alquimia musical» (Borras, 2012, p. 101).